«Las sombras en la pared»: Mary E. Wilkins Freeman; relato y análisis.
Las sombras en la pared (The Shadows on the Wall) es un relato de terror de la escritora norteamericana Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930), publicado originalmente en la edición de marzo de 1903 de la revista Everybody's Magazine, y desde entonces reeditado en numerosas antologías, entre ellas: El viento en el rosedal (The Wind in the Rose-Bush); ¿Quién llama? (Who Knocks?); Historias victorianas de fantasmas: una antología de Oxford (Victorian Ghost Stories: An Oxford Anthology); El libro del horror de H.P. Lovecraft (H.P. Lovecraft’s Book Of Horror) y El libro de Oxford de relatos victorianos de fantasmas (The Oxford Book of Victorian Ghost Stories).
Las sombras en la pared, uno de los mejores cuentos de Mary Wilkins Freeman, relata la historia de cuatro hermanos en la víspera del entierro del quinto, y la misteriosa aparición de una sombra en la pared con la silueta Edward, el hemano fallecido, que a pesar de mover todos los muebles y objetos de la habitación se rehúsa a desaparecer.
SPOILERS.
Si bien es un relato muy sencillo en cuanto en estructura y ejecución, hay muchas cosas sucediendo aquí. Muchas.
Las sombras en la pared nos sitúa después de dos eventos significativos: Henry Glynn y su hermano, Edward, tienen una fuerte discusión. Poco después, Edward fallece. En este contexto, Mary Wilkins Freeman abre el relato después de la muerte de Edward. Aquí conocemos a las tres hermanas restantes: Emma [la señora Brigham, la única hermana casada], Caroline y Rebecca, quienes están conmocionadas tanto por la discusión como por la muerte de su hermano. Mientras cada una se ocupa de sus asuntos en la misma habitación, sus dudas se van revelando en trazos de diálogo. Henry, al parecer, es conocido por su mal genio [cuando eran niños mató a la gata de la casa solo porque lo arañó]. Además, las mujeres hacen saber que Henry pudo haber sentido que Edward vivía en la casa a expensas de los demás. La discusión, entonces, estaba relacionada con esto. Henry pensaba que Edward debía irse, a lo que Edward respondió que se quedaría «mientras viviera, y también después, si así lo deseaba» [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]
Las sombras en la pared de Mary Wilkins Freeman se desarrolla en la víspera del funeral de Edward. Las tres hermanas Glynn están en la misma habitación [donde transcurre toda la historia], tratando de distraerse. Emma cose, Caroline escribe una carta, y Rebecca simplemente descansa en un sofá. Al anochecer, Emma pide que alguna prenda una lámpara. Después de una pequeña discusión [como si ninguna quisiera añadir una luz artificial], Rebecca coloca una lámpara sobre la mesa. Emma continúa tejiendo, examina su prenda y mira hacia la pared...
[«¿Qué es eso? Esa extraña sombra en la pared»]
Sin inmutarse, Caroline continúa escribiendo; Rebecca se acurruca en el sofá; y Emma se levanta para investigar más a fondo. A medida que se acerca a la sombra, vuelve a cuestionar su existencia. Caroline no tiene idea. Rebecca observa: «¡Ha estado allí todas las noches desde que murió!». Caroline está tranquila, Emma está horrorizada. La sombra se parece a Edward [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]
Rebecca es la primera en notar la horrorosa similitud de la sombra con su hermano muerto. Emma sugiere mover todo en la habitación para ver exactamente qué está proyectando la sombra. Sin embargo, Rebecca siente que sería una pérdida de tiempo. Ella ya sabía de la sombra y trató de reorganizar la habitación anteriormente, por supuesto, en vano. No es una sombra de nada en la habitación [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]
Caroline y Emma se muestran irritadas y temerosas [cada una a su modo], aunque insisten en que la sombra se debe a los muebles. Entonces Henry entra en la habitación e inmediatamente ve la sombra. Hace la pregunta obvia: «¿Qué es eso?» Emma enfatiza que debe provenir de algo en la habitación. Henry reacciona y mueve los muebles violentamente, volviéndose para ver el efecto sobre la sombra en la pared. Ni uno solo de sus contornos vacila. Rebecca está cerca del sofá, mirándolo atentamente, mientras Emma y Caroline se acurrucan juntas en un rincón. Henry camina por la habitación como un «animal enjaulado». El caos cesa cuando Henry se da cuenta de lo absurdo de su reacción. Es sólo una sombra, después de todo. Caroline, irónica, enfatiza su fracaso al buscar el origen de la sombra. Lo cierto es que nadie puede averiguar qué es. Henry responde: «Un hombre es un tonto si intenta dar cuenta de las sombras».
Días después del funeral de Edward, Henry anuncia que debe ir a la ciudad, al parecer, para una consulta médica con un colega. Esa noche, mientras las hermanas Glynn están reunidas en la habitación, cada una inmersa en sus asuntos, aparecen dos sombras en la pared: una de Edward, y otra de Henry. En un cierre un poco redundante, Mary Wilkins Freeman nos informa, a través de un telegrama, que Henry también ha muerto, aunque el lector realmente no necesitaba esta confirmación.
Las sombras en la pared de Mary Wilkins Freeman es una pequeña joya de la literatura gótica. El título [que habla de sombras en plural] ciertamente anuncia el final, pero sin que esto resulte incómodo, tal vez porque aquí tenemos un fantasma que no es un fantasma en el verdadero sentido. Lo único que sabemos es que después de una muerte aparece una sombra en la pared y no se puede encontrar nada que la proyecte, al menos nada físico.
Hay muchas cosas agitándose debajo de la superficie de Las sombras en la pared; entre ellas, las hermanas Glynn. Desde nuestra perspectiva en el tiempo [casi 120 años después de que el relato haya sido escrito] es fácil pasarlas por alto. Por ejemplo, Mary Wilkins Freeman hace una declaración de principios a través de las hermanas. Estas mujeres, dedicadas a pequeñas actividades domésticas y a elaborar teorías entre ellas, no son importantes en su mundo. Dependen económicamente de su hermano, Henry, a quien consideran secretamente como el asesino de Edward; por lo que no pueden confrontar directamente con él. En este contexto, la sombra en la pared lo hace por ellas.
Es importante entender que las mujeres no tenían derechos directos sobre los bienes heredados si tenían un hermano varón; básicamente el encargado de administrar esos bienes y hacer con ellos lo que le plazca. Por lo tanto, las tres hermanas Glynn no solo están atribuladas por la muerte de Edward, a quien querían sinceramente, sino porque ahora dependen de su otro hermano, Henry, cuyo temperamento, como mínimo, es inestable. Después de todo, Henry asesinó a Edward porque este quería vivir en la casa familiar, y acaso disputar sus bienes. Si fue capaz de despachar a su hermano, ¿qué le impediría hacer lo mismo con sus hermanas? Más aún, el final de la historia, con Henry también muerto, no resuelve nada para las hermanas Glynn, porque ahora solo sienten incertidumbre por su futuro. Otro varón en la familia, un tío, tal vez [sabemos que al funeral de Edward asistieron algunos familiares] podría encargarse de los bienes familiares y, literalmente, despojarlas de cualquier derecho moral [no legal] sobre ellos [ver: El Machismo en el Horror]
Ahora bien, Mary Wilkins Freeman nos dice que la única que sabe de la sombra con anterioridad es Rebecca, y que por eso busca excusas para no traer una lámpara a la habitación. Sin embargo, excepto Emma, el resto parece tener miedo de encender la lámpara cuando cae la noche, tal vez porque saben que aparecerá la sombra de Edward, y porque saben que Henry lo ha asesinado. El resto de la historia trata sobre cómo los hermanos se enfrentan a esta presencia sobrenatural [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]
Mary Wilkins Freeman prueba que no se necesitan cadenas que se arrastran ni gemidos malévolos para generar una atmósfera inquietante. Todo parece indicar que la sombra en la pared es una expresión exterior de la culpa, pero realmente no hay forma de saber qué está pasando. ¿Quién siente culpa? En principio, Henry, el asesino de Edward. Pero, entonces, ¿por qué también aparece la sombra de Henry? ¿Acaso las hermanas también se sienten culpables? ¿Acaso han tenido algo que ver con su muerte? [ver: ¿Quién es el asesino?]
Tampoco sabemos de qué murió Edward. ¿Estaba enfermo? [Edward tenía «terribles dolores de estómago» y Henry, quien además es médico, dice: «Estoy perfectamente seguro de la causa de su muerte». Sherlock Holmes suele decir que los médicos son los criminales más peligrosos] ¿La pelea con Henry empujó a Edward al límite o Henry lo envenenó por resentimiento? ¿Por qué Henry se fue a la ciudad? ¿Estaba consultando al doctor Mitford sobre una enfermedad o Henry se suicidó por la culpa? ¿El fantasma de Edward mató a Henry por venganza? Parece que ambos terminaron como sombras en la pared debido a la disposición del testamento: «que todos los niños deberían tener un hogar aquí».
Es muy interesante para mí que un relato tan simple pueda plantear tantas preguntas sin respuesta. Uno termina de leer la historia y queda satisfecho. Todo parece cerrar perfectamente. Solo después de una inspección más minucioso descubrimos que no sabemos nada sobre lo que realmente pasó. Si el fantasma de Edward se proyecta como una sombra [de culpa], ¿por qué la sombra de Henry también aparece en la pared después de su muerte? ¿No se desvanecería el fantasma de Edward, satisfecho al fin? ¿Tenía el fantasma de Edward el poder de subyugar el espíritu de Henry después de la muerte, obligándolo a permanecer como una sombra en la pared en lugar de encontrar la paz? Tal vez haya una batalla póstuma de voluntades, un concurso por la casa, que continúa después de la muerte de los hermanos. ¡Ah, Mary, nos has dejado demasiados interrogantes! [ver: ¿El asesino de «El corazón delator» era mujer?]
El diálogo en Las sombras en la pared [algo que no hemos logrado capturar en nuestra traducción] sugiere muy bien el dialecto rural sin usar errores ortográficos intencionales. Por otro lado, el estado de ánimo de los personajes se transmite mediante la observación detallada del tono de voz, el lenguaje corporal, etc., en lugar del narrador informando lo que los personajes están pensando. Esto debió ser realismo de vanguardia en ese momento, pero, irónicamente, ahora parece bastante teatral. Más allá de esto, debió ser impactante en 1903 que los estados psicológicos de los cuatro hermanos [una especie de pavor apagado y en constante aumento] sean insinuados con tanta eficacia empleando unos pocos trazos de narración y diálogo. Mary Wilkins Freeman claramente sabía lo que hacía.
Es una pena que Mary Wilkins Freeman no le haya dado más protagonismo al espacio físico. Tuve la impresión de que los muebles en la habitación flotaban en el vacío hasta la introducción de la lámpara, la cual nos permite descubrir algún detalle del lugar; pero, incluso entonces, nunca obtenemos mucho sobre la arquitectura o las circunstancias físicas. Después de todo, los fantasmas necesitan un lugar para hacer su trabajo, un contexto [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]. M.R. James fue un escritor exclente en este sentido, y casi todos los maestros del género son competentes en esto, pero Mary Wilkins Freeman parece desechar intencionalmente cualquier referencia al contexto físico-espacial. Todo pasa por los personajes en Las sombras de la pared, y funciona muy bien, tanto es así que uno está dispuesto a ignorar que la autora [tal vez] haya sido demasiado sutil sobre horrores que presenta, demasiado lejos en la zona de la sugerencia con respecto a la naturaleza de las sombras [ver: El ABC de las historias de fantasmas]
Para finalizar, vale la pena mencionar que Rod Serling adaptó Las sombras en la pared de Mary Wilkins Freeman para la serie Night Gallery [T1E3].
Las sombras en la pared.
The Shadows on the Wall, Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)
—Henry tuvo unas palabras con Edward en el estudio la noche antes de que este muriera —dijo Caroline Glynn.
Era una mujer mayor, alta y muy delgada, con un rostro duro e incoloro. No habló con acritud, sino con grave severidad. Rebecca Ann Glynn, más joven, más robusta y de rostro sonrosado entre sus ondulantes mechones de cabello gris, jadeó, a modo de asentimiento.
Se sentó con su amplio volado de seda negra en la esquina del sofá y miró aterrorizada a sus hermanas, Caroline y la señora Stephen Brigham, que había sido Emma Glynn, la única belleza de la familia. Todavía era hermosa, con una belleza grande, espléndida y en toda regla. Llenó una gran mecedora con su soberbia mole de feminidad y se balanceó suavemente de un lado a otro, sus sedas negras susurrando y sus volantes negros revoloteando.
Incluso el impacto de la muerte (porque su hermano Edward yacía muerto en la casa) no pudo perturbar la serenidad exterior de su comportamiento. Estaba apenada por la pérdida de su hermano: él había sido el más joven y ella lo quería mucho, pero Emma Brigham nunca había perdido de vista su propia importancia en medio de las aguas de la tribulación. Siempre estuvo despierta a la conciencia de su propia estabilidad en medio de las vicisitudes y al esplendor de su porte permanente.
Pero incluso su expresión de magistral placidez cambió ante el anuncio de su hermana Caroline y el jadeo de terror y angustia de su hermana Rebecca Ann en respuesta.
—Creo que Henry podría haber controlado su temperamento, cuando el pobre Edward estaba tan cerca de su fin —dijo ella con una aspereza que perturbó ligeramente las curvas rosadas de su hermosa boca—. Por supuesto que él no lo SABÍA —murmuró Rebecca Ann en un tono débil, extrañamente fuera de lugar con su apariencia.
—Por supuesto que él no lo sabía —dijo Caroline rápidamente. Se volvió hacia su hermana con una extraña mirada aguda de sospecha—. ¿Cómo podría haberlo sabido? —dijo—. Luego se encogió como ante la posible respuesta del otro—. Por supuesto que tú y yo sabemos que no podría saberlo —agregó de manera concluyente, pero su rostro estaba más pálido que antes.
Rebecca jadeó de nuevo. La hermana casada, la señora Emma Brigham, estaba ahora sentada con la espalda recta en su silla; había dejado de mecerse y las miraba fijamente a ambas con una súbita acentuación de la semejanza familiar en su rostro.
—¿Qué quieres decir? —dijo.
Entonces ella también pareció encogerse ante una posible respuesta. Incluso soltó una especie de risa evasiva.
—Supongo que no quieres decir nada —dijo, pero su rostro aún mostraba una expresión de horror encogido.
—Nadie quiere decir nada —dijo Caroline con firmeza.
Se levantó y cruzó la habitación hacia la puerta con sombría decisión.
—¿Adónde vas? —preguntó la señora Brigham.
—Tengo algo que hacer —respondió Caroline, y las demás supieron de inmediato por su tono que tenía un solemne y triste deber que cumplir en la cámara de la muerte.
—Oh —dijo la señora Brigham.
Después de que la puerta se cerró detrás de Caroline, la señora Brigham se volvió hacia Rebecca.
—¿Henry cambió muchas palabras con él? —preguntó.
—Estaban hablando muy alto —respondió Rebecca evasivamente.
La señora Brigham la miró. No había vuelto a mecerse. Todavía se sentaba erguida con un ligero contraste de intensidad en su frente clara, entre las bonitas curvas ondulantes de su cabello castaño rojizo.
—¿Escuchaste algo? —preguntó en voz baja, mirando hacia la puerta.
—Estaba al otro lado del pasillo en el salón sur, y esa puerta estaba abierta entreabierta —respondió Rebecca con un ligero rubor.
—Entonces debes haber escuchado todo.
—No pude evitarlo.
—¿Todo?
—La mayor parte.
—¿De qué hablaron?
—La vieja historia.
—Supongo que Henry estaba enojado, como siempre, porque Edward estaba viviendo aquí gratis, cuando había desperdiciado todo el dinero que le dejó su padre.
Rebecca asintió con una mirada temerosa hacia la puerta.
Cuando Emma volvió a hablar, su voz era aún más baja.
—Sé cómo se sentía —dijo ella—. Él siempre había sido muy prudente y trabajaba duro en su profesión, y allí Edward nunca había hecho nada más que gastar. Debe haberle parecido que Edward vivía a sus expensas, pero no lo hacía.
—No, no lo hacía.
—Fue la forma en que el padre dejó la propiedad, que todos sus hijos deberían tener un hogar aquí. Dejó suficiente dinero incluso si todos hubiéramos regresado a casa.
—Sí.
—Y Edward tenía un derecho aquí de acuerdo con los términos del testamento de mi padre, y Henry debería haberlo recordado.
—Sí, debería.
—¿Dijo cosas duras?
—Varias, por lo que escuché.
—¿Qué?
—Escuché que le dijo a Edward que no tenía nada que hacer aquí y que pensaba que era mejor que se fuera.
—¿Qué dijo Edward?
—Que se quedaría aquí mientras viviera y también después, si así lo deseaba, y que le gustaría que Henry lo sacara; y luego...
—¿Qué?
—Entonces se rió.
—¿Qué más?
—No lo escuché decir nada, pero…
—¿Pero qué?
—Lo vi cuando salió de esta habitación.
—¿Parecía enojado?
—Lo has visto cuando se pone así.
Emma asintió; la expresión de horror en su rostro se había profundizado.
—¿Recuerdas esa vez que mató a la gata porque lo había arañado?
—Sí. ¡No me lo recuerdes!
Entonces Caroline volvió a entrar en la habitación. Se acercó a la estufa en la que ardía un fuego de leña —era un frío y tétrico día de otoño— y se calentó las manos, enrojecidas por los recientes lavados con agua fría.
La señora Brigham la miró y vaciló. Miró hacia la puerta, que aún estaba entreabierta, ya que no se cerraba fácilmente, y aún estaba hinchada por el clima húmedo del verano. Se levantó y la empujó con un ruido sordo que sacudió la casa. Rebecca se sobresaltó dolorosamente con una media exclamación. Caroline la miró con desaprobación.
—Es hora de que controles tus nervios, Rebecca —dijo.
—No puedo evitarlo —respondió Rebecca con casi un gemido—. Estoy nerviosa. Hay suficiente para ponerme así, el Señor lo sabe.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Caroline con su antiguo aire de aguda sospecha.
Rebeca se encogió.
—Nada —dijo ella.
—Entonces no sigas hablando de esa manera.
Emma, volviendo de la puerta cerrada, dijo imperiosamente que había que arreglarla.
—Se dilatará lo suficiente después de que hayamos tenido el fuego unos días —respondió Caroline—. Si se le hace algo, habrá una grieta en el alféizar.
—Creo que Henry debería avergonzarse de sí mismo por hablar como lo hizo con Edward —dijo abruptamente la señora Brigham, pero con una voz casi inaudible.
—¡Cállate! —dijo Caroline, con una mirada de verdadero miedo a la puerta cerrada.
—Nadie puede oír con la puerta cerrada.
—Debe de haberla oído cerrarse y...
—Bueno, puedo decir lo que quiera antes de que baje, y no le tengo miedo.
—¡No sé quién le tiene miedo! ¿Qué razón hay para que alguien tenga miedo de Henry? —preguntó Caroline.
La señora Brigham tembló ante la mirada de su hermana. Rebecca jadeó de nuevo.
—No hay ninguna razón, por supuesto. ¿Por qué debería haberla?
—Yo no hablaría así. Alguien podría oírte. Miranda Joy está en el salón del sur, cosiendo, ¿sabes?
—Pensé que había subido a coser en la máquina.
—Lo hizo, pero ha bajado de nuevo.
—Bueno, ella no puede oír.
—Vuelvo a decir que creo que Henry debería avergonzarse de sí mismo. No creo que lo supere nunca, teniendo unas palabras con el pobre Edward la misma noche antes de morir. Edward tenía bastante mejor disposición que Henry, a pesar de sus defectos. Siempre pensé mucho en el pobre Edward.
La señora Brigham se pasó un gran pañuelo por los ojos; Rebecca sollozó abiertamente.
—Rebecca —dijo Caroline en tono de amonestación, manteniendo la boca rígida y tragando con determinación.
—Nunca lo escuché decir una palabra de más, salvo lo que habló con Henry esa noche, al menos por lo que dice Rebecca —dijo Emma.
—No dijo nada con enojo, sino con un tono algo suave, dulce e irritante —sollozó Rebecca.
—Él nunca levantó la voz —dijo Caroline—; pero se salió con la suya.
—Tenía derecho a hacerlo en este caso.
—Sí, lo tenía.
—Tenía tanto derecho como Henry —sollozó Rebecca—, y ahora se ha ido, y nunca volverá a estar en esta casa que el pobre padre le dejó a él y al resto de nosotros.
—¿Qué crees realmente que afligió a Edward? —preguntó Emma en poco más que un susurro. No miró a su hermana.
Caroline se sentó en un sillón cercano y agarró los brazos convulsivamente hasta que sus delgados nudillos palidecieron.
—Ya te lo dije —dijo.
Rebecca se tapó la boca con el pañuelo y los miró por encima con ojos aterrados y llorosos.
—Sé que dijiste que tenía terribles dolores en el estómago y que tenía espasmos, pero, ¿qué crees que hizo que los tuviera?
—Henry lo llamó «problema gástrico». Sabes que Edward siempre ha tenido dispepsia.
La señora Brigham vaciló un momento.
—¿Se habló de un... examen?
Entonces Caroline se volvió hacia ella con fiereza.
—No —dijo ella con una voz terrible—. No.
Las almas de las tres hermanas parecían encontrarse en un terreno común de entendimiento aterrorizado a través de sus ojos. Se oyó traquetear el anticuado pestillo de la puerta, y un empujón desde fuera hizo que la puerta se sacudiera inútilmente.
—Es Henry —Rebecca suspiró en lugar de susurrar.
La señora Brigham se acomodó de nuevo en su mecedora, y se balanceaba adelante y atrás con la cabeza cómodamente apoyada, cuando la puerta por fin cedió y entró Henry Glynn. Dirigió una mirada encubiertamente aguda y comprensiva a la señora Brigham; a Rebecca, tranquilamente acurrucada en la esquina del sofá con el pañuelo en la cara, mostrando una pequeña oreja enrojecida, tan atenta como la de un perro; y otra a Caroline, sentada con una compostura forzada en su sillón junto a la estufa. Ella lo miró a los ojos con firmeza, con una mirada de miedo inescrutable y desafío.
Henry Glynn se parecía más a esta hermana que a las demás. Ambos tenían la misma delicadeza de forma y facciones, ambos eran altos y casi demacrados, ambos tenían una escasa mata de cabello rubio grisáceo muy atrás de frentes altas e intelectuales, ambos tenían una aquilinidad de rasgos casi noble. Se enfrentaban con la implacable inmovilidad de dos estatuas en cuyos rasgos de mármol las emociones estaban fijadas para toda la eternidad.
Entonces Henry Glynn sonrió y la sonrisa transformó su rostro. Parecía repentinamente años más joven, y una imprudencia e irresolución casi infantiles aparecieron en su rostro. Se arrojó en una silla con un gesto desconcertante, por su incongruencia, con su apariencia general. Inclinó la cabeza hacia atrás, pasó una pierna sobre la otra y miró riendo a la señora Brigham.
—Declaro, Emma, que estás más joven cada año —dijo.
Ella se sonrojó un poco y su plácida boca se ensanchó en las comisuras. Era susceptible a los elogios.
—Nuestros pensamientos de hoy deberían dirigirse a uno de nosotros que NUNCA envejecerá —dijo Caroline con voz dura.
Henry la miró, todavía sonriendo.
—Por supuesto, ninguno de nosotros olvida eso —dijo con una voz profunda y suave—, pero tenemos que hablar con los vivos, Caroline, y no he visto a Emma en mucho tiempo. Los vivos son tan querido como los muertos.
—No para mí —dijo Caroline.
Se levantó y salió bruscamente de la habitación. Rebecca también se levantó y corrió tras ella, sollozando en voz alta.
Henry los miró lentamente.
—Caroline está completamente trastornada —dijo.
La señora Brigham se meció. Una confianza en él, inspirada por sus modales, se estaba apoderando de ella. A partir de esa confianza, habló con bastante naturalidad.
—Su muerte fue muy repentina —dijo ella.
Los párpados de Henry temblaron levemente pero su mirada era inquebrantable.
—Sí —dijo—. Fue muy repentino. Estuvo enfermo solo unas pocas horas.
—¿Cómo llamaste eso que tenía?
—Un problema gástrico.
—¿No pensaste en hacerle un examen?
—No había necesidad. Estoy perfectamente seguro de la causa de su muerte.
De repente, la señora Brigham sintió un escalofrío como de algún horror vivo sobre su alma. Su carne temblaba de frío ante una inflexión de su voz. Ella se levantó, tambaleándose sobre sus débiles rodillas.
—¿Adónde vas? —preguntó Henry con una voz extraña y sin aliento.
La señora Brigham dijo algo incoherente sobre una costura que tenía que hacer, algo negro para el funeral, y salió de la habitación. Subió a la cámara delantera que ocupaba. Caroline estaba allí. Se acercó a ella y le tomó las manos, y las dos hermanas se miraron.
—¡No hables, no, no lo permitiré! —dijo Caroline en un horrible susurro.
—No lo haré —respondió Emma.
Esa tarde las tres hermanas estaban en el estudio, la gran sala delantera en la planta baja al otro lado del pasillo del salón sur, cuando se hizo más oscuro.
La señora Brigham estaba haciendo dobladillos en un material negro. Se sentó cerca de la ventana oeste para la luz menguante. Por fin dejó su trabajo en su regazo.
—No sirve de nada, no puedo ver para coser otra puntada hasta que tengamos una luz —dijo ella.
Caroline, que estaba escribiendo algunas cartas en la mesa, se volvió hacia Rebecca, en su lugar habitual en el sofá.
—Rebecca, será mejor que consigas una lámpara —dijo.
Rebecca se sobresaltó; incluso en la oscuridad su rostro mostraba su agitación.
—No me parece que necesitemos una lámpara todavía —dijo con una voz lastimera y suplicante como la de un niño.
—Sí, la necesitamos —respondió la señora Brigham perentoriamente—. Necesitamos una luz. Debo terminar esto esta noche o no podré ir al funeral, y no puedo ver para coser otra puntada.
—Caroline puede ver para escribir cartas y está más lejos de la ventana que tú —dijo Rebecca.
—¿Estás tratando de ahorrar queroseno o eres perezosa, Rebecca Glynn? —exclamó la señora Brigham—. Puedo ir a buscar la luz yo misma, pero tengo todo este trabajo en mi regazo.
La pluma de Caroline dejó de rascar el papel.
—Rebecca, debemos tener algo de luz —dijo.
—No lo sé —dijo Rebecca débilmente.
—Por supuesto, ‘por qué no? —exclamó Caroline con severidad.
—Estoy segura de que no quiero llevar mi costura a la otra habitación, cuando todo esté limpio para mañana —dijo la señora Brigham.
—Nunca escuché tanto alboroto sobre encender una lámpara.
Rebecca se levantó y salió de la habitación. Entró con una lámpara, una grande con pantalla de porcelana blanca. La puso sobre una mesa, una mesa de juego anticuada que estaba colocada contra la pared opuesta a la ventana. Esa pared estaba libre de estanterías y libros, que estaban solo en tres lados de la habitación. Esa pared opuesta estaba ocupada por tres puertas y un pequeño espacio ocupado por la mesa. Encima de la mesa, sobre el papel tapiz pasado de moda, de un brillo satinado blanco, atravesado por un pergamino verde indeterminado, colgaba bastante alto una pequeña miniatura de marfil dorado y marco negro tomada en su niñez de la madre de la familia. Cuando la lámpara se colocó sobre la mesa debajo de ella, la bonita carita pintada en el marfil pareció brillar con una mirada de inteligencia.
—¿Para qué has puesto esa lámpara allí? —preguntó la señora Brigham, con más impaciencia de lo que su voz solía revelar—. ¿Por qué no la pusiste en el pasillo? Ni Caroline ni yo podemos ver si está en esa mesa.
—Pensé que tal vez te cambiarías de lugar —respondió Rebecca con voz ronca.
—Si me muevo, no podremos sentarnos las dos en esa mesa. Caroline tiene su papel desparramado. ¿Por qué no pones la lámpara en la mesa en el medio de la habitación, así las dos podemos ver?
Rebeca vaciló.
Su cara estaba muy pálida. Miró a su hermana Caroline con una súplica bastante angustiosa.
—¿Por qué no pones la lámpara en esta mesa, como ella dice? —preguntó Caroline, casi con fiereza—. ¿Por qué actúas así, Rebecca?
—No está actuando como ella misma en absoluto —dijo la señora Brigham.
Rebecca tomó la lámpara y la colocó sobre la mesa en el medio de la habitación sin decir una palabra más. Luego le dio la espalda rápidamente y se sentó en el sofá. Se llevó una mano a los ojos como para protegerlos, y permaneció así.
—¿La luz lastima tus ojos, y es esa la razón por la que no querías la lámpara? —preguntó amablemente la señora Brigham.
—Siempre me gustó sentarme en la oscuridad —respondió Rebecca con voz ahogada.
Luego se apresuró a sacar su pañuelo del bolsillo y se echó a llorar. Caroline siguió escribiendo, la señora Brigham, cosiendo.
De repente, la señora Brigham, mientras cosía, miró hacia la pared opuesta. La mirada se convirtió en una mirada fija. Miró atentamente su trabajo suspendido en sus manos. Luego volvió a apartar la mirada y dio unos cuantos puntos más, luego volvió a mirar y volvió a su tarea. Por fin dejó su trabajo en su regazo y miró fijamente. Miró desde la pared que rodeaba la habitación, tomando nota de los diversos objetos; miró la pared larga e intensamente. Luego se volvió hacia sus hermanas.
—¿Qué es eso?
—¿Qué cosa? —preguntó Caroline con dureza; su pluma rasguñó ruidosamente el papel.
Rebecca dio uno de sus jadeos convulsivos.
—Esa extraña sombra en la pared —respondió la señora Brigham.
Rebecca se sentó con el rostro oculto.
Caroline mojó la pluma en el tintero.
—¿Por qué no te das la vuelta y miras? —preguntó la señora Brigham de una manera sorprendida y algo afligida.
—Tengo prisa por terminar esta carta, si queremos que la señora Wilson Ebbit se entere a tiempo para venir al funeral —respondió Caroline brevemente.
La señora Brigham se levantó y su tejido se deslizó por el suelo. Comenzó a caminar por la habitación, moviendo varios muebles, con los ojos en la sombra.
Entonces, de repente, gritó:
—¡Miren esta horrible sombra! ¿Qué es? ¡Caroline, mira, mira! ¡Rebeca, mira! ¿QUÉ ES?
Toda la placidez triunfante de la señora Brigham se había esfumado. Su hermoso rostro estaba lívido de horror. Se quedó de pie, rígida, señalando la sombra.
—¡Miren! —dijo, señalándola con el dedo—. ¡Miren! ¿Qué es?
Entonces Rebecca estalló en un gemido salvaje después de una mirada estremecedora a la pared:
—¡Oh, Caroline, ahí está otra vez! ¡Ahí está otra vez!
—¡Caroline Glynn! —dijo la señora Brigham—. ¡Mira! ¿Qué es esa sombra espantosa?
Caroline se levantó, se dio la vuelta y se quedó frente a la pared.
—¿Cómo debería saberlo? —dijo.
—Ha estado allí todas las noches desde que murió —exclamó Rebecca.
—¿Cada noche?
—Sí. Murió el jueves y hoy es sábado. Tres noches —dijo Caroline con rigidez.
Se quedó como si se mantuviera en calma con un tornillo de voluntad concentrada.
—Parece… parece… —tartamudeó la señora Brigham en un tono de intenso horror.
—Sé bien lo que parece —dijo Caroline—. No soy ciega.
—Se parece a Edward —estalló Rebecca en una especie de frenesí de miedo—. Solo que…
—Sí—asintió la señora Brigham, cuyo tono de horror coincidía con el de su hermana—, sólo que... ¡Oh, es horrible! ¿Qué pasa, Caroline?
—Te pregunto de nuevo, ¿cómo podría saberlo? —respondió Caroline—. Lo veo allí como tú. ¿Cómo debería saber más que tú?
—DEBE ser algo en la habitación —dijo la señora Brigham, mirando alrededor como una loca.
—Movimos todo lo que había en la habitación la primera noche que apareció la sombra —dijo Rebecca—; no es nada en la habitación.
Caroline se volvió hacia ella con una especie de furia.
—Por supuesto que es algo en la habitación —dijo—. ¿A qué te refieres? Por supuesto que es algo en la habitación.
—Por supuesto que lo es —asintió la señora Brigham, mirando a Caroline con recelo—. Por supuesto que debe ser algo en la habitación. Es solo una coincidencia. Simplemente sucede así. Tal vez sea ese pliegue de la cortina de la ventana lo que lo hace. Debe ser algo en la habitación.
—No es nada en la habitación —repitió Rebecca con obstinado horror.
La puerta se abrió de repente y entró Henry Glynn.
Empezó a hablar, luego sus ojos siguieron la dirección de las demás. Se quedó inmóvil mirando la sombra en la pared. Era de tamaño natural y se extendía sobre el paralelogramo blanco de una puerta, la mitad del espacio de la pared en el que colgaba el cuadro.
—¿Qué es eso? —demandó con una voz extraña.
—Debe ser debido a algo en la habitación —dijo la señora Brigham débilmente.
—No se debe a nada que haya en la habitación —repitió Rebecca con la estridente insistencia del terror.
—Cómo actúas, Rebecca Glynn —dijo Caroline.
Henry Glynn se levantó y miró un momento más. Su rostro mostraba una gama de emociones: horror, convicción y luego furiosa incredulidad. De repente empezó a correr de aquí para allá por la habitación. Movió los muebles con feroces sacudidas, volviéndose siempre para ver el efecto sobre la sombra en la pared. Ni una línea de sus terribles contornos vaciló.
—¡Debe ser algo en la habitación! —declaró con una voz que pareció romperse como un latigazo.
Su rostro cambió.
El secreto más íntimo de su naturaleza parecía evidente hasta que casi se perdió de vista su fisonomía. Rebecca estaba cerca de su sofá, mirándolo con ojos tristes y fascinados. La señora Brigham apretó la mano de Caroline. Ambas estaban paradas en una esquina fuera de su camino. Por unos instantes, anduvo furioso por la habitación como un animal enjaulado. Movió cada mueble; cuando el movimiento de una pieza no afectaba a la sombra, la arrojaba al suelo, mientras las hermanas miraban.
Entonces, de repente, desistió.
Se rió y comenzó a enderezar los muebles que había tirado.
—Qué absurdo —dijo fácilmente—. Tanto alboroto por una sombra.
—Así es —asintió la señora Brigham, con una voz asustada que trató de hacer parecer natural.
Mientras hablaba levantó una silla cerca de ella.
—Creo que has roto la silla que tanto le gustaba a Edward —dijo Caroline.
El terror y la ira luchaban por expresarse en su rostro. Su boca estaba apretada, sus ojos encogiéndose. Henry levantó la silla con una muestra de ansiedad.
—Tan buena como siempre —dijo amablemente.
Se rió de nuevo, mirando a sus hermanas.
—¿Te asuste? Creo que a esta altura estás acostumbrada. Conoces mi manera de querer saltar al fondo de un misterio, y esa sombra se ve extraña. Pensé que si había alguna forma de explicarla, la encontraría sin demora.
—No parece que lo hayas logrado —observó Caroline con sequedad, con una ligera mirada a la pared.
Los ojos de Henry siguieron los de ella y se estremeció perceptiblemente.
—Oh, sombras —dijo, y se rió de nuevo—. Un hombre es un tonto si trata de dar cuenta de las sombras.
Entonces sonó la campana de la cena y todos abandonaron la habitación, pero Henry se mantuvo de espaldas a la pared, al igual que las demás.
La señora Brigham se apretó contra Caroline mientras cruzaba el pasillo.
—¡Parecía un demonio! —respiró en su oído.
Henry abrió el paso con un movimiento de alerta; Rebecca cerraba la marcha; apenas podía caminar, le temblaban las rodillas.
—No puedo volver a sentarme en esa habitación esta noche —le susurró a Caroline después de la cena.
—Muy bien, nos sentaremos en la sala sur —respondió Caroline—. No está tan húmedo como el estudio y estoy resfriada.
Así que todos se sentaron en la habitación sur con su costura. Henry leyó el periódico, su silla se acercó a la lámpara de la mesa. Hacia las nueve se levantó bruscamente y cruzó el vestíbulo hasta el estudio. Las tres hermanas se miraron. La señora Brigham se levantó, dobló sus faldas y comenzó a caminar de puntillas hacia la puerta.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Rebecca agitadamente.
—Voy a ver de qué se trata —respondió la señora Brigham con cautela.
Señaló, mientras hablaba, a la puerta del estudio al otro lado del pasillo; estaba entreabierta. Henry se había esforzado por cerrarla detrás de él, pero de alguna manera se había hinchado más allá del límite con una velocidad curiosa. Todavía estaba entreabierta y un rayo de luz se veía de arriba a abajo. La lámpara del pasillo no estaba encendida.
—Será mejor que te quedes donde estás —dijo Caroline con cautelosa agudeza.
—Voy a ver —repitió la señora Brigham con firmeza.
Luego dobló sus faldas con tanta fuerza que su cuerpo abultado quedó al descubierto en una funda de seda negra, y cruzó el pasillo con un lento tambaleo hacia la puerta del estudio. Se quedó allí, con un ojo en la grieta.
En la habitación sur, Rebecca dejó de coser y se quedó mirando con los ojos dilatados. Caroline cosía constantemente. Lo que vio la señora Brigham, de pie junto a la rendija de la puerta del estudio, fue esto:
Henry Glynn, razonando evidentemente que la fuente de la extraña sombra debía estar entre la mesa sobre la que estaba la lámpara y la pared, estaba haciendo pases y estocadas sistemáticas por todo el espacio intermedio con una vieja espada que había pertenecido a su padre. No quedó ni un centímetro sin perforar. Parecía haber dividido el espacio en secciones matemáticas. Blandió la espada con una especie de furia fría y calculadora; la hoja emitió destellos de luz, la sombra permaneció inmóvil. La señora Brigham, que miraba, se quedó helada de horror.
Finalmente, Henry cesó y se quedó con la espada en la mano y se levantó como si fuera a golpear, observando amenazadoramente la sombra en la pared. La señora Brigham cruzó el pasillo tambaleándose y cerró la puerta de la habitación sur detrás de ella antes de relatar lo que había visto.
—¡Parecía un demonio! —dijo de nuevo—. ¿Tienes algo de ese vino añejo en la casa, Caroline? No siento que pueda soportar mucho más.
De hecho, parecía superada. Su hermoso rostro plácido estaba desgastado, tenso y pálido.
—Sí, hay mucho —dijo Caroline—. Puedes tomar un poco cuando te vayas a la cama.
—Creo que será mejor que todos tomemos un poco —dijo la señora Brigham—. Oh, Dios mío, Caroline, ¿qué…
—No preguntes y no hables —dijo Caroline.
—No, no voy a hacerlo —respondió la señora Brigham—; pero…
Rebecca gimió en voz alta.
—¿Por qué estás haciendo eso? —preguntó Caroline con dureza.
—Pobre Edward —respondió Rebecca.
—Eso es todo por lo que tienes que gemir —dijo Caroline—. No hay nada más.
—Me voy a la cama —dijo la señora Brigham—. No podré estar en el funeral si no lo hago.
Pronto las tres hermanas fueron a sus aposentos y el salón del sur quedó desierto. Caroline llamó a Henry en el estudio para que apagara la luz antes de que subiera. Hacía una hora que se habían ido cuando él entró en la habitación trayendo la lámpara que había estado en el estudio. La dejó sobre la mesa y esperó unos minutos, paseándose arriba y abajo. Su rostro era terrible, su tez clara se mostraba lívida; sus ojos azules parecían espacios en blanco con horribles reflejos.
Luego tomó la lámpara y volvió a la biblioteca. Dejó la lámpara sobre la mesa del centro y la sombra se proyectó en la pared. De nuevo estudió los muebles y los movió, pero deliberadamente, sin su antiguo frenesí. Nada afectó a la sombra. Luego regresó a la habitación sur con la lámpara y nuevamente esperó. De nuevo volvió al estudio y colocó la lámpara sobre la mesa, y la sombra se proyectó sobre la pared. Era medianoche cuando subió las escaleras. La señora Brigham y las otras hermanas, que no podían dormir, lo escucharon.
Al día siguiente fue el funeral.
Esa noche la familia se sentó en la sala sur. Algunos familiares estaban con ellos. Nadie entró en el estudio hasta que Henry llevó una lámpara después de que los demás se retiraron a dormir. Volvió a ver la sombra en la pared saltar a una vida espantosa ante la luz.
A la mañana siguiente, en el desayuno, Henry Glynn anunció que tenía que ir a la ciudad por tres días. Las hermanas lo miraron con sorpresa. Rara vez salía de casa, y justo ahora su práctica había sido abandonada a causa de la muerte de Edward. Él era médico.
—¿Cómo puedes dejar a tus pacientes ahora? —preguntó la señora Brigham con asombro.
—No sé cómo hacerlo, pero no hay otra manera —respondió Henry fácilmente—. He recibido un telegrama del doctor Mitford.
—¿Una consulta? —preguntó la señora Brigham.
—En efecto —respondió Henry.
El doctor Mitford era un antiguo compañero suyo que vivía en una ciudad vecina y que de vez en cuando lo visitaba en caso de consulta.
Después de que se hubo ido, la señora Brigham le dijo a Caroline que, después de todo, Henry no había dicho previamente que tenía una consulta con el doctor Mitford, y que eso le parecía muy extraño.
—Todo es muy extraño —dijo Rebecca con un escalofrío.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Caroline bruscamente.
—Nada —respondió Rebeca.
Nadie entró en la biblioteca ese día, ni el siguiente, ni el siguiente. Al tercer día se esperaba a Henry en casa, pero no llegó en el último tren de la ciudad.
—Una consulta bastante larga —dijo la señora Brigham—. La idea de que un médico deje a sus pacientes por tres días es extraño, sobre todo en un momento como este, y sé que tiene algunos muy enfermos. ¿Una consulta que dura tres días? No tiene sentido. No lo entiendo, por mi parte.
—Yo tampoco —dijo Rebecca.
Estaban todos en el salón sur. No había luz en el estudio de enfrente y la puerta estaba entreabierta.
Al cabo de un rato, la señora Brigham se levantó; no podría haber dicho por qué; algo parecía impulsarla, alguna voluntad ajena. Salió de la habitación, envolviéndose de nuevo con sus susurrantes faldas para poder pasar sin hacer ruido, y empezó a empujar la puerta hinchada del estudio.
—Ella no tiene ninguna lámpara —dijo Rebecca con voz temblorosa.
Caroline, que estaba escribiendo cartas, se levantó de nuevo, tomó una lámpara (había dos en la habitación) y siguió a su hermana. Rebecca se había levantado, pero se quedó temblando, sin atreverse a seguirla.
Sonó el timbre, pero las demás no lo oyeron; estaba en la puerta sur al otro lado de la casa desde el estudio. Rebecca, después de vacilar hasta que sonó el timbre por segunda vez, se dirigió a la puerta; recordó que el sirviente estaba fuera.
Caroline y su hermana Emma entraron al estudio. Caroline dejó la lámpara sobre la mesa. Miraron la pared.
—Oh, Dios mío —jadeó la señora Brigham—, hay… hay DOS sombras.
Las hermanas se quedaron abrazadas, mirando las cosas horribles en la pared. Luego entró Rebecca, tambaleándose, con un papel en la mano.
—Aquí está... un telegrama —jadeó—. Henry está... muerto.
Relatos góticos. I Relatos de Mary E. Wilkins Freeman.
Más literatura gótica:
Es muy interesante para mí que un relato tan simple pueda plantear tantas preguntas sin respuesta. Uno termina de leer la historia y queda satisfecho. Todo parece cerrar perfectamente. Solo después de una inspección más minucioso descubrimos que no sabemos nada sobre lo que realmente pasó. Si el fantasma de Edward se proyecta como una sombra [de culpa], ¿por qué la sombra de Henry también aparece en la pared después de su muerte? ¿No se desvanecería el fantasma de Edward, satisfecho al fin? ¿Tenía el fantasma de Edward el poder de subyugar el espíritu de Henry después de la muerte, obligándolo a permanecer como una sombra en la pared en lugar de encontrar la paz? Tal vez haya una batalla póstuma de voluntades, un concurso por la casa, que continúa después de la muerte de los hermanos. ¡Ah, Mary, nos has dejado demasiados interrogantes! [ver: ¿El asesino de «El corazón delator» era mujer?]
El diálogo en Las sombras en la pared [algo que no hemos logrado capturar en nuestra traducción] sugiere muy bien el dialecto rural sin usar errores ortográficos intencionales. Por otro lado, el estado de ánimo de los personajes se transmite mediante la observación detallada del tono de voz, el lenguaje corporal, etc., en lugar del narrador informando lo que los personajes están pensando. Esto debió ser realismo de vanguardia en ese momento, pero, irónicamente, ahora parece bastante teatral. Más allá de esto, debió ser impactante en 1903 que los estados psicológicos de los cuatro hermanos [una especie de pavor apagado y en constante aumento] sean insinuados con tanta eficacia empleando unos pocos trazos de narración y diálogo. Mary Wilkins Freeman claramente sabía lo que hacía.
Es una pena que Mary Wilkins Freeman no le haya dado más protagonismo al espacio físico. Tuve la impresión de que los muebles en la habitación flotaban en el vacío hasta la introducción de la lámpara, la cual nos permite descubrir algún detalle del lugar; pero, incluso entonces, nunca obtenemos mucho sobre la arquitectura o las circunstancias físicas. Después de todo, los fantasmas necesitan un lugar para hacer su trabajo, un contexto [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]. M.R. James fue un escritor exclente en este sentido, y casi todos los maestros del género son competentes en esto, pero Mary Wilkins Freeman parece desechar intencionalmente cualquier referencia al contexto físico-espacial. Todo pasa por los personajes en Las sombras de la pared, y funciona muy bien, tanto es así que uno está dispuesto a ignorar que la autora [tal vez] haya sido demasiado sutil sobre horrores que presenta, demasiado lejos en la zona de la sugerencia con respecto a la naturaleza de las sombras [ver: El ABC de las historias de fantasmas]
Para finalizar, vale la pena mencionar que Rod Serling adaptó Las sombras en la pared de Mary Wilkins Freeman para la serie Night Gallery [T1E3].
Las sombras en la pared.
The Shadows on the Wall, Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
—Henry tuvo unas palabras con Edward en el estudio la noche antes de que este muriera —dijo Caroline Glynn.
Era una mujer mayor, alta y muy delgada, con un rostro duro e incoloro. No habló con acritud, sino con grave severidad. Rebecca Ann Glynn, más joven, más robusta y de rostro sonrosado entre sus ondulantes mechones de cabello gris, jadeó, a modo de asentimiento.
Se sentó con su amplio volado de seda negra en la esquina del sofá y miró aterrorizada a sus hermanas, Caroline y la señora Stephen Brigham, que había sido Emma Glynn, la única belleza de la familia. Todavía era hermosa, con una belleza grande, espléndida y en toda regla. Llenó una gran mecedora con su soberbia mole de feminidad y se balanceó suavemente de un lado a otro, sus sedas negras susurrando y sus volantes negros revoloteando.
Incluso el impacto de la muerte (porque su hermano Edward yacía muerto en la casa) no pudo perturbar la serenidad exterior de su comportamiento. Estaba apenada por la pérdida de su hermano: él había sido el más joven y ella lo quería mucho, pero Emma Brigham nunca había perdido de vista su propia importancia en medio de las aguas de la tribulación. Siempre estuvo despierta a la conciencia de su propia estabilidad en medio de las vicisitudes y al esplendor de su porte permanente.
Pero incluso su expresión de magistral placidez cambió ante el anuncio de su hermana Caroline y el jadeo de terror y angustia de su hermana Rebecca Ann en respuesta.
—Creo que Henry podría haber controlado su temperamento, cuando el pobre Edward estaba tan cerca de su fin —dijo ella con una aspereza que perturbó ligeramente las curvas rosadas de su hermosa boca—. Por supuesto que él no lo SABÍA —murmuró Rebecca Ann en un tono débil, extrañamente fuera de lugar con su apariencia.
—Por supuesto que él no lo sabía —dijo Caroline rápidamente. Se volvió hacia su hermana con una extraña mirada aguda de sospecha—. ¿Cómo podría haberlo sabido? —dijo—. Luego se encogió como ante la posible respuesta del otro—. Por supuesto que tú y yo sabemos que no podría saberlo —agregó de manera concluyente, pero su rostro estaba más pálido que antes.
Rebecca jadeó de nuevo. La hermana casada, la señora Emma Brigham, estaba ahora sentada con la espalda recta en su silla; había dejado de mecerse y las miraba fijamente a ambas con una súbita acentuación de la semejanza familiar en su rostro.
—¿Qué quieres decir? —dijo.
Entonces ella también pareció encogerse ante una posible respuesta. Incluso soltó una especie de risa evasiva.
—Supongo que no quieres decir nada —dijo, pero su rostro aún mostraba una expresión de horror encogido.
—Nadie quiere decir nada —dijo Caroline con firmeza.
Se levantó y cruzó la habitación hacia la puerta con sombría decisión.
—¿Adónde vas? —preguntó la señora Brigham.
—Tengo algo que hacer —respondió Caroline, y las demás supieron de inmediato por su tono que tenía un solemne y triste deber que cumplir en la cámara de la muerte.
—Oh —dijo la señora Brigham.
Después de que la puerta se cerró detrás de Caroline, la señora Brigham se volvió hacia Rebecca.
—¿Henry cambió muchas palabras con él? —preguntó.
—Estaban hablando muy alto —respondió Rebecca evasivamente.
La señora Brigham la miró. No había vuelto a mecerse. Todavía se sentaba erguida con un ligero contraste de intensidad en su frente clara, entre las bonitas curvas ondulantes de su cabello castaño rojizo.
—¿Escuchaste algo? —preguntó en voz baja, mirando hacia la puerta.
—Estaba al otro lado del pasillo en el salón sur, y esa puerta estaba abierta entreabierta —respondió Rebecca con un ligero rubor.
—Entonces debes haber escuchado todo.
—No pude evitarlo.
—¿Todo?
—La mayor parte.
—¿De qué hablaron?
—La vieja historia.
—Supongo que Henry estaba enojado, como siempre, porque Edward estaba viviendo aquí gratis, cuando había desperdiciado todo el dinero que le dejó su padre.
Rebecca asintió con una mirada temerosa hacia la puerta.
Cuando Emma volvió a hablar, su voz era aún más baja.
—Sé cómo se sentía —dijo ella—. Él siempre había sido muy prudente y trabajaba duro en su profesión, y allí Edward nunca había hecho nada más que gastar. Debe haberle parecido que Edward vivía a sus expensas, pero no lo hacía.
—No, no lo hacía.
—Fue la forma en que el padre dejó la propiedad, que todos sus hijos deberían tener un hogar aquí. Dejó suficiente dinero incluso si todos hubiéramos regresado a casa.
—Sí.
—Y Edward tenía un derecho aquí de acuerdo con los términos del testamento de mi padre, y Henry debería haberlo recordado.
—Sí, debería.
—¿Dijo cosas duras?
—Varias, por lo que escuché.
—¿Qué?
—Escuché que le dijo a Edward que no tenía nada que hacer aquí y que pensaba que era mejor que se fuera.
—¿Qué dijo Edward?
—Que se quedaría aquí mientras viviera y también después, si así lo deseaba, y que le gustaría que Henry lo sacara; y luego...
—¿Qué?
—Entonces se rió.
—¿Qué más?
—No lo escuché decir nada, pero…
—¿Pero qué?
—Lo vi cuando salió de esta habitación.
—¿Parecía enojado?
—Lo has visto cuando se pone así.
Emma asintió; la expresión de horror en su rostro se había profundizado.
—¿Recuerdas esa vez que mató a la gata porque lo había arañado?
—Sí. ¡No me lo recuerdes!
Entonces Caroline volvió a entrar en la habitación. Se acercó a la estufa en la que ardía un fuego de leña —era un frío y tétrico día de otoño— y se calentó las manos, enrojecidas por los recientes lavados con agua fría.
La señora Brigham la miró y vaciló. Miró hacia la puerta, que aún estaba entreabierta, ya que no se cerraba fácilmente, y aún estaba hinchada por el clima húmedo del verano. Se levantó y la empujó con un ruido sordo que sacudió la casa. Rebecca se sobresaltó dolorosamente con una media exclamación. Caroline la miró con desaprobación.
—Es hora de que controles tus nervios, Rebecca —dijo.
—No puedo evitarlo —respondió Rebecca con casi un gemido—. Estoy nerviosa. Hay suficiente para ponerme así, el Señor lo sabe.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Caroline con su antiguo aire de aguda sospecha.
Rebeca se encogió.
—Nada —dijo ella.
—Entonces no sigas hablando de esa manera.
Emma, volviendo de la puerta cerrada, dijo imperiosamente que había que arreglarla.
—Se dilatará lo suficiente después de que hayamos tenido el fuego unos días —respondió Caroline—. Si se le hace algo, habrá una grieta en el alféizar.
—Creo que Henry debería avergonzarse de sí mismo por hablar como lo hizo con Edward —dijo abruptamente la señora Brigham, pero con una voz casi inaudible.
—¡Cállate! —dijo Caroline, con una mirada de verdadero miedo a la puerta cerrada.
—Nadie puede oír con la puerta cerrada.
—Debe de haberla oído cerrarse y...
—Bueno, puedo decir lo que quiera antes de que baje, y no le tengo miedo.
—¡No sé quién le tiene miedo! ¿Qué razón hay para que alguien tenga miedo de Henry? —preguntó Caroline.
La señora Brigham tembló ante la mirada de su hermana. Rebecca jadeó de nuevo.
—No hay ninguna razón, por supuesto. ¿Por qué debería haberla?
—Yo no hablaría así. Alguien podría oírte. Miranda Joy está en el salón del sur, cosiendo, ¿sabes?
—Pensé que había subido a coser en la máquina.
—Lo hizo, pero ha bajado de nuevo.
—Bueno, ella no puede oír.
—Vuelvo a decir que creo que Henry debería avergonzarse de sí mismo. No creo que lo supere nunca, teniendo unas palabras con el pobre Edward la misma noche antes de morir. Edward tenía bastante mejor disposición que Henry, a pesar de sus defectos. Siempre pensé mucho en el pobre Edward.
La señora Brigham se pasó un gran pañuelo por los ojos; Rebecca sollozó abiertamente.
—Rebecca —dijo Caroline en tono de amonestación, manteniendo la boca rígida y tragando con determinación.
—Nunca lo escuché decir una palabra de más, salvo lo que habló con Henry esa noche, al menos por lo que dice Rebecca —dijo Emma.
—No dijo nada con enojo, sino con un tono algo suave, dulce e irritante —sollozó Rebecca.
—Él nunca levantó la voz —dijo Caroline—; pero se salió con la suya.
—Tenía derecho a hacerlo en este caso.
—Sí, lo tenía.
—Tenía tanto derecho como Henry —sollozó Rebecca—, y ahora se ha ido, y nunca volverá a estar en esta casa que el pobre padre le dejó a él y al resto de nosotros.
—¿Qué crees realmente que afligió a Edward? —preguntó Emma en poco más que un susurro. No miró a su hermana.
Caroline se sentó en un sillón cercano y agarró los brazos convulsivamente hasta que sus delgados nudillos palidecieron.
—Ya te lo dije —dijo.
Rebecca se tapó la boca con el pañuelo y los miró por encima con ojos aterrados y llorosos.
—Sé que dijiste que tenía terribles dolores en el estómago y que tenía espasmos, pero, ¿qué crees que hizo que los tuviera?
—Henry lo llamó «problema gástrico». Sabes que Edward siempre ha tenido dispepsia.
La señora Brigham vaciló un momento.
—¿Se habló de un... examen?
Entonces Caroline se volvió hacia ella con fiereza.
—No —dijo ella con una voz terrible—. No.
Las almas de las tres hermanas parecían encontrarse en un terreno común de entendimiento aterrorizado a través de sus ojos. Se oyó traquetear el anticuado pestillo de la puerta, y un empujón desde fuera hizo que la puerta se sacudiera inútilmente.
—Es Henry —Rebecca suspiró en lugar de susurrar.
La señora Brigham se acomodó de nuevo en su mecedora, y se balanceaba adelante y atrás con la cabeza cómodamente apoyada, cuando la puerta por fin cedió y entró Henry Glynn. Dirigió una mirada encubiertamente aguda y comprensiva a la señora Brigham; a Rebecca, tranquilamente acurrucada en la esquina del sofá con el pañuelo en la cara, mostrando una pequeña oreja enrojecida, tan atenta como la de un perro; y otra a Caroline, sentada con una compostura forzada en su sillón junto a la estufa. Ella lo miró a los ojos con firmeza, con una mirada de miedo inescrutable y desafío.
Henry Glynn se parecía más a esta hermana que a las demás. Ambos tenían la misma delicadeza de forma y facciones, ambos eran altos y casi demacrados, ambos tenían una escasa mata de cabello rubio grisáceo muy atrás de frentes altas e intelectuales, ambos tenían una aquilinidad de rasgos casi noble. Se enfrentaban con la implacable inmovilidad de dos estatuas en cuyos rasgos de mármol las emociones estaban fijadas para toda la eternidad.
Entonces Henry Glynn sonrió y la sonrisa transformó su rostro. Parecía repentinamente años más joven, y una imprudencia e irresolución casi infantiles aparecieron en su rostro. Se arrojó en una silla con un gesto desconcertante, por su incongruencia, con su apariencia general. Inclinó la cabeza hacia atrás, pasó una pierna sobre la otra y miró riendo a la señora Brigham.
—Declaro, Emma, que estás más joven cada año —dijo.
Ella se sonrojó un poco y su plácida boca se ensanchó en las comisuras. Era susceptible a los elogios.
—Nuestros pensamientos de hoy deberían dirigirse a uno de nosotros que NUNCA envejecerá —dijo Caroline con voz dura.
Henry la miró, todavía sonriendo.
—Por supuesto, ninguno de nosotros olvida eso —dijo con una voz profunda y suave—, pero tenemos que hablar con los vivos, Caroline, y no he visto a Emma en mucho tiempo. Los vivos son tan querido como los muertos.
—No para mí —dijo Caroline.
Se levantó y salió bruscamente de la habitación. Rebecca también se levantó y corrió tras ella, sollozando en voz alta.
Henry los miró lentamente.
—Caroline está completamente trastornada —dijo.
La señora Brigham se meció. Una confianza en él, inspirada por sus modales, se estaba apoderando de ella. A partir de esa confianza, habló con bastante naturalidad.
—Su muerte fue muy repentina —dijo ella.
Los párpados de Henry temblaron levemente pero su mirada era inquebrantable.
—Sí —dijo—. Fue muy repentino. Estuvo enfermo solo unas pocas horas.
—¿Cómo llamaste eso que tenía?
—Un problema gástrico.
—¿No pensaste en hacerle un examen?
—No había necesidad. Estoy perfectamente seguro de la causa de su muerte.
De repente, la señora Brigham sintió un escalofrío como de algún horror vivo sobre su alma. Su carne temblaba de frío ante una inflexión de su voz. Ella se levantó, tambaleándose sobre sus débiles rodillas.
—¿Adónde vas? —preguntó Henry con una voz extraña y sin aliento.
La señora Brigham dijo algo incoherente sobre una costura que tenía que hacer, algo negro para el funeral, y salió de la habitación. Subió a la cámara delantera que ocupaba. Caroline estaba allí. Se acercó a ella y le tomó las manos, y las dos hermanas se miraron.
—¡No hables, no, no lo permitiré! —dijo Caroline en un horrible susurro.
—No lo haré —respondió Emma.
Esa tarde las tres hermanas estaban en el estudio, la gran sala delantera en la planta baja al otro lado del pasillo del salón sur, cuando se hizo más oscuro.
La señora Brigham estaba haciendo dobladillos en un material negro. Se sentó cerca de la ventana oeste para la luz menguante. Por fin dejó su trabajo en su regazo.
—No sirve de nada, no puedo ver para coser otra puntada hasta que tengamos una luz —dijo ella.
Caroline, que estaba escribiendo algunas cartas en la mesa, se volvió hacia Rebecca, en su lugar habitual en el sofá.
—Rebecca, será mejor que consigas una lámpara —dijo.
Rebecca se sobresaltó; incluso en la oscuridad su rostro mostraba su agitación.
—No me parece que necesitemos una lámpara todavía —dijo con una voz lastimera y suplicante como la de un niño.
—Sí, la necesitamos —respondió la señora Brigham perentoriamente—. Necesitamos una luz. Debo terminar esto esta noche o no podré ir al funeral, y no puedo ver para coser otra puntada.
—Caroline puede ver para escribir cartas y está más lejos de la ventana que tú —dijo Rebecca.
—¿Estás tratando de ahorrar queroseno o eres perezosa, Rebecca Glynn? —exclamó la señora Brigham—. Puedo ir a buscar la luz yo misma, pero tengo todo este trabajo en mi regazo.
La pluma de Caroline dejó de rascar el papel.
—Rebecca, debemos tener algo de luz —dijo.
—No lo sé —dijo Rebecca débilmente.
—Por supuesto, ‘por qué no? —exclamó Caroline con severidad.
—Estoy segura de que no quiero llevar mi costura a la otra habitación, cuando todo esté limpio para mañana —dijo la señora Brigham.
—Nunca escuché tanto alboroto sobre encender una lámpara.
Rebecca se levantó y salió de la habitación. Entró con una lámpara, una grande con pantalla de porcelana blanca. La puso sobre una mesa, una mesa de juego anticuada que estaba colocada contra la pared opuesta a la ventana. Esa pared estaba libre de estanterías y libros, que estaban solo en tres lados de la habitación. Esa pared opuesta estaba ocupada por tres puertas y un pequeño espacio ocupado por la mesa. Encima de la mesa, sobre el papel tapiz pasado de moda, de un brillo satinado blanco, atravesado por un pergamino verde indeterminado, colgaba bastante alto una pequeña miniatura de marfil dorado y marco negro tomada en su niñez de la madre de la familia. Cuando la lámpara se colocó sobre la mesa debajo de ella, la bonita carita pintada en el marfil pareció brillar con una mirada de inteligencia.
—¿Para qué has puesto esa lámpara allí? —preguntó la señora Brigham, con más impaciencia de lo que su voz solía revelar—. ¿Por qué no la pusiste en el pasillo? Ni Caroline ni yo podemos ver si está en esa mesa.
—Pensé que tal vez te cambiarías de lugar —respondió Rebecca con voz ronca.
—Si me muevo, no podremos sentarnos las dos en esa mesa. Caroline tiene su papel desparramado. ¿Por qué no pones la lámpara en la mesa en el medio de la habitación, así las dos podemos ver?
Rebeca vaciló.
Su cara estaba muy pálida. Miró a su hermana Caroline con una súplica bastante angustiosa.
—¿Por qué no pones la lámpara en esta mesa, como ella dice? —preguntó Caroline, casi con fiereza—. ¿Por qué actúas así, Rebecca?
—No está actuando como ella misma en absoluto —dijo la señora Brigham.
Rebecca tomó la lámpara y la colocó sobre la mesa en el medio de la habitación sin decir una palabra más. Luego le dio la espalda rápidamente y se sentó en el sofá. Se llevó una mano a los ojos como para protegerlos, y permaneció así.
—¿La luz lastima tus ojos, y es esa la razón por la que no querías la lámpara? —preguntó amablemente la señora Brigham.
—Siempre me gustó sentarme en la oscuridad —respondió Rebecca con voz ahogada.
Luego se apresuró a sacar su pañuelo del bolsillo y se echó a llorar. Caroline siguió escribiendo, la señora Brigham, cosiendo.
De repente, la señora Brigham, mientras cosía, miró hacia la pared opuesta. La mirada se convirtió en una mirada fija. Miró atentamente su trabajo suspendido en sus manos. Luego volvió a apartar la mirada y dio unos cuantos puntos más, luego volvió a mirar y volvió a su tarea. Por fin dejó su trabajo en su regazo y miró fijamente. Miró desde la pared que rodeaba la habitación, tomando nota de los diversos objetos; miró la pared larga e intensamente. Luego se volvió hacia sus hermanas.
—¿Qué es eso?
—¿Qué cosa? —preguntó Caroline con dureza; su pluma rasguñó ruidosamente el papel.
Rebecca dio uno de sus jadeos convulsivos.
—Esa extraña sombra en la pared —respondió la señora Brigham.
Rebecca se sentó con el rostro oculto.
Caroline mojó la pluma en el tintero.
—¿Por qué no te das la vuelta y miras? —preguntó la señora Brigham de una manera sorprendida y algo afligida.
—Tengo prisa por terminar esta carta, si queremos que la señora Wilson Ebbit se entere a tiempo para venir al funeral —respondió Caroline brevemente.
La señora Brigham se levantó y su tejido se deslizó por el suelo. Comenzó a caminar por la habitación, moviendo varios muebles, con los ojos en la sombra.
Entonces, de repente, gritó:
—¡Miren esta horrible sombra! ¿Qué es? ¡Caroline, mira, mira! ¡Rebeca, mira! ¿QUÉ ES?
Toda la placidez triunfante de la señora Brigham se había esfumado. Su hermoso rostro estaba lívido de horror. Se quedó de pie, rígida, señalando la sombra.
—¡Miren! —dijo, señalándola con el dedo—. ¡Miren! ¿Qué es?
Entonces Rebecca estalló en un gemido salvaje después de una mirada estremecedora a la pared:
—¡Oh, Caroline, ahí está otra vez! ¡Ahí está otra vez!
—¡Caroline Glynn! —dijo la señora Brigham—. ¡Mira! ¿Qué es esa sombra espantosa?
Caroline se levantó, se dio la vuelta y se quedó frente a la pared.
—¿Cómo debería saberlo? —dijo.
—Ha estado allí todas las noches desde que murió —exclamó Rebecca.
—¿Cada noche?
—Sí. Murió el jueves y hoy es sábado. Tres noches —dijo Caroline con rigidez.
Se quedó como si se mantuviera en calma con un tornillo de voluntad concentrada.
—Parece… parece… —tartamudeó la señora Brigham en un tono de intenso horror.
—Sé bien lo que parece —dijo Caroline—. No soy ciega.
—Se parece a Edward —estalló Rebecca en una especie de frenesí de miedo—. Solo que…
—Sí—asintió la señora Brigham, cuyo tono de horror coincidía con el de su hermana—, sólo que... ¡Oh, es horrible! ¿Qué pasa, Caroline?
—Te pregunto de nuevo, ¿cómo podría saberlo? —respondió Caroline—. Lo veo allí como tú. ¿Cómo debería saber más que tú?
—DEBE ser algo en la habitación —dijo la señora Brigham, mirando alrededor como una loca.
—Movimos todo lo que había en la habitación la primera noche que apareció la sombra —dijo Rebecca—; no es nada en la habitación.
Caroline se volvió hacia ella con una especie de furia.
—Por supuesto que es algo en la habitación —dijo—. ¿A qué te refieres? Por supuesto que es algo en la habitación.
—Por supuesto que lo es —asintió la señora Brigham, mirando a Caroline con recelo—. Por supuesto que debe ser algo en la habitación. Es solo una coincidencia. Simplemente sucede así. Tal vez sea ese pliegue de la cortina de la ventana lo que lo hace. Debe ser algo en la habitación.
—No es nada en la habitación —repitió Rebecca con obstinado horror.
La puerta se abrió de repente y entró Henry Glynn.
Empezó a hablar, luego sus ojos siguieron la dirección de las demás. Se quedó inmóvil mirando la sombra en la pared. Era de tamaño natural y se extendía sobre el paralelogramo blanco de una puerta, la mitad del espacio de la pared en el que colgaba el cuadro.
—¿Qué es eso? —demandó con una voz extraña.
—Debe ser debido a algo en la habitación —dijo la señora Brigham débilmente.
—No se debe a nada que haya en la habitación —repitió Rebecca con la estridente insistencia del terror.
—Cómo actúas, Rebecca Glynn —dijo Caroline.
Henry Glynn se levantó y miró un momento más. Su rostro mostraba una gama de emociones: horror, convicción y luego furiosa incredulidad. De repente empezó a correr de aquí para allá por la habitación. Movió los muebles con feroces sacudidas, volviéndose siempre para ver el efecto sobre la sombra en la pared. Ni una línea de sus terribles contornos vaciló.
—¡Debe ser algo en la habitación! —declaró con una voz que pareció romperse como un latigazo.
Su rostro cambió.
El secreto más íntimo de su naturaleza parecía evidente hasta que casi se perdió de vista su fisonomía. Rebecca estaba cerca de su sofá, mirándolo con ojos tristes y fascinados. La señora Brigham apretó la mano de Caroline. Ambas estaban paradas en una esquina fuera de su camino. Por unos instantes, anduvo furioso por la habitación como un animal enjaulado. Movió cada mueble; cuando el movimiento de una pieza no afectaba a la sombra, la arrojaba al suelo, mientras las hermanas miraban.
Entonces, de repente, desistió.
Se rió y comenzó a enderezar los muebles que había tirado.
—Qué absurdo —dijo fácilmente—. Tanto alboroto por una sombra.
—Así es —asintió la señora Brigham, con una voz asustada que trató de hacer parecer natural.
Mientras hablaba levantó una silla cerca de ella.
—Creo que has roto la silla que tanto le gustaba a Edward —dijo Caroline.
El terror y la ira luchaban por expresarse en su rostro. Su boca estaba apretada, sus ojos encogiéndose. Henry levantó la silla con una muestra de ansiedad.
—Tan buena como siempre —dijo amablemente.
Se rió de nuevo, mirando a sus hermanas.
—¿Te asuste? Creo que a esta altura estás acostumbrada. Conoces mi manera de querer saltar al fondo de un misterio, y esa sombra se ve extraña. Pensé que si había alguna forma de explicarla, la encontraría sin demora.
—No parece que lo hayas logrado —observó Caroline con sequedad, con una ligera mirada a la pared.
Los ojos de Henry siguieron los de ella y se estremeció perceptiblemente.
—Oh, sombras —dijo, y se rió de nuevo—. Un hombre es un tonto si trata de dar cuenta de las sombras.
Entonces sonó la campana de la cena y todos abandonaron la habitación, pero Henry se mantuvo de espaldas a la pared, al igual que las demás.
La señora Brigham se apretó contra Caroline mientras cruzaba el pasillo.
—¡Parecía un demonio! —respiró en su oído.
Henry abrió el paso con un movimiento de alerta; Rebecca cerraba la marcha; apenas podía caminar, le temblaban las rodillas.
—No puedo volver a sentarme en esa habitación esta noche —le susurró a Caroline después de la cena.
—Muy bien, nos sentaremos en la sala sur —respondió Caroline—. No está tan húmedo como el estudio y estoy resfriada.
Así que todos se sentaron en la habitación sur con su costura. Henry leyó el periódico, su silla se acercó a la lámpara de la mesa. Hacia las nueve se levantó bruscamente y cruzó el vestíbulo hasta el estudio. Las tres hermanas se miraron. La señora Brigham se levantó, dobló sus faldas y comenzó a caminar de puntillas hacia la puerta.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Rebecca agitadamente.
—Voy a ver de qué se trata —respondió la señora Brigham con cautela.
Señaló, mientras hablaba, a la puerta del estudio al otro lado del pasillo; estaba entreabierta. Henry se había esforzado por cerrarla detrás de él, pero de alguna manera se había hinchado más allá del límite con una velocidad curiosa. Todavía estaba entreabierta y un rayo de luz se veía de arriba a abajo. La lámpara del pasillo no estaba encendida.
—Será mejor que te quedes donde estás —dijo Caroline con cautelosa agudeza.
—Voy a ver —repitió la señora Brigham con firmeza.
Luego dobló sus faldas con tanta fuerza que su cuerpo abultado quedó al descubierto en una funda de seda negra, y cruzó el pasillo con un lento tambaleo hacia la puerta del estudio. Se quedó allí, con un ojo en la grieta.
En la habitación sur, Rebecca dejó de coser y se quedó mirando con los ojos dilatados. Caroline cosía constantemente. Lo que vio la señora Brigham, de pie junto a la rendija de la puerta del estudio, fue esto:
Henry Glynn, razonando evidentemente que la fuente de la extraña sombra debía estar entre la mesa sobre la que estaba la lámpara y la pared, estaba haciendo pases y estocadas sistemáticas por todo el espacio intermedio con una vieja espada que había pertenecido a su padre. No quedó ni un centímetro sin perforar. Parecía haber dividido el espacio en secciones matemáticas. Blandió la espada con una especie de furia fría y calculadora; la hoja emitió destellos de luz, la sombra permaneció inmóvil. La señora Brigham, que miraba, se quedó helada de horror.
Finalmente, Henry cesó y se quedó con la espada en la mano y se levantó como si fuera a golpear, observando amenazadoramente la sombra en la pared. La señora Brigham cruzó el pasillo tambaleándose y cerró la puerta de la habitación sur detrás de ella antes de relatar lo que había visto.
—¡Parecía un demonio! —dijo de nuevo—. ¿Tienes algo de ese vino añejo en la casa, Caroline? No siento que pueda soportar mucho más.
De hecho, parecía superada. Su hermoso rostro plácido estaba desgastado, tenso y pálido.
—Sí, hay mucho —dijo Caroline—. Puedes tomar un poco cuando te vayas a la cama.
—Creo que será mejor que todos tomemos un poco —dijo la señora Brigham—. Oh, Dios mío, Caroline, ¿qué…
—No preguntes y no hables —dijo Caroline.
—No, no voy a hacerlo —respondió la señora Brigham—; pero…
Rebecca gimió en voz alta.
—¿Por qué estás haciendo eso? —preguntó Caroline con dureza.
—Pobre Edward —respondió Rebecca.
—Eso es todo por lo que tienes que gemir —dijo Caroline—. No hay nada más.
—Me voy a la cama —dijo la señora Brigham—. No podré estar en el funeral si no lo hago.
Pronto las tres hermanas fueron a sus aposentos y el salón del sur quedó desierto. Caroline llamó a Henry en el estudio para que apagara la luz antes de que subiera. Hacía una hora que se habían ido cuando él entró en la habitación trayendo la lámpara que había estado en el estudio. La dejó sobre la mesa y esperó unos minutos, paseándose arriba y abajo. Su rostro era terrible, su tez clara se mostraba lívida; sus ojos azules parecían espacios en blanco con horribles reflejos.
Luego tomó la lámpara y volvió a la biblioteca. Dejó la lámpara sobre la mesa del centro y la sombra se proyectó en la pared. De nuevo estudió los muebles y los movió, pero deliberadamente, sin su antiguo frenesí. Nada afectó a la sombra. Luego regresó a la habitación sur con la lámpara y nuevamente esperó. De nuevo volvió al estudio y colocó la lámpara sobre la mesa, y la sombra se proyectó sobre la pared. Era medianoche cuando subió las escaleras. La señora Brigham y las otras hermanas, que no podían dormir, lo escucharon.
Al día siguiente fue el funeral.
Esa noche la familia se sentó en la sala sur. Algunos familiares estaban con ellos. Nadie entró en el estudio hasta que Henry llevó una lámpara después de que los demás se retiraron a dormir. Volvió a ver la sombra en la pared saltar a una vida espantosa ante la luz.
A la mañana siguiente, en el desayuno, Henry Glynn anunció que tenía que ir a la ciudad por tres días. Las hermanas lo miraron con sorpresa. Rara vez salía de casa, y justo ahora su práctica había sido abandonada a causa de la muerte de Edward. Él era médico.
—¿Cómo puedes dejar a tus pacientes ahora? —preguntó la señora Brigham con asombro.
—No sé cómo hacerlo, pero no hay otra manera —respondió Henry fácilmente—. He recibido un telegrama del doctor Mitford.
—¿Una consulta? —preguntó la señora Brigham.
—En efecto —respondió Henry.
El doctor Mitford era un antiguo compañero suyo que vivía en una ciudad vecina y que de vez en cuando lo visitaba en caso de consulta.
Después de que se hubo ido, la señora Brigham le dijo a Caroline que, después de todo, Henry no había dicho previamente que tenía una consulta con el doctor Mitford, y que eso le parecía muy extraño.
—Todo es muy extraño —dijo Rebecca con un escalofrío.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Caroline bruscamente.
—Nada —respondió Rebeca.
Nadie entró en la biblioteca ese día, ni el siguiente, ni el siguiente. Al tercer día se esperaba a Henry en casa, pero no llegó en el último tren de la ciudad.
—Una consulta bastante larga —dijo la señora Brigham—. La idea de que un médico deje a sus pacientes por tres días es extraño, sobre todo en un momento como este, y sé que tiene algunos muy enfermos. ¿Una consulta que dura tres días? No tiene sentido. No lo entiendo, por mi parte.
—Yo tampoco —dijo Rebecca.
Estaban todos en el salón sur. No había luz en el estudio de enfrente y la puerta estaba entreabierta.
Al cabo de un rato, la señora Brigham se levantó; no podría haber dicho por qué; algo parecía impulsarla, alguna voluntad ajena. Salió de la habitación, envolviéndose de nuevo con sus susurrantes faldas para poder pasar sin hacer ruido, y empezó a empujar la puerta hinchada del estudio.
—Ella no tiene ninguna lámpara —dijo Rebecca con voz temblorosa.
Caroline, que estaba escribiendo cartas, se levantó de nuevo, tomó una lámpara (había dos en la habitación) y siguió a su hermana. Rebecca se había levantado, pero se quedó temblando, sin atreverse a seguirla.
Sonó el timbre, pero las demás no lo oyeron; estaba en la puerta sur al otro lado de la casa desde el estudio. Rebecca, después de vacilar hasta que sonó el timbre por segunda vez, se dirigió a la puerta; recordó que el sirviente estaba fuera.
Caroline y su hermana Emma entraron al estudio. Caroline dejó la lámpara sobre la mesa. Miraron la pared.
—Oh, Dios mío —jadeó la señora Brigham—, hay… hay DOS sombras.
Las hermanas se quedaron abrazadas, mirando las cosas horribles en la pared. Luego entró Rebecca, tambaleándose, con un papel en la mano.
—Aquí está... un telegrama —jadeó—. Henry está... muerto.
Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Mary E. Wilkins Freeman.
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1 comentarios:
Logra su cometido. Hubiera sido una linda obra de teatro.
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