«La regeneración de Lord Ernie»: Algernon Blackwood; relato y análisis


«La regeneración de Lord Ernie»: Algernon Blackwood; relato y análisis.




La regeneración de Lord Ernie (The Regeneration of Lord Ernie) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1914: Aventuras increíbles (Incredible Adventures).

La regeneración de Lord Ernie, posiblemente uno de los cuentos de Algernon Blackwood menos conocidos, relata la historia de Lord Ernie, un joven aristócrata sin demasiado carácter, quien es llevado a viajar alrededor del mundo con la esperanza de forjar su temperamento y convertirlo en un verdadero hombre. La empresa fracasa, al menos hasta que Lord Ernie es llevado a la cima de una montaña en el Macizo de Jura, donde participa en ciertos ritos paganos que lo convierten en una persona agresiva y segura de sí misma, que disfrutará de una carrera política breve pero volcánica.

SPOILERS.

La regeneración de Lord Ernie de Algernon Blackwood desarrolla con oficio la historia de este muchacho totalmente desapasionado por la vida, a pesar de ser alguien capaz y heredero de una gran fortuna y una excelente posición social. No obstante, nada de eso hace que Lord Ernie se interese en la vida. En este contexto, su padre contrata a un maestro, un tutor, llamado John Hendricks, para llevar al joven Lord Ernie alrededor del mundo y tratar de inspirarlo.

En la etapa final del viaje, ya desesperado, Hendricks lleva a Lord Ernie a las Montañas del Jura, a las que él mismo visitó en su juventud. Allí se involucran con la adoración pagana de los lugareños, buscando el poder transformador del viento y el fuego. En este punto, Algernon Blackwood evoca con auténtica maestría las tensiones que agitan Lord Ernie a través de su transformación y, posteriormente, a su nueva vida. Pero el nuevo fuego en su corazón, esta voracidad por la vida, arde intensamente, como si de algún modo estuviese quemando todo el combustible de su vida.

El tema de lo pagano, o lo neopagano, está fuertemente presente en La regeneración de Lord Ernie, con sus extrañas ceremonias en colinas salvajes. De algún modo la atmósfera se siente muy afín a los relatos de Arthur Machen, e incluso podemos detectar algunos elementos de Horror Cósmico (ver: El Horror Cósmico en Arthur Machen), que probablemente hicieron de Algernon Blackwood uno de los autores predilectos de H.P. Lovecraft.

La traducción al español del relato de Algernon Blackwood, La regeneración de Lord Ernie, fue realizada por un amigo de la casa, Ariel Alejandro Palomo, quien gentilmente nos permitió compartirla en El Espejo Gótico. Los invito a seguir el interesante trabajo de Ariel en su blog: https://arielpalomo.blogspot.com.




La regeneración de Lord Ernie.
The Regeneration of Lord Ernie, Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Ariel Alejandro Palomo)


I

John Hendricks era tutor por aquel entonces. Él había estudiado originalmente para el sacerdocio, pero había abandonado la Iglesia más adelante por razones privadas conectadas con su fe, y había abrazado la enseñanza y la tutoría. Era un tipo recto de treinta y cinco, honesto, incorruptible, inteligente de un modo simple, directo. Realizaba juegos mentales, más que la mayoría de los ingleses, aunque iba por la vida sin hacer muchos cálculos. Tenía cualidades que hacían que los chicos lo quisiesen y respetasen; se ganaba su confianza. Pobre, orgulloso, ambicioso, se dio cuenta de que el destino le ofrecía una oportunidad cuando el Secretario de Estado por Escocia le preguntó si abandonaría a sus otros pupilos por un año y llevaría a su hijo, lord Ernie, alrededor del mundo en un viaje educativo que hiciese de él un hombre. Porque lord Ernie era hijo único y la influencia del marqués era, naturalmente, enorme. Depositar a un regenerado lord Ernie a las puertas del castillo podría haber asegurado el futuro de Hendricks. Tras abandonar Eton prematuramente, el muchacho había quedado a cargo de Hendricks por un tiempo, y con tan excelentes resultados—“Pondría plenamente las manos en el fuego por ese chaval, ¿sabe?”, solía decir el chico—que su padre, considerablemente impresionado, y más bien como último recurso, había hecho esta proposición. Y Hendricks, sin hacer muchos cálculos, había aceptado. Le gustaba ‘Bindy’ por sí mismo. Puso su corazón en “hacer de él un hombre”, de ser posible. Ellos ya habían estado juntos alrededor del mundo y habían llegado desde Brindisi a los lagos italianos, y, así, a Suiza. Era mediados de octubre. Con una o dos semanas de sobra, se dirigían sin prisa hacia los salones ancestrales en Aberdeenshire.

El viaje de nueve meses—Hendricks se daba cuenta con gran decepción—había logrado, no obstante, muy poco. El trabajo había sido agotador y él había dado concienzudamente lo mejor de sí. Lord Ernie lo quería enormemente y admiraba su vigor con la sonrisa de un buen temperamento tolerante a través de su incesante humo de cigarrillo. Ellos casi eran como dos chicos juntos. “Usted es un chaval y medio, señor Hendricks. Usted realmente debería estar en el Gabinete con mi padre”. Hendricks entregaría su inútil paquete en las puertas del castillo, se embolsaría las gracias y la paga laboriosamente ganada, y regresaría a su ardua vida de enseñanza y escritura en sucios albergues. Era una lástima, se mirase como se mirase. El tutor, a decir verdad, se sentía innegablemente deprimido. Esperanzado por naturaleza, optimista también, como suelen ser los hombres de acción, buscaba a su alrededor, incluso en los últimos tiempos, algo que vivificase al chico, lo despertase, le metiese entusiasmo y energía. Pero ahora solo quedaba París entre ellos y la meta, y, ciertamente, no se podía contar con la ayuda de París. El deseo de Bindy por París no era lo suficientemente fuerte como para contar. Ningún deseo en él fue alguna vez fuerte. Ahí estaba el meollo del problema. En una palabra, lord Ernie carecía de deseo, lo cual es vida.

Alto, fornido, guapo, era, sin embargo, una criatura débil, sin la energía para ser ni salvaje ni violento. Lánguido, aunque ciertamente no decadente, la vida corría lentamente, flácidamente en él. Nada le interesaba. La primera impresión que causó fue bastante buena; luego, nada. Sus únicos gustos, si al menos gustos podían llamarse, eran gustos al aire libre: estaba vagamente interesado en la aerodinámica, pero no lo suficiente para dominar su mecánica; le gustaba el automovilismo a alta velocidad, pero ser conducido, no conducir él mismo; y amaba deambular por los bosques haciendo hogueras como un Piel Roja, siempre y cuando estas encendiesen fácilmente, pero ni siquiera hacía esto por la poesía de la cosa o por amor a la aventura, sino porque sí. “Me gusta el fuego, ¿sabe? Me gusta verlo arder”. El calor parecía darle una curiosa satisfacción, quizás porque el calor de la vida—advertía él—era deficiente en su cuerpo de metro ochenta. Era llamativo este amor en él por el fuego, aunque nadie podía descubrir por qué. De pequeño se deleitaba peligrosamente con fuegos artificiales—cualquier cosa relacionada con fuego. Miraba la llama de una vela como si fuera un adorador del fuego, pero nunca se supo que mostrase una sola señal de interés por ello. En un bosque, como se dijo, la primera cosa que hacía era juntar ramas, aunque el fuego resultante no era parte de ningún propósito. Él no tenía propósito. No había en lo absoluto ni viento ni fuego de vida en el muchacho. Su buen cuerpo estaba inerte.

Hendricks, por supuesto, hizo mal en ir adonde fue—a esta pequeña y desolada aldea en las montañas del Jura—, aunque esta fue la primera vez en todos estos esforzados meses que se permitió un deseo personal. Pero, desde Domodossola, el Simplon Express pasaría por Lausana, y, de Lausana a Jura, solo había un paso—todo ello por el camino a casa, encima. Y lo que lo motivó fue meramente un deseo sentimental de revisitar el lugar donde, diez años atrás, se había enamorado violentamente de la bonita hija del pastor M. Leysin, en cuya casa se albergó. Él había ido allí para aprender francés. El pequeñísimo desvío parecía perdonable. Su desanimada carga fue fácilmente convencida.

—Podríamos ir a casa por Pontarlier en lugar de Basilea, y echar un vistazo al Jura—sugirió él—. La línea se desliza un poco a lo largo de su frontera y luego corta bruscamente a través de ella. Incluso podríamos hacer una parada nocturna en el camino, si te interesa. Conozco una antigua y curiosa aldea, Villeret, adonde fui a tu edad para aprender francés.

—De una—respondió lord Ernie apáticamente—. Todo de camino a Paris, ¿verdad?

—Por supuesto. Tenemos una quincena antes de que debamos ir a casa, ¿sabes?

—Sí, cierto, la hay. Vamos.

Él casi sintió que fue su propia idea y que él lo había decidido.

—¡Ojalá que realmente te guste!

—Seguro. ¿Por qué no? Estoy harto de las ciudades.

Sacudió un poco de polvo de la manga de su saco con una inmaculada servilleta de seda y, luego, encendió un cigarrillo.

—Como usted guste—añadió con una sonrisa y arrastrando las palabras—. Estoy listo para lo que sea.

No había interés, ningún deseo personal, ninguna elección en realidad; una floja y buena disposición meramente.

Una sugerencia era invariablemente suficiente, como si el chico no tuviese voluntad propia; su oposición era raramente más que un enfurruñamiento negativo que pronto se aplanaba porque era olvidado. En efecto, en ninguna parte de él había un signo positivo de vida—ni vitalidad, agresión, coherencia de deseo y voluntad; vacuo más que imbécil; incapaz de avanzar sobre ninguna línea definida por sí mismo, como si todas las ruedas se hubiesen salido de sus engranajes; un alma pálida que recibía una buena cantidad de impresiones, pero que nunca las dominaba para su uso permanente. Nada quedaba. Él nunca llegaría a ser político, menos aún estadista. El título familiar sería utilizado por un bobo. Aun así, uno sentía que toda la maquinaria estaba ahí—¡si tan solo pudiera dirigirse, hacerla arrancar! Era una pena. Lord Ernie era heredero de grandes haciendas, con un nombre y una posición que podría influir a miles.

Y Hendricks había sido una buena elección, con su virilidad y firmeza gentil, comprensiva. Él entendía el problema. “Usted hará lo que nadie más pudo”, le dijo el ansioso padre, “porque lo adora y usted puede azuzarlo sin herirlo. Usted pondrá vida e interés en él, si es que alguien en este mundo puede. Tengo grandes esperanzas en este tour. Estaré en deuda con usted por siempre, señor Hendricks”. Y Hendricks había aceptado la onerosa tarea con su estilo virtuoso, magnánimo. Él era escrupuloso hasta la médula. Este desvío fue su única desviación, si tal cosa podría llamarse así. “Vida, luz y alegres influencias”, habían sido sus instrucciones, “nada de aburrimiento o melancolía; un amorío ocasional, si él lo desea—aceptaría un amorío como una buena señal—y tanta relación con gente decente y estimulante turismo como pueda manejar... o soportar”, añadió el marqués con una sonrisa. “Solo que usted no sobrecargará al muchacho, ¿puede ser? Sobre todo, déjele pensar que él elije y decide, de ser posible”.

Villeret, sin embargo, difícilmente cumplía con estas condiciones; había melancolía allí; la mente de Hendricks—cuyos reflejos la esponjosa naturaleza del vacío muchacho absorbía muy fácilmente—estaría apesadumbrada. Pero una noche no podría hacer daño. ¿De dónde provenía—él se preguntaba—la efímera noción de que podría hacer bien? ¿Podría ser, quizás, que Leysin, el viejo y vigoroso pastor, contribuyese en algo? Leysin había sido una fuerza considerable en su propio desarrollo, recordaba él; ellos se habían escrito un poco desde entonces; Leysin estaba fuera de lo común, ciertamente, y había en él una energía incansable como la del mar. Hendricks encontró difícil ordenar sus pensamientos y motivos, pero Leysin estaba en ellos de algún modo—esta idea de que su enérgica personalidad quizás ayudase. Su efecto vitalizante, al menos, contrarrestaría la melancolía. Porque Villeret yacía acurrucado sobre deprimentes laderas y la bata de lóbregos pinares se precipitaba sobre su miseria desde yermas alturas y desolados desfiladeros. Los campesinos era gente taciturna, malviviente. Era una oscura e indocta esquina en una—de otro modo—mágica cordillera de montañas, un páramo que el sol había olvidado limpiar. Supersticiones—recordaba Hendricks—de un carácter increíble aún perduraban ahí; un toque de lo siniestro sobrevolaba la amalgamada mente de sus habitantes. El pastor luchaba afanosamente esta oscuridad de sus vidas y pensamientos; en la aldea misma, con más o menos éxito—aunque, incluso ahí, la bebida y los hábitos de vida eran totalmente amargos—, pero en las alturas, entre las algo áridas pasturas, los montañeses permanecían indómitos, turbulentos, incluso amenazantes. Hendricks conocía esto desde antes, aunque nunca había entendido muy bien. Pero él recordaba que, para los niños ingleses en la cure, estaba prohibido escalar en ciertas direcciones, porque la vida en estos dispersos châlets era, de algún modo, libre y violenta. Había peligro ahí, peligro, sin embargo, nunca abiertamente declarado. Esas solitarias crestas yacían malditas bajo oscuros cielos. Él recordaba, además, los perros salvajes, la dificultad de aproximación, la agresiva actitud hacia las intrépidas visitas del pastor a esas remotas y elevados pâturages. Ellos no pertenecían a su parroquia: Leysin hacía sus ocasionales visitas como hombre y misionero; porque eran comunes—recordaba Hendricks—extraordinarios rumores sobre una extraña adoración que estos campesinos sin ley mantenían viva en su distante y ventoso territorio, plantada allí por primera vez, según la historia, por un sacerdote renegado cuyo nombre estaba ahora olvidado.

El propio Hendricks no tenía experiencias personales. Él había estado demasiado enamorado como para preocuparse por cosas exteriores, sin importar la extrañeza. Pero el caso de Marston nunca había dejado del todo su memoria—Marston, que escaló por medios ilícitos, permaneció dos días y noches enteras, y regresó súbitamente con aire de destruido, destrozado, espantosamente consumido, con su rostro tan arrugado y fatigado que parecía haber envejecido veinte años, y, aun así, con una nueva y singular vida en él, tan vehemente, sonora y atrevida que era como un tipo de intoxicación sobria. Había sido despachado a Inglaterra antes de que pudiese contar algo. Pero había sufrido conmociones. Su cara blanca, pasional, su bullicioso nuevo vigor, el modo en que M. Leysin protegió su mirada de las alturas mientras lo ponía personalmente en el tren a París—¡casi como si temiese que el chico viese las colinas y se lanzase nuevamente hacia ellas! —crearon una imagen inolvidable en su mente.

Más aún, entre el empapado pueblo y la sarta de malignos châlets que estaban en su oscura hilera sobre las alturas había habido lazos. Exactamente de qué naturaleza, él nunca supo, porque el amor vuelve todo el resto indiferente; solo recordaba mensajeros negros, atezados, descendiendo a la aletargada aldea de vez en cuando, tipos grandes y fornidos con viento en sus cabellos y fuego en sus ojos; que sus visitas producían conmoción y excitación de un carácter complejo; que orgías salvajes invariablemente seguían a su estela; y que, cuando los mensajeros se iban, no volvían solos. Había vida allí arriba, mientras que la aldea estaba moribunda. Y, ninguno que se iba, procuraba regresar algún día. Cudrefin, el joven y gigante vigneron, arrancado de este modo del mismísimo lado de su amor, regresó dos años después, él mismo como un mensajero. Ni siquiera preguntó por la chica, quien, mientras tanto, se había casado con otro. “¡Allí arriba hay vida con nosotros...”, contaba a los borrachos haraganes del “Guillaume Tell”, “... viento y fuego para mandarte girando al infierno… o al cielo!” Era el entusiasmo personificado. En el pueblo, él solo había estado bebiendo estúpidamente hasta la muerte. Vagamente, además, Hendricks recordaba las visitas de la policía desde la ciudad vecina, algunos de ellos a caballo, todos armados, y que, incluso una vez, los habían acompañado soldados; y, en otra ocasión, un obispo, o como fuere que la dignidad eclesiástica se llamase, había arribado súbitamente y había prometido una drástica asistencia de carácter espiritual que nunca se había materializado—¡Ah! Y muchos otros detalles que ahora regresaban con sugerencias que el tiempo, ciertamente, no había menguado. Porque el amor había pasado de largo y se había ido, y él estaba ahora abierto a la invasión de otras memorias, empequeñecidas, en aquél entonces, por la dulce y dominante pasión.

Pero todo lo que el tutor quería ahora, en esta fortuita semana de finales de octubre, era ver nuevamente la esquina del bosque musgoso donde había conocido esa cosa maravillosa, el primer amor; renovar su vínculo con Leysin, quien le había enseñado mucho; y ver si acaso la energía robusta, viril de este hombre podría derramarse beneficiosamente en su apática carga. A los gastos pensaba pagarlos de su propio bolsillo. A esos salvajes paganos en las alturas—incluso si seguían existiendo—no había necesidad de mencionarlos. Lord Ernie sabía poco francés y, ciertamente, ni una palabra de patois. Por una noche, o incluso dos, el riesgo era desdeñable. ¿Había, en efecto, alguna clase de riesgo? ¿No era esta vaga inquietud que sentía meramente la consciencia aguijándolo ligeramente? No podía sentir que estuviese haciendo algo malo. En el peor de los casos, el joven se sentiría deprimido por unas horas, y se curaría rápidamente al tomar el tren.

Algo, sin embargo, lo carcomía de un modo subconsciente, produciendo una sensación de aprensión, y llegó a la conclusión de que su recuerdo de la tribu de la montaña era la causa de ello—un renacimiento de un olvidado temor de adolescencia. Miró la figura de Bindy apoltronada en un sillón del patio del hotel, de lleno al sol, con un periódico a sus pies. Reclinado ahí, se veía tan grande, fuerte y guapo, pero, en realidad, era solo un listón pintado carente de resistencia—ni hablar de agresión—en sus muchos centímetros. Y, súbitamente, el tutor recordó otra cosa, el vínculo, ilocalizable de otro modo, y era esto: que la madre del chico, una canadiense, había sufrido severamente hace tiempo a causa de un inverno en Quebec, donde el marqués la había conocido por primera vez. La helada, si recordaba correctamente, le había arrebatado un pie, con el resultado, en todo caso, de que tenía un íntegro terror al frío. Ella buscaba el sol y el calor instintivamente (fuego). Además, esa asma había sido su dolorosa aflicción (pura incapacidad de inhalar profundamente). Esta deficiencia de calor y aire, entonces, estaban en su mente. Y él sabía que el nacimiento de Bindy había sido una época inquieta; la inquietud, más aún, justificada, dado que ella había dado la vida por él.

Y, así, el singular pensamiento destello en él súbitamente mientras miraba al lánguido, reclinado chico, y la descriptiva frase de Cudrefin sonaba extrañamente en su cabeza: “Calor y fuego, fuego y viento… ¡Pues si es precisamente de lo que carece! Y él siempre anda tras ellas. Me pregunto…”.


II

La pesada diligencia amarilla los subió desde la costa del lago durante dos horas, los depositó en la entrada de la calle del pueblo y continuó su lento y esforzado camino hacia la frontera. Llegaron envueltos en una nube de lluvia. Atardecía. Nubes bajas traían la noche al mundo antes de tiempo, oscureciendo las cumbres distantes de las tierras altas, pero algunas luces parpadeaban aquí y allí en el paisaje próximo, jalonando la lobreguez con señales. El pueblo estaba muy quieto. Arriba y abajo, sin embargo, dos grandes vientos se ajetreaban con resultados curiosos. Porque el viento inferior del este, con ráfagas, producía en el cuerpo del lago blancos caballos que brillaban como alas contra los profundos bases Alpes, mientras una corriente occidental barría las alturas inmediatamente superiores al pueblo. Había una extraña división de dos climas que presagiaba un cambio. Una línea clara de cielo brillante mostraba el contorno del Jura nítidamente hacia el norte y las estrellas espiaban claramente a través de los pálidos espacios húmedos. Rápidos vapores, conducidos por el viento superior occidental, las ocultaban débilmente. Brillaban y se desvanecían. El cordón entero, a mil quinientos metros en el aire, tenía la apariencia de moverse en el cielo. Entre estos dos vientos opuestos a diferentes niveles, el pueblo en cuestión yacía inmóvil, mientras el mundo seguía su curso en dos direcciones, por así decirlo.

—La tierra parece estar girando—remarcó lord Ernie.

Había estado leyendo una novela todo el día en el tren y en el vapor, fumando interminables cigarrillos en la diligencia, siendo su compañero y él mismo sus únicos ocupantes. Parecía haberse despertado súbitamente.

—¿A qué se debe? —preguntó con interés.

Hendricks explicó el raro efecto de los dos vientos contrarios. Columnas de humo de turba se elevaban en finas líneas rectas desde el borrón de casas, sin ser tocadas por las corrientes superior e inferior. Los vientos se arremolinaban a su alrededor. Lord Ernie escuchaba atentamente la explicación.

—Siento como si estuviera girando con él... como un trompo—observó, colocando sus manos en la cabeza por un momento—. ¿Y qué son aquellas luces allá arriba?

Apuntó al distante cordón donde resplandecían fuegos, como si hubiesen caído estrellas y hubiesen incendiado los árboles. Varios eran visibles a intervalos regulares. Las agudas cimas de las montañas de caliza se recortaban abruptamente sobre el cielo del norte a cientos de metros por encima.

—¡Oh! Los campesinos quemando madera y cosas, supongo—le dijo el tutor.

El joven giró un instante, quedándose quieto para examinarlas con una mano frente a sus ojos.

—¿Ahí arriba vive gente? —preguntó.

Había sorpresa en su voz y su cuerpo se puso extrañamente rígido mientras hablaba.

—En châlets de montañas, sí—replicó el otro un poco impacientemente, notando su actitud—. Sigamos—añadió—. Vayamos a nuestras habitaciones en la casa del carpintero antes de que se largue a llover. Puedes ver las ventanas titilando allí arriba—y apuntó a un edificio junto a la iglesia—. La tormenta nos atrapará.

Bajaron juntos rápidamente por la calle desierta en una oscuridad creciente, dejando atrás pequeños jardines, puertas de graneros abiertos, pilas sueltas de abono y patios empedrados donde se veía la figura ocasional de un hombre. Pero lord Ernie se quedaba merodeando detrás, casi holgazaneando. Una o dos veces, para la creciente irritación del otro, se detuvo, parándose firmemente para mirar las alturas a través de los espacios entre las viejas casas derruidas. Media docena de grandes gotas de lluvia se estrellaban pesadamente contra la calle.

—¡Apúrate—chilló Hendricks, mirando atrás—o nos agarrará la tormenta! Es el viento de la montaña... el coup de joran. ¡Puedes oírlo llegar!

El muchacho estaba mirado a través de una medianera con una actitud de atención fija. Hizo un gesto con una mano, como señalando hacia los cordones donde resplandecían los fuegos. Hendricks, entonces, lo llamó con bastante aspereza. Era posible, por supuesto, que haya malinterpretado el movimiento; quizás había pasado meramente sus dedos por el cabello o usado la palma para enfocar la mirada, porque no tenía puesto el sombrero y la luz era bastante incierta. Pero a Hendricks no le gustó el merodeo ni el gesto. Puso autoridad en tu tono al instante.

—Continúa, ¿quieres? ¡Continúa, Bindy! —dijo.

La respuesta lo llenó de sorpresa.

—Bueno, bueno. Ya voy. Me gusta esto.

El tutor volvió sobre sus pasos hacia él. El tono lo alarmó.

—¿Qué cosa? —preguntó.

Y lord Ernie giró hacia él con otro aspecto. Había un combate en su interior. Había resolución.

—Esto, por supuesto—respondió el chico tranquilamente, aunque con una oculta excitación, mientras saludaba con un brazo hacia la montaña—. He soñado algo de esto; lo he conocido en algún lado. No hemos visto nada como esto en nuestro estúpido viaje.

El destello en sus ojos marrones desapareció, en tanto agregaba más tranquilamente, pero con firmeza:

—No me espere, que yo lo seguiré.

Hendricks estaba firmemente parado sobre sus huellas. Había una decisión en la voz y en el modo que lo aferraba. La confianza, la afirmación positiva, el deseo impaciente, el indicio de energía... todo esto era nuevo. Nunca había incentivado en el chico el hábito de fantasear vívidamente, considerando insensata su enseñanza. Se le ocurrió súbitamente en ese momento que la “deficiencia” quizás estuviera en la superficie. La energía y la vida, quizás, se escondía subconscientemente en él. ¿Acaso los sueños traicionaban una actividad que él no sabía cómo llevar a cabo ni relacionarla con su mundo externo, cotidiano? ¿Y eran estos sueños evidencia de un deseo oculto, profundo... una pista, posiblemente, de la energía que buscaba y necesitaba, justo la clase de energía que pondría en marcha la maquinaria inerte y la conduciría?

Dudó un instante, esperando en el camino. Estaba a punto de entender algo que acababa de evadirlo. El amor instintivo, infantil de Bindy por el fuego, su pasión por el aire, por el ajetreado viento, por océanos de infinitos... En ese momento, hubo un profundo rugido en las montañas. A lo lejos, aunque se aproximaba rápidamente, su estruendo ominoso llenó el aire. El viento occidental descendía por las profundas gargantas, sacudiendo el bosque, gritando al acercarse. Nubes de polvo blanco ascendían al cielo desde los caminos superiores, se separaban en cortinas como la nieve y bajaban a una velocidad increíble. El aire se volvió súbitamente más frío. Más gotas grandes de lluvia chocaban y golpeaban los techos y el camino. Había una sensación de que algo violento e instantáneo iba a ocurrir, una sensación de ataque. El joran corría precipitadamente hacia el valle.

—Muévete, hombre—chilló el con todas sus fuerzas—. ¡Es el joran! ¡Lo conozco desde antes! Es terrible. ¡Corre!

Y tomó al muchacho, que aun holgazaneaba, por el brazo. Pero lord Ernie se liberó de una sacudida con una excitación casi violenta.

—He estado allí arriba con esas enormes hogueras—gritó—. Conozco todo el bendito asunto. ¿Pero de dónde? ¿De dónde?

Su cara estaba blanca, sus ojos brillaban, sus modales estaban extrañamente agitados.

—Tipos grandes, desnudos que bailan como el viento y ajetreadas mujeres de fuego, y...

Dos cosas pasaron entonces, interrumpiendo el lenguaje salvaje del chico. El joran alcanzó el pueblo y lo golpeó; las casas se sacudieron, los árboles se doblaron y la nube de polvo de caliza, pintando la oscuridad de blanco, pasó entre Hendricks y el chico con extraordinaria fuerza, llegando a separarlos. Hubo un estrépito de tejas cayendo, de puertas y ventanas golpeándose, y luego un estallido de lluvia gélida que caía como proyectiles, levantando una verdadera rociada. El aire se volvió denso. Todo pasaba de largo, rugía, temblaba. Y, en segundo lugar—justo en ese breve instante cuando el hombre y el chico fueron separados—, se cruzó entre ellos con una sombría rapidez la figura de un hombre, sin sombrero, con el cabello al aire, que desapareció con veloces zancadas en la oscuridad de la calle del pueblo—todo tan rápidamente que la vista no pudo focalizar ni el modo de su llegada ni de su partida. Hendricks vislumbró un tipo de cara elemental, tostada, el movimiento de grandes hombros, el brinco de grades miembros sueltos—algo ágil y elástico en toda la apariencia—, pero nada que él pudiese llamar un detalle definido. La figura atravesó el polvo y el viento como un animal... y desapareció. De hecho, solo fue por el contraste de la blanca piel de lord Ernie, de su agraciado, semi-elegante contorno, que él fue capaz de recordar esos detalles. Al semblate azotado por la intemperie pareció llevárselo la tormenta. La cara aristocrática y delicada de Bindy brillaba muy pálida y ansiosa. Pero que un hombre real había pasado, era indudable, porque el chico hizo un movimiento brusco como para seguirlo. Hendricks tomó su brazo con un agarre determinado y lo tiró hacia atrás.

—¿Quién era ese? ¿Quién era? —chilló lord Ernie sin aliento, resistiendo con toda su fuerza, pero en vano.

—Algún tipo de la montaña, por supuesto. Nada que ver con nosotros.

Y arrastró al chico consigo por el camino. Por un segundo, parecía que ambos habían perdido sus cabezas. Hendricks, ciertamente, sintió que una ráfaga de algo le infundió una momentánea consternación que era casi de alarma.

—¿De allí arriba, donde están los fuegos? —preguntó el chico, gritando por sobre el viento y la lluvia.

—Sí, sí, supongo. Vamos. Nos empaparemos. ¿Te has vuelto loco?

Porque Bindy aún se resistía con todo su peso, intentando girar y mirar. Hendricks usó más fuerza. Casi se pelearon en el camino.

—Está bien, estoy yendo. Solo quería mirar un segundo. No hacía falta que arrastrase del brazo.

Dejó de resistirse y avanzaron juntos.

—¡Pero qué tipo! Se movía como el viento. ¿Vio la luz saliendo de él... como fuego?

—¿Como qué? —gritó Hendricks, mientras atravesaban la tempestad torrencial.

—¡Fuego! —chilló el chico—. Me encendió al pasar... fuego que enciende, pero no quema, y viento que sopla a lo largo del mundo...

—¡Abotónate el saco y corre! —interrumpió el otro, apurando su paso y tirando del chico con fuerza detrás de él.

—¡No me retuerza! ¡Me está lastimando! ¡Puedo correr tan bien como usted! —replicó, con una energía que Bindy nunca había mostrado en su vida.

Estaba sin aliento, jadeando, incluso cargado con excitación.

—Me tocó al pasar... fuego que enciende, pero no quema, y viento que enciende el corazón al soplar... Suélteme, ¿quiere? Suelte mi mano.

Se liberó. La lluvia torrencial caía en cortinas desde un cielo sin viento, porque el joran ya estaba a kilómetros de ellos, desgarrando el furioso lago. Llegaron a la casa del carpintero donde estaba su albergue, empapados hasta los huesos. Se secaron y comieron la liviana cena de sopa y omelette preparada para ellos—la comieron en bata. Lord Ernie se metió en la cama con una botella de cerámica áspera con agua caliente. Declaró con decisión que no tenía frío. Su excitación había, de algún modo, pasado.

—Insisto, señor Hendricks—remarcó él mientras se acomodaba con su novela y un cigarrillo, nuevamente calmado y tranquilo—que este es un lugar y medio, ¿verdad? Me sacude por completo. Supongo que es la tormenta. ¿Qué opina usted?

—El estado eléctrico del aire, sí—respondió brevemente el tutor.

A continuación, cerró los postigos de barlovento, dio las buenas noches y fue a su propia habitación para desempacar. La singular frase que Bindy había usado seguía resonando en su cabeza: “Fuego que enciende, pero no quema, y viento que enciende el corazón al soplar”—la primera vez había dicho “sopla a lo largo del mundo”. ¿De dónde diantres había sacado el chico tales extrañas palabras? Aún veía la figura del salvaje tipo montañés que había pasado entre ellos con el polvo, el viento y la lluvia. Había confusión en la imagen o, quizás, más bien en su memoria. Pero le parecía, mirando ahora al pasado, que el hombre al pasar se había detenido un segundo—un segundo brevísimo meramente—y había hablado o, en todo caso, había mirado atentamente la cara de Bindy, y que había habido alguna comunicación entre ellos en ese momento de violencia elemental.


III

Hendricks recordaba muy bien al pastor Leysin. Incluso ahora, en su vejez, era una personalidad vigorosa, pero en su juventud había sido casi revolucionario; bastante salvaje también—se rumoreaba—hasta que se encomendó voluntariamente a Dios, lo cual le ofreció un campo de acción más amplio para su enérgica vitalidad. El pequeño hombre poseía una vida incansable, un líder nato de causas perdidas; atacar era su métier y las grandes adversidades eran las condiciones que amaba. Antes de asentarse en este desolado lugar—pasteur de l’église indépendente en un cantón protestante—había sido misionero en remotas tierras paganas. Su horizonte era uno amplio—había visto cosas extrañas. Era un ser tosco, con una cabeza grande sobre un cuerpo delgado y enjuto soportado por férreas piernas combadas, y tenía ese coraje que se da a conocer con antelación a cualquier prueba. Hendricks se deslizó a la cure a eso de las nueve y lo encontró en su estudio. Lord Ernie estaba dormido—por lo menos, su luz estaba apagada y no había sonido o movimiento audible en su cuarto. El joran había limpiado el cielo de nubes. Las estrellas brillaban radiantemente. Los fuegos aún brillaban débilmente en las alturas.

La visita no fue inesperada, porque Hendricks ya había mandado un mensaje anunciándose, y, al momento de sentarse, encontrarse con los ojos del pastor, escuchar su voz y observar sus ligeros gestos imperiosas, quedó bajo la influencia de una personalidad más fuerte que la suya. Algo en la atmósfera de Leysin lo alcanzó, ampliando su horizonte. Había ido principalmente—se daba cuenta ahora—para pedir ayuda y explicación respecto a lord Ernie; los eventos de hace dos horas lo habían impresionado más de lo que se animaba a reconocer y deseaba hablar de ello. Pero, por algún motivo, encontró difícil declarar su caso; no se presentaba ninguna apertura; o, más bien, la mente del pastor, concentrada en algo propio, estaba muy absorta. En respuesta a una pregunta inmediata, el tutor hizo un breve resumen de sus presentes deberes, pero omitió la escena de excitación en la calle del pueblo, porque, mientras miraba el ceño fruncido a la luz del velador, percibió tanto ansiedad como una alta presión espiritual trabajando allí bajo la superficie. Al principio, dudó en introducir sus propios asuntos. Discutían, sin embargo, la psicología del muchacho y las desfavorables posibilidades de regeneración, en tanto la cara del viejo se encendía y brillaba por momentos, hasta que, finalmente, la verdad salió a la luz y Hendricks entendió la preocupación de su amigo.

—Lo que estás intentando con un individuo—exclamó Leysin con ardor—es precisamente lo que yo estoy intentando con una multitud. Y es difícil. Porque pobres pecadores hacen pobres santos y a los tibios los vomitaré de mi boca—hizo un gesto abrupto, resentido, para señalar su disgusto y desencanto, quizás también su desdén—. ¡Córtala! ¿Por qué ha de cansar la tierra?

—Una doctrina dura y poco caritativa—comenzó a decir el tutor, dándose cuenta de que debía hablar de los feligreses antes de introducir efectivamente el caso de Bindy—. ¿Dices que, naturalmente, no hay material con el que trabajar?

—Ninguna energía que dirigir—fue la enfática respuesta—. Mis ovejas son aquí... verdaderas ovejas; meramente negativas, holgazanes borrachos sin energía. ¡Pacientes de hospital! Podría trabajar con tigres y bestias salvajes, pero, ¿quién ha entrenado alguna vez a una babosa?

—Tu lugar adecuado está en las alturas—sugirió Hendricks, interrumpiendo al azar—. Hay suficiente campo allí arriba, o solía haber. ¿Han perecido aquellos salvajes de las montañas?

Y dio de casualidad en el blanco. La cara del viejo rejuveneció mientras respondía velozmente.

—Hombres como esos—exclamó—no perecen. Se reproducen y se multiplican.

Se inclinó hacia adelante sobre la mesa de una forma ansiosa, ferviente, casi impetuosa, con un deseo de acción suprimido.

—Hay maldad allá arriba—dijo sugestivamente—, pero, por los cielos, está viva; es positiva, ambiciosa, constructiva. Con un sentimiento violento y con un fuerte deseo de trabajo, hay esperanza de algún resultado. Sobre impulsos vehementes como esos, paganos o lo que sean, un hombre puede trabajar con resolución. Esos son tigres; ¡aquí abajo tengo babosas!

Se encogió de hombres y se reclinó en su silla. Hendricks lo miraba y pensaba en las historias que se contaban sobre sus días de misionero entre tribus salvajes y bárbaras.

—Nacida del paisaje vital, supongo—dijo—. Viento, escarcha y sol centelleante. La energía salvaje, digo, se debe a...

Un gesto del viejo lo detuvo.

—Sabes quién los inició en sus salvajes celebraciones—dijo gravemente en voz baja—, sabes cómo ese ambicioso sacerdote renegado del Valais los escogió para su núcleo, y luego murió antes de poder sacarlos, entrenados y competentes, en su extraña campaña. Escuchaste la historia cuando estuviste conmigo de chico...

—Recuerdo a Marston—dijo el otro, extrañamente interesado—, Marston... el chico que...

Se detuvo porque apenas sabía cómo continuar. Hubo un minuto de silencio. Pero no fue silencio vacío, aunque ninguna palabra lo rompió. La cara de Leysin examinaba.

—Ah, Marston, sí—dijo lentamente, sin levantar la mirada—, lo recuerdas. Pero eso también es mi culpa, supongo. Su padre era ignorante y obstinado; lo habría salvado, de otro modo.

Parecía hablar más consigo mismo que con su oyente. El dolor se mostró en las líneas de su boca contraída.

—No hubo nadie, ¿sabes?, que supiese cómo dirigir la gran vida que despertó en el muchacho. La llevó de regreso consigo y la dejó correr en todo tipo de empresas inútiles, y los doctores confundieron sus abruptas y fieras ambiciones con... con la histeria que llaman el vestíbulo de la locura... Aun así, pequeños personajes pueden tener grandes ideas... Ellos no entendieron, por supuesto... Fue una pena, una pena, una pena.

Escondió su cara entre sus manos por un momento.

—¿Marston, entonces, fue por mal camino al final? —inquirió, porque el gesto del otro sugirió alguna clase de desastre.

Hendricks lo preguntó con un susurro. Leysin descubrió su cara, anudó su cuello con un dedo y apuntó al techo.

—¡Se ahorcó! —murmuró Hendricks estupefacto.

El pastor asintió, pero había impaciencia, casi enojo en su tono.

—Ellos la refrenaron, la contuvieron. ¡Lo destrozó, por supuesto!

Los dos hombres se miraron a los ojos por un momento y algo en el más joven de ellos se contrajo. Esto estaba un poco bastante por encima de su entendimiento. Un extraño indicio de una realidad cruel y lóbrega flotaba en el aire, haciendo temblar los nervios que, normalmente, estaba inactivos. La inquietud que sentía acerca de lord Ernie se convirtió en alarma. Su consciencia lo azuzaba.

—Más de lo que pudo asimilar—continuó Leysin—. Lo destruyó. Pero, de habérsele proveído desagües, de habérsele enseñado como usarlo, esta energía elemental extraída directamente de la Naturaleza... —Se interrumpió abruptamente, desconcertado quizás por la expresión en los ojos de su oyente—. Lo sé. Parece increíble en el siglo veinte, ¿verdad?

—¿Maligna? —preguntó Hendricks, más bien tartamudeando.

—¿Por qué maligna? —fue la respuesta impaciente—. ¿Cómo puede cualquier fuerza ser maligna? Esa es meramente una pregunta de dirección.

—Y el sacerdote que descubrió estas fuerzas y les enseñó su uso, ¿entonces...

—Era genuinamente espiritual y seguía la verdad a su manera. No era necesariamente maligno. —El pequeño pastor hablaba con vehemencia—. Hablas como un manual de religión de un jardín de infantes—continuó—. Escucha. Este hombre, enfermo y cansado de su tibio rebaño, buscaba sistemas vitales, fornidos que fuesen lo suficientemente puros para usar los poderes elementales que él había descubierto cómo atraer. Solo el sesgo de sus usuarios podría hacerlos “malignos” al usarlos incorrectamente. Su idea era grande e incluso sagrada... entrenar cuerpos que podrían regenerar el mundo. Y eligió tipos bastos, irracionales con un propósito... hombres gigantes, primitivos que podrían asimilar la fuerza sin riesgo de ser destrozados. Bajo su dirección, intentó que se mostrasen tan efectivos como los doce discípulos de antaño, que eran pescadores. Y, de haber continuado...

—¿Entonces él también fracasó? —preguntó el otro, cuyos enmarañados pensamientos forcejeaban con la incredulidad y creencias al escuchar esta nueva cosa extraña—. ¿Quieres decir que murió?

—Maison de santé—fue la lacónica respuesta—, chalecos de fuerza, celdas acolchadas y todo eso; pero vivo aún, me dijeron. Fue más de lo que pudo manejar.

Era una historia impactante, incluso en este breve resumen, con una profunda sugerencia en ella. La sensación del tutor de estar sobrepasado crecía. Luego de nueve meses con un humano desvitalizado, sin vida, esto era... bueno, parecía haber caído en sus sueños desde una cama confortable a un rugiente torrente de montaña. Fuertes corrientes corrían a través y encima de él. El pueblo de afuera, pacífico, solitario, durmiendo bajo las estrellas, ampliaba el contraste.

—Nuevamente, energía suprimida o mal dirigida, supongo—dijo en un tono bajo, respetando la emoción de su compañero—. Y estos montañeses—preguntó abruptamente—, ¿aún mantienen sus... prácticas?

—Sus ceremonias, sí—corrigió el otro, dominándose nuevamente—. Los momentos turbulentos de la naturaleza, tormentas y similares, los mueven a realizar torpes ensayos de lo que una vez fueron rituales vitales... no enteramente inefectivos, incluso en su incompletitud, pero peligrosos por esa misma razón. Este joran, por ejemplo, les comunica invariablemente algo de su energía atmosférica. Encienden sus fuegos como antes. Chapucean lo que recuerdan de las ceremonias de él. Con los prismáticos, podrías ver a docenas de ellos, hombres y mujeres, saltando y bailando. Es un espectáculo increíble, de gran belleza; imposible de ver, incluso a la distancia, sin el deseo de participar. Incluso mi gente lo siente... las únicas veces que cobra vida—apuntó su enorme cabeza despreciativamente hacia la calle—o siente deseos de actuar. Y alguno de las alturas... un mensajero quizás... descenderá más tarde, esta misma noche probablemente, a la caza...

—¿A la caza? —preguntó Hendricks en voz baja.

Sintió el roce del pasmo mientras escuchaba a este hombre experto, genuinamente religioso hablar con convicción sobre tales cosas curiosas.

—¿A la caza? —repitió más vigorosamente.

—Efectivamente bajan mensajeros—fue la respuesta—. Una creencia viva siempre busca incrementarse, crecer, agregar. Donde hay convicción, siempre hay propaganda.

—¡Ah! ¿Adeptos...?

Encogió sus grandes hombros negros.

—Deseo de agrandar su círculo... deseo de salvar—dijo—. La energía que absorben se desborda, eso es todo.

El inglés deliberó varias preguntas vagamente en su mente; solo que su mente, estando perturbada, no podía mantener la balanza equilibrada. La influencia de Leysin, como antes, lo dominaba. Una posibilidad remota, seductiva, peligrosa, comenzó a hacerle señas, pero desde algún lugar justo fuera de su mente racional.

—Y ellos siempre saben cuándo hay uno de su clase cerca—la voz se deslizó entre sus vacilantes pensamientos—como si lo captaran instintivamente mediante esos elementos universales que adoran. Seleccionan sus reclutas con un maravilloso juicio y precisión. Ningún mensajero jamás regresa solo ni nunca se ha conocido un recluta que regresase a la perezosa miseria de las condiciones de dónde escapó.

El joven se sentó rectamente en su silla, súbitamente alerta, y el gesto que hizo inconscientemente habría sido leído por un afilado psiquiatra como un síntoma de autodefensa mental. Sintió el impulso prohibido tomando fuerza en él e intentó ponerle freno. En todo caso, solicitó al otro hombre que fuese claro. Inquirió, sin rodeos, de qué iba esta religión de las alturas. ¿Qué eran esos elementos que esta gente adoraba? ¿En qué consistían sus salvajes ceremonias?

Y Leysin, rompiendo toda barrera, dejó que su discurso prorrumpiera en un hilo de explicación—aprendido de una ciencia verdadera, como aseguraba—y dijo con una vehemente convicción que produjo un innegable efecto en su asombrado oyente. Contado no por un soñador, sino por un hombre virtuoso que vivió—no meramente predicó—su fe incuestionable, Hendricks, antes de haber escuchado la mitad, olvidó la edad y la tierra en que vivía. Bloques completos de creencia convencional se derrumbaron y se disiparon. Los ladrillos erigidos por la rutina para marcar los estrechos caminos de la conducta apropiada—cautela, moral, conducta aconsejable—se derritieron y desaparecieron. De sus ruinas, derrumbándose ante él desde enormes horizontes que nunca antes reconoció, vinieron todo tipo de maravillosas posibilidades. El pequeño confinamiento del pensamiento moderno lo horrorizó súbitamente. Leysin hablaba lentamente, dijo poco, ni siquiera fue especulativo. No fue mera magia de palabras lo que hizo nadar a este pobremente iluminado estudio en estas aguas profundas más allá de la ola de credos vivaces, sino más bien la arrolladora sensación de verdadera convicción existente tras las afirmaciones. El pequeño hombre había vivenciado cosas curiosas, sí, en sus días de misionero, y, que hubiese encontrado verdad en ellas en lugar de tonterías sin sentido, era lo suficientemente extraordinario. Que estúpidas supersticiones prevalentes entre antiguas naciones fuesen realmente signos de su anterior grandeza, poderosamente unida a fuerzas naturales, era una noción sorprendente, pero, en ese momento, allanó el camino en la mente receptiva de Hendricks para la convicción de que ciertos “elementos” pudiesen adorarse—es decir, conocerse íntimamente—para el inspirado provecho de sus adoradores. ¿Y qué elementos mejor adecuados para la adoración imitativa que el viento y el fuego? Porque, en un cuerpo humano, los primeros signos de lo que los hombres denominan vida son calor—que es combustión—y aliento—lo cual es una medida del viento. Vida significa fuego—extraída primero del sol—respiración—tomada del omnipresente aire; quizás haya formas creíbles de asaltar estos elementos y conquistar el cielo; de tomar de sus almacenes inagotables una medida anormal, de transformar este enorme y crudo suministro en energía efectiva para uso humano (vitalidad). Vivir con el fuego y el viento en sus momentos más activos; imitando cuidadosamente sus movimientos, siguiendo sus pasos, entendiendo sus “razones de ser”, hacer juego con ellos idénticamente—ahí había un indicio del método. Fue, una vez, cuando los hombres vivían primitivamente cerca de la Naturaleza, un conocimiento instintivo. La ceremonia era la enseñanza. Los Poderes del fuego, el Principado del aire, existían; y la humanidad podría conocer sus cualidades mediante el ritual de la imitación, podría realmente absorber el feroz entusiasmo de la llama y la incansable energía del viento. Tal transferencia era concebible.

Leysin, en cualquier caso, lo hizo parecer así, de algún modo. Su descripción de lo que él personalmente había presenciado, tanto en tierras más salvajes y aquí, en esta pequeña cordillera en el centro de Europa, tenía una verosimilitud que era inquietante a más no poder.

—No hay nada más difícil de creer—dijo—, aunque más ciertamente cierto, que el efecto de estos singulares ritos elementales. —Lanzó una breve risa seca—. La superstición medieval de que una bruja podía levantar una tormenta no es más que un remanente de un sistema otrora completamente efectivo—concluyó—, aunque cómo ese extraño ser, el sacerdote del Valais, redescubrió el proceso y lo introdujo aquí, nunca fui capaz de determinarlo. Que lo hizo, los resultados lo demuestran. En cualquier caso, deja entrar vida; vida, más aún, en increíble abundancia; aunque, sea para destrucción o regeneración, depende obviamente del uso que le da el receptor. Ahí es cuando entra en juego la dirección.

El gesticulante impulso en los pensamientos desconcertados del tutor llegó a su fin. El momento de comunicación había finalmente llegado. Sin más preámbulos, aprovechó la apertura. Lo contó a su compañero el incidente en la calle del pueblo, la abrupta agitación del chico, su recientemente descubierta energía, las curiosas palabras que usó, la independencia y la vitalidad de su actitud. Le contó también de su parentesco, de las discapacidades de su madre, el deseo por el viento en abundancia, su amor por el fuego en sí mismo, de su magnífica maquinaria física y de su inutilidad.

Y Leysin, mientras escuchaba, parecía atado con alambres. Minuciosas preguntas salían disparadas como golpes en la mente del otro. El súbito incremento de entusiasmo del pastor era infeccioso. Él intuyó el pensamiento de Hendricks. Entendió el ademán.

El tutor respondió las preguntas lo mejor que puso, consciente del final previsto con inquietud y con una especie de disnea mental. Sí, indudablemente Bindy había tenido un intercambio de comunicación de algún tipo con el hombre, aunque su agitación había sido evidente incluso antes.

—¿Y tú mismo viste a este hombre? —Leysin lo presionó.

—Indudablemente... una figura alta y apurada en el ocaso.

—¿Trajo energía con él? ¿El chico la sintió y respondió?

Hendricks asintió.

—Se volvió bastante inmanejable por unos minutos—replicó.

—¿Pero lo asimiló? ¿No hubo exactamente aflicción? —preguntó bruscamente Leysin.

—Ninguna... que pudiese ver. Agitación placentera, algo agresivo, más bien un entusiasmo salvaje. Su voluntad comenzó a actuar. Usó esa curiosa frase sobre el viento y el fuego. Cobró vida. Quería seguir al hombre...

—Y el rostro... ¿cómo lo describirías? Digo, ¿causó terror o confianza?

—Oscura y espléndida—respondió el otro tan sinceramente como pudo—. En cierto sentido, ágil, tempestuosa, aunque bastante seria.

—Una cara como las alturas—sugirió Leysin impacientemente—, un aspecto ventoso, fiero en ella, ¿no?

—El hombre pasó de largo como un espíritu de una tormenta en una poesía imaginativa... —comenzó el tutor, buscando en sus pensamientos una adecuada descripción, pero se detuvo al ver que su compañero se había parado de su silla y comenzó a caminar de un lado a otro.

El pastor se paró un momento a su lado, las manos bien metidas en sus bolsillos, la cabeza inclinada hacia abajo y los hombros, hacia adelante. Por veinte segundos miró intensamente a su visitante a la cara, como queriendo meterle su pensamiento en la cabeza. Sus rasgos parecían trabajar visiblemente, aunque detrás de una máscara de fuerte control.

—¿No te das cuenta de lo que pasa? ¿No lo ves? —dijo en un tono bajo, profundo—. Ellos saben. Incluso desde una distancia a la que estaban, eran conscientes de su llegada. Él es uno de ellos—y se enderezó—. Pertenece a ellos.

—¿Uno de ellos? ¿Uno del grupo del viento y el fuego? —tartamudeó el tutor.

El pequeño hombre inquieto regresó a su silla contraria, lleno de un movimiento vigoroso y suprimido, como si estuviese colgado de resortes.

—Él es uno de ellos—, pero en un sentido peculiar y particular. Más que meramente un posible recluta, su organismo vacío proveería el vínculo preciso que necesitan, el perfecto conducto. —Miraba el rostro de su compañero con cuidadoso interés—. En el país donde primero experimenté esta cosa maravillosa—añadió significativamente—él habría sido apartado como una ofrenda, el sacrificio, como ellos lo llamaban allí. La tribu lo habría elegido con honor. Él habría sido la carnada especial para atraer...

—¿La muerte? —susurró el otro.

Pero Leysin negó con la cabeza.

—Al final, quizás—respondió sombríamente—, porque el recipiente podría ser desgarrado y desmenuzado. Pero, primero, cargado hasta el borde y colmado de energía... con una vitalidad transformada que ellos podrían meterse a través de él. Un monstruo, si quieres, pero una deidad para ellos; y superhumano, en nuestro estrecho sentido, sin duda.

Entonces, Hendricks desfalleció interiormente y se dio vuelta. No se le ocurrió ninguna palabra en ese momento. En silencio, las mentes de los dos hombres, uno un religioso, el otro un profesor secular, y cada uno con una carga de responsabilidad hacia la raza, mantenían juntos el ritmo sin hablar. El religioso, sin embargo, sobrepasó al pedagogo. Lo que dijo a continuación, pareció algo desconectado de lo que lo había precedido, aunque Hendricks percibió bastante fácilmente el cambio... y tembló.

—Un organismo necesitado de calor—observó Leysin tranquilamente—puede absorber sin peligro lo que destruiría a una persona normal. El alcohol, de nuevo, no lastima ni intoxica, hasta cierto punto, el sistema que realmente lo requiere.

El tutor, perplejo y extremadamente persuadido, sintió que iba a la deriva en una marea que encontraba difícil detener.

—Hasta cierto punto—repitió—. Eso está claro, por supuesto.

—Hasta cierto punto—se hizo eco el otro, con una importancia que hizo que su voz sonara solemne—. Luego rescatarlo… en el momento oportuno.

Esperó dos minutos completos y más por una respuesta; pero, como no se oyó ningún, dijo otra cosa. Sus ojos eran tan intensos sobre el tutor que este último levantó involuntariamente los suyos, y entendió todo lo que había detrás de la breve y significativa oración.

—Con un gran número, no sería posible, pero con un individuo, se podría hacer. Llenar primero el recipiente vacío. Luego salvarlo… ¡en el momento justo! ¡Regeneración!


IV

En la mente del inglés hubo un estruendo, como si algo hubiese caído. Había polvo, confusión, ruido. Clichés morales gritaban admoniciones convencionales. Las advertencias se reían y las máximas de manual se marchitaban. Sobre el montón, levantándose con un toque de grandeza, se erguía la predicante figura del pastor, su gran cara brillando claramente en medio de toda la confusión, con fuerza y visión en los ojos llameantes—un contorno imponente con audacia espiritual en su corazón. Y Hendricks vio, entonces, que el hombre estaba rectamente parado en el centro de la habitación, un dedo levantado ordenando atención (escucha). Un intervalo considerable debía haber pasado mientras peleaba con su confusión interna.

Leysin estaba de pie, escuchando intensamente, con su gran cabeza arrojando una sombra grotesca en pared y techo.

—¡Oye! —exclamó, casi susurrando—. ¿Oye eso? ¡Escucha!

Un sonido profundo, confuso y rugiente atravesó la noche a lo lejos, haciendo un sonido estruendoso. Entró en la pequeña habitación de tal modo que el aire pareció temblar un momento. Para Hendricks, tenía algo ominoso.

—El viento—susurró, mientras el sonido moría en la distancia—, aunque, hasta hace momento, la noche estaba muy tranquila. Las estrellas brillaban.

Había una tensa agitación en ese momento en la habitación. Se mostraba en el rostro de Leysin, que se había vuelto blanco como la nieve. Hendricks mismo se sentía extraordinariamente estimulado.

—No es viento, sino una voz humana—dijo rápidamente el viejo—. Está gritando. ¡Escucha!

Sus ojos recorrieron la habitación, posándose finalmente en una esquina donde su sombrero y su saco colgaban de un clavo. Un gesto acompañó su mirada. Quería salir. El tutor se movió como para irse.

—Tienes deberes esta noche en otro lugar—tartamudeo—. Lo olvidaba.

Su propio instinto era el de irse con Bindy en la primera diligencia de la mañana. Tenía miedo de ceder.

—¡Silencio! —susurró Leysin imperiosamente—. ¡Escucha!

Abrió una claraboya y, a través de la apertura, donde las estrellas miraban brillantemente, entró más fuerte que antes el clamor de voces humanas flotando en la noche a una gran distancia. El aire de los grandes pinares entró con ellas. Hendricks escuchó intensamente por un momento. Pegó un gran salto cuando sintió una mano sobre su brazo. La gran cabeza de Leysin estaba pegada a su rostro.

—Esa es la conmoción en el pueblo—susurró—. Un mensajero vino y se fue; alguien se fue con él. ¡Esta noche me necesitarán aquí abajo, pero, mañana por la noche, cuando el gran ritual tenga lugar, allí arriba…! Hendricks trató de apartarlo para no escuchar esas palabras; pero el pequeño hombre parecía inamovible como una roca. El impulso probablemente permaneció en la mente sin poner los músculos en funcionamiento. Porque el tutor, sumamente tentado, deseaba desafiarlo, pero titubeó en su voluntad.

—... si quieres correr el riesgo—continuaron seductivamente las palabras—, podríamos colocar el recipiente vacío lo suficientemente cerca para dejarlo llenarse, luego rescatarlo, cargado con energía, en el momento justo.

Y los ojos del pastor brillaban de entusiasmo, su voz incluso temblaba al pensar en su virtuosa aventura para salvar el alma de otro.

—¿Solo mirar? —Hendricks escuchó su propia voz susurrando, apenas consciente de lo estaba diciendo—. ¿Sin tomar parte? —dijo con voz ronca, estúpidamente, como un hombre vacilante e inseguro de sí mismo—. Sería toda una experiencia—tartamudeó—. Yo nunca…

—Sí, solo mirar, observar, dejarlo ver—interrumpió el otro con afán—. Debemos ser cuidadosos. Vale la pena probar… un último recurso.

Aún estaban de pie bastante juntos. Hendricks sentía la respiración del pequeño hombre en su rostro mientras lo miraba.

—Admito la casualidad—comenzó a decir débilmente.

—No es una casualidad—fue la respuesta vigorosa—, solo hay Providencia. Has sido guiado.

—Pero, respecto al riesgo y al fracaso, ¿qué hay de ellos? ¿Qué cosas supone? —preguntó, aumentando la temeridad en él.

—Vino nuevo en odres viejos—fue la respuesta—. De todos modos, me dices que el recipiente no está dañado, sino meramente vacío. La maquinaria está bien. Si solamente mirase, desde una pequeña distancia…

—Sí, sí, la maquinaria está bien, concuerdo. El chico tiene respiración, salud y todas las cualidades físicas (buena circulación, nervios y músculos). Es solo que la vida se niega a permanecer y conducirlas.

Su corazón latía con violencia incluso al decirlo; sentía la energía y el fervor del viejo derramándose en él. Estaba realizando en él mismo, en una escala más pequeña, lo que podría suceder con el chico a lo grande. Pero, de todos modos, titubeó. Leysin, por un momento, no dijo más nada. Su discernimiento espiritual era igual a su atrevimiento. Habiendo plantado la semilla; la dejó para crecer o morir. La decisión no le pertenecía.


***

A la luz de una sola lámpara, los dos hombres estaban sendos frente a frente, escuchando, esperando, mientras Leysin hablaba ocasionalmente, pero mayormente guardaba silencio. Pasó algún tiempo, aunque cuánto, el tutor no pudo decir. En su mente había una confusión salvaje. ¿Cómo podría justificar semejante propuesta desquiciada? Aun así, ¿cómo podría rechazar la oportunidad, por más absurda que pareciera? El incentivo era enorme; la tentación lo acosaba. Intentar recordar su mundo normal, lo encontró difícil. El rostro del viejo marqués parecía una mera pintura sin vida en la pared—miraba, pero no podía interferir. Aquí había una oportunidad para tomar o dejar. Libró la batalla exclusivamente desde el punto de vista del alma, mientras que la cuadrada moralidad ocultaba su rostro durante un rato. Se escuchó a sí mismo explicando, posponiendo, evadiendo, dándole vueltas al problema. Pero la redención de un alma estaba en juego y trató de olvidar el ambiente y las condiciones del pensamiento y creencia modernos. Se le ocurrían oraciones durante la batalla: “Debo llevarlo de regreso peor que cuando partimos o… ¿qué? ¿Un ser violento como Marston o un sistema redimido, reconvertido con nueva energía? Es una oportunidad, y la última.”. Más aún, un detalle raro, casi cómico: estaba el apoyo de la Iglesia, de un clérigo protestante cuyas creencias fundamentales eran similares a las convicciones evangélicas de la familia del chico. La conversión, como posesión demoníaca, eran ambas tradiciones de la sangre. Después de todo, el viejo marqués quizás entendiese y lo aprobase. “Tomaste la oportunidad que Dios puso en tu camino por acción de Su sabiduría. Mostraste fe y coraje. Lejos estaría de mi condenarte.”. La imagen de la pared lo miró y dijo las palabras.

La extravagante hipótesis del intrépido y pequeño pastor-misionero lo atravesó con un efecto parecido al hipnotismo. Luego, súbitamente, algo en él pareció finalmente decidirse por cuenta propia. Se arrojó a sí mismo, con moralidad y todo, en los brazos de esta otra vigorosa personalidad. Se inclinó sobre la mesa, su rostro pegado a la lámpara. Su voz tembló al hablar.

—¿Tú lo harías? —preguntó.

Y ahí supo que la pregunta era estúpida y que un hombre tal no recularía ante nada cuando la redención de un alma estaba en juego; supo también que la pregunta era una prueba de que su propia decisión ya se había realizado.

Había algo casi grotesco en el torrente de francés coloquial que Leysin procedió a derramar, mientras el otro permanecía sentado, escuchando con sorpresa, algo avergonzado y algo jubiloso. Miró la robusta figura, las enjutas piernas combadas mientras iba de un lado al otro, lo corto de las mangas del saco y su ausencia de botones alrededor de las poderosas y magras muñecas. Era un gran luchador al que veía, un hombre al que nada del cielo o la tierra asustaba, preparado para dirigir una causa perdida en un tierra hostil y desconocida. Y la imagen, combinada con lo que escuchaba, colocó el sello en su desanimada decisión. Tomaría el riesgo e iría.

—¡Tonterías! —exclamó el pequeño pastor como si hubiese sido de casualidad un juramente, su ruidoso susurro abriéndose camino a un sonido gutural—. ¡Tonterías! ¡Bah! ¡Ojalá mi gente tuviese una maquinaria como eso para que yo pudiese usarla! No tengo material con el que trabajar, ninguna fuerza que dirigir, nada más que arcilla húmeda y pesada. ¡Gelatina! —chilló—. Cosas tibias, inútiles, negativas, en el mejor de los casos—bajó la voz súbitamente, como para escuchar a la vez—. Tranquilamente podría ser un panadero que amasa harina—continuó—. Beben, decaen y vuelven a beber; nunca atacan ni se mueven; no merece la pena bregar para salvarlos.

—Golpeó la mesa con su puño, haciendo repiquetear la lámpara, mientras su oyente miraba y retrocedía—. ¿Qué utilidad pueden tener para Dios almas débiles, pero inmaculadas? Los mejores se han ido hace tiempo con ellos—y apuntó su leonina y vieja cabeza hacia las montañas—. Donde hay vida, hay esperanza—dio un pisotón al decirlo—, pero a los tibios, ¡puaj!, los vomitaré de mi boca.

Se detuvo un momento junto a la ventana, escuchó atentamente, luego retomó sus ideas y venidas. Claramente, deseaba actuar. La indiferencia, el desánimo no tenía lugar en su compañero. Y Hendricks sintió que su propia sangre inferior se encendía al escuchar.

—¡Ah! —chilló Leysin más fuerte—. ¡Qué batalla podría pelear allí arriba por Dios, si tan solo pudiese vivir entre ellos, contener el flujo de su oscura y poderosa vitalidad, y luego retorcerla hacia más, más y más arriba! —Y apuntó sus dedos hacia arriba—. Es a los grandes pecadores que queremos nosotros, no a los dóciles santos. Allí hay energía suficiente entre aquellos diablos para poner todo el cantón ante el gran Estrado, si solo pudiera dirigirla. —Se detuvo un momento, supervisando a su estupefacto visitante—. Sube con el chico y déjalo beber hasta el hartazgo. Y reza, digo, reza por que se convierta primero en un violento pecador para poder ofrecer después algo que valga la pena ofrecer a Dios. Por un pecador que se arrepiente…

Un golpeteo rápido, nervioso, interrumpió el flujo de palabras y la figura de una mujer apareció en el umbral. Con la apertura de la puerta también vino nuevamente el rugido de la noche exterior. Hendricks vio la figura alta y algo desalineada de la esposa—la recordaba vagamente, aunque ella apenas podía verlo ahora en su oscura esquina—y recordó el hecho de que ella había sido enviada a Leysin en sus días de misionero, una mujer valiosa, iletrada, pero adorable. Llevaba un chal, su pelo estaba desordenado, sus ojos miraban fijamente. La pequeña figura recia de su esposo, al levantarse, quedó a la altura de su barbilla.

—¿Lo escuchas, Jules? —susurró ella con voz ronca—. El joran los hizo bajar. Te necesitarán en este pueblo.

Lo dijo ansiosamente, aunque Hendricks entendió el patois con dificultad. Hablaron juntos por un momento con entusiasmo en la entrada, sus figuras ocupando el corredor donde una sola lámpara de aceite titilaba. Ella le advirtió, urgiéndolo a algo; él protestó. Fragmentos alcanzaban a Hendricks en su esquina. Claramente, la mujer adoraba a su esposo como a un rey, pero temía por su seguridad. Él, por su parte, la consolaba, la regañaba un poco, le discutía, le decía que “creyese en Dios y regresase a su cama”.

—Ellos también te llevarán y nunca regresarás. No es tu parroquia, de todas formas… —había un toque de angustia en su tono.

Pero Leysin estaba impaciente por irse. La condujo a través del pasaje.

—Mi parroquia está donde sea que pueda ayudar. Pertenezco a Dios. Nada puede dañarme, excepto dejar inacabado el trabajo que Él me da.

Los pasos se alejaban a medida que él la guiaba a las escaleras. Afuera, el rugido de las voces subía y bajaba. El viento traía el sonido flotante, el viento se lo llevaba. Era como el fragor del mar.

Y el inglés, usando la pequeña escena como una baliza sobre su propia actitud, lo vio, por un instante, como Dios habría visto. El punto de vista de Leysin era elevado, examinando un horizonte muy vasto. Como su ojo era bueno, todo el cuerpo estaba lleno de luz. El riesgo—le pareció súbitamente—era… ninguno; retroceder, en efecto, era la mismísima cobardía.

Se dirigió al pastor y tomó su mano.

—Mañana—dijo, temblando un poco tal vez, pero mirándolo fijamente a los ojos—. Si nos quedamos… traeré al chico conmigo… siempre y cuando venga de manera voluntaria.

—Te quedarás—interrumpió el otro con decisión—. Vengan a cenar a las siete. Vengan con botas de montaña. Usa la persuasión, pero no la fuerza. Él deberá mirar desde la distancia… sin tomar parte.

—Desde la distancia… sí—repitió el tutor—, pero sin participar.

—Conozco los síntomas—dijo el pastor significativamente—. Podemos rescatarlo en el momento justo, cargado con energía y vida, pero antes de que el peligro…

Un súbito clamor de campanas ahogó la voz susurrante, cortando la oración al medio. Fue como una alarma de fuego. Leysin saltó súbitamente.

—¡La señal! —chilló—. La señal de la iglesia. Alguien ha sido capturado. Debo ir de inmediato. Me necesitarán.

Se puso su sombrero y su capa en un segundo, atravesó el pasaje y se metió en la calle, mientras Hendricks iba pisándole los talones. Todo el lugar parecía vivo. Sin embargo, la calle estaba desierta y no había luces en las ventanas de las casas. Solo desde el extremo más alejado del pueblo, donde estaba el cabaret, venía un rugido de voces, gritando, llorando, cantando. La impresión era que la población estaba concentrada ahí. Lejos, en el cielo estrellado, una hilera de fuegos resplandecía sobre las alturas, arrojando un reflejo vistoso sobre el profundo valle oscuro. La excitación llenaba la noche.

—¡Pero qué extraordinario! —exclamó Hendricks, apurándose para adelantar a su alarmado compañero—. ¡Qué vida que hay en los alrededores! Todo está agitado. —Aceleraron el paso, casi corriendo—. Siento sus olas golpeando incluso aquí. —Lo seguía sin aliento.

—Vino un mensajero y se fue—respondió Leysin con una voz decida, nítida—. Lo que sientes es solo el excedente. Esta es la secuela. Debo trabajar aquí abajo con mi gente…

—Trabajaré contigo—comenzó a decir el otro, pero Leysin lo detuvo.

—Guárdate para mañana a la noche… allí arriba—dijo con una seria autoridad, apuntando a la ardiente línea sobre las alturas, y al mismo tiempo apurando su paso en la calle—. Por el momento—chilló, mirando atrás—tu lugar está allá.

Apuntó con su cabeza hacia la casa del carpintero entre los viñedos. Al minuto siguiente, había desaparecido.


V

Y Hendricks, tutor acreditado de un vástago de la nobleza en el siglo veinte, se preguntó súbitamente cómo podían existir tales cosas. La aventura adquirió abruptamente un toque de pesadilla. Solo la luz en el cielo sobre las ventanas del cabaret, y el rugido de voces donde los hombres bebían y cantaban, hizo familiar la realidad de todo ello. Con un escalofrío de aprensión, miró el vívido resplandor sobre las montañas. Ahora estaba determinado; no solo porque lo hubiese prometido, sino porque se había decidido definitivamente.

Encendiendo una cerilla, vio en su reloj que la visita había durado más de dos horas. Eran pasadas las once. Se apuró, entró con la enorme llave de la casa y subió en puntas de pie la escalera de granito. En su mente se formó una imagen del chico como lo había conocido en todos estos meses turísticos, agotadores—los cálidos ojos marrones, la frívola indolencia, las emociones dóciles, diluidas de la apática criatura, pero detrás de él ahora, como nubes de tormentas, estaban las esperanzas, deseos, miedos que el pastor había evocado. El deseo de salvarlo se movía con fuerza en su corazón, y más y más de la temeraria audacia espiritual del pequeño hombre venía con ello. Su propio afecto por el muchacho era genuino, pero la impaciencia y la aventura empujaban ansiosamente a través de la ternura. ¡Si tan solo, oh, si tan solo pudiera poner vida en ese enorme, corpulento marco de metro ochenta! ¡Un poco de energía como de fuego y viento en esa maquinaria inerte de mente y cuerpo! La idea era totalmente increíble, pero seguramente no habría ningún daño en probar el experimento. Había, por supuesto, fuerzas poderosas y elementales en la Naturaleza, y si... Un sonido en la habitación, mientras pasaba suavemente por la puerta, llamó su atención, y se detuvo un momento para escuchar. Lord Ernie no estaba dormido, entonces, después de todo. Se preguntó por qué el sonido le tocó de algún modo el corazón. Había un arrastre de pies detrás de la puerta; había una voz, también... ¿O eran voces? Golpeó.

—¿Quién es? —sonó de inmediato, con un tono que apenas reconoció.

Y, mientras respondía “Soy yo, el señor Hendricks; déjame entrar”, hubo nuevamente un arrastre de pies, pero sin el sonido de voces, y la puerta se abrió (ni siquiera estaba cerrada). Lord Ernie estaba parado frente a él, vestido para salir. En la borrosa luz de las estrellas, la alta figura desgarbada ocupaba la entrada, derecha y enorme, la espalda recta, el torso ya no caído. La apatía había desaparecido. Esta parado con rectitud, los miembros rectos y alertas; la decaída flojera se había esfumado de sus rodillas. Se veía, en la semi penumbra, como otra persona, casi monstruoso. Y el tutor retrocedió instintivamente, reteniendo por un instante la respiración.

—¡Pero mi querido niño! ¿Por qué no estás durmiendo? —tartamudeó, y lo miró con un poco de nerviosismo—. Te escuché hablando, ¿puede ser?

Buscó a tientas una cerilla, pero, antes de que la encontrase, el otro había encendido el interruptor eléctrico. La luz brotó. No había nadie más en la habitación.

—¿Está todo bien? ¿Qué sucede?

El chico respondió tranquilamente, aunque con una voz más profunda que la que Hendricks había conocido alguna vez en él antes:

—Está todo bien; es solo que no podía dormir. Estuve mirando esos fuegos en las montañas. Yo... quería salir a mirar.

Él aún tenía los binoculares en su mano, balanceándolos vigorosamente por su correa. La habitación llena de ropa desparramada, recién desempacada, los borceguíes en el medio del suelo; y Hendricks, observando estos signos, sintió una ola de excitación atravesándolo, tomada de la presencia del chico. Había una sensación de vitalidad en la habitación, como si una ráfaga de movimiento activo hubiese pasado recién por la habitación. Ambas ventanas estaban bien abiertas y el rugido de las voces era claramente audible. Lord Ernie volteó su cabeza a escuchar.

—Son solo los pueblerinos bebiendo y gritando—dijo Hendricks, viendo detenidamente cada movimiento que hacía—. Es perfectamente natural, Bindy, que tú también te sientas demasiado excitado para dormir. Estamos en las montañas. El aire es tremendamente estimulante; hace latir más rápido al corazón. —Decidió no presionar al muchacho con preguntas.

—Pero nunca me sentí así en las Rocosas o en el Himalaya—fue la rápida contestación, mientras se movía hacia la ventana y miraba afuera—. ¡No hubo nada en India o Japón como eso! —Apuntó su mano hacia las boscosas alturas que se alzaban tan cerca del pueblo. Hablaba volublemente—. Todas esas cosas que vimos antes eran una farsa, hecha a propósito para turistas. Allí arriba es real. Estuve mirando con los binoculares hasta que... sentí que simplemente debía ir y unirme. Puede ver hombres bailando alrededor de hogueras y mujeres anchas, agitadas. Oh, señor Hendricks, ¿no es glorioso, demasiado glorioso y excelente para las palabras? —Y sus ojos marrones brillaron como lámparas.

—¿Te refieres a que es espontáneo, natural? —lo guio el otro, dando la bienvenida al nuevo entusiasmo, aunque aún desconcertado por el sorprendente cambio. No eran solo nervios lo que veía. No había nada mórbido en ello.

—Digo que lo hacen porque tienen que hacerlo—fue la decidida respuesta—, y porque lo sienten. No están solo copiando el mundo—. Puso su mano sobre el brazo del otro. Había un calor seco en él que Hendricks sintió incluso a través de sus ropas—. Y eso es lo que yo quiero—continúo el chico, levantado su voz—, lo que siempre he querido sin saberlo, cosas reales que puedan darme vida. Muchas veces lo tuve en mis sueños, pero ahora lo he encontrado.

—Pero yo no lo sabía. Nunca me constaste tales sueños.

Las mejillas del chico enrojecieron, de modo que el color y el fuego en sus ojos lo hicieron ver totalmente espléndido. Respondió lentamente, como desde un lugar que hubiese mantenido deliberadamente en secreto hasta ahora.

—Porque nunca podía ponerlo en palabras. Sonaba tan tonto incluso para mí mismo, y pensé que Padre lo desecharía y se burlaría de ello. Está profundamente en mi interior, pero es tan real que sabía que debía salir algún día y que yo debería encontrarlo. Oh, señor Hendricks, quiero decir que... —y bajó su voz, inclinándose súbitamente afuera sobre el alféizar—eso me llena y me alimenta—apuntó a las alturas—y me da vida. La vida que he vista hasta ahora fue una especie de montaje. Me mataba de hambre. Quiero subir allí y sentirlo correr a través de mi sangre—. Llenó sus pulmones con el aire fuerte de montaña y realizó una pausa mientras exhalaba lentamente, como saboreándolo con entendimiento y deleite. Luego, prorrumpió de nuevo—: Voto por que vayamos. ¿Vendrá conmigo? ¿Qué dice?

Se miraron fijamente por un momento. Algo tan primitivo e irresistible como el amor atravesó el aire entre ellos. Con un gran esfuerzo, el hombre más viejo mantuvo la balanza equilibrada.

—No esta noche, no ahora—dijo firmemente—. Es demasiado tarde. Mañana, si quieres, con placer.

—Pero mañana a la noche—chilló el chico con prisa—, cuando los fuegos están brillando y el viento está suelto.

—Está bien. Mañana a la noche. Y mi viejo amigo, monseñor Leysin, será nuestro guía. Él conoce el camino, y también conoce a la gente.

Lord Ernie tomó sus manos con entusiasmo. Su vigor era tan desconcertante que parecía afectar su apariencia física. El chico casi se volvió visible; sus propias ropas le colgaban diferente; ya no era una nadería bostezando bajo un título y un antiguo linaje; era una personalidad agresiva. El chico en él alcanzó la adultez, por así decirlo, pero aun manteniendo el gesto y el lenguaje infantil. Era rarísimo.

—Iremos más de una vez, lo aseguro; una y otra vez. Este es un lugar y medio. Es mi lugar por lejos...

—No exactamente el tipo de lugar en el que tu padre gustaría que permanecieras—interrumpió el tutor—. Pero podríamos quedarnos un día o dos... especialmente porque te gusta.

—Es mucho mejor que las ciudades y las podridas embajadas; mejor que cincuenta Simlas, Bombays y cincuenta Cairos—chilló el otro ansiosamente—. Es justo la cosa que necesito y cuando vuelva a casa, les mostraré algo sorprendente. Lo demostraré. ¡Ellos simplemente no me reconocerán!

Se rio y su rostro brilló con una especie de vívido fulgor en el resplandor de la luz eléctrica. La transformación era más que curiosa. Mientras esperaba un momento para ver si sucedería algo más, Hendricks se movió lentamente hacia la puerta, con la observación de que era aconsejable irse ahora a dormir, dado que estarían despiertos hasta tarde la siguiente noche, cuando notó, por primera vez, que la almohada y las sábanas estaban arrugadas y que la cama ya había sido usada. La primera suposición se le apareció con una nueva certeza.

Lord Ernie ya se estaba sacando su pesado saco, previo a desvestirse. Levantó rápidamente la mirada con un tono de voz alterado.

—Bindy—dijo el tutor con un toque de gravedad—. Tú, por supuesto, estabas solo hace un rato, ¿verdad?

El otro cuidó de no pisar sus botas. Con sus manos descansando sobre la cama detrás de él, miró a su compañero en los ojos. La mentira no estaba entre sus faltas. Respondió lentamente luego de un categórico intervalo.

—Estaba... estaba dormido—susurró, evidentemente tratando de ser preciso, aunque dudando cómo describir lo que tenía que decir—y tuve un sueño... uno de mis sueños vívidos, reales cuando algo pasa. Solo que, esta vez, fue más real de lo que nunca había sido. Fue—hizo una pausa, buscando las palabras, y añadió—dulce y horrible.

Y Hendricks repitió la sorprendente oración.

—¡Dulce y horrible, Bindy! ¿Qué diantres tratas de decir, muchacho?

Lord Ernie parecía desconcertado por la elección de palabras que había usado.

—No lo sé exactamente—continuó honestamente—, solo digo que fue horriblemente real y espléndido, un pedazo de mi propia vida en algún lugar, en algún otro lugar, donde yace escondida detrás de un montón de días y meses que la asfixian. Nunca puedo alcanzarlo excepto en los bosques y lugares bastante solitarios, escuchando el viento o haciendo fuego, o... en sueños. —Escondió su rostro entre sus manos un momento, luego levantó la mirada con una pizca de reprobación en sus ojos—. ¿Por qué no me dijo que se hacían tales cosas? Nunca me dijo—repitió.

—Yo mismo no lo supe hasta esta noche. Leysin...

—Pensé que usted lo sabía todo—interrumpió lord Ernie con ese tono que rayaba el reproche.

—Monseñor Leysin me contó esta noche por primera vez—dijo Hendricks firmemente—que tales personas y tales prácticas existían. Hasta ahora, nunca había soñado que tales supersticiones sobrevivían en alguna parte del mundo. —Le molestó el reproche. Pero también era consciente de que al chico le molestaba su autoridad. Por primera vez, su dominancia parecía estar cuestionada; su voz, su mirada, su manera no se sometía como antes—. Entonces, cuando dices “dulce y horrible”, ¿quieres decir que fue muy real para ti? —preguntó. Él insistía ahora con un propósito—. ¿Es eso, Bindy?

El otro respondió bastante ansiosamente.

—Sí, eso es, creo... en parte. Esta vez fue más que un sueño. Fue real. Estuve allí. Lo recordé. Eso es lo que quise decir. Y, luego de despertar, la cosa siguió. El hombre parecía estar aún en la habitación junto a la cama, diciéndome que me levante y que lo acompañara...

—¡Un hombre! ¿Qué hombre? —El tutor se apoyó contra el respaldo de una silla para mantenerse firme. El viento, justo en ese momento, pasó por la ventana abierta con una prisa cantante.

—El hombre oscuro que nos pasó en el pueblo y que apuntó a los fuegos de las alturas. Vino con el viento, usted lo recuerda. Tiró de mi saco.

El chico se paró al decirlo. Atravesó las tablas peladas, se paró en la luz y dijo bailando:

—Fuego que calienta, pero no quema, y viento que enciende el corazón al soplar, o algo así... No recuerdo exactamente. Usted lo escuchó también—Susurró las palabras con excitación, levantando los brazos y rodillas como en los movimientos abiertos de un baile.

—No escuché nada por el estilo—dijo tranquilamente—. Solo estaba pensando en llegar seco a la casa. ¿Dices que—preguntó con decisión—escuchaste esas palabras?

Lord Ernie retrocedió un poco. No es que quería ocultarlo, sino que se sentía inseguro sobre cómo expresarse.

—En la calle—dijo—no escuché nada; esas palabras surgieron en mi propia cabeza, por así decirlo. Pero en el sueño, y después también, cuando estaba bien despierto, las escuché bien claro: “Fuego que calienta, pero no queda, y viento que enciende el corazón al soplar” ... Esas eran las palabras.

—¿En francés, Bindy? ¿Lo escuchaste en francés?

—¡Oh! No fue en ningún lenguaje. Los ojos lo dijeron... ambas veces. —Hablaba tan naturalmente como si fuese el Durbah lo que describía nuevamente. Solo que esta nueva agresividad ciertamente estaba en su voz y gesto—. Señor Hendricks—continuó ansiosamente—usted entiende lo que digo, ¿verdad? Cuando algunas personas lo miran a uno, las palabras aparecen en la mente como si uno las hubiese escuchado. Escuché las palabras en mi cabeza, supongo; solo que me parecieron tan familiares, como si las hubiese conocido desde antes... desde siempre...

—Por supuesto, Bindy, entiendo. Pero este hombre, dime, ¿se quedó luego de que despertaras? ¿Y cómo se fue? —Miró alrededor en la poco amueblada habitación buscando escondites—. Fue realmente el sueño lo que continuó luego de despertar, ¿verdad?

Entonces, Bindy se rio, pero internamente, como para sí mismo. Había un levísimo indicio posible de burla en su voz.

—Sin duda—dijo—, solo fue uno de mis sueños intensos, reales. Y cómo se fue, no lo puedo explicar para nada, porque no lo vi. Usted golpeó la puerta; giré y me encontré solo parado en la habitación, vestido para salir. Hubo una ráfaga de viento fuera de la ventana... y cuando miré, él ya no estaba ahí. En ese instante, entró usted. Fue todo tan rápido como eso. Supongo que me vestí en mis sueños.

Se mantuvieron parados por varios minutos, mirándose el uno al otro sin hablar. El tutor dudaba entre distintos cursos de acción, incapaz, sin importar cuánto lo intentase, de decidirse por ninguno en particular. Su instinto, en general, no era el de detener algo, sino incentivar todo tipo de palabras, mientras mantenía la guardia y la vigilancia. La represión, le parecía en ese momento, el camino menos deseable a seguir. En algún lugar estaba la verdad del asunto. Se sentía sobrepasado, su autoridad estropeada y, bajo estas desventajas temporarias, él tranquilamente podía cometer un gran error, dañar en lugar de ayudar. Mientras lord Ernie terminaba de desvestirse, se asomó por la ventana, aspirando grandes bocanadas del cortante aire de la noche, mirando los fuegos resplandecientes y escuchando el rugido de las voces, que ahora se desvanecían en la distancia. Y la voz de este pensamiento le susurró: “Deja que salga todo. No reprimas nada. Deja que tenga toda la aventura. Si es una nadería, no puede causar daño, y si es verdad, es inevitable”. Metió su cabeza y se movió hacia la puerta.

—Entonces está decidido—dijo tranquilamente, como si nada inusual hubiese pasado—. Subiremos allí mañana a la noche, con monseñor Leysin para que nos muestre el camino. Y tú irás ahora a dormir, ¿verdad? Porque mañana probablemente estemos despiertos hasta tarde. Prométemelo, Bindy.

—Estoy muerto de sueño—la respuesta vino desde la sábana—. Ciertamente ya no soñaré, si eso es a lo que se refiere. Lo prometo.

Hendricks apagó la luz y salió silenciosamente de la habitación. Siempre podía confiar en el chico.

—Buenas noches, Bindy—dijo.

—Buenas noches—fue la adormilada respuesta.

En el piso de arriba, tardó mucho tiempo para desvestirse, escuchando, esperando, vigilando el menor ruido debajo. Pero nada pasó. Una vez, por la tranquilidad de su mente, bajó silenciosamente las escaleras hasta la puerta del chico; entonces, tranquilizado por la pesada respiración que era claramente audible, subió finalmente y se metió en la cama. La noche estaba muy tranquila ahora. Hacía frío y las estrellas brillaban sobre el lago, el bosque y la montaña. Ninguna voz rompió el silencio. Solo escuchó el tintineo de pequeños arroyos más allá de los viñedos. Y, hacia la medianoche, estaba completamente dormido.


VI

Y el día siguiente amaneció tan suave y brillante como si octubre se lo hubiese robado a junio; los Alpes relucían a través de una neblina casi estival sobre el lago; el aire no tenía indicio alguno del inverno que se aproximaba; y las montañas del Jura revestían el auténtico azul del recuerdo en la memoria de Hendricks. Manchones de rojo y amarillo salpicaban los grandes pinares aquí y allá, donde hayas y fresnos pintaban de otoño la vasta alfombra oscura.

El tutor se despertó con la cabeza despejada y renovado. Todo lo que había pasado la noche anterior parecía desproporcionado e irrazonable. Había habido una emocionalidad exagerada en ello: en sí mismo, porque él regresó a un lugar aún cargado con las potentes memorias de la juventud; y en lord Ernie, porque el muchacho estaba alterado por las perturbaciones eléctricas de la atmósfera. La cercanía de los salones ancestrales, que a ambos desagradaban, lo había enfatizado; el ominoso clima salvaje lo había favorecido; y la coincidencia de estos ritos paganos de campesinos supersticiosos le había dado una forma melodramática a todo con un añadido de lo sobrenatural que era altamente pintoresco y peligrosamente sugestivo. Hendricks recuperó su sentido común; el juicio se reivindicaba en él nuevamente.

Pero, a pesar de todo eso, algunas cosas permanecían auténticas. El efecto sobre el chico no fue una ilusión ni sus palabras sobre el fuego y el viento, meras invenciones insignificantes. Allí se ocultaba alguna correspondencia incógnita y significativa entre los espacios en su naturaleza deficiente y estos dos elementos turbulentos. La conversación con Leysin, la conducta de su esposa, permanecían auténticas; esos hechos eran demasiado sólidos para ser desestimados, el pastor genuinamente serio para ser catalogado como un sueño. Ni la luz del día ni el sentido común podían disipar su realidad. La verdad yacía allí en algún lugar.

El día, entonces, para el tutor, fue una batalla que alternaba con variable fortuna entre la duda y la certeza. Por la mañana, su mente estaba decidida: el salvaje experimento era injustificable; por la tarde, mientras el sol se volvía tenue y melancólico, se volvió “interesante, porque, ¿qué daño podría haber en ello?”, pero hacia la noche, no solo justificable, sino lícito y necesario. Solo se volvió inevitable, sin embargo, cuando, después de un té en conjunto en el balcón, lord Ernie, mencionando el asunto por primera vez en el día, preguntó directamente a qué hora los esperaba el pastor para cenar; entonces; y, notando el destello de duda en los ojos de su compañero, añadió en su extraña voz gruesa, “Usted prometió que iríamos”. Abandonar, después de eso, estaba fuera de discusión. Retractarse hubiera significado, en primer lugar, la pérdida final de la confianza del chico, una posibilidad a no ser contemplada por el momento.

Hasta ese momento, ni una palabra sobre la noche precedente había pasado por los labios de ambos. Lord Ernie había estado tranquilo y preocupado, silencioso más bien, pero nunca apático. Estaba en paz, quizás un poco apagado, pero con una energía suprimida en su comportamiento que Hendricks miraba con secreta satisfacción. El tutor, observador cercano, no detectó nada fuera de lugar; la vida circulaba con fuerza en él; había propósito, interés, voluntad; había deseo; pero no había nada que causase alarma.

Valiéndose, entonces, del enfrascamiento del chico en sus propios asuntos, divagó solo sobre su tour sentimental de inspección. Ningún fantasma de emoción se alzó a su lado para acosarlo. La temprana tragedia—ahora lo veía claramente—no había sido más que la explosión juvenil de una mera pasión física, sana y natural, pero debida principalmente a la propincuidad. Sus pensamientos continuaron deambulando; e incluso se estaba felicitando sobre la fuga y la libertad cuando, abruptamente, recordó una frase que Bindy había usado la noche anterior, y se tropezó súbitamente con una pista cuando menos lo esperaba.

Se detuvo en seco. Su significatividad colisionó contra su mente y lo sobresaltó. “Hay anchas y ágiles mujeres...”. Fue la primera referencia al sexo opuesto; en cuanto evidencia de su atracción por él, Hendricks nunca había sabido que saliese de sus labios. Hasta ahora, aunque con veinte años de edad, el muchacho nunca había hablado de mujeres como si estuviera consciente de su terrible magia. Él no las había visto como tales, necesarias para todo hombre sano. No era pureza, por su puesto, sino ignorancia: él no había sentido nada. Algo había despertado ahora el sexo en él, por lo que se reconoció a sí mismo como hombre... y vacío. Y había revolucionado su mundo. Esta nueva vida vino desde las raíces, transformando la apática indiferencia en deseo positivo; la voluntad se despertó de su sueño y todas las corrientes de su sistema tomaron una forma agresiva. Porque toda energía, intelectual, emocional o espiritual es, fundamentalmente, una: es principalmente sexual.

Hendricks hizo una pausa en su caminata sentimental, maravillado por no haberse dado cuenta antes de esta simple verdad. Trajo consigo un cierto significado lógico incluso para los ritos paganos de las montañas, estos ritos antiguos que simbolizaban el casamiento de los dos tremendos elementos del viento y el fuego, calor y aire. Y el humor tranquilo, ocupado del muchacho de esa mañana confirmó su simple descubrimiento. Involucraba restricción y propósito. Lord Ernie estaba vivo. Hendricks volvería a casa con él, a esos salones ancestrales, con un recipiente brotando de energía (energía creativa). Era admirable que él pudiese atestiguar—desde una distancia segura—esta ceremonia primitiva de un bruto origen pagano. Era precisamente eso. Y el tutor se apuró por regresar a la casa entre los viñedos, consciente de que su responsabilidad había crecido, pero persuadido más que nunca de que su curso estaba justificado.


***

El cielo estuvo tranquilo y despajado todo el día, los bosques abrigándose bajo la luz solar del brumoso otoño. Las indicaciones de que un segundo huracán se estaba destilando entre las alturas no eran, sin embargo, insuficientes para los ojos experimentados. Casi reinaba un silencio preternatural; había una cálida pesadez en la atmósfera; la superficie del lago estaba moteado y veteado; la extrema claridad del aire era un presagio ominoso. Los objetos distantes estaban cerca. Hacia el ocaso, más aún, las motas y las vetas se esfumaban como succionadas, mientras finas franjas de nubes tenues aparecían de la nada sobre los acantilados del norte. Se movían a gran velocidad a una altura enorme, tocadas con un brillo estridente mientras el sol se hundía fuera de la vista; y cuando Hendricks se dirigió con lord Ernie a la cure para cenar, vino una ráfaga repentina de viento caliente que hizo agitar bruscamente las ramas de los árboles, y luego se desvaneció tan abruptamente como se alzó.

Estas perturbaciones también parecían reflejarse en las atmósferas humanas de los comensales alrededor de la mesa—había una supresión de distintas emociones, emociones que presagiaban violencia. Lord Ernie estaba eufórico; Hendricks, inquieto y preocupado; el pastor, grave y pensativo. En Hendricks había también otro sentimiento, que había convocado a la ligera una tormenta que lo llenaría de entusiasmo. La excitación del chico lo incrementaba, como soplos de aire que abanican un fuego reciente. Su propio juicio lo había traicionado en algún punto, haciéndolo entrar en esta increíble aventura. Y, aun así, no podía evitarlo. La influencia del pastor lo dominaba, quizás. Le daba vergüenza retroceder. Estaba comprometido. Las circunstancias inusuales mostraron la debilidad en su carácter.

Porque, en algún punto de la ridícula superstición, había una gran verdad olvidada. Él no lo podía creer, y, aun así, lo creía. El mundo había olvidado cómo vivir verdaderamente cerca de la Naturaleza. Una conversación inconsistente se desarrollaba, principalmente entre los dos hombres, mientras el chico comía ávidamente y mademoiselle Leysin miraba a su esposo con ansiedad al servir la sencilla comida.

—¿Así que tú también vienes con nosotros y quieres venir? —observó el pastor tranquilamente, y Hendricks traducía.

Lord Ernie replicó con un gesto de entusiasmo inconfundible.

—Un montón de hombres y mujeres salvajes—continuó Leysin, manteniendo firmemente la mirada sobre él—con un interesante culto copiado de tiempos muy antiguos. Viven en las alturas y se mezclan poco con nosotros, la gente del valle. Verás sus ceremonias esta noche.

—Ellos introducen el viento y el fuego en su interior, ¿no es así? —preguntó agudamente el chico, y, de algún modo, para la aflicción del traductor que lo traducía— Ellos se meten en el viento y el fuego.

—Ellos adoran el viento y el fuego—respondió Leysin—y lo hacen mediante una maravillosa danza que, de algún modo, imita el salto de la llama y la precipitada ráfaga del viento. Si copias los movimientos y gestos de una persona, descubres la emoción que las causa. La compartes. La idea, aparentemente, es que, imitando los movimientos, ellos invitan o atraen la fuerza... introducen estos poderes elementales en sus sistemas, para que, al final...

Se detuvo súbitamente, advirtiendo la mirada del tutor. Lord Ernie pareció entender sin traducción; había depositado su cuchillo y tenedor, y se estaba inclinando sobre la mesa, escuchando con un profundo enfrascamiento. Su expresión estaba despierta con una nueva inteligencia que era casi astucia. Una sensibilidad aguda parecía haberse despertado en él.

—Como con la risa, supongo—le dijo en voz baja rápidamente a Hendricks—. Si imitas la risa, te ríes tú mismo al final y sientes toda la alegre excitación de la risa. ¿Es eso lo que significa?

El tutor asintió con una indiferencia fingida.

—La imitación es siempre infecciosa—dijo ligeramente—, pero, por supuesto, tú mismo no imitarás a estas personas salvajes, Bindy. Solo veremos desde la distancia.

—¡Desde la distancia! —repitió el chico, obviamente decepcionado— ¿Qué hay de bueno en eso? —Una mirada de obstinación pasó por su rostro alterado.

Hendricks chocó con su mirada de lleno.

—En un circo—dijo firmemente—, solo miras. No imitas al payaso, ¿o sí?

—Si miras el tiempo suficiente, entonces sí—fue la obstinada respuesta.

—Bueno, toma el caso de los bailarines rusos que vimos en Moscú—insistió el otro impacientemente—. Sentiste el poder y la belleza sin saltar y moverte de tu asiento.

Bindy lo miró a medias. Hubo casi desprecio en su tranquila respuesta:

—Pero tu mente se movía con ellos. Y, después, tu cuerpo también lo haría; de otro modo, no sirve de nada. —Se detuvo un segundo—. Solo puedo disfrutar una cabalgata estando sobre el lomo de un caballo y acompañando exactamente sus movimientos, no mirándolo.

Hendricks sonrió y se encogió de hombros. No quería desalentar el entusiasmo que había detrás de su análisis. El desasosiego en él crecía velozmente. Dijo algo rápidamente en francés, usando una voz baja y una risa para confundir las palabras reales.

—Por supuesta que no debemos interferir con sus ceremonias—acotó el pastor con decisión—. Es sagrada para ellos. Podemos escondernos entre los árboles y mirar. Tú no dejarías tu asiento en la iglesia para imitar al cura, ¿verdad? —Sonriendo, lanzó una mirada al joven ansioso que estaba frente a él.

—Si él hiciese algo real, lo haría. —Lo dijo con un breve destello en los ojos—. Copiaría al instante cualquier cosa real. Solo que eso nunca pasa.

La respuesta fue más bien desconcertante, y Hendricks, mientras traducía apuradamente, hizo un repiqueteo con su tenedor y cuchillo, porque algo en él se alzó para mostrar la verdad que había detrás de las curiosas palabras. Por un momento, como tomando algo de la euforia del chico, se puso bajo la influencia de alguna clase de hechizo, quizás. Era, a pesar de la exageración, extrañamente estimulante. Esta pequeña e insípida cena en la cure del pueblo enmascaraba una vehemencia que se acumulaba, ansiosa por escapar. Él escuchó la voz del viejo padre: “¡Bien hecho, Hendricks! ¡Ha logrado maravillas!” Él llevaría al chico de vuelta con vida... Aun así, todo el tiempo hubo vetas y motas en su alma como sobre la superficie del lago esa tarde. Había señales de terror. Sentía que perdía el control, que había una creciente temeridad, una cesión de su propia autoridad ante la del triunfante chico. Bindy entendía el significado de todo ello y se sentí seguro; Hendricks titubeaba, dudada, estaba a la defensiva. Pero cada vez menos y menos. Ya había aceptado la guía del otro. Ya el liderazgo de lord Ernie estaba en auge. La convicción invariablemente tiene dominio sobre la duda.

Comieron poco. Fue cerca del final de la cena cuando el viento, cayendo desde un cielo claro y estrellado, golpeó con su primer golpe violento, dejándolo caer con la fuerza de una explosión que sacudió la casa de madera y pasando de largo con un rugido hacia el distante lago. La lámpara de aceite, suspendida del techo, tembló; el pastor miró nerviosamente a las ventanas cerradas; y lord Ernie, con una brusquedad repentina, se puso de pie. Sus ojos brillaban. Su voz era briosa, alerta y gruesa.

—¡El viento, el viento! —chilló— ¡Piensen lo que será allí arriba! ¡Lo sentiremos en nuestros cuerpos! —Su entusiasmo fue como una ráfaga de viento que cruzó la mesa—. ¡Y el fuego! —continuó—. Las llamas lamerán todo y destrozarán el cielo. ¡Ya me siento salvaje y lleno de ellos! ¡Qué espléndido! —Y la llama de la pequeña lámpara creció en la chimenea al decirlo.

—La violencia del coup de joran es extraordinaria—explicó Leysin al ponerse de pie para apagar la mecha—y el segundo arrebato...

El resto de la oración fue ahogada por el sonido de la voz de Hendricks ordenando al chico que se sentase y terminase su cena. Y, en el mismo momento, la esposa del pastor entró como si una ráfaga de viento la empujase por el pasillo. La puerta se cerró de un golpe por la ráfaga. Hubo una confusión momentánea en la habitación de arriba, cuya voz sonó estridente y asustada.

—Las hogueras están encendidas, Jules—susurró ella en su poco entendible patois—. El bosque está ardiendo a lo largo del cordón superior. —Su rostro estaba pálido y sus palabras salían entrecortadas. Bajó sus labios hasta la oreja de su esposo—. Estarán buscando reclutas esta noche. ¿Es necesario, es correcto que vayas? —Miró nerviosamente a los visitantes ingleses—. Conoces el peligro...

La detuvo con un gesto.

—Aquellos que solo miran la vida, no logran nada—respondió impacientemente—. Uno debe actuar, siempre actuar. Las oportunidades están para aprovecharlas, no miradas.

Se levantó, se adentró en el pasillo apartándola, y, al hacerlo, ella le arrojó una rápida mirada comprensiva de ternura y admiración; luego, corrió detrás de él para tomar su sombrero y su manto. De ser por ella, lo habría retenido esa noche en la casa, pero, gustosamente, en otro sentido, lo vio partir. Ella dudaba en sus movimientos, lista para reír, llorar o rezar. Hendricks vio su dolor y entendió. Era singular cómo la actitud de la mujer intensificaba sus propios recelos; su comportamiento, la mera expresión de solo su rostro, volvió tan absolutamente real la aventura.

Tres minutos después, ellos estaban en la calle del pueblo. Hendricks y lord Ernie, este último impaciente más adelante en la calle, vieron su alta figura encorvarse para abrazarlo.

—Rezaré toda la noche y vigilaré desde mi ventana por tu regreso. Dios, que habla desde el remolino y cuyo camino es el fuego, irá contigo. Recuerda al joven; ¡siempre es al joven a quien ellos buscan llevar...!

Sus palabras eran medio histéricas. El beso fue dado y recibido; la puerta abierta enmarcó su figura un momento; luego, el contrafuerte de la iglesia la bloqueó y ellos se fueron.


VII

Y, al instante, la curiosa confusión del poderoso viento cayó sobre ellos. Las ráfagas aullaban alrededor de las esquinas de las casas cerradas y desgarraban ruidosamente los patios abiertos. El polvo se arremolinaba con la rapidez de una blanca maquinaria espectral. Una teja cayó repiqueteando cerca de sus pies, mientras que, sobre sus cabezas, los techos parecían moverse, derrumbarse, doblarse. Todo el pueblo parecía palanqueado y sacudido y, luego, soltado sobre la tierra nuevamente con un aspecto tambaleante.

—Por aquí—susurró el pequeño pastor, empujado a ambos lados como una vela—. Síganme de cerca.

Casi codo a codo al principio, corrieron por la calle desierta, pasaron ventanas sin lámparas y puertas bien atrancadas y pronto dejaron atrás el cabaret, alcanzando esa franja abierta entre el pueblo y el bosque donde el viento tenía camino libre. Muy por encima de ellos, corría el ígneo cordón montañoso. Vieron el resplandor reflejado en el cielo mientras la tormenta, primero, los agrupó a los tres juntos, luego, los separó en el mismo momento. Parecían girar o rotar.

—Es peor de lo que esperaba—gritó el guía—. ¡Aquí! ¡Dame tu mano!

Entonces, descubrió, una vez desenredado de su manto ondulante, que nadie estaba parado a su lado. Para cada uno de ellos, era una pelea solitaria por alcanzar el refugio del bosque, donde el verdadero ascenso comenzaba. Por un instante, el pastor pareció dudar. Miró atrás hacia la ventana iluminada de la cure a través de los campos, hacia una línea de fuego en el cielo, hacia la figura que desaparecía en la oscuridad inmediatamente más adelante.

—¿Dónde está el chico? —gritó—. No dejes que se adelante demasiado. Mantenlo cerca. ¡Espera a que yo llegue! —Se tropezaron entre sí—. ¡Mira con qué facilidad se adelantó!

—Este viento aullante... —gritó Hendricks, mientras avanzaban codo a codo, empujando sus hombros contra la tormenta.

El resto de la oración se desvaneció en el espacio. Leysin lo empujó hacia adelante, apuntando hacia donde, unos veinte metros más allá, la figura de lord Ernie, mirando hacia abajo, estaba luchando vigorosamente contra el huracán. Ya casi estaba cerca del refugio de los árboles, moviendo sus brazos con energía hacia las cumbres donde el fuego brillaba. Estaba diciendo algo con todas sus fuerzas, urgiéndolos a que se apuraran. Su voz cayó sobre ellos con una ráfaga de viento.

—No dejes que se escape de nosotros—vociferó Leysin, sosteniendo sus manos cerca de su boca al modo de una copa—. Mantenlo al alcance. Puede mirar, pero no debe participar... —Una ráfaga de lleno en el rostro lo golpeó con la fuerza de un mandoble y cortó la oración a la mitad—. Esa es tu parte. Él no me obedecerá.

Hendricks lo escuchó mientras se sumergían en la extensión huracanada, jadeando, forcejeando, poniendo sus cuerpos de costado como unos cangrejos de dos piernas contra la terrible fuerza del descendiente joran. Alcanzaron la protección de la muralla boscosa sin más intentos de hablar. Aquí hubo una súbita calma y silencio, porque los árboles altos, densos, recibían el impacto de la tempestad como un almohadón, parándolo. Se detuvieron un momento para recuperar la respiración.

Pero, aunque el primer cansancio pasó rápidamente, esa confusión original del fuerte viento permanecía—en la mente de Hendricks, al menos—, porque un viento lo suficientemente violento para ser combatido tiene un efecto dispersivo en el pensamiento y zamarrea la mismísima sangre. Algo en su interior rompió sus amarras y voló mar adentro. Su respiración inhalaba una propiedad impetuosa de la tempestad cada vez que llenaba sus pulmones. Había una agitación en él que causaba una extraña exageración de las emociones. El chico, mientras ellos se acercaban, bajó de un salto desde un peñasco que había trepado. Extendió sus brazos, haciendo de su manto una especie de vela que se hinchaba y ondeaba.

—¡Por fin! —exclamó, impaciente, casi molesto—. Pensé que nunca llegarían. El viento me empujó hacia adelante. Llegaremos tarde...

El tutor tomó su brazo con vigor.

—Tú mantente conmigo, Ernest, ¿me escuchas? Nada de adelantarse como recién. Leysin es el guía, no tú.

Incluso lo sacudió. Pero, al hacerlo, estaba al tanto de que él mismo se resistía a algo que realmente no quería resistir, algo que lo urgía por la fuerza; un poco más y él cedería a ello con placer, con abandono, finalmente con temeridad. Una reacción de pánico lo arrolló.

—Le digo que fue el viento—chilló el chico, liberándose con una insinuación de insolencia en su voz—, porque está vivo. Tengo la intención de ver todo. El viento es nuestro líder y el fuego nuestro guía.

Hizo un movimiento como para volver a arrancar.

—Me obedecerás—tronó Hendricks—o volverás a casa, ¿me entiendes?

Con exasperación, aunque con inquieto placer, tomó nota de las palabras que Bindy usó. Hubiera sido posible que él mismo las hubiese pronunciado. Él ya estaba transitando en un mundo enteramente nuevo. La euforia lo sujetaba incluso ahora. Pisar el freno era una mera pretensión. Tomó al muchacho por ambos hombros y lo empujó hacia la retaguardia; luego, él mismo se puso delante, de modo que Leysin se movía al frente y guiaba el camino. La procesión comenzó, zambulléndose en el refugio relativo del bosque.

—No dejes que te pase—escuchó en un rápido francés—, guíalo, eso es todo. El poder ya está en su sangre. Tú también mantente cerca y no te alejes.

El rugido de la tormenta sobre ellos barrió las palabras del mundo.

Aquí, en el bosque se movían, al parecer, sobre el suelo de un océano, cuya superficie rugía con una violencia terrible; en cualquier momento, uno u otro de ellos sería atrapado por esa superficie y arrojado a su destrucción. Porque la procesión no se sentía en armonía consigo. La oscuridad, la dificultad de escuchar lo que cada uno decía, la sensación, además, de que cada uno subía por sí mismo, hacía que todo pareciera despelotado. Y el tutor, con esta exultación secreta naciendo en su corazón, negaba la ansiedad que se mantenía al día y batallaba con sus emociones turbulentas—era una personalidad dividida. Su poder sobre el chico—se daba cuenta—había enflaquecido notoriamente. Hace poco tiempo atrás, parecían casi iguales. Ahora, en cambio, había ocurrido una inversión completa en sus posiciones relativas. El chico estaba seguro de sí mismo. Mientras que Leysin guiaba con el paso seguro de un montañista con sus piernas nervudas, cortas, combadas, Hendricks, uno o dos metros detrás de él, se tropezaba bastante en la oscuridad, con lord Ernie pisándole constantemente los talones, ansioso por pasar. Pero Bindy nunca tropezaba. No había flaqueza en sus músculos. Se movía tan ligeramente y con un paso tan seguro que casi parecía bailar, y ocasionalmente se detenía a un costado para saltar un escollo o correr a lo largo de un tronco caído. No había camino alguno. Ráfagas de viento ocasionales bajaban de a rachas en estas profundidades del bosque donde ellos se movían y, ahora, de tanto en tanto, mientras se acercaban a la línea de fuego en el cordón, un resplandor creciente iluminaba las raíces con formas de nudillos o brillaba en los matorrales o en los gruesos colchones de musgo. Era extraordinario cómo el pequeño pastor nunca erraba el camino. Períodos de un profundo silencio alternaba con momentos en que la tormenta bajaba por zanjas entre los árboles, reverberando como un trueno en las hondonadas.

Avanzaron lentamente, cacheteados, conducidos, empujados, con el salvajismo de una Noche de Walpurgis creciendo dentro de los tres. En la mente del tutor había un extraño ascenso de creciente temeridad, las viejas proporciones desaparecían, y el aspecto espiritual de ello lo molestaba al punto de pura aflicción. Seguía a Leysin tan ciegamente con su cuerpo como seguía ansiosamente al nuevo Bindy con su mente. Porque este chico lánguido, que ahora bailaba en sintonía con una vida desbordante sobre sus talones, parecía verdaderamente mágico: energía creada como por un mago de la nada. De los labios que ordinariamente suspiraban un apático aburrimiento, ahora brotaba un incesante arroyo de preguntas y exclamaciones, resonando con entusiasmo. ¿Cuánto tomaría alcanzar el ígneo cordón? ¿Por qué iban tan lento? ¿Llegarían tarde? Ya un gran cambio estaba efectuado—aceptado por Hendricks también—, de que el rôle de mero espectador era imposible. Las respuestas que daba Hendricks, de hecho, se volvían más y más alentadoras y compasivas. Él también estaba impaciente con el paso de tortuga del líder. Algún hechizo elemental de viento y fuego lo urgía en dirección al cordón despejado. El llamado se volvió irresistible. Despreciaba la precaución del pastor, negaba su sabiduría, ahora rechazaba totalmente el espíritu de compromiso y prudencia. Y, en una ocasión, cuando el huracán bajó con una ráfaga voladora de voces, se descubrió a sí mismo saltando sobre un gran escollo gris en su camino. Saltó en el mismo instante en el que el chico detrás de él saltó, aunque casi no se dio cuenta de que lo hizo; sus pies bailaban sin una orden consciente de su cerebro. Se encontraron en la cima redondeada, tropezaron, se agarraron entre sí frenéticamente, luego patinaron con brazos ondulantes y mantas flameantes sobre la superficie patinosa de un montón de musgo, riéndose salvajemente.

—¡Idiota! —chilló Hendricks, salvándose de caer— ¿Qué diantres…?

—Usted llamó—rio Bindy, levantándose y regresando nuevamente a su lugar en la retaguardia—. Es el viento, no yo; está en nuestros pies. ¡La mitad del tiempo, usted está gritando y saltando!

Y fue uno minutos después que lord Ernie súbitamente siguió adelante. Pasó al frente tan silenciosamente como una sombra ante una vela que se mueve en una habitación. Pasando al tutor en un momento en que sus pies estaban enredados entre las raíces y piedras, fácilmente sobrepasó al pastor y se puso a la delantera. Nunca tropezó; parecía haber resortes de acero en sus piernas. De Leysin, demasiado agitado para interferir, vino un grito de admonición.

—¡Detenlo! ¡Toma su mano!

Su voz cansada fue instantáneamente ahogada por los cielos rugientes. Se volteó para tomar a Hendricks por la capa.

—¿Ves eso? —gritó con alarma—. Por el amor de Dios, ¡no lo pierda de vista! Debe mirar, pero no participar... ¡recuerda...!

Y Hendricks gritó en dirección a la figura evanescente.

—¡Bindy, no vayas tan rápido, no vayas tan rápido! Mantente cerca de nosotros.

Y él aceleró instantáneamente su paso, como para sobrepasar al chico. Pasó a su compañero en el mismo momento y desapareció de la vista.

—Lo esperaré—llegó la respuesta estridente del chico a través de los árboles que se volvían menos espesos.

Y un resplandor de luz cayó con ella desde el cielo, porque la última subida de una cuesta de ciento cincuenta metros había comenzado ahora y, por encima, el cordón desnudo corría de este a oeste con su línea de hogueras resplandecientes. Escollos y un terreno rocoso reemplazó a los pinos y pícea.

—Pero nunca encontrarás el camino—gritó Leysin, mientras el profundo y altísimo rugido de la tormenta amortiguó el resto de la oración.

Hendricks escuchó las restantes palabras a su lado desde una mata de sombras. Estaba a un brazo de distancia del emocionado chico.

—Las hogueras y el canto me guían. Solo un tonto se perdería.

—Pero tú eres un...

Se tragó la inexpresada palabra. Un nuevo, extraordinario respeto apareció súbitamente de él. Esa figura alta, viril, imbuida con vida, saltando tan ingeniosamente en la asfixiante oscuridad, guiando con decisión e inteligencia casi inefable... No era ningún tonto que los guiaba. Corrió detrás de él hasta que sus propios tendones dolieron. Sus ojos, inquietos y confundidos, se esforzaban a través de los árboles para encontrarlo. Pero estos mismos árboles ahora corrían en un torrente.

—¡Bindy, Bindy! —chilló a pleno pulmón, aunque no con el tono imperioso que la situación requería. La oración cayó durante un momento de calma. En lugar de orden, había ruego, casi súplica en ella.

—Espérame, estoy yendo. ¡Veremos esa cosa gloriosa juntos!

Y, entonces, el bosque súbitamente quedó atrás, con un cinturón de pastizal abierto enfrente, debajo del cordón en cuestión. Sintió la primera ráfaga de calor, como una línea de calderas rompe sus puertas con un potente rugido y convirtió el cielo en un resplandor de luz dorada matutina. Hubo un crujir como de mosquetería. El resplandor creció y quemó el aire a su alrededor, y las voces de una multitud, aunque invisibles, lo atravesaron como proyectiles en el viento. Esta fue la primera impresión, absoluta y terrible, que lo alcanzó cuando hizo una pausa un instante en el filo del bosque protector y miró adelante. Leysin y lord Ernie parecían abandonar su mente, olvidados en este primer ataque de esplendor, pero olvidados, por así decirlo, con desprecio el primero, con arrollador arrepentimiento el segundo. Porque el error del pastor parecía obvio en ese instante. En medias tintas estaba el error fatal y en la transigencia, el peligro. Bindy todo el tiempo había conocido mejor el camino y lo había seguido. El tibio era el inútil.

—Bindy, muchacho, ¿dónde estás? Estoy llegando...

Y, pasando encima de la herbosa línea de tierra, suave a los pies, se encontró con un viento que cayó sobre su cuerpo con una lluvia de golpes de todas direcciones al mismo tiempo que lo pusieron de rodillas. Cayó, al parecer, bajo la cobertura de una roca protectora, porque luego vino un momento de súbita y deliciosa tranquilidad en la que los músculos cansados se recuperaron y el pensamiento se volvió ligeramente más estable. Encogido, entonces, contra la tierra, ya no ofrecía un blanco para los ataques del huracán. Miró hacia arriba, tapándose el rostro con la mano.

Vio que el cordón, a unos quince metros por encima de él, corría en una generosa plataforma a lo largo de la cresta de la montaña; era amplia y llana; entre los enormes fuegos de madera apilada que se desparramaba por ochocientos metros, se enroscaba una mezcla de humo espeso y chispas vertiginosas. Ninguna figura humana era visible, pero, de todos modos, era consciente de una vida multitudinaria en las cercanías. A gatas, arrastrándose dolorosamente, retrocedió hacia la protección del bosque que había intentado abandonar. Se levantó. El horrible resplandor estaba nuevamente velado por el techo de ramas. Pero, al levantarse, agarrándose de una rama para estabilizarse, dos manos lo tomaron con violencia por la espalda y escuchó una voz familiar gritando contra su oreja. Leysin, jadeando, desalineado y medio descompuesto por la prisa, estaba parado a su lado.

—¡El chico! ¿Dónde está? ¡Estamos justo a tiempo! —Rugió las palabras para que se oyeran sobre el estruendo—. ¡Apúrate, apúrate! Te seguiré... Mis viejas piernas... Fíjate, por el amor de Dios, que no lo hayan capturado... ¡Te lo advertí!

Y, por un segundo, mientras escuchaba, Hendricks recuperó nuevamente algo del desvanecido sentido de responsabilidad. Vio la cara del viejo marqués, mirándolo entre los troncos de los árboles. Escuchó su voz, sorprendida, recriminatoria, furiosa: “¡Fue criminal de tu parte, criminal...!”.

—¿Dónde está el chico... tu chico? —estalló nuevamente el grito del pastor con un cachetazo de huracán, mientras él se tambaleaba contra el tutor, casi colapsando, y tratando de indicar el camino—. ¡Vigílalo, encuéntralo, por el amor de Dios, antes de que sea muy tarde... antes de que lo vean...!

El yo normal y responsable del tutor desapareció nuevamente de la vista al escuchar ese grito de alarma y debilidad. Parecía que el viento se había metido en él, levantándolo corporalmente de sus pies. No se detuvo a pensar. Como un hombre a medio camino en un agitado combate de boxeo, se sintió aturdido pero confiado, y solo consciente de una cosa: de que debía mantenerse de pie hasta el final, tomar parte en todo el espléndido combate, ganar. El deseo de combate, el orgullo de la juventud y la lucha, la impetuosa temeridad de la carga en la guerra primitiva atrapó su corazón, llenándolo con imprudente coraje. Jugarse el todo por el todo parecía ser gritado por todas partes a su alrededor, mientras el desenfreno del viento y el fuego corría en sus venas como una tormenta. Se sintió levantado por encima de toda posibilidad de pequeño fracaso. El marqués, con sus tradiciones convencionales, y el pastor, con sus consideraciones de seguridad a medias tintas, desaparecieron ambos por completo; en efecto, su propia seguridad como la del chico a su cargo estaban en la rendición incondicional. No había tiempo para pequeñas acciones bien pensadas. ¡Era todo o nada!

—¡Dios bendiga el viento y el fuego! —gritó, abriendo ampliamente sus brazos.

Pero su voz era inaudible en medio del rugido y el movimiento hacia delante de su cuerpo permaneció, al principio, solo en su cerebro. Se volvió para empujar al viejo a un costado, incluso tirarlo al piso de un golpe de ser necesario. “Eres un tibio y un cobarde”, surgió en su garganta, pero no encontró pronunciación, porque, en ese momento, un figura alta y delgada, veloz como una sombra, firme como un halcón, cortó camino por el especio entre el bosque y el cordón. En dirección a la reluciente plataforma, desapareció detrás de una cortina de espeso humo, emergió por un segundo en una tormenta de luz y luego desapareció finalmente detrás de una ruina de rocas flojas. Y Hendricks, con sus ojos lastimados por el calor y el viento y sus músculos paralizados, entendió que el chico deliberadamente los invitaba a capturarlo. La multitud, que se escondía detrás del humo y el fuego alimentando las resplandecientes hogueras con manos ansiosas, lo había percibido y, en cualquier momento, aparecerían para reclamarlo. Se lo quedarían. Ya había bengalas en señal de respuesta recorriendo de este a oeste el cordón desolado.

—¡Me uniré a ti! ¡Estoy yendo! ¡Espérame! —trató de gritar. El rugido lo ahogó.


VIII

Y este rugido—él percibía ahora—estaba compuesto enteramente de fuego y viento. Aquí, en el techo de estas colinas debajo del cielo estrellado, estos dos grandes elementos expresaban su naturaleza con una libertad sin obstáculos, porque no había ni lluvia que modificase al primero ni obstáculo sólido que contuviese al segundo. Sus voces se fundían en un solo sonido: el estruendo sordo del viento y el chasquido grave, resonante de la llama. El crujido resquebrajante de ramas ardientes imitaba el silbido agudo, chillón de las ráfagas desenfrenadas que, como jabalinas, volaban de un lado a otro en dardos de sonido más ligero. Pero un grito se alzó desde la cumbre—ningún chillido humano distinguible en él—ni había una silueta humana visible entre las mil hileras de esqueletos de madera que perforaban el trasfondo dorado. Fuego y viento se alentaban entre sí hasta la locura, manifestando por sí mismos en un esplendor prodigioso.

Entonces, súbitamente, ante un gigantesco galope del viento, el humo torrencial viró hacia arriba como una cortina y las llamas, cesando su salvaje ondeo, se remontaron firmemente en cortinas góticas de oro viviente hacia las estrellas. En hileras imponentes entre columnas de negra noche, transformaron el espacio vacío entre ellas en un colosal pasillo de templo. Se estrecharon en el aire simétricamente en crestas evanescentes. Y Hendricks se puso de pie. Levantándose de tal modo que sus hombros quedaron a la altura del borde del escollo y, completamente despectivo con la mano de Leysin que intentaba con violencia ponerlo al resguardo, miró como quien ve un milagro. Porque, al principio, solo podía mirar y mirar, consciente de sensación, pero no de pensamiento. Una convicción enorme, avasallante sopló efervescencia en todo su ser. Aquí había un suministro de poder elemental que los seres humanos—seres humanos vacíos, necesitados, famélicos, deficientes—podían usar. Su amor por el chico se disparó ante esta maravillosa salvación. Una posibilidad majestuosa relampagueó en su interior.

Pero no era ningún prodigio de pesadilla lo que encontró su mirada y ojos semicerrados, aunque parecía tener un toque de sueño horrible, a una escala, más aún, que mentes más pequeñas considerarían distorsionado. El calor de unas treinta hogueras, colocadas a intervalos regulares, hacían temblar la medianoche con vibraciones inmensas. De tamaños variados, aunque calculados, estas imponentes hogueras emitían notas de una gravedad comedida y alternante, hasta que un rugido a lo largo de toda la fila produjo una escala definitiva, casi de melodía; las más cercanas, cantando agudamente, aquellas más distantes, resonando con montañosas notas sostenidas. La consonancia era monstruosa, aunque conforme a algún magnífico diapasón. Este acorde de música ígnea marcaba el ritmo del cielo estrellado, dirigido, pero nunca dominado, por el viento, el cual, de algún modo, pautaba su sentido. Repetido en rápidas sucesiones—las notas ahora colisionando en masa, ahora cantando solas en solitaria belleza—, el efecto sugería una idea de secuencia ordenada, de ritmo gigantesco. Parecía, en efecto, como si una voluntad controladora, dominando el exceso, coaccionase ambos elementos para expresar, a través de esta danza estupenda, una idea precisa. Aquí, por así decirlo, estaba el alfabeto de algún lenguaje natural, indiferenciado, un lenguaje de espectáculo y sonido anterior al discurso, simbólico en el sentido último, divino. Algún Señor del Fuego y algún Señor del Aire estaban al mando. Atados y regulados, estas cohortes invisibles de energía que los hombres llaman estúpidamente meros fuego y viento, obedecían a un poder superior que los había invocado, un poder que, sin embargo, al entender sus razones de ser, los mantenía admirablemente en control.

Esto, al menos, parecía un indicio de la explicación que relumbró en Hendricks mientras miraba con fascinado desconcierto desde el refugio del escollo más próximo. Leyó una oración en un guión natural, olvidado. Miraba un ritual primitivo que anteriormente había invocado a los dioses. Era consciente del ritmo y era consciente del sistema, aunque aún no veía la mano que escribía esta oración maravillosa en la noche. Porque el elemento humano aún permanecía invisible. Solo se dio cuenta—de una manera lerda y torpe—de que presenciaba una revelación de esos dos poderes que, en general, están en la base del Universo, y que, en particular, son las necesidades básicas de la existencia humana—los poderes detrás del calor y el aire. Fragmentos de esa charla con Leysin regresaron a su mente, como letras en alguna palabra estupenda que no se animaba a reconstruir enteramente. Se estremeció y maduró. Reinos de una realidad olvidada abrían sus puertas ante su deslumbrada mirada. La mirada se adentró en visiones lejanas, penetrantes de antiguas maravillas, inolvidables y medio recordadas, y luego perdió su camino por una ceguera dolorosa. Por un momento, al parecer, fue consciente de Presencias majestuosas detrás de la confusión, borrosas, pero poderosas, cargadas con una vaga potencialidad como una inmensa fórmula algebraica, simbólicas y más allá de la comprensión, aunque dispuestas a ser usadas con resultados prácticos. Sintió los elementos como nervios de un Universo viviente... Sin embargo, no había realmente pensamiento en ninguna parte de él; la sensación era todo lo que conocía. El mundo en que se movía, como un guión que leía, pertenecía a condiciones excesivamente remotas como para que la razón pudiese recuperar un solo indicio a los fines de su reconstrucción inteligibles. La gloria, pura y fuerte como una primitiva adoración de estrellas, pasaba entre lo que veía y todo lo que había conocido desde antes. El velo de la creencia convencional se rasgó en dos. La cosa terrible era verdadera...

Por un intervalo inconmensurable, el tutor, olvidado del tiempo y del lugar en cuestión, estuvo parado al borde de este magnífico espectáculo, mirando con asombro, sin respirar, mientras el influjo de todo el decorado crecía, como el bamboleo de un océano levantado hasta el cielo por muchos vientos. Luego, súbitamente, en uno de esos intervalos que sucedían entre el ritmo de las grandes notas, sus ojos inquisitivos descubrieron algo nuevo. El foco de su visión se alteró y percibió, finalmente, la fuente de la dirección y del poder controlador. Detrás de los fuegos y más allá del humo, reconoció los óvalos brillantes como discos que, sobre esta pequeña tierra, representan la imagen de la única, eterna Semejanza. Vio los rostros humanos, símbolos del dominio espiritual sobre todos los órdenes menores, cada uno en posesión de creencia, inteligencia y voluntad. Separada, tan débil; junta, tan invencible, esta asamblea, intacta del fuego e inamovible por el viento, le pareció impresionante más allá de toda posible palabra. Una idea adicional de la verdad relumbró en él mientras miraba: que un grupo de humanos, una multitud, agrupándose sobre un objeto determinado con un objetivo específico, en posesión de ese terrible poder, cierta fe, quizás conociese la energía para mover grandes montañas y, por lo tanto, esa energía menor para guiar las fluidas fuerzas de los elementos. Y un sentimiento de exultación cósmica saltó en su ser. Por un momento, conoció un contacto cercano al frenesí. Una orgullosa alegría se alzó en él como un esplendor de omnipotencia. La humanidad, le pareció, aquí estaba en contacto con un rincón de su reino como originalmente lo planeó el Cielo. En las manos de un chico debilucho y deficiente había sido puesta la conducción.

Inmóviles bajo las estrellas, iluminadas por el resplandor al punto de brillar como ídolos de piedra amarilla, y magnificadas por las cortinas de luz voladora e intolerable que el viento perseguía de un lado a otro, estas hileras de rostros aparecían, al principio, como una sola línea de fuego indiferenciado contra el trasfondo de la noche. Todos los ojos estaban abatidos en plegaria, cada mente centrada incesantemente sobre una idea clara—el control y asimilación de dos poderes elementales. La multitud era una; el sentimiento era uno; el deseo, el mando y la fe verdadera eran uno. El poder controlador que resultaba era irresistible.

Luego, se produjo un movimiento concertado, extraordinario. Unánimemente, todos los ojos se abrieron, relumbrando con el reflejo del fuego. Cien semblantes humanos se levantaron como una sola línea brillante. Los hombres se pararon firmemente. Rostros tostados, bronceados por el sol y el viento, cabezas descubiertas, cabello y barbas al viento, voltearon todos hacia un mismo lugar. También se abrieron las bocas. Salió un rugido que incluso el huracán no pudo ahogar—una orden, al parecer, que saltó en el ritmo de los elementos danzantes y redujo el estruendo a una ola de movimiento más calmo. Y, al mismo tiempo, cien cuerpos, desnudos de la cintura hacia arriba, con los brazos extendidos y las manos con las palmas hacia arriba, se movieron hacia adelante a través del humo y el fuego. Se encaminaron hacia el lugar donde, medio oculto de la vista, el tutor estaba agachado y vigilaba.

Y Hendricks, pensando que había sido descubierto, primero tembló, luego se levantó para recibirlos. No había ningún poder de resistencia en él. Era, más bien, una respuesta voluntaria lo que experimentaba. Salió del refugio del escollo y entró en el resplandor brillante. Sin sombrero, la espalda recta, la capa ondeando al viento, dio tres pasos hacia el batallón que avanzaba—luego, indeciso, se detuvo. Porque la línea, vio él, lo ignoró como si no estuviese ahí. No era a él a quien los adoradores buscaban. Toda la tropa pasó de largo hasta un punto quince metros más abajo, donde el final del cordón se separaba de los últimos árboles. Hermosas como una ola ondulante de fuego, las figuras atravesaron el espacio angosto, abierto, con la penetrante precisión de un batallón, y Hendricks, con una sensación de triunfo secreto, salvaje, los vio detenerse al borde del llano cordón, agruparon aún más sus apretados flancos, luego abrieron doscientos brazos para recibir a alguien a quien la oscuridad debería entregar en cualquier momento. En ese momento, de entre los árboles protectores, la sombra delgada, alta, de lord Ernie saltó a la luz.

—Magnífico—chilló Hendricks, pero su voz fue ahogada instantáneamente por un sonido más poderoso, y su movimiento hacia adelante pareció un traspié inefectivo. Las cien voces tronaron en una sola nota. Como un ciervo, el chico saltó; como una lengua de fuego, voló a unirse a los suyos; e, instantáneamente, fue rodeado, lo cargaron de espaldas sobre las palmas volteadas, y regresaron triunfantes hacia la procesión de fuegos enormes. Envuelto por humo y chispas, levantado por el viento, se volvió parte del monstruoso ritmo que daba vida al cordón montañoso. Se paró firmemente sobre la plataforma de brazos entrelazados; se balanceaba con sus movimientos como una cosa de viento y fuego que volaba. Los rostros brillantes, luego, desaparecieron, todos volteados hacia las pilas ardientes, de modo que el chico tenía la apariencia de estar parado sobre una muralla de oscuridad viviente. Su contorno estuvo un momento visible contra el cielo, con una luz de fuego entre sus piernas bien abiertas, el cabello y los brazos horizontales humeando, casi saliendo, como parecía, de su propio cuerpo. Luego, saltó al suelo, se colocó—espantosamente cerca—entre dos hogueras colmadas, alzó ambas manos al cielo y se arrodilló.

Y Hendricks, siguiendo empáticamente la actuación del chico como si su propia mente y cuerpo tomasen parte en ello, experimentó, entonces, un resultado singular: pareció que su corazón empezó a rugir. Esto no era el susurro de la sangre excitada que la pequeña caverna de su cráneo incrementaba, sino un sonido más profundo que proclamaba la alianza de todo su ser con el ritual. Su propia naturaleza comenzó a responder. Desde ese momento, percibió el espectáculo no con los sentidos de la vista y la audición separadamente, sino con todo su cuerpo sintéticamente. Se volvió parte de esta asamblea que era, en sí misma, un solo instrumento: una caja de resonancia cósmica para la expresión rítmica de Poderes Naturales impersonales. Leysin—él se daba cuenta vagamente—, atado a sus dogmas cerrados, permanecía afuera, apartado, humillado; Hendricks lo aceptaba y no le importaba. Todos los pequeños sentimientos convencionales desaparecieron por completo, abandonados, falsos, negados, al igual que una unidad en medio de una multitud pierde sus características normales dentro del estado más grande que mueve al conjunto. El fuego ya no ardía en él, porque él era el fuego; ni se tambaleaba contra el furioso viento, porque el viento estaba en su corazón. Se movía en todas direcciones, vivo en cada punto y esquina. Con su piel respiraba, sus huesos y piel corrían con un calor glorioso. Gritó en voz alta. Alabó.

—¡Soy el remolino y soy el fuego! ¡Fuego que ilumina, pero no quema, y viento que enciende el corazón al soplar!

Su cuerpo lo cantaba o, más bien, los elementos lo cantaban a través de su cuerpo; porque el sonido de su voz no era audible, y era el viento y el fuego lo que tronaba su sentimiento con su ritmo estrellado.


IX

Y así fue que él ya no vio esta cosa pictóricamente ni según las estrechas narraciones objetivas que formula la razón individual, sino que lo supo en su interior de manera integral, como un hombre conoce el amor y la pasión. La memoria, más tarde, tradujo estos vastos sentimientos centrales en imágenes, pero estas imágenes tocaban la realidad sin contenerla. Como una visión, ello aconteció a la vez, como acontece una habitación o un paisaje, y lo que acontece a la vez, llegando a través de una síntesis de los sentidos, no es propiamente describible más tarde. Para el conocimiento instantáneo, la mera secuencia es una falsedad. A la secuencia le sigue después el relato. Esa forma arrodillada, él entendió, era el recipiente vacío al que la vida convencional había negado hasta ahora el calor y el aire que deseaba. El aliento de la vida ahora se derramaba a toda velocidad en él, el fuego de la deidad encendía su corazón de leña, el viento soplaba el deseo; y, luego, la llama aparecería en acción, consumiendo la oposición. Él debía dejarlo llenarse hasta el tope. No era salvación, sino creación. Luego, el pensamiento se apagó, extinguido por el soplo de algo más grande...

Porque, más allá del humo y las chispas, más allá del espacio que los hombres habían ocupado, un movimiento nuevo y más gentil, lírico con la belleza de un ave, corrió súbitamente a lo largo del cordón. Lo que Hendricks había tomado por ramas apiladas en hileras para la quema, se movía maravillosamente a través de toda su masa colectiva, dulcemente movida, además, y con un encanto exquisito. La línea entera se levantó graciosamente en el aire con un zumbido como de aves que pasaban volando. Había un movimiento suave y ondulante como si una ráfaga de viento que fluye se hiciese ligeramente visible, pero con una brillantez creciente, como brillantes azucenas de fuego que ahora se movían en masa como una tropa, todas doblándose deliciosamente hacia un lado. Y, en el mismo segundo en que estas altas azucenas de fuego se revelaban como figuras, desnudas desde la cintura para arriba, el cabello volando con el viento, ojos encendidos y brazos desnudos agitándose. Sobre el profundo bajo sostenido de los hombres, sus voces se alzaban con clara, aguda dulzura en la tormenta. La banda se movió rápidamente hacia adelante como viento hacia el chico arrodillado. La larga línea se curvó a su alrededor, envolviéndolo. Las mujeres lo tomaron como el viento sur toma un pájaro.

Quizás haya habido—de hecho, lo hubo—un intervalo, porque Hendricks percibió, repetido una y otra vez, el gran grito de deleite apasionado del muchacho sobre el tumulto. Resonante y viril, se alzó hasta el cielo, claro como una campana bien torneada. E, instantáneamente, las figuras arrodilladas de fuego se desentrelazaron nuevamente, la masa se desplegó como una flor que se abre y, como por una orden militar, se disolvió una vez más en una larga línea delgada de fugo corriente. Las mujeres avanzaron, y los hombres que aguardaban corrieron a encontrarlas. Este tejido de las figuras se realizaba tan fácilmente como la mezcla de luz e hilos gruesos sobre un telar viviente. Manos con manos, todos cantando, estos desnudos adoradores del fuego y viento entraban y salían de entre las pilas centelleantes con una precisión precipitada que era torrencial y, sin embargo, ordenada. La velocidad se incrementó; los rostros destellaron y se esfumaron, luego destellaron y pasaron nuevamente; cada mujer entre dos hombres, cada hombre entre dos mujeres, y lord Ernie, radiantemente vivo entre dos mujeres de belleza abundante, rebosante. Sus movimientos eran ondulantes, como ondulaciones de fuego, aunque con súbitos, inesperados saltos hacia arriba como cuando el fuego se asocia abruptamente con un viento galopante. Porque las mujeres eran fuego y los hombres eran viento. La danza imitativa estaba en pleno movimiento. El maravilloso ritual de fuego y viento desenrollaba su antiguo mundo mágico.

Era, ciertamente, impresionante, pero, para Hendricks, mientras miraba, el terror de grandes incendios era absolutamente inexistente; más bien, sentía la sensación de profunda seguridad que causa el movimiento rítmico. Bañado por un mar de poder elemental, ardía por compartir el esplendor pagano y la acometida del primitivo deleite. Parecía que tenía un cuerpo cósmico en el que nuevos centros incitaban la vida, vinculándolo con esta fuente de fuerzas naturales. A través de estos centros, metía la energía caótica en los nervios, la sangre y los músculos, en la sustancia misma de su pensamiento, en efecto, transmutándolos en la magia de la voluntad. Un vigor abundante e inagotable llenaba el aire, derramándose libremente en cualquier recipiente vacío a mano. Cortinas de fuego, completos fragmentos separados, se rasgaban en los bordes; corrían, agitándose ruidosamente, hambrientamente en ráfagas vehementes de viento; se curvaban al volar; saltaban; se doblaban; relumbraban y se esfumaban. Y las figuras las copiaban meticulosamente. Las mujeres sacudían sus cuerpos en el aire; luego, rodaban al piso, invisibles, hasta que los hombres las urgían a mostrarse nuevamente con un impetuoso movimiento salvaje, de modo que la línea entera se extendía y se contraía como una inmensa banda elástica de vida, ahora anudada, ahora disuelta.

Pero, aunque de una belleza terrible y embravecida, nunca hubo ese loco abandono que significa desorden, sino, más bien, una especie de disfrute sagrado y natural que prohibía la mera licencia. Había incluso una singular austeridad en ello, que delataba un ritual preciso y no un mero espectáculo temerario. Ninguna muralla podría haberlo contenido. En una catedral, templo o espacio delimitado, sin importar el tamaño, solo podría haber parecido exagerado o apóstata; aquí, bajo el cielo abierto, era hermoso y verdadero. Porque, por encima, las estrellas ardían clara y firmemente, las constelaciones mirándolo desde sus torres inamovibles—una representación de su propio ocio y baile jerárquico en una miniatura más ágil. Y, en efecto, esta relación que testimoniaba un ritmo universal era la clave, al parecer, de su profundo significado, porque la imitación cercana de movimientos naturales invitaba a los colosales poderes del fuego y el viento a inflamar las emociones humanas al punto de volverlas moldes y recipientes para esa manifestación elemental en hombres y mujeres. De un amarillo oro en el resplandor, los miembros de las mujeres relumbraron y desaparecieron; sus cabellos negros volaron un momento sobre pechos relucientes; y sus brazos agitados se sacudían según patrones siempre cambiantes a través del humo torrencial. Los fuegos hervían y rugían, desparramando torrentes de chispas que llovían como estrellas y, en el medio de todo, los hombros delgados y blancos del chico, sus ropas arrancadas, sus ojos encendidos, sus labios abiertos al canto como si lo hubiese conocido de siempre, se movía de un lado a otro en la cresta del ritual como una figura voladora de viento y fuego encarnado.

Todo lo cual, instantáneamente, aunque en secuencia, presenció Hendricks, pintado sobre el salvaje cielo de la noche. Una energía volcánica también se derramaba a través de él. Conoció un entusiasmo dorado de una fuerza inconmensurable, de una esperanza inconquistable, de un deleite irresistible. El viento hacía bailar sus pies y el fuego corría por su rostro sin marcas de quemadura.

La Naturaleza era una parte de él. Él se había metido adentro. No existía obstáculo que pudiese soportar por un segundo la energía torrencial que encendía su corazón y su sangre. Había relámpagos en sus venas. Podía deshacerse de las difíciles barreras de la vida con la facilidad de un tornado y sacudirse la basura de duda y preocupación de los años con choques de terremoto. Podría moldear imperios y jugar con naciones, conducir a hombres y mujeres ante él como a un rebaño de ovejas, destrozar las convenciones y dislocar la maquinaria que el tiempo ha impuesto sobre las energías naturales. Supo en su interior la omnipotencia de las deidades elementales inferiores. Pero, en calidad de un observador simpatético, él solo podría sentir una pizca de lo que lord Ernie sentía.

—¡Somos el remolino y somos el fuego! —gritó en voz alta con los rápidos adoradores—. ¡Somos inconquistables e inmensos! ¡Destruimos al tibio y absorbemos al débil! ¡Porque podemos convertir el mal en bien torciéndolo todo hacia un lado!

El rugido pasó tronando a su lado, atrapando su voz y cuerpo. Él mismo se sintió empujado hacia adelante por el viento. El fuego lo lamía dulcemente. Era el abandono final. Se dirigió temerariamente hacia el aluvión de danzantes...


X

No supo qué lo detuvo. Alguna cosa dura y metálica lo pinchó intensamente. Una fuerza opositora, feroz como una espada, apuñaló su corazón, y escuchó un pequeño sonido cerca de él, un sonido que perforó el alboroto, alcanzando su consciencia como desde un lugar muy lejano.

—¡Quédate quieto! ¡Aférrate a esta vieja roca! ¡Contrólate o, de lo contrario, también te tendrán a ti!

Fue como si un insecto arañase su oreja. Su brazo, en el mismo instante, fue atrapado violentamente. Cayó con fuerza. Había estado en el aire. Había estado bailando.

—¡Voltea tus ojos! ¡Agárrate de este enorme árbol!

La voz gritaba furiosamente, pero con una pasión humana insignificante que arruinó el mundo. Sintió una repugnancia intolerable al escucharlo. Se sintió arrastrado por la fuerza hacia atrás. Perdió su estabilidad, tropezando entre piedras sueltas.

—¡Suéltame! ¡Déjame ir! —gritó, forcejeando como un animal salvaje, pero en vano contra el agarre inflexible que lo retenía—. ¡Soy uno con el fuego que enciende, pero no quema! ¡Soy el viento que sopla el mundo a su paso! ¡Vete al demonio... Suéltame...!

La confusión lo alcanzó, ahogando el discurso y cegando su vista. Cayó hacia atrás, alejándose del calor y el viento. Estaba furioso, pero no sabía contra quién o qué. La interferencia había destruido el ritmo, destrozándolo en fragmentos. Violentos impulsos se enfrentaban en su interior sin la voluntad de elegir o guiarlos. Porque el poder lo había abandonado y fluido hacia otro lado. Ya no estaba parado en la corriente de energía. Estaba vacío. Y, al principio, no pudo decir si su instinto era regresar, rescatar a su querido chico o aplastar el objeto interferente con lo que le quedaba de ira enfurecida. Se dio vuelta, se paró y apartó al pastor con violencia. Levantó su pie para pisotear y matar... cuando una frase con significado atravesó súbitamente su salvaje confusión y le traje a la memoria un fragmento de responsabilidad y de vida más verdaderas.

—... Solo habrá violencia en él... violencia temeraria en lugar de fuerza... destructiva. ¡Sálvalo antes de que sea demasiado tarde!

—Ya es demasiado tarde—rugió en respuesta—. ¿Qué diablo me retiene?

Pero su rugido fue débil y sus botas aceradas se negaron a pisotear. El poder se retiró completamente de él. El ritmo pasó de largo, en lugar de a través de él. La interferencia había destruido el circuito. Más atisbos de responsabilidad regresaron. Se encorvó como un borracho y ayudó al otro a levantarse. La rapidez del cambio era curiosa, demostrando que el encantamiento había sido colocado encima de él desde afuera. No era, como con el muchacho, un mero desarrollo de tendencias preexistentes.

—¡Ayúdame! —imploró súbitamente en su lugar—. ¡Ayúdame! He perdido la cabeza ¡Por el amor de Dios, ayúdame a sacarlo!

Fue como si el rostro del viejo marqués, serio y terrible, hubiese aparecido por un instante en el aire ahumado, negro de reproche y enojo. Y, con un violento esfuerzo de la voluntad, Hendricks giró para enfrentarse a la orgía elemental, decidido a rescatarlo. Pero, esta vez, el calor era intolerable y lo empujó hacia atrás. Su cabello, hasta ahora inmaculado, volaba sobre su cabeza. El fuego lo lamía quitándole el aliento. Se agachó, protegiendo su rostro con los brazos y la capa.

—¡Reza! —gritó Leysin, arrodillándose—. ¡Es la única forma! ¡Mi Dios es más poderoso que esto! ¡Reza, reza!

Y, automáticamente, Hendricks cayó de rodillas a su lado, aunque no sabía cómo rezar. Porque no tenía una fe verdadera como el otro y su ojo estaba lejos de ser bueno. La grandeza desvaneciente de lo que había experimentado aún causaba tumulto en su sangre. La pretensión de oración solo podría haber sido blasfemia. En su lugar, miraba, dejando que el otro invocara solo a su poderosa Deidad, esa Deidad a la que había servido inquebrantablemente toda su vida con fe y ayuno y con una creencia más allá de la duda.

Era una imagen impresionante, llena de drama apasionante. Sobre sus rodillas, detrás de la roca protectora, un pino ennegrecido agitaba las ramas quemadas sobre su cabeza, mientras el hombre virtuoso rezaba a su Dios, seguro de su respuesta triunfante. Hendricks miraba con una admiración que lo hizo darse cuenta de su propia insignificancia. Los ojos estaban cerrados, la gran cabeza leonina firmemente colocada sobre su cuerpo diminuto, su rostro ahora encendido por las llamas, ahora ocultado por el humo, las manos fuertes entrelazadas y levantadas. Lo envidió. Reconoció, además, que los propios elementos, con todo su caos de poder y terror, eran, después de todo, solo sirvientes de la Vastedad que da color a las mariposas y dibuja sobre los pechos de los pequeños petirrojos. Y, dado que la vida del pastor siempre había sido plegaria en acción, su pequeña voluntad humana invocaba la Voluntad de la Grandeza, se fusionaba con ella, la usaba y la dirigía contra la conmoción de estos elementos desatados. Seguro de sí mismo y de su Dios, el pastor nunca dudó. Su plegaria puso instantáneamente en acción esas fuerzas que equilibran el sol y mantienen las estrellas a flote.

Entonces, temblando por un terror que lo hizo completamente inefectivo, Hendricks miraba y, al hacerlo, se dio cuenta de un cambio sorprendente. Porque parecía como si un arroyo de poder, firme y en oposición al tumulto, se derramaba ahora audazmente contra el ritmo elemental, alterando su dirección, modificando gradualmente su estupendo ímpetu. Había pausas en las grandes vibraciones, vacilaban, se rompían y huían. Conocieron la confusión, como cuando la proa de un barco con espolón de acero corre contra la marea. La marea es más vasta, pero el acero es... diferente. Todo el cielo tiritaba mientras esta nueva fuerza entrante, tan pequeña, tan suave, aunque de una energía incalculable, comenzó al instante su efecto subyugante. Señales de violencia o derrota o de cualquier cosa desordenada no tenía lugar en ella; el exceso, ante ella, se transformaba voluntariamente en restricción; había una luz que lavaba todo el brillo, como cuando el sol de la mañana limpia a un bosque de sus sombras. Un pequeño poder susurrante cantaba maravillosamente como en los tiempos de antes a lo largo de las enormes montañas desoladas, un “¡Calla! ¡Enmudece!” que convertía la monstruosa turbulencia en dulzura obediente. Y, sobre su rosto y manos, Hendricks sintió caricias leves, delicadas de alguna suavidad refrescante que no podía entender.

Pero la armonía no se restauró instantáneamente; al principio, hubo un esfuerzo de oposición vehemente. La noche de viento y fuego corría rugiendo a través del cielo. Hubo estallidos de un tumulto triunfante, pero había convulsión en ellos y ninguna constancia verdadera como antes. Las figuras humanas, hasta aquí, habían bailado con esa apariencia fluida que pertenece al fuego y con ese ímpetu instantáneo propio del viento, los hombres subiendo a las mujeres y las mujeres respondiendo con alegría; miembros y rostros se habían fusionado hasta que el ritual circular se veía como una rueda brillante de fuego que giraba audiblemente. Pero, lentamente ahora, la velocidad de la rueda decrecía; la única voz fue estropeada por el grito de muchas voces, todas en diferentes tonos, discordantes, inarmónicas, consternadas. Los fuegos, de algún modo, se achicaron; hubo pausas en el viento; y Hendricks se dio cuenta de un sonido siseante, mientras más y más de estas suaves caricias extrañas encontraban su rostro y manos. Aquí y allá, vio una figura tambalearse, tropezarse, luego recomponerse torpemente con un grito asustado, rompiendo violentamente el círculo. Cada vez más, estas figuras se equivocaban y se salían, y, aunque retornaban de nuevo, de modo que la danza aparentemente crecía, estos eran solo momentos en la violencia final de un huracán que se dispersa. Los expulsados volvían a entrar salvajemente en los lugares equivocados; hombres y mujeres ya no se paraban alternadamente, sino juntos en grupos, incorrectamente relacionados. El movimiento entero estaba dislocado; la ceremonia se volvió rápidamente incoherente; el significado la abandonó. El instrumento compuesto que había transmutado las fuerzas elementales en un almacén emocional, humano, se volvió imperfecto, roto, fuera de tono. El desarreglo se convirtió en retirada.

Y fue entonces, mientras Leysin continuaba sin cesar su plegaria ardiente y exitosa, que su compañero, consciente de la armonía retornante, se puso de pie, súbitamente al tanto de que él también podía ayudar. Una porción de los poderes que había absorbido aún funcionaba en su interior, pero en una nueva dirección. Se sentía confiado y sin miedo. No se tambaleó. Con un paso infalible, avanzó hacia los fuegos menguantes, sintiendo, al hacerlo, las suaves caricias frías multiplicándose con ímpetu sobre su piel. De todas partes, venían de a cientos, como mensajeros de auxilio.

—¡Ernest! —gritó a toda voz, y ella, aunque con poca fuerza, se transmitió resonantemente sobre el tumulto agonizante—. ¡Ernest! Vuelve con nosotros. ¡Tu padre te llama!

Y, de entre sesenta rostros corriendo aprisa en confusión a través del humo, una se detuvo y volteó. Se paró aparte, suspendiéndose como en el aire, mientras la muchedumbre de figuras desordenadas se precipitaba en conjunto a lo largo del cordón. Desmoronándose como ganado asustado bajo el borde más lejano, desaparecieron luego en la espesa oscuridad, dejando atrás este único rostro solitario. Una última llama moribunda lo lamió; una ráfaga de humo pasó de largo para ocultarlo; hubo un grito fuerte, salvaje, y la figura saltó de cabeza hacia adelante y calló con estrépito a los pies de Hendricks. Lord Ernie, ennegrecido por el humo y quemado por el fuego, yacía a salvo, fuera de la zona de peligro.

Y Hendricks se arrodilló a su lado. Remordimiento y vergüenza lo hicieron impotente para hacer algo más que tirar las ropas desgarradas sobre su nuca y pecho, y escuchar su propio corazón suplicando perdón. Se dio cuenta de su propia debilidad y falta de fe. Una gran tentación lo había hallado defectuoso...

Fue gracias a Leysin que el rescate se completó. El pastor estuvo instantáneamente a su lado.

—Como salvado por el agua—gritó, mientras envolvía con su capa al chico postrado, y luego levantó la cabeza y los hombros—, salvado por Sus ministros de lluvia. Porque Sus milagros son amor y funcionan por leyes naturales.

Hizo una señal a Hendricks. Sosteniendo al chico entre ellos, descendieron la cuesta hasta el refugio de los árboles debajo. Las caricias frías, suaves fueron, entonces, explicadas. El joran había cesado tan bruscamente como se había alzado y la lluvia torrencial que invariablemente le sigue caía ahora a torrentes del cielo. El agua, apagando los fuegos y calmando el viento salvaje, había detenido a los danzantes en medio de su ritual frenético. Era el elemento que temían, porque era hostil. La lluvia bañó el cordón montañoso, apagando los últimos rescoldos de los numerosos fuegos. Corría en arroyos entre sus pies. La tierra recalentada largaba un vapor siseante y el único sonido en los espacios donde el viento y el fuego habían resonado y tronado hasta hace poco era ahora la salpicadura del agua y el goteo de gotas sofocantes.

En el refugio de los árboles protectores, el chico se movió, levantó su cabeza y se sentó lentamente. Los ojos se abrieron.

—Tengo frío. Tengo miedo—susurró una voz temblorosa—. ¿Dónde estoy?

Solo el golpeteo de la lluvia sonaba detrás de las trémulas palabras.

—¿Dónde están los otros? ¿Me desmayé? Hendricks... señor Hendricks... ¿es usted...?

Miró a su alrededor, su rostro era ahora un mero disco luminoso en la espesa oscuridad. No soplaba ni una gota de viento. Le hablaron hasta que respondió con seguridad, tanteando para encontrar sus manos con las propias, y sus palabras confundidas y extrañas tuvieron durante un rato un significado secreto.

—Estoy bien ahora—repetía a cada rato—. Lo entiendo perfectamente. Fue uno de mis grandes sueños... Supongo que me dormí... y la lluvia me despertó. ¡Por los cielos! ¡Qué noche para estar afuera!

Y, entonces, se puso de nuevo de pie vigorosamente con un movimiento súbito de gran energía, diciendo que tenía hambre y que debía comer. No había queja sobre calor, frío, quemaduras o moretones. El chico se recuperó maravillosamente. En diez minutos, liberándose de todo apoyo, lideró mientras descendían a través del bosque goteante en la penumbra y el fresco de la tempranísima mañana. Eran los otros los que le pedían direcciones en el enredado bosque. Lord Ernie estaba al frente. A lo largo de todo el complicado bosque, él estuvo siempre al frente, y cantando:

—¡Fuego que enciende, pero no quema! ¡Y viento que enciende el corazón al soplar! ¡Ambos están en mí ahora por siempre jamás! ¡Oh, alaben al Señor del Fuego y al Señor del Viento...!

Y esta voz, ahora cercana, ahora distante, que resonaba a través del bosque goteante en su viaje a casa, fue una experiencia extraña e inolvidable para los otros dos. Leysin, al parecer, solo tenía una oración que repetía para sí mismo una y otra vez: “Que el Cielo conceda que él dirija todo para el bien. Porque ellos lo han llenado hasta el borde, y él se ha convertido en un instrumento de poder.”. Pero Hendricks, aunque entendía el riesgo, solo sentía confianza. La regeneración de lord Ernie había comenzado.

Empapados y embarrados, los tres alcanzaron el pueblo alrededor de las dos. El chico, completamente ingobernable, dijo un enfático “No” al alcohol, sopa o aplicaciones médicas. Su piel, de hecho, no mostraba signos de quemadura ni había el menor síntoma de frío o fiebre en él.

—Soy una caldera perfecta—dijo riéndose—. Me siento la salud y la fuerza personificadas.

Y el brillo de sus ojos, su radiante color, el vigor de su voz y maneras—ambas, de algún modo, sorprendentes—hizo todo intento de asistencia innecesario y absurdo.

—Es como un nuevo nacimiento—le gritó a Hendricks, mientras galopaba a su lado por el camino a casa—, y, por Júpiter, despertaré a todos en casa y revolucionaré el mundo. Tengo cien planes. ¡Le digo, señor, que exploto! ¡Por primera vez, estoy vivo!

Y, una hora después, cuando el tutor lo miró, el chico estaba tranquilamente dormido. La luz de la vela, ocultada cuidadosamente con una mano, cayó sobre el rostro. Tenía nuevas líneas y una nueva expresión. Voluntad y propósito se mostraban en el severo conjunto de labios y mandíbula. Era el rostro de un hombre, y de un hombre al que uno no tomaría a la ligera. Propósito, voluntad y poder estaban establecidos en sus tronos. Ante tal hombre, el mundo entero tranquilamente agacharía la cabeza algún día.

“Si tan solo durase”, pensó Hendricks, mientras, aturdido, desconcertado, y más que un poco pasmado, salía nuevamente en puntas de pie de la habitación y se iba a dormir. Pero, a través de sus sueños, envuelto en llamas y velado por un humo furioso, el rostro del viejo marqués lo fulminaba con la mirada desde un cielo cerrado sobre las torres ancestrales.


XI

De los obituarios del noveno marqués de Oakham, las siguientes secciones son interesantes: sucedió a su padre y, luego, arribó en el Gabinete como Ministro de Asuntos Exteriores a la edad de veintiuno. Su carrera fue breve, pero singular, y la temprana magnificencia de Pitt el Joven ofreció un estándar de comparación— aunque, de ninguna manera, un paralelo—para su corto registro de increíbles hazañas. Su efecto sobre el mundo, primero como Jefe del Departamento de Trabajo Gubernamental y, subsecuentemente, como Ministro del Interior y Ministro de Guerra, es descrita como demoledora e, incluso, cataclísmica. Su vida pública duró cinco años. Murió a la edad de veintinueve. Su personalidad fue revolucionaria y arrolladora.

Porque, juzgando por estos fragmentos, fue una “figura napoleónica cuya influencia personal combinaba el ímpetu de Mirabeau y la dominancia de Alejandro. Su autoridad contenía un elemento incalculable, precisamente descrita como extraña. Su espíritu era poderoso, elemental, su actividad irresistible”. Pero, según otro semanario, “no era, propiamente hablando, intelectual, astuto ni diplomático, y en posesión de tan poca sutileza como se esperaría de un minero a cuya psicología se le pidió explicar la Trinidad. En ningún sentido fue un estadista y, menos aún, un estratega, pero su nombre arrasó Europa, cambió el mapa del Oriente Próximo, su mero susurro entre las cancillerías convulsionaba los consejos de los hombres con una influencia casi amenazadora.”.

Su entusiasmo parece haber sido asombroso. “Alguna energía estupenda e incansable corría por su cuerpo, paralizando todo ataque y dejando sin valor la oposición más amarga y más hábil. Su mano era imperiosa, alterando con un toque los tableros armados por los estadistas más capaces, y su voz era escuchado con una especie de reverencia en cada capital.”.

La brevedad de su asombrosa carrera era universalmente comentada, como lo hizo el efecto hipnotizante de su singular ascendencia. “En cinco breves años de poder, consolidó su dominio. Se lanzó sobre el mundo, lo sacudió, se retiró”, como expresó pintorescamente un semanario. “La manera de su final, más aún—un golpe de rayo—pareció acorde a su vida. No había posposición, retrase ni advertencia. De distinguida estirpe, noble, pero ordinario en todo menos en el nombre, su poder no se explica por su herencia; su familia no contribuyó en el acceso a la grandeza, ya que la historia no aportó paralelo alguno para su dinámica intensidad. Ni entre sus parientes cercanos, según nos informaron, alguno heredó su energía volcánica.”.

El mundo, sin embargo, estuvo aparentemente muy aliviado de su presencia tumultuosa, porque su influencia era generalmente valorada como “destructiva más que constructiva”. No se casó y su título pasó a un sobrino. Los semanarios más baratos abundaban, por supuesto, en detalles de su vida personal y privada, que eran copiados libremente por la presa extranjera, y aportan un material curioso para el estudiante de la naturaleza humana y para el psicólogo. Las asombrosas revelaciones eran, sin duda, pintorescamente exageradas, aunque el sustrato de verdad en ellas era generalmente admitido. En todo caso, no aparecía ninguna contradicción. Se hablaba de la historia de un gigante primitivo, salvaje, suelto por el mundo—primitivo, porque se admitía que el poder específico de su cerebro no era de un orden superior; salvaje, porque estaba a favor de acciones salvajes, espontáneas, y su mera presencia, en ocasiones, podía incitar a una nación, no solo a una multitud, a métodos vehementes, terribles. Su energía parecía inagotable, su fuego inextinguible.

Las leyendas eran comunes, incluso antes de que muriera, entre el campesinado de sus haciendas escocesas, de que estaba complotado con el Diablo. Su hábito de mantener enormes fuegos en sus habitaciones privadas, fuegos que ardían día y noche de enero a diciembre en chimeneas abiertas y ampliadas para triplicar sus tamaños naturales, estimuló el crecimiento de este particular mito entre aquellos de su ambiente personal. Toda clase de historias se propagaban. Pero su extraña costumbre al aire libre fue lo que aportó la sugerencia diabólica. Porque, “detrás de un lugar especialmente amurallado en un cordón desnudo, libre de pinos, en una parte distante de la hacienda, una serie de hogueras gigantes de madera, todas listas para arder, eran—se decía—mantenidas en un estado de constante preparación. Y, en las noches tormentosas, especialmente cuando los vientos eran fuertes, e invariablemente en el período de las tempestades equinocciales, su propia señoría encendía estas tremendas piras y gastaba las horas nocturnas en su resplandeciente presencia, conversando, relatan las distintas historias, con las brujas en sus aquelarres o con hordas de espíritus de fuego que emergían del Pozo del Abismo para alimentar su alma con sus provisiones inextinguibles. De estas orgías nocturnas, parece claro, en cualquier caso, regresaba al amanecer con un esplendor de energía que nadie podía resistir y con un semblante que invitaba a la adoración más que a la alarma inspirada.”.

Su biografía, se declaró más tarde, sería escrita por sir John Hendricks, baronet, quien comenzó su carrera como secretario privado de su padre, el octavo marqués, pero cuyo rápido ascenso al poder se debió a su íntima asociación en calidad de amigo de confianza y consejero del sujeto de estos obituarios. La biografía, sin embargo, no ha aparecido en estos cinco años desde la súbita muerte de lord Oakham, y la curiosidad solo sigue estimulada por el sugestivo rumor de que ella no puede ni podrá aparecer jamás.

Algernon Blackwood (1869-1951)




Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Algernon Blackwood: La regeneración de Lord Ernie (The Regeneration of Lord Ernie), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Poky999 dijo...

Creo que la lectura se hace bastante extensa, sin embargo, esta autor me fascina en la manera de llegar al clímax, es una combinación de elementos indescriptibles que logran crear un final coherente. Felicitaciones por publicar este relato de Algernon Blackwood.

Ariel dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.


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