«Los devoradores del espacio»: Frank Belknap Long; relato y análisis


«Los devoradores del espacio»: Frank Belknap Long; relato y análisis.




Los devoradores del espacio (The Space-Eaters) es un relato de terror del escritor norteamericano Frank Belknap Long (1901-1994), publicado originalmente en la edición de julio de 1928 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1946: Los perros de Tíndalos (The Hounds of Tindalos).

Los devoradores del espacio, sin dudas uno de los cuentos de Frank Belknap Long más logrados, relata la historia de dos hombres, Frank y Howard, quienes reflexionan acerca de la naturaleza del Horror. Esa discusión es estética, y especula acerca de la existencia de seres interdimensionales, hasta que el Horror finalmente se manifiesta ante ellos, oculto en la niebla.

Es importante mencionar que Los devoradores del espacio pertenece a los Mitos de Cthulhu, y que ambos personajes, Frank y Howard, son nada menos que Frank Belknap Long y H.P. Lovecraft respectivamente. Recordemos que el autor de este relato perteneció al Círculo de Lovecraft, y que entabló una entrañable amistad con el maestro de Providence. A propósito, Los devoradores del espacio también es el primer relato protagonizado por H.P. Lovecraft.

En el siguiente artículo realizamos un análisis más minucioso de Los devoradores del espacio: Tulpas, Seres Interdimensionales y una elegante teoría sobre el Horror.




Los devoradores del espacio.
The Space-Eaters, Frank Belknap Long (1901-1994)

El horror llegó a Partridgeville en forma de niebla impenetrable.

Toda aquella tarde, los espesos vapores del mar se habían arremolinado y remansado alrededor de la granja, y la humedad flotaba en la habitación en la que estábamos sentados. La niebla ascendía en espirales desde debajo de la puerta, y sus largos y húmedos dedos rozaban mi pelo hasta hacerlo gotear. Las ventanas de cuadrados cristales estaban cubiertas de una película espesa y perlada de humedad; el aire era pesado y denso e increíblemente frío. Miré con tristeza a mi amigo. Se había vuelto de espaldas a la ventana, y escribía furiosamente. Era un hombre alto, delgado, algo cargado de espaldas y de hombros muy anchos. De perfil, su cara era impresionante. Tenía una frente extremadamente ancha, la nariz larga y la barbilla algo pronunciada; un rostro sólido, sensitivo, que sugería una naturaleza sobremanera imaginativa, reprimida por una inteligencia escéptica y auténticamente extraordinaria.

Mi amigo escribía relatos cortos. Lo hacía por placer, desafiando el gusto contemporáneo, y sus cuentos eran insólitos. Habrían encantado a Poe, y también a Hawthorne, a Ambrose Bierce o a Villiers de l'Isle Adam. Eran bosquejos de hombres anormales, de bestias anormales, de plantas anormales. Escribía sobre remotas regiones de imaginación y de horror, y los colores, ruidos y olores que se atrevía a evocar jamás se habían visto, oído ni olido bajo la cara familiar de la luna. Proyectaba sus creaciones sobre fondos estremecedores. Caminaban furtivas por entre los altos y solitarios bosques, subían a las agrestes montañas, bajaban vacilantes por las escalinatas de antiguas casas y andaban entre los bloques de los negros muelles corroídos.

Uno de sus cuentos, La casa del gusano, había inducido a un joven estudiante de la Universidad Midwestern a buscar refugio en un enorme edificio de ladrillo, donde a todos pareció natural que se sentase en el suelo y gritase a voz en cuello: Mi bienamada es más pura que todas las lilas entre las lilas del jardín de las lilas. Otro, Los corruptores, fue la causa de que recibiera ciento diez cartas indignadas de los lectores locales, cuando apareció en la Partridgeville Gazette. Estaba yo mirándole todavía, cuando dejó de escribir súbitamente y sacudió la cabeza.

—No puedo —dijo—. Tendría que inventar un lenguaje nuevo. Y no obstante, puedo comprenderlo emocionalmente, intuitivamente, si quieres. Si al menos pudiese expresarlo en una frase, algo así como el extraño reptar de su espíritu descarnado.

—¿Es algún nuevo horror? —pregunté.

Movió la cabeza negativamente.

—No es nuevo para mí. Lo conozco y lo siento desde hace años: es un horror absolutamente inconcebible para tu prosaico cerebro.

—Muchas gracias —dije.

—Todos los cerebros humanos son prosaicos —explicó—. No quería ofenderte. Son los sombríos terrores que acechan detrás y por encima de ellos, lo que es misterioso y espantoso. ¿Qué pueden saber nuestros pequeños cerebros de las vampiresas entidades que acaso acechan en dimensiones que están por encima de la nuestra, o más allá del universo de las estrellas? —Ahora me miraba con fijeza.

—¡Pero no puedes creer sinceramente en semejantes tonterías! —exclamé.

—¡Por supuesto que no! —sacudió la cabeza y rió—. Demasiado sabes que soy profundamente escéptico para creer en nada. He descrito meramente las reacciones de un poeta ante el universo. Si uno desea escribir historias espectrales y de verdad logra plasmar una sensación de horror, deberá creer en todo... y en cualquier cosa. Por cualquier cosa entiendo el horror que trasciende cualquier cosa, que es más terrible e imposible que nada. Debe creer que hay seres en el espacio exterior que pueden descender y cebarse en nosotros con una maldad capaz de destruirnos completamente: tanto corporal como espiritualmente. Pero ¿cómo podría describir esta monstruosidad del espacio exterior si no conoce su forma, tamaño y color? Es prácticamente imposible hacerlo. Eso es lo que yo he intentado... y he fracasado. Quizá algún día..., pero entonces, dudo que pueda conseguirlo. Aunque el artista puede insinuarlo, sugerirlo...

—¿Sugerir qué? —pregunté, un poco desconcertado.

—Sugerir un horror que es completamente extraterreno, que se deja sentir en términos que no tienen parangón alguno en la Tierra.

Yo aún estaba perplejo. El sonrió cansadamente, y explicó su teoría.

—Hay algo prosaico —dijo— aun en los mejores relatos clásicos de misterio y terror. La vieja señora Radcliffe, con sus subterráneos secretos y sus espectros ensangrentados; Maturin, con sus alegóricos héroes perversos del estilo de Fausto y sus llamas surgiendo de la boca del infierno; Edgar Poe, con sus cadáveres manchados de grumos de sangre y sus gatos negros, sus corazones delatores y sus Valdemares en descomposición; Hawthorne, con su divertida preocupación por los problemas y horrores derivados del mero pecado humano (como si los pecados humanos tuviesen algún significado para la maligna inteligencia de más allá de las estrellas).

»Luego, los maestros modernos: Algernon Balckwood, que nos invita al festín de los altos dioses y nos muestra a una vieja de labio leporino sentada ante un tablero mágico manoseando unas cartas manchadas, o un absurdo nimbo de ectoplasma emanando de algún estúpido clarividente; Bram Stoker con sus vampiros y hombres lobos, meros mitos convencionales residuos del folklore medieval; Wells, con sus vehículos, hombres peces del fondo del mar, damas de la luna; y el centenar de idiotas que escriben constantemente historias de fantasmas para revistas... ¿en qué han contribuido a la literatura de lo espantoso? ¿No somos de carne y hueso? Es natural que nos rebelemos y horroricemos cuando se nos muestra la carne y los huesos en estado de corrupción y descomposición, con los gusanos pululando por debajo y por encima. Es natural que una historia que trata de un cadáver nos haga estremecer, nos llene de miedo y horror y repugnancia. Cualquier imbécil puede suscitar esas emociones en nosotros.

»Poe hizo bien poco con su lady Usher y su licuescente Valdemar. Recurrió a las simples, naturales y comprensibles emociones, y era inevitable que sus lectores respondiesen. ¿No somos descendientes de los bárbaros? ¿No habitamos durante un tiempo en altos y siniestros bosques, a merced de las bestias que desgarran y destrozan? Es inevitable que temblemos y nos rebajemos cuando tropezamos en literatura con sombras tenebrosas de nuestro propio pasado. Harpías y vampiros y hombres lobos... ¿qué son sino ampliaciones, distorsiones de los grandes pájaros y murciélagos y perros feroces que hostigaban y torturaban a nuestros antepasados? Es muy fácil suscitar el miedo manejando tales medios. Es muy fácil asustar a los hombres con las llamas de la boca del infierno, porque son ardientes y consumen y queman la carne, y ¿quién no comprende y tiene miedo del fuego? Golpes que matan, fuegos que abrasan, sombras que horrorizan porque sus sustancias acechan perversamente en los negros corredores de nuestros recuerdos heredados... Estoy cansado de los escritores que nos aterrorizan con semejantes elementos patéticamente fáciles y triviales.

Una auténtica indignación fulguraba en sus ojos.

—¿Y si existiese un horror más grande? —prosiguió—. ¿Y si seres perversos de alguna otra parte del universo decidiesen invadir éste? ¿Y si no pudiésemos verlos? ¿Y si no pudiésemos percibir su presencia? ¿Y si fuesen de un color desconocido en la Tierra, o más bien, de un aspecto que careciese de color? ¿Y si tuviesen una forma desconocida en la Tierra? ¿Y si fuesen tetradimensionales, o tuviesen cinco o seis dimensiones? ¿Y si tuviesen cien? ¿O no tuviesen dimensiones, y existiesen no obstante? ¿Qué haríamos? ¿No existirían para nosotros? Existirían, si nos causaran dolor. ¿Y si no fuese el dolor del calor ni del frío ni de nada que conozcamos, sino un dolor nuevo? ¿Y si afectasen a algo más que a nuestros nervios y llegasen a nuestro cerebro de una manera nueva y terrible? ¿Y si se hiciesen sentir de un modo nuevo y extraño e indecible? ¿Qué haríamos? Tendríamos las manos atadas. No puedes defenderte de lo que está dotado de mil dimensiones. ¡Imagina que, devorando, pudiesen esos seres abrirse camino hacia nosotros a través del espacio!

Ahora hablaba con una intensidad de emoción que contradecía el escepticismo que se había atribuido un momento antes.

—Sobre eso he intentado escribir. Quería hacer que mis lectores sintiesen y viesen a ese ser de otro universo, de más allá del espacio. Podría insinuarlo o sugerirlo fácilmente —cualquier idiota puede hacerlo—, pero quisiera describirlo realmente. ¡Describir un color que no es color, una forma que es amorfa! Un matemático podría, quizá, sugerirlo un poco más. Habría extrañas curvas y ángulos que un inspirado matemático en pleno frenesí de cálculo podría bosquejar vagamente. Es absurdo decir que los matemáticos no han descubierto la cuarta dimensión. La han vislumbrado frecuentemente, se han acercado a menudo a ella, la han intuido infinidad de veces; pero son incapaces de demostrarla. Conozco a un matemático que jura que vio una vez la sexta dimensión en una ascensión a los sublimes cielos de los cálculos diferenciales. Desgraciadamente, no soy matemático. Soy tan sólo un pobre artista loco y creador, y el ser del espacio exterior se me escapa completamente.

Alguien aporreó sonoramente la puerta. Crucé la habitación y retiré el cerrojo.

—¿Qué desea? —pregunté—. ¿Qué ocurre?

—Siento molestarle, Frank —dijo una voz familiar—, pero tengo que hablar con alguien.

Reconocí la cara flaca y blanca de mi más inmediato vecino, y me hice a un lado en seguida.

—Pase —dije—. Pase, no faltaba más. Howard y yo hemos estado hablando de fantasmas, y los seres que hemos invocado no son del todo agradables. Tal vez pueda usted conjurarlos.

Llamé fantasmas a los horrores de Howard porque no quería impresionar a mi vecino vulgar. Henry Wells era muy alto y corpulento, y al entrar en la habitación pareció introducir consigo una parte de la noche. Se derrumbó en un sofá y nos miró con ojos asustados. Howard abandonó la historia que había estado leyendo, se quitó y limpió las gafas, y arrugó el ceño. Era relativamente tolerante con mis bucólicos visitantes. Aguardó quizá un minuto, y luego empezamos los tres a hablar casi al mismo tiempo.

—¡Qué noche más horrible!

—Espantosa, ¿verdad?

—¡Aciaga!

Henry Wells arrugó el ceño.

—Esta noche —dijo—, me ha... me ha ocurrido un curioso incidente. Iba con «Hortense» por Mulligan Wood...

—¿Con «Hortense»? —interrumpió Howard.

—Su yegua —expliqué impaciente—. Regresaba de Brewster, ¿no es así, Harry?

—De Brewster, sí —dijo—. Marchaba entre los árboles, atento con cien ojos a las luces deslumbrantes de los coches que surgían de la oscuridad y venían derechos hacia mí, y escuchaba las sirenas de la bahía roncar y gemir, cuando me cayó en la cabeza una cosa mojada. Va a llover —pensé—, espero que no se me mojen las provisiones. Me volví para asegurarme de que iban bien cubiertas la mantequilla y la harina, y algo blando como una esponja se elevó del fondo del carro y me golpeó en la cara. Di una manotada y lo tomé entre los dedos. Me dio la sensación de que tenía en las manos una especie de gelatina. La apreté, y la cosa mojada se me escurrió muñeca abajo.

»El caso es que no estaba tan oscuro como para no verlo. Es extraña la claridad que encierra la niebla... parece hacer la noche más diáíana. Había una especie de luminosidad en el ambiente. No sé, puede que no fuera la niebla, en definitiva. Los árboles parecían apartarse. Podía verlos recortados y claros. Como iba diciendo, miré aquello y ¿qué creerán ustedes que parecía? Pues parecía un trozo de hígado crudo. O sesos de vaca. Ahora que me paro a pensarlo, creo que se parecía más a unos sesos de vaca. Tenía pliegues, y los hígados no tienen muchos pliegues. El hígado es por lo general terso como un cristal. Pasé un momento espantoso. "Debe de haber alguien en lo alto de estos árboles —pensé—. Debe de ser algún trampero, o algún chiflado, y ha estado comiendo hígado.

»Mi carro le ha asustado y lo ha dejado caer... bueno, un trozo nada más. No cabe duda. No había ningún hígado en el carro al salir de Brewster. Miré hacia arriba. Usted sabe lo altos que son los árboles en Mulligan Wood. No pueden verse las copas de algunos de ellos desde el camino en un día luminoso. Y ya sabe lo retorcidos y extraños que resultan algunos. Es curioso, pero siempre me han parecido hombres viejos... viejos y enormemente altos, por supuesto; altos y encorvados y perversos. Siempre los he imaginado como deseando causar algún daño. Hay algo malsano en esos árboles que crecen tan juntos y tan retorcidos.

»Alcé los ojos. Al principio no vi más que los corpulentos árboles, blancos y relucientes debido a la niebla, y por encima de ellos, una bruma espesa y blancuzca que ocultaba las estrellas. Y entonces, algo largo y blanco descendió velozmente por el tronco de uno de ellos. Bajó tan de prisa que no pude verlo claramente. De todos modos era tan delgado que no pude distinguirlo muy bien. Pero parecía un brazo. Era como un brazo largo, blanco y muy delgado. ¿Quién ha visto jamás un brazo tan largo como un árbol? No sé qué me induce a compararlo con un brazo, porque no era más que una línea delgada... como un alambre o una cuerda. Además, no estoy siquiera seguro de haberlo visto. Puede que lo imaginara. Ni siquiera estoy seguro de que tuviese el grosor de una cuerda. Pero tenía mano. ¿O no?

»Cuando pienso en eso se me ofusca la cabeza. Bueno, se movió tan de prisa que no me dio tiempo a verlo con claridad. Pero me dio la impresión de que buscaba algo que había caído. Por un instante, la mano pareció extenderse por encima de la carretera, y luego se apartó del árbol y se dirigió hacia el carro. Era como una mano enorme y blancuzca que avanzaba sobre sus dedos con un brazo terriblemente largo unido a ella que se elevaba hasta la niebla, o quizá hasta las estrellas. Solté un grito y fustigué a "Hortense" con las riendas, pero el animal no necesitaba que lo apremiasen. Se puso fuera de alcance antes de que yo tuviese tiempo de arrojar el hígado o los sesos de vaca o lo que fuese al camino. Salió disparada a tal velocidad que casi vuelca el carro, pero yo no tiré de las riendas. Prefería caerme en una zanja y romperme una costilla a que una mano larga y blancuzca me cogiese por el cuello y me cortase la respiración.

»Casi habíamos salido del bosque y empezaba a respirar nuevamente, cuando se me heló el cerebro. No puedo describir lo que sucedió de ningún otro modo. Sentí que el cerebro se me quedaba frío como el hielo dentro de la cabeza. Les aseguro que estaba asustado. No crean que no podía pensar claramente. Tenía conciencia de todo lo que sucedía a mi alrededor, pero mi cerebro estaba tan frío que grité de dolor. ¿Han sostenido alguna vez un trozo de hielo en la palma de la mano durante dos o tres minutos? Quema, ¿verdad? El hielo quema más que el fuego. Bien, sentí el cerebro como si hubiese estado en hielo durante horas y horas. Tenía un horno dentro de la cabeza, pero era un horno de frío. Rugía de frío violento. Tal vez debiera dar gracias de que no durara el dolor. Me desapareció a los diez minutos, y cuando llegué a casa no se me ocurrió que hubiera sufrido daño alguno por esta experiencia. No pensé efectivamente en eso, hasta que me miré en el espejo. Entonces descubrí este agujero en la cabeza.

Henry Wells se inclinó hacia adelante y se apartó el pelo de la sien derecha.

—Aquí está la herida —dijo—. ¿Qué piensa de ello? —Se golpeó con los dedos debajo de un pequeño orificio redondo en dicho lugar—. Es como una herida de bala —comentó—, pero no me ha salido sangre y se puede ver que es bastante profundo. Parece como si me llegara al centro de la cabeza. No debería estar vivo.

Howard se había levantado y miraba fijamente a mi vecino con ojos furiosos y acusadores.

—¿Por qué nos ha mentido? —gritó—. ¿Por qué nos ha contado esta absurda historia? ¡Una mano larga! Usted está bebido. Borracho... y sin embargo, ha logrado lo que a mí me habría costado sudar sangre. Si yo lograse hacer que mis lectores pudiesen sentir ese horror, sentir por un momento ese miedo que nos ha descrito usted de los bosques, me situaría entre los inmortales... sería más grande que Poe, más grande que Hawthorne. Y usted... un burdo embustero borracho...

Me puse de pie con una furiosa protesta.

—No es un embustero —dije—. Le han disparado un tiro... alguien le ha disparado un tiro en la cabeza. Mira esta herida. ¡Dios mío, no tienes ningún derecho a insultarle!

La ira de Howard se desvaneció y el fuego desapareció de sus ojos.

—Perdóneme —dijo—. No puedes figurarte de qué manera necesitaba yo atrapar ese horror fundamental, traspasarlo al papel; y él lo ha dicho con toda facilidad. Si me hubiese advertido que iba a describir una cosa así habría tomado notas. Pero naturalmente, él no sabe que es un artista. Se trata de un tour de force casual lo que ha hecho; no podría hacerlo otra vez, estoy seguro. Siento haberme acalorado... discúlpeme. ¿Quiere que vaya a buscarle un médico? Esa herida es grave.

Mi vecino negó con la cabeza.

—No quiero médicos —dijo—. Ya he visto a uno. No tengo ninguna bala en la cabeza... el agujero no ha sido causado por una bala. Cuando el médico no pudo explicarlo, me reí de él. Odio a los médicos; y me tiene sin cuidado la gente estúpida que cree que tengo por costumbre mentir. Me tiene sin cuidado la gente que no me cree cuando digo que he visto deslizarse por un árbol una cosa larga, blancuzca, con tanta claridad como si fuese de día.

Pero Howard examinaba la herida pese a la indignación de mi vecino.

—Ha sido hecha por algo redondo y afilado —dijo—. Es extraño, pero la carne no ha sido destrozada. Un cuchillo o una bala habría desgarrado la carne, habría dejado un borde destrozado.

Asentí, y me incliné para examinar la herida, cuando Wells gritó, y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Ahhhh! —farfulló—. Ha vuelto... el terrible, terrible frío.

Howard le miró fijamente.

—¡No espere de mí que crea semejante tontería! —exclamó disgustado.

Pero Wells siguió sujetándose la cabeza y danzando por la habitación en un delirio de agonía.

—¡No puedo soportarlo! —gritaba—. Se me está congelando el cerebro. No es un frío normal. ¡Oh, Dios! Es algo como no ha sentido nadie jamás. Muerde, abrasa, despedaza. Es como el ácido.

Le puse una mano sobre el hombro y traté de apaciguarle, pero él me apartó y se dirigió hacia la puerta.

—Tengo que salir de aquí —exclamó—. Ese ser necesita espacio. Mi cabeza no puede contenerlo. Necesita la noche... la inmensidad de la noche. Quiere revolcarse en la noche.

Abrió la puerta y desapareció en la niebla. Howard se secó la frente con la manga de la chaqueta y se derrumbó en la silla.

—Loco —murmuró—. Es un caso trágico de psicosis maníaco-depresiva. ¿Quién lo habría sospechado? La historia que nos ha contado no era en absoluto una invención consciente. Era simplemente un producto pesadillesco concebido por el cerebro de un lunático.

—Sí —dije—. Pero ¿cómo explicas el agujero de su cabeza?

—¡Ah, eso! —Howard se encogió—. Probablemente lo tiene de siempre... a lo mejor es de nacimiento.

—Tonterías —dije—. Ese hombre no tenía antes ningún agujero en la cabeza. Personalmente, creo que le han pegado un tiro. Deberíamos hacer algo. Necesita atención médica. Será mejor que telefonee al doctor Smith.

—Es inútil intervenir —dijo Howard—. Ese agujero no ha sido causado por una bala. Te aconsejo que lo olvides hasta mañana. Su locura puede ser temporal; puede que se le pase, y entonces nos reprocharía el habernos entremetido. Si mañana se encuentra todavía emocionalmente trastornado, si vuelve otra vez e intenta armar jaleo, puedes dar parte a las autoridades correspondientes. ¿Se ha comportado de modo extraño con anterioridad?

—No —dije—. Siempre ha estado completamente sano. Creo que seguiré tu consejo y esperaré. Pero quisiera poder explicarme el agujero de la cabeza.

—La historia que ha contado me interesa más —dijo Howard—. Voy a escribirla antes de que se me olvide. Por supuesto, no seré capaz de hacer que el horror resulte tan real como él, pero quizá pueda reflejar un poco la impresión de extrañeza y fascinación.

Desenroscó el capuchón de su estilográfica y empezó a rellenar una cuartilla con extrañas frases.

Sentí un escalofrío y cerré la puerta. Durante varios minutos, no se oyó otro ruido en la habitación que el del garabateo de su pluma al correr por el papel. Durante varios minutos hubo silencio... y luego, empezaron los alaridos. ¿O eran gemidos? Los oímos a través de la puerta cerrada, por encima del ulular de las sirenas y el oleaje de la playa de Mulligan. Los oímos por encima de un millón de ruidos de la noche que nos habían horrorizado y deprimido, mientras estuvimos sentados charlando en la casa solitaria y envuelta por la niebla. Y los oímos tan claramente que por un momento creímos que provenían de muy cerca de la casa. Hasta que no los escuchamos una y otra vez —prolongados, taladrantes gemidos—, no descubrimos una calidad de lejanía. Poco a poco, nos fuimos dando cuenta de que provenían de muy lejos, muy lejos; quizá del bosque de Mulligan.

—Es un alma en pena —murmuró Howard—. Una pobre alma condenada, en las garras del horror del que te he hablado... el horror que yo he conocido y sentido durante años.

Se puso en pie inquieto. Sus ojos centelleaban y respiraba agitadamente. Le tomé por los hombros y lo sacudí.

—No deberías proyectarte en tus historias de esa manera —exclamé—. Probablemente es algún desdichado que se encuentra en apuros. No sé qué habrá pasado. Puede que haya naufragado algún barco. Voy a ponerme un chubasquero y averiguar qué ocurre. Me parece que nos necesitan.

—Puede que nos necesiten —repitió Howard lentamente—. Puede que nos necesiten de verdad. No se quedarán satisfechos con una simple víctima. Pienso en el gran viaje a través del espacio, ¡la sed y el hambre que deben de haber pasado! ¡Es absurdo imaginar que se contentarán con una simple víctima!

Luego, de pronto, le sobrevino un cambio. Se apagó la luz de sus ojos y su voz perdió su vibración. Se estremeció.

—Perdóname —dijo—. Tengo miedo de que pienses que estoy tan loco como el patán que ha estado aquí hace unos minutos. Pero no puedo por menos de identificarme con mis personajes cuando escribo. He descrito algo tremendamente perverso, y esos alaridos... bueno, son exactamente como los que daría un hombre si... si...

—Comprendo —le interrumpí—, pero no tengo tiempo para hablar de eso ahora. Hay un pobre hombre allá —señalé vagamente hacia la puerta—, sin duda en apuros. Está tratando de liberarse de algo... no sé de qué. Tenemos que ayudarle.

—Por supuesto, por supuesto —accedió él, y me siguió a la cocina.

Sin decir palabra, bajé, cogí un chubasquero y se lo tendí. Le di también un gran sombrero de hule.

—Póntelos lo más pronto que puedas —dije—. Ese hombre debe de necesitar ayuda desesperadamente.

Había tomado yo mi propio chubasquero de la percha y forcejeaba para meter los brazos en sus pegajosas mangas. Un momento después, nos abríamos paso a través de la niebla.

La niebla parecía un ser vivo. Sus largos dedos nos alcanzaban y abofeteaban incesantemente en la cara. Se enroscaba alrededor de nuestros cuerpos y se elevaba en enormes espirales grisáceas desde lo alto de nuestras cabezas. Retrocedía ante nosotros, y de pronto se precipitaba sobre nosotros y nos envolvía. A lo lejos, confusamente, vimos las luces de unas cuantas granjas solitarias. Detrás de nosotros, palpitaba el mar y las sirenas emitían un ulular continuo y lúgubre. El cuello del chubasquero de Howard estaba levantado por encima de las orejas, y la humedad goteaba de su larga nariz. Había una torva decisión en sus ojos, y tenía la mandíbula apretada.

Caminamos durante largo rato en silencio, sin decir palabra, hasta que nos aproximamos al bosque de Mulligan.

—Si es preciso —dijo—, entraremos en el bosque.

—No hay razón para que no entremos —dije—. No es un bosque muy grande.

—¿Podría salir uno rápidamente?

—Podría salir en seguida, sí. ¡Dios mío!, ¿has oído eso?

Los gritos habían aumentado horriblemente.

—Ése está sufriendo —dijo Howard—. Está sufriendo terriblemente. ¿Crees... crees que puede ser tu amigo el chiflado?

Había formulado una pregunta que me había estado haciendo yo mismo desde hacía un rato.

—Es posible —dije—. Pero tenemos que intervenir, si está loco. Me habría gustado traer a algunos vecinos con nosotros.

—¿Y por qué, en nombre del cielo, no lo has hecho? —exclamó Howard—. Puede que haga falta una docena de hombres para sujetarlo.

No apartaba la vista de los altos árboles que se elevaban ante nosotros, y no creo que dedicara a Henry Wells un solo pensamiento.

—Ese es el bosque de Mulligan —dije. Tragué saliva—. No es muy grande —añadí estúpidamente.

—¡Oh, Dios mío! —De la niebla nos llegó el sonido de una voz en la última extremidad del dolor—. Me están devorando el cerebro. ¡Oh, Dios mío!

Yo estaba en ese momento mortalmente asustado, a punto de volverme tan loco como el hombre del bosque. Agarré el brazo de Howard.

—Vámonos —grité—. Vámonos inmediatamente. Sería una insensatez entrar. Aquí no vamos a encontrar sino la locura y el sufrimiento y quizá la muerte.

—Puede ser —dijo Howard—, pero vamos a entrar.

Su rostro estaba ceniciento bajo el gran sombrero goteante, y sus ojos eran dos delgadas rendijas azules.

—Muy bien —dije de mala gana—. Pues entremos.

Nos internamos lentamente por entre los árboles. Estos se elevaban inmensos por encima de nosotros, y la espesa niebla los deformaba y fundía de tal modo que parecían avanzar con nosotros. La niebla colgaba en jirones de sus ramas retorcidas. ¿He dicho jirones? Eran más bien serpientes de niebla, serpientes contorsionantes de venenosa lengua y ojos hipnóticos. A través de las alborotadas nubes de niebla, vimos los escamosos, nudosos troncos de los árboles, y cada uno de ellos se asemejaba al cuerpo torcido de un anciano perverso. Sólo la pequeña mancha oblonga de luz de mi linterna nos protegía contra su malevolencia. Avanzábamos a través de los grandes bancos de niebla, y a cada paso los gritos se hacían más audibles. No tardamos en distinguir fragmentos de frases, gritos histéricos que se fundían en gemidos prolongados: «Más, más, más frío... me van devorando el cerebro, ¡más frío! ¡Ahhh!

Howard me apretó el brazo.

—Lo encontraremos —dijo—. No podemos volver atrás ahora.

Lo encontramos tendido de costado. Se apretaba la cabeza con las manos y tenía el cuerpo doblado en dos con las rodillas tan encogidas que casi le tocaban el pecho. Estaba callado. Nos inclinamos y lo sacudimos, pero no emitió sonido alguno.

—¿Está muerto? —pregunté con voz ahogada. Sentía desesperados deseos de dar media vuelta y echar a correr. Los árboles estaban muy cerca de nosotros.

—No sé —dijo Howard—. No sé. Espero que sí.

Le vi arrodillarse y deslizar una mano bajo la camisa del pobre desdichado. Durante un momento, su rostro fue una máscara. Luego se levantó vivamente y movió negativamente la cabeza.

—Está vivo —dijo—. Debemos ponerle ropas secas lo antes posible.

Le ayudé. Entre los dos levantamos la doblada figura del suelo y la transportamos entre los árboles. Tropezamos dos veces y estuvimos a punto de caer, y las enredaderas nos desgarraban las ropas. Las enredaderas eran pequeñas manos malévolas que agarraban y desgarraban según la maligna instigación de los grandes árboles. Sin una estrella que nos guiase, sin otra luz que la pequeña linterna de bolsillo, cada vez más débil, nos abrimos paso hasta salir del bosque de Mulligan. El zumbido no comenzó hasta que salimos del bosque. Al principio apenas lo oíamos; era muy bajo, como el ronroneo de aparatos gigantescos muy dentro de la tierra. Pero lentamente, mientras caminábamos con nuestra carga, se fue elevando hasta que ya resultó imposible ignorarlo.

—¿Qué es eso? —murmuró Howard, y a través de los espectrales jirones de la niebla vi que su rostro tenía un tinte verdoso.

—No sé —murmuré—. Es algo horrible. Jamás había oído nada semejante. ¿No puedes caminar más de prisa?

Hasta ese momento habíamos estado luchando contra horrores familiares, pero el zumbido y ronroneo que aumentaba detrás de nosotros no se parecía a nada de lo que pudiera oírse en la Tierra. Preso de incontenible horror, grité:

—¡Más de prisa, Howard, más de prisa! ¡ En nombre de Dios, salgamos de aquí!

Mientras hablaba, el cuerpo que transportábamos se retorció, y de sus labios contraídos brotó un torrente de palabras incoherentes:

—Yo iba entre los árboles, mirando hacia arriba. No podía ver las copas. Miraba hacia arriba, y luego de pronto miré hacia abajo y esa cosa aterrizó sobre mis hombros. Era todo patas... unas patas largas y serpeantes. Se lanzaron en seguida sobre mi cabeza. Yo quería alejarme de los árboles, pero no podía. Estaba solo en el bosque con eso a mi espalda, en mi cabeza, y cuanto traté de correr, los árboles me alcanzaron y me hicieron caer. Me ha hecho el agujero para poder penetrar. Quiere mi cerebro. Me ha hecho el agujero y se me ha metido dentro y no hace más que sorber y sorber y sorber. Es frío como el hielo y hace un ruido como de un enorme moscardón. Pero no es un moscardón. Y no es una mano. Me equivoqué cuando dije que era una mano. No se le puede ver. Yo no lo hubiera visto ni sentido de no haberme hecho un agujero, de no haber entrado dentro de mí. Cuando casi lo ves, cuando casi lo sientes, significa que se está preparando para penetrar.

—¿Puede caminar, Wells? ¿Puede caminar?

Howard había soltado las piernas de Wells, y pude oír el áspero jadeo de su respiración mientras forcejeaba por librarse de su chubasquero.

—Creo que sí —sollozó Wells—. Pero no importa. Ahora me tiene en su poder. Déjenme y sálvense ustedes.

—¡Tenemos que correr! —grité yo.

—Es nuestra única posibilidad —exclamó Howard—. Wells, síganos. Síganos, ¿entiende? Le consumirán el cerebro si le atrapan. Hay que correr, muchacho, ¡síganos!

Se alejó a través de la niebla. Wells se tambaleó y le siguió como un hombre en trance. Yo sentí un horror más terrible que la muerte. El ruido era espantosamente alto, lo sentía en mis oídos, y sin embargo, en ese momento no me fue posible moverme. El muro de niebla se hizo más espeso.

—¡Frank se perderá! —dijo la voz de Wells, que se elevó en un grito desesperado.

—¡Volvamos! —fue Howard el que gritó ahora—. Será la muerte, o algo peor, pero no podemos abandonarlo.

—Seguid —dije en voz alta—. No me cogerán. ¡Salvaos vosotros!

En mi ansiedad por evitar que se sacrificaran, eché a correr alocadamente. Un instante después me había reunido con Howard y le agarraba del brazo.

—¿Qué es eso? —exclamó—. ¿De qué tenemos que tener miedo?

El zumbido nos envolvía ahora, pero no era más fuerte.

—¡Sigue corriendo o estaremos perdidos! —me instó él frenéticamente—. Han derribado todas las barreras. Ese zumbido es un aviso. Nosotros somos sensitivos... hemos sido advertidos, pero si aumenta estaremos perdidos. Ellos son fuertes cerca del bosque de Mulligan; es aquí donde se han hecho sentir. Están tanteando ahora... abriéndose camino. Más tarde, cuando hayan aprendido, se extenderán. Si pudiésemos llegar a la granja...

—¡Llegaremos! —grité, mientras me abría paso a manotazos entre la niebla.

—¡El cielo nos ayude si no podemos! —gimió Howard.

Iba sin su chubasquero, y su camisa empapada se pegaba trágicamente a su cuerpo flaco. Avanzaba en la negrura a largas y furiosas zancadas. Muy delante de nosotros oímos los alaridos de Henry Wells. Las sirenas gemían incesantemente, e incesantemente, la niebla se enroscaba en torno a nosotros y nos envolvía. Y el zumbido continuaba. Parecía increíble que pudiésemos encontrar el camino de la granja en la negrura. Pero lo logramos, y entramos precipitadamente en ella dando gritos de alegría.

—¡Cierra la puerta! —exclamó Howard.

Cerré la puerta.

—Aquí estamos a salvo, creo —dijo—. Aún no han alcanzado la granja.

—¿Qué le habrá ocurrido a Wells? —pregunté sin aliento, y entonces vi las huellas mojadas que conducían a la cocina.

Howard las vio también. Sus ojos brillaron momentáneamente de alivio.

—Me alegra ver que está a salvo —murmuró—. Temía por él.

Luego su rostro se ensombreció. La cocina estaba a oscuras, y ningún ruido salía de allí. Sin decir palabra, Howard cruzó la habitación y se internó en la oscuridad del otro lado. Yo me dejé caer en una silla, me enjugué el agua de los ojos y me eché hacia atrás el pelo que me había caído en mojados mechones sobre la cara. Permanecí sentado un momento, respirando agitadamente, y cuando la puerta crujió, sentí un escalofrío. Pero en seguida recordé lo que había dicho Howard: Aquí estamos a salvo, creo. Aún no han alcanzado la granja.

En cierto modo, yo confiaba en Howard. Él se daba cuenta de que nos amenazaba un nuevo y desconocido horror, y de alguna oscura manera había captado sus limitaciones. Confieso, sin embargo, que cuando oí los gritos de la cocina mi fe en mi amigo se tambaleó ligeramente. Oí gruñidos como no creo que hayan brotado jamás de una garganta humana, y la voz de Howard se elevó en una violenta reconvención.

—¡Apártese! ¿Está usted completamente loco? ¡Nosotros le hemos salvado! ¡No, por favor... deje mi pierna! ¡Ahhh!

Al ver a Howard entrar tambaleante en la habitación, corrí hacia él y le cogí en brazos. Estaba cubierto de sangre de pies a cabeza y su rostro era de color ceniza.

—Se ha vuelto loco, furioso —gimió—. Va a cuatro patas como un perro. Se me ha lanzado encima y casi me mata. He logrado zafarme de él, pero me ha dado un terrible mordisco. Le he pegado en la cara... le he dejado inconsciente. Puede que lo haya matado. Es un animal... tenía que defenderme.

Deposité a Howard en el sofá y me arrodillé a su lado, pero él rechazó mi ayuda.

—¡No te preocupes por mí! —me instó—. Coge una cuerda, rápido, y átalo. Si vuelve en sí tendremos que luchar para defender nuestras vidas.

Lo que siguió fue una pesadilla. Recuerdo vagamente que entré en la cocina con una cuerda y até al pobre Wells a una silla; luego lavé y vendé las heridas de Howard, y encendí un fuego en la chimenea. Recuerdo también que telefoneé pidiendo un médico. Pero los incidentes se confunden en mi memoria, y no tengo una noción clara de nada, hasta la llegada de un hombre alto y grave, de ojos afables y simpáticos, cuya presencia resultaba tan sedante como un narcótico. Examinó a Howard, asintió con la cabeza, y explicó que las heridas no eran graves. Después examinó a Wells, pero no asintió. Luego dijo lentamente :

—Sus pupilas no responden a la luz. Será necesario operarle inmediatamente. Con franqueza, no creo que podamos salvarle.

—Esa herida de la cabeza, doctor —dije—, ¿ha sido hecha por una bala?

El médico arrugó el ceño.

—Me tiene perplejo —dijo—. Naturalmente, ha sido hecha por una bala, pero debería estar parcialmente cerrada. Penetra directamente en el cerebro. Usted dice que no sabe cómo ocurrió. Le creo, pero pienso que debería notificarlo inmediatamente a las autoridades. Seguramente se pondrán a buscar al homicida; a menos... —hizo una pausa—, a menos que sea él mismo quien se haya infligido la herida. Lo que usted me cuenta es muy raro. Parece increíble que haya sido capaz de caminar durante horas. La herida se ha curado, evidentemente. No hay sangre coagulada en absoluto.

Paseó arriba y abajo.

—Debemos operarle aquí, en seguida. Existe una ligera posibilidad. Por fortuna, he traído algunos instrumentos. Vamos a despejar esta mesa y... ¿Cree usted que podría sostenerme una lámpara?

Asentí.

—Lo intentaré —dije.

—¡Bien!

El médico se ocupó de los preparativos mientras yo deliberaba en mi interior sobre si telefonear a la policía o no.

—Estoy convencido —dije finalmente—, de que la herida se la ha hecho él mismo. Wells se comportaba de un modo muy extraño. Si usted no tiene inconveniente, doctor...

—¿Sí?

—Guardaremos silencio sobre este asunto hasta después de la operación. Si Wells vive, no habrá necesidad de involucrar al pobre hombre en una investigación policial.

El doctor asintió.

—Muy bien —dijo—. Le operaremos primero y decidiremos después.

Howard se rió en silencio desde el lecho.

—La policía —dijo en tono de burla—. ¿De qué serviría que corriese detrás de esos seres del bosque de Mulligan?

Había un acento irónico y siniestro en su risa que me turbó. Los horrores que habíamos conocido en la niebla parecían absurdos e imposibles ante la fría y científica presencia del doctor Smith, y no quise acordarme de ellos. El doctor se apartó de sus instrumentos y me susurró al oído:

—Su amigo tiene un poco de fiebre, y parece que delira. Tráigame un vaso de agua y le prepararé un sedante.

Corrí a buscar el vaso, y un momento después Howard dormía profundamente.

—Tome —dijo el doctor al darme la lámpara—. Debe sostenerla firmemente, y enfocarla según le diga yo.

La blanca e inconsciente forma de Henry Wells yacía sobre la mesa que el doctor y yo habíamos despejado, y temblé de pies a cabeza al pensar en el panorama que tenía delante. Tendría que estar presente y contemplar el cerebro vivo de mi pobre amigo cuando el doctor lo dejara implacablemente al descubierto. Con dedos rápidos y experimentados, el doctor administró el anestésico. Yo me sentía oprimido por una espantosa sensación de que estábamos cometiendo un crimen, de que Henry Wells habría rechazado violentamente la operación, de que habría preferido morir. Es espantoso mutilar el cerebro de un hombre. Y no obstante, sabía que la decisión del doctor estaba por encima de todo reproche, y que la ética de su profesión le exigía operar.

—Ya estamos preparados —dijo el doctor Smith—. Baje la lámpara. ¡Ahora tenga cuidado!

Vi moverse el bisturí entre sus dedos hábiles y competentes. Estuve mirando un momento, y luego volví la cabeza. Lo que capté en una fugaz mirada me puso enfermo y me mareó. Puede que fuese la imaginación, pero en el instante de fijar los ojos en la pared tuve la impresión de que el doctor estaba a punto de desvanecerse. No pronunció sonido alguno, pero estaba casi seguro de que había hecho un horrible descubrimiento.

—Baje la lámpara —dijo. Su voz fue ronca y pareció provenir de lo más profundo de su garganta.

Bajé la lámpara unos centímetros sin volver la cabeza. Esperé un reproche suyo, una maldición quizá, pero permaneció tan callado como el hombre que yacía en la mesa. Sabía, sin embargo, que sus dedos seguían trabajando, pues los oía moverse. Podía escuchar sus manos ágiles y veloces en torno a la cabeza de Henry Wells. De pronto, tuve conciencia de que mi mano temblaba. Tenía ganas de dejar caer la lámpara; sentía que no podía sostenerla más.

—¿Está terminando ya? —murmuré con desesperación.

—¡Sostenga esa lámpara con firmeza! —me ordenó el doctor—. Si mueve la lámpara otra vez... no... no podré terminar de coser. ¡Me importa un bledo que me ahorquen! ¡No soy curador de demonios!

Yo no sabía qué hacer. Apenas podía sostener la lámpara, y la amenaza del doctor me horrorizó.

—Haga todo lo que esté de su parte —insté histéricamente—. Déle una posibilidad de volver a la vida. Era un hombre afable y bueno... ¡antes!

Durante un momento hubo silencio, y yo temí que no me hubiese escuchado. Esperé durante un rato que arrojara el escalpelo y la esponja para echar yo a correr y salir a la niebla. Cuando oí otra vez el movimiento de dedos, supe que había decidido dar al condenado una posibilidad. Pasada la medianoche, me dijo el doctor que ya podía dejar la lámpara. Me volví con una exclamación de alivio, y me encontré con un rostro que nunca olvidaré. En tres cuartos de hora, el doctor había envejecido diez años. Tenía oscuras ojeras bajo los ojos, y su boca estaba contraída convulsivamente.

—No sobrevivirá —dijo—. Tardará menos de una hora en expirar. No he tocado su cerebro. No podía hacer nada. Al ver... su estado... lo he cosido inmediatamente.

—¿Qué ha visto? —medio susurré.

Una expresión de indecible terror asomó a los ojos del doctor.

—He visto..., he visto... —su voz se quebró, y todo su cuerpo se estremeció—. He visto... ¡Oh!, la gran vergüenza, el mal que carece de forma y de figura...

De pronto, se enderezó y miró desorbitadamente en torno suyo.

—¡Vendrán aquí y lo reclamarán! —exclamó—. Han dejado su marca en él, y vendrán por él. No deben quedarse ustedes aquí. ¡Esta casa está condenada a la destrucción!

Le miré desamparadamente mientras cogía su sombrero y su maletín y se dirigía hacia la puerta. Con dedos blancos, temblorosos, quitó el cerrojo y por un instante su delgada figura se recortó en el rectángulo de ondulante vapor.

—¡Recuerde lo que le he advertido! —gritó; luego se lo tragó la niebla.

Howard se había incorporado y se frotaba los ojos.

—¡Ha sido una mala jugada! —murmuró—. ¡Drogarme deliberadamente! De haber sabido yo que ese vaso de agua...

—¿Cómo te sientes? —le pregunté, sacudiéndole violentamente por los hombros—. ¿Crees que podrás caminar?

—¡Me drogas, y luego me pides que camine! Frank, eres un artista muy poco razonable. ¿Qué pasa ahora?

Señalé la muda figura de la mesa.

—El bosque de Mulligan es más seguro que esto —dije—. ¡Este hombre les pertenece ahora!

Howard se puso en pie de un salto y me sacudió por el brazo.

—¿Qué quieres decir? —exclamó—. ¿Cómo lo sabes?

—El doctor ha visto su cerebro —expliqué—. Y ha visto también algo que no ha querido... que no ha podido describir. Pero ha dicho que vendrían por él, y yo le creo.

—¡Debemos marcharnos de aquí inmediatamente! —exclamó Howard—. Tu médico tiene razón. Corremos un peligro mortal. Hasta el bosque de Mulligan..., pero no necesitamos regresar al bosque. ¡Tenemos tu lancha!

—¡Tenemos la lancha! —repetí, con la esperanza despertando débilmente en mi mente.

—La niebla será nuestra más mortal amenaza —dijo Howard con el ceño fruncido—. Pero hasta la muerte en el mar es preferible a este horror.

El muelle no estaba lejos, y en menos de un minuto se encontró Howard sentado a popa de la lancha, y yo manipulando furiosamente en el motor. Las sirenas gemían todavía, pero no se veían luces en ningún punto del puerto. No podíamos ver a un metro de nuestras narices. Los blancos fantasmas de la niebla se hacían vagamente visibles en la oscuridad, pero más allá de ellos se extendía la noche interminable, oscura y cargada de terror. Howard estaba hablando.

—Siento como si reinase la muerte ahí fuera —dijo.

—Hay algo más que la muerte ahí —dije, poniendo el motor en marcha—. Creo que podremos evitar las rocas. Hay muy poco viento y conozco el puerto.

—Y, naturalmente, contaremos con las sirenas que nos guiarán —murmuró Howard—. Creo que será mejor que salgamos a mar abierto.

Yo era del mismo parecer.

—La lancha no resistiría un temporal —dije—, pero no tengo el menor deseo de permanecer en el puerto. Si llegamos a mar abierto, probablemente nos recogerá algún barco. Sería un disparate quedarnos donde nos puedan alcanzar.

—¿Cómo sabemos hasta dónde pueden llegar? —gimió Howard—. ¿Qué representan las distancias de la Tierra para seres que han viajado a través del espacio? Invadirán la Tierra. Nos destruirán a todos completamente.

—Discutiremos eso más tarde —grité, mientras rugía el motor lleno de vida—. Nos alejaremos lo más posible. ¡Tal vez no se hayan enterado todavía! Mientras tengan limitaciones, podemos escapar.

Avanzábamos lentamente por el canal, y el chapoteo del agua contra los costados de la lancha resultaba extrañamente tranquilizador. A sugerencia mía, Howard había tomado la rueda del timón y la movía lentamente.

—Mantente a la vía —grité—. No hay peligro hasta que lleguemos a los estrechos.

Durante varios minutos seguí ocupado en el motor, mientras Howard gobernaba el timón en silencio. Luego, de pronto, se volvió hacia mí con un gesto de júbilo.

—Creo que la niebla se está levantando —dijo.

Miré hacia la oscuridad que tenía ante mí. Efectivamente, parecía menos opresiva, y las blancas espirales de bruma que se habían estado elevando en ella sin cesar se disolvían ahora en flecos inconsistentes.

—Mantente a la vía —grité—. Estamos de suerte. Si levanta la niebla podremos ver los estrechos. Estáte atento a ver si descubrimos el faro de Mulligan.

No es posible describir la alegría que nos invadió cuando vimos el faro. Amarillo y brillante, barría el agua e iluminaba vivamente las siluetas de las grandes rocas que se alzaban a ambos lados de los estrechos.

—Déjame la rueda —grité, y me acerqué rápidamente—. Este paso es peliagudo, pero ahora lo cruzaremos con facilidad.

En medio de nuestra excitación y alegría, casi habíamos olvidado el horror que habíamos dejado atrás. Me hice cargo del timón y sonreí con confianza mientras nos desplazábamos por las negras aguas. Las rocas se aproximaron rápidamente, hasta que sus enormes sombras se elevaron por encima de nosotros.

—¡Lo conseguiremos! —grité.

Pero no obtuve respuesta de Howard. Le oí toser y respirar con dificultad.

—¿Qué pasa? —pregunté de pronto, y al volverme, vi que estaba encogido de miedo sobre el motor. Se hallaba de espaldas a mí, pero supe instintivamente en qué dirección miraba.

La oscura orilla que habíamos abandonado brillaba como un crepúsculo inflamado. El bosque de Mulligan ardía. Unas llamas enormes se elevaban desde las crestas más altas de los árboles, y una espesa cortina de humo negro se desplegaba lentamente hacia el este, oscureciendo las pocas luces que quedaban en el puerto. Pero no fueron las llamas lo que me hizo gritar de miedo y horror. Fue la forma que se alzaba por encima de los árboles, la inmensa, amorfa silueta que se desplazaba lentamente por el firmamento. Bien sabe Dios que traté de creer que no había visto nada. Que traté de creer que la forma era una mera sombra que proyectaban las llamas, y recuerdo que agarré el brazo de Howard para darle confianza.

—El bosque quedará destruido completamente —grité—, y esos seres horribles que han venido morirán en él.

Pero cuando Howard se volvió y movió negativamente la cabeza, comprendí que la oscura, informe monstruosidad que se elevaba por encima de los árboles era algo más que una sombra.

—¡Si lo vemos claramente, estamos perdidos! —advirtió con la voz temblorosa por el terror—. ¡Reza por que sigamos viéndolo sin forma!

Es más viejo que el mundo —pensé—, más viejo que toda religión. Antes del alba de la civilización, los hombres se arrodillaron ante él para adorarle. Está presente en todas las mitologías. Es el símbolo primordial. Quizá, en el oscuro pasado, hace miles y miles de años, acostumbraba a... rechazar a los invasores. Combatiré a esa sombra con un alto y terrible misterio. De pronto, me sentí extrañamente sereno. Sabía que apenas tenía un minuto que perder, que algo más que nuestras vidas estaba en peligro, pero dejé de temblar. Me agaché tranquilamente bajo el motor y saqué un montón de algodón sucio de grasa.

—Howard —dije—, enciende una cerilla. Es nuestra única esperanza. Enciende una cerilla inmediatamente.

Durante lo que me pareció una eternidad, Howard se me quedó mirando sin comprender. Luego, quebró el silencio de la noche con su risa.

—¡Una cerilla! —gritó—. ¡Una cerilla para calentar nuestros pequeños cerebros! Sí; necesitamos una cerilla.

—¡Confía en mí! —supliqué—. Hazlo así... es nuestra única esperanza. Enciende una cerilla rápidamente.

—¡No comprendo! —Howard estaba serio ahora, pero le temblaba la voz.

—Se me ha ocurrido algo que puede salvarnos —dije—. Por favor, enciéndeme este algodón grasiento.

Asintió lentamente. Yo no le había dicho nada, pero sabía que había adivinado lo que me proponía hacer. Su intuición era a veces impresionante. Con dedos desmañados, sacó un fósforo y lo encendió.

—Ten valor —dijo—. Demuéstrales que no tienes miedo. Haz el signo con valentía.

Cuando se prendió el algodón, la forma que se extendía sobre los árboles cobró espantosa claridad.

Alcé el algodón en llamas y lo crucé en línea recta por delante de mi cuerpo desde mi hombro izquierdo al derecho. Luego me lo puse en la frente y lo bajé hasta mis rodillas. Seguidamente cogió Howard el tizón y repitió el signo. Hizo dos cruces, una sobre su cuerpo y otra sobre la oscuridad, sosteniendo la antorcha en el extremo del brazo. Cerré un instante los ojos, pero aún pude ver la forma por encima de los árboles. Después, se fue haciendo poco a poco más borrosa, más vasta y caótica... y cuando volví a abrirlos, había desaparecido. No se veía nada más que el bosque en llamas y las sombras que arrojaban los corpulentos árboles. El horror había pasado, pero no me moví. Permanecí como una imagen de piedra contemplando el agua negra. Luego, algo pareció estallar en mi cabeza. Mi cerebro comenzó a girar, y me di un golpe contra la borda.
Habría caído, pero Howard me cogió por los hombros.

—¡Estamos salvados! —gritó—. ¡Hemos vencido!

—Me alegro —dije. Pero estaba demasiado exhausto para alegrarme realmente. Mis piernas cedieron y mi cabeza cayó hacia adelante. Todas las visiones y ruidos de la Tierra se sumieron en una piadosa negrura.

Howard estaba escribiendo cuando entré en la habitación.

—¿Cómo va la historia? —pregunté.

Por un momento, ignoró mi pregunta. Luego, lentamente, se volvió y me miró de frente. Tenía los ojos hundidos, y su palidez era alarmante.

—No va bien —dijo finalmente—. No me acaba de gustar. Hay facetas que todavía se me escapan. No he logrado plasmar todo el horror de ese ser del bosque de Mulligan.

Me senté y encendí un cigarrillo.

—Quiero que me expliques ese horror —dije—. Hace semanas que estoy esperando que hables. Sé que hay algunas cosas que me ocultas. ¿Qué fue aquella cosa húmeda y esponjosa que le cayó en la cabeza a Wells en el bosque? ¿Por qué oímos un zumbido cuando huíamos en la niebla? ¿Qué significaba la forma que vimos por encima de los árboles? ¿Y por qué, en nombre del cielo, no se extendió el horror a través de la noche como temíamos? ¿Qué lo detuvo? Howard, ¿qué crees que le sucedió realmente al cerebro de Wells? ¿Ardió su cuerpo con la casa, o lo... lo reclamaron? Y el otro cuerpo que encontraron en el bosque de Mulligan... aquel horror flaco y ennegrecido de cabeza acribillada... ¿cómo lo explicas?

(Dos días después del fuego habían encontrado un esqueleto en el bosque de Mulligan. Todavía había unos cuantos trozos de carne socarrada adherida a los huesos, y le faltaba la parte superior del cráneo.)

Transcurrió un largo rato antes de que Howard tomara la palabra. Estaba sentado con la cabeza inclinada y manoseaba su cuaderno de notas, y su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Por último, alzó los ojos. Le brillaban con una luz salvaje, y sus labios eran color ceniza.

—Sí —dijo—. Hablemos de ese horror. La semana pasada no quise abordar el tema. Parecía demasiado espantoso para expresarlo con palabras. Pero no descansaré en paz hasta que lo haya tejido en un relato, hasta que haya hecho que mis lectores sientan y vean aquel horrible inexpresable ser. Y no puedo escribir sobre este asunto mientras no disipe por completo la sombra de una duda que me asalta. Puede que me ayude el hablar de todo ello. Me has preguntado qué era la cosa húmeda que le cayó a Wells en la cabeza. Bien, pues creo que era un cerebro humano... la sustancia de un cerebro humano, extraída a través de un agujero, o de varios, practicados en una cabeza humana. Creo que el cerebro fue extraído gradual e imperceptiblemente y reconstruido de nuevo por el monstruo. Creo que ese ser utilizaba cerebros humanos con algún fin personal... quizá para aprender de ellos. O quizá jugaba meramente con ellos. ¿El cuerpo ennegrecido y acribillado del bosque de Mulligan? Era el cuerpo de la primera víctima, algún pobre diablo que se extravió entre los árboles. Sospecho más bien que los árboles contribuyeron. Creo que el horror los dotó de una extraña vida. En cualquier caso, el pobre hombre perdió su cerebro. El horror se apoderó del cerebro, y jugó con él, y se le cayó accidentalmente. Cayó sobre la cabeza de Wells. Wells dijo que el brazo largo, delgado, blanquísimo, que vio, tanteaba buscando algo que se le había caído. Naturalmente, Wells no vio en realidad el brazo, objetivamente hablando, sino que el horror que carece de forma y color había penetrado ya en su cerebro y se revestía de pensamiento humano. En cuanto al zumbido que oímos y la forma que creímos ver por encima del bosque en llamas... eran el horror que trataba de hacerse sentir, que intentaba derribar las barreras, penetrar en nuestros cerebros y revestirse de nuestros pensamientos. Casi lo logró. De haber visto el brazo blanco, habríamos estado perdidos.

Howard se acercó a la ventana. Retiró las cortinas y contempló un momento el puerto populoso y los altos y blancos edificios que se alzaban contra la luz de la luna. Contempló el horizonte del Manhattan inferior. Exactamente debajo de él, los acantilados de las alturas de Brooklyn se veían surgir oscuramente.

—¿Por qué no se salieron con la suya? —exclamó—. Podían habernos destruido por completo. Podían habernos barrido de la Tierra... toda nuestra riqueza y nuestro poderío habrían sucumbido ante ellos.

Me estremecí.

—Sí... ¿por qué no se extendió el horror? —pregunté.

Howard se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizá descubrieron que los cerebros humanos eran demasiado triviales y absurdos como para ocuparse de ellos. Quizá dejamos de interesarles. Puede que se cansaran de nosotros. Pero es posible también que los destruyera el signo. O los hiciera regresar a través del espacio. Para mí que habían venido hace ya millones de años, y el signo les ahuyentó. Cuando vieron que no habíamos olvidado el empleo del signo, seguramente huyeron aterrados. Desde luego, no han dado señales de su presencia en estas tres últimas semanas. Creo que se han ido.

—¿Y Henry Wells? —pregunté.

—Bueno, su cuerpo no ha sido encontrado. Supongo que se lo llevaron.

—¿Y tú te propones honradamente incluir esta... esta obscenidad en una historia? ¡Oh, Dios mío! Todo es tan increíble, tan inaudito, que no puedo pensar que sea verdad. ¿No lo habremos soñado? ¿Hemos estado verdaderamente alguna vez en Partridgeville? ¿Estuvimos en una casa vieja y hablamos de cosas horribles mientras la niebla se enroscaba a nuestro alrededor? ¿Es cierto que nos internamos por aquel bosque impío? ¿Estaban efectivamente vivos los árboles, y andaba Henry Wells a cuatro patas como un lobo?

Howard se sentó tranquilamente y se subió una manga. Extendió su brazo delgado ante mí.

—¿Puedes rebatir la realidad de esta cicatriz? —dijo—. Es la huella del animal que me atacó, del hombre-bestia que era Henry Wells. ¿Un sueño? Me cortaría el brazo inmediatamente por el codo si me convencieses de que ha sido un sueño.

Me acerqué a la ventana y me quedé contemplando Manhattan durante largo rato. «Ahí —pensé—, hay una realidad consistente. Es absurdo imaginar que algo puede destruirla. Es absurdo imaginar que el horror era realmente tan terrible como nos parecía en Partridgeville. Debo persuadir a Howard para que no escriba eso. Debemos tratar de olvidarlo.»

Me volví hacia donde estaba sentado y le puse una mano en el hombro.

—¿Por qué no renuncias a incluir eso en tu relato? —le pedí suavemente.

—¡Nunca! —se puso de pie, y sus ojos llamearon—. ¿Cómo piensas que puedo dejarlo cuando casi lo he conseguido? Escribiré una historia que penetrará hasta lo más profundo de un horror que carece de forma y de sustancia, pero que es más terrible que una ciudad asolada por una plaga cuando el tañido de la campana proclama el fin de toda esperanza. Superaré a Poe. Superaré a todos los maestros.

—Supérales, y condénate si quieres —dije airadamente—. Por ese camino se va a la locura, pero es inútil discutir contigo. Tu egoísmo es demasiado descomunal.

Di media vuelta y salí de la habitación. Se me ocurrió, mientras bajaba, que había hecho el ridículo con mis miedos; pero, con todo, miré receloso por encima del hombro, como si temiese que cayera rodando una piedra enorme y me aplastase contra el suelo. «Howard debería olvidar el horror —pensé—. Debería apartarlo de su mente. Se volverá loco si se empeña en escribir sobre eso.»

Pasaron tres días antes de que volviera a ver a Howard.

—Pase —dijo con voz extrañamente ronca cuando llamé a su puerta.

Le encontré en bata y zapatillas, y tan pronto como le vi comprendí que estaba tremendamente eufórico.

—¡Lo he conseguido, Frank! —exclamó—. ¡He reproducido la forma que es informe, la gran vergüenza que jamás ha visto hombre alguno, la rastrera y descarnada obscenidad que sorbe nuestros cerebros!

Antes de que yo pudiese abrir la boca, me puso en las manos el voluminoso mazo de hojas.

—Léelo, Frank —me ordenó—. ¡Siéntate ahora mismo y léelo!

Me dirigí a la ventana y me senté en el diván. Estuve allí abstraído de todo cuanto no fuera las hojas mecanografiadas que tenía delante. Confieso que me consumía la curiosidad. Jamás había puesto en duda el poder de Howard. Sabía obrar milagros con las palabras; de sus páginas emanaban siempre hálitos desconocidos, y a su invocación retornaban a la Tierra criaturas del más allá. Pero ¿podría sugerir siquiera el horror que los dos habíamos conocido?, ¿podría esbozar la repugnante, rastrera monstruosidad que había reclamado para sí el cerebro de Henry Wells? Leí la historia de punta a cabo. La leí lentamente, agarrado a los cojines que tenía junto a mí en un frenesí de repugnancia. Tan pronto como la terminé, Howard me la arrebató. Evidentemente, temía que yo pudiera romperla.

—¿Qué te parece? —gritó rebosante de gozo.

—¡Es terriblemente inmunda! —exclamé yo—. Viola intimidades de la mente que jamás deberían ponerse al descubierto.

—Pero ¿concederás que he logrado plasmar el horror de manera convincente?

Asentí, y recogí el sombrero.

—Te ha salido tan convincente que no puedo quedarme a charlar contigo. Saldré a pasear hasta que amanezca. Hasta que esté tan cansado que no tenga fuerzas para preocuparme, ni pensar, ni recordar.

—¡Es un relato muy bueno! —me gritó, pero yo bajé las escaleras y salí de la casa sin contestar.

Eran pasadas las doce de la noche cuando sonó el teléfono. Dejé el libro que estaba leyendo y cogí el receptor.

—¿Sí, diga? —pregunté.

—¡Frank, soy Howard! —la voz era extrañamente alta—. ¡Ven lo más de prisa que puedas! ¡Han regresado! Y, Frank, el signo carece de poder. He probado a hacerlo, pero el zumbido se hace cada vez más fuerte, y hay una forma confusa... —la voz de Howard se apagó desdichadamente.

Grité con sinceridad al receptor:

—¡Valor, muchacho! No dejes que sospechen que tienes miedo. Haz el signo una y otra vez. Iré en seguida.

La voz de Howard llegó de nuevo, más ronca esta vez.

—La forma se va haciendo más y más definida. ¡Y no puedo hacer nada! Frank, no tengo poder para hacer el signo. He perdido todo derecho a la protección del signo. Me he convertido en un sacerdote del Diablo. Esa historia... no debí haberla escrito jamás.

—Demuéstrales que no tienes miedo —grité.

—¡Lo intentaré! ¡Lo intentaré! ¡Ah, Dios mío! ¡La forma está...!

No esperé a escuchar más. Cogí frenéticamente mi sombrero y mi chaqueta, y eché a correr escaleras abajo y salí a la calle. Cuando llegaba al bordillo de la acera sentí vértigo. Me agarré a una farola para no caerme e hice con la mano una vaga seña a un taxi que pasaba. Afortunadamente, el taxista me vio. Detuvo el coche y yo bajé tambaleándome a la calzada y me metí en él.

—¡Rápido! —grité—. ¡Lléveme al diez de Brooklyn Heights!

—Sí, señor. Fría noche, ¿no es verdad?

—¡Fría! —grité—. Fría será, efectivamente, cuando consigan penetrar. Fría cuando empiecen a...

El conductor me miró con asombro.

—Está bien, señor —dijo—. Llegaremos en seguida a su casa, señor. ¿Ha dicho Brooklyn Heights, señor?

—Brooklyn Heights —gruñí, y me hundí en el asiento.

Mientras el coche corría, traté de no pensar en el horror que me aguardaba. Me agarraba desesperadamente a un clavo ardiendo. «Es posible —pensé— que Howard haya perdido temporalmente el juicio. ¿Cómo podría haberle encontrado el horror entre tantos millones de personas? No puede ser que haya ido a buscarle expresamente a él, entre tantas multitudes. Es demasiado insignificante. Jamás irían eligiendo a los seres humanos de un modo deliberado. Jamás irían tras los seres humanos..., pero han ido a buscar a Henry Wells. ¿Y qué ha dicho Howard? "Me he convertido en sacerdote del Diablo". ¿Por qué no en sacerdote de ellos? ¿Y si Howard se ha convertido en su sacerdote en la Tierra? ¿Y si su historia le ha valido que le eligiesen como sacerdote?»

Este pensamiento resultaba una pesadilla para mí, así que lo deseché furiosamente. «Tendrá valor para resistir —pensé—. Les demostraré que no tiene miedo.»

—Hemos llegado, señor. ¿Le ayudo a entrar en la casa, señor?

El coche se había detenido, y yo gemí al darme cuenta de que estaba a punto de entrar en lo que podría resultar mi propia tumba. Bajé a la acera y le di al taxista todo el dinero suelto que llevaba encima. Él me miró asombrado.

—Me ha dado demasiado —dijo—. Tenga, señor...

Pero le despedí con un gesto y subí la escalinata de la entrada a toda prisa. Cuando metí la llave en la puerta, pude oírle que decía:

—¡Es el borracho más extravagante que he visto jamás! Me da cuatro dólares por llevarle a diez manzanas de distancia, y no quiere ni las gracias.

La entrada estaba a oscuras. Me detuve al pie de la escalera y grité:

—¡Estoy aquí, Howard! ¿Puedes bajar?

No hubo respuesta. Aguardé quizá unos diez minutos, pero no se oía ruido alguno en la habitación de arriba.

—¡Voy a subir! —grité con desesperación, y empecé a subir las escaleras. Temblaba de pies a cabeza. «Le han cogido —pensé—. He llegado demasiado tarde. Quizá sea mejor que no... ¡Gran Dios!, ¿qué ha sido eso?»

Estaba indeciblemente aterrado. Los ruidos de la habitación de arriba eran inequívocos, alguien suplicaba y gritaba en la agonía. ¿Era la voz de Howard? Capté confusamente algunas palabras: ¡Reptando, uf! ¡Reptando, uf! ¡Oh, ten piedad! Frío y cla-aro. ¡Reptando, uf! ¡Dios del cielo!

Llegué al rellano, y cuando las súplicas se elevaron en roncos alaridos caí de rodillas, e hice sobre mi cuerpo y sobre la pared que tenía a mi lado la señal. Hice el signo original que nos había salvado en el bosque de Mulligan, pero esta vez la hice imperfectamente, no con fuego, sino con dedos que temblaban y se agarraban a mi ropa, sin valor ni esperanza, confusamente, con la convicción de que nada podría salvarme. Y entonces me levanté rápidamente y acabé de subir las escaleras. Todo lo que pedía era que se apoderase de mí rápidamente, que mis sufrimientos fuesen breves bajo las estrellas. La puerta de la habitación de Howard estaba entornada. Con un tremendo esfuerzo, alargué la mano y cogí el pomo. Lentamente, hice girar la puerta hacia dentro. Durante un instante no vi nada, sino la forma inmóvil de Howard en el suelo. Estaba de espaldas. Tenía las rodillas levantadas y se había llevado una mano a la cara con la palma hacia afuera, como para tapar una visión atroz.

Al entrar en la habitación, reduje mi campo visual intencionadamente bajando los ojos. Sólo vi el suelo y la parte inferior de la estancia. No quise levantar la vista. La había bajado como medida de protección, por temor a lo que pudiese haber en la habitación. No quería levantar la vista, pero allí dentro había poderes, que actuaron en ese momento, a los que no me fue posible resistir. Sabía que si miraba de frente, el horror podría destruirme, pero no tenía elección. Lenta, dolorosamente, alcé los ojos y miré de frente la habitación. Habría sido preferible, creo, haberme arrojado inmediatamente y haberme entregado a la monstruosidad que se alzaba en el centro. La visión de esa terrible forma oscuramente velada se interpondrá entre mí y los placeres del mundo mientras viva.

Desde el techo al suelo flotaba e irradiaba una luz cegadora. Y atravesadas por las extremidades que giraban a un lado y a otro, estaban las páginas de la historia de Howard. En el centro de la habitación, entre el techo y el suelo, giraban las páginas, y la luz iba quemando las hojas y los dardos espirales y descendentes penetraban en el cerebro de mi pobre amigo. La luz fluía en una continua corriente hacia el interior de su cabeza, y arriba, el Señor de la luz se movía con el lento balanceo de toda su magnitud. Solté un grito y me tapé los ojos con las manos, pero el Señor siguió moviéndose... adelante y atrás, adelante y atrás. Y siguió irradiando su luz hacia el cerebro de mi amigo. Y entonces brotó de la boca del Señor el más espantoso sonido... Yo había olvidado el signo que había hecho tres veces abajo en la oscuridad. Había olvidado el inmenso y terrible misterio ante el cual son impotentes todos los invasores. Pero cuando lo vi formarse en la habitación, adquirir de manera inmaculada una configuración, con una terrible integridad por encima de la luz, supe que estaba salvado.

Sollocé y caí de rodillas. La luz disminuyó, y el Señor se contrajo ante mis ojos. Y entonces, desde los muros, desde el techo, desde el suelo, brotaron llamas: una llama blanca y pura que consumía, que devoraba y destruía para siempre.

Pero mi amigo había muerto.

Frank Belknap Long (1901-1994)




Relatos góticos. I Relatos de Frank Belknap Long.


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El análisis y resumen del cuento de Frank Belknap Long: Los devoradores del espacio (The Space-Eaters), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Nuevamente esa costumbre de El Círculo de Lovecraft. Matarse mutuamente en los relatos.



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