«Legado en cristal»: James Causey; relato y análisis


«Legado en cristal»: James Causey; relato y análisis.




Legado en cristal (Legacy in Crystal) es un relato de terror del escritor norteamericano James Causey (1924-2003), publicado originalmente en la edición de julio de 1943 de la revista Weird Tales.

Legado en cristal, uno de los cuentos de James Causey más reconocidos, relata la historia de una codiciosa mujer y su pusilánime marido, quienes reciben un misterioso obsequio de un familiar moribundo: un anillo de cristal de rubí. Pronto descubrirán que no es conveniente aceptar regalos de un nigromante.

SPOILERS.

Al parecer, Jonathan Miles hizo un pacto con el diablo, a cambio recibió un anillo mágico habitado por un espíritu familiar (ver: Los «espíritus familiares» en la brujería). Durante su agonía, su codiciosa pariente, Agatha, acecha en su lecho de muerte saboreando la fortuna que heredará. El nigromante, astuto, le regala el anillo antes de morir, el cual está atado al pacto demoníaco que hizo en su juventud.

Si bien Legado en cristal de James Causey no pertenece a los Mitos de Cthulhu, ciertamente podemos decir que forma parte del universo de H.P. Lovecraft (ver: El Multiverso de Lovecraft). En la biblioteca arcana del anciano nigromante podemos encontrar dos libros de los Mitos de Cthulhu: el Necronomicón y el De Vermis Mysteriis.

Y no solo eso. Legado en cristal proporciona una breve cita del De Vermis Mysteriis (ver: Reconstruyendo el «De Vermis Mysteriis»), más precisamente de un capítulo dedicado a los espíritus familiares, que sirve para presagiar lo que le sucederá a Agatha por aceptar el obsequio del viejo mago:


«Nunca aceptes un obsequio de un nigromante o un demonio. Róbalo, cómpralo, gánatelo, pero no lo aceptes, ni como regalo ni como legado.»


Legado en cristal es un relato casi satírico, y muy bien ejecutado, sobre la codicia y cómo el hecho de poder cumplir cualquier deseo generalmente termina en tragedia. Es curioso que James Causey vincule la codicia con un anillo mágico, en parte, similar al de J.R.R. Tolkien, aunque con propiedades mucho más modestas. Uno casi puede oír a la codiciosa Agatha susurrarle a anillo «mi tesoro» con la voz gutural de Gollum (ver: Gollum y Renfield: el vampirismo en El Señor de los Anillos).




Legado en cristal.
Legacy in Crystal, James Causey (1924-2003)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Agatha Simmons se inclinó hacia delante, expectante.

—¿Cuánto tiempo le queda, doctor?

El hombre junto a la cama miró hacia arriba con un breve disgusto. Consultó su reloj profesionalmente.

—Realmente no puedo precisarlo —susurró—. Quizás otra media hora. Quizás diez minutos más.

Él parpadeó y volvió a buscar a tientas en su bolso.

Agatha guardó silencio. Miró los ojos cerrados de Jonathan. Su respiración era apenas perceptible ahora. Ella sonrió.

Había esperado tanto tiempo por la propiedad de su primo. Debía tener más de ochenta años. En el pasado, ella había temido vagamente que él la sobreviviera como lo había hecho con todos sus otros parientes. Pero ahora…

—Debo traer un poco de agua —la voz del médico se entrometió en sus pensamientos—. Por la solución...

Fue hacia la puerta, tanteando con su aguja hipodérmica.

Agatha no lo escuchó. Estaba mirando alrededor del gran dormitorio sombrío. Detrás del médico, la puerta se cerró. La figura tendida en la gran cama con dosel se movió.

—¿Impaciente, Agatha?

Ella dio un pequeño sobresalto. Jonathan Miles se había apoyado sobre un codo, con esfuerzo. Él la estaba mirando, su rostro delgado y oscuro se burlaba.

—Pues... no, Jonathan. Solo esperaba que te recuperaras pronto.

—¡Já! —el anciano soltó una carcajada—: ¡Me pondré bien pronto! Sabes, me recuerdas a un buitre, Agatha. Esperando que me muera. Una lástima también. Ese accidente de auto. Puré de costillas… Complicaciones. Apuesto a que yo también te habría sobrevivido.

Se interrumpió, los labios aun moviéndose. Agatha frunció el ceño, luego, al notar que su respiración se hacía más lenta, más agitada, contuvo una sonrisa.

Nadie sabía cómo había adquirido Jonathan Miles su vasta fortuna. Siempre había sido un erudito, ahondando en lugares apartados de tierras lejanas. Un aficionado a la arqueología. De repente, en la mediana edad, se había hecho rico. Ahora, en los últimos años de su vida, vivía solo, un anciano recluso en una casa vieja y oscura, rechazando todos los esfuerzos de sus parientes por visitarlo.

La mirada de Agatha recorrió con avidez la habitación. Esta vieja casa, todo, pronto sería suyo.

Ella miró un anillo en el dedo de Jonathan. Un diamante bastante grande. Jonathan Miles siguió su mirada ávida con atención. Él se rió entre dientes.

—Ah, pero eres una mujer codiciosa, Agatha.

—Vaya, yo…

—No me gustan las mujeres codiciosas.

Agatha guardó silencio. Para que la fortuna pronto sea suya, bien podría soportar algunos insultos. Luego parpadeó. Porque Jonatán estaba buscando a tientas el anillo en su dedo, y se lo estaba entregando.

—Aquí, Agatha —su sonrisa era vagamente burlona—. Toma esto. Una pequeña muestra de mi estima. No, no me agradezcas...

Hizo un gesto débil y se hundió en la almohada.

—Lo tomarías después de que yo esté muerto, de todos modos, así que te lo doy ahora.

—¡Jonathan! De verdad, no tenía idea de...

—Quédate con el anillo —dijo Jonathan en voz baja—. Me ha ayudado, mucho —sus hombros ondularon con una risa silenciosa.

Agatha miró fijamente el anillo. Eso no era un diamante, sino un gran cristal rosado que relucía en la penumbra, engastado en una enorme base de plata con extraños símbolos tallados en ella.

—¿Qué quieres decir, Jonathan? ¿En qué te ayudó?

Su primo no pareció oírla. Estaba mirando al techo. Le temblaban los labios.

—Alma mía —susurró—. Me temo que el trato no fue así… bastante… solo.

—¿Qué?

Sin respuesta.

Agatha lo miró. Los ojos de Jonathan estaban cerrados.

No respiraba.

Walter Simmons, de pie en el salón, vio a su esposa salir de la habitación. Parpadeó con aire de culpabilidad y rápidamente escondió su cigarro.

—¡Walter! Está muerto. Muerto, ¿me oyes? Esta casa, su dinero, todo es nuestro —ella estaba jubilosa.

—Bien —dijo Walter, aunque por dentro se estremeció ante la insensibilidad de su esposa.

El doctor regresó de la cocina, con la hipodérmica llena.

—¿Qué sucede?

—Está muerto —dijo Agatha, y apenas pudo contener su orgullo mórbido por la posesión de la casa hasta que el médico hubo completado las formalidades necesarias y se retiró.

Walter Simmons escuchó la puerta principal cerrarse detrás del médico y sintió mucha pena por él, habiendo tenido que lidiar con Agatha en su estado de ánimo actual.

—¡Walter! —la voz de su esposa era aguda.

—Si, cariño.

Su esposa resopló con sospecha.

—Humo. ¿Con qué frecuencia te he dicho que no fumaras?

—Lo siento —dijo Walter nervioso.

—Bueno, veamos. Ahí está esta sala de estar, un lugar espantoso y antiguo. Lúgubre. Tendremos que poner cortinas de chintz en lugar de esas espantosas cortinas negras. Todo el lugar necesita remodelación. Tal vez la vendamos en el futuro.

—Sí, cariño.

—Por supuesto que dejarás tu trabajo de contable —reflexionó Agatha—. Viviremos aquí por el momento.

Walter Simmons asintió dócilmente. Desde su matrimonio hace diez años, había llevado una vida de perro. Haz esto. Haz eso. No fumes puros en la casa. Sabes que tengo asma… Ahora Agatha tendría todo el dinero. Su vida sería peor que nunca.

Vio que su figura alta y desgarbada se movía de puerta en puerta, criticando, exclamando, planificando. Walter suspiró y entró en el estudio. Era un lugar enorme y oscuro, con extrañas pinturas en las paredes. Cerca del centro de la habitación había un escritorio polvoriento lleno de libros.

Walter miró estos libros. Eran viejos, desmoronándose por el moho. Hizo una pausa, fascinado. Abrió un libro que estaba sobre el escritorio, cerrado. Frunció el ceño.

—Griego —murmuró con disgusto.

Lo había estudiado cuatro años en la universidad. Entrecerrando los ojos, trató de descifrar algunas de las palabras que se extendían en negro por las páginas.

Walter Simmons se puso muy pálido. Cerró el libro rápidamente y se alejó del escritorio, frotándose las manos con como si algo las hubiera contaminado. En ese momento, la fascinación superó su horror, y dio un paso adelante, mirando el libro. Pero no lo tocó. Sus labios se movieron mientras trataba de descifrar las oscuras palabras descoloridas en la portada.

—Nec… Necro… —balbuceó.

Con cautela, dio la vuelta a la portada y miró la primera página.

—Trad griega. Abdul Alhazred.

Walter Simmons. no volvió a mirar el libro. Recordó lo que había leído y se estremeció.

Echó un vistazo a los otros libros. Uno le llamó la atención.

De Vermis Mysteriis. Prinn.

Había un pequeño trozo de papel blanco en el centro como marcador. Con cautela, lo abrió. Estaba en latín, del que sabía poco, pero el garabato tenía traducciones a lápiz a los lados.

«Nunca aceptes un obsequio de un nigromante o un demonio. Róbalo, cómpralo, gánatelo, pero no lo aceptes, ni como regalo ni como legado.»

La palabra legado estaba en un círculo con lápiz rojo.

Walter Simmons se quedó mirando algunos de los jeroglíficos de formas extrañas justo debajo de la anotación. Se humedeció los labios. Miró alrededor del enorme estudio oscuro y de repente salió de allí, rápido.

—¡WALTER!

—Sí, cariño —dijo, secándose el sudor de la frente mientras entraba en la sala de estar. Agatha lo miró con dureza.

—Quiero contarte cómo voy a redecorar este lugar, pero me doy la vuelta y desapareces. Muy bien, debo decir... —hizo una pausa a mitad de la oración—. ¿Escuchaste algo?

Walter tragó con inquietud.

—No, yo... —el sonido se repitió. El leve tintineo del timbre.

Walter y Agatha se miraron el uno al otro.

—Probablemente sea el médico —olfateó Agatha, acomodándose un desordenado mechón de cabello castaño—. Seguramente llamó al empresario de la funeraria para que se llevara el cuerpo.

Walter abrió la puerta. Parpadeó, miope, y dio un paso atrás.

El extraño que estaba en la puerta hizo una reverencia. Era alto e impecablemente vestido. Walter se quedó mirando fascinado su floreciente barba castaña.

—Buenas tardes —el visitante se enderezó y entró en la habitación, sonriendo encantadoramente a Agatha.

Ella reprimió una leve sensación de aprensión.

—¿Qué desea?

El hombre sonrió, extrañamente, le pareció a Walter.

—Me preguntaba por Jonathan. ¿Él está…

—Muerto —dijo Agatha—. Falleció hace diez minutos.

—Qué lástima. Diez minutos, ¿eh? Difícilmente esperaba que durara tanto. Excedió su tiempo por unas buenas tres horas. Yo... ah... decidí pasar a ver cuál fue el retraso —con una mano acarició distraídamente su larga barba.

Walter Simmons dio un paso atrás. Había un brillo extraño en los ojos de este tipo que no le gustaba, ni en la forma en que seguía mirando alrededor de la casa.

Como de costumbre, Agatha tomó al toro por los cuernos.

—¿Cuál es su nombre, de todos modos?

—¿Mi nombre? —los ojos del hombre brillaron—. No importa. Manejé los asuntos legales de Jonathan.

—¿Asuntos legales?

—Ciertamente. Fue en gran parte a través de mí, señora, que Jonathan adquirió todo su dinero, incluso esta casa —sus ojos recorrieron brevemente la habitación y se fijaron en el anillo de cristal en el dedo índice izquierdo de Agatha.

—¡Ah!

—¿Qué pasa? —preguntó Agatha incómoda.

—Ese anillo. Se lo di a Jonathan. Le ayudó mucho.

—Oh —espetó Agatha—. Usted se lo dio. Bueno, ahora es mío, ¿lo ve? ¡Él me lo dio!

—¿Se lo dio? —los hombros del extraño se levantaron y en su cara asomó una sonrisa, aunque no emitió ningún sonido—. Vaya, pero eso está bien. Jonathan, animado compañero; siempre tuvo sentido del humor. Bueno, permítame darle una advertencia...

—¿Advertencia?

—Sí. Ese anillo. Es de Jonathan. Debía ser devuelto junto con todo lo demás.

—Si está tratando de amenazarme...

—No, por el contrario. Es mi deber advertirla —de nuevo apareció esa extraña sonrisa, y una mano acarició la larga barba castaña.— De hecho, también esta casa tiene que ser devuelta junto con el resto.

Walter Simmons no estaba escuchando. Estaba mirando, horrorizado, la cabeza del hombre. Había dos pequeños rizos de cabello que sobresalían de su frente, como dos cuernos.

Y esa sombra en la pared detrás de él. De hecho, tenía una forma muy desconcertante.

Sin embargo, Agatha había recuperado la compostura.

—¿Qué quiere?

—Nada, por ahora —su visitante les sonrió cortésmente a ambos y se inclinó—. Buen día.

Ambos se quedaron en silencio mientras él cruzaba hacia la puerta principal. La abrió y salió.

—¡Bien! —dijo Agatha— Está tratando de asustarme para que me deshaga de este anillo. Walter. Ve a ver qué camino tomó.

Incómodo, Walter se acercó a la ventana y miró hacia afuera. El extraño no estaba a la vista.

—El césped tendrá que cambiarse —dijo Agatha.

Walter asintió en silencio. Se preguntaba por qué el césped fuera de la casa estaba tan reseco.

Después del funeral de Jonathan («Tan pronto como sea posible», le había dicho Agatha al empresario de pompas fúnebres, que de hecho se mostró complaciente con el pedido), Agatha miró la casa posesivamente.

—Iremos al banco mañana y veremos qué tenía —reflexionó.

—Pero... —Walter se encontró diciendo desesperadamente—. No creo que eso se vea bien Agatha. Tan poco después del funeral…

—No seas tan infantil. Por supuesto que se verá bien. Y voy a hacer que los remodeladores comiencen mañana.

Walter suspiró y miró hacia la vieja casa, que se cernía, enorme y demacrada en la creciente oscuridad. Como un viejo cráneo, pensó. Las ventanas, como dos cuencas oscuras para los ojos, la puerta como...

Dejó de pensar. Agarró a Agatha del brazo.

—¡Mira!

Agatha miró fijamente. Se quedó con la boca abierta y luego comenzó a gritar estridentemente a los bomberos, a la policía, a cualquiera, que vinieran a salvar su casa, su hermosa casa:

La casa estaba en llamas.

No sirvió. Los bomberos arrojaron chorros de agua plateada contra ella hasta bien entrada la noche. Agatha los increpó intermitente, hasta que finalmente un policía la alejó de los hombres que trabajaban:

—No se acerque, señora. Estamos haciendo todo lo que podemos.

Walter se quedó atrás entre la multitud, mirando el fuego, las grandes y espléndidas llamas carmesí contra el cielo nocturno, escuchando el grito de las sirenas, la confusión salvaje. No pudo evitar sonreír. Recordaba lo que había visto en ese libro sobre el escritorio de Jonathan Miles. Un libro como ése debería ser destruido. Walter pensó en estas cosas y en cómo no podría vivir en esta casa ahora, y se alegró.

Pero después no se sintió tan feliz. Agatha seguía llorando y culpando alternativamente a él, a los bomberos y a su extraño visitante de hace tres días.

—Todo es culpa tuya. Sabes que lo es. Dejaste caer un cigarrillo o algo en la alfombra y se incendió —hizo una pausa de nuevo para respirar.

—Pero Agatha, yo no...

—¡Cállate! —Walter se escondió detrás del volante y guardó silencio—. O tal vez —dijo Agatha siniestramente—,"fue ese tipo que dijo que era abogado. El de la barba y la sonrisa extraña. Apuesto a que lo hizo. Solo porque no le di este anillo.

Walter guardó silencio. Su visitante había dicho algo sobre Jonathan: darle ese anillo a Agatha, con un extraño cristal incrustado en él, había sido una especie de broma. Pero, ¿qué tipo de broma?

—Bueno, de todos modos —dijo Agatha con un aire de aparente indiferencia—. Los bonos en sus cajas de seguridad en el banco están a salvo. Por valor de tres cuartos de millón, según dijeron. Y además tengo esto —se frotó el anillo reflexivamente—. ¿Me pregunto cuánto vale? Seguro que bastante, ¿no es así, Walter?

—Sí, querida —dijo mecánicamente.

Miró de reojo el anillo. Se estremeció al ver los símbolos tallados en los lados. Extrañas runas retorcidas, como las que había visto en ese pequeño papel en el estudio de Jonathan.

—Agatha —se aventuró tímidamente—, tal vez sea mejor que vendas ese anillo. Yo creo que...

Sin respuesta.

Se volvió hacia el frente.

Agatha miraba el cristal con expresión tensa y absorta. Walter Simmons tragó saliva, incómodo, mientras miraba el cristal. En la oscuridad, tenía un tinte rojizo, tenue, parecía... inquietante.

Walter se mordió el labio.

Sí, el cristal se parecía notablemente a un ojo brillante y siniestro.

A la mañana siguiente fueron al banco. Agatha, animada por la sensación de su propia importancia; Walter, sintiéndose pequeño y tímido, iba detrás.

Agatha le informó al empleado del banco que eran los herederos de Jonathan Miles y por qué habían venido.

—Ah, sí —dijo el empleado—. Por aquí, por favor.

Bajaron a la bóveda.

—El señor Miles, como comprenderá, siempre hizo negocios con nosotros por correo —dijo el empleado, deteniéndose con incertidumbre frente a ellos.

—Sí —dijo Agatha con impaciencia—. Por supuesto. Veamos en las cajas.

El hombre sacó lentamente las dos cajas de seguridad y las abrió.

—En los últimos informes el señor Miles nos dijo que tenía doscientos mil dólares en valores negociables en esta —comenzó abstractamente—. Y casi medio millón en bonos en esta...

Su voz se ahogó. Parpadeó.

Agatha miró fijamente, también Walter, y luego la voz de Agatha se elevó en un grito agudo, exigiendo saber dónde estaba el dinero, quién era el ladrón y por qué el banco no se ocupó de cuidar lo que le pertenecía. ¿Era esta la caja de depósito correcta después de todo?

—¿Dónde está mi dinero?

El empleado del banco no pudo explicarlo. Las cajas estaban vacías. Eso estaba claro.

Y por un momento muy breve, mientras Agatha miraba alrededor de la bóveda, temblando, cerrando y abriendo los puños en el aire vacío, pareció escuchar el leve tintineo de una risa distante.

La risa de Jonathan.

El gerente tampoco pudo brindar explicaciones. Pareció bastante serio, les informó que se haría una investigación, pero Agatha se negó a que esto la consolara.

—Los demandaremos, ¡eso es lo que haremos! —le anunció con gravedad a Walter después—. Primero la casa, ahora el dinero. ¿Te das cuenta de lo que esto significa?

—Sí —dijo Walter un poco cansado—. Supongo que tendré que recuperar mi trabajo.

—¡Ciertamente lo harás! Y además… —y continuó con su diatriba.

Walter no dijo nada. Él estaba pensando en lo que había dicho el extraño: esta casa tiene que ser devuelta junto con el resto . ¿Qué resto? ¿Los valores bancarios? ¿Todo? Al recordar el aspecto que tenía la sombra del extraño, a Walter Simmons no le sorprendió que el gerente del banco no hubiera podido explicar la desaparición de los bonos.

El resto de la semana se arrastró lentamente. Se las arreglaron para vender el lote donde había estado la casa por una suma bastante lamentable, pero Agatha estaba al menos medio satisfecha.

—Puedo comprarme ese abrigo de piel de Modent's que siempre quise —le dijo—. Y tal vez algo de plata.

La frente de Walter se arrugó.

—Pero, ¿qué te parece si compramos la pipa que me prometiste para Navidad, querida? La de brezo rojo.

—¡Oh, cállate! Siempre pensando en ti mismo. ¿Por qué no puedo tener un marido que piense en su esposa de vez en cuando? Veamos. Lo llevaré a la iglesia el domingo. ¡Y los pondrá a todos celosos! Walter, ¿recuperaste tu trabajo hoy?

—Sí —dijo lentamente—. Lo recuperé.

Se olvidó de decirle que ganaba diez dólares menos a la semana que antes. Si lo hubiera hecho, ella solo lo marchitaría con desprecio y le preguntaría, como siempre hacía, ¿por qué no defendió sus derechos? ¿Por qué no se hizo valer, en lugar de ser un ratoncito tímido durante toda su vida?

—Pásame el azúcar —ella rompió sus pensamientos con su voz estridente.

Walter tomó la azucarera con indiferencia y luego se detuvo, con el brazo en el aire.

Podría haber jurado que había visto un tenue destello rojo por el rabillo del ojo, al otro lado de la mesa.

Fue después de la cena. Walter estaba sentado en la sala principal, leyendo su periódico y deseando atreverse a fumar un puro.

—¡Walter!

Miró hacia arriba. Agatha estaba de pie en la puerta de la cocina. Su rostro estaba pálido. Él se levantó lentamente y fue hasta allí.

—Mira, Walter.

Él miró. Todos los platos estaban lavados, relucientes y apilados en su lugar.

—Muy bien querida —dijo Walter vagamente, buscando un nuevo cumplido—. Muy rápido, también...

—¡Necio! ¡Yo no lavé esos platos!

—¿Eh?

—No. Estaba de pie junto a la nevera, guardando la comida y deseando... bueno, deseando tener un marido que fuera lo suficientemente considerado con su esposa como para lavar los platos por ella. Entonces me pareció ver algo rojo.

—¿Rojo?

—Sí. Detrás de mí. Un destello, o algo así. Me di la vuelta y allí estaba.

—Oh —dijo Walter débilmente.

Entonces vio el anillo en el dedo de Agatha. Brillaba como un fuego rubí.

Acerca de las cuatro en punto, Walter Simmons se despertó con bastante rudeza. A su lado, Agatha gritaba una y otra vez en un estridente falsete. Se aferró a él durante unos buenos cinco minutos antes de que él lograra calmarla.

—Walt —sollozó histéricamente—. ¡Oh, Walt! Tuve un mal sueño.

No lo había llamado Walt durante casi diez años.

—Soñé —susurró— que este anillo tenía un gracioso hombrecito rojo adentro, y se estaba riendo de mí y escondiéndose. Quería que rompiera el cristal y me dejara verlo, pero no quiso. Entonces, de repente, me mostró su rostro. Oh, fue horrible.

Sollozó estremeciéndose y luego guardó silencio. Ella estaba mirando soñadoramente dentro del anillo.

Walter Simmons se humedeció los labios.

—Agatha.

Nada.

—¡Agatha!

Ella dio un pequeño salto y se volvió hacia él.

—¿Qué?

—¿Por qué no vendes el anillo?

—¿Venderlo?

Tragó saliva.

—Sí. Después de todo, dijiste que tenías miedo.

Agatha miró el anillo. Ella sonreía extrañamente.

—Lo sé. Pero yo… he cambiado de opinión.

Walter Simmons se fue a la oficina a la mañana siguiente con una aprensión repugnante que le roía las entrañas. Sus temores no se vieron aliviados al ver a Agatha, después del desayuno, sentada en el sofá, mirando el cristal rosado en su dedo.

Ni siquiera se despidió de él.

Esa noche Walter no se fue a casa. En cambio, fue a la biblioteca y pasó una buena hora y media navegando por las secciones marcadas como Demonología antes de encontrar lo que buscaba.

«FAMILIAR —leyó—: demonio entregado a un hechicero o bruja como parte de su pacto con Satanás. En la antigüedad habitaban generalmente el cuerpo de un sapo o gato negro. Últimamente, sin embargo, se ha descubierto que es más conveniente utilizar para el lugar de residencia del familiar algún objeto más personal, como una pulsera, un collar o un anillo.»

—Ah —dijo Walter en voz muy baja. Continuó leyendo.

«Y si el dueño del familiar muere, o su pacto con Satanás se cumple, entonces el diablillo debe ser enterrado con él. En el caso de que otro humano entre en posesión del familiar, le debe lealtad temporal, aunque puede, forzosamente, cometer cualquier travesura maliciosa que quiera. No debería mencionarse el nombre de Dios en presencia del familiar.»

Walter Simmons tragó saliva mientras leía. Se levantó de un salto y salió apresuradamente de la biblioteca, con las piernas cortas y gordas bombeando, con los ojos muy abiertos.

Ahora sabía quién era el extraño impecablemente vestido. Sabía sobre el anillo. Y tenía una muy buena idea de lo que sucedería si Agatha usaba ese anillo en la iglesia mañana.

Cuando llegó a casa, Agatha estaba acurrucada en el sofá, mirando el anillo. Ella miró hacia arriba cuando entró y le dio una sonrisa soñadora.

—Oh, ¿ya estás en casa?

Walter parpadeó.

—¡Mira, Walt! Mira mi abrigo.

Echó un breve vistazo al nuevo abrigo de piel y asintió.

—Sí, querida. Muy lindo.

—Espera a que me vean mañana con él en la iglesia. Y con este anillo —ella sonrió con anticipación.

Walter parpadeó de nuevo. Había algo extraño en el comportamiento de su esposa.

—Agatha —susurró—. Tienes que escucharme. Ese anillo. No debes usarlo mañana en la iglesia.

Agatha lo miró.

—¿Por qué no?

—Porque es malvado. Mira, querida. Hazme el favor, ¿quieres?

Ella asintió distraídamente.

—Desearía que la cena estuviera lista ahora mismo —dijo.

Por un instante, el cristal de su dedo destelló con un brillo sobrenatural, y Walter creyó ver algo rojo que se dirigía hacia la cocina y luego de regreso.

—Ahora —dijo ella—. Ve a la cocina.

Walter casi había esperado ver lo que vio. El asado estaba listo. La mesa estaba lista. Las patatas habían sido trituradas y la ensalada estaba hecha. Todo listo para ir a la mesa.

—Ahí —dijo débilmente—. ¿Ves eso? Lo hizo el anillo.

Walter luchó contra la negra ola de pánico que se cernió sobre sus entrañas.

—Entonces debes deshacerte te él. Véndelo o…

—Por supuesto que no. Me gusta este anillo —ella siguió mirándolo.

Walter suplicó durante toda la cena, pero fue en vano. A Agatha le gustaba el anillo. Lo usaría mañana en la iglesia y nada de lo que Walter pudiera decir o hacer cambiaría su opinión.

A la mañana siguiente, antes de que empezara el servicio, todos sus conocidos quedaron debidamente asombrados por el nuevo abrigo de Agatha.

Un sentimiento fatalista había caído sobre Walter. Ni siquiera respondió a los insultos más agudos de su esposa, no prestó atención a sus siseos: ¡Walter! Siéntate derecho. ¡Todos nos están mirando!

Pero a medida que los servicios se prolongaban durante la siguiente hora, Agatha dejó de presionarlo. Ella miraba el cristal en su dedo, como hipnotizada. Walter cerró los ojos con mucha fuerza al recordar lo que había leído.

De alguna manera no podía dejar de temblar.

Al concluir los himnos, el pastor se volvió hacia la congregación y levantó las manos para recibir la bendición.

Walter contuvo la respiración. La voz del ministro tronó.

—¡En el nombre de Dios, que reine la paz!

Mientras el pastor pronunciaba las palabras, Walter sintió que Agatha se ponía rígida a su lado. Entonces ella gritó. Terriblemente.

Hubo una gran conmoción, el balbuceo de voces emocionadas, gente gritando y exigiendo saber lo que había sucedido. Muy lentamente, Walter Simmons se volvió y miró el rostro de Agatha. Sus ojos estaban muy abiertos, y ante la expresión en ellos sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.

Miró el anillo.

No le sorprendió ver que el tenue resplandor rojo se había ido, en cambio, el cristal era blanco y sin brillo, como si lo que habitara en él hubiera huido para siempre.

Walter se preguntó brevemente cómo se le habría aparecido el familiar a Agatha al salir del anillo.

—Insuficiencia cardíaca —dijo el forense.

En el funeral, muchos fueron los comentarios extraños ante la extraña apatía de Walter Simmons.

—Muéstrate al menos un poco triste —susurró uno de sus amigos—. Bueno, tampoco es sorprendente que te sientas aliviado, teniendo en cuenta cómo lo trataba Agatha. Una arpía, eso es lo que era.

Los buenos vecinos de Walter Simmons podrían haber estado mucho más preocupados de lo que estaban si lo hubieran visto la noche siguiente, en el cementerio, cavando furtivamente en una tumba que no podía tener más de una semana o dos. Una tumba con el nombre: JONATHAN MILES, inscrito en la lápida.

Podrían haber dicho mucho y haberse preguntado más, si hubieran visto el pequeño anillo de cristal que Walter dejó en la tumba.

El anillo que estaba devolviendo a su antiguo dueño.

James Causey (1924-2003)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos pulp.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de James Causey: Legado en cristal (Legacy in Crystal), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Es un relato para ser adaptado a historieta.
El relato predispone para entender a Walter. Quien intentó impedir lo que podría pasar. Pero la esposa no le hizo caso. La ilustración representa bien a Agatha, podría tener esa expresión, esa actitud.

Gracias por la traducción.

Anónimo dijo...

Sube William Samson , y no , no es necesario que apruebes el comentario je je , saludos espejito espejito.



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