«Los viajeros»: Algernon Blackwood; relato y análisis.
Los viajeros (Wayfarers) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1914: Aventuras increíbles (Incredible Adventures).
Los viajeros, posiblemente uno de los cuentos de Algernon Blackwood menos conocidos, relata la historia de un hombre que se dirige a encontrarse con un amigo para realizar una expedición de montañismo. En el camino sufre un inoportuno accidente automovilístico que lo transporta a una aparente vida pasada como francés durante las Guerras Napoleónicas.
SPOILERS.
Convaleciente después de recibir una herida de bala, «Félix» es atendido por Marion, su gran amor. Ella le retribuye ese sentimiento, pero, lamentablemente, está casada. Los dos finalmente revelan su amor el uno por el otro, pero Marion, de algún modo, se da cuenta de que este es un romance es algo recurrente entre ambos, algo que parece repetirse a lo largo del tiempo.
El argumento central de Los viajeros de Algernon Blackwood, sobre todo esta idea de un amor recurrente en el tiempo, parece haber servido de modelo de inspiración para el clásico de Abraham Merritt: Tres líneas de francés antiguo (Three Lines of Old French).
Los viajeros de Algernon Blackwood fue traducido al español por un amigo de la casa, Ariel Palomo, quien ya nos ha honrado en el pasado con otro cuento de Blackwood: La reencarnación de Lord Ernie (The Regeneration of Lord Ernie).
Los viajeros.
Wayfarers, Algernon Blackwood (1869-1951)
(Traducido al español por Ariel Palomo)
Perdí el tren en Évian y, luego de infinitas molestias, encontré un coche que me llevaría, con piqueta y todo, a Ginebra. Si me apuraba, la conexión sería justo posible. Telegrafié a Haddon para encontrarnos en la estación y me recosté cómodamente, soñando con los precipicios de la Alta Saboya. Llegamos rápidamente; los caminos eran excelentes, un tráfico de lo más mínimo, cuando... ¡bam! Hubo un instante de dolor insoportable, el sol se apagó como una vela soplada y caí sobre algo tan suave como un colchón de flores y tan blando bajo mi peso como agua tibia...
Era muy tibio. Había un perfume de flores. Mis ojos se abrieron, se enfocaron vívidamente sobre una imagen detallada por un momento, luego se volvieron a cerrar. No había contexto—al menos, ninguno que pueda recordar—para la escena; aunque familiar como mi casa, no contenía nada que yo recordase definidamente. Arrancado de cualquier secuencia, desconectado de cualquier pasado, inconsciente incluso de mi propia identidad, simplemente vi esta imagen como un cámara que la despega del mundo, una escena aparte, con significado solo para aquellos que conocían el contexto.
La cosa tibia, suave en la que yacía era una cama—grande, profunda, cómoda; y el perfume venía desde las flores que estaban a su lado sobre una pequeña mesa. Era un aposento señorial, antiguo, con techos elevados y un inmenso hogar abierto de piedra; imágenes anticuadas—retratos familiares y grabados que conocía íntimamente—colgaban de las paredes; el suelo estaba vacío, con muebles señoriales, tallados de roble y caoba, sillas enormes y armarios inmensos. Y había ventanas entramadas colocadas dentro de alféizares profundos de piedra gris, donde rosas trepadoras estampaban la luz del sol que proyectaba sus sombras móviles sobre las tablas lustradas. Con el perfume de las flores también se mezclaba ese olor elusivo a viejo—a madera, a tapices mohosos de salones y corredores espaciosos, y de estancias mucho tiempo ocultas del sol y del aire.
Junto a la puerta que estaba entreabierta muy lejos al final de la habitación—parecía muy lejos—, una anciana con un pequeño gorro bordado de seda estaba susurrando a un hombre de aspecto severo, intransigente, quien, mientras escuchaba, se inclinaba sobre ella con un rostro serio e, incluso, solemne. Un amplio corredor de piedra era apenas visible a través de la abertura de la puerta detrás de ella.
La imagen apareció y desapareció. Entendí los numerosos detalles porque ya me eran muy bien conocidos. Que yo no pudiese aportar el contexto, era meramente un engaño de la mente, la clase de engaño que realizan los sueños. La oscuridad inundó nuevamente la visión. Me volví a hundir en la tibia, suave, cómoda cama del delicioso olvido. No había el mínimo deseo de saber; el dormir y el suave olvido era todo lo que deseaba.
Pero, un poco después—¿o fue mucho más tarde?—, cuando abrí nuevamente mis ojos, había un leve rastro de memoria. Recordaba mi nombre y mi edad. Recordaba vagamente, como desde algún sueño displacentero, que estaba de camino a encontrarme con un amigo montañista en los Alpes de la Alta Saboya y que no había necesidad de apurarse ni de estar muy activo. Algo había salido mal, al parecer. Había habido un desastre estúpido, violento, con dolor en alguna parte, un accidente. ¿Dónde estaban mis pertenencias? ¿Dónde estaba, por ejemplo, mi preciada piqueta—probado instrumento del cual dependía mi vida y mi seguridad? Un chorro de preguntas revueltas se derramó por mi mente. El esfuerzo de ordenarlas dolía atrozmente...
Una figura se paró junto a mi cama. Era la misma anciana que había visto un momento atrás—¿o fue un mes atrás, incluso un año quizás? Y, esta vez, estaba sola. Pero, aunque me resultaba familiar como mi propia mano derecha, no podía evocar su nombre, por mucho que lo intentase. Buscarlo trajo de vuelta el dolor. En cambio, hice una pregunta más fácil; de algún modo, parecía la más importante, aunque un sentimiento de vergüenza vino con ella, como si supiese que decía disparates:
—Mi piqueta... ¿está a salvo? Debería haber soportado cualquier golpe ordinario. Es de fresno... —Mi voz se quebró absurdamente, arrebatada por un susurro a medio camino en mi garganta. ¿De qué estaba hablando? Había una repugnante confusión en alguna parte.
Ella sonrió con ternura, con dulzura, mientras colocaba su mano pequeña, fresca sobre mi frente. Su toque me calmó como siempre lo hacía y el dolor retrocedió un poco.
—Todas tus cosas están a salvo—respondió ella con una voz tan suave bajo el techo distante que era como una nota de un pájaro cantando en el cielo—. Y tú también estás a salvo. Ya no hay peligro. La bala ha sido extraída y todo está yendo bien. Solo debes ser paciente y quedarte bien quieto, y descansar. —Y luego añadió el bocado de delicioso consuelo que ella bien sabía que yo esperaba—. Marion está a tu lado todo el día y la mayor parte de la noche, además. Ella rara vez te deja. Ella va y viene todo el día.
La miré con sed de más. La memoria puso ciertas partes en su sitio nuevamente. Escuché el clic cuando se unieron. Pero solo trataron se unirse. Faltaban muchas piezas. El patrón era demasiado ridículo.
—Debería tele... telegrafiar... —comencé, tomando un fragmento que asomaba su punta; luego, se zambulló nuevamente fuera de la vista antes de que pudiera leer más de él. Las piezas se desarmaron; no se sostenían sin las piezas faltantes. El enojo se encendió en mi interior.
—Están mal hechas—dije con una petulancia de la que estuve secretamente avergonzado—. ¡Elegiste las piezas equivocadas! No son un niño para ser tratado... —Una descarga de calor me atravesó, guiada por una punta de hierro, con un dolor explosivo.
—Duerme, mi querido Félix, duerme—murmuró ella suavemente, mientras su pequeña mano acariciaba mi frente, justo a tiempo para prevenir que esa cosa caliente, puntiaguda entrase en mi corazón—. Vuelve a dormir ahora y más tarde me dirás sus nombres y mandaré a caballo rápidamente...
—Telegrafiar... —traté de decir, pero el mundo desapareció antes de que pudiera pronunciarlo. Era un mundo disparatado, salido de los sueños. El pensamiento titiló y se apagó.
—Lo mandaré—susurró ella—del modo más rápido posible. Le explicarás a Marion. Duerme, primero, un poco más; prométeme que permanecerás bien quieto y dormirás. Cuando despiertes de nuevo, ella vendrá a tu lado de inmediato.
Se sentó suavemente en el borde de la enorme cama, de modo que vi su contorno contra la ventana donde las rosas trepaban para entrar. Se inclinó sobre mí—¿o fue una rosa la que se inclinó en el viento a través del alféizar de piedra? Vi sus claros ojos azules—¿o fueron dos gotas de agua sobre la hoja marchita de una rosa que reflejaba el cielo de verano?
—Gracias—murmuró mi voz con intenso alivio mientras todo se hundía de regreso y el antiguo jardín parecía entrar por las ventanas entramadas. Porque había un poder en su actitud que volvía dulce la obediencia, y su pequeña mano, por otra parte, amortiguaba el ataque de esa cruel punta de hierro cuya entrada sentía tan duramente. Antes de que el feroz calor me pudiese alcanzar, la oscuridad apagó nuevamente el mundo...
Luego de un prodigioso intervalo, mis ojos se abrieron una vez más al aposento majestuoso, antiguo que conocía tan bien; y esta vez me encontré solo. En mi cerebro había una sensación punzante, despedazante, como si la memoria juntase sus piezas con una violencia airada, piezas, más aún, hechas de metal chocante. Una náusea degradante casi me derrotó. Contra mis pies había un cuerpo de metal caliente, demasiado pesado para moverlo, y mis vendajes estaban apretados alrededor del cuello y la nuca. Levemente recordé que unas manos habían estado sobre mí unas horas atrás, suaves, manos serviciales que amaba. El perfume aún perduraba. Rostros y nombres me pasaban volando en una veloz procesión, aunque sin hacer ningún intento por pedirles que se quedaran. No me hice preguntas. Esfuerzos de cualquier tipo estaba totalmente más allá de mí. Me quedé quieto y miré y esperé, indefenso y extrañamente débil.
Solo una o dos cosas eran claras. Vinieron, además, sin el esfuerzo de pensarlas:
Había habido un desastre; ellos me habían llevado a la casa más cercana; y las cimas de las montañas, tan intensamente deseadas, me fueron súbitamente negadas. Estaba siendo cuidado por buenas personas en algún lugar lejos de los elevados caminos del mundo. Eran personas familiares, pero, por el momento, había olvidado el nombre. Pero era la amargura de perder mis vacaciones de escalada lo que principalmente me destrozaba, por lo que ese deseo intenso se volvió sobre sí mismo insatisfecho. Y, conociendo el peligro de deseos frustrados y los curiosos estados mentales que pueden engendrar, mi trastabillante cerebro registró automáticamente una decisión:
—Mantén una cuidadosa vigilancia sobre ti mismo—susurró.
Porque vi los picos que se erguían sobre el mundo y sentí el viento levantarse de los valles escondidos. El perfume de cordones solitarios me llegó y vi la nieve contra el cielo azul oscuro. Pero no los podía alcanzar. Yacía, en cambio, roto e inútil sobre mi espalda en una cama cómoda, suave, profunda. Y desprecié el pensamiento. Una furia malvada y leve surgió en mí. ¿Y dónde estaba mi querida, confiable piqueta? Sobre todo, ¿quiénes eran esas personas gentiles, antiguas que me cuidaban? Y, con este último pensamiento, vino un toque mágico de dulzura tan deliciosa que fui consciente de una súbita resignación—más, incluso de placer y alegría. Esta alegría y enojo competían por la posesión de mi mente y no supe a cuál seguir: ambas parecían reales y ambas parecían verdaderas. La cruel confusión fue una tortura añadida. Dos juegos de lugares y personas parecían mezclarse.
—Mantén una cuidadosa vigilancia sobre ti mismo—repitió la precaución automática.
Luego, con la oscuridad retornante, dichosa vino otra cosa—una pizca de asombro, por donde entró la luz. Pensé en una mujer... Era un pensamiento vehemente, imponente; y, aunque al principio era muy real y cercano—tan actual como Haddon y me preciosa piqueta—, al segundo siguiente estuvo a leguas de distancia en algún lugar de otro mundo. Pero, antes de que la confusión torciese todo para cualquier lado, la reconocí; recordaba claramente incluso dónde vivía; que conocía a su esposo, también... me había quedado con ellos en... en Escocia... sí, en Escocia. Pero ninguna palabra en esta vida había cruzado jamás mis labios, porque ella no era libre de venir. Ninguno de los dos, con ojos, labios o gesto, había delatado nunca un indicio al otro de nuestro secreto profundamente escondido. Y, aunque para mí ella era la mujer, mi gran deseo—había sido hace mucho, mucho tiempo, en mi temprana juventud—había sido severamente apartado y enterrado con todo el vigor que la naturaleza me había dado. Su esposo era mi amigo también.
Pero, ahora, la conmoción había doblado las barras de la prisión y el deseo había escapado, por un momento, completamente desarrollado y vehemente con una pasión mucho tiempo negada. La inhibición fue destruida. El conocimiento de que teníamos el derecho de estar juntos me barrió deliciosamente porque nosotros siempre estábamos juntos. Tenía el derecho de pedir por ella.
Mi mente era, ciertamente, un mero campo de imágenes confusas, caóticas. Ningún pensamiento era posible porque dolía muy vilmente. Pero este único recuerdo se destacó con violencia. Recuerdo distintivamente que le pedí que viniera y que ella tenía el derecho de venir porque mi necesidad era muy urgente. A la persona más amada de todas que esta vida me había traído, aunque a quien nunca había hablado porque estaba bajo el cuidado de otra persona, yo llamé por ayuda, y llamé, ciertamente lo creo, en voz alta:
—¡Ven, por favor! —Luego, pisándole de cerca los talones, la advertencia automática se repitió: “Mantén una estrecha vigilancia sobre ti mismo...”.
Fue como si un gran deseo hubiese soltado al otro, que era incluso mayor, y lo hubiese puesto en libertad.
A la consciencia que desaparecía siguió, entonces, el clamor por una distancia incalculable. Se hundió, desapareciendo en los subterráneos en mi interior que estaban ciertamente asustados. Pero el clamor fue real; la solicitud anhelante contenía autoridad como de una orden. El amor le daba el derecho, aportaba el poder también. Porque me pareció que una pequeñita respuesta vino, pero desde tan lejos que apenas fue audible. Y no hubo nombres en ella por ninguna parte, ni en la respuesta ni en la solicitud:
—Estoy siempre aquí. ¡Nunca, nunca te he dejado!
***
La inconsciencia que siguió no fue completa, aparentemente. Hubo una memoria de esfuerzo en ella, de lucha y, por así decirlo, de búsqueda. Alguien estaba intentando alcanzarme. Me zarandeaba en un mar agitado sobre un pedazo de pecio que otro nadador también luchaba por alcanzar. Enormes olas de verde transparente de momento acercaban a esta figura, de momento la ocultaban, pero se acercaba constantemente, sosteniendo una cuerda. Mi agotamiento era muy grande como para responder, pero este nadador se acercaba, arrastrado por enormes olas que amenazaban con engullirnos a ambos. La cuerda también estaba para mi seguridad. Vi manos estiradas. En las aguas profundas vi el contorno del cuerpo y, una vez, vi incluso la cara. Pero por un segundo meramente. La ola que lo traía se estrelló con un rugido horrible que nos ahogó a ambos y me arrastró de mi pedazo de pecio. En el violento flujo de agua, la cuerda chicoteó contra mis débiles manos. La sujeté. Una sensación de seguridad divina me invadió inmediatamente—una dulzura intolerable de máxima alegría y consuelo; luego, oscuridad y sofocamiento como de una tumba. La ardiente punta de hierro me golpeó. Golpeó audiblemente contra mi corazón. Escuché el golpe. El dolor me devolvió a la superficie y el golpe de mis sueños fue, en realidad, un golpe en la puerta. Alguien estaba golpeando suavemente.
Tal fue la confusión de imágenes en mi mente atormentada por el dolor que esperé ver a la anciana entrar, trayendo cuerdas y piquetas, y seguida por Haddon, mi amigo montañista; porque pensé que había caído en una profunda grieta y había esperado horas por ayuda en la oscuridad azul, fría del hielo. Estaba demasiado débil para responder y el golpeteo, es más, no se repitió. Ni siquiera escuché la apertura de la puerta, ¡tan suavemente se adentraba en la habitación! Solo supe que antes de verla realmente, esta ola de dulzura intolerable me empapó una vez más con dicha y paz y tranquilidad; mi dolor retrocedió y cerré los ojos, sabiendo que debería sentir ese mano fresca y tranquilizante sobre mi frente.
En ese mismo momento la sentí. Había un perfume de jardines antiguos en el aire. Abrí mis ojos para mirar la gratitud que no podía expresar y vi, cerca de mí—no a la anciana, sino el rostro joven y amoroso que mi adoración había vuelto hace tiempo familiar. Con labios que sonreían su anhelo y ojos marrones que contenían lágrimas de simpatía, ella se sentó a mi lado en la cama. La calidez y fragancia de su atmósfera me envolvió. Me hundí en un jardín donde la primavera se disuelve mágicamente en verano. Sus brazos estaban alrededor de mi cuello. Dejó caer su rostro, de modo que sentí su cabello sobre mis mejillas y ojos. Y, luego, susurrando mi nombre dos veces, me besó en los labios.
—Marion—susurré.
—¡Silencio! Mi madre manda esto—respondió suavemente—. Debes tomarlo todo; lo preparó con sus propias manos. Pero yo te lo traigo. Debes ser muy obediente, por favor.
Trató de levantarse, pero la sostuve contra mi pecho.
—Bésame una vez más y prometeré obediencia eterna—traté de decir, pero mi voz se negó una oración tan larga, y, de cualquier modo, sus labios estuvieron sobre los míos antes de que pudiera terminarla.
Lentamente, muy cuidadosamente, ella se desenredó, y mis brazos se hundieron nuevamente en la colcha. Suspiré de felicidad. Un rato más estuvo junto a mi cama, mirando con amor y profunda ansiedad en mi rostro.
—Cuando hayas comido todo, presta atención, todo —sonrió— deberás dormir hasta que el doctor venga esta tarde. Estás mucho mejor. Pronto podrás levantarte. Solo recuerda—sacudiendo su dedo con un dulce intento de mirar severamente—que exigiré completa obediencia. Debes rendir tu voluntad completamente a la mía. Estás en mi corazón, y mi corazón debe ser mantenido muy cálido y contento.
Sus ojos eran tiernos como los de su madre y amaba la autoridad y la fuerza que eran tan reales en ella. Recordé cómo fue esta fuerza la que selló el contrato que su belleza primero redactó para que lo firmase. Se inclinó una vez más para acomodar mis almohadas.
—¿Qué pasó con el... el coche? —pregunté indecisamente porque mis pensamientos no se regulaban a sí mismos. La mente presentaba tales fragmentos incoherentes.
—¿El... qué? —preguntó, evidentemente desconcertada. La palabra le parecía extraña—. ¿Qué es eso? —repitió con ansiedad en sus ojos.
Hice un esfuerzo por contarle, pero no pude. La explicación fue súbitamente imposible. Toda la idea se zambulló fuera de la vista. Me evadió completamente. Había inventado nuevamente una palabra que no tenía significado. Estaba diciendo tonterías. En su lugar, vinieron mis sueños. Traté de contarle cómo había soñado que escalaba peligrosas montañas con un extraño y que había hablado otro lenguaje con él distinto al mío... ¿Era inglés?... En cualquier caso, no era mi francés nativo.
—Querido—susurró cerca de mi oído—, los malos sueños no regresarán. Estás a salvo aquí, bastante a salvo. —Puso su pequeña mano como una flor en mi frente y la arrastró suavemente a mi mejilla—. Tu herida ya está sanando. Sacaron la bala hacia cuatro días. La tengo yo—añadió con un toque de tímida vergüenza, y me besó tiernamente sobre mis ojos.
—¿Cuánto tiempo has estado lejos de mí? —pregunté, sintiendo regresar al agotamiento.
—Nunca por más de diez minutos—fue la respuesta—. Te vigilé toda la noche. Solo esta mañana, mientras mi madre tomó mi lugar, dormí un poco. ¡Pero silencio! —dijo de nuevo con adorable autoridad—No debes hablar tanto. Debes comer lo que te he traído y volver a dormir. Debes descansar y dormir. Adiós, adiós, mi amor. Volveré en una hora y estaré siempre al alcance de tu adorable voz.
Su figura alta, delgada, vestida con el gris que amaba, caminó silenciosamente hacia la puerta. Me arrojó otra mirada—había en ella toda la ternura del amor apasionado—y, entonces, desapareció.
Seguí las instrucciones sumisamente, y, cuando un delicioso sueño me cubrió poco después, había olvidado totalmente el horrible sueño de que estaba escalando peligrosas alturas con otro hombre, olvidado como todo lo demás, excepto que parecían tantos días desde que mi amor había venido a mí, y que mi herida de bala estaría, después de todo, curada a tiempo para el día de nuestra boda tanto tiempo, tan ansiosamente esperado. Y cuando varias horas más tarde entró su madre con el doctor—su rostro menos serio y solemne esta vez—las noticias de que podría levantarme al día siguiente y estar un rato en el jardín, lograron curarme más que cien vendajes o el doble de esa cantidad de instrucciones médicas.
Los miré mientras estuvieron parados un momento junto a la puerta abierta. Salieron juntos muy lentamente, hablando en susurros. Pero la única cosa que capté fue la voz de la madre, hablando entrecortadamente de las grandes guerras. Napoleón, estaba diciendo el doctor en un tono bajo, silencioso, estaba en total retirada de Moscú, aunque las noticias recién habían llegado. Pasaron, entonces, al corredor, y hubo un sonido de llanto mientras la anciana murmuraba algo sobre su hijo y la crueldad de los Cielos.
—Ambos me serán arrebatados—sollozaba suavemente, mientras que él se inclinaba para consolarla—una en casamiento y el otro en la muerte.
Entonces, cerraron las puertas, y no escuché nada más.
I
La convalecencia pareció seguir muy rápidamente entonces porque fui totalmente obediente como había prometido y nunca hablé de lo que pudiese excitarme en mi propio detrimento—las guerras y mi propia parte desafortunada en ellas. Hablamos, en cambio, de nuestro amor, de nuestro ya demasiado largo compromiso y del dulce sueño de felicidad que la vida nos deparaba en el futuro. Y, de hecho, estaba lo suficientemente cansado del mundo como para preferir el reposo a la excesiva actividad porque mi cuerpo estaba incesantemente adolorido, y este antiguo jardín donde estábamos entre altas paredes de piedra, apartados del ajetreado mundo y muy relajados, era mucho más de mi gusto justo en ese momento que las guerras y la pelea.
Los vergeles estaban florecidos y los vientos de primavera regaban sus gotas de pétalos sobre la hierba nueva, crecida. Estábamos, medio al sol, medio en la sombra, bajo los álamos que bordeaban la senda en dirección al lago, y, detrás de nosotros, se alzaban las antiguas torres grises de piedra, donde las grajillas anidaban en la hiedra y las palomas gorjeaban y aleteaban desde los bosques lejanos.
Había encanto por todos lados, pero también había tristeza porque, aunque ambos sabíamos que las guerras se habían llevado a su hermano a donde no hay retorno y que solo su envejecida, deteriorada madre se paraba entre nosotros y la propiedad señorial, allí se escondía una tristeza aún mayor que estos pensamientos en nuestros corazones. Y era, creo, la tristeza que viene con la primavera. Porque la primavera, con sus promesas generosas, breves de belleza eterna, es eternamente un símbolo de la pasajera felicidad humana, incompleta y siempre insatisfecha. Las promesas hechas en la tierra son, después de todo, juguetes para niños. Incluso cuando las hacemos tan solemnemente, parece que sabemos que no están pensadas para durar. Están hechas, como está hecha la primavera, con una gloria de flores suaves, radiantes que desaparecen antes de que haya tiempo de percibirlas. Pero, de todos modos, regresan con el retorno de la primavera, tan desvergonzadas y gloriosas como si el Tiempo se hubiese absolutamente olvidado.
Y esta tristeza estaba en ella también. Quiero decir que era parte de ella y ella era parto de ello. No es que nuestro amor pudiese cambiar o perecer, sino que su dulce, tan largamente deseada realización debía esperar, y, como la primavera, debía fundirse y desvanecerse antes de que fuera totalmente conocida. No hablé de ello. Entendía bien que la depresión de un cuerpo roto puede influenciar el espíritu con su melancolía ponzoñosa, pero debe haberse delatado en mis palabras y gestos, incluso en mi comportamiento también. En cualquier caso, ella era consciente de ello. Creo, a decir verdad, que ella también lo sentía. Parecía tan dolorosamente inevitable. Mi recuperación, mientras tanto, fue rápida, y de pasar una hora o dos en el jardín, pronto pasé a estar el día entero. Porque la primavera vino de súbito y la temperatura se incrementó deliciosamente. Mientras los cucos se llamaban unos a otros en los grandes bosques de hayas detrás del château, nosotros nos sentábamos y hablábamos, y, a veces, teníamos nuestros sencillos almuerzos o café juntos allí, y particularmente recuerdo la ocasión en que la comida sólida me fue permitida por primera vez y ella me dio un delicado y joven bondelle, recientemente atrapado esa misma mañana en el lago. Estaba acompañado de hojas de lechuga dulce y crujiente, y ella sacaba las espinas por mí con sus propias manos blancas.
El día era radiante, con un cielo de azul despejado, suaves brisas movían las crestas de los álamos; las pequeñas olas caían sobre la playa pedregosa a no más de quince metros de distancia, y el vergel floreado estaba forrado con flores que parecían haber sacado de las estrellas del cielo los diseños de sus pétalos amarillos. Las abejas zumbaban pacíficamente entre los árboles frutales; el aire estaba cargado de un zumbido musical y profundo. Mi antiguo vigor se movía deliciosamente en mi sangre, y no tenía ningún dolor, más allá de puntadas ocasionales en la cabeza que venían con una ráfaga de oscuridad temporaria sobre mi mente. La herida estaba curada, sin embargo, y el cabello había crecido a su alrededor. Esta oscuridad temporaria la alarmaba a ella más que a mí. Había graves complicaciones, aparentemente, de las que yo no estaba al tanto.
Pero la profunda tristeza en mí parecía independiente del glorioso clima, debida a causas tan intangibles, tan distantes que nunca podría disiparlas con explicaciones. Porque no podía descubrir qué eran realmente. Había una sensación vaga, molesta de inquietud de que debía estar en tal o cual lado, de que estábamos juntos solo por unos pocos días y que a estos pocos días los había arrebatado ilegalmente de deberes severos, imperativos. Estos deberes eran inmediatos, pero desatendidos. En un sentido, no tenía derecho a esa pleamar de dicha que su presencia me traía. Me estaba rateando de algún modo, de algún lugar. No era mi ausencia del regimiento; eso lo sabía. Era infinitamente más profundo, puesto a una escala enorme que me asustaba vagamente, mientras ello profundizaba la dulzura de la alegría arrebatada.
Como un niño, buscaba sujetar las horas soleadas contra el cielo y hacerlas quedarse. Pasaron con una gran velocidad socarrona, sacadas momentáneamente de algún enorme olvido. Los crepúsculos se tragaron nuestros días juntos antes de que hubiesen sido propiamente degustados y, al mirar atrás, cada tarde de alegría parecían haber sido un mero momento en un sueño pasajero. Y debo haber delatado de algún modo el ánimo adolorido porque Marion se dio vuelta de repente y me miró a la cara con anhelo y ansiedad en sus dulces ojos marrones.
—¿Qué sucede, querida? —pregunté—. ¿Y por qué tus ojos traen preguntas?
—Suspiraste—respondió, sonriendo un poco triste—, y suspiraste muy profundamente. Estás adolorido nuevamente. ¿La oscuridad, quizás, está sobre ti? —Y su mano se estiró para encontrarse con la mía—. ¿Estás adolorido?
—No es un dolor físico—dijo—y tampoco es la oscuridad. Te veo claramente. —Y le hubiese dicho más mientras llevaba sus suaves dedos a mi boca, si no hubiese adivinado por su expresión en sus ojos que ella leía mi corazón y conocía todos mis extraños y misteriosos presentimientos en su interior.
—Lo sé—susurró ella antes de que yo pudiese hablar—porque yo también lo sentí. Es la sombra de separación lo que te oprime, pero no una separación común y mesurable que puedas entender. ¿No es eso? Inclinándome, entonces, la acerqué de un abrazo, dado que las palabras en ese momento eran mera insensatez. La sostuve de modo que no pudiese alejarse; pero, incluso cuando lo hacía, era como intentar retener la primavera o amarrar el tiempo pasajero con un deseo feroz. Todo se resbalaba de mí, y mis brazos atraparon el sol y el viento.
—Ambos lo hemos sentido todas estas semanas—dijo valientemente, tan pronto como yo la solté—y ambos hemos luchado por ocultarlo. Pero ahora... —dudó ella por un segundo y con una ternura tan exquisita que yo la hubiera arrastrado hacia mí nuevamente de no ser por mi ansiedad de escuchar sus próximas palabras—ahora que estás bien, podemos hablar claramente entre nosotros, y así reducir nuestro dolor al compartirlo. —Y, luego, añadió, aún más suavemente—: Sientes que hay “algo” que te alejará de mí... pero qué es, no puedes descubrirlo ni adivinarlo. Cuéntame, Félix, todo lo que piensas, que yo, a cambio, te contaré lo que yo pienso.
Su voz flotaba a mi alrededor en el aire soleado. La miré, intentando focalizar su querido rostro más claramente en mi vista. Una lluvia de flores del manzano caía sobre nosotros y sus palabras parecieron pasar flotando a mi lado como esos blancos pétalos pasajeros. Se alejaron. Los seguí con dificultad y confusión. Con el viento, me imaginé, un velo de cambio indefinible se deslizó sobre su rostro y ojos.
—Pero nada que pueda cambiar lo que siento—respondí, porque ella había expresado mi propio pensamiento completamente—. Ni nada que ninguno de los dos pueda controlar. Solo... quizás, que todo debe desvanecerse y desaparecer, justo como esta gloria de la primavera debe desvanecerse y desaparecer...
—Pero dejando su dulzura en nosotros—continuó ella por mí apasionadamente—, ¡para volver, mi amor, para volver en cada vida subsiguiente, cada vez con una dulzura añadida en ella además!
Su pequeño rostro mostró súbitamente el coraje de un león en sus ojos. Su corazón era siempre más valiente que el mío, un alma vigorosa, luchadora. Ella hablaba de vidas, yo parloteaba de días y horas meramente. Un poco de vergüenza me cubrió. Pero ese cambio delicado, ágil en ella también se expandió. Con la excitación de una advertencia ominosa, noté cómo surgió y creció a su alrededor. Desde adentro hacia afuera pareció surgir—como la sombra de una gran distancia azul. Había sombras en alguna parte de ello, de modo que ella se atenuó un poco ante mis ojos. El temeroso anhelo me buscó y me sacudió, porque no podía entenderlo, como fuese que lo intentase. Parecía alejarse de mí, yéndose a la deriva como sus palabras y como las flores del manzano.
—Pero cuando ya no estamos más aquí para saberlo—respondí rápidamente, pero tan tranquilamente como pude—, y cuando hayamos pasado a otro lugar... a otras condiciones... donde no reconoceremos la alegría y la maravilla. Cuando barreras de neblina se hayan interpuesto entre nosotros... nuestro amor y pasión tan remodeladas que no podremos reconocernos—las palabras salían a borbotones, medio fuera de control—y, quizás, ni siquiera nos animaremos a hablarnos de nuestro profundo deseo...
Me interrumpí abruptamente, consciente de que estaba hablando desde algún lugar desconocido donde me debatía, indefenso entre extrañas condiciones. Estaba diciendo cosas que apenas yo mismo entendía. Su estado de ánimo más profundo, mayor hablaba por mí, quizás.
Su encantador rostro regresó nuevamente; se puso al alcance de la mano una vez más.
—¡Silencio, silencio! —susurró, el terror y el amor ambos batallando en sus ojos—. Es cierto, quizás, pero no debes decir tales cosas. Decirlas las acerca. Una cadena está alrededor de nuestros corazones, una cadena de vidas transformadas sin cuento, pero no busques volverte sobre ello con ansiedad o miedo. Hacerlo solo puede causar el dolor del entrelazamiento equivocado e interrumpir el funcionamiento natural de los eslabones férreos.
—Y puso su mano velozmente sobre mi boca, como adivinando que el lúgubre ataque de ansiedad estaba nuevamente sobre mí con su ímpetu punzante de oscuridad.
Pero, por una vez, fui desobediente y resistí. El dolor físico, me di cuenta vívidamente, estaba íntimamente vinculado con esta tortura espiritual. Una causaba la otra, de algún modo. El cerebro desordenado recibía, aunque entrecortadamente, algunas pistas de un conocimiento más oscuro e inusual. Había salido tartamudeando de mí, pero, a través de ella, fluía fácil y claramente. Vi el cambio moverse más rápidamente, entonces, por su rostro. Una mirada antigua se adentró en sus dos ojos.
Y fue inevitable; debía expresarme, sin importar el mero bienestar corporal.
—Deberemos enfrentarlos algún día—grité, aunque el esfuerzo dolió abominablemente—. ¿Por qué, entonces, no ahora? —Y retiré su mano y la besé apasionadamente una y otra vez—. No somos niños como para ocultar nuestros rostros entre las sombras y pretender que somos invisibles. Al menos tenemos el Presente... el Momento que está aquí y ahora. Estamos hombro a hombro en el corazón de este profundo día primaveral. Este sol y estas flores, el viento que atraviesa el lago, el cielo de azul y el canto de las aves... todo, todo es nuestro ahora. Usemos el momento que el Tiempo ofrece y fortalezcamos así la cadena de la que hablas, la cual nos juntará una cantidad de veces sin cuento. Entonces, quizás, recordaremos. ¡Oh, amor mío, piensa lo que eso significaría: recordar!
El agotamiento me atrapó y me hundí entre mis almohadones. Pero Marion se levantó súbitamente y se paró a mi lado. Y, al hacerlo, otro Cielo cayó suavemente sobre nosotros y olí nuevamente el incienso de antiguos, antiguos jardines que trajeron perfumes largamente olvidados, increíblemente dulces, pero con una añoranza de remembranza apasionada, lejana que era dolor. La gran añoranza de la distancia me arrasó como una ola. No sé qué gran cambio fue entonces forjado sobre su belleza, pues la vi desafiante y erecta, comandando al Destino porque lo entendía. Se impuso sobre mí, pero fue su alma lo que se impuso. El ímpetu de una oscuridad interna excluyó todo el resto. El cielo presente, familiar se volvió tenue. Condiciones mil veces más vívidas tomaron su lugar. Ella se destacó, clara y brillante en la gloria de un alma desvestida, valiente y confiada con un amor eterno que la separación fortalecía, pero que nunca, nunca podía cambiar. La profunda tristeza, me di cuenta abruptamente, distaba muy poco de la alegría—porque, de algún modo, era la condición de la alegría. No podía explicar más que eso.
Y su voz, cuando habló, fue firme con una nota de acero en ella; intensa, pero carente del desgastante enojo que trae la pasión. Ella era constante más allá de la propia Muerte, sobre unos cimientos seguros y duraderos como las estrellas. Su corazón era tranquilo porque ella sabía. Era magnífica.
—Estamos juntos... siempre—dijo, su voz rica con el conocimiento de una experiencia inefable—porque la separación es meramente temporaria, forjando nuevos eslabones en la antigua cadena de vidas que une nuestros corazones eternamente. —Ella me miraba como alguien que ha vencido la adversidad que trae el Tiempo, aceptándolo—. Hablas del Presente como si nuestras almas ya estuvieran listas para pedir quedarse, y no necesitasen más transformaciones. Mirando solo hacia el Futuro, te olvidas de nuestro amplio Pasado que nos ha hecho lo que somos. Pero nuestro Pasado está aquí y ahora, a nuestro lado en este preciso momento. En las copas vacías de semanas y meses, de años y siglos, el Tiempo vierte su flujo bajo nuestros ojos. El Tiempo es nuestra aula... ¿Y tú estás asustado tan pronto? ¿Acaso la separación no logra aquello que la compañía nunca puede lograr? ¿Y cómo desafiaremos juntos la eternidad si no podemos permanecer fuertes en la separación primero?
Escuchaba mientras un flujo de memorias atravesaba rompiendo lámina tras lámina y capa tras capa que largo tiempo las habían cubierto.
—Este Presente que parece que sostenemos entre nuestras manos—continuó ella con esa voz seria, distante—es nuestro momento de dulce remembranza del que hablas, de renovación, quizás, de reconciliación también... un instante pasajero en el que podemos besarnos nuevamente y decirnos adiós, pero con esperanzas fortalecidas y con coraje reavivado. Pero no podemos quedarnos juntos finalmente... no podemos... hasta que una larga disciplina y dolor haya perfeccionado la simpatía y haya entrenado nuestro amor mediante la búsqueda, pruebas difíciles, por lo que durará para siempre.
Estiré mis brazos torpemente para tomarla. Su rostro brillo sobre mí, bañado con una luz solar más antigua, más intensa. El cambio en ella pareció, entonces, haberse completado en un instante. Un viento enorme, suave nos separó a diez mil kilómetros. Los siglos nos volvieron a juntar.
—Mira, más bien, hacia el pasado—susurró grandiosamente—, donde conocimos por primera vez el dulce comienzo de nuestro amor. Recuerda, si puedes, cómo el dolor y la separación ha hecho que valga la pena continuar. Y sé valiente, por lo tanto.
Ella puso sus ojos más fijamente sobre los míos, de modo que su luz me persuadió completamente de irme con ella. Una inmensa y nueva felicidad se derramó sobre mí. Escuchaba, y con los inicios de un coraje más amplio. Parecía que la seguía en una visión interminable de remembranza hasta que estuve alegremente con ella entre las flores y praderas de nuestra primigenia preexistencia.
Su voz me llegó con el canto de aves y el zumbido de insectos estivales.
—¿Tan pronto te has olvidado—suspiró ella—de cuando conocimos juntos los perfumes de los Jardines Colgantes de Babilonia o de cuando las Hespérides eran tan suaves para nosotros en el ocaso del mundo? ¿Y no recuerdas—con un pequeño aumento de pasión en su voz—las dulces plantaciones de Caldea y cómo saboreamos el olor de las muchas flores colgantes en los jardines de Alcínoo y Adonis, cuando las abejas de tiempos antiguos sacaban la miel para nuestra alimentación? Es la fragancia de esos primeros tiempos que conocimos juntos que aún permanecen hoy en nuestros corazones, endulzando nuestro amor a esta aparente rapidez. De ahí viene la felicidad profunda, plena que recogemos tan fácilmente Hoy… El seno de cada bosque antiguo está desgarrado por tormentas y relámpagos… por eso está tan suave y llena de jardines. Te has olvidado fácilmente también de los claros de Líbano, donde susurramos nuestros primeros secretos mientras los grandes vientos conducían sus carruajes por esos primeros cielos…
Se levantó una tempestad increíble de remembranza en mi corazón mientras luchaba por enfocar esas imágenes; pero las palabras me fallaban, y la mano que ansiosamente estiré para tocar la suya solo encontró la luz del sol y la lluvia de las flores del manzano.
—La mirra y el incienso—continuó con una voz suspirante que parecía venir con el viento desde cavernas invisibles en el cielo—, la uva y la granada… ¿todas han sido olvidadas por ti, junto con el séquito de simios y pavos reales, los tigres y los ibis, y las hordas de esclavos negros? Y este pequeño sol que juega tan ligeramente aquí sobre nuestros bosques de hayas y pinos, ¿no te trae a la memoria nada del antiguo calor abrasador, cuando las laderas de olivos, los higos y los maduros maizales escucharon nuestros votos y vieron madurar nuestro amor? Nuestro campamento extendido en el Desierto, ¿no te reviven esas arenas sobre nuestra pequeña playa su solitaria majestad? ¿Y has olvidado las brillantes torres de Semíramis… o, en Sardes, esas raras azucenas que primero sedujeron nuestras almas a su divina apertura?
Consciente de una violenta lucha entre el dolor y la alegría, ambas muy profundas para mí como para entender, me levanté para tomarla en mis brazos. Pero el esfuerzo atenuó las imágenes voladoras. El viento que cargaba su voz por la estupenda visión volvió volando a las cavernas de donde salió. Y el dolor me atrapó en una morsa de agonía tan minuciosa que no podía mover un músculo. Mi lengua yacía seca sobre mis labios. No podía pronunciar una palabra de ninguna oración…
Su voz, entones, me llegó nuevamente, pero más débilmente, como un susurro desde las estrellas. La luz se atenuaba por todos lados; no vi más el escenario vívido, brillante que ella había invocado. Un ocaso lúgubre, en su lugar, se arrastró sobre el mundo que ella había revivido momentáneamente.
—… no podemos quedarnos juntos—escuché su pequeño susurro—hasta que una larga disciplina haya perfeccionado la simpatía y entrenado nuestro amor para durar. Porque este amor de nosotros es para siempre, y el dolor que lo prueba es el horno que fabrica piedras preciosas…
De nuevo, estiré mis brazos. Su rostro brilló un rato más es esa luz solas olvidada y más intensa; luego, se desvaneció rápidamente. El cambio, como un velo, pasó sobre él. Desde un lugar de distancia prodigiosa donde ella había estado, ella bajó hacia mí con semejante velocidad vertiginosa. Como era Hoy, la vi una y otra y otra vez.
—El dolor y la separación, entonces, son bienvenidos—traté de tartamudear—y lo desearemos—pero mi pensamiento no se adentró más en la expresión que estas primeras dos palabras. El dolor eliminó todo expresión coherente.
Ella se inclinó muy cerca de mi cara. Su fragancia estaba alrededor de mis labios. Pero su voz salió como un débil entusiasmo de música, lejos, muy lejos. Atrapé las últimas palabras, desvaneciéndose como se desvanece el viento en las ramas altas de un bosque. Y me alcanzaron, esta vez, a través del zumbido de las abejas y las olas que murmuraban a un paso sobre la costa.
—... porque nuestro amor es del alma y nuestras almas están moldeadas en la Eternidad. No es aún, no es ahora, el momento de nuestra perfecta consumación. Ni lo sabrá nuestro próximo momento de encuentro. No hablaremos... Porque no seré libre... —fue lo que escuché. Ella se detuvo.
—¿Quieres decir que no nos reconoceremos? —grité en una angustia de espíritu que dominó el inferior dolor físico.
Apenas capté su respuesta:
—Mi disciplina, entonces, será resguardada por otro... pero solo para que pueda regresar a ti... más perfecto... al final...
Las abejas y las olas, entonces, amortiguaron su susurro con sus zumbidos. El rastro de un silencio más profundo las alejó. La estampida de la oscuridad temporaria pasó y se levantó. Abrí mis ojos. Mi amor estaba sentada a mi lado en la sombra de los álamos. Una mano sostenía las mías, mientras la otra arreglaba mis almohadas y acariciaba mi cabeza adolorida. El mundo se redujo nuevamente a una escala más pequeña.
—Has estado adolorido nuevamente—murmuró Marion ansiosamente—, pero está mejor ahora. Está pasando. —Me besó la mejilla—. Debes entrar...
Pero yo no la soltaba. La sostuve contra mí con toda la fuerza que había en mí.
—Lo estuve, pero se fue ahora. Una oscuridad horrible vino con ello—susurré contra la pequeña oreja que estaba tan cerca de mi boca—. Estuve soñando—le dije, mientras la memoria se diluía—, soñando que tu y yo... juntos en algún lugar... en antiguos jardines o bosques... donde el sol...
Pero ella no me dejó terminar. Creo, en cualquier caso, que no podría haber dicho más porque el pensamiento me evadía y cualquier lenguaje de descripción coherente estaba más allá de mis capacidades en ese instante. El agotamiento me sobrevino, con esa náusea vil, irresistible.
—El sol es demasiado fuere para ti aquí, amor—escuché que decía—, y debes descansar más. Hemos estado haciendo esto demasiado estos últimos días. Debes reposar. —Se levantó para ayudarme a entrar.
—¿Estuve inconsciente, entonces? —pregunté en el débil susurro que era todo lo que podía manejar.
—Por un rato. Te dormiste mientras te vigilaba.
—¡Pero estuve lejos de ti! ¡Oh! ¿Cómo pudiste dejarme dormir cuando nuestro tiempo juntos es tan breve?
Me tranquilizó instantáneamente del modo que ella sabía que ambos amábamos. Me aferré a ella hasta que ella se liberó nuevamente.
—No lejos de mí—sonrió—porque estuve contigo en tus sueños.
—Por supuesto, por supuesto que estuviste—pero ya no sabía exactamente por qué lo dije ni entendí el significado profundo que luchaba por salir entre mis palabras desde tal distancia inefable.
—Ven—añadió nuevamente con su dulce autoridad—, debemos entrar ahora. Dame tu brazo y mandaré a pedir los almohadones. Apóyate en mí. Te pondré de vuelta en la cama.
—Pero me volveré a dormir—dije petulantemente—y estaremos separados.
—Soñaremos juntos—respondió mientras me ayudaba lenta y dolorosamente hacia las viejas paredes grises del château.
II
Media hora después, me dormí profundamente sobre mi cama en el enorme aposento señorial, donde las rosas miraban junto a las ventanas entramadas.
Y decir que soñé de nuevo no es correcto porque solo puede ser expresado diciendo que vi y supe. Las figuras alrededor de la cama eran reales y con vida. Nada podía ser más real que el susurro de la voz del doctor—ese hombre solemne, de rostro serio que era tan alto—mientras decía, severa pero entrecortadamente, a alguien:
—Debes decir adiós, y es mejor que lo digas ahora.
Ni nada podía ser más definido y seguro, más cargado con la actualidad de los vivos, que la figura de Marion mientras se inclinaba sobre mí para obedecer la orden terrible. Porque vi su rostro flotar hacia mí como una estrella, y una lluvia de pálidas flores primaverales se derramaron sobre mí con su cabello. El perfume de antiguos, antiguos jardines se alzaron a mi alrededor mientras ella se ponía de rodillas junto a mi cama y besaba mis labios—tan suavemente como si los pétalos yacieran sobre mi boca y crecieran en flores que ella plantó ahí.
—Adiós, mi amor; sé valiente. Es solo la separación.
—Es la muerte—traté de decir, pero solo pude mover débilmente mis labios contra los suyos.
Aspiré su aliento de flores en mi boca... y entonces vino la oscuridad que es el final.
***
Las voces se hicieron más fuertes. Escuché a un hombre forcejeando con un lenguaje desconocido. Girando nerviosamente, abrí los ojos a una pequeña y aburrida, con paredes blancas de las que no colgaba ningún cuadro. Hacía mucho calor. Una mujer estaba parada junto a mi cama, y la cama era muy corta. Me estiré y mis pies patearon una tabla en la punta.
—Sí, está despierto—dijo la mujer en francés—. ¿Vas a entrar? El doctor dijo que podrías verlo cuando despertase. Creo que ahora te reconocerá. —Ella hablaba en francés. Sabía justo lo suficiente como para entender.
Y, por supuesto, lo reconocí. Era Haddon. Lo escuché agradecerle con toda su bondad mientras entraba tambaleándose. Su francés, en cualquier caso, era peor que el mío. Me sentí inclinado a reírme. Y me reí.
—¡Por Zeus! Colega, esto si que es mala suerte, ¿verdad? Te salvaste por un pelo. Esta buena señora me telegrafió...
—¿Tienes mi piqueta? ¿Está bien? —pregunté. Recordaba claramente el accidente automovilístico... todo.
—La piqueta está bastante bien—se rio, mirando alegremente a la mujer—. ¿Pero qué hay de ti? ¿Aún te sientes mal? ¿Algún dolor, quiero decir?
—¡Ah, me siento bien! —fue la respuesta buscando el dolor de huesos rotos, pero encontrando ninguno—. ¿Qué pasó? Estuve inconsciente, supongo.
—Un rato, sí—dijo Haddon—. Recibiste un golpe horrible en la cabeza, al parecer. La punta de la piqueta se te clavó, o algo así.
—¿Eso fue todo?
Asintió.
—Pero temo que ha estropeado nuestra escalada. Tremenda mala suerte, ¿verdad?
—Telegrafié anoche —explicó la buena mujer.
—Pero no pude venir hasta esta mañana—dijo Haddon—. El telegrama no me encontró hasta la medianoche, ¿sabes?
Y se dio vuelta para agradecer a la mujer con su voluble y terrorífico francés. Ella dirigía una pequeña posada sobre la costa del lago. Era la casa más cercana y me habían cargado hasta allí y me había conseguido un doctor, todo en menos de una hora. Resultó ser nada, aparte de la conmoción. Ni siquiera fue una concusión. Solo había sido aturdido. El sueño me había curado, al parecer.
—Es un pequeño lugar alegre—dijo Haddon mientras me movía esa tarde a Ginebra, donde, luego de unos días de descanso, nos metimos en Alpes de la Alta Saboya—y qué suerte que el muchacho haya sido tan bueno y rápido. Raro, ¿verdad? —Me miró.
Algo en su voz delataba que ocultaba otro pensamiento. No vi nada “raro” en ello, solo muy tedioso.
—¿Cuál es su nombre? —pregunté, haciendo un intento al azar.
Él dudó un segundo. Haddon, el escalador, no era experto en las delicadezas del tacto.
—No conozco su nombre actual—respondió, apartando la mirada de mí hacia el lago—, pero está erigido sobre el sitio de un antiguo château, destruido hace cien años, el Château de Bellerive.
Y, entonces, entendí la absurda confusión de mi viejo amigo. Porque Bellerive también era casualmente el nombre de una mujer casada que conocí en Escocia—al menos, era su nombre de soltera, y era de origen francés.
Algernon Blackwood (1869-1951)
(Traducido al español por Ariel Palomo)
Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Algernon Blackwood: Los viajeros (Wayfarers), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Relato estupendo, si consideramos la época en que fue escrito.
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