El trauma del nacimiento: análisis de «El Pozo y el Péndulo».


El trauma del nacimiento: análisis de «El Pozo y el Péndulo».




«Entonces el silencio, la quietud
y la noche eran el universo.»



Hoy en El Espejo Gótico analizaremos el cuento de Edgar Allan Poe: El pozo y el péndulo (The Pit and the Pendulum), publicado originalmente en el anuario de 1842: The Gift, y luego reeditado de manera póstuma en la antología de 1950: Las obras del difunto Edgar Allan Poe (The Works of the Late Edgar Allan Poe).

Resumen:

El narrador [anónimo] es llevado a juicio por la Inquisición Española, acusado de un delito que nunca se menciona. Es condenado a muerte, se desmaya, y más tarde despierta en una habitación a oscuras. Cree estar en la tumba, pero pronto descubre que está encerrado en una celda. Decide explorar el espacio, medirlo utilizando su túnica, pero vuelve a perder el conocimiento. Al recobrarse encuentra comida y agua. Intenta volver a medir el perímetro. Cruza la habitación, tropieza y casi cae en pozo profundo en el centro de la celda.

Tras desmayarse [de nuevo], el narrador nota que la celda está ligeramente iluminada. Ahora se encuentra atado a un marco de madera, boca arriba, mirando al techo. Sobre él hay un péndulo afilado que mide «un pie de largo de cuerno a cuerno». El péndulo oscila y desciende progresivamente. Sin embargo, antes de ser alcanzado, unta sus ataduras con lo que queda de comida para atraer a las ratas, que roen las correas y lo liberan antes de que el filo pueda cortarle el tórax.

El péndulo se retrae, asciende de nuevo hacia el techo, y las paredes adquieren un tinte rojizo: empiezan a cerrarse, obligándolo a acercarse al centro de la celda, al pozo. Al perder su último punto de apoyo, oye un rugido de voces y trompetas, las paredes se retraen y un brazo lo rescata. El ejército francés ha capturado la ciudad de Toledo y la Inquisición ha caído.

***


Edgar Allan Poe se centra en el procedimiento sádico instaurado por la Inquisición, pero no se molesta en decirnos qué herejía condujo al Narrador a su encierro. De hecho, ni siquiera sabemos si fue una blasfemia, un crimen real, o una revancha política.

Como en otros cuentos de Edgar Allan Poe, el Narrador se desmaya a menudo. Estas pérdidas del conocimiento, así como los sueños, los delirios y la oscuridad de la celda, están asociados con el inconsciente; y este con la tumba y la muerte. El Narrador de El Pozo y el Péndulo existe mayormente en este estado donde el inconsciente tiene el control absoluto.

Ahora bien, en los cuentos de Poe, la muerte no es exactamente la cesación de la vida, menos aún la aniquilación, la no existencia, sino una condición prenatal. En su examen psicoanalítico de la obra de Poe, Marie Bonaparte comenta que estos protagonistas a menudo son colocados en una situación análoga a la existencia intrauterina, un tiempo en el que, aunque vivos, carecíamos de consciencia, y nos encontrábamos protegidos [o enterrados] en el interior del cuerpo materno. Cuando el Narrador de El Pozo y el Péndulo sostiene que, en la celda, «el silencio, la quietud y la noche eran el universo», bien podría estar hablando de la vida embrionaria [ver: Horror Uterino: descenso hacia el inconsciente colectivo]

Sigmund Freud creía que nuestro inconsciente no puede concebir su propia aniquilación, su no existencia tras la muerte. Nuestra psique se basa en esta negación para que la idea de la muerte no nos abrume en condiciones normales. Sin embargo, cuando nos encontramos en una situación que nos confronta con la muerte [y la posibilidad de no existir], el inconsciente se alimenta del material almacenado de su morada prenatal. En cierto modo, nuestra noción de la vida después de la muerte es un rastreo de la exitencia embrionaria: atemporal, inconsciente, y oculta en el interior del cuerpo materno. Tal es así que, en todas las mitologías, la tierra es una deidad femenina que recibe en su interior a los muertos; siendo el infierno una concepción secundaria de este tema [ver: Lo Subterráneo en la ficción]

El protagonista de El Pozo y el Péndulo se encuentra en este entorno uterino: solo, en la oscuridad de las profundidades, donde el espacio físico no puede medirse. En el centro hay un Pozo. Caer en él significa la muerte, que en este contexto equivale a ingresar en el canal de parto y nacer [o morir] a otro nivel de existencia. Arriba, un Péndulo amenaza con segar al protagonista [¿embrión?] antes de dar ese paso.

Este estado embrionario, posterior al primer desmayo, es examinado meticulosamente por el Narrador, por supuesto, desde otra perspectiva. Hace terribles «esfuerzos por recordar», lucha «por recuperar alguna señal del estado de aparente nada» en el que su alma se ha sumido. Fracasa, pero logra algunos chispazos de recuerdos que «solo podían referirse a ese estado de aparente inconsciencia». En estos recuerdos fragmentarios, incompletos, el Narrador observa «altas figuras» que lo «alzan» y lo llevan hacia las profundidades. Después, dice, «recuerdo la llanura y la humedad; y entonces todo es locura: la locura de una memoria que se afana entre cosas prohibidas». Todo esto recuerda a la idea de Freud sobre la concepción de la muerte como una especie de retorno a la vida intrauterina [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

Ya en las profundidades de la celda, el Narrador despierta en el vientre simbólico. Su corazón empieza a latir con fuerza y recupera la conciencia, lo cual lo llena de un sentimiento de horror. «Hasta entonces», dice, «no había abierto los ojos»; sin embargo, siente que está yaciendo boca arriba, «sin ataduras». Estira una mano y cae «sobre algo húmedo y duro». Dice: «la dejé reposar durante muchos minutos, mientras intentaba imaginar dónde y qué podría ser». Esta acción resulta curiosa, pero recordemos que el Narrador no quiere abrir los ojos [«no me atrevía a usar la vista»], no porque teme ver cosas espantosas alrededor, «sino que me horrorizaba la idea de que no hubiera nada que ver». Por fin, sus ojos se abren y sus miedos se confirman: «la negrura de la noche eterna me envolvió»; dice. Y agrega, por si se necesita otro detalle que refiera a la existencia intrauterina: «luché por respirar», pero «la intensidad de la oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era intolerablemente densa» [ver: La maternidad fallida en «Drácula»]

La descripción que hace el Narrador acciona todas las teclas de la claustrofobia, ciertamente justificada en su caso. El miedo a la oscuridad, a la soledad, al encierro en un lugar pequeño, a la asfixia, convierten a la celda en una fantasía uterina.

Aunque no parezca, el Narrador ofrece resistencia. A pesar del entorno [oscuridad, encierro, humedad, soledad, ayuno, etc.], intenta ejercitar su razón. «Ni por un momento me creí realmente muerto», dice. Sin embargo, esto le trae preguntas adicionales: si no está muerto, ¿por qué se le perdonó la vida?:


«Me puse de pie de un salto, temblando convulsivamente. Extendí los brazos con furia, por encima y a mi alrededor, en todas direcciones. No sentía nada; sin embargo, temía dar un paso, por temor a que me impidieran las paredes (...) Di muchos pasos; pero aún todo era oscuridad y vacío.»


Con movimientos que evocan a los de un embrión en el vientre materno, el Narrador siente que no está muerto, aunque sí confinado en un espacio oscuro, húmedo y solitario [donde es alimentado por alguien invisible]. En cierto modo, está enterrado vivo, un temor clásico en los relatos de Edgar Allan Poe. Según el psicoanálisis freudiano, este miedo, en realidad, es una reacción ante el deseo inconsciente de regresar al vientre materno.

El Narrador logra ejercitar su razón lo suficiente como para buscar una salida. Explora la celda, a tientas. Busca su cuchillo, con la idea de clavar la hoja en una pared para marcar su progreso, pero descubre que su ropa ha sido cambiada por una túnica. Entonces arranca parte del dobladillo, la coloca en el suelo y come unos bocados. Parcialmente recuperado, reanuda la exploración y concluye que, aunque interrumpido por muchos ángulos, la celda tiene un diámetro de unos cincuenta metros [más adelante se nos informa que tiene menos de la mitad]. El suelo es resbaladizo. Tropieza con el borde de su túnica y cae de bruces. Así, el Narrador descubre que la única salida es el Pozo.

Agotado, el Narrador se duerme [sospecha que le han puesto algo en la comida]; cuando despierta su visión ha cambiado:


«Abrí los ojos, los objetos a mi alrededor eran visibles. Un brillo sulfuroso, cuyo origen al principio no pude determinar, me permitió ver la extensión y el aspecto de la prisión.»


Finalmente, el Péndulo se retrae hacia arriba, las paredes se tornan rojas, se mueven hacia adentro [contracciones], obligando al Narrador [embrión] a acercarse más y más al centro de la celda, donde está el Pozo [canal uterino]. Justo cuando está a punto de perder todo punto de apoyo, llegan ruidos de trompetas. Las paredes retroceden y un brazo lo rescata. Toledo ha caído en manos del ejército francés.

Desde luego, todo esto es apenas un aspecto de El Pozo y el Péndulo; no la carga total de la historia. Nos hemos enfocado en el contenido latente, no en el manifiesto, por ser el menos explorado y, al menos para mí, el más interesante.

Los lectores que gusten permanecer en el contenido manifiesto [en lo que se cuenta, no en lo subyace] de El Pozo y el Péndulo no estarán cómodos en este análisis. Es absurdo, podría opinarse, examinar una historia apoyándose en lo que NO DICE EXPLÍCITAMENTE. ¿Por qué introducir fantasías infantiles, como la del retorno al útero, en una historia que funciona muy bien sin ese [posible] sustrato? Después de todo, cualquier escritor con un paladar sádico [y Poe lo tenía] puede concebir una celda con estas características, con sus horrores y tormentos, sin que intervenga uno de los clásicos traumas freudianos.

Aquí, diremos, se establece una diferencia de simpatías entre el lector que se centra en lo que lee y el que se siente atraído por lo que el texto evoca. Podríamos decir que esa es la diferencia entre los Inquisidores y el Narrador. Los Inquisidores, como el lector afín al contenido manifiesto [A LO QUE SE DICE EXPLÍCITAMENTE] construyen una celda con muros de metal, capaz de calentarse al rojo vivo, un pozo en el medio y un péndulo descendente. Esto no tiene nada de objetable; es verosimil y, por lo tanto, explica parcialmente el horror que inspira El Pozo y el Péndulo. Pero Edgar Allan Poe no sólo presenta estos hechos, nos hace experimentarlos a través de la ansiedad, los miedos y los traumas del Narrador [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]

La perspectiva de la historia, entonces, brota de las fuentes inconscientes del autor. Por esa razón, los relatos de E.A. Poe sobresalen, se imprimen en el recuerdo, cuando un sinfín de otros cuentos que sólo poseen contenido manifiesto [LO QUE SE DICE EXPLÍCITAMENTE] se olvidan con notable facilidad. El inconsciente de E.A. Poe dialoga con nuestro inconsciente por caminos desconocidos para la razón a través de imágenes y símbolos. Esta es la fuerza imperecedera de los grandes maestros [ver: Lo Siniestro en los relatos de Edgar Allan Poe]

En este contexto, hay varios temas latentes en el inconsciente de Edgar Allan Poe que inspiraron El Pozo y el Péndulo. Uno de ellos es la fantasía del regreso a la existencia intrauterina, amniótica, un patrimonio común del ser humano que se manifiesta, por una parte, en ciertas actividades y juegos de los niños [que empiezan a surgir tan pronto como el niño descubre una existencia anterior dentro del cuerpo de la madre], así como en determinados patrones de comportamiento y ansiedades de los adultos.

Ahora bien, ¿por qué esta fantasía de retorno al útero no está investida de una sensación de bienestar, de calma y seguridad? ¿Por qué es el germen de tantas ansiedades?

El psicoanalista austríaco Otto Rank, discípulo de Freud, intentó responder a esta pregunta en el libro de 1924: El trauma del nacimiento (Trauma der Geburt). Allí sostiene que todos los seres humanos anhelan regresar a ese estado primordial de placer donde nos encontramos aislados de los estímulos del exterior [hambre, frío, dolor físico, etc.]. Sin embargo, en el camino a la realización de esta fantasía nos encontramos con un obstáculo, el recuerdo de un acontecimiento catastrófico, traumático, que nos expulsó de este Edén: el nacimiento.

Otto Rank habla del «trauma del nacimiento» como un recuerdo subyacente del parto [no necesariamente natural] en términos de ruptura y separación con el espacio paradisíaco del cuerpo de la madre y el decubrimiento de un nuevo entorno hostil. En este sentido, la fantasía del retorno nos lleva al obstáculo del trauma; por lo tanto, los recuerdos de la vida intrauterina están revestidos de ansiedad. En el caso del cuento de Edgar Allan Poe, esa ansiedad alcanza su clímax en la imagen del Pozo, la única vía de salida, activada cuando las paredes al rojo vivo se contraen repentinamente a su alrededor, como si hubieran comenzado las contracciones.

Más aún, el Narrador experimenta una gran variedad de fenómenos fisiológicos asociados al parto, como la alteración del ritmo cardíaco y la asfixia; síntomas que, por otra parte, son condiciones propias de la ansiedad en todas sus manifestaciones. Sigmund Freud no está completamente de acuerdo con esto. Otto Rank no sólo afirma que el trauma del nacimiento nos acompaña durante toda la vida [algo con lo que Freud concuerda], sino que almacenamos en nuestro inconsciente el recuerdo, las emociones y sensaciones físicas del acto de nacer [algo con lo que Freud no concuerda tanto, en especial porque desafía su teoría sobre origen psicosexual de todos los traumas]. Como resultado de este contenido latente, sentimos una gran variedad de inhibiciones y ansiedades.

Edgar Allan Poe es extremadamente intuitivo a tratar este tema, incluso aisla la fantasía uterina del trauma del nacimiento. Sobre esta angustia, según Rank, se construyen todos nuestros miedos infantiles, especialmente el miedo al abandono, un eco de la angustia de separación con el cuerpo de la madre. Más adelante en la vida aparecen los temores freudianos clásicos, como el miedo a la castración [inspirado por nuestra crianza] y el miedo a la muerte, que surge con el advenimiento del ego, siempre temeroso de su supervivencia. De hecho, nuestro inconsciente nunca admite la realidad de la muerte. Al respecto, Simone de Beauvoir afirma:


«No existe tal cosa como la muerte natural: nada de lo que le sucede al hombre es natural, pues su presencia pone en tela de juicio el mundo. Todos los hombres deben morir: pero para cada uno su muerte es un accidente y, aunque lo sepa y lo consienta, le resulta una violación injustificable.»


Siendo incapaces de abrazar totalmente la certeza de nuestra futura no-existencia, nuestro inconsciente apela a la angustia del nacimiento: a esa condición embrionaria, primigenia, que concluye en una especie de muerte en términos de separación con este espacio conocido, seguro y nutritivo [el cuerpo de la madre].

Al final, el Narrador de El Pozo y el Péndulo escapa de ser empujado al Pozo, cuya apariencia es la de un canal cloacal. En cierto modo, podría decirse que el Narrador escapa de un nacimiento prematuro.

Pero, ¿y el Péndulo?

En el contexto de la historia, el Péndulo es el aspecto masculino. No me refiero a un instrumento [exclusivamente] fálico; es un arma, el Padre Castrador, la guadaña de Cronos, el Tiempo. De hecho, el movimiento pendular es como el de un reloj, algo que ya hemos visto en nuestro análisis de La Máscara de la Muerte Roja (The Masque of The Red Death) [ver: El Reloj de Cronos: análisis de «La Máscara de la Muerte Roja»]. Sin embargo, en El Pozo y el Péndulo no tenemos la perspectiva del Padre. En cambio, se nos ofrece la óptica del Hijo, envuelto como un bebé, acostado en su cuna de piedra, mientras el péndulo del tiempo corre.




Relatos de Edgar Allan Poe. I Taller gótico.


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