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C. M. Eddy, Jr: cuentos destacados


C. M. Eddy, Jr: cuentos destacados.




C. M. Eddy, Jr.Clifford Martin Eddy Jr. (1896-1967)— fue un escritor norteamericano dedicado al relato de terror y el relato pulp, y miembro del Círculo de Lovecraft. En este sentido, los cuentos de C. M. Eddy, Jr. ás recordados son aquellos que escribió en colaboración con el maestro de Providence, H.P. Lovecraft.

En este segmento iremos reuniendo todos los cuentos de C. M. Eddy, Jr..




Cuentos de C. M. Eddy, Jr.
  • Cenizas (Ashes)
  • El devorador de fantasmas (The Ghost-Eater)
  • Los amados muertos (The Loved Dead)
  • Sordo, mudo y ciego (Deaf, Dumb and Blind)
  • Aclamación fría (Cold Cheer)
  • Almas y tacones (Souls and Heels)
  • Arhl-a de las cuevas (Arhl-a of the Caves)
  • Borrado del exilio (Erased from Exile)
  • Brillo de luna (Moonshine)
  • Con armas de piedra (With Weapons of Stone)
  • Dedos burlones (Mocking Fingers)
  • El caballero de Angell Street: memorias de H.P. Lovecraft (The Gentleman from Angell Street: Memories of H.P. Lovecraft)
  • El cáncer de la superstición (The Cancer of Superstition)
  • El signo del dragón (Sign of the Dragon)
  • El terror fuera del tiempo (The Terror Out of Time)
  • Eterna (Eterna)
  • La gorra roja de Mara (The Red Cap of Mara)
  • La mejor opción (The Better Choice)
  • La visión vengantiva (The Vengeful Vision)
  • Mediodía negro (Black Noon)
  • Miserable de Murania (Miscreant from Murania)
  • Paseos con H.P. Lovecraft (Walks with H.P. Lovecraft)
  • Peregrinación del peligro (Pilgrimage of Peril)
  • Salida hacia la eternidad (Exit Into Eternity)
  • Te amaré en el paraíso (I'll Love You in Paradise)
  • Un árbitro del destino (An Arbiter of Destiny)
  • Una solución solitaria (A Solitary Solution)
  • Un cordero sin esquilar (The Unshorn Lamb)
  • Un poco de buena suerte (A Little Bit of Good Luck)




Antologías. I Relatos de C. M. Eddy, Jr.


El artículo: C. M. Eddy, Jr.: cuentos destacados fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos de H.P. Lovecraft escritos en colaboración


Relatos de H.P. Lovecraft escritos en colaboración.




H.P. Lovecraft (1890-1937) fue un escritor solidario, generoso, capaz de involucrarse con autores de menor calidad solo para ayudarlos [ver: El Círculo de Lovecraft y la aristocracia de «Weird Tales»]

Su obra como colaborador abarca también a hombres y mujeres de probado talento; así como su faceta de escritor fantasma lo acerca a un estilo mercenario del que nunca se mostraría particularmente orgulloso, aunque haya poco para reprocharle [ver: Lovecraft como escritor fantasma]

A continuación daremos cuenta de todos los relatos de Lovecraft escritos en colaboración. Algunos fueron escritos por encargo, como los compuestos a un precio irrisorio para Zealia Bishop y Adolphe Castro; o junto a su esposa, Sonia Greene; otros de hecho fueron colaboraciones póstumas, como incontables ejemplos a cargo de August Derleth [ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu]

Todas estas colaboraciones, ya sean voluntarias o post mortem, ubican a H.P. Lovecraft como un autor que presenta su obra como un campo abierto al trabajo de otros escritores. Sus Mitos de Cthulhu son una especie de pozo o pesadilla colectiva donde cualquiera puede testimoniar algún nuevo estremecimiento.

Los relatos escritos en colaboración de H.P. Lovecraft son más abundantes de los que se podría pensar. A partir de aquí compartimos en orden alfabético todos los que se encuentran en la biblioteca de El Espejo Gótico.




Relatos de H.P. Lovecraft escritos en colaboración.



Relatos de H.P. Lovecraft. I Relatos de los Mitos de Cthulhu.


El artículo: Relatos de H.P. Lovecraft escritos en colaboración fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

La conexión Lovecraft-Houdini


La conexión Lovecraft-Houdini.




Es difícil imaginar que existió un vínculo entre el ilusionista y escapista Harry Houdini (1874-1926) y el escritor H.P. Lovecraft (1890-1937), sin embargo, este vínculo no solo existió, sino que quedó registrado en uno de los mejores relatos de terror «por encargo» jamás escritos [ver: Lovecraft como escritor fantasma]

A comienzos de 1926, Harry Houdini se hallaba involucrado en una cruzada personal contra la superstición. No era raro verlo camuflado en sesiones espiritistas con el objeto de desenmascarar fraudes, o bien denunciando augures y profetas e incluso ofreciendo jugosas sumas de dinero a quienes lograsen demostrar sus habilidades paranormales.

En su rol como perseguidor de charlatanes Harry Houdini se puso en contacto con un joven escritor con quien ya había trabajado en la revista Weird Tales, y de quien se decía escribía notables relatos por encargo. Aquel escritor fantasma era H.P. Lovecraft [ver: El Círculo de Lovecraft y la aristocracia de «Weird Tales»]

En 1924, Weird Tales se hallaba sumido en serios problemas financieros. Su fundador, J.C. Henneberger, pensó entonces en una movida publicitaria que juzgó infalible: una columna mensual escrita por Harry Houdini que se llamaría «Pregúntele a Houdini» (Ask Houdini), más dos relatos de puño y letra del mago y escapista. Houdini aceptó el ofrecimiento, pero aclaró que no escribiría ningún relato de terror, mejor dicho, ningún relato en absoluto, ya que no confiaba en sus dotes narrativas.

Henneberger le aseguró que esto no era ningún problema y que conocía a alguien capaz de escribir por encargo cualquier tipo de relato. En enero de 1924, Henneberg contrató a H.P. Lovecraft para escribir un cuento sobre una supuesta experiencia personal de Harry Houdini, comisión por la cual recibió 100 dólares.

Lovecraft se tomó un mes para investigar las posibilidades del relato, e incluso le escribió a Harry Houdini para recibir autorización sobre algunas licencias artísticas, que fueron aprobadas por el escapista. H.P. Lovecraft terminó el cuento [Bajo las pirámides (Under the Pyramids)], en febrero de 1924. Insólitamente, o no tanto, El flaco de Providence perdió el manuscrito original durante un viaje a Nueva York, donde debía contraer matrimonio con la escritora Sonia Greene [ver: Lovecraft y Sonia: una historia de amor]. Este «descuido» lo obligó a reescribir toda la historia basándose en unos pocos bosquejos.

Finalmente el relato fue publicado en las ediciones de mayo y junio de 1924 de Weird Tales bajo el título: Preso entre faraones (Imprisoned with the Pharaons). Recién tras la muerte de H.P. Lovecraft éste recibió el crédito por el relato en una nota de 1939 en donde se reeditó el cuento.

Así finalizó la primera parte de la conexión Lovecraft-Houdini.

De la correspondencia entre Harry Houdini y Lovecraft apenas sobreviven algunas menciones escuetas. Lo que sí se sabe es que un par de años después de aquel proyecto sobre el relato, Harry Houdini volvió a contratar a Lovecraft, esta vez junto a un colaborador, C.M. Eddy Jr., para una campaña narrativa contra la superchería.

H.P. Lovecraft y C.M. Eddy Jr. ya habían colaborado en un par de historias, entre ellas, Cenizas (Ashes), El devorador de fantasmas (The Ghost-Eater), Los amados muertos (The Loved Dead) y Sordo, mudo y ciego (Deaf, Dumb and Blind), todos publicados en Weird Tales. Nadie sabe si Harry Houdini los leyó o si la identidad de los escritores le fue sugerida por un asistente, lo cierto es que decidió contratarlos a causa del estilo de las historias, una suerte de acercamiento a lo asombroso desde una óptica crítica.

El proyecto constaba originalmente de un ensayo acerca de la superstición, cuyo nombre ya había sido establecido por el propio Harry Houdini: El cáncer de la superstición (The Cancer of Superstition).

Previamente Harry Houdini había contratado a H.P. Lovecraft para escribir un artículo sobre astrología que nunca fue publicado, y por el cual abonó la suma de 75 dólares. A mediados de 1926 H.P. Lovecraft ya había escrito una parte considerable del Cáncer de la superstición, algunos incluso afirman que tres capítulos completos, cuando la muerte de Harry Houdini puso freno al proyecto.

Tras la muerte del ilusionista, H.P. Lovecraft se puso en contacto con la viuda de Harry Houdini, Bess, quien decidió abandonar definitivamente el proyecto iniciado por su esposo.




H.P. Lovecraft. I Autores con historia.


Más literatura gótica:
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«Cenizas»: H.P. Lovecraft - C.M. Eddy Jr.


«Cenizas»: H.P. Lovecraft - C.M. Eddy Jr.




Cenizas (Ashes) es un relato de terror del escritor norteamericano H.P. Lovecraft, escrito en colaboración con C.M. Eddy Jr. (1896-1967), publicado originalmente en la edición de marzo de 1924 de la revista Weird Tales.






Cenizas.
Ashes, H.P. Lovecraft (1890-1937) C.M. Eddy Jr. (1896-1967)

-Hola, Bruce. Hace siglos que no te veo. Entra.

Dejé la puerta abierta y me siguió al interior de la habitación. Su flaca y desgarbada figura se acomodó con torpeza en la silla que le ofrecía mientras comenzaba a jugar con su sombrero entre los dedos. Sus profundos ojos tenían un mirar asustado, distraído, y atisbaban furtivos por entre los rincones de la habitación, como si buscasen algo escondido dispuesto a echarse sobre él en cualquier momento. Su rostro estaba ojeroso y sin color. Las comisuras de sus labios tenían un rictus espasmódico.

-¿Qué te ocurre, viejo? Parece que has visto un fantasma. ¡Levanta el ánimo!

Me acerqué al mueble bar y llené un pequeño vaso con el vino de una botella.

-¡Bébete esto!

Vació el vaso de un sorbo y continuó jugando con su sombrero.

-Gracias, Prague; no me siento demasiado bien esta noche.

-¡No hace falta que lo digas! ¿Qué es lo que va mal?

Malcolm Bruce se agitó inquieto en su silla. Lo miré en silencio, preguntándome qué podía haberle afectado de aquella manera. Conocía a Bruce y lo tenía catalogado como un hombre tranquilo y con voluntad de acero. Verlo en aquel estado de nervios no era normal. Le ofrecí un cigarro, y él lo tomó, mecánicamente. Pero, hasta que Bruce no encendió el segundo cigarrillo, el silencio entre los dos continuó. Su nerviosismo parecía desaparecer poco a poco. Una vez más fue el hombre dominante, seguro de sí mismo, que yo conocía.

-Prague –empezó-, me acaba de suceder la experiencia más diabólica y terrible que puede acontecerle a un hombre. No estoy muy seguro de si debo contártelo o no, pues tengo miedo de que pienses que estoy loco; ¡cosa que no te reprocharía! Pero es cierto, ¡hasta la última palabra!

Hizo una dramática pausa y lanzó al aire unos tenues anillos de humo. Sonreí. Ya había escuchado más de una historia de miedo en aquella misma mesa. Debía haber alguna especie de peculiaridad en mi forma de ser que inspiraba confianza a los demás; me han contado historias tan extrañas que algunos hombres darían años de su vida por escucharlas. Pero, a pesar de mi gusto por lo sobrenatural y peligroso, de mi atracción por el conocimiento de lejanas e inexploradas regiones, me he visto condenado a una vida prosaica y aburrida, con un trabajo anodino.

-¿Has oído hablar alguna vez del profesor Van Allister? -preguntó Bruce.

-¿Quieres decir de Arthur Van Allister?

-¡El mismo! ¿O sea que le conoces?

-¡Desde luego! Hace años que le conozco. Desde el momento en que renunció a su profesorado de química en la escuela para dedicarse a sus experimentos. Yo le ayudé a diseñar el laboratorio insonorizado en el ático de su casa. Después comenzó a estar tan embebido en su trabajo que no tenía tiempo de ser amable con nadie.

-Recordarás, Prague, que cuando ambos estábamos en la escuela, yo era muy aficionado a la química.

Asentí, y Bruce siguió hablando.

-Hace unos cuatro meses yo estaba buscando trabajo. Van Allister publicó un anuncio en el que requería un ayudante, y yo le contesté. Se acordaba de cuando yo estaba, en el colegio, y pude convencerle de que sabía lo suficiente de química como para serle útil. Tenía una joven de secretaria, la señorita Marjorie Purdy. Era la típica mujer que se dedicaba por completo a su trabajo, tan eficiente como bonita. Había ayudado algunas veces a Van Allister en el laboratorio, y pronto descubrí que mostraba mucho interés en este trabajo y que hacia sus propios experimentos. Pasaba casi todo su tiempo libre en el laboratorio con nosotros. Sólo era cuestión de tiempo que tanta camaradería se convirtiese en una profunda amistad, de tal forma que llegó un momento en el que yo dependía de su ayuda en mis experimentos más difíciles, cuando el profesor estaba ocupado. Jamás vi que titubease ante mis requerimientos. ¡Aquella chica se desenvolvía con la química como el pato en el agua! Hace aproximadamente dos meses el profesor Van Allister dividió el laboratorio en dos estancias, quedando una de ellas para su uso personal. Nos dijo que iba a realizar una serie de experimentos que, si tenían éxito, le darían una fama universal. Se negó firmemente a darnos cualquier tipo de información sobre sus características.

«Por entonces, la señorita Purdy y yo estábamos solos cada vez más tiempo. El profesor permanecía encerrado en su habitación durante días y no aparecía ni tan siquiera para comer. Esto también nos permitía tener más tiempo libre. Nuestra amistad se hizo más fuerte.

Sentía una creciente admiración por la delicada joven que parecía moverse con genuina seguridad entre olorosos frascos y densas mezclas químicas, embutida en ropas blancas desde la cabeza a los pies, incluyendo los guantes de goma que llevaba en las manos.

«Anteayer, Van Allister nos invitó a su cuarto de trabajo. “Por fin lo he conseguido”, dijo, mostrándonos un pequeño recipiente que contenía un líquido incoloro. “Aquí tengo lo que va a ser el mayor descubrimiento químico jamás conocido. Voy a probar delante de vosotros su eficacia. Bruce, ¿podrías traerme uno de los conejos, por favor?” Fui a la otra habitación y cogí uno de los conejos que guardamos, junto con las cobayas, para nuestros experimentos. Puso al pequeño animalillo en una caja de cristal lo suficientemente grande para que cupiese y cerró la tapa. Después colocó un embudo de cristal en un pequeño agujero que había sobre la tapa. Nos acercamos para ver mejor. Destapó el recipiente y echó su contenido sobre la caja donde estaba el conejillo. "¡Ahora vamos a descubrir si mis semanas de esfuerzos continuados han tenido éxito o han fracasado!” Lenta, metódicamente, yació el contenido del frasco en el embudo, mientras veíamos cómo el líquido se esparcía por el recipiente donde estaba el aterrado animalillo. La señorita Purdy emitió un grito de asombro, mientras que yo parpadeaba para asegurarme de que lo que veía era cierto. ¡Pues en el sitio donde hacía sólo unos momentos había habido un conejo vivo y aterrado, ahora no habla más que un montoncito de livianas, blancas cenizas!

«El profesor Van Allister se volvió hacia nosotros con un aire de triunfal satisfacción.

De su rostro emanaba un júbilo malsano y sus ojos brillaban con una expresión salvaje y cruel. Su voz adoptó un tono de superioridad cuando nos dijo:

«Bruce —y usted también, señorita Purdy— habéis tenido el privilegio de contemplar el éxito de los resultados de una fórmula que revolucionará el mundo.

¡Este preparado reduce instantáneamente a cenizas a cualquier objeto que toque, excepto al cristal!

Pensad en lo que puede significar. ¡Un ejército equipado con bombas de cristal llenas con mi fórmula podría ser capaz de aniquilar el mundo! Madera, metal, piedra, ladrillo —cualquier cosa— desaparecerían ante su paso, sin dejar más restos que lo mismo que ha quedado del conejillo con el que he experimentado, ¡un montoncito de tenues, blancas cenizas!

«Miré a la señorita Purdy. Su rostro estaba tan blanco corno la bata que vestía. Esperarnos a que Van Allister recogiera en un pequeño frasco todo lo que había quedado del conejillo. Debo admitir que mi mente estaba helada cuando me dijo que podíamos irnos. Le dejarnos solo tras las pesadas puertas que separaban su cuarto de trabajo. Una vez a salvo y solos, la señorita Purdy no pudo contener sus nervios. Sufrió un desmayo y habría caído al suelo si yo no la hubiese sujetado en mis brazos. La sensación de su cuerpo delicado y tembloroso sobre el mío era insoportable. La acerqué suavemente hacia mí pegando mi boca a la suya. La besé varias veces presionando con mis labios los suyos, rojos y delicados, hasta que abrió los ojos y vi el amor reflejado en ellos. Después de una deliciosa eternidad volvimos de nuevo a la tierra, con el suficiente conocimiento como para darnos cuenta de que aquel laboratorio no era el lugar más idóneo para aquellas ardientes demostraciones. En cualquier momento, el profesor podía salir de su retiro y, dado su estado actual de ánimo, no sabíamos qué podía ocurrir si nos descubría en aquella amorosa aptitud. Pasé el resto de la jornada como en un sueño. Me asombraba de que fuese capaz de seguir con mi trabajo en tal estado. Actuaba como un autómata, una máquina bien engrasada, ocupándose mecánicamente de sus tareas, mientras que mi mente vagaba por lejanas y deliciosas regiones de ensueño. Marjorie estuvo ocupada con sus tareas de secretaria durante el resto del día, y procuré no mirada ni una sola vez hasta que mis ocupaciones en el laboratorio estuvieron terminadas. Aquella noche nos dedicamos a disfrutar de nuestra nueva felicidad. ¡Prague, recordaré esa noche mientras viva! El momento más feliz de mi vida fue cuando Marjorie Purdy me dijo que se casaría conmigo. Ayer fue otro día de éxtasis y arrobamiento. Transcurrió la jornada con dulces sentimientos mientras trabajaba. Luego siguió otra noche de amor. ¡Si nunca has amado a una mujer en la vida, Prague, a la única mujer del mundo, no podrás entender el delirio que te produce pensar en ella! Y Marjorie hacía que pensase continuamente en ella. Se dio sin reservas a mí. Hacia el mediodía de hoy tuve que salir a la farmacia a comprar unos productos que necesitaba para completar uno de mis experimentos. Cuando volví eché de menos la presencia de Marjorie.

Miré si todavía estaban su sombrero y su abrigo, pero no fue así. No había visto al profesor desde el experimento con el conejillo, ya que estaba encerrado en su cuarto de trabajo.

-Pregunté a la servidumbre, pero ninguno la había visto salir de la casa, ni les había dejado ningún mensaje dirigido a mí. Según iba atardeciendo, la sensación de angustia se agrandaba. Pronto se hizo de noche y seguía sin rastro de mi querida niña. Ya no tenía ganas de trabajar. Comencé a caminar de un lado a otro de la habitación como un tigre enjaulado. En cuanto sonaba el teléfono o el timbre de la puerta renacían en mí las esperanzas de volver a escuchar su voz, pero todas las veces fue en vano. Cada minuto se alargaba una hora; ¡cada hora una eternidad! ¡Buen Dios, Prague! ¡No puedes imaginarte cuánto he sufrido! Desde las cumbres del amor sublime me he visto sumido en las más oscuras simas de la desesperación. Ante mis ojos aparecían las más horribles visiones, los peores hechos que pudieran acontecer.

Y seguía sin volver a escuchar su voz.

-Parecía que había pasado una vida entera, aunque al mirar el reloj me di cuenta de que sólo eran las siete y media, cuando el mayordomo me dijo que Van Allister requería mi presencia en el laboratorio. No tenía ningunas ganas de hacer experimentos, pero mientras estuviese bajo su techo él era mi maestro, y me veía obligado a obedecerle. El profesor estaba en su cuarto de trabajo, con la puerta ligeramente abierta. Me dijo que me acercase y que cerrara la puerta del laboratorio. Debido a mi estado de ánimo en aquellos momentos, mi mente actuó como una cámara fotográfica, registrando todos los hechos que sucedieron a continuación. En el centro de la habitación, sobre una alta mesa de mármol, habla un recipiente de cristal del tamaño y forma aproximados de un ataúd. Rebosaba del mismo líquido incoloro que había estado dentro de la pequeña botella, dos días antes. A la izquierda, sobre un taburete de cristal, había otro frasco de cristal. No pude reprimir un escalofrío involuntario cuando vi que estaba lleno de ligeras, blancas cenizas. ¡De repente, vi algo más que hizo que mi corazón dejase de latir! Sobre una silla, en un rincón de la habitación, reposaban el sombrero y el abrigo de la mujer que había decidido unir su vida a la mía; ¡la mujer a la que yo había jurado lealtad y protección mientras durasen nuestras vidas! Mis sentidos se nublaron, mi alma se colmó de pánico, cuando me di cuenta de lo que había sucedido. No podía haber otra explicación. ¡Las cenizas del frasco era todo lo que había quedado de Marjorie Purdy!

«El mundo quedó suspendido durante unos largos, terribles instantes; ¡después me volví un loco, un loco ceñudo con un solo objetivo! Lo siguiente que soy capaz de recordar es la imagen del profesor y la mía forcejeando desesperadamente. Aunque ya era viejo, aún conservaba una fuerza similar a la mía, y además tenía la ventaja añadida de su estado de tranquilidad y autocontrol. Poco a poco fue empujándome hacia el recipiente de cristal. En breves instantes, mis cenizas se mezclarían con las de la mujer que había amado. Choqué contra el taburete y mis dedos se cerraron sobre el frasco que contenía las cenizas. ¡Con un último y supremo esfuerzo, lo levanté por encima de mi cabeza y golpeé el cráneo de mi oponente con todas las fuerzas que me quedaban! Sus brazos se relajaron de inmediato y su desvaída figura cayó al suelo inconsciente. Aún bajo los efectos del acaloramiento, levanté el silencioso cuerpo del profesor y con mucho cuidado, bastante más del que había mostrado al golpearle, ¡introduje el cuerpo en el cajón de la muerte!

«Desapareció en un instante. Tanto el líquido como el profesor se habían esfumado, ¡y en su lugar sólo quedaba un pequeño montoncito de livianas, blancas cenizas! Pero, mientras contemplaba el resultado de mi acción y fueron pasando los efectos de mi locura, tuve que enfrentarme ante la dura y fría verdad: había asesinado a una persona. Una calma antinatural se apoderó de mí. Sabía que no quedaba ni un solo rastro que pudiera delatarme, exceptuando el hecho de que yo había sido la última persona que había sido vista con el profesor. Por otra parte, ¡no había más que cenizas! Me puse el sombrero y el abrigo, y le dije al mayordomo que el profesor me había dado estrictas órdenes de que no se le molestase, indicándome también que podía tomarme el resto de la tarde. Una vez en el exterior, todo mi autocontrol se vino abajo. No había forma de contener mis nervios. No sabía dónde dirigirme; sólo recuerdo que vagué de aquí para allá hasta darme cuenta de que me hallaba en tu apartamento, hace unos minutos. Necesitaba hablar con alguien, Prague; sólo quiero aliviar mi torturado cerebro. Se que puedo confiar en ti, viejo amigo, así que te he contado toda la verdad. Aquí estoy; puedes hacer lo que prefieras. ¡Ahora que Marjorie no está, la vida ya no significa nada para mí!

La voz de Bruce se estremeció por la emoción cuando pronunció el nombre de la mujer a la que amaba. Me incliné sobre la mesa y observé con atención la mirada del hombre desesperado que se acurrucaba alicaído en el sillón. Me levanté, me puse el sombrero y el abrigo y me acerqué a Bruce, que sacudía la cabeza, oculta entre las manos, y profería débiles lamentos.

-¡Bruce!

Malcolm Bruce levantó la vista.

-Bruce, escúchame. ¿Estás seguro de que Marjorie Purdy ha muerto?

-Estoy seguro… -Sus ojos se dilataron ante tal sugerencia y su cuerpo se puso rígido.

Insistí:

-¿Estás total y absolutamente seguro que las cenizas que contenía el frasco eran las de Marjorie Purdy?

-¡Pues… yo… las vi, Prague! ¿Adónde quieres ir a parar?

-Entonces no estás totalmente seguro. Viste el sombrero y el abrigo de la mujer sobre la silla y, en tu estado de ánimo, tomaste una conclusión precipitada.

-Las cenizas tienen que ser las de la mujer desaparecida… El profesor ha experimentado con ella… y cosas por el estilo. Vamos, seguramente Van Allister te dijo algo.

-No sé qué pudo decir. ¡Ya te he dicho que me convertí en un loco salvaje!

-Entonces tienes que venir conmigo. Si no ha muerto, tiene que hallarse en algún rincón de la casa, y si está allí, ¡tenemos que encontrarla!

Ya en la calle, paramos un taxi y en breves instantes el mayordomo nos permitió entrar en la casa de Van Allister. Bruce abrió el laboratorio con su llave. La puerta del cuarto de trabajo del profesor aún estaba entornada. Mis ojos barrieron la habitación reconociendo todos sus rincones. A la izquierda, cerca de la ventana, había una puerta cerrada. Atravesé la habitación y tiré del manillar, pero ni tan siquiera se movió.

-¿Adónde da?

-Es sólo una antesala donde el profesor acostumbra a guardar sus aparatos.

-Es igual, hay que abrir esta puerta, insistí, ceñudo. Retrocedí unos pasos y di una fuerte patada sobre la madera. Después de varios intentos, la cerradura saltó, dejándonos el paso libre.

Bruce, con un grito inarticulado, atravesó la habitación hasta situarse ante un arca de caoba. Escogió una de las llaves de su llavero, la metió en la cerradura y abrió la tapa con manos temblorosas.

-Aquí está, Prague; ¡rápido! ¡Tiene que darle el aire!

Entre los dos llevamos el desmayado cuerpo de la mujer hasta el laboratorio. Bruce preparó una infusión que hizo resbalar por entre sus labios. Después de unos momentos, sus ojos comenzaron a abrirse. Miró asombrada el cuarto donde se hallaba, hasta que reparó en Bruce y sus ojos se iluminaron de repente con la felicidad de encontrarle allí. Más tarde, después de los primeros intercambios de palabras, la mujer nos contó todo lo que habla sucedido:

-Cuando Malcolm se fue, al atardecer, el profesor me hizo llamar a su cuarto de trabajo.

Como me mandaba frecuentemente a hacer algún que otro recado, pensé que éste era el motivo y cogí el abrigo y el sombrero para ganar tiempo. Cerró la puerta del pequeño cuarto y, sin previo aviso, me atacó por detrás. Pronto me dominó y me ató las manos y los pies. Era imposible que nadie me oyese. Como ya sabes, el laboratorio está totalmente insonorizado. Entonces sacó un mastín que debía haber atrapado de algún sitio y lo redujo a cenizas delante de mis ojos. Luego puso las cenizas en un frasco de cristal sobre el taburete que hay en el laboratorio. Se dirigió a la pequeña antesala y sacó esa especie de ataúd de cristal del arca que habéis visto. ¡Por lo menos eso parecía a mis aterrados sentidos! Vertió la suficiente cantidad de ese horrible líquido como para rebosar el recipiente. Entonces me dijo algo que es lo único que recuerdo. ¡Tenía la intención de experimentar su compuesto con una persona humana!

Se estremeció ante el recuerdo.

Empezó a ponderar sobre el privilegio que era ser la primera persona en dar su vida por una causa tan digna. Después, con toda la calma del mundo, me comunicó que te había elegido a ti como conejillo de indias, ¡y que yo sería la testigo de su éxito! Me desmayé. El profesor debía tener miedo de que alguien se enterase, pues lo siguiente que recuerdo es que me desperté dentro del arcón en donde me habéis encontrado. ¡Era sofocante! Cada vez me costaba más respirar. Pensaba en ti, Malcolm, en las horas maravillosas y felices que habíamos pasado juntos los últimos días. ¡No sabía qué haría cuando tú no estuvieses! ¡Rogué, incluso, que me matara a mí también! Tenía la garganta dolorida y seca; todo comenzó a oscurecerse. Por fin, desperté para encontrarme a tu lado, Malcolm. Su voz era un susurro nervioso y ronco.

-¿Dónde está el profesor?

Bruce la llevó en silencio hasta el laboratorio. Ella se estremeció ante la visión del ataúd de cristal. Todavía en silencio, Bruce se dirigió directamente al recipiente, ¡y, cogiendo en su mano un puñado de livianas, blancas cenizas, dejó que resbalasen suavemente entre sus dedos!

H.P. Lovecraft (1890-1937)
C.M. Eddy Jr. (1896-1967)




Relatos de Lovecraft. I Relatos de C.M. Eddy Jr.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de H.P. Lovecraft y C.M. Eddy Jr.: Cenizas (Ashes) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El devorador de fantasmas»: Lovecraft - C.M. Eddy, Jr.


«El devorador de fantasmas»: Lovecraft - C.M. Eddy, Jr.




El devorador de fantasmas (The Ghost-Eater) es un relato de hombres lobo de los escritores norteamericano H.P. Lovecraft (1890-1937) y C.M. Eddy, Jr. (1896-1967), publicado originalmente en la edición de abril de 1924 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1966: La hermandad oscura y otras piezas (The Dark Brotherhood and Other Pieces).

El devorador de fantasmas, uno de los relatos de Lovecraft menos conocidos, aunque posiblemente uno de los mejores cuentos de C.M. Eddy, Jr., revela una faceta novedosa en el estilo y motivos principales en la obra del flaco de Providence.






El devorador de fantasmas.
The Ghost-Eater, H.P. Lovecraft (1890-1937) C.M. Eddy, Jr (1896-1967)

¿Locura? ¡Quisiera poder pensar así! Pero cuando estoy a solas, tras caer la noche, en los desolados lugares a donde me llevan mis vagabundeos, y escucho, cruzando los vacíos infinitos, los ecos demoníacos de esos gritos y gruñidos, y ese detestable crujido de huesos, me estremezco de nuevo con el recuerdo de aquella espantosa noche.


I

Sabía menos de montería en aquellos días, aunque ya entonces la naturaleza me llamaba tan fuerte como lo hace ahora. Hasta esa noche me había cuidado siempre de contratar un guía, pero las circunstancias me forzaron bruscamente a desenvolverme por mis propios medios. Era mediados del verano en Maine, y a pesar de mi gran necesidad en ir desde Mayfair a Glendale antes del siguiente mediodía, no pude encontrar quien me guiara. A menos que tomase la larga ruta a través de Potowisset, que no me llevaría a tiempo a mi meta, habría de cruzar espesos bosques; pero cada vez que preguntaba por un guía me topé con negativas y evasivas. Forastero como era, me resultaba extraño que cada cual tuviera una rápida excusa. Había demasiados “negocios importantes” en ciernes para un villorrio perdido, y sabía que los lugareños mentían. Pero Todos tenían "deberes imperiosos", o eso decían, y no podían más que asegurarme que la senda a través de los bosques era muy sencilla, corriendo recta hacia el norte y sin la menor dificultad para un mozo vigoroso. Si partía cuando la mañana era aún temprana, aseguraban, podría llegar a Glendale a la puesta del sol y evitar una noche al raso. Aun entonces no sospeche nada. La perspectiva parecía buena, y decidí intentarlo a solas, dejando a los perezosos pueblerinos atrás con sus asuntos. Probablemente podría haberlo intentado aun recelando, porque la juventud es testaruda, y desde la niñez me había reído de supersticiones y cuentos de viejas.

Así, antes que el sol se estuviera en alto, me había encaminado entre los árboles por la trocha serpenteante con el almuerzo en la mano y la automática en el bolsillo y el cinturón repleto de crujientes billetes de gran valor. A juzgar por las distancias que me habían dado y el conocimiento de mi propia velocidad, supuse que llegaría a Glendale un poco después del ocaso; pero sabía que retrasándome durante la noche por algún error de cálculo, tenía suficiente experiencia en acampada como para no amilanarme. Además, mi presencia en el punto de destino no era verdaderamente necesaria hasta el mediodía siguiente. Era el clima lo que amenazaba mis planes. El sol, conforme subía abrasaba aún a través de lo más espeso del follaje, consumiendo mis energías a cada paso. A mediodía, mis ropas estaban empapadas de sudor y me sentí flaquear a pesar de toda mi resolución. Al internarme más profundamente obstruido y en muchos puntos casi bloqueado por la maleza. Debían haber pasado semanas quizás meses desde que alguien atravesara aquella ruta, y comencé a preguntarme si, después de todo, podría cumplir mi programa. A fin, sintiéndome verdaderamente famélico, busqué la zona más profunda de sombra que pude encontrar y procedí a almorzar el tentempié que el hotel me había preparado.

Eran algunos sándwiches insípidos, un pedazo de pastel rancio y una botella de vino muy flojo; aun no siendo un suntuoso festín, fue bastante bienvenido por alguien en mi estado de acalorado agotamiento. Hacía demasiado calor para que el fumar fuera gratificante, así que no saqué mi pipa. En cambio, cuando hube acabado mi comida me tumbé a lo largo bajo los árboles, tratando de reposar un rato antes de emprender la última etapa de mi camino. Supongo que fui un estúpido por beber ese vino, porque, flojo como era, fue bastante para rematar el trabajo que bochornoso y opresivo día había comenzado. Mi plan consistía en una simple y momentánea relajación, pero, con apenas un bostezo de aviso, caí en un profundo sueño.


II

Cuando abrí los ojos, el crepúsculo se cerraba a mi alrededor. Un viento acariciaba mis mejillas, devolviéndome rápidamente mi pleno sentido y mientras ojeaba al cielo vi con aprensión que apresuradas nubes negras estaban creando un sólido muro de oscuridad, indicio de violenta tormenta. Ahora sabía que no podría llegar a Glendale antes de la mañana, pero la perspectiva de una noche en los bosques mi primera noche de acampada solitaria en la espesura parecía muy repugnante bajo esas especiales condiciones. En un instante resolví avanzar durante un rato al menos, con la esperanza de encontrar algún cobijo antes que la tempestad se desencadenara. La oscuridad se extendía sobre los bosques como un pesado manto. Las nubes bajas se tornaban aún más amenazadoras, y el viento arreciaba a un verdadero vendaval. El relámpago de un distante rayo iluminó el cielo, seguido de un ominoso retumbar que parecía esconder algún maligno propósito. Entonces sentí una gota de lluvia sobre mi mano tendida y, todavía caminando automáticamente, me resigné a lo inevitable. Otro momento y había visto el resplandor, la luz de una ventana a través de árboles y oscuridad. Pendiente de tan sólo refugiarme, me apresuré hacia allí… ¡Quisiera Dios que me hubiera dado la vuelta y huido! Había una especie de claro imperfecto, en cuya parte más alejada, con su zaga contra el bosque primitivo, se levantaba una construcción. Había esperado encontrar una choza o una cabaña, pero me detuve sorprendido cuando divisé una casita limpia y de buen gusto con tejado de dos vertientes, de unos 70 años de antigüedad a juzgar por su arquitectura, aunque todavía en un estado de conservación que demostraba la atención más celosa y civilizada. A través de los pequeños paneles de una de las ventajas inferiores brillaba una intensa luz, y hacia ella azuzado por el impacto de otra gota de lluvia me apresuré cruzando el claro, aporreando ruidosamente las puertas tan pronto como alcancé las escaleras.

Con prontitud, mis golpes tuvieron respuesta en una voz profunda y agradable que pronunció una sola palabra:

-¡Adelante!

Empujando la puerta desatrancada, entré en un penumbroso salón alumbrado desde un zaguán abierto a la derecha, más allá del cual había una habitación atestada de libros con la ventana iluminada. Mientras cerraba la puerta exterior a mi espalda, no pude por lo menos que reparar en un extraño aroma en la casa; un perfume débil, elusivo, casi definible que de alguna forma sugería animales. Mi anfitrión, supuse, debía ser un trampero que regentaba sus negocios allí mismo. El hombre que había hablado se sentaba en una amplia butaca junto a una mesa central de mármol, con su forma enjuta envuelta en una larga bata gris. La luz de una poderosa lámpara de petróleo resaltaba sus facciones agudas y afeitadas; con lustroso y fino cabello largo y bien peinado; regulares cejas castañas que se unían en ángulo inclinado sobre la nariz; orejas bien formadas, emplazadas abajo y atrás en la cabeza; y amplios y expresivos ojos grises, casi luminosos en su interés. Al sonreír una bienvenida, mostró un magnífico juego de firmes dientes blancos, y mientras me señalaba una silla con un ademán, me percaté de la delgadez de sus delicadas manos, con largos y ahusados dedos de rojizas y almendradas uñas ligeramente curvas y exquisitamente manicurazas. No podía menos de preguntarme por qué un hombre de tan avasalladora personalidad podría elegir la vida de recluso.

-Perdón por la intromisión -me excusé-. Pero estoy tratando de llegar a Glendale antes de la mañana, y una tormenta me hizo buscar un refugio.

Como corroborando mis palabras, en este momento llegó un intenso relámpago, una reverberación chasqueante y la primera descarga de un aguacero torrencial que batía demencialmente contra las ventanas. Mi anfitrión, que parecía ajeno a los elementos, me dedico otra sonrisa al responder. Su voz era entonada y bien modulada, y sus ojos mostraban un serenidad casi hipnótica.

-Sea bienvenido a la hospitalidad que yo pueda ofrecerle, aunque me temo que no sea mucha. Tengo una pierna tullida, por lo que tendrá que hacerse cargo. Si tiene hambre, encontrará abundancia en la cocina… ¡abundancia de comida, no de ceremonia!

Creí detectar una levísima traza de acento extranjero en su tono, aunque su lenguaje era fluido e idiomáticamente correcto. Alzándose a impresionante altura, se dirigió hacia la puerta con largos y renqueantes pasos y me percaté de los brazos inmensos y velludos que colgaban a cada lado, en curioso contraste con sus delicadas manos.

-Venga -invitó-. Traiga la lámpara con usted. Puedo sentarme igual de bien en la cocina que aquí.

Le seguí al salón y a la habitación de más allá, y en esa dirección descubrí el montón de leña en la esquina y el aparador del muro. Unos instantes más tarde, mientras el fuego brincaba alegremente, le pregunté si no debería preparar comida para dos; pero él declinó cortésmente. Hace demasiado calor para cenar me dijo además, he tomado un bocado antes que usted llegara. Tras lavar los platos dejados por mi solitario refrigerio, me senté un rato, fumando satisfecho mi pipa. Mi anfitrión formuló unas pocas preguntas sobre los poblados vecinos, pero cayó en un sombrío mutismo cuando supo que era un forastero. Mientras guardaba silencio, no pude menos que sentir una calidad de extraño en el, un algo insólito y soterrado que a duras penas podía ser analizado. Estaba casi seguro, por otra parte, que yo era tolerado a causa de la tormenta, más que ser bienvenido con genuina hospitalidad. En lo que respecta a la tormenta, parecía haberse agotado.

Fuera, ya había clareado puesto que había una luna llena entre las nubes y la lluvia había menguado hasta una simple llovizna. Quizás, pensé, podría completar mi viaje después de todo; una idea que insinué a mi anfitrión.

-Mejor aguardar hasta mañana -insistió-. Dice que está pensando ponerse en marcha y hay sus buenas tres horas hasta Glendale. Tengo dos alcobas arriba, y es usted bienvenido a una si quiere quedarse.

Había tal sinceridad en su invitación que disipaba cualquier duda que pudiera haber tenido acerca de su hospitalidad, y decidí que su silencio era el resultado del largo aislamiento de sus semejantes en estas soledades. Tras permanecer sentado sin proferir palabra durante el tiempo que tardé en fumar tres pipas, finalmente comencé a bostezar.

-Ha sido un día mas bien agotador para mí -admití-. Y creo que sería mejor que me fuera a la cama. Debo levantarme al alba, ya sabe, y retomar mi camino.

Mi anfitrión agitó el brazo hacia la puerta, a través de la que podía ver el salón y las escaleras.

-Venga -me indicó-. Lleve la lámpara con usted. Es la única que tengo, pero no me importa sentarme en la oscuridad, la verdad. La mitad del tiempo no la enciendo, cuando estoy solo. El petróleo es difícil de conseguir aquí y voy raramente al pueblo. Su alcoba es la de la derecha, al final de las escaleras.

Tomando la lámpara, y volviéndome en el salón para desearle buenas noches, pude ver sus ojos relucir, de una forma parecida a la fosforescencia, en la oscurecida estancia que había abandonado; durante un momento pensé en la jungla y en los círculos de ojos que a veces fulguran justo más allá del radio de la hoguera. Luego, subí las escaleras. Mientras alcanzaba el segundo piso, pude escuchar a mi anfitrión renqueando por el salón hacia la habitación de abajo y comprendí que se movía con seguridad de búho a pesar de la oscuridad. Verdaderamente, tenía poca necesidad de lámpara. La tormenta había acabado, y al entrar en la habitación asignada la descubrí iluminada por los rayos de la luna llena que caían sobre la cama desde la ventana sin cortinas orientada hacia el sur. Apagando la lámpara y sumiendo la casa en la oscuridad a excepción de los rayos de la luna, olfateé un punzante olor que se imponía sobre el aroma del queroseno…el olor casi animal que había notado al entrar en el lugar. Crucé hasta la ventana y la abrí de par en par, inspirando profundamente el fresco y limpio aire nocturno.

Cuando comenzaba a desvestirme me detuve casi instantáneamente, reparando en el cinturón de dinero, aún situado sobre mi cintura. Quizás, reflexioné, convenía no ser imprudente o descuidado, ya que había leído acerca de hombres que aguardaban solo una ocasión para robar o incluso dar muerte a los extraños en el interior de sus moradas. Así, colocando las ropas de cama para hacerlas parecer a una figura dormida, alcance la única silla de la estancia entre las envolventes sombras, cargando y encendiendo de nuevo mi pipa, y tomando asiento para descansar o vigilar, según lo requiriera la ocasión.


III

No podía llevar mucho rato sentado cuando mis sensibles oídos captaron el sonido de pisadas subiendo las escaleras. Todos los viejos cuentos sobre anfitriones ladrones vinieron a mi cabeza, pero otro instante de escucha reveló que las pisadas eran francas, fuertes y descuidadas, sin atisbos de disimulo; mientras que los pasos de mi anfitrión, por lo que había oído desde el final de las escaleras, eran zancadas blandas y renqueantes. Apagando las brasas de mi pipa, la puse en mi bolsillo. Después, empuñando y teniendo mi automática, me levanté de la silla y caminé de puntillas por la estancia, agazapándome tensamente en un punto desde el que podía cubrir la puerta. Ésta se abrió, y en el pozo de luz lunar entró un hombre que nunca había visto. Alto, de anchas espaldas y distinguido, con el rostro medio tapado por la espesa barba cuadrada y el cuello cubierto con una gran pieza de tela negra, de un corte tan obsoleto en América que le señalaba, indudablemente, como extranjero.

Cómo había entrado en la casa sin que me apercibiera es algo fuera de mi entendimiento, no pudiendo creer ni por un instante que estuviera oculto en la otra alcoba del salón abajo. Mientras le observaba pensativamente bajo engañosos rayos de luna, me pareció que podía ver directamente a través de la robusta forma; pero quizás esto sólo fue una ilusión derivada de mi repentina sorpresa. Percatándose del desarreglo de la cama, pero desdeñando evidentemente la fingida ocupación, el extranjero musitó algo para sí mismo en una lengua extraña y procedió a desnudarse. Lanzando sus ropas a la silla que había desocupado, se metió en la cama, se arropó y en uno o dos segundos estaba resollando con la regular respiración de alguien profundamente dormido. Mi primer pensamiento fue buscar a mi anfitrión y pedirle una explicación, pero un segundo más tarde decidí que sería mejor asegurarse que tal incidente no es una secuela de mi sueño de borracho en los bosques. Aún me sentía flojo, desmayado y, a despecho de mi reciente cena, estaba tan hambriento como si no hubiera comido nada desde el almuerzo del mediodía. Crucé hacia la cama y la alcancé, asiendo el hombro del durmiente. Enseguida, lanzando un ahogado grito de miedo enloquecido y atónito estupor, retrocedí con pulso palpitante y ojos desorbitados. ¡Puesto que mis dedos engarfados habían pasado directamente a través del durmiente, alcanzado únicamente las sábanas de debajo!

Un análisis completo de mis sensaciones enervadas y confundidas sería inútil. El hombre era intangible, aun cuando todavía podía verle, escuchar su respiración regular y observar su figura medio envuelta de lado bajo las sábanas. Y entonces, mientras estaba a punto de creerme loco o bajo hipnosis, escuche otras pisadas en las escaleras blandas, almohadilladas, perrunas, pisadas cojeantes, tamborileando hacia arriba, arriba, arriba… Y otra vez el punzante olor animal, ahora con redoblada intensidad. Aturdido y alucinado, me arrastré una vez más tras la protección de la puerta abierta, estremecido hasta la médula, pero ya resignado a cualquier destino conocido o desconocido. Entonces, en ese pozo de fantasmal luz lunar, irrumpió la enjuta forma de un gran lobo gris. Cojo, según pude ver, pues una de las patas traseras se mantenía en el aire, como herida por algún tiro perdido. La bestia giró la cabeza en mi dirección, y la pistola resbaló de mis temblorosos dedos resonando sordamente contra el suelo.

La ascendente sucesión de horrores había paralizado rápidamente mi voluntad y conciencia, porque los ojos que ahora fulguraban mirándome desde esa cabeza infernal eran los fosforescentes ojos grises de mi anfitrión, tal y como me habían observado a través de la oscuridad de la cocina. Ni siquiera sé si me vio. Los ojos fueron desde mi dirección hacia la cama y contemplaron con glotonería al espectral durmiente. Luego, la cabeza se echo atrás, y de esa demoníaca garganta brotó el más espantoso ulular que haya oído jamás; un aullido ronco, nauseabundo, lobuno, que casi hizo detenerse a mi corazón. La forma en la cama se removió, abrió los ojos y se encogió ante la vista. El animal se agachó de forma estremecedora, y entonces mientras la etérea figura lanzaba un grito de mortal angustia humana y terror que ningún espectro de leyenda podría falsificar saltó directo hacia la garganta de su víctima, con los blancos y firmes dientes reluciendo a la luz de la luna mientras se cerraban sobre la yugular del vociferante fantasma. El gritó terminó con un gorgoteo ahogado en sangre y los espantados ojos humanos se vidriaron. Aquel grito me impulsó a la acción, y en un segundo había recuperado mi automática y vaciado el cargador en la monstruosidad lobuna ante mí. Pero escuché el impacto de cada bala mientras se enterraba en el muro opuesto sin encontrar resistencia. Mis nervios cedieron. El terror ciego me lanzó hacia la puerta y me hizo mirar atrás para ver que el lobo había hundido sus dientes en el cuerpo de su víctima. Entonces llegó aquella impresión sensorial culminante y el arrollador pensamiento derivado. Era el mismo cuerpo que yo había atravesado con la mano momentos antes… pero mientras me abalanzaba por esa negra escalera de pesadilla pude escuchar el astillarse de los huesos.


IV

Cómo encontré el camino de Glendale o cómo conseguí atravesarlo, supongo que jamás lo sabré. Sólo sé que el alba me encontró en la colina al límite de los bosques, con la escarpada población bajo mis pies y la cinta azul del Cataqua centellando en la distancia. Destocado, sin chaqueta, con el rostro tiznado y empapado de sudor, como sí hubiera pasado la noche bajo tormenta, renuncié a entrar en el pueblo hasta recobrar un poco, al menos, la compostura. Al fin emprendí camino colina abajo por las estrechas calles empedradas de portales coloniales, hasta llegar a la casa Lafayette, cuyo propietario me miró intrigado.

-¿De dónde vienes tan temprano, hijo? ¿Cómo traes esa facha?

-Acabo de llegar atravesando los bosques desde Mayfair.

-¿Has venido… a través de los bosques del Diablo…esta noche…y…solo?

El anciano me dedicó una indispuesta mirada mezcla de horror e incredulidad.

-¿Por qué no -repuse-?. No podría haberlo hecho a tiempo por el Potowisset, y debía estar aquí a mediodía, lo más tardar.

-¡Y esta noche hubo luna llena!… ¡Dios mío! ¿Viste algo de Vasili Oukranikov o el Conde?

-¿Oiga, tengo cara de tonto? ¿Qué quiere… reírse de mí?

Pero su tono fue tan grave como el de un sacerdote al replicar:

-Debes ser nuevo por aquí, hijito. Si no, sabrías todo acerca de los bosques del Diablo, la luna llena, Vasili y el resto.

Me sentí algo atontado, aunque sabía que no debía mostrarme demasiado serio tras mis primeras afirmaciones.

-Vamos…sé que se muere por contármelo. Soy como un burro… todo orejas.

Entonces contó la leyenda a su manera seca, despojándola de vitalidad y credibilidad por falta de colorido, detalles y atmósfera. Pero yo no necesitaba de la vitalidad o credibilidad que cualquier poeta pudiera haber dado. Rememorar lo que había presenciado y recordar que no había oído el cuento hasta después de haber tenido la experiencia y huido del terror de aquellos fantasmales huesos astillándose.

-Antes había unos pocos rusos instalados entre aquí y Mayfair…llegaron tras uno de aquellos follones nihilistas, allá en Rusia. Vasilli Oukranikov era uno de ellos… un tío alto, delgado y bien plantado con brillante pelo rubio y modales encantadores. Pero se decía que era un sirviente del demonio… un hombre lobo y un devorador de hombres. Se edificó una casa en los bosques, como a un tercio del camino entre esto y Mayfair, y allí vivió solo. De vez en cuando llegaba un viajero de los bosques con algún cuentecillo extraño acerca de haber sido perseguido por un gran lobo con relucientes ojos humanos… como los de Oukranikov. Una noche, alguien le pego un tiro al lobo, y la siguiente vez que el ruso vino a Glendale cojeaba. Eso encajaba todo.

Ya no eran simples sospechas, sino hechos probados. Entonces mandó a Mayfair por el Conde su nombre era Feodor Tchernevshy y había comprado la vieja casa Fowler de tejado a dos aguas en State Street para que acudiera a verle. Todos previnieron al Conde, que era un buen hombre y un esplendido vecino, pero él dijo que sabía cuidar de sí mismo. Era la noche de luna llena. Era valiente como él solo, y cuanto hizo fue pedir a algunos de sus hombres, que tenía cerca del lugar, que le siguieran a casa de Vasili si no volvía en un plazo prudencial. Así lo hicieron…y me dices, hijito, ¿Qué has estado cruzando esos bosques de noche?

-Ya le digo que sí -traté de no parecer un embustero-. No soy ningún conde, y ¡heme aquí para contarlo!… pero, ¿Qué encontraron los hombres en casa de Oukranikov?

-Encontraron el cuerpo destrozado del Conde, hijito, y un fibroso lobo gris agazapado sobre él con fauces ensangrentadas. Puedes suponer lo que era el lobo. Y se cuenta que cada luna llena… ¿pero hijito, no viste ni oíste nada?

-¡Nada, hombre! Y Dígame, ¿qué pasó con el lobo…o Vasili Oukranikov?

-¡Toma! lo mataron, hijo… lo llenaron de plomo y lo enterraron en la casa, y luego prendieron fuego al lugar… sabe que esto fue hace sesenta años, cuando yo era un crío, aunque lo recuerde como si fuera ayer.

Me volví con un encogimiento de hombros. Todo eso sonaba demasiado extraño, estúpido y artificial a plena luz del día. Pero, a veces, cuando estoy a solas tras la caída de la noche en lugares desiertos y escucho los ecos demoníacos de esos gritos y bramidos, y ese detestable crujir de huesos, vuelvo a estremecerme con el recuerdo de aquella espantosa noche.

H.P. Lovecraft (1890-1937)
C.M. Eddy, Jr. (1896-1967)




Relatos de Lovecraft. I Relatos de C.M. Eddy, Jr.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de H.P. Lovecraft y C.M. Eddy, Jr.: El devorador de fantasmas (The Ghost-Eater) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Sordo, mudo y ciego»: H.P. Lovecraft y C.M. Eddy Jr; relato y análisis


«Sordo, mudo y ciego»: H.P. Lovecraft y C.M. Eddy Jr; relato y análisis.




Sordo, mudo y ciego (Deaf, Dumb and Blind) es un relato de terror de los escritores norteamericanos H.P. Lovecraft (1890-1937) y C.M. Eddy Jr. (1896-1967), publicado en la edición de abril de 1927 de la revista Weird Tales.

Sordo, mudo y ciego, probablemente uno de los relatos de H.P. Lovecraft menos conocidos, narra la historia de un veterano de la Primera Guerra Mundial que ha quedado ciego, sordo y mudo, pero que aún así debe enfrentarse con fuerzas siniestras en su decrépita casona rural.

A pesar de no haber sido recogido en ninguna antología oficial de Arkham House, Sordo, mudo y ciego es un verdadero clásico del relato pulp sobre de casas embrujadas, y quizá uno de los relatos de H.P. Lovecraft escritos en colaboración más logrados. Naturalmente, también se ubica como uno de los grandes cuentos de C. M. Eddy, Jr.




Sordo, mudo y ciego.
Deaf, Dumb and Blind, H.P. Lovecraft (1890-1937), C.M. Eddy (1896-1967)

Poco después del mediodía del 28 de junio de 1924, el doctor Morchouse detuvo su automóvil ante la finca Tanner y cuatro hombres descendieron. La pétrea construcción, en perfecto estado de conservación, se alzaba cerca del camino, y, de no ser por el pantano en su parte trasera, carecería de cualquier sugestión siniestra. El blanco e inmaculado portal era visible más allá del pulcro césped, desde alguna distancia camino abajo; y mientras el grupo del doctor se acercaba, pudieron distinguir la pesada puerta abierta de par en par. Tan sólo la mosquitero estaba cerrada. La proximidad de la casa había impuesto una especie de nervioso silencio a los cuatro hombres, ya que lo que acechaba en su interior sólo podía imaginarse con difuso terror. Un terror que se vio sumamente reducido cuando los exploradores escucharon claramente el sonido de la máquina de escribir de Richard Blake.

Menos de una hora antes, un hombre adulto había huido de esta casa, destacado, sin chaqueta y vociferando, para desplomarse ante la puerta de su vecino más próximo, como a un kilómetro, balbuciendo incoherencias sobre:

—Casa... oscuro... pantano... alcoba...

El doctor Morehouse, oyendo que una criatura babeante y enloquecida había escapado de la casa del viejo Tanner por el límite del pantano, no necesitó mayores acicates para entrar en acción. Supo que algo podía suceder desde el momento en que los dos hombres ocuparon la maldita casa de piedra... el hombre que había huido y su patrón, Richard Blake, el poeta de Boston, el genio que había ido a la guerra con cada nervio y sentido alertas, para regresar en su estado actual: aún gallardo, pero medio paralítico; todavía paseando con canciones entre las visiones y sonidos de la viva fantasía, a pesar de estar cerrado para siempre al mundo físico: ¡Sordo, mudo y ciego!

Blake se había deleitado con las extrañas historias y estremecedoras insinuaciones acerca de la casa y sus primeros inquilinos. Tales espantosas tradiciones eran una posesión mental cuyo goce no podía impedir su estado físico. Había sonreído ante el augurio de los supersticiosos pueblerinos. Ahora, con su único acompañante en fuga presa del pánico, y él mismo inerme ante lo que hubiera causado tal espanto, ¡Blake tendría menor ocasión de divertirse y sonreír!

Éstas, en fin, eran las reflexiones del doctor Morehouse mientras encaraba el problema del fugitivo y solicitaba al desconcertado granjero ayuda para desvelar el misterio. Los Morehouse eran una vieja familia de Fenham, y el abuelo del doctor había sido uno de los que quemaron el cuerpo del misántropo Simeón Tanner en 1819. A pesar del tiempo transcurrido, el avezado doctor no podía evitar un escalofrío pensando en tal acto, y en las cándidas conclusiones sacadas por los ignorantes paisanos a partir de una ligera e insignificante malformación del difunto. Sabia que aquel estremecimiento era estúpido, ya que unas minúsculas protuberancias óseas en la parte delantera (¡el cráneo no significan nada, e incluso pueden observarse en algunos calvos.

Entre los cuatro hombres que finalmente decidieron partir hacia esa aborrecida casa en el coche del doctor, hubo un temeroso y singular intercambio de vagas leyendas y medio furtivos fragmentos de habladurías murmuradas por chismosas abuelas... leyendas e insinuaciones pocas veces repetidas y casi nunca cotejadas, Se remontaban tan atrás como 1692, cuando un Tanner fue ajusticiado en Gallows Hill, Salem, tras un juicio por brujería; pero no aumentaron hasta que la casa fue construida en 1747, aunque el edificio actual era más moderno. Ni siquiera entonces los cuentos eran muy numerosos, a despecho de lo extraños que eran todos los Tanner, sino sólo a raíz del último de todos, el viejo Simeón, a quien la gente temía atrozmente.

Se hizo cargo de su herencia —horriblemente, según musitaban algunos— y tapió las ventanas de la habitación sureste, cuyo muro este daba al pantano. Aquél era su estudio y biblioteca, y tenía una puerta de doble grosor con refuerzos. Fue forzada con hachas aquella terrible noche del invierno de 1819, cuando el humo hediondo había ascendido por la chimenea, y allí se encontró el cuerpo de Tanner con aquella expresión en su rostro. Fue a causa de aquella expresión —no por las dos huesudas protuberancias bajo el estropajoso cabello blanco— lo que les llevó a quemar el cuerpo, así como los libros y manuscritos que contenía la estancia. Sin embargo, la corta distancia a la finca Tanner quedó cubierta mucho antes de que la cuestión histórica más importante pudiera cotejarse.

Mientras el doctor, a la cabeza del grupo, abría la mosquitero y entraba al vestíbulo de arcos, se percató de que el sonido de la máquina de escribir había cesado bruscamente. En ese instante dos de los hombres también creyeron notar una débil corriente de aire frío extrañamente fuera de tono con el gran calor del día, aunque más tarde rehusaron jurarlo. El vestíbulo estaba en perfecto orden, así como las diversas estancias en donde penetraron buscando el estudio donde presuntamente se hallaría Blake. El autor había amueblado su casa con exquisito gusto colonial y, aunque no disponía de más ayuda que la de un único sirviente, se había mantenido todo en un estado de admirable limpieza.

El doctor Morehouse guió a sus hombres de habitación en habitación por las puertas abiertas de par en par y las arcadas, hallando por fin la librería o estudio que buscaba: una exquisita habitación orientada al sur, en la planta baja y adyacente a lo que una vez fuera el espantoso estudio de Simeón Tanner, revestida de libros, que el sirviente le leía a través de un ingenioso alfabeto de toques, y los más abultados volúmenes de Braille, que el mismo autor leía con las sensitivas yemas de sus dedos. Richard Blake, por supuesto, estaba allí, sentado como era habitual ante su máquina de escribir, con un montón de hojas recién escritas desparramadas por la mesa y el suelo, y con una hoja aún en la máquina.

Había interrumpido su trabajo, parecía, con cierta brusquedad, quizás por un escalofrío que le había hecho cerrarse el cuello de la bata, y su cabeza estaba vuelta hacia el portal de la soleada habitación adyacente, de forma bastante ¡singular para alguien a quien su falta de vista y oído bloquea toda impresión del mundo exterior.

Al acercarse, situándose donde pudiera ver el rostro del autor, el doctor Morehouse empalideció e hizo gesto a los demás para que permanecieran atrás. Necesitó algún tiempo para tranquilizarse y disipar toda posibilidad de sufrir algún espantoso espejismo. No necesitó tiempo para preguntarse por qué había sido quemado el cuerpo del viejo Simeón Tanner por su expresión aquella noche de invierno, porque allí había algo que sólo una mente perfectamente disciplinada podía enfrentar. El difunto Richard Blake, cuya máquina de escribir había cesado su incesante tecleo sólo cuando los hombres habían penetrado en la casa, había visto algo a pesar de su ceguera y había sido afectado por ello.

No había ninguna humanidad en la mirada de aquel rostro, ni en la macabra y vidriada visión que llameaba en los grandes ojos azules inyectados en sangre, privados de imágenes de este mundo durante seis años. Aquellos ojos estaban clavados con un éxtasis de manifiesto horror sobre el zaguán que llevaba al estudio del viejo Simeón Tanner, donde el sol resplandecía sobre los muros una vez sumidos en la negrura del tapiado. Y el doctor Arlo Morehouse se tambaleó aturdido al descubrir que, a pesar de la deslumbrante luz diurna, las pupilas negras como la tinta de aquellos ojos estaban tan cavernosamente dilatadas como las de los ojos de un gato en la oscuridad.

El doctor cerró aquellos ojos ciegos de mirada fija antes de dejar que los demás vieran el rostro del cadáver. Mientras tanto, estudió el cuerpo sin vida con febril diligencia utilizando minuciosos cuidados técnicos a pesar de sus alterados nervios y casi temblorosas manos. Algunos de sus resultados los comunicaba de tiempo en tiempo al espantado e inquisitivo trío de su alrededor; otros se los guardó juiciosamente para sí mismo, ya que les provocaría especulaciones más inquietantes de lo que las cavilaciones humanas deben ser. No fue nada que él dijera, sino una atenta observación propia, lo que hizo murmurar a uno de los hombres sobre el desgreñado cabello negro del cadáver y la forma en que los papeles estaban esparcidos. Este hombre dijo que era como si una fuerte brisa hubiera soplado por el abierto portal hacia donde estaba vuelto el muerto; pero, aunque las ventanas de mas allá una vez tapiadas estaban en efecto completamente abiertas al cálido aire de junio, apenas hubo un soplo de viento en todo el día.

Cuando uno de los hombres comenzó a recoger las hojas del manuscrito recién mecanografiado que yacían en el suelo y la mesa, el doctor Morehouse le detuvo con un gesto alarmado. Había visto la hoja que permanecía en la máquina y la había sacado precipitadamente, colocándola en su bolsillo tras de que una frase o dos volvieran a hacerle palidecer. Este incidente le hizo recoger por sí mismo las dispersas hojas y apiñarlas en un bolsillo interior sin detenerse a ordenarlas. Pero lo leído no era ni siquiera la mitad de aterrador que lo descubierto: la sutil diferencia de impresión y tecleo que distinguía las hojas recogidas de la que se encontraba en la máquina de escribir.

No pudo disociar esta sombría impresión de la terrible circunstancia que tan celosamente había ocultado a los hombres que oyeran el tecleo de la máquina hacía menos de diez minutos... el hecho que trataba de arrancar incluso de su propia mente hasta estar a solas, retrepado en las misericordiosas profundidades del sillón de su Morris. Uno puede juzgar el temor que sintió ante esto a tenor del esfuerzo que le costó ocultarlo. En más de treinta años de práctica profesional había sido considerado como un forense a quien ningún dato podía ocultarse; aunque, entre tantas formalidades como había seguido, ningún hombre supo jamás que cuando examinó a este cadáver retorcido, de mirada fija y ciego, había descubierto inmediatamente que la muerte debía haber tenido lugar al menos media hora antes del descubrimiento.

El doctor Morehouse cerró la puerta exterior y condujo al grupo por todos los rincones de la vieja casa, buscando cualquier pista que pudiera explicar la tragedia. No obtuvieron más resultado que el fracaso total. Sabía que la trampilla del viejo Simeón Tanner había sido eliminada tan pronto como los libros y cuerpo del recluso fueron quemados, y que la cámara subterránea y el sinuoso túnel bajo los pantanos fueron rellenados una vez descubiertos, casi treinta y cinco años atrás. No vio nuevas anomalías que hubieran tomado su puesto, y todo el lugar mostraba solamente la normal limpieza y la moderna restauración y cuidado propias del buen gusto.

Telefoneando al sheriff de Fenham y al forense del condado en Bayboro, esperó la llegada del primero; éste, al llegar, insistió en juramentar a dos de los hombres como sus ayudantes mientras aparecía el forense. El doctor Morehouse, sabedor de la falsedad y futilidad de las pesquisas oficiales, no pudo evitar sonreír aviesamente al marcharse en compañía del aldeano en cuya casa aún se cobijaba el hombre que había huido.

Encontraron al paciente excesivamente débil, aunque consciente y bastante sereno. Habiendo prometido al sheriff obtener transmitir toda información posible del fugitivo, el doctor Morchouse comenzó un interrogatorio calmado y lleno de tacto que fue recibido con espíritu racional y bien dispuesto, sólo entorpecido por las lagunas de memoria. La mayor parte de la calma del hombre debía provenir de una piadosa incapacidad de recordar, pues todo cuanto dijo fue que había estado en el estudio con su patrón y había creído ver la habitación adyacente oscurecerse bruscamente la estancia donde el resplandor del sol había reemplazado las tinieblas de las ventanas tapiadas durante más de un centenar de años.

Aun este recuerdo, del cual ya medio dudaba, turbaba enormemente los trastornados nervios del paciente, y sólo mediante la mayor gentileza y circunspección el doctor Morehouse le comunicó la muerte de su patrón, víctima natural de un ataque de corazón que sus terribles lesiones de guerra debían haberle provocado. Esto afligió al hombre, ya que había sido un devoto del tullido autor; pero prometió mostrar entereza y enviar el cuerpo a su familia de Boston al finalizar las pesquisas formales del forense.

El médico, tras satisfacer tan imprecisamente como le fue posible la curiosidad del anfitrión y su esposa, y urdiéndolos a amparar al paciente y mantenerlo lejos de la casa Tanner hasta su partida con el cuerpo, condujo de nuevo hacia casa con un creciente temblor de excitación. Al fin era libre de leer el manuscrito mecanografiado por el muerto y obtener por fin una pista sobre qué infernal ser había desafiado aquellos destrozados sentidos de vista y sonido, penetrando tan desastrosamente la delicada inteligencia que rumiaba en la oscuridad y el silencio. Sabía que debía ser una lectura grotesca y terrible, y no se apresuró a comenzarla. De hecho, deliberadamente, guardó el coche en el garaje se embutió confortablemente en una bata y colocó un surtido de medicinas tónicas junto al gran sillón que pensaba ocupar.

Aun tras esto, gastó obviamente tiempo en la lenta colocación de las hojas numeradas, evitando cuidadosamente cualquier ojeada al texto. Sabemos lo que hizo el doctor Morehouse con el Manuscrito. Podría no haber sido leído por nadie más de no haberlo auxiliado su esposa mientras yacía inerte en su sillón una hora más tarde, respirando ruidosamente y sin responder a sacudidas lo bastante violentas como para revivir a la momia de un faraón. Terrible como es el documento, particularmente en el obvio cambio de estilo cerca del final, no podemos evitar creer que la sabiduría popular del médico le descubrió un sumo y supremo horror que nadie más hubiera tenido la desgracia de captar.

Verdaderamente, es opinión generalizada en Fenham que la amplia familiaridad del doctor con las murmuraciones de los ancianos y los cuentos que su abuelo le contó en la Juventud le proveyeron de alguna especial información, a la luz de la que la espantosa crónica de Richard Blake adquirió un nuevo, claro y devastador significado casi insoportable para la mente humana normal. Esto pudo explicar la lentitud de su recuperación esa tarde de junio, la renuencia con la que permitió a su mujer e hijo leer el manuscrito, la singular desgana con la que accedió a su deseo de no quemar un documento tan oscuramente reseñable y, sobre todo, la peculiar rapidez con la que se apresuro a comprar la propiedad del viejo Tanner, demoliendo la casa con dinamita y talando los árboles del pantano hasta una considerable distancia del camino.

Sobre todo este asunto, él mantiene hoy en día un inflexible mutismo y es sabido que se llevará a la tumba un conocimiento del que es mejor que el mundo prescinda. El manuscrito, tal como aquí aparece, fue copiado gracias a la cortesía de Floyd Morchouse, esquire, hijo del médico. Unas pequeñas omisiones, sustituidas por asteriscos, han sido hechas en interés de la paz mental pública, y otras son fruto de la imprecisión del texto, donde el afectado y veloz tecleo del autor incurre en incoherencias o ambigüedad. En tres sitios, donde las lagunas han sido plenamente subsanadas mediante el contexto, se ha acometido la tarea de rellenarlas. Sobre el cambio de estilo cerca del final, es mejor no especular.

Seguramente es bastante plausible atribuir el fenómeno, a la vista del contenido y del aspecto físico del tecleo, a la alborotada y tambaleante mente de la víctima cuyos grandes impedimentos no le habían arrendado ante nada antes de ese momento. Las mentes audaces están en libertad de sacar sus propias conclusiones.

He aquí, pues, el documento, escrito en una casa maldita por un cerebro cerrado a la vista y sonido del mundo... un cerebro aislado y librado a la compasión y las burlas de poderes que los hombres dotados de vista y oído nunca han encarado. Contrapuesto como es respecto de cuanto conocemos del universo por físicos, químicos y biólogos, la mente lógica puede clasificarlo como un singular producto de demencia... una demencia contagiada al hombre que huyó a tiempo de la casa. Y así, en efecto, puede considerarse mientras el doctor Arlo Morehouse mantenga su silencio.



El manuscrito.

Los vagos recelos del último cuarto de hora están ahora convirtiéndose en temores definidos. Para comenzar, estoy absolutamente convencido de que algo debe haberle sucedido a Dobbs. Por primera vez desde que estamos juntos, ha fallado en responder a mis requerimientos. Cuando no contestó a mis repetidos timbrazos,supuse que la campana debía estar estropeada, pero he golpeado la mesa con suficiente vigor como para despertar al pasaje de Caronte. Al principio pensé que debía haber salido de la casa para tomar un poco el fresco, ya que ha habido calor y bochorno toda la tarde, pero no es propio de Dobbs estar mucho tiempo lejos sin cerciorarse de que no necesito nada.

Son, sin embrago, los insólitos sucesos de los últimos minutos lo que confirman mi sospecha de que la ausencia de Dobbs es ajena a su voluntad. Es el mismo suceso que me lleva a poner mis conjeturas sobre el papel con la esperanza de que el simple acto de registrarlos pueda revelar una cierta y siniestra sugestión de inminente tragedia. Aunque lo intento, no puedo sacar de mi cabeza las leyendas relacionadas con esta vieja casa... simples necedades supersticiosas para deleite de cerebros resecos y en las que no gastaría mi pensamiento si Dobbs estuviera aquí.

En los años que he permanecido aislado del mundo que conocía, Dobbs ha sido mi sexto sentido. Ahora, por primera vez desde mi mutilación, comprendo todo el alcance de mi impotencia. Es Dobbs quien ha compensado mis ojos invidentes, mis oídos inútiles y mi garganta sin voz, así como mis piernas inválidas. Hay una jarra de agua en la mesa de la máquina de escribir. Sin Dobbs para rellenarla cuando se vacía, mis apuros serían los de Tántalo. Poco ha ocurrido en esta casa desde que vivimos aquí: poco tienen en común el parlanchín campesinado y un paralítico que no puede ver, oir o hablar con ellos; pueden pasar días antes de que nadie aparezca. Solo, con sólo mis pensamientos para hacerme compañía; inquietantes pensamientos que no han sido precisamente apaciguados por las sensaciones de los últimos minutos.

No me gustan esas sensaciones, tampoco, porque más y más se transforman de simples chismes de aldea en una imaginería fantástica que afecta mis emociones de la forma más peculiar y sin precedentes. Parecen haber pasado horas desde que comencé a escribir esto, pero sé que no pueden ser más que unos pocos minutos, porque había justo insertado esta nueva página en la máquina. La acción mecánica de cambiar de hojas, simple como es, me ha dado un nuevo asidero de mí mismo. Quizás pueda sacudirme ese sentimiento de peligro que se acerca lo bastante como para registrar lo que acaba de suceder.

Al principio no era más que un simple temblor, algo similar al estremecimiento de un bloque de viviendas baratas cuando un pesado camión ruge pegada al bordillo... pero éste no es un edificio mal construido. Tal vez soy sensible a tales cosas, y puede ser que esté dando rienda suelta a mi imaginación, pero me parece que la perturbación es más intensa directamente frente a mí... y mi silla está cara al ala sureste, lejos de la carretera, ¡directamente en línea con el pantano en el fondo de la morada! Por engañoso que esto pudiera ser, no se puede negar lo que siguió. Estoy recordando los instantes en que he sentido temblar el suelo bajo mis pies bajo el estallido de proyectiles gigantes; tiempos en los que vi buques sacudidos como cascarones por la furia de un tifón.

La casa se estremecía como cenizas del Dweurgar en los cedazos de Niflheim. cada listón del suelo bajo mis pies se estremeció como un ser doliente. Mi máquina de escribir tembló hasta que pude imaginar que las teclas castañeteaban de miedo. Tras un breve instante, todo pasó. Todo quedó tan calmado como antes. ¡Demasiado calmado! Parecía imposible que una cosa así pudiera ocurrir y, sin embargo, dejar todo exactamente como antes. No, no exactamente... ¡estoy plenamente convencido de que algo le ha ocurrido a Dobbs!

Es esta convicción, unida a esta calma antinatural, lo que acentúa el miedo premonitorio que persiste en reptar a mi alrededor. ¿Miedo? Sí... aunque estoy tratando de razonar cuerdamente conmigo mismo que no hay anda que temer. Los críticos han elogiado y condenado mi poesía porque muestra lo que ellos denominan una vívida imaginación. En un momento como éste puedo de corazón unirme a quienes gritan demasiado vívida. Nada puede estar fuera tan de lugar o...

¡Humo!

Como un débil rastro sulfuroso, pero inconfundible a mi agudo olfato. Tan débil, de hecho, que me es imposible determinar si viene de algún lugar de la casa o entra a través de la ventana de la habitación adyacente que se abre al pantano. La impresión se convierte rápidamente en algo más claramente definido. Estoy seguro ahora de que no viene del exterior. Erráticas visiones del pasado, sombrías escenas de otros días, vuelven a mí en un recuerdo estereoscópico. Una fábrica llameante, histéricos gritos de mujeres aterrorizadas atrapadas por paredes de fuego, una ardiente escuela, lastimeros gritos de desamparados niños presos derrumbadas escaleras; un teatro en llamas, frenética babel de gente enloquecida por el pánico luchando por liberarse sobre agrietados suelos y, sobre todo, las impenetrables nubes de negro, nocivo, malicioso humo contaminando el pacífico cielo.

El aire de la habitación está saturado con oleadas espesas, pesadas, sofocantes, y a cada momento espero sentir las lenguas llameantes lamer con avidez mis piernas inútiles. Me duelen los ojos. Mis oídos laten: toso y me sofoco tratando de librar mis pulmones de los hedores de Ocypete; humo, tal como se asocia con aterradoras catástrofes: acre, hediondo, mefítico humo mezclado con el nauseabundo olor de la ardiente carne.

Una vez más estoy a solas con esta portentosa calma. La bienvenida brisa que acaricia mis mejillas está restaurando rápidamente mi perdido valor. Naturalmente, la casa no puede estar en llamas, ya que hasta el último vestigio del torturante humo se ha desvanecido. No puedo detectar un simple rastro de él, a pesar de que he estado olfateando como un sabueso. Estoy comenzando a preguntarme si no estaré volviéndome loco, si los años de soledad han desencajado mi mente, pero el fenómeno ha sido demasiado definido para permitirme clasificarlo como una simple alucinación.

Cuerdo o loco, no puedo concebir tales cosas sino como realidades, y al momento las catalogo como algo sobre lo que no puedo sacar más que una conclusión lógica. La inferencia en sí es bastante para trastornar cualquier estabilidad mental. Admitir esto es dar carta de verdad a los superticiosos rumores que Dobbs recopila de los aldeanos y transcribe para que las sensibles yemas de mis dedos puedan leerlos... ¡rumores sin sustancia que mi mente materialista instintivamente condena como necedades!

¡Quisiera que los pitidos en mis oídos cesaran! Es como si espectrales instrumentistas locos aporrearan a dúo lacerantes tambores. Supongo que se trata simplemente de una reacción a la sofocante sensación que acabo de experimentar. Unas pocas bocanadas más de este aire vivificante ¡Algo, hay algo en la habitación! Estoy tan seguro de no estar solo como si pudiera ver la presencia que tan irrefutablemente siento. Es una impresión bastante similar a la que he tenido mientras me abría paso a través de una calle abarrotada: la definida noción de ojos me han elegido entre el resto de la muchedumbre con una mirada lo bastante intensa como para captar mi atención subconsciente, la misma sensación, sólo que multiplicada.

¿Quién, qué puede ser? Después de todo, mis temores deben ser infundados, quizás significa tan sólo que Dobbs ha regresado. No... no es Dobbs. Como esperaba, el estruendo en mis oídos ha cesado y un leve susurro ha captado mi atención, el abrumador significado del hecho acaba de registrarse por sí solo en mi aturdido cerebro... ¡Puedo oír!

No es una simple voz susurrante, ¡sino muchas! El lascivo zumbido de bestiales moscardones. Satánicos zumbidos de libidinosas abejas, sibilantes silbidos de obscenos reptiles, ¡un susurrante coro que la garganta humana no puede entonar! Aumenta de volumen, las habitaciones resuenan con demoníacos cánticos: destemplados, desentonados y grotescamente roncos, un diabólico coro entonando espantosas letanías, peanes de miseria mefitofélica elevados a música por almas dolientes, un odioso crescendo de odioso pandemónium.

Las voces que me rodean están acercándose a mi silla. El cántico ha tenido un abrupto final y los susurros se han convertido en sonidos ininteligibles. Fuerzo mis oídos para distinguir las palabras. Cerca, y aún más cerca. Son claras ahora. ¡Demasiado claras! Mejor hubiera sido que mis oídos hubieran permanecido sordos por siempre que ser obligados a escuchar sus voceríos infernales. Impías revelaciones de Saturnales corruptoras de almas, gulescas concepciones de devastadoras catástrofes, profanas invitaciones a orgías cabíricas, malevolentes amenazas de castigos inimaginables.

Hace frío. ¡Un frío impropio de la estación! Como inspirada por la cacodemoniaca presencia que me acosa, la brisa que era tan amistosa hace pocos minutos crece rabiosa en mis oídos, una helada galerna que sopla desde el pantano y me hiela hasta los huesos. Si Dobbs ha huido de mi lado, no se lo reprocho. No me gustan la cobardía o el temor implorante, pero aquí hay cosas. ¡Sólo deseo que su destino no haya sido peor que el haber salido a tiempo!

Mi última duda se ha disipado. Estoy doblemente contento, ahora, de haberme resuelto a escribir mis impresiones. No espero que nadie pueda entender, o creer; ha sido un alivio de la enloquecedora tensión de ociosa espera ante cada nueva manifestación de anormalidad psíquica. Según parece, hay tres caminos que puedo tomar: huir de este maldito lugar y gastar los torturantes años del porvenir tratando de olvidar, pero no puedo huir; admitir una abominable alianza con fuerzas tan malignas que el Tártaro, comparado con ellas, parecería la antesala del Paraíso, pero no puedo admitirlo; morir... pero preferiría mutilar mi cuerpo miembro a miembro que mancillar mi alma en un bárbaro truque con tales emisarios de Belial.

Tengo que descansar un instante para soplar en mis dedos. La habitación está helada con la fétida gelidez de la tumba... un apacible entumecimiento se enrosca sobre mí... debo combatir esta lasitud; está socavando mi determinación de morir antes de ceder a esas incidiosas demandas... Juro, de nuevo, resistir hasta el final... el final que sé que no puede estar lejos. Invisibles dedos me atenazan... dedos fantasmales que carecen de fuerza física para apartarme de mi máquina... dedos helados que me impulsan a un vil vórtice de vicio... dedos diabólicos que me arrastran a un albañal de eterna iniquidad... dedos muertos que detienen mi respiración y hacen sentir mis ojos ciegos como si ardieran de pena... heladas puntas oprimiendo mis sienes... duros, huesudos bultos como cuernos... el hálito boreal de algún ser largo tiempo muerto besa mis febriles labios y cauteriza mi ardiente garganta con heladas llamas...

Está oscuro. No la oscuridad que es parte de años de ceguera, la impenetrable oscuridad de la noche marcada de pecado... la negrura de la pez del Purgatorio.

Veo —¡spes mea Christus! es el fin...

No hay en la mente mortal ninguna defensa ante fuerzas más allá de la imaginación humana. Ni los espíritus inmortales pueden vencer a aquello que ha saboreado las profundidades y hecho de la humanidad un fugaz instante. ¿El fin? ¿En absoluto! Tan sólo el maravilloso comienzo.

H.P. Lovecraft (1890-1937)
C.M. Eddy Jr. (1896-1967)




Relatos góticos. I Relatos de H.P. Lovecraft.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de H.P. Lovecraft: Sordo, mudo y ciego (Deaf, Dumb and Blind), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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