«La Otra Ala»: Algernon Blackwood; relato y análisis


«La Otra Ala»: Algernon Blackwood; relato y análisis.




La otra ala (The Other Wing) es un relato de fantasmas del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1915 de la revista McBride's, y luego reeditado en la antología de 1917: Relatos del día y la noche (Day and Night Stories).

La otra ala, uno de los cuentos de Algernon Blackwood menos conocidos, relata la historia de Tim, un niño que vive en una gran mansión isabelina y es visitado por las noches por una misteriosa entidad [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

SPOILERS.

Tim es un niño de unos ocho o nueve años que vive con su amada familia y sus sirvientes en una gran mansión isabelina. Desde que su hermano mayor se fue al internado, Tim ha dormido solo. No le tiene exactamente miedo a su misterioso visitante nocturno; de hecho, siente afecto por él... aunque suceden algunas cosas extrañas por la noche [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

Tim a menudo se pregunta de dónde vienen sus visitantes nocturnos; hasta que un día, después de una conversación con su madre, decide que deben provenir de la Otra Ala, un ala de la gran mansión cerrada durante mucho tiempo y prohibida para los niños. Entonces, por supuesto, Tim empieza a imaginar todo tipo de cosas sobre la Otra Ala. Un día, cuando sus padres están fuera, evade a los sirvientes y entra a través de la puerta que generalmente está cerrada, pero que en esta ocasión está misteriosamente abierta, para buscar al Gobernante, quien cree que es su amigo de medianoche. Para su sorpresa, la Otra Ala es tal como la había imaginado; y de repente se encuentra caminando por el Pasdizo de las Pesadillas, cargando el viejo bastón de su abuelo, hasta que de repente se abre una puerta... [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

La otra ala de Algernon Blackwood es un relato brillantemente escrito que produce una incierta sensación de inquietud, de cosas que se vislumbran a medias, que no se ven de frente ni se comprenden por completo. Probablemente la juventud de Tim, y su poderosa imaginación, hacen que el protagonista no se preocupe demasiado por cuestiones que seguramente dejarían temblando a un adulto. Definitivamente no es un relato de terror, hay que decirlo. No hay necesidad de temer por el pequeño Tim. De hecho, hasta podríamos pensar que todo fue una pesadilla, sino fuera por... bueno, el giro final es demasiado interesante como para resumirlo brutalmente aquí [ver: El ABC de las historias de fantasmas]

Esta idea de un niño que vive en una gran mansión y es visitado por fantasmas no es nueva, pero el ángulo que utiliza Algernon Blackwood definitivamente lo es [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]. Lo más interesante del relato, al menos para mí, es cómo Tim va desarrollando un contexto, una serie de ideas y teorías acerca de este fantasma, de dónde viene, por qué está allí, y adónde va cuando desaparece. De dónde viene y adónde va son el mismo lugar: la otra ala de la mansión. Allí descubre un verdadero reino de espíritus, con los más dañinos atrapados detrás de las puertas cerradas y todo presidido por el espíritu benévolo de su abuelo. Tim, finalmente, le devuelve un viejo artículo a su abuelo y se retira, pero años después ese acto de bondad es recompensado, muchas, muchas veces.

La otra ala recorre un camino diferente al que habitualmente nos lleva Algernon Blackwood, por varias razones: está ambientado en una gran mansión isabelina, el protagonista es un niño, e involucra un fantasma amistoso. Por lo tanto, no es de extrañar que sea casi desconocido: hay cierta inquietud subyacente, pero no terror, y eso está muy bien porque el relato no se propone asustarnos, sino más bien brindarnos una lúcida mirada sobre la imaginación [ver: Casas Embrujadas vs. Casas Malditas]

Nuevamente debemos agradecer la inestimable colaboración de Ariel Palomo, quien ha hecho un trabajo formidable al traducir La otra ala, así como otros cuentos de Algernon Blackwood que hemos publicado aquí en El Espejo Gótico; entre ellos: La regeneración de Lord Ernie (The Regeneration of Lord Ernie), Los viajeros (Wayfarers), La llamada (The Call) y El Oyente (The Listener).




La otra ala.
The Other Wing, Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Ariel Palomo)


1

Solía desconcertarlo que, por la noche, alguien mirase en la habitación por el borde de la puerta y se retirase muy rápidamente como para que él viese la cara. Cuando la niñera se había ido con la vela, esto sucedía.

—Buenas noches, señorito Tim—decía ella como siempre, tapando la luz con una mano para protegerle los ojos—, sueñe conmigo y yo soñaré con usted.

Salía lentamente. La sombra afilada de la puerta cruzaba el techo como un tren. Había un coloquio susurrado en el corredor de afuera—sobre él, por supuesto—y se quedaba solo. Escuchaba los pasos adentrarse más y más profundamente en el seno de la antigua casa solariega; eran audibles, por un momento, sobre el piso de piedra del vestíbulo, y, a veces, también le llegaba el golpe sordo de la puerta de paño que conducía al alojamiento de los sirvientes; luego, silencio. Pero solo era cuando el último sonido, como también el último indicio de ella, se había desvanecido que la cara emergía de su escondite y se asomaba rápidamente desde el rincón. Por regla general, además, venía justo cuando él estaba diciendo: “Ahora me iré a dormir. No pensaré más. Buenas noches, señorito Tim, y dulce sueños.”. Amaba decirse esto; le traía una sensación de camaradería, como si allí hubiese dos personas hablando.

La habitación estaba en la parte más alta de la antigua casa, una habitación grande, de techos altos, y su cama contra la pared tenía una barandilla de hierro alrededor. Las cortinas en la otra punta de la habitación estaban cerradas. Estaba acostado mirando la luz del fuego que bailaba sobre los pesados pliegues, cuyo patrón mostraba un spaniel corriendo unos pájaros de cola larga hacia un árbol frondoso. Contaba el número de perros y el número de pájaros y el número de árboles, pero nunca los hacía coincidir. Había un plan en alguna parte de ese patrón; si tan solo pudiese descubrirlo, los perros y los pájaros y los árboles “saldrían bien”. Cientos y cientos de veces había jugado este juego, porque el plan en el patrón hacía posible tomar partido, y el pájaro y el perro estaban en su contra. Sin embargo, ellos siempre ganaban. Las cortinas colgaban bastante quietas la mayor parte del tiempo, pero le pareció que una o dos veces se habían movido—escondiendo un perro o un pájaro intencionalmente para prevenir su triunfo. Por ejemplo, él tenía once pájaros y once árboles, y, al fijarlos en su mente diciendo: “Son once pájaros y once árboles, pero solo diez perros”, sus ojos volvieron para encontrar el onceavo perro cuando la cortina se movió y echó nuevamente por tierra sus cálculos. El onceavo perro estaba escondido. No le gustaba mucho el movimiento; le causaba sentimientos dudosos, más bien, porque la cortina no se movía por cuenta propia. Pero, usualmente, estaba demasiado concentrado en contar los perros como para sentir una inquietud segura.

Enfrente estaba el hogar, lleno de brasas rojas y amarillas, y, estando acostado con su cabeza de lado sobre la almohada, podía ver directamente por entre las barras. Cuando los carbones se acomodaban con un crujido suave, polvoriento, volvía sus ojos desde las cortinas hacia el hogar, tratando de descubrir exactamente qué pedazos habían caído. Mientras que el resplandor estaba allí, el sonido parecía bastante placentero, pero, a veces, se despertaba tarde por la noche, la habitación llena de oscuridad, el fuego casi apagado—y el sonido no era, entonces, tan placentero. Lo sobresaltaba. Las brasas no caían por cuenta propia. Parecía que alguien las había empujado cuidadosamente. Las sombras eran muy espesas delante de las barras. Como con las cortinas, más aún, el aspecto enlutado del fuego extinto, las cenizas heladas que hacían un sonido tintineante como hojalata, no causaban ninguna clase de emoción en su alma.

Y era usualmente cuando él yacía esperando a dormirse, cansado tanto de la cortina como del juego con los carbones, a punto, en efecto, de decir: “Me iré a dormir ahora”, que el hecho desconcertante tenía lugar. Él estaría mirando soñolientamente al fuego agonizante, quizás contando las medias y las prendas de franela que colgaban a lo largo de la alta rejilla cuando, súbitamente, una persona se asomaba con la velocidad del rayo y desaparecía nuevamente antes de que él pusiera siquiera girar la cabeza para mirar. La aparición y desaparición eran realizadas siempre con una rapidez inusitada.

Eran una cabeza y unos hombros los que se asomaban, y el movimiento combinaba la velocidad, la ligereza y el silencio de una sombra. Solo que no era una sombra. Una mano sostenía el borde de la puerta. La cara se asomaba, lo miraba y se retiraba como un rayo. Le era totalmente imposible imaginar algo más rápido y astuto. Corría a toda velocidad. No escuchaba un solo ruido. Se iba. Sin embargo, lo había visto, lo había mirado completamente, lo había examinado, tomando nota de lo que él estaba haciendo con un vistazo instantáneo. Quería saber si él aún estaba despierto o dormido. Y, aunque se iba, aún lo miraba desde la distancia; esperaba en alguna parte; sabía todo sobre él. Dónde esperaba, nadie podría nunca adivinarlo. Probablemente provenía, sentía él, de más allá de la casa, posiblemente del techo, pero más probablemente del jardín o del cielo. Pero, aunque era extraño, no era terrible. Era un figura amable y protectora, sentía él. Y, cuando sucedía, nunca pedía ayuda porque el suceso simplemente lo dejaba sin habla.

“Proviene del Pasadizo de las Pesadillas”, decidió él; “pero no es una pesadilla”. Lo desconcertaba.

A veces, más aún, venía más de una vez en una sola noche. Él estaba bastante seguro—pero no del todo—que ocupaba su habitación tan pronto como se dormía. Tomaba posesión, sentándose, quizás, ante el fuego agonizante, parándose derecho detrás de las pesadas cortinas o, incluso, acostándose en la cama vacía que usaba su hermano cuando volvía a casa del colegio. Quizás, jugaban el juego de la cortina; quizás, empujaba los carbones; sabía, en cualquier caso, dónde se había escondido el onceavo perro. Ciertamente entraba y salía; ciertamente, también, no deseaba ser visto. Porque, más de una vez, al despertarse súbitamente en la oscuridad de la noche, Tim sabía que estaba parado junto a su cama y se inclinaba sobre él. Más que escuchar, sentía su presencia. Se alejaba deslizándose silenciosamente. Se movía con una suavidad maravillosa, pero estaba seguro de que se movía. Sentía la diferencia, por así decirlo. Había estado cerca de él; ahora, se había ido. Volvía, también, justo cuando se estaba volviendo a dormir. Sus idas y partidas nocturnas, sin embargo, se mostraban marcadamente diferentes a su primera y tímida aproximación tentativa. Porque, a la luz del fuego, venía en soledad; mientras que, en las horas oscuras y silenciosas, tenía a su lado a... otros.

Y fue entonces que decidió que sus movimientos silenciosos y veloces se debían al hecho de que tenía alas. Volaba. Y los otros que venían en la oscuridad eran “sus pequeños”. También decidió que todos eran amigables, reconfortantes, protectores, y, aunque ciertamente no era una Pesadilla, venía, de algún modo, por el Pasadizo de las Pesadillas antes de alcanzarlo.

—Es así, ¿sabe? —le explicó a la niñera—. El grande viene a visitarme solo, pero solo trae a sus pequeños cuando estoy muy dormido.

—Entonces, cuanto más rápido se duerma, tanto mejor, ¿verdad, señorito Tim?

—¡Claro! —respondió—. Siempre lo hago. ¡Solo me pregunto de dónde vienen! —Habló, sin embargo, como si tuviera una corazonada.

Pero como la niñera le daba muy poca importancia al asunto, se dio por vencido con ella y lo intentó con su padre.

—Por supuesto—respondió su ocupado, pero afectivo padre—, o bien no es nadie o bien es el Sueño que viene a llevarte a la tierra de los sueños.

Hizo esta afirmación amablemente, pero algo abruptamente, porque justo en ese momento estaba preocupado por los impuestos adicionales a su tierra, y el esfuerzo de fijar su mente en el mundo imaginario de Tim le resultaba imposible en ese momento. Puso al niño sobre sus rodillas, lo besó y lo palmeó como si fuera su perro favorito, y lo puso nuevamente sobre la alfombra con un movimiento veloz.

—Corre y pregúntale a tu madre—añadió—. Ella sabe de toda esta clase de cosas. Luego vuelve y cuéntame todo sobre ello... en otra ocasión.

Tim encontró a su madre en un sillón ante el fuego en otra habitación; estaba tejiendo y leyendo a la vez—una cosa maravillosa que el niño nunca pudo entender. Ella levantó su cabeza cuando él entró, empujó sus anteojos hacia su frente y estiró sus brazos. Él le contó todo, terminando con lo que dijo su padre.

—Ves que no es Jackman o Thompson o nadie de ese tipo—exclamó él—. Es alguien real.

—Pero amable—le aseguró ella—, alguien que viene a cuidarte y a mirar que estés bien y cómodo.

—Sí, lo sé. Pero...

—Creo que tu padre tiene razón—añadió rápidamente—. Es el Sueño, estoy segura, quien se asoma por la puerta de ese modo. El Sueño tiene alas, siempre escuché.

—Entonces, la otra cosa... los pequeños—preguntó él—, ¿crees son solo especies de... siestas?

La madre no respondió por un momento. Dio vuelta la página de su libro, lo cerró lentamente, lo puso en la mesa a su lado. Más lentamente aún apartó su costura, arreglando la lana y las agujas con algo de meticulosidad.

—Quizás—dijo, acercando al niño y mirando en sus grandes ojos asombrados—, ¡son sueños!

Tim sintió el entusiasmo correr por su cuerpo cuando ella lo dijo. Dio uno o dos pasos marcha atrás y juntó las manos suavemente.

—¡Sueños! —susurró con entusiasmo y convicción—. ¡Por supuesto! Nunca lo había pensado.

Su madre, habiendo probado su sagacidad, cometió, entonces, un error. Notó su éxito, pero, en lugar de dejarlo ahí, lo elaboró y lo explicó. Como Tim decía, ella “siguió de largo”. Por lo tanto, no escuchó. Solo siguió su hilo de pensamiento. Y, en breve, interrumpió sus largas oraciones con una conclusión propia:

—Entonces sé dónde se esconde—anunció con un poco de asombro—. Dónde vive, quiero decir. —Y, sin esperar a preguntas, impartió la información—: En el Otro Ala.

—¡Ah! —dijo su madre, tomada por sorpresa—. ¡Qué listo eres, Tim! —Y, así, lo confirmó.

De allí en más, esto quedó establecido en su vida: que el Sueño y sus sueños asistentes se escondían durante el día en esa porción desusada de la enorme mansión isabelina llamada el Otro Ala. Esta otra ala estaba desocupada, sus corredores inexplorados, sus ventanas clausuradas y sus habitaciones todas cerradas. En varios lugares, puertas de paño verde daban a ella. Por muchos años, esta parte había estado clausurada; y para los niños, propiamente hablando, estaba fuera de los límites; en las escondidas ni siquiera era considerada; había un indicio de lo inaccesible sobre el Otro Ala. Las sombras, el polvo y el silencio eran sus dueños. Pero Tim, que tenía ideas propias sobre todo, poseía una información especial sobre el Otro Ala. Él creía que estaba habitada. Quién ocupaba la inmensa serie de habitaciones vacías, quién caminaba por los espaciosos corredores, quién iba y venía detrás de las ventanas clausuradas, no lo sabía exactamente. Él llamaba a estos ocupantes “ellos”, y el más importante entre ellos era “El Gobernante”. El Gobernante del Otro Ala era una especie de deidad, poderosa, lejana, siempre presente pero nunca vista.

Y, sobre este Gobernante, él tenía una maravillosa concepción para un niño pequeño, vinculándolo, de algún modo, con sus propios pensamientos profundos, los más profundos de todos. Cuando inventaba aventuras a la luna, a las estrellas o al fondo del mar, aventuras que vivía en su interior, por así decirlo, para alcanzarlos debía invariablemente atravesar los aposentos del Otro Ala. Esos corredores y pasillos, el Pasadizo de las Pesadillas entre ellos, estaban en el camino; eran el primer paso hacia la aventura. Una vez que las puertas de paño verde se cerraban detrás de él y el largo y sombrío pasadizo se extendía delante, él estaba bien encaminado a su aventura del momento; una vez pasado el Pasadizo de las Pesadillas, estaba a salvo de ser capturado; pero, una vez que los postigos de una ventana habían sido abiertos, se liberaba del gigantesco mundo que había delante. Porque, entonces, la luz se colaba y podía ver su camino.

La concepción, para un niño, era curiosa. Establecía una correspondencia entre los misteriosos aposentos del Otro Ala y los aposentos ocupados, inciertos de su Yo Interior. A través de estos aposentos, a través de estos corredores oscurecidos, a lo largo del pasaje, a veces peligrosos o, al menos, de cuestionados renombres, debía pasar para encontrar todas las aventuras que eran reales. La luz—cuando se adentraba lo suficiente para bajar las persianas—era descubrimiento. Tim realmente no pensaba, menos aún contaba, todo esto. Era consciente de ello, sin embargo. Lo sentía. El Otro Ala estaba en su interior como así también después de las puertas de paño verde. Su mapa interno de maravillas incluía a ambas.

Pero ahora, por primera vez en su vida, supo quién vivía allí y quién era el Gobernante. Una persiana había caído por cuenta propia; la luz se colaba; hizo una suposición, y la madre lo confirmó. El Sueño y sus Pequeños, la hueste de sueños, eran sus ocupantes diurnos. Salían cuando la oscuridad caía. Todas las aventuras en la vida comenzaban y terminaban en un sueño—primero descubrible atravesando el Otro Ala.


2

Y, habiendo decidido esto, su único deseo ahora era viajar sobre el mapa en expediciones de exploración y descubrimiento. Al mapa en su interior ya lo conocía, pero el mapa del Otro Ala no lo había visto. Su mente lo conocía, tenía una imagen mental clara de las habitaciones y pasillos y pasajes, pero sus pies nunca habían pisado los pisos silenciosos donde el polvo y las sombras ocultaban el rebaño de sueños durante el día. En los señoriales aposentos donde el Sueño gobernaba deseaba entrar, para ver al Gobernante cara a cara. Se resolvió a entrar en el Otro Ala.

Lograr esto era difícil; pero Tim era un jovencito determinado, y era su intención intentarlo; también tenía la intención de lograrlo. Deliberó. Por la noche, sería imposible lograrlo; en cualquier caso, el Gobernante y toda su hueste lo abandonaban cuando oscurecía para volar por el mundo; el Ala estaría vacía y la vacuidad lo asustaría. Por lo tanto, debía realizar una visita diurna; y fue por una visita diurna que se decidió. Deliberó más. Había reglas y riesgos involucrados: significaba salirse de los límites, el peligro de ser visto, la certeza de ser interrogado por algún adulto aburrido e inquisitivo: “¿Dónde diantres has estado todo este tiempo?”—y así sucesivamente. Pensó las cosas cuidadosamente, y aunque no arribó a ninguna solución, se sintió satisfecho de que todo estaría bien porque nada, entonces, podría tomarlo por sorpresa.

La noción de que se podría colar desde el jardín fue pronto abandonada; los ladrillos rojos no mostraban aperturas; no había puertas; desde el patio, además, la entrada era impracticable; incluso en puntas de pies apenas podía alcanzar los amplios alféizares de piedra. Cuando jugaba solo o caminaba con la institutriz francesa, examinaba cada posibilidad externa. Ninguna se ofrecía. Los postigos, suponiendo que pudiese alcanzarlo, eran pesados y sólidos.

Mientras tanto, cuando se ofrecía la oportunidad, se paraba contra las paredes exteriores y escuchaba, sus orejas presionadas contra los firmes ladrillos rojos; las torres y gabletes del Ala se alzaban en lo alto; escuchó el viento susurrar por las cornisas; se imaginó movimientos furtivos y un sonido de alas adentro. El Sueño y sus Pequeños se estaban preparando activamente para sus travesías luego del ocaso; se escondían, pero no dormían; en este Ala desusada, más vasta que cualquier otra casa solariega que hubiese visto nunca, el Sueño enseñaba y entrenaba a su rebaño de Sueños emplumados. Era muy hermoso. Probablemente abastecían al condado entero. Pero más hermoso aún era el pensamiento de que el propio Gobernante se tomase la molestia de ir a su habitación particular y vigilarlo personalmente toda la noche. Esto era increíble. Y esto se le cruzó por su mente inquisitiva, imaginativa: “¡Quizás me llevan con ellos! ¡En el momento en que me duermo! ¡Por eso viene a verme!”.

Su principal preocupación era cómo salía el Sueño. ¡A través las puertas de paño verde, por supuesto! Por un proceso de eliminación, arribó a una conclusión: él también debía entrar a través de la puerta de paño verde y arriesgarse a ser detectado.

Últimamente, las visitas repentinas habían cesado. La figura silenciosa, veloz, no se había asomado y desaparecido como solía hacer. Él se dormía muy rápidamente ahora, casi antes de que Jackman alcanzase el vestíbulo y mucho antes de que el fuego comenzado a extinguirse. Además, los perros y los pájaros sobre las cortinas siempre igualaban exactamente a los árboles, y ganaba el juego de la cortina con bastante facilidad; nunca había un perro o un pájaro en exceso; la cortina nunca se movía. Había sido así desde su conversación con la madre y el padre. Y así llegó a hacer un segundo descubrimiento: sus padres no creían realmente en su Figura. Se mantenía alejado por ese motivo. Ellos dudaban; él se escondía. Ahí había otro incentivo para ir y encontrarlo. Lo ansiaba, él era tan bueno, se molestaba tanto... solo por su pequeño yo en el enorme y solitario dormitorio.

Pero sus padres hablaban de él como si no tuviese importancia. Él deseaba verlo cara a cara y decirlo que él creía y lo amaba. Porque él estaba seguro de que le gustaría oírlo. Se preocupaba. Aunque últimamente se había dormido muy rápidamente como para verlo aparecer junto a la puerta, había tenido sueños más dulces que nunca antes en su vida—sueños de viajes. Y era él quien los mandaba. Más aún, estaba seguro de que se lo llevaba consigo.

Una tarde, en el ocaso de un día de marzo, llegó su oportunidad; y solo justo a tiempo porque a su hermano, Jack, se lo esperaba en casa de regreso del colegio por la mañana, y con Jack en la otra cama, ninguna Figura se molestaría nunca en mostrarse. Además, era Pascuas y, después de Pascuas, aunque Tim no lo sabía por entonces, debía despedirse finalmente de la institutriz y convertirse en un alumno externo en una escuela preparatoria para Wellington. La oportunidad se ofrecía tan naturalmente, más aún, que Tim la tomó son dudar. Nunca se le ocurrió cuestionarlo, menos aún refutarlo. La cosa, obviamente, estaba destinada a ser. Porque se encontré inesperadamente en frente de la puerta de paño verde; y la puerta de paño verde estaba... ¡bamboleándose! Alguien, entonces, había pasado recién.

Había sucedido de este modo. El padre, de viaje en Escocia, en Inglemuir, el coto de caza, volvería a la mañana siguiente; la madre había conducido hasta la iglesia por un asunto de Pascuas u otra cosa; y a la institutriz se le había permitido pasar sus vacaciones en su casa en Francia. Tim, por lo tanto, tenía la casa para él mismo, y en la hora del té y de acostarse, hizo un buen uso de ello. Totalmente capaz de desafiar semejantes obstáculos de segunda mano, como niñeras y mayordomos, exploró todo tipo de lugares prohibidos con una ardiente exhaustividad, llegando finalmente a los sagrados precintos del estudio de su padre. Esta maravillosa habitación era el corazón y el centro mismo de toda la enorme casa; había sido azotado aquí hace mucho tiempo; aquí, también, su padre le había dicho con un rostro severo pero sonriente: “Tienes una nueva compañía, Tim, una hermanita; debes ser muy bueno con ella.”. También era el lugar donde se guardaba todo el dinero. Lo que él llamaba “el alegre olor de papá” era fuerte allí—papeles, tabaco, libros, sazonado con fustas y pólvora.

Al principio, se sintió impresionado, parándose inmóvil junto a la puerta; pero, entonces, recuperando el equilibrio, se movió precavidamente en puntas de pie hacia el escritorio gigante donde papeles importantes estaba apilados en porciones desordenadas. No los tocó; pero, al costado, su rápido ojo notó la pieza dentada de un proyectil de hierro que su padre trajo a casa de su campaña de Crimea y que ahora usaba como un pisapapeles. Era difícil de levantar, sin embargo. Se trepó a la cómoda silla y empezó a girar y girar. Era una silla giratoria y se hundió entre sus almohadones, mirando las cosas extrañas sobre el enorme escritorio delante de él, como fascinado. Luego, se dio vuelta y vio el estante de bastones en la esquina—esto, supo, le estaba permitido tocar. Había jugado con esos bastones antes. Había veinte, quizás, todos contados, con curiosos mangos tallados, traídos de todos los rincones del mundo; muchos de ellos cortados por la propia mano de su padre en lugares distantes y extraños. Y, entre ellos, Tim fijó su mirada sobre un bastón con un mango de marfil, un bastón delgado, pulido que siempre había deseado tremendamente. Era el tipo que tenía la intención de usar cuando fuese un hombre. Se doblaba, se agitaba y, cuando lo sacudía por el aire, temblaba como una fusta y hacía un sonido silbante. Pero era muy fuerte a pesar de sus cualidades elásticas. Era un tesoro, pero también una reliquia anticuada; había sido el bastón de su abuelo. Algo de otro siglo aún se aferraba visiblemente a él. Tenía dignidad y gracia y tranquilidad en su mismo aspecto. Y de repente se le ocurrió: “¡Cómo debe extrañarlo el abuelo! ¿No le encantaría tenerlo nuevamente?”.

Cómo ocurrió exactamente, Tim no lo supo, pero unos minutos más tarde se encontró caminando por los pasillos desiertos y pasajes de la casa con el aire de un anciano caballero de hace unos cien años, orgulloso como un cortesano, agitando el bastón como un dandy del siglo XVIII en el mercado. Que el bastón le llegase al hombro, no hacía diferencia; lo sostenía como corresponde, pavoneándose en el camino. Había partido en una aventura. Se zambulló en los desvíos del Otro Ala, en su interior, como si el bastón lo hubiese transportado a los días del antiguo caballero que lo había usado en otro siglo.

Puede parecer extraño para aquellos que habitan en casas más pequeñas, pero en esta laberíntica mansión isabelina había secciones enteras que, incluso para Tim, eran extrañas y desconocidas. En su mente, el mapa del Otro Ala era mucho más claro que la geografía de la parte que transitaba diariamente. Llegó a pasajes y pasillos escasamente iluminados, largos corredores de piedra más allá de la Galería de Cuadros; pasadizos estrechos, revestidos de madera, con cuatro escalones descendientes y, un poco después, dos escalones ascendentes; aposentos desiertos con arcos que los guardaban—todo adornado con el suave ocaso de marzo y todo desconcertantemente irreconocible. Con una sensación de aventura nacida de la travesura, continuó descuidadamente, más y más profundamente hacia el corazón de este país desconocido, sacudiendo el bastón, un pulgar clavado bajo la axila de su traje de sarga azul, silbando suavemente para sí mismo, emocionado, pero intensamente alerta—y súbitamente se encontró frente a una puerta que impedía todo posterior avance. Era una puerta de paño verde. Y estaba bamboleándose.

Se detuvo abruptamente, enfrentándola. Observó, sujetó más firmemente su bastón, contuvo el aliento.

—¡El Otro Ala! —jadeó en un susurro ahogado.

Era una entrada, pero una entrada que nunca antes había visto. Pensaba que conocía cada puerta al dedillo; pero esta era nueva. Se quedó inmóvil por varios minutos, mirando; la puerta tenía dos mitades, pero solo una mitad se bamboleaba, cada oscilación más corta que la anterior; escuchó los pequeños soplidos de aire que causaba; finalmente aminoró, los últimos movimientos muy cortos y rápidos; se detuvo. Y el corazón del niño, luego de caricias similarmente rápidas, también se detuvo… por un momento.

—Alguien acaba de pasar. —Tragó saliva. E, incluso cuando lo dijo, sabía quién era. Simplemente le cayó la ficha—. Es el abuelo; él sabe que tengo su bastón. ¡Lo quiere! —Pisándole los talones a esto, instantáneamente se le cruzó otra asombrosa certeza—. Él duerme aquí. Está soñando. Eso es lo que significa la muerte.

Su primer impulso, entonces, tomó la forma de “Debo advertirle a mi padre; lo hará estallar de alegría”; pero su segundo fue para él mismo—finalizar su aventura. Y fue esto, bastante naturalmente, lo que salió victorioso. Podía contarle a su padre más tarde. Su primer deber era, simplemente, atravesar la puerta y adentrarse en el Otro Ala. Debía devolver el bastón a su dueño. Debía depositarlo en sus manos.

El examen de voluntad y carácter venía ahora. Tim tenía imaginación, por lo que conocía el significado del miedo; pero no había cobardía en él. Podía aullar y gritar y patalear como cualquier otra persona de su edad cuando la ocasión requería tal comportamiento, pero tales ocasiones se debían a un enojo originado de una voluntad frustrada, y el melodrama era medio “pretendido” para producir un efecto calculado. No había nada para frustrar su voluntad actualmente. También sabía cómo asustarse por Nada, es decir, asustarse sin causa ostensible—lo cual era meramente “nervios”. Podía tener “escalofríos” como los mejores.

Pero, cuando una cosa real lo enfrentaba, el verdadero carácter de Tim emergía para plantarle cara. Cerraba sus manos, contraía sus músculos, se arremangaba—y pedía a los cielos ser más grande. Pero no reculaba. Al ser imaginativo, vivía lo peor una docena de veces antes de que sucediera, pero, en el choque final, se mantenía en pie como un hombre. Tenía las agallas más elevadas—el coraje de un temperamento sensitivo. Y, en esta particular encrucijada, un tanto peliaguda para un niño de ocho o nueve, no le falló. Levantó el bastón y empujó la puerta bamboleante, abriéndola ampliamente. Luego, la atravesó, adentrándose en el Otro Ala.


3

La puerta de paño verde se cerró detrás de él; era lo suficientemente dueño de sí mismo como para voltearse y cerrarla con una mano firme porque no le importaba escuchar la serie de golpes amortiguados que causarían sus decrecientes bamboleos. Pero reconocía claramente su posición, sabía que estaba haciendo una cosa tremenda.

Sosteniendo el bastón entre dedos muy firmemente apretados, avanzó valientemente por el corredor que se extendía delante de él. Y todo miedo lo dejó desde ese momento, reemplazado, al parecer, por una sorpresa exquisita y ligera. Sus pasos no generaban sonido, caminaba en el aire; en lugar de oscuridad o la penumbra que esperaba, una luz suave y difusa, que parecía el plateado en el jardín cuando una medialuna navega un cielo despejado, estaba por todas partes. Conocía su camino; más aún, sabía exactamente dónde estaba y a dónde estaba yendo. El corredor le era familiar como el piso de su propio dormitorio; reconocía su contorno y extensión; concordaba exactamente con el mapa que había con el mapa que había construido hacía mucho tiempo. Aunque, por lo que sabía, nunca había entrado, conocía con intimidad cada detalle.

Y, así, la sorpresa que sentía era ligera y estaba lejos de ser desconcertante. “¡Estoy de nuevo acá!”, fue el tipo de pensamiento que tenía. Era cómo había llegado ahí lo que causaba la ligera sorpresa, aparentemente. Ya no se pavoneaba, sino que caminaba cuidadosamente, y casi en puntas de pie, sosteniendo el mango de marfil del bastón con una especie de respeto afectuoso. Y, mientras avanzaba, la luz se cerraba suavemente detrás de él, borrando el camino por el que había venido. Pero no sabía esto porque no miró atrás. Solo miraba hacia adelante, donde el corredor extendía su plateada longitud hacia el gran aposento donde sabía que el bastón debía depositarse. La persona que lo había precedido en este antiguo corredor, pasando por la puerta de paño verde junto antes de que él la alcanzara, esta persona, el padre de su padre, estaba ahora en el gran aposento, esperando a recibir lo suyo. Tim sabía esto tan bien como sabía que respiraba. Al final vislumbró el extenso manchón de luz plateada que marcaba su bostezante umbral.

Había otra cosa que sabía bien, que este corredor en el que se movía entre habitaciones con puertas bien cerradas, era el Corredor de las Pesadillas; una y otra vez lo había atravesado; cada habitación estaba ocupada.

—Este es el Pasadizo de las Pesadillas—susurró para sí mismo—, pero conozco al Gobernante… No importa. Ninguno de ellos puede salir o hacer algo.

Los escuchaba, sin embargo, adentro mientras pasaba; los escuchaba arañando por salir. La sensación de seguridad lo volvía temerario; tomaba riesgos innecesarios; cepillaba los paneles al pasar. Y el amor de una sensación aguda por sí misma, el deseo de sentir “una emoción espantosa”, lo tentó una vez tan agudamente que levantó su bastón y empujó una puerta bien cerrada con él.

No estaba preparado para el resultado, pero obtuvo la sensación y la emoción. Porque la puerta se abrió medio centímetro con una velocidad instantánea, una mano emergió, atrapó el bastón y trató de meterlo. Tim saltó hacia atrás como si hubiese sido golpeado. Tironeó del mango de marfil con todas sus fuerzas, pero su fuerza era menos que nada. Intentó gritar, pero su voz lo había abandonado.

Un terror lunático lo invadió porque era incapaz de aflojar su agarre del mango; sus dedos se habían vuelto una parte de él. Una horrorizante debilidad lo volvió impotente. Era arrastrado centímetro a centímetro hacia la espantosa puerta. La punta del bastón ya había pasado por la estrecha abertura. No podía ver la mano que tiraba, pero sabía que era terrible. Ahora entendía por qué el mundo era extraño, por qué los caballos galopaban furiosamente, y por qué los trenes silbaban cuando pasaban por las estaciones. Toda la comedia y terror de la pesadilla aferró su corazón con tenazas hechas de hielo. La desproporción era abominable. El colapso final se precipitaba sobre él cuando, sin una señal de advertencia, la puerta se cerró silenciosamente, y entre la jamba y la pared el bastón fue aplastado como su fuera un junco. Tan irresistible era la fuerza detrás de la puerta que el sólido bastón simplemente quedó chato como el tallo de un junco.

Lo miró. Era un junco.

No se rio; la absurdidad era tan angustiosamente innatural. Este detalle horrorizante y espantoso—el horror de encontrar un junco donde había esperado un bastón pulido—contenía el horror innombrable de una pesadilla. Lo traicionó totalmente. ¿Por qué no siempre había sabido realmente que el bastón no era un bastón, sino un junco delgado y hueco?

Luego, el bastón estuvo a salvo en sus manos, ileso. Se quedó mirándolo. La Pesadilla estaba en su apogeo. Escuchó otra puerta abriéndose a sus espaldas, una puerta que no había tocado. Hubo el tiempo justo para ver una mano saliendo y saludándolo espantosamente, familiarmente, a través de la estrecha abertura—justo a tiempo para darse cuenta de que esta era otra Pesadilla actuando en atroz concierto con la primera, cuando vio bien cerca de él, elevándose hasta el techo, a la Figura protectora, bondadosa que lo visitaba en su dormitorio. En el movimiento giratorio que hizo para enfrentar el ataque, se percató de él. Y su terror pasó. Era solo un terror de pesadilla. El infinito horror se desvaneció. Solo permaneció la comedia. Sonrió.

Solo lo vio difusamente, era muy vasto, pero lo vio, el Gobernante del Otro Ala al fin, y supo que estaba nuevamente a salvo. Observó con un amor y maravilla tremendos, tratando de verlo claramente; pero su cara estaba escondida muy lejos en lo alto y parecía fundirse con el cielo más allá del techo. Discernió que era más grande que la Noche, solo que más, mucho más suave, con alas que se plegaban sobre él con más ternura incluso que los brazos de su madre; que había puntos de luz como estrellas entre sus plumas, y que era lo suficientemente vasto como para cubrir millones y millones de personas al mismo tiempo. Más aún, no se esfumó ni se fue, hasta donde podía ver, sino que se desparramó de tal modo que lo perdió de vista. Se desparramó por todo el Ala.

Y Tim recordaba que esto era bastante natural, en realidad. Él había estado muchas y muchas veces con anterioridad en este corredor; el Corredor de las Pesadillas no era una nueva experiencia; debía ser encarado como siempre. Una vez que supo qué se escondía en las habitaciones, se sintió tentado de llamarlos afuera. Ellos lo llamaban, lo tentaban, lo atraían; este era su poder. Su fuerza especial era que podían arrastrarlo impotentemente hacia ellos y que él estaba obligado a ir. Él entendía exactamente por qué era tentado a golpear con el bastón sobre sus espantosas puertas, pero, habiéndolo hecho, había aceptado el desafío y podía ahora continuar su viaje a salvo y tranquilamente. El Gobernante del Otro Ala se había hecho cargo de él.

Una sensación deliciosa de descuido le sobrevino. Había una suavidad como de agua en las cosas sólidas a su alrededor, nada que pudiese lastimar o dejar un moretón. Sosteniendo el bastón firmemente por su mango de marfil, continuó por el corredor, caminando como sobre el aire.

El final fue rápidamente alcanzado. Se paró bajo el umbral del señorial aposento donde sabía que el dueño del bastón estaba esperando; el largo corredor yacía detrás de él; en frente vio las espaciosas dimensiones del elevado salón que le daba la sensación de estar en el Palacio de Cristal, la Estación de Euston o la Catedral de San Pablo, ventanas estrechas, talladas profundamente en la pared, estaban dispuestas en hilera sobre el otro lado; un enorme hogar abierto con troncos ardientes había a su derecha; gruesos tapices colgaban desde el techo hasta el suelo de piedra; y, en el centro del aposento, había una masiva mesa de madera oscura, brillante, grandes sillas con respaldos rectos y tallados estaban aquí y allá junto a ella. Y, en la más grande de estas sillas como tronos estaba sentada una figura que lo miraba seriamente—la figura de un hombre muy viejo. Pero no había sorpresa en el corazón del niño que latía rápidamente; solo había un entusiasmo de placer y excitación, una sensación de satisfacción. Sabía bastante bien que la figura estaría allí; también sabía que luciría exactamente así. Dio un paso adelante en el suelo de piedra sin un rastro de miedo o temblor, sosteniendo ahora el precioso bastón con dos manos frente a él, como para presentárselo a su dueño. Se sentía orgulloso y contento. Había corrido riesgos por esto.

Y la figura se irguió silenciosamente para recibirlo, avanzando de un modo señorial sobre el duro piso de piedra. Los ojos lo miraban seriamente, dulcemente, la nariz aguileña se destacaba. Tim lo conocía perfectamente: los calzones de satén brillante, las relucientes hebillas en los zapatos, las pulcras medias oscuras, el encaje y los volantes alrededor del cuello y las muñecas, el colorido chaleco abriéndose muy ampliamente—todos los detalles de la imagen sobre la repisa de su padre, donde colgaba entre dos bayonetas de Crimea, eran reproducidos en vida ante sus ojos finalmente. Solo faltaba el bastón pulido con el mango de marfil.

Tim se acercó dando tres pasos hacia la figura que avanzaba y estiró ambas manos con el bastón colocado transversalmente sobre ellas.

—Te la traje, abuelo—dijo en un tono leve, pero claro y firme—, aquí está.

Y el otro se inclinó un poco, estiró tres dedos medio escondidos por un encaje en caída, y lo tomó por el mango de marfil. Hizo una reverencia cortesana hacia Tim. Sonrió, pero, aunque había placer, era una sonrisa seria, triste. Entonces, habló: la voz era lenta y muy profunda. Había una suavidad delicada en ella, la suave cortesía de una época anterior.

—Gracias—dijo—. Lo aprecio. Me lo fue entregado por mi abuelo. Lo olvidé cuando... —Su voz se volvió confusa por un momento.

—¿Sí? —dijo Tim.

—Cuando... me fui—repitió el anciano caballero.

—Oh—dijo Tim, pensando cuán bella y amable era la graciosa figura.

El anciano pasó sus dedos delgados cuidadosamente por el bastón, sintiendo la superficie pulida con satisfacción. Se detuvo especialmente en la suavidad del mango de marfil. Estaba, evidentemente, muy satisfecho.

—No era yo mismo... hum... en aquél entonces—continuó gentilmente—. La memoria me fallaba un tanto. —Suspiró, como si hubiese un alivio inmenso en él.

—Yo olvido cosas también... a veces—mencionó empáticamente. Simplemente amaba a su padre. Deseó, por un momento, que él lo levantase y lo besase—. Estoy terriblemente contento de haberlo traído—titubeó—, que lo vuelvas a tener.

El otro colocó sus amables ojos grises sobre él; la sonrisa de su cara estaba llena de gratitud mientras lo miraba.

—Gracias, mi niño. Estoy verdadera y profundamente en deuda contigo. Te pusiste en peligro por mí. Otros lo han intentado antes, pero el Pasadizo de las Pesadillas... hum... —Se interrumpió. Golpeó el bastón firmemente contra el suelo de piedra, como para probarlo. Doblándose un poco, puso su peso sobre él—. ¡Ah! —exclamó con un breve suspiro de alivio—. Ahora puedo...

Si voz se volvió confusa de nuevo; Tim no captó las palabras.

—¿Sí? —preguntó de nuevo, consciente por primera vez que había un toque de maravilla en su corazón.

—... pasear de nuevo—continuó el otro muy lentamente—. Sin mi bastón—añadió, fallándole la voz con cada palabra que los envejecidos labios pronunciaban—no podía... de ningún modo... permitirme... ser visto. Era efectivamente... deplorable... imperdonable de mi parte... olvidar de tal modo... ¡Caracoles, señor...! Yo... yo...

Su voz se convirtió nuevamente en un sonido de viento. Se enderezó, golpeando la virola de hierro de su bastón contra las piedras en una serie de fuertes golpes. Tim sintió una extraña sensación arrastrarse por sus piernas. Las extrañas palabras lo asustaban un poco.

El anciano se acercó con un paso. Aún sonreía, pero había un nuevo significado en su sonrisa. Una súbita seriedad había reemplazado a los modales corteses, relajados. Las siguientes palabras parecieron soplar desde arriba sobre el chico, como si un viento frío las trajera desde el cielo de afuera.

Pero las palabras, supo él, fueron dichas amablemente, y muy sensibles. Fue solo el cambio abrupto lo que lo sobresaltó. ¡El abuelo, después de todo, era solo un hombre! El sonido distante le recordó algo en él del mundo exterior desde el cual soplaba el viento frío.

—Mis eternas gracias a ti—escuchó mientras que la voz y la cara y la figura parecían retirarse más y más profundamente hacia el corazón del señorial aposento—. No olvidaré tu bondad y tu coraje. Es una deuda que, afortunadamente, puedo pagar un día... Pero, ahora, será mejor que regreses y cuanto antes. Tu cabeza y brazo yacen pesadamente sobre la mesa, los documentos están desparramados, hay un almohadón caído... y mi hijo está en la casa... ¡Adiós! Será mejor que me dejes rápidamente. ¡Mira! Él está parado detrás de ti, esperando. ¡Ve con él! ¡Ve ahora...!

Toda la escena se había desvanecido antes de que las últimas palabras fueran pronunciadas. Tim sintió un espacio vacío a su alrededor. Una Figura vasta, sombría lo cargó a través de él como con alas poderosas. Voló, se apuró, no recordó nada más... hasta que escuchó otra voz y sintió una mano pesada sobre su hombro.

—¡Tim, mocoso! ¿Qué estás haciendo en mi estudio? ¡Y así en la oscuridad!

Levantó la mirada hacia su padre sin una palabra. Se sentía desconcertado. Al minuto siguiente, su padre lo había agarrado y besado.

—¡Pilluelo! ¿Cómo supiste que iba a volver esta noche? —Lo sacudió juguetonamente y besó su cabello desparramado—. Y, para colmo, te quedaste dormido. Bueno... ¿cómo está todo en casa, eh? Jack vuelve mañana de la escuela, sabes, y...


4

Jack volvió a casa, en efecto, al día siguiente, y cuando las vacaciones de Pascuas se terminaron, la institutriz se quedó en el extranjero y Tim zarpó en aventuras de otra clase en la escuela preparatoria para Wellington. Los años pasaron rápidamente para él; se convirtió en un hombre; su madre y su padre murieron; Jack los siguió al poco tiempo; Tim heredó, se casó, se asentó en sus grandes posesiones—y abrió el Otro Ala. Los sueños de la imaginativa niñez se habían desvanecido; quizás meramente los había dejado de lado o quizás los había olvidado. En cualquier caso, nunca hablaba de tales cosas ahora, y cuando su esposa irlandesa mencionó su creencia de que la antigua casa solariega poseía un fantasma familiar, declarando incluso que se había encontrado una figura de un hombre del siglo XVIII en los corredores, “un hombre muy viejo que se reclina sobre un bastón”, Tim solo se rio y dijo:

—¡Así es como debe ser! Y si estos espantosos impuestos sobre la tierra nos obligan a vender algún día, un fantasma respetable incrementará el precio de mercado.

Pero, una noche, se despertó y escuchó un golpeteo sobre el piso. Se sentó en la cama y escuchó. Le bajó una sensación fría por la espalda. La creencia lo había abandonado hacía mucho; se sintió extrañamente asustado. El sonido se acerca más y más; ligeros pasos lo acompañaban. La puerta se abrió—se abrió un poquito más, es decir, porque ya estaba entreabierta—y allí en el umbral se paró una figura que le parecía conocer. Vio la cara con toda la vívida agudeza de la realidad. Había una sonrisa en ella, pero una sonrisa de advertencia y alarma. El brazo estaba levantado. Tim vio la mano delgada, el encaje cayendo sobre los dedos largos y finos, y en ellos, firmemente agarrado, un bastón pulido. Sacudiendo el bastón dos veces de un lado al otro en el aire, la cara se lanzó hacia adelante, pronunció ciertas palabras y desapareció. Pero las palabras fueron inaudibles porque, aunque los labios se movieron marcadamente, ningún sonido, aparentemente, salieron de ellos.

Y Tim saltó de la cama. La habitación estaba llena de oscuridad. Encendió la luz. La puerta, vio, estaba cerrada como siempre. Había, por supuesto, estado soñando. Pero percibió un curioso olor en el aire. Olfateó una o dos veces; luego comprendió la verdad. ¡Era el olor de un incendio!

Afortunadamente, se despertó justo a tiempo...

Fue proclamado como un héroe por su presteza. Luego de varios días, cuando el daño fue reparado y los nervios se asentaron una vez más en la tranquila rutina de la vida en el campo, le contó la historia a su esposa—la historia completa. Le contó con ello la aventura de su imaginativa niñez. Ella le pidió ver el viejo bastón familiar. Y fue este pedido de ella lo que le trajo a la memoria un detalle que Tim había olvidado completamente todos estos años. Lo recordó súbitamente: la pérdida del bastón, el junco que su padre pateó a un costado, la búsqueda inútil, interminable. Porque el bastón nunca fue descubierto, y Tim, que fue interrogado muy detenidamente al respecto, juró con todas sus fuerzas que él no tenía la menor idea de dónde estaba. Lo cual era, por supuesto, la verdad.

Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Ariel Palomo)




Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Algernon Blackwood: La otra ala (The Other Wing), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

M. Cabrera dijo...

Precioso relato y magnífica traducción, muchas gracias :)

Unknown dijo...

Hermoso cuento.

Poky999 dijo...

Los valores familiares y las sensaciones son temáticas que siempre me han costado comprender e identificar fácilmente. No sé, quizás mi infancia no fue igual a antes de la masificación del uso de Internet. Demian, por ejemplo, es un libro incomprensible por mí. Pero este relato, me ayuda a complementar esa visión.



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