«El 252 de la Rue M. Le Prince»: Ralph Adams Cram; relato y análisis.


«El 252 de la Rue M. Le Prince»: Ralph Adams Cram; relato y análisis.




El 252 de la Rue M. Le Prince (No. 252 Rue M. Le Prince) es un relato de fantasmas del escritor norteamericano Ralph Adams Cram (1863-1942), publicado en la antología de 1895: Espíritus negros y blancos (Black Spirits and White).

El 252 de la Rue M. Le Prince, uno de los mejores cuentos de Ralph Adams Cram, continúa parte del discurso de muchas historias de fantasmas norteamericanas de la época que involucran a un acaudalado protagonista estadounidense en Francia. También es una de esas historias en las que quedan muchas cosas por explicar, si no todas. En cualquier caso, Ralph Adams Cram evoca un memorable incidente extraño [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

El 252 de la Rue M. Le Prince es narrado en primera persona. El amigo del narrador, Eugene Marie d'Ardeche, abandona Boston después de enterarse de que una tía francesa, Mle. De Tartas, ha muerto y le dejó una antigua mansión en París, conocida en la zona como la Bouche d'Enfer [«la boca del infierno»]. Esto lo desconcertó, ya que d'Ardeche y su tía no estaban en buenos términos.

Si bien d'Ardeche tiene algunos conocimientos en las artes ocultas [que para la mirada occidental del siglo XIX también incluyen al budismo], su tía parece haber estado seriamente involucrada en el ocultismo y el esoterismo. La casa, situada en el número 252 de la Rue M. Le Prince, era el sitio de reunión para toda clase de ritos negros. El vecindario, por supuesto, miraba con recelo a la señorita De Tartas.

Una vez al año, durante Walpurgisnacht, lujosos carruajes se reunían frente al número 252 de la Rue M. Le Prince para una noche de ritos y música pagana. Algunos vecinos de las propiedades adyacentes aseguran haber escuchado cánticos oscuros. También está el asunto del visitante habitual de la tía, el Rey de los Hechiceros: Sar Torrevieja, descrito vagamente como un gitano. En el testamento, Mle. De Tartas le entrega a Torrevieja todo el contenido de la casa, pero no la casa. Los vecinos lo veían entrar frecuentemente en la propiedad, pero nunca, a pesar de haber organizado una estricta vigilancia, lo vieron salir [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

D'Ardeche tiene problemas para alquilar el lugar. Los inquilinos anteriores terminaron en el hospital y los vecinos piensan que el lugar está embrujado, pero nadie puede explicar cómo está embrujado. Los impuestos sobre la propiedad son agobiantes, por lo que d'Ardeche realmente necesita conseguir un inquilino. En este contexto, invita a un par de amigos estudiantes de medicina, así como al narrador, para pasar la noche en la casa y tratar de resolver el misterio [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

Ralph Adams Cram nos da una exquisita descripción de la casa. Al parecer, hay tres habitaciones muy extrañas y una bastante ordinaria. Una de ellas está recubierta de laca negra muy brillante. Otra es circular, su cúpula y paredes son azules y estampadas con estrellas doradas. En medio de esa habitación hay una gran figura de una mujer desnuda cubierta con laca roja. Sus proporciones son grotescamente distorsionadas. Otra habitación está cubierta de cobre, deslustrado por el paso del tiempo. Los cuatro hombres toman cada uno una habitación para pasar la noche. En la habitación sencilla, el narrador no puede mantenerse despierto, ni siquiera puede mantener encendida la lámpara y su pipa. Se siente oprimido por una negrura creciente. Dos ojos grandes y extraños ojos aparecen en la oscuridad. Luego es besado por «una boca húmeda y helada, como la de una sepia muerta, informe, gelatinosa». Siente un frío intenso al ser envuelto por esta sustancia gelatinosa, y poco a poco experimenta la sensación de que la vida le está siendo succionada del cuerpo. Cree que está muriendo, que su vida está siendo arrebatada por un «súcubo» [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]

Entonces el narrador despierta en el hospital. Parece que ninguno de sus compañeros, a pesar de haber estado en las habitaciones más extrañas, vio algo inusual. Solo después de advertir que el narrador no estaba respondiendo sus llamadas irrumpen en la habitación [cuya puerta estaba cerrada por dentro]. Ven que el piso y las paredes están cubiertas con una sustancia «espesa, pegajosa, repugnante». El aire es almizclado. Llevan al narrador al hospital, quien está inconsciente. Luego nos enteramos que la casa se ha incendiado en su ausencia.

El lector moderno de El 252 de la Rue M. Le Prince de Ralph Adams Cram quizás se descubra al final de la historia con muchas expectativas frustradas. Después de todo, no llegamos a ver al Rey de los Hechiceros, ningún rito pagano; tampoco sabemos nada de la entidad proteica que casi mata al narrador. Pero podemos hacer algunas conjeturas.

¿Qué sacó Torrevieja de la casa? Probablemente algún tipo de sello que contenía al «súcubo», haciéndolo suceptible a los ritos pero sin permitirle traspasar del todo a nuestro plano. ¿Por qué los vecinos solo ven a Torrevieja entrando en la casa, pero nunca saliendo? Es lícito asumir que hay, por lo menos, una entrada secreta [por lo el Hechicero bien pudo entrar y salir sin ser visto la noche del ataque]. ¿Por qué se quemó la casa? Quizás a Torrevieja se le fueron las cosas de las manos, y debió recurrir al fuego para matar a la entidad; quizás él mismo fue consumido por las llamas. Realmente no lo sabemos.

Es interesante que la casa sea conocida como «la Boca del Infierno» y que la entidad que se manifiesta allí actúe como una especie de jugo gástrico infernal que trata de licuar y digerir a sus víctimas. Es un lindo detalle.

El lenguaje y el estilo de El 252 de la Rue M. Le Prince de Ralph Adams Cram son asombrosamente modernos, aún tratándose de un relato de fantasmas del siglo XIX sobre una Casa Embrujada, uno de los temas centrales de la literatura gótica. Curiosamente, no tenemos al típico narrador racionalista, incluso cientificista, que se muestra rabiosamente escéptico de lo sobrenatural [hasta que es «castigado» por aquello que su discurso desacredita]; sino más bien cuatro sujetos educados que no descartan la posibilidad de lo sobrenatural. Paradójicamente, esto es lo más racional si tienes una tía fallecida que practicaba las artes negras en su mansión francesa y decides pernoctar allí para descubrir qué está sucediendo. Lo más racional, en ese caso, es proceder con disimulada credulidad [ver: El ABC de las historias de fantasmas]

Hay una brillante descripción de las habitaciones de la casa [Ralph Adams Cram fue un reconocido arquitecto del renacimiento gótico. Diseñó varios edificios y catedrales en toda Nueva Inglaterra], sobre todo del mural de esta gigantesca hembra arrodillada que se extiende a través del techo, con los brazos rodeando a los ocupantes mientras los mira con lascivia [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]; y de los cuartos revestidos de cobre, los pilares de basalto, los pisos de mármol con incrustaciones de un pentagrama monstruoso. Parece que Torrevieja despojó a la propiedad de ídolos y accesorios típicos de la práctica de la nigromancia.

Si bien El 252 de la Rue M. Le Prince puede disfrutarse perfectamente sin conocer sus intenciones secretas, también hay que decir que se trata de un homenaje [casi una reelaboración] del clásico de Edward Bulwer-Lytton: La casa de los espíritus (The Haunted and the Haunters); el cual se menciona en el cuento de Ralph Adams Cram. Su mayor virtud, quizás, es abordar el cuerpo femenino prescindiendo de la misoginia típica del género, pero conservando las ansiedades góticas tradicionales [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]



El 252 de la Rue M. Le Prince.
No. 252 Rue M. Le Prince, Ralph Adams Cram (1863-1942)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Cuando en mayo de 1886 me encontré por fin en París, naturalmente decidí entregarme a la caridad de un viejo amigo mío, Eugene Marie d'Ardeche, que había abandonado Boston hacía un año, o más, al recibir la noticia de la muerte de una tía que le había dejado sus bienes. Me imagino que esta ganancia inesperada lo sorprendió, porque las relaciones con su tía nunca habían sido cordiales, a juzgar por los comentarios de Eugene sobre la dama, que era, al parecer, una anciana más o menos malvada y bruja, con una inclinación a la magia negra, al menos ese era el informe común.

Nadie podía decir por qué debería dejarle todas sus propiedades a d'Ardeche, a menos que ella sintiera que sus tendencias hacia el budismo y el ocultismo podrían algún día llevarlo a su propia altura impía de cuestionable iluminación. Sin duda, d'Ardeche la calificó de mala, estando él mismo en ese estado de exaltación entusiasta que a veces acompaña a la afición juvenil por el ocultismo; pero a pesar de su actitud distante y repelente, Mlle. Blaye de Tartas lo convirtió en su único heredero, ante la violenta ira de un viejo cuestionable conocido por la infamia como Sar Torrevieja, el Rey de los Hechiceros.

Este viejo malévolo, cuyo rostro gris y astuto se veía a menudo en la Rue M. le Prince durante la vida de Mlle. de Tartas, esperaba disfrutar de su pequeña riqueza después de su muerte; y cuando parecía que ella le había dejado el contenido de la lúgubre y vieja casa en el Quartier Latin, dando la casa misma y todo lo demás que ella poseía a su sobrino en América, el Sar procedió a sacar todo del lugar, y luego maldecirlo elaborada y comprensivamente, junto con todos aquellos que deberían morar allí.

Después de lo cual desapareció.

Este episodio fue la última palabra que recibí de Eugene, pero sabía el número de la casa, 252 Rue M. le Prince. Así que, después de un día o dos dedicados a una primera inspección de París, comencé a cruzar el Sena para encontrar a Eugene y obligarlo a hacer los honores de la ciudad.

Todo el que conoce el Barrio Latino conoce la Rue M. le Prince, que sube la colina hacia el Jardín de Luxemburgo. Está lleno de casas y rincones extraños, o lo estaba en el ‘86, y ciertamente el número 252 era, cuando lo encontré, tan extraño como cualquier otro. No era más que una puerta, un arco negro de piedra entre dos casas nuevas pintadas de amarillo. El efecto de este trozo de mampostería del siglo XVII, con sus puertas viejas y sucias, y la linterna rota y oxidada que sobresalía demacrada y sombría sobre la estrecha acera, era, en su marco de yeso fresco, extremadamente siniestro.

Me pregunté si me había equivocado de número; era bastante evidente que nadie vivía detrás de esas telarañas. Entré en uno de los nuevos hoteles y entrevisté al conserje. No, M. d'Ardeche no vivía allí, aunque sin duda era dueño de la propiedad; él mismo residía en Meudon, en la casa de campo de la difunta Mlle. de Tartas. ¿Le gustaría saber el número y la calle?

Por supuesto, así que tomé la tarjeta que me escribió el conserje y partí inmediatamente hacia el río, a fin de tomar un barco de vapor para Meudon.

Por una de esas coincidencias que ocurren tan a menudo, siendo bastante inexplicables, no había dado veinte pasos por la calle cuando corrí directamente a los brazos de Eugene d'Ardeche. En tres minutos estábamos sentados en el pequeño y extraño jardín del Chien Bleu, bebiendo vermut y absenta, y hablando de todo.

—¿No vives en la casa de tu tía? —dije al fin.

—No, pero si este tipo de cosas continúa, tendré que hacerlo. Me gusta mucho más Meudon, y la casa es perfecta, está completamente amueblada y no tiene nada más nuevo que el siglo pasado. Tienes que venir conmigo esta noche. He arreglado una habitación alegre para mi Buda. Pero hay algo mal con esta casa de enfrente. No puedo mantener ni un inquilino en ella. En realidad, he tenido tres en solo seis meses. Han circulado historias de que está embrujada.

Me reí y pedí más vermut.

—Está bien. Está embrujada, lo suficiente como para mantenerlo vacía, y la parte divertida es que nadie sabe cómo está embrujada. Nunca se ve nada, no se escucha nada. Por lo que pude averiguar, la gente simplemente tiene miedo allí, y se sienten tan mal que muchos han ido al hospital después. Así que la casa está vacía, y como cubre un terreno considerable y está sujeta a muchos impuestos, no sé qué hacer al respecto. Creo que se la daré a ese hijo del pecado, Torrevieja, o me iré a vivir en ella yo mismo. No me importan los fantasmas.

—¿Alguna vez te quedaste allí?

—No, pero siempre tuve la intención de hacerlo, y de hecho vine hoy para ver a un par de tipos sinvergüenzas que conozco, Fargeau y Duchesne, médicos en el Hospital Clínico en el Parc Mont Souris. Me prometieron que pasarían la noche conmigo en la casa de mi tía, que por aquí se la llama la Bouche d'Enfer. Ven conmigo, luego podemos cruzar el río hasta Vefour's y almorzar, puedes recoger tus cosas en el Chatham, e iremos a Meudon, donde por supuesto pasarás la noche conmigo.

El plan me convenía perfectamente, así que subimos al hospital, encontramos a Fargeau, quien declaró que él y Duchesne estaban listos para cualquier cosa. El jueves siguiente estarían fuera de servicio por la noche, y ese día se unirían en un intento de burlar al diablo y aclarar el misterio del número 252.

—¿El americano viene con nosotros? —preguntó Fargeau.

—Por supuesto —repliqué—, tengo la intención de ir. D'Ardeche; me niego a que me desanimes. Esta es una oportunidad para que hagas los honores de tu ciudad. Muéstrame un fantasma real, y perdonaré a París por haber perdido el Jardín Mabille.

Así que se resolvió.

Más tarde bajamos a Meudon y cenamos en la terraza de la villa, que era todo lo que había dicho d'Ardeche, y más, tan absoluta era su atmósfera como la del siglo XVII. Durante la cena, Eugene me contó más sobre su difunta tía y los extraños sucesos en la vieja casa.

La señorita Blaye vivía, al parecer, sola, a excepción de una sirvienta de su misma edad; una criatura severa y taciturna, con enormes rasgos bretones y una lengua rápida, cada vez que se dignaba usarla. Nunca se vio a nadie entrar por la puerta del número 252 excepto a Jeanne, la criada, y al Sar Torrevieja, este último viniendo constantemente de no se sabe dónde, y siempre entrando, nunca saliendo.

De hecho, los vecinos, que durante once años habían visto al viejo hechicero acercarse sigilosamente casi todos los días, declararon a gritos que nunca lo habían visto salir de la casa. Una vez, cuando decidieron hacer guardia, el vigilante, nada menos que Maitre Garceau del Chien Bleu, después de tener la vista fija en la puerta desde las diez de la mañana, momento en que llegó el Sar, hasta las cuatro de la tarde, estuvo a punto de desmayarse cuando la siniestra figura de Torrevieja se deslizó maliciosamente a su lado con un seco «Perdón, Monsieur»; y desapareció de nuevo por la puerta negra.

Esto era curioso, porque el número 252 estaba completamente rodeado de casas, sus únicas ventanas daban a un patio al que ningún ojo podía mirar desde los hoteles de la Rue M. le Prince y la Rue de l'Ecole. Su misterio era una de las mejores posesiones del Barrio Latino.

Una vez al año se rompía la austeridad del lugar, y los habitantes de todo el barrio se quedaban boquiabiertos viendo llegar muchos carruajes hasta el número 252, casi todos privados, no pocos con escudos en los paneles. De ellos descendían figuras femeninas veladas y hombres con cuellos altos. Luego se oían curiosos sonidos de música desde el interior, y aquellos cuyas casas se unían a las paredes del No. 252 se hicieron populares, porque al apoyar la oreja se podía escuchar claramente una música extraña, y el sonido de monótonas voces cantando. Al amanecer partía el último huésped, y durante un año el hotel de la señorita Tartas guardaba un ominoso silencio.

Eugene declaró que creía que era una celebración de Walpurgisnacht, y ciertamente las apariencias favorecían tal fantasía.

—Lo raro de todo este asunto —dijo— es el hecho de que todo el mundo en la calle jura que hace un mes, mientras yo estaba de visita en Concarneau, la música y las voces volvieron a oírse, como cuando mi venerada tía estaba viva. La casa estaba perfectamente vacía, como te digo, así que es muy posible que las buenas personas estuvieran disfrutando de una alucinación.

Debo reconocer que estas historias no me tranquilizaron; de hecho, a medida que se acercaba el jueves, comencé a arrepentirme de mi determinación de pasar la noche en la casa. Sin embargo, era demasiado vanidoso para echarme atrás, y la perfecta frialdad de los dos médicos, que corrieron el martes a Meudon para hacer algunos arreglos, me hizo obligó a mantener mi palabra.

Supongo que creía más o menos en fantasmas, estoy seguro que ahora creo en ellos, de hecho hay pocas cosas en las que no puedo creer. Me habían pasado dos o tres cosas inexplicables y, aunque esto fue antes de mi aventura con Rendel en Paestum, tenía una fuerte predisposición a creer algunas cosas que no podía explicar.

Bueno, para llegar a la noche memorable del 12 de junio, habíamos hecho nuestros preparativos y, después de depositar una bolsa grande en las puertas del número 252, cruzamos hacia el Chien Bleu, donde Fargeau y Duchesne aparecieron puntualmente, y nos sentamos para la mejor cena que Pere Garceau pudo cocinar.

Recuerdo que sentí que la conversación no era de buen gusto. Hubo historias de faquires indios y malabaristas orientales, asuntos en los que Eugene estaba curiosamente bien instruido. Cada tanto se desviaba hacia los horrores del gran motín de los cipayos y, por lo tanto, hacia reminiscencias de la sala de disección. Para entonces ya habíamos bebido bastante, y Duchesne se lanzó a un relato fotográfico y zolaesco de la única vez (según dijo) en que estuvo poseído por el pánico del miedo; a saber, una noche, hace muchos años, cuando fue encerrado por accidente en la sala de disección del Loucine, junto con varios cadáveres de naturaleza bastante desagradable.

Me aventuré a protestar levemente contra la elección de los temas, siendo el resultado un perfecto carnaval de horrores, de modo que cuando finalmente bebimos nuestro último trago y partimos hacia la Bouche d'Enfer, mis nervios estaban en una condición un tanto rocosa.

Eran apenas las diez cuando salimos a la calle. Un viento muerto y caliente se movía en grandes ráfagas por la ciudad, y masas irregulares de vapor barrían el cielo púrpura; una noche del todo desagradable, una de esas noches de lasitud desesperada en las que uno siente, si está en casa, que no quiere hacer otra cosa que beber licor de menta y fumar.

Eugene abrió la puerta chirriante y trató de encender una de las lámparas; pero el viento apagó todos los fósforos, y finalmente tuvimos que cerrar las puertas exteriores antes de que pudiéramos encender una luz. Por fin encendimos todas las linternas y comencé a mirar a mi alrededor con curiosidad.

Estábamos en un pasaje largo y abovedado, en parte calzada, en parte sendero, perfectamente desnudo excepto por los desechos de la calle que se habían arrastrado con los vientos arremolinados. Más allá estaba el patio, un lugar curioso que se volvía aún más curioso por la irregular luz de la luna y el destello de cuatro linternas. Evidentemente, el lugar había sido una vez un palacio muy noble.

Enfrente se levantaba la parte más antigua, un muro de tres pisos de la época de Francisco I, con una gran enredadera cubriendo la mitad. Las alas de uno y otro lado eran más modernas, del siglo XVII, y feas, mientras que hacia la calle no había más que un muro plano e ininterrumpido.

El gran patio estaba desnudo, lleno de trozos de papel arrastrados por el viento, fragmentos de cajas de embalaje y paja, misterioso con luces centelleantes y sombras ostentosas, mientras bajas masas de vapor desgarrado flotaban ocultando y luego revelando las estrellas. Ni siquiera los sonidos de las calles entraban en este lugar parecido a una prisión. Debo confesar que ya empezaba a sentir una ligera disposición hacia los horrores, pero con esa curiosa inconsecuencia que tantas veces ocurre en el caso de los que se asustan deliberadamente, no se me ocurría nada más tranquilizador que esos deliciosos versos de Lewis Carroll:

¡Justo el lugar para un Snark!
Lo he dicho dos veces, solo eso debería animar a la tripulación.
¡El lugar perfecto para un Snark!
Lo he dicho tres veces, lo que te digo tres veces es verdad.

Los versos se repetían una y otra vez en mi cerebro con febril insistencia.

Incluso los estudiantes de medicina habían dejado de bromear y estaban estudiando los alrededores con gravedad.

—Hay una cosa cierta —dijo Fargeau—, cualquier cosa podría haber sucedido aquí sin la más mínima posibilidad de descubrimiento. ¿Alguna vez viste un lugar tan perfecto para la anarquía?

—Y cualquier cosa podría pasar aquí ahora, con la misma certeza de la impunidad —continuó Duchesne, encendiendo su pipa, el chasquido de la cerilla nos sobresaltó a todos—. D'Ardeche, su lamentada pariente ciertamente estaba bien instalada; tenía todo el alcance para sus experimentos tradicionales en demonología.

—Maldita sea si no creo que esas mismas tradiciones estaban más o menos basadas en hechos —dijo Eugene—. Nunca antes había visto el lugar en estas condiciones, pero ahora puedo creer cualquier cosa. ¿Qué es eso?

—Nada más que un portazo —dijo Duchesne en voz alta.

—Bueno, desearía que las puertas no se cerraran de golpe en casas que han estado vacías durante once meses.

—Es irritante —y Duchesne deslizó su brazo a través del mío—; pero debemos tomar las cosas como vienen. Recuerda que tenemos que lidiar no solo con la madera espectral que dejó aquí tu tía, sino también con la maldición de ese gato infernal de Torrevieja. ¡Vamos! Entremos antes de que llegue la hora en que los muertos cubiertos de sábanas chillen y parloteen en estos pasillos solitarios. Enciendan sus pipas, su tabaco es una protección segura contra los cadáveres, y sigan adelante.

Abrimos la puerta y entramos en un vestíbulo de piedra abovedado, lleno de polvo y telarañas.

—No hay nada en este piso —dijo Eugene—, excepto las habitaciones de los sirvientes y las oficinas, y no creo que haya nada malo. De todos modos, nunca escuché que lo hubiera. Subamos las escaleras.

Por lo que pudimos ver, la casa carecía de interés por dentro, toda obra del siglo XVIII, siendo la fachada del edificio principal, junto con el vestíbulo, la única parte de la obra de Francisco I.

—El lugar fue quemado durante el Terror —dijo Eugene—, porque mi tío abuelo, de quien lo heredó mademoiselle de Tartas, era un buen y verdadero monárquico; se fue a España después de la Revolución y no volvió hasta la subida al trono de Carlos X, cuando restauró la casa, y luego murió, muy viejo. Por eso es todo tan nuevo.

El viejo hechicero español a quien la señorita de Tartas había dejado sus bienes personales había hecho su trabajo a conciencia. La casa estaba absolutamente vacía, incluso se habían llevado los armarios y las estanterías empotradas; recorrimos habitación tras habitación, encontrándolas todas absolutamente desmanteladas, quedando sólo las ventanas y puertas con sus marcos, los pisos de parquet y los floridos mantos renacentistas.

—Me siento mejor —comentó Fargeau—. La casa puede estar embrujada, pero ciertamente no lo parece; es el lugar más respetable que se pueda imaginar.

—Solo espera —respondió Eugene—. Estos son solo los apartamentos estatales, que mi tía rara vez usaba, excepto, quizás, en su Walpurgisnacht anual. Ven arriba y te mostraré una mejor puesta en escena.

En este piso, las habitaciones que daban al patio, los dormitorios, eran bastante pequeños («De todos modos, son las malas habitaciones», dijo Eugene), cuatro de ellas de apariencia tan ordinaria como las de abajo. Detrás corría un corredor que conectaba con el pasillo del ala, y desde este se abría una puerta, a diferencia de las otras, cubierta con un paño verde, algo apolillado. Eugene seleccionó una llave del manojo que llevaba, abrió la puerta y, con cierta dificultad, la obligó a abrirse hacia adentro; era tan pesada como la puerta de una caja fuerte.

—Ahora —dijo—, estamos en el mismo umbral del infierno; estas habitaciones eran las profanas de mi tía. Nunca las alquilé con el resto de la casa, sino que las conservo como una curiosidad. Torrevieja las saqueó, como hizo con el resto de la casa, y no queda nada más que las paredes, el techo y el suelo.

El primer departamento era una especie de antesala, un cubo de unos veinte pies por lado, sin ventanas y sin puertas excepto por la que entramos y otra a la derecha. Las paredes, el piso y el techo estaban cubiertos con una laca negra, brillantemente pulida, que destellaba la luz de nuestras linternas en mil reflejos intrincados. Era como el interior de una enorme caja japonesa, y casi igual de vacío. De aquí pasamos a otra habitación, y casi se nos caen las linternas.

La habitación era circular, de unos nueve metros de diámetro, cubierta por una cúpula semiesférica; las paredes y el techo eran de color azul oscuro, salpicados de estrellas doradas. De piso a piso se extendía una figura colosal, en laca roja, de una mujer desnuda y arrodillada, sus piernas estaban abiertas a lo largo, su cabeza tocaba el dintel de la puerta por la que habíamos entrado, sus brazos estaban extendidos y estirados a lo largo de las paredes hasta encontrarse con los largos pies.

La cosa más asombrosa, deforme y absolutamente aterradora, creo, que jamás haya visto.

Del ombligo colgaba un gran objeto blanco, como el tradicional huevo del Roc de Las mil y una noches. El piso también era de laca roja, y en él estaba incrustado un pentagrama del tamaño de la habitación, hecho de anchas tiras de latón. En el centro de este pentagrama había un disco circular de piedra negra, ligeramente en forma de platillo, con una pequeña salida en el medio.

El efecto de la habitación era simplemente abrumador, con esta gigantesca figura roja agachada, los ojos fijos en uno, sin importar su posición. Ninguno de nosotros habló, tan opresivo era todo el asunto.

La tercera habitación era como la primera en dimensiones, pero en lugar de ser negra, estaba completamente revestida con placas de latón: paredes, techo y piso, empañadas ahora y volviéndose verdes, pero aún brillantes bajo la luz de la linterna. En el centro se alzaba un altar oblongo de pórfido, y en un extremo, frente a la serie de puertas, un pedestal de basalto negro.

Esto fue todo. Tres habitaciones, más extrañas que estas, incluso en su vacío, sería difícil de imaginar. En Egipto, en la India, no estarían del todo fuera de lugar, pero aquí en París, en la Rue M. le Prince, eran increíbles.

Volvimos sobre nuestros pasos, Eugene cerró la puerta de hierro, entramos en una de las cámaras delanteras y nos sentamos, mirándonos.

—Interesante mujer tu tía —dijo Fargeau—. Me alegro de que no pasemos la noche en esas habitaciones.

—¿Qué crees que hacía allí? —preguntó Duchesne—. Conozco algo sobre el arte negro, pero esa serie de habitaciones es demasiado para mí.

—Tengo la impresión —dijo d'Ardeche— de que la habitación de bronce era una especie de santuario que contenía una imagen u otra sobre la base de basalto, mientras que la piedra de enfrente era en realidad un altar, ¿cuál podría ser la naturaleza del sacrificio? Ni siquiera lo adivino. La sala redonda puede haber sido utilizada para invocaciones y encantamientos. El pentagrama insinúa eso. De todos modos, es todo lo más extraño y de fin de siglo que puedo imaginar. Mira, son casi las doce.

Las cuatro cámaras de este piso de la vieja casa eran las que se decía que estaban embrujadas, las alas eran bastante inocentes y, hasta donde sabíamos, los pisos inferiores. Se dispuso que cada uno ocupara una habitación, dejando las puertas abiertas con las luces encendidas, y al menor grito o golpe todos debíamos correr de inmediato a la habitación de la que podría provenir el sonido de advertencia. Sin duda, no había comunicación entre las habitaciones, pero, como todas las puertas se abrían al pasillo, todos los sonidos eran claramente audibles.

La última habitación cayó sobre mí y la miré cuidadosamente.

Parecía bastante inocente, un dormitorio parisino común, cuadrado, bastante elevado, acabado en madera pintada de blanco, con una pequeña repisa de mármol, un piso polvoriento de arce y cerezo con incrustaciones, paredes cubiertas con un papel francés común, aparentemente nuevo, y dos ventanas con profundos alféizares que daban al patio.

Abrí el batiente con alguna dificultad y me senté en el asiento de la ventana con la linterna apuntando a la única puerta que daba al corredor.

El viento se había calmado y afuera estaba muy silencioso. Hacía calor. Las masas de vapor luminoso se acumulaban densamente en lo alto, ya no impulsadas por las ráfagas de viento. Las grandes masas de frondosas hojas de glicinia, aquí y allá con un segundo capullo de flores púrpura, colgaban muertas sobre la ventana en el aire perezoso. A través de los techos pude oír el sonido de un coche tardío en las calles de abajo.

Volví a llenar mi pipa y esperé.

Durante un tiempo, las voces en las otras habitaciones fueron una compañía, y al principio les gritaba de vez en cuando, pero mi voz resonaba de manera bastante desagradable a través de los largos pasillos, y tenía una forma sugerente de reverberar alrededor del ala izquierda, saliendo por una ventana rota como la voz de otro hombre. Pronto abandoné mis intentos de conversación y me dediqué a la tarea de mantenerme despierto.

No fue fácil.

¿Por qué comí esa ensalada? Debería haberlo pensado mejor. Me estaba dando un sueño irresistible, y la vigilia era absolutamente necesaria. Ciertamente fue gratificante saber que podía dormir, que mi coraje estaba a mi lado en esa medida, pero en interés de la ciencia debía mantenerme despierto. Casi nunca, al parecer, el sueño me había parecido tan deseable.

Varias veces me encontré dormitando, solo para despertar sobresaltado y descubrir que mi pipa se había apagado. Ni el esfuerzo de volver a encenderla me recompuso. Encendía mi cerilla mecánicamente, y con la primera calada volvía a caer. Fue de lo más irritante.

Me levanté y caminé por la habitación.

Mi posición casi había hecho que mis piernas se durmieran. Apenas podía estar de pie. Me sentía entumecido, como si tuviera frío. Ya no se oía ningún sonido de las otras habitaciones, ni del exterior. Me hundí en mi asiento junto a la ventana. ¡Qué oscuro estaba! Encendí la linterna. Esa pipa otra vez, ¡con qué obstinación seguía apagándose! Mi último fósforo se había ido.

¿La linterna también se estaba apagando?

Levanté la mano para subirla de nuevo. Se sentía como plomo, y cayó a mi lado.

Entonces me desperté, absolutamente. Recordé la historia de Bulwer-Lytton: La casa de los esíritus.

Intenté levantarme, gritar. Mi cuerpo era como el plomo, mi lengua estaba paralizada. Apenas podía mover los ojos. Y la luz se estaba apagando. No había duda sobre eso. Todo se volvía más y más oscuro; poco a poco, el patrón del papel tapiz fue engullido por la noche que avanzaba. Un entumecimiento punzante se acumuló en cada nervio, mi brazo derecho se deslizó de mi regazo a mi costado, y no pude levantarlo. Se balanceó impotente. Un zumbido fino y agudo comenzó en mi cabeza, como las cigarras en la ladera de una colina en septiembre. La oscuridad venía rápidamente.

Algo me estaba sometiendo, en cuerpo y mente, a una lenta parálisis.

Físicamente ya estaba muerto. Si tan solo pudiera contener mi mente, mi conciencia, aún podría estar a salvo. Pero, ¿podría? ¿Podría resistir el loco horror de este silencio, la oscuridad cada vez mayor, el entumecimiento progresivo? Sabía que, como el hombre de la historia de fantasmas, mi única seguridad estaba aquí.

Había llegado por fin. Mi cuerpo estaba muerto, ya no podía mover los ojos. Estaban fijos en esa última mirada en el lugar donde había estado la puerta, ahora solo una profundización de la oscuridad.

Noche absoluta: el último parpadeo de la linterna se había ido. Me senté y esperé; mi mente todavía estaba aguda, pero, ¿cuánto tiempo duraría? Había un límite incluso para la resistencia al pánico absoluto.

Entonces comenzó el final.

En la negrura aterciopelada aparecieron dos ojos blancos, lechosos, opalescentes, pequeños, lejanos, ojos espantosos, como un sueño muerto. Más hermoso de lo que puedo describir, los copos de llama blanca se movían desde el perímetro hacia adentro, desapareciendo en el centro, como un flujo interminable en un túnel circular. No podría haber movido mis ojos si hubiera poseído el poder. Cada vez más grandes, los ojos se fijaron en mí, avanzando, haciéndose más hermosos, los copos blancos de luz barriéndose rápidamente en los vórtices ardientes, la espantosa fascinación se profundizaba en su demencial intensidad a medida que los ojos blancos y vibrantes se acercaban, se agrandaban.

Como un espantoso e implacable motor de muerte, los ojos del Horror desconocido se hincharon y dilataron hasta quedar muy cerca de mí, enormes, terribles, y sentí un lento, frío, húmedo aliento impulsado con mecánica regularidad contra mi rostro, envolviéndome en su niebla fétida, en su letalidad de osario.

Con el miedo ordinario llega un terror físico, pero en presencia de esta Cosa indescriptible sólo estaba el terror absoluto y espantoso de la mente, el miedo loco de una pesadilla fantasmal y prolongada. Una y otra vez traté de chillar, pero físicamente estaba muerto. Solo podía sentir que me volvía loco con el terror de una muerte espantosa. Los ojos estaban cerca de mí, moviéndose tan rápido como llamas palpitantes. El aliento muerto me rodeaba.

De repente, una boca húmeda, helada, como la de una sepia muerta, informe, gelatinosa, cayó sobre la mía. El horror comenzó a quitarme la vida, pero, mientras enormes y estremecedores pliegues de gelatina palpitante barrían sinuosamente a mi alrededor, mi voluntad volvió, mi cuerpo despertó con la reacción del último miedo, y me cerré con la muerte sin nombre que me envolvía.

¿Qué era contra lo que estaba peleando? Mis brazos se hundieron a través de la masa sin resistencia que me estaba convirtiendo en hielo. Nuevos pliegues de gelatina fría me rodearon, aplastándome con la fuerza de los titanes. Luché por arrancarme la boca de esta horrible Cosa que la sellaba, pero, si alguna vez lo conseguía, la masa húmeda y succionadora se cerraba sobre mi cara de nuevo antes de que pudiera gritar.

Creo que luché durante horas, desesperada, locamente, en un silencio que era más espantoso que cualquier sonido; luché hasta que sentí que la muerte definitiva se acercaba, hasta que el recuerdo de toda mi vida se abalanzó sobre mí como una inundación, hasta que ya no tuve más fuerza para arrancarle la cara a ese súcubo infernal, hasta que con una última lucha mecánica caí y me rendí a la muerte.

Entonces oí una voz que decía:

—Si está muerto, nunca me lo perdonaré, yo tuve la culpa.

Otro respondió:

—No está muerto, sé que podemos salvarlo si llegamos a tiempo al hospital. ¡Conduzca como el demonio, cochero! Veinte francos para usted, si llega en tres minutos.

Luego volvió la noche y la nada, hasta que de repente me desperté y miré a mi alrededor.

Me acosté en una sala de hospital, muy blanca y soleada, algunas flores de lis amarillas estaban junto a la cabecera de la cama, y una alta hermana de la misericordia se sentó a mi lado.

Para contar la historia en pocas palabras, yo estaba en el Hotel Dieu, donde los hombres me habían llevado la noche espantosa del doce de junio. Pregunté por Fargeau o por Duchesne, y poco a poco vino este último. Sentado al lado de la cama me dijo todo lo que no sabía.

Parece que se habían sentado, cada uno en su habitación, hora tras hora, sin oír nada, muy aburridos y desilusionados. Poco después de las dos, Fargeau, que estaba en la habitación de al lado, me llamó para preguntarme si estaba despierto. No respondí y, después de gritar una o dos veces, tomó su linterna y vino a investigar. ¡La puerta estaba cerrada por dentro!

Inmediatamente llamó a d'Ardeche y Duchesne, y juntos se lanzaron contra la puerta. Se resistió. Dentro podían escuchar pasos irregulares corriendo aquí y allá, con respiración pesada. Aunque congelados por el terror, lucharon para destruir la puerta y finalmente lo lograron utilizando una gran losa de mármol que formaba el estante de la repisa de la chimenea en la habitación de Fargeau. Cuando la puerta se derrumbó, fueron arrojados contra las paredes del corredor, como por una explosión, las linternas se apagaron y se encontraron en completo silencio y oscuridad.

Tan pronto como se recuperaron del susto, saltaron a la habitación y cayeron sobre mi cuerpo en medio del piso. Encendieron una de las linternas y vieron el espectáculo más extraño que se pueda imaginar. El suelo y las paredes, hasta la altura de unos dos metros, estaban cubiertos por algo que parecía agua estancada, espesa, pegajosa, repugnante. En cuanto a mí, estaba empapado con el mismo líquido maldito. El olor a almizcle era nauseabundo.

Me arrastraron, me quitaron la ropa, me envolvieron en sus abrigos y se apresuraron al hospital, creyendo que tal vez estaba muerto.

Poco después del amanecer, d'Ardeche salió del hospital, asegurándose de que yo estaba en buen camino para recuperarme, y subió con Fargeau para examinar a la luz del día las huellas de la aventura que estuvo a punto de ser fatal. Fue demasiado tarde. Camionetas de bomberos bajaban por la calle. Un vecino corrió hacia d'Ardeche:

—¡Oh, señor! ¡Qué desgracia, pero qué fortuna! Se quemó, pero no del todo, sólo el antiguo edificio. Se salvaron las alas, y por ello se debe gran mérito a los valientes bomberos. Monsieur los recordará, sin duda.

Era bastante cierto. Si una linterna olvidada, volcada por la emoción, había hecho el trabajo, o si el origen del fuego fue más sobrenatural, lo cierto era que «la Boca del Infierno» ya no existía.

Un último motor bombeaba lentamente cuando d'Ardeche se acercó; la manguera se extendía a través de la puerta cochera, y dentro solo quedaba la fachada de Francisco I, todavía cubierta con los tallos negros de las glicinias. Más allá había un gran vacío, donde una fina humareda se elevaba lentamente. Todos los pisos habían desaparecido, y los extraños pasillos de la señorita Blaye de Tartas eran solo un recuerdo.

Con d'Ardeche visité el lugar el año pasado, pero en vez de las antiguas murallas quedaba sólo un edificio nuevo y ordinario, fresco y respetable; sin embargo, las maravillosas historias de la antigua Bouche d'Enfer aún perduraban en el Barrio, y se mantendrán allí, sin duda, hasta el Día del Juicio.

Ralph Adams Cram (1863-1942)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Ralph Adams Cram.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Ralph Adams Cram: El 252 de la Rue M. Le Prince (No. 252 Rue M. Le Prince), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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