«El hombre que se enteró»: Algernon Blackwood; relato y análisis


«El hombre que se enteró»: Algernon Blackwood; relato y análisis.




El hombre que se enteró (The Man Who Found Out) es un relato de horror cósmico del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1912 de la revista The Canadian Magazine, y luego reeditado en la antología de 1921: Los lobos de Dios y otras historias (The Wolves of God and Other Stories), esta vez con el título: El hombre que se enteró (una pesadilla) [The Man Who Found Out (A Nightmare)].

El hombre que se enteró, tal vez uno de los cuentos de Algernon Blackwood menos conocidos, relata la historia del doctor Ebor, un científico que descubre las Tablas de los Dioses, las cuales contienen todo el conocimiento prohibido, aparentemente, por una buena razón.

SPOILERS.

En el profesor Mark Ebor se combina el científico y el místico. Solo sus editores y su asistente, el doctor Laidlaw, saben que ambos [Marc Ebor y El Peregrino] son la misma persona. Laidlaw admira los logros de su mentor, pero lucha por comprender su fascinación por lo sobrenatural. A menudo, Ebor habla de una pesadilla que lo atormenta desde la juventud. En ella deambula por un desierto desconocido para encontrar las Tablas de los Dioses, que agrupan todo el conocimiento, los secretos del mundo, del alma, del sentido de la vida y de la muerte. Ah, piensa Ebor, si solo pudiera encontrar las Tablas y justificar sus esperanzas.

Un verano, el profesor viaja a Caldea para buscar las escrituras de sus sueños. Laidlaw se encuentra con él a su regreso y nota un profundo cambio en su mentor. La alegría y el optimismo se han desvanecido de su rostro. Ebor ha traído consigo las Tablas de los Dioses, pero le impide verlas a Laidlaw hasta después de su muerte. Tampoco podrá referirse al tema ni hablar de él con otra persona. Durante los siguientes dos años, Laidlaw observa el inexorable declive de Ebor. No es que el profesor descuide su salud o que mente se haya deteriorado, sino que ha perdido la esperanza. Sin incentivo, Ebor cierra su laboratorio y deja de escribir. Ni siquiera al leal Laidlaw le ofrece una explicación. Eventualmente, sobreviene la muerte. Laidlaw está con él y capta sus últimas palabras: «Léelas, si debes; y si puedes, destrúyelas. Pero nunca, nunca... las reveles al mundo.»

Un mes después del funeral, Laidlaw reflexiona. Su amigo esperaba encontrar un mensaje glorioso en las Tablas; en su lugar, encontró [o creyó haber encontrado] los secretos más terribles. La curiosidad de Laidlaw lo lleva a abrir las Tablas. Su mano tiembla y escucha una risa fantasmal detrás de él. Gira la llave, retira dos placas de piedra gris [¿o de metal?] con jeroglíficos erosionados. También hay un sobre cerrado con la inscripción: «Traducción», con la caligrafía de Ebor.

Así que aquí está el secreto de todo, se burla Laidlaw. Sin embargo, vacila, abre el sobre y lee la única página escrita. Laidlaw palidece, tiembla, jadea. Una segunda lectura lo enrojece de rabia. Controla su furia y se quema deliberadamente la traducción. El viento se lleva las cenizas por la ventana. Laidlaw es un huracán apenas contenido. La tensión es insostenible. Se desmaya. Cuando vuelve en sí, rompe todos los relojes y grita: «¡El tiempo no existe!» [ver: Algo interfiere con nuestra experiencia del Tiempo]

Exhausto, Laidlaw considera el suicidio. Afortunadamente, al salir de la casa se encuentra con el doctor Alexis Stephen, un hipnotizador. Oportunamente, el doctor Stephen puede hipnotizarlo para que olvide las últimas dos horas, y así borrar aquel conocimiento que nadie debería saber. La hipnosis tiene éxito. Restaurado, Laidlaw regresa a casa. Su ama de llaves lo recibe con la terrible noticia de que unos ladrones han hecho un desastre en sus habitaciones, rompiendo relojes y esparciendo cenizas. Muy extraño. Laidlaw está de acuerdo, aunque no se alarma demasiado. Pero, ¿qué son esas piedras que los ladrones han dejado en su escritorio? Basura, sin dudas...

El hombre que se enteró de Algernon Blackwood parece querer decirnos que hay cosas que el hombre no debe saber. Las deidades prudentes, por lo tanto, harían bien en no escribir esas cosas. Sin embargo, dado que una deidad viciosa [o indiferente] bien podría decidir dejar tal registro para sus propios propósitos, los hombres sabios que se han enterado harían mejor en no dejar traducciones inquietantes a sus asistentes [ver: Cosmicismo: la filosofía del Horror Cósmico]

Algernon Blackwood, por suerte, es un autor prudente. No nos permite saber nada de esas horribles revelaciones. Por el contrario, Lovecraft, a lo largo de sus historias, proporcionó importantes fragmentos del Necronomicón y otros libros prohibidos. A mitad de camino entre ambos, Robert W. Chambers rara vez nos suministra más de un párrafo de El Rey de Amarillo (The King in Yellow), probablemente una dosis segura. Pero Algernon Blackwood evita la trampa y decide no compartir con el lector la revelación que quiebra a Ebor y Laidlaw. En cambio, insinúa, y mucho, pero sin entregar nada sustancioso. El hombre que se enteró es más espeluznante, tal vez, por no dejarnos acercar lo suficiente como para cuestionar las reacciones existenciales de aquellos que sí se han «enterado».

¿Qué es exactamente lo que encuentra Ebor? No me refiero a cuál es el secreto obvio que, una vez revelado, destruye su voluntad de vivir. Quiero decir, ¿son estas las Tablas de los Dioses que estaba buscando? ¿Estaba equivocado en su optimismo sobre lo maravilloso que sería encontrarlas? ¿Por qué no duda de esas revelaciones? Quiero decir, el universo está lleno de entidades engañosas.

Lovecraft se reiría de tal autoengaño, aunque la revelación de Ebor parece ser algo peor que el mero horror cósmico [ver: Horror Cósmico: la vida no tiene sentido, la muerte tampoco]. Los principios básicos de un universo indiferente y la trivialidad humana ya están disponibles para todos. Quizás la magia esté en la capacidad del lenguaje primordial para hacerte creer, pero entonces Laidlaw tiene una reacción similar al leer la traducción, mientras que las Tablas en sí mismas apenas obtienen una triste observación de ilegibilidad. Quizás, al contrario que en Lovecraft, haya un propósito real para la existencia, solo que es demasiado horrible para contemplarlo con sensatez [ver: Lovecraft y las lenguas extraterrestres]

El horror de Algernon Blackwood es cerebral; y [al menos para mí] eficaz. Todos tenemos que morir algún día. Si tienes suerte, mueres creyendo que tu existencia tuvo un propósito, y que el trabajo de tu vida fue significativo para alquien más. Ebor pierde eso. Laidlaw casi lo hace, recuperando solo una tenue ilusión.

El hombre que se enteró es diferente a otros cuentos de Algernon Blackwood, cuyos protagonistas siempre se encuentran con seres extraños y cosas que no deberían saber: los Sauces, el Wendigo, los Lobos de Dios; pero siempre en territorio neutral, fortuito, generalmente en la naturaleza. El profesor Ebor no puede reclamar tal inocencia: él va en busca de su caída espiritual. No importa lo que descubrió, lo importante es que lo descubrió porque lo buscó.

Este es un sello distintivo del horror cósmico: el protagonista que va en busca de algo que es mejor no encontrar. Muchas veces este personaje es malévolo, egoísta, avaro, cruelmente intelectual. Otras simplemente siente curiosidad. Solo está en el lugar equivocado, en el momento equivocado.

Algernon Blackwood subtitula su historia: «Una pesadilla»; aunque parece más bien una tragedia, al menos en lo que respecta a Ebor. Al final, el único heroísmo que puede mostrar es tragarse el horror que mató su esperanza, reprimirlo mientras lo envenena hasta la muerte. Pero... ¿por qué Ebor no destruye su traducción de las Tablas? ¿Por qué arriesgar la cordura de su amigo dejando la «verdad» en sus manos? O hay una falla en el heroísmo de Ebor, de otra manera cuidadosamente construido, o una grieta en la trama; y una grande. Veamos.

Perfecto, los recuerdos recientes de Laidlaw se han borrado. No recordará lo que leyó en la traducción de Ebor, ni siquiera que lo leyó, pero recordará todo sobre la búsqueda de Ebor de las Tablas, el viaje a Caldea, cómo le dejó el alma destrozada, cómo Ebor le dejó las Tablas y la traducción, y cómo las últimas palabras que su mentor le susurró fueron destruir las Tablas, si podía, y nunca dárselas al mundo. Y allí, justo frente a él, a su regreso de la casa del hipnotizador, está el viejo escritorio de Ebor y, presumiblemente, el papel en el que estuviron envueltas las Tablas y el sobre en el que se había guardado la traducción. En este contexto, Laidlaw asume que todo eso es «basura» dejada por los larones, sin que ningún recuerdo anterior chisporrotee en su mente. Vamos, Laidlaw.

En este punto, Algernon Blackwood activa un desenlace que ha estado cargando durante toda la historia, pero me temo que termina destrozando la trama. Laidlaw olvida demasiado, demasiado pronto. Y olvidando, sale demasiado fácil de todo el asunto.

El hombre que se enteró contiene el tropo lovecraftiano más famoso: el erudito que descubre un secreto terrible que finalmente lo vuelve loco. No hace falta insistir en que este secreto nunca se revela al lector en el cuento de Algernon Blackwood. En cualquier caso, es un excelente ejemplo de horror cósmico puro, es decir, un horror que deriva del conocimiento, o mejor dicho, del conocer demasiado. No hay monstruos en la historia, solo Conocimiento Prohibido, aparentemente, prohibido por una buena razón [ver: Horror Cósmico: qué es, cómo funciona, y por qué el tamaño sí importa]

Una vez más agradecemos la traducción de nuestro amigo, Ariel Palomo, tal vez el traductor que más ha hecho por difundir la obra de Algernon Blackwood en español.




El hombre que se enteró.
The Man Who Found Out, Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Ariel Palomo para El Espejo Gótico)


1

El profesor Mark Ebor, el científico, llevaba una doble vida, y las únicas personas que lo sabían eran su asistente, el doctor Laidlaw, y sus editores. Pero una doble vida no siempre tiene que ser una mala, y, como bien sabían el doctor Laidlaw y sus satisfechos editores, las vidas paralelas de este hombre en particular eran igualmente buenas, e indefinidamente prolongadas, ciertamente hubiesen terminado en algún lugar celestial que pueda contener adecuadamente semejantes características extrañamente opuestas como su notable personalidad combinaba.

Porque Mark Ebor, Miembro de la Royal Society, etc., etc., era esa combinación única, casi nunca vista en la vida real, de un hombre de ciencia y un místico.

En cuanto a lo primero, su nombre figuraba en la galería de los grandes, y en cuanto a lo segundo... ¡pero allí radicaba el misterio! Porque, bajo el seudónimo de “El Peregrino” (el autor de esas series brillantes de libros que interpelaron a tantos), su identidad estaba tan bien oculta como la del escritor anónimo de los reportes del clima de un diario. Miles leían los libritos entusiastas, optimistas, estimulantes que salían de la pluma de “El Peregrino” y cientos soportaban mejor sus fatigas diarias por haberlos leído; mientras tanto, la prensa generalmente aceptaba que el autor, además de ser un incorregible entusiasta y optimista, era también... una mujer; pero nadie nunca logró penetrar el velo de anonimidad y descubrir que “El Peregrino” y el biólogo eran la misma persona.

Mark Ebor, como el doctor Laidlaw lo conocía en su laboratorio, era un tipo de hombre; pero Mark Ebor, como a veces lo veía después del trabajo, con ojos arrobados y rostro eufórico, discutiendo las posibilidades de “la unión con Dios” y el futuro de la raza humana, era completamente otro.

—Siempre he sostenido, como sabes—decía una noche mientras estaba sentado en su pequeño estudio fuera del laboratorio con su amigo y asistente—que las Visiones deberían jugar un papel importante en la vida del hombre iluminado, pero no considerándolas infalibles, por supuesto, sino observándolas y usándolas como indicadores de posibilidades...

—Estoy al tanto de sus particulares puntos de vista, señor —introdujo deferencialmente el joven doctor, aunque con algo de impaciencia.

—Porque las Visiones provienen de una región de la consciencia donde la observación y la experimentación son impracticables —prosiguió el otro con entusiasmo sin percibir la interrupción—, y, aunque deberían ser examinadas posteriormente por la razón, no deben despreciarse ni ignorarse. Toda inspiración, sostengo yo, es de la naturaleza de la Visión interior y todo nuestro mejor conocimiento ha llegado (tal es mi creencia verificada) como una súbita revelación al cerebro preparado para recibirlo...

—Preparado, primero, por el trabajo duro, por la concentración, por el estudio más minucioso posible de fenómenos ordinarios —se permitió observar el doctor Laidlaw.

—Quizás —suspiró el otro—, pero por un proceso, de todos modos, de iluminación espiritual. El mejor fósforo del mundo no encendería una vela a menos que la mecha estuviese, primero, adecuadamente preparada.

Fue el turno de Laidlaw de suspirar. Conocía bien la imposibilidad de discutir con su jefe cuando estaba en las regiones de la mística, pero, al mismo tiempo, el respeto que sentía por sus tremendos logros era tan sincero que siempre escuchaba con atención y deferencia, preguntándose cuán lejos llegaría el grandioso hombre y a qué fin lo conduciría, eventualmente, esta curiosa combinación de lógica e “iluminación”.

—Tan solo anoche —continuó el mayor, y una especie de luz brilló en sus facciones arrugadas—la visión regresó a mí... la que me ha perseguido a intervalos desde mi juventud, y que no será ignorada.

El doctor Laidlaw se revolvió en su silla.

—A las Tablas de los Dioses, se refiere... y a que yacen escondidas en algún lugar del desierto —dijo pacientemente. Un súbito resplandor de interés apareció en su rostro al girarse para atrapar la respuesta del profesor.

—Y a que soy el único destinado a encontrarlas, descifrarlas y dar a conocer al mundo el gran conocimiento...

—¡Quién no lo creería! —rio brevemente Laidlaw, pero interesado a pesar de su desprecio ligeramente velado.

—Porque incluso las mentes más entusiastas, en el correcto sentido de la palabra, son perdidamente... acientíficas —respondió el otro gentilmente con su rostro completamente encendido por el recuerdo de la visión—. ¿Pero qué es más probable —continuó luego de una pausa momentánea, mirando a la nada con ojos arrobados que veían cosas demasiado maravillosas para ser descritas por un lenguaje preciso— que haya sido entregado al hombre, en los primeros tiempos del mundo, algún registro del propósito y del problema que le fue encomendado resolver? En una palabra —exclamó, fijando sus ojos brillantes sobre el rostro de su perplejo asistente—, ¿que los mensajeros de Dios, en las edades remotas, hayan dado a Sus criaturas alguna declaración completa del secreto del mundo, del secreto del alma, del significado de la vida y la muerte... la explicación de nuestra razón de ser y a qué gran propósito estamos destinados en la plenitud final de todas las cosas?

El doctor Laidlaw permanecía mudo en su lugar. A estos arrebatos de entusiasmo místico los había presenciado antes. Ante cualquier otro hombre, no hubiera escuchado una sola oración, pero al profesor Ebor, hombre de conocimiento y serio investigador, lo escuchaba con respeto porque consideraba su condición temporaria y compulsiva, y, de cierta forma, una reacción al intenso esfuerzo de la prolongada concentración mental de muchos días.

Sonrió con algo entre simpatía y resignación mientras se encontraba con la mirada arrobada del otro.

—Pero usted, señor, ha dicho en otras ocasiones que considera que los secretos definitivos están vedados de toda posible...

—Los secretos definitivos, sí—fue la impasible respuesta—, pero de que yace enterrado en algún lugar un registro indestructible del significado secreto de la vida, originalmente conocido por los hombres en los días de su prístina inocencia, de eso estoy convencido. Y, por esta extraña visión que me fue revelada tan a menudo, estoy igualmente seguro de que un día me será concedido anunciar a un mundo agotado este glorioso y terrible mensaje.

Y continuó describiendo, con gran lujo de detalle y con un lenguaje encendido, las clases de sueños vívidos que le habían sobrevenido desde su más temprana niñez, mostrando en detalle cómo descubría estas mismas Tablas de los Dioses y cómo proclamaba sus espléndidos contenidos (cuya naturaleza precisa, sin embargo, siempre le era negada en la visión) a una humanidad paciente y sufriente.

—El Observador, señor, describió correctamente a “El Peregrino” como el Apóstol de la Esperanza —dijo gentilmente el joven doctor cuando él había terminado—, pero ahora, si ese crítico pudiese oírlo hablar y se diera cuenta de qué extrañas profundidades proviene su sencilla fe...

El profesor levantó su mano y la sonrisa de un niño iluminó su rostro como el Sol de la mañana.

—La mitad del bien que hacen mis libros sería instantáneamente pulverizado —dijo con tristeza—; dirían que los escribí en broma. ¡Pero aguarda —añadió significativamente—, aguarda a que encuentre esas Tablas de los Dioses! ¡Aguarda a que tenga las soluciones de los antiguos problemas del mundo en mis manos! ¡Aguarda a que la luz de esta nueva relevación se derrame sobre la ofuscada humanidad y ella despierte para encontrar sus más valientes esperanzas justificadas! Ah, entonces, mi estimado Laidlaw...

Se detuvo súbitamente, pero el doctor, adivinando astutamente el pensamiento de su mente, retomó inmediatamente el hilo.

—Quizás este mismo verano—dijo, intentando con firmeza que la sugerencia estuviese a la par de la honestidad —en sus exploraciones en Asiria... en sus excavaciones en la remota civilización de lo que una vez fue Caldea quizás encuentre... aquello con lo que sueña...

El profesor levantó su mano y dibujó una sonrisa en su bello y avejentado rostro.

—¡Quizás —murmuró suavemente—, quizás!

Y el joven doctor, dando gracias a los dioses de la ciencia por que las aberraciones de su director fuesen de un carácter tan inocuo, se fue a casa con la firme certeza de su conocimiento en las cosas exteriores, orgulloso de que fuese capaz de atribuir sus visiones a la autosugestión, y preguntándose complacientemente si, después de todo, él mismo no sufriría en su vejez de visitaciones del mismo tipo que afligían a su respetado jefe.

Y, mientras se metía en la cama y pensaba de nuevo en el rostro arrugado de su maestro, su cabeza bellamente delineada y las profundas líneas trazadas por años de trabajo y autodisciplina, se dio vuelta sobre su almohada y se durmió con un suspiro que fue medio de asombro, medio de lamento.


2
Fue en febrero, nueve meses después, cuando el doctor Laidlaw se encaminó a Charing Cross para encontrarse con su jefe luego de su larga ausencia de viaje y exploración. La visión de las supuestas Tablas de los Dioses, mientras tanto, había abandonado casi enteramente su memoria.

Había pocas personas en el tren, dado que la corriente del tráfico estaba, ahora, moviéndose en dirección contraria, y no tuvo dificultad en hallar al hombre que había ido a buscar. La impresión del cabello blanco debajo del sombrero de fieltro fue, por sí sola, suficiente para distinguirlo con facilidad.

—¡Por fin llegué! —exclamó el profesor algo cansado, apretando la mano de su amigo mientras escuchaba el cálido saludo y las preguntas del joven doctor—. Llegué... un poco más viejo y mucho más sucio que la última vez que me viste —Riéndose, bajó la mirada hacia sus prendas manchadas por el viaje.

—Y mucho más sabio —dijo Laidlaw con una sonrisa mientras buscaba maleteros por la plataforma e informaba a su jefe de las últimas novedades científicas.

Finalmente, se avinieron a consideraciones prácticas.

—Y su equipaje... ¿dónde está? Debe tener una pila, supongo —dijo Laidlaw.

—Casi nada —respondió el profesor Ebor—. Nada, de hecho, excepto lo que ve.

—¿Nada excepto este bolso? —se rio el otro, pensando que era una broma.

—Y una pequeña maleta en el furgón —fue la tranquila respuesta—. No tengo otro equipaje.

—¿No tiene otro equipaje? —repitió Laidlaw, girándose bruscamente para ver si estaba hablando en serio.

—¿Por qué debería necesitar más? —añadió sencillamente el profesor.

Algo en el rostro del hombre, o la voz, o los modales (el doctor apenas sabía cuál) le pareció repentinamente extraño. Se había producido un cambio en él, un cambio tan profundo (es decir, tan imperceptible en la superficie) que, al principio, no se había dado cuenta de ello. Por un instante, fue como si una personalidad completamente extraña estuviese parada ante él en ese ruidoso y ajetreado gentío. Aquí, en toda la confusión familiar y amistosa de una multitud de Charing Cross, una curiosa sensación de frío sobrevoló su corazón, tocando su vida con dedos gélidos, al punto de que realmente tembló y sintió miedo.

Miró rápidamente a su amigo. Su mente trabajaba con pensamientos alarmantes y desagradables.

—¿Solo esto? —repitió, apuntando el bolso—. ¿Pero dónde están todas las cosas con las que partió? ¿Y... no ha traído nada a casa... ningún tesoro?

—Eso es todo lo que tengo —dijo el otro brevemente. La pálida sonrisa que acompañó las palabras causó al doctor una segunda sensación indescriptible de intranquilidad. Algo andaba muy mal, algo era muy raro; se asombraba, ahora, de que no lo hubiera percibido antes.

—El resto, obviamente, viene con retraso —añadió discreta y tan naturalmente como fue posible—. Bueno, señor, debe estar cansado y hambriento luego de su largo viaje. Buscaré un taxi inmediatamente y podremos ocuparnos después del otro equipaje.

Le pareció que apenas sabía lo que estaba diciendo; el cambio en su amigo se le había presentado muy repentinamente y ahora se le volvía más y más angustiante. Pero no podía distinguir exactamente en qué consistía. Una sospecha terrible comenzó a tomar forma en su mente, inquietándolo espantosamente.

—No estoy cansado ni hambriento, gracias —dijo tranquilamente el profesor—. Y esto es todo lo que tengo. No vendrá otro equipaje. No traje nada a casa... nada excepto lo que ve.

Sus palabras fueron terminantes. Se subieron a un taxi, dieron propina al maletero, que había estado mirando con asombro la venerable figura del científico, y fueron transportados lenta y ruidosamente a la casa en el norte de Londres donde estaba el laboratorio, el escenario de sus labores de años.

Y, en todo el camino, el profesor Ebor no dijo una palabra ni el doctor Laidlaw encontró el coraje para formular una sola pregunta.

Solo fue a finales de esa noche, antes de que se marchara, mientras los dos hombres estaban parados ante el fuego en el estudio (aquél estudio donde habían discutido tantos problemas de vital y absorbente interés), que el doctor Laidlaw, finalmente, encontró la fuerza para ir al grano con preguntas directas. El profesor le había estado ofreciendo un relato superficial e inconexo de sus viajes, de sus excursiones en camello, de sus campamentos en las montañas y el desierto, y de sus exploraciones en los templos enterrados y, más profundo, en los residuos de las arenas prehistóricas, cuando, súbitamente, el doctor llegó al punto deseado con una especie de ímpetu nervioso, casi como un niño asustado.

—Y encontró... —comenzó a decir tartamudeando y mirando con firmeza el rostro terriblemente alterado del otro, del cual cada línea de esperanza y alegría parecía haber sido borrada como un borrador elimina las marcas de un pizarrón— encontró...

—Encontré —respondió el otro con una voz solemne, que era la voz de un místico más que la de un hombre de ciencia—, encontré lo que fui a buscar. La visión no me falló ni una vez. Me guio derecho al lugar como una estrella en el cielo. Encontré... las Tablas de los Dioses.

El doctor Laidlaw se quedó sin aliento y se afirmó contra el respaldo de una silla. Las palabras cayeron como partículas de hielo sobre su corazón. Por primera vez, el profesor había pronunciado la conocida frase sin el destello de luz y maravilla en su rostro que siempre la había acompañado.

—¿Usted... las trajo? —titubeó.

—Las traje a casa —dijo el otro en una voz con un timbre como a hierro— y... las descifré.

Una profunda desesperanza, el florecimiento de una oscuridad exterior, el sonido muerto de un alma desesperada congelándose en el frío absoluto del espacio parecía llenar las pausas entre las breves oraciones. Siguió un silencio, durante el cual el doctor Laidlaw no vio nada, excepto el blanco rostro delante de él que alternativamente palidecía y coloreaba.

—¡Ay, son indestructibles! —escuchó continuar a la voz con su timbre metálico y regular.

—Indestructibles —repitió Laidlaw mecánicamente, apenas sabiendo qué estaba diciendo.

De nuevo, transcurrió un silencio de varios minutos, durante el cual, con un frío creciente en de su corazón, miró detenidamente a los ojos al hombre que había conocido y amado tanto tiempo (sí, y adorado también), el hombre que primero había abierto sus propios ojos cuando eran ciegos y que lo había guiado a las puertas del conocimiento, y durante una distancia nada pequeña a lo largo del difícil camino posterior, el hombre que, en otro sentido, había transmitido la fuerza de su fe a los corazones de miles en sus libros.

—¿Puedo verlas? —preguntó finalmente en una voz baja que apenas reconoció como propia—. ¿Me permitirá conocer... su mensaje?

El profesor Ebor mantuvo sus ojos fijos sobre el rostro de su asistente mientras respondió, con una sonrisa que era más la mueca de la muerte que una sonrisa de un humano viviente.

—Cuando yo ya no esté —susurró—, cuando yo haya fallecido. Entonces podrás encontrarlas y leer la traducción que hice. Y entonces, además, cuando llegue tu turno, deberás planificar, con los últimos recursos de la ciencia a tu disposición para auxiliarte, su total destrucción —Hizo una pausa momentánea y su rostro palideció tanto como el rostro de un cadáver—. Hasta ese momento —añadió inmediatamente sin levantar la mirada— debo pedirte que no menciones nuevamente el asunto y que, mientras tanto, mantengas mi confidencia en absoluto secreto.


3

Transcurrió lentamente un año y, al final del mismo, el doctor Laidlaw encontró necesario cortar su vínculo laboral con su amigo y otrora director. El profesor Ebor ya no era el mismo hombre. La luz había abandonado su vida; el laboratorio estaba cerrado; ya ni aplicaba la pluma al papel ni su mente a un solo problema. En el corto espacio de unos pocos meses, había pasado de un hombre sano y robusto de mediana edad a la condición de la vejez (un hombre colapsado y al borde de la disolución). La muerte, estaba claro, lo esperaba en las sombras de cualquier día (y él lo sabía).

Describir fielmente la naturaleza de esta profunda alteración en su carácter y temperamento no es fácil, pero el doctor Laidlaw lo resumió para sí mismo en tres palabras: pérdida de fe. Los espléndidos poderes mentales permanecían, en efecto, intactos, pero el incentivo para usarlos (para usarlos en ayuda de otros) se había ido. Su carácter aún retenía sus buenos hábitos altruistas de años, pero el lejano objetivo, para el que habían sido sus hilos conductores, se había desvanecido. El deseo de conocer (conocer por amor al arte) había muerto y la esperanza apasionada, la cual, hasta el momento, había animado con energía inagotable el corazón y el cerebro de este intelecto espléndidamente equipado, había sufrido un eclipse total. El fuego interior se había apagado. Nada había que valiese la pena hacer, pensar, trabajar. ¡Ya no había nada por lo que trabajar!

El primer paso del profesor fue sacar de circulación tantos libros suyos como fuera posible; el segundo, cerrar su laboratorio y detener toda investigación. No dio explicaciones, no aceptaba preguntas. Su entera personalidad se cayó a pedazos, por así decirlo, hasta que su vida cotidiana se volvió un mero proceso mecánico de vestir el cuerpo, alimentar el cuerpo, mantenerlo con buena salud a los fines de evitar molestias físicas y, sobre todo, no hacer nada que pudiese interferir con el sueño. El profesor hacía todo lo que podía para alargar las horas de sueño y, por lo tanto, de olvido.

Estaba lo suficientemente claro para el doctor Laidlaw. Un hombre más débil, sabía él, habría buscado perderse a sí mismo en una u otra forma de indulgencia sensual (somníferos, alcohol, los primeros placeres al alcance de la mano). La autodestrucción habría sido el método de una clase un poco más atrevida y la maldad deliberada, envenenando con su horrible conocimiento todo lo que pudiese, el método de aún otra clase de hombre. Mark Ebor no era ninguna de esas. Se mantenía bajo un estricto control, enfrentando silenciosamente y sin quejas los terribles hechos que creía honestamente haber sido lo suficientemente desafortunado de descubrir. Incluso a su íntimo amigo y asistente, al doctor Laidlaw, no le concedía palabra de verdadera explicación o de lamento. Iba derecho al final, sabiendo bien que el final no estaba muy lejos.

Y la muerte le sobrevino muy silenciosamente un día mientras estaba sentado en el sillón del estudio, enfrentando directamente las puertas del laboratorio (las puertas que ya no se abrían). El doctor Laidlaw, por una feliz coincidencia, estaba con él en ese momento y justo fue capaz de ponerse a su lado en respuesta a los súbitos y dolorosos esfuerzos por respirar; justo a tiempo, además, para oír las palabras murmuradas que escaparon de los labios pálidos como un mensaje de ultratumba.

—Léelos, si debes; y si puedes... destrúyelas. Pero... —su voz se hizo tan débil que el doctor Laidlaw solo pudo captar las sílabas moribundas— pero... nunca, nunca... las reveles al mundo.

Y como un manojo gris de polvo ligeramente amontonado en una prenda vieja, el profesor se hundió en su sillón y expiró.

Pero esto fue solo la muerte de su cuerpo. Su espíritu había muerto dos años atrás.


4

El patrimonio del muerto era pequeño y sencillo, y el doctor Laidlaw, como único albacea y legatario residual, no tuvo problemas para arreglar la sucesión. Un mes después del funeral, estaba sentado solo en su biblioteca del piso superior, completados los últimos deberes penosos y llena su mente de nostálgicas memorias y remordimientos por la pérdida de un amigo que había reverenciado y amado, y con quien estaba incalculablemente en deuda. Los últimos dos años, en efecto, habían sido terribles para él. Ver la rápida decadencia de la máxima combinación de corazón y cerebro que había conocido y darse cuenta de que era incapaz de ayudar, fue una fuente de profunda aflicción que permanecería hasta el final de sus días.

Al mismo tiempo, una curiosidad insaciable lo poseyó. El estudio de la demencia estaba, por supuesto, fuera de su área de especialización, pero sabía lo bastante como para entender cuánto un pequeño asunto puede ser la causa real de una gran ilusión, y él había sido devorado, desde el comienzo mismo, por una ansiedad creciente e incesante de saber qué había encontrado el profesor en las arenas de “Caldea”, qué podían ser estas preciosas Tablas de los Dioses y, particularmente (porque esta era la causa real que había minado la lucidez y esperanza del hombre), cuál era la inscripción que él había creído descifrar allí.

El rasgo curioso de todo esto, para su propia mente, era que, mientras su amigo había soñado encontrar un mensaje de gloriosa esperanza y consuelo, había descubierto aparentemente (siempre y cuando hubiese encontrado algo inteligible y no lo hubiese inventado en su demencia) que el secreto del mundo y el significado de la vida y la muerte eran de una naturaleza tan terrible que arrebataban el coraje al corazón y la esperanza al alma. ¿Cuál, entonces, podría ser el contenido del pequeño paquete marrón que el profesor le había legado con sus significativas palabras moribundas?

De hecho, su mano estaba temblando mientras se giraba hacia el escritorio y comenzaba lentamente a abrir un pequeño escritorio anticuado, en el que las pequeñas iniciales doradas “M.E.” se destacaban como un melancólico recuerdo. Puso la llave en la cerradura y la giró. Luego, súbitamente, se detuvo y miró alrededor. ¿Fue eso un sonido en el fondo de la habitación? Fue como si justo alguien se hubiese reído y, después, hubiese intentado ahogar la risa tosiendo. Lo recorrió un ligero escalofrío mientras estuvo escuchando.

—Esto es absurdo —dijo en voz alta—, demasiado absurdo como para ponerme tan nervioso. Es el efecto de la curiosidad indebidamente prolongada —Sonrió con un poco de tristeza y sus ojos deambularon al cielo azul de verano y a los plátanos que se bamboleaban al viento debajo de su ventana—. Es la reacción —continuó—. ¡La curiosidad de dos años a ser extinta en un solo instante! La tensión nerviosa, por supuesto, debe ser considerable.

Se volvió hacia el escritorio marrón y lo abrió sin más dilaciones. Su mano estaba firme ahora y extrajo el paquete que había dentro sin temblar. Era pesado. Un momento más tarde, yacía ante él sobre la mesa un par de plaquetas de piedra gris (lucían como de piedra, aunque se sentían como de metal) desgastadas por la exposición a la intemperie, en las que vio marcas de un curioso carácter que podrían ser las meras trazas de las fuerzas naturales a lo largo de siglos o, igualmente, los semidestruidos jeroglíficos tallados sobre sus superficies en los siglos pasados por la mano más o menos indocta de un simple escriba.

Levantó cada piedra por turnos y las examinó cuidadosamente. Le pareció que un ligero calor pasó desde la sustancia a su piel y las bajó súbitamente como con un gesto de inquietud.

—¡Un hombre muy inteligente o muy imaginativo —se dijo a sí mismo— el que pudiese exprimir los secretos de la vida y la muerte de semejantes oraciones inconclusas!

Luego, se dirigió a un sobre amarillo, que yacía junto a estas en el escritorio, con una sola palabra en el exterior con la letra del profesor (la palabra “Traducción”).

—Ahora —pensó, tomándola con un súbito arrebato para ocultar su nerviosismo—, ahora la gran solución. Ahora el significado de los mundos y por qué fue creada la humanidad y por qué la disciplina vale la pena, y el sacrificio y el dolor son la verdadera ley del progreso.

Había una sombre de desprecio en su voz y, sin embargo, algo en él temblaba al mismo tiempo. Sostuvo el sobre como sopesándolo en su mano, considerando muchas cosas en su mente. Luego, la curiosidad salió victoriosa y rasgó súbitamente el envoltorio con el gesto de un actor que rasga el envoltorio de una carta en el escenario, sabiendo que no hay un verdadero papel dentro.

Una página de texto bien escrita con la letra del difunto científico yacía delante de él. La leyó de principio a fin sin perderse una palabra, pronunciando cada sílaba con claridad y en voz baja mientras leía.

La palidez de su rostro se volvió espantosa mientras se acercaba al final. Todo su cuerpo temblaba como afiebrado. Respiraba con dificultad. Sin embargo, aún tenía agarrada la hoja de papel y, deliberadamente, como con un intenso esfuerzo de la voluntad, la leyó completamente una segunda vez de principio a fin. Y, esta vez, cuando la última sílaba escapó de sus labios, todo el rostro del hombre se encendió con una súbita y terrible ira. Su piel se puso muy, muy roja, y apretó los dientes. Con toda la fuerza de su alma vigorosa estaba luchando por mantenerse en control.

Por, quizás, cinco minutos, estuvo parado allí junto a la mesa sin mover un músculo. Podría haber estado tallado en piedra. Sus ojos estaban cerrados y solo el jadeo de su pecho delataba el hecho de que era un ser vivo.

Entonces, con una extraña tranquilidad, encendió un fósforo y lo aplicó a la hoja de papel que sostenía en su mano. Las cenizas cayeron lentamente a su alrededor una a una y las sopló del alféizar al aire, siguiéndolas con sus ojos mientras se alejaban flotando en el viento de verano que respiraba con tanta calidez sobre el mundo.

Se volvió lentamente hacia la habitación. Aunque sus acciones y movimientos eran absolutamente firmes y controlados, era claro que estaba al borde de una acción violenta. Un huracán podría desatarse en la tranquila habitación en cualquier momento. Sus músculos estaban tensos y rígidos. Entonces, súbitamente, palideció, colapsó y se hundió de espaldas en el sillón como un bulto de materia inerte. Se había desmayado.

En menos de una hora, recuperó la consciencia y se sentó. Como antes, no emitió ningún sonido. Ni una sílaba escapó de su boca. Se levantó silenciosamente y miró la habitación.

Entonces, hizo una cosa curiosa.

Tomando un bastón pesado del exhibidor de la esquina, se aproximó a la repisa de la chimenea y, con un fuerte golpe demoledor, hizo añicos el reloj. El vidrio cayó pulverizado.

—Calla tu voz mentirosa para siempre —dijo con un curioso tono calmo y parejo—. ¡No existe tal cosa como el tiempo!

Sacó el reloj de su bolsillo, lo revoleó varias veces por la larga cadena dorada, lo hizo añicos contra la pared con un solo golpe y, luego, entró al laboratorio de al lado y colgó su destrozado cuerpo en los huesos del esqueleto de la esquina de la habitación.

—Dejemos que una maldita farsa cuelgo sobre otra —dijo sonriendo extrañamente—. ¡Ilusiones ambos y tan crueles como falsos!

Lentamente regresó a la habitación principal. Se detuvo frente a la estantería donde estaban parados en fila las “Escrituras del Mundo”, magníficamente encuadernadas y exquisitamente impresas, la posesión más preciada del difunto profesor, y, a su lado, varios libros firmados “El Peregrino”.

Uno por uno, los retiró del estante y los arrojó por la ventana abierta.

—¡Los sueños de un diablo! ¡Los estúpidos sueños de un diablo! —gritó con una risa salvaje.

Luego, se detuvo de puro cansancio. Volvió sus ojos lentamente a la pared opuesta, donde colgaba una extraña variedad de espadas y dagas orientales, cimitarras y lanzas, la colección de muchos viajes. Atravesó la habitación y pasó su dedo por la hoja. Su mente parecía dudar.

—No —murmuró ahora—, así no. Hay formas mejores y más fáciles.

Tomó su sombrero, bajó las escaleras y salió a la calle.


5

Eran las cinco en punto y el Sol de junio calentaba el pavimento. Sintió el metal del picaporte quemándole la palma de la mano.

—Ah, Laidlaw, ¡qué oportuno! —gritó cerca una voz—. Justo venía a verte. Tengo un caso que te interesará, y además recuerdo que sazonas el té con hojas de naranja, y admito...

Era Alexis Stephen, el gran doctor hipnotista.

—Hoy no tomé té —dijo Laidlaw algo aturdido luego de mirarlo un momento como si le hubiese golpeado en la cara. Una nueva idea había entrado en su mente.

—¿Cuál es el problema? —preguntó el doctor Stephen rápidamente—. Algo te sucede. Es este calor repentino o el exceso de trabajo. Venga, hombre, entremos.

Una súbita luz se derramó sobre el rostro del hombre más joven, la luz de una inspiración divina. Miró a su amigo a la cara y dijo, sin rodeos, una mentira.

—¡Qué casualidad! —dijo—. Yo mismo estaba por ir a verte. Tengo algo de gran importancia con que poner a prueba tu confianza. Pero en tu casa, por favor —dijo mientras Stephen lo presionaba contra su propia puerta—, en tu casa. Está tan solo a la vuelta de la esquina y yo... yo no puedo volver ahí... a mi habitación... hasta que te lo haya contado.

—Soy tu paciente... por el momento —añadió tartamudeando tan pronto estuvieron sentados en la privacidad del santuario del hipnotista— y quiero... este...

—Mi estimado Laidlaw —interrumpió el otro con esa voz reconfortante de mando que había sugestionado en muchas almas sufrientes que la cura para su dolor estaba en los poderes de su propia voluntad resucitada—. Estoy siempre a tu servicio, como sabes. Solo debes decirme qué puedo hacer por ti y lo haré. —Mostró todo su deseo de ayudarlo. Su actitud era indescriptiblemente discreta y directa.

El doctor Laidlaw miró a su rostro.

—Te entrego mi voluntad —dijo él, ya tranquilizado por la presencia curativa del otro— y quiero que me hipnotices... inmediatamente. Quiero que me sugestiones —su voz se hizo muy tensa— para que olvide... olvide hasta que muera... todo lo que me ha sucedido durante las últimas dos horas. Presta atención, hasta que muera —añadió con un énfasis solemne—, hasta que muera.

Se quedaba sin palabras y tartamudeaba como un niño asustado. Alexis Stephen lo miraba fijamente sin hablar.

—Además —continuó Laidlaw— no quiero que me hagas preguntas. Deseo olvidar para siempre algo que descubrí recientemente... algo terrible y, sin embargo, tan obvio que apenas puedo entender por qué no es evidente a todas las mentes del mundo... porque tuve un momento de claridad absoluta... de clarividencia despiadada. Pero quiero que nadie más en todo el mundo sepa qué es... y menos aún, viejo amigo, tú mismo.

Hablaba con mucha confusión y apenas sabía lo que estaba diciendo. Pero el dolor en su rostro y la angustia en su voz fueron un pasaporte instantáneo al corazón del otro.

—Nada más sencillo —respondió el doctor Stephen luego de una vacilación tan leve que el otro, probablemente, ni siquiera notó—. Acompáñame a mi otra habitación, donde no nos molestarán. Puedo curarte. La memoria de las últimas dos horas será borrada como si nunca hubiera ocurrido. Puedes confiar absolutamente en mí.

—Sé que puedo —dijo simplemente Laidlaw mientras lo seguía.


6

Una hora después, regresaron nuevamente a la habitación principal. El Sol ya estaba detrás de las casas de enfrente y las sombras comenzaban a congregarse.

—¿No opuse resistencia? —preguntó Laidlaw.

—Fuiste un poco obstinado al principio. Pero, aunque entraste como un león, saliste como un cordero. Te dejé dormir un poco después.

El doctor Stephen mantenía sus ojos bastante fijos en el rostro de su amigo.

—¿Qué estabas haciendo junto al fuego antes de que vinieses aquí? —preguntó, haciendo una pausa con un tono casual mientras encendía un cigarrillo y alcanzaba la cigarrera a su paciente.

—¿Yo? Déjame ver… ¡Ah, ya sé! Estaba luchando con los papeles y las cosas del pobre Ebor. Soy su albacea, sabes. Luego, me cansé y salí a tomar aire —Hablaba tranquilamente y con perfecta naturalidad. Obviamente estaba diciendo la verdad—. Prefiero los especímenes a los papales —se rio alegremente.

—Lo sé, lo sé —dijo el doctor Stephen, sosteniendo un fósforo encendido para el cigarrillo.

Su rostro se mostraba satisfecho. El experimento había sido un éxito rotundo. La memoria de las últimas dos horas fue borrada totalmente. Laidlaw ya estaba charlando con alegría y ligereza sobre una docena de otras cosas que le interesaban. Juntos salieron a la calle y, en su puerta, el doctor Stephen lo despidió con una broma y una mueca que hizo reír enérgicamente a su amigo.

—No te comas los viejos papeles del profesor por equivocación —gritó mientras desaparecía por la calle.

El doctor Laidlaw subió a su estudio en lo alto de la casa. A medio camino, se encontró con su ama de llaves, la señora Fewings. Estaba agitada y alborotada, y su rostro estaba muy colorado y transpirado.

—¡Han entrado ladrones —gritó alborotada— o algo raro pasó! Todas sus cosas están desparramadas, señor. ¡Encontré todo tirado por todas partes! —Estaba muy desconcertada. En este ordenado y muy detallista establecimiento era inusual encontrar una cosa fuera de lugar.

—¡No, mis especímenes! —gritó el doctor, corriendo el resto de las escaleras a toda velocidad—. ¿Las tocaron o…?

Se abalanzó sobre la puerta del laboratorio. La señora Fewings subía jadeando detrás de él.

—No tocaron el laboratorio —explicó ella sin aliento—, pero destrozaron el reloj de la biblioteca y colgaron su reloj de oro en las manos del esqueleto, señor. Y, a los libros que no tenían valor, los tiraron por la ventana como un montón de basura. ¡Deben haber estado muy borrachos, doctor Laidlaw!

El joven científico examinó apresuradamente la habitación. No faltaba nada de valor. Comenzó a preguntarse qué clase de ladrones eran. Miró con atención a la señora Fewings parada en el umbral. Por un momento, pareció que buscaba algo en su mente.

—¡Qué raro! —dijo finalmente—. Me fui tan solo hace una hora y todo estaba perfecto entonces.

—¿De verdad, señor? Sí, señor —Ella lo miró con atención. Su habitación daba al jardín y ella debía haber visto a los libros caer y también debía haber escuchado a su patrón salir de la casa unos minutos después.

—¿Y qué es esta porquería que dejaron los bestias? —gritó, levantando dos planchas gastadas de piedra gris del escritorio—. Tablas de lavar o algo así, digo yo.

De nuevo miró intensamente a la confundida y alterada ama de llaves.

—Tírelas a la basura, señora Fewings, y… y hágame saber si falta algo en la casa, y daré aviso a la policía esta noche.

Cuando ella dejó la habitación, él entró al laboratorio y tomó su reloj de los dedos del esqueleto. Su rostro lucía preocupado, pero, luego de un pensamiento fugaz, se serenó nuevamente. Su memoria estaba en blanco.

—Supongo que lo dejé en el escritorio cuando salí a tomar aire —dijo. Y no había nadie presente para contradecirlo.

Caminó hasta la ventana y sopló despreocupadamente unas cenizas de papel quemado del alféizar y se quedó mirándolas mientras se alejaban flotando perezosamente sobre las copas de los árboles.

Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Ariel Palomo para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Algernon Blackwood: El hombre que se enteró (The Man Who Found Out), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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