«La llamada»: Algernon Blackwood; relato y análisis.
La llamada (The Call) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1921: Los lobos de Dios (The Wolves of God).
La llamada, posiblemente uno de los cuentos de Algernon Blackwood menos conocidos, relata la historia de dos amigos: Dick Headley y Arthur Deane, quienes compiten por el amor de una mujer: Iris Manning. No solo la solidez de esa amistad es puesta a prueba, sino también algunas concepciones aun más profundas sobre la naturaleza de la realidad.
SPOILERS.
La llamada es un relato distinto a los que nos tiene acostumbrados Algernon Blackwood. Lo fantástico también irrumpe aquí, pero de una forma sutil, casi discreta, evidenciando una vez más el extraordinario talento de este autor y su profundo conocimiento del género.
En este contexto, profundizar en un análisis minucioso de La llamada de Algernon Blackwood sería como intentar desactivar el delicado mecanismo que sostiene la trama, y el demoledor efecto del final; de manera tal que nos abstenemos de semejante profanación.
Esta excelente traducción al español de La llamada fue realizada por un gran amigo de El Espejo Gótico: Ariel Palomo, quien ha sido una colaboración inestimable para expandir la sección de relatos de Algernon Blackwood.
La llamada.
The Call, Algernon Blackwood (1869-1951)
(Traducido al español por Ariel Palomo para El Espejo Gótico)
El incidente —quizás nunca fue una historia— comenzó dócilmente, casi modestamente; terminó con una nota de asombro extraño, sobrenatural, que lo ha perseguido desde entonces. En la memoria de Headley, en cualquier caso, se destaca como la cosa más sorprendente, más hermosa que nunca presenció. Otras emociones, además, contribuyeron a la intensidad de la imagen. Que se haya sentido celoso de su viejo amigo, Arthur Deane, lo impresionó para empezar; le parecía imposible hasta que sucedió realmente. Pero que los celos, más tarde, hayan resultado carecer de causa, lo impresionó aún más. Se sintió avergonzado y miserable.
Para él, el incidente propiamente dicho comenzó cuando recibió una nota de la señora Blondin, invitándolo al priorato por un fin de semana, o por más, si podía soportarlo.
El capitán Arthur Deane, mencionaba, se estaba quedando con ella por el momento, y una cálida bienvenida lo aguardaba. No mencionaba a Iris —Iris Manning, la interesante y hermosa muchacha por quien era bien sabido que él tenía una debilidad considerable. Se encontró con un grupo bastante grande en la casa; había pesca en el pequeño río de Sussex, tenis, golf cerca de allí, mientras dos automóviles ponían a la remota región de los bajos al alcance de la mano. También había algo de cacería de patos para aquellos que no les molestaba levantarse a las tres de la madrugada, y remo río arriba hasta las ciénagas donde los pájaros se alimentaban.
—¿Trajiste tu arma? —dijo la señorita Manning—. Porque, si lo hiciste, tendré que levantarme una hermosa mañana a las tres en punto. —Ella se rio alegremente y había una excitación implícita en su risa.
El capitán Headley mostró su sorpresa.
—Me avergüenza decir que había escapado a mi atención que fueras una Diana —respondió ligeramente—. Pero te conozco desde hace algunos años, ¿no es así?
Él la miró fijamente, y la mirada suave, aunque escrutadora, apartándose de la de su amigo, se encontró firmemente con la suya. Ella lo estaba examinando por centésima vez, y él, por centésima vez, estaba pensando cuán linda era ella y preguntándose cuánto tiempo duraría la lindura después del matrimonio.
—No lo soy —la escuchó responder—. Ese es el punto. Pero hice una promesa.
—¡Claro! —dijo Arthur galantemente—. Y yo te ayudaré a mantenerla —añadió aún más galantemente, demasiado galantemente, pensó Headley—. De ningún modo podría levantarme al amanecer sin un incentivo muy especial, ¿verdad? ¡Tú me conoces, Dick!
—Bueno, como sea, traje mi arma —respondió Headley evasivamente—, por lo que ninguno de los dos tiene excusa. Tendrán que ir.
Y, mientras ellos se reían y charlaban sobre eso, la señora Blondin aseguró el asunto para ellos. Era difícil hacerse de provisiones; la despensa realmente necesitaba un par o dos de aves; era lo mínimo que podían hacer en pago de lo que ella llamaba graciosamente su “armisticiabilidad”.
—Por lo que espero que se levanten a las tres —bromeó— y regresen con sus aves de la Victoria.
Y fue por esta escaramuza preliminar en la mesa del té en el jardín cinco minutos después de su llegada que Dick Headley se dio cuenta bastante fácilmente del pequeño juego en progreso. Como un hombre de experiencia, en el lado equivocado de los cuarenta, no fue difícil ver las cartas que cada uno tenía. Suspiró. Si hubiese adivinado que había una intriga en marcha, no habría venido, aunque podría haber sabido que, donde sea que estuviese su anfitriona, habría buitres reunidos. Casamentera por instinto y elección, la señora Blondin no podía con su genio. Fiel a su nombre, ella siempre caminaba en las cuerdas flojas de los matrimonios por otros.
Sus cartas, en cualquier caso, eran bastante obvias; las había colocado sobre la mesa para él. Él leyó fácilmente su mano. Las próximas veinticuatro horas confirmaron su lectura. Habiéndose hecho a la idea de que Iris y Arthur estaban destinados el uno para el otro, se había vuelto impaciente; habían estado juntos diez días, pero Iris seguía libre. Ellos solo eran buenos amigos. Haciendo cálculos, ella, entonces, dio un paso que debería agilizar las cosas. Invitó a Dick Headley, cuya debilidad por la muchacha era de público conocimiento. La carta era la indicada; ella la jugó. Arthur debía ir al grano o ver a otro hombre llevársela. Al menos, esto planeaba ella, sin imaginarse que interferiría el oscuro as de espadas.
La mano de la señorita Manning también era bastante obvia, porque ambos hombres eran partis extremadamente elegibles. Ella salía ganando; uno u otro debía volverse su esposo antes de que la reunión se disolviera. Esto, dicho sin pelos en la lengua, estaba ciertamente en sus cartas, aunque, siendo una chica linda y encantadora, podía camuflarlo astutamente de ella misma y de los otros. Sus ojos, alternadamente en cada hombre cuando se estaba discutiendo la cacería, relevó con bastante claridad su parte en la pequeña intriga. Todo, hasta ahí, era tan común y corriente como podía ser.
Pero había dos manos más que Headley debía leer—la suya y la de su amigo; y estas, admitía él honestamente, no eran fáciles de descifrar. Por comenzar con la suya, era cierto que quería a la chica, y muchas veces había intentado decidirse a pedirle la mano. Sin ser arrogante, él tenía buenas razones para creer que el afecto era recíproco y que ella lo aceptaría. No había un amor eufórico en ambas partes, porque él ya no era un veinteañero ni ella estaba indemne de los tempestuosos amoríos que había quemado el primer florecimiento de su cara y corazón. Pero se entendían mutuamente; eran una pareja honesta; ella estaba cansada de coquetear; ambos querían casarse y sentar cabeza. A menos que un mejor hombre apareciese, ella probablemente diría “Sí” sin engaño o tardanza. Fue esta última reflexión lo que lo condujo a la última mano que debía leer.
Aquí es donde se desconcertaba. El rol de Arthur Deane en la estrategia del té, por primera vez desde que se habían conocido el uno con el otro, le pareció extraño, incierto. ¿Por qué? Porque, aunque no le prestaba abiertamente atención a la chica, se veía con ella clandestinamente, a escondidas del resto de la fiesta, y, sobre todo, sin decírselo a su íntimo amigo—a las tres en punto de la madrugada.
La fiesta estaba en pleno auge, con un toque de esa alegría salvaje, descuidada que siguió al fin de la guerra: “Seamos felices antes de que una cosa peor nos sobrevenga”, estaba en muchos corazones. Luego de un día concurrido, bailaron hasta temprano por la mañana, mientras que un clima incierto previno la temprana expedición de cacería en busca de patos. La tercera noche, Headley se las ingenió para irse temprano a la cama. Se acostaba allí a pensar. Estaba desconcertado por el rol de su amigo, por el encuentro clandestino en particular. Fue en la madrugada anterior, despertándose muy temprano, que él había sido arrastrado hacia la ventana por un sonido inusual—el silbido de un pájaro. ¿Era un pájaro? Nunca antes en toda su vida había escuchado semejante llamado curioso y medio cantado. Escuchó por un momento, pensando que debía haber sido un sueño, pero el extraño silbido aún resonaba en sus oídos. Se repitió justo debajo de su ventana abierta, un silbido largo, en tono menor, con tres notas distintas a continuación.
Se sentó en la cama y escuchó atentamente. Ningún pájaro que conociese podía emitir tales sonidos. Pero no se repitió una tercera vez, y, por pura curiosidad, se dirigió a la ventana y miró afuera. El alba se estaba asomando sobre los distantes bajíos; vio sus figuras en la luz plateada; vio el jardín de abajo, extendiéndose hasta el pequeño río en el fondo, donde una cortina de niebla fina colgaba en el aire. Y en este jardín también vio a Arthur Deane... con Iris Manning.
Por supuesto, pensó, estaban yendo a buscar patos. Se giró para mirar la hora; eran las tres en punto. La misma mirada, sin embargo, le mostró su arma apoyada en el rincón. Así que se estaban yendo sin un arma. Una aguda punzada de celos lo atravesó. Estuvo a punto de gritarles una cosa o la otra, desearles buena suerte o preguntarles si habían encontrado otra arma, quizás, cuando una sensación fría bajó por su columna. En el mismo instante se contrajo su corazón. Deane había entrado detrás de la chica en la glorieta, que estaba a la derecha. No era, después de todo, la expedición de cacería. Arthur la estaba yendo a ver por otro motivo. La sangre regresó, llenando su cabeza. Se sintió un fisgón, un mirón, un detective; pero, a pesar de todo, también se sintió celoso. Y sus celos se debían principalmente a que Arthur no le había contado.
Pensando en esto, entonces, se acostó en la cama la tercera noche. Al día siguiente no dijo nada, pero había cruzado el corredor y colocado el arma en la habitación de su amigo. Arthur, por su parte, tampoco había dicho nada. Por primera vez en su larga, larga amistad, había un secreto entre ellos. Para Headley, esta revelación inesperada vino acompañada de dolor.
Por más o menos un cuarto de siglo habían sido íntimos amigos; habían acampado juntos, habían estado en el ejército juntos, habían disfrutado juntos, cada uno confidente del otro en todas las cosas que conforman la vida de los hombres. Sobre todo, Headley había sido el único receptor de la triste historia de amor de Arthur. Conoció a la chica, conoció la profunda pasión de su amigo, y también conoció su terrible dolor cuando ella se ahogó en el mar. Arthur estaba fundido, terminado, fuera de carrera, hasta donde concernía el matrimonio. No era un hombre que amaría una segunda vez. Fue una tragedia enorme y desgarradora. Headley, como confidente, lo sabía todo. Pero más que eso —Arthur, por su parte, conocía la debilidad de su amigo por Iris Manning, sabía que un matrimonio aún era posible y probable entre ellos. Eran uña y carne, y cada hombre, muy curiosamente, había salvado una vez la vida del otro, reforzando así la fuerza del gran vínculo natural.
Pero ahora uno de ellos, fingiendo inocencia de día, incluso indiferencia, se encontraba secretamente con la chica de su amigo de noche, y se guardaba para él el asunto. Parecía increíble. Con sus propios ojos, Headley lo había visto en el jardín, caminando en la delgada luz grisácea a través de la neblina hacia la glorieta, donde la chica justo lo había precedido. No había visto su cara, pero había visto la pollera desaparecer en la esquina del pilar de madera. No esperó a verlos salir nuevamente.
Así que, ahora, yacía preguntándose qué rol jugaba su viejo amigo en esta pequeña intriga que su anfitriona, la señora Blondin, ayudaba a montar. Y, muy extrañamente, un detalle menor permaneció en su mente con una curiosa intensidad. Como un naturalista, cazador, amante de la naturaleza, el silbido de ese extraño pájaro, con sus tres notas tristes, lo desconcertaba enormemente.
Alguien golpeó la puerta, y la puerta se abrió antes de que tuviera tiempo de responder. El propio Deane entró.
—El abuelito —exclamó con un tono relajado— se fue a la cama. Iris estaba preguntando dónde estabas.
Se sentó en la punta del colchón, donde Headley estaba acostado con un cigarrillo y con un libro abierto que no había leído. El viejo sentimiento de intimidad y camaradería se despertó en el corazón del último. La duda y la suspicacia se desvanecieron. Apreciaba su gran amistad. Se encontró con ojos familiares. “Imposible”, se dijo, “¡absolutamente imposible! No está jugando a un juego; ¡no es un canalla!”. Le acercó la caja de cigarrillos, y Arthur encendió uno.
—Estoy muerto —remarcó brevemente con la primera pitada—. No lo aguanto más. Me voy a la ciudad mañana.
Headley lo miró con sorpresa.
—¿Ya te cansaste? —preguntó—. Pues a mí me gusta. Es bastante divertido. ¿Qué pasa, colega?
—Este emparejamiento —dijo Deane abiertamente—. Siempre lanzándome la chica por la cabeza. Si no es el truco de la cacería de patos a las tres de la mañana, es lo otro. Yo no le importo y ella no me importa. Además… Se detuvo, y la expresión de su cara cambió súbitamente. Una mirada triste, silenciosa de tierna añoranza cayó en sus claros ojos marrones.
—Tú sabes, Dick —continuó en un tono bajo, casi reverente—. No me quiero casar. Nunca podré.
El corazón de Dick se movió en su interior.
—Mary —dijo comprensivamente.
El otro asintió, como si el recuerdo aún fuera demasiado para él.
—Aún estoy miserablemente solo por ella —dijo—. Simplemente no lo puedo evitar. Me siento completamente perdido sin ella. Su memoria, para mí, lo es todo. —Miró profundamente en los ojos de su amigo—. Estoy casado a eso—añadió muy firmemente.
Fumaron sus cigarrillos un momento en silencio. Ellos pertenecían al tipo masculino que esconde las emociones detrás de un lenguaje infantil.
—Qué mala suerte —dijo Headley gentilmente—, una desgracia, colega. Te entiendo.
La cabeza de Arthur asintió varias veces en una sucesión mientras fumaba. Ni hizo ningún comentario por algunos minutos. Entonces, como si no tuviese importancia, dijo:
—Además, de cualquier modo, es por ti quien la chica se muere, no por mí. Está ciega como un murciélago, la vieja Blondin. Incluso cuando estoy con ella... arrojada a ella por esa vieja casamentera a causa de mis pecados, es de ti de quien habla. Todas las conversaciones terminan en ti. —Se detuvo un momento y miró inquisitivamente en la cara de su amigo—. Digo, colega... quieres... digo, ¿tienes alguna intención aquí? Porque... discúlpame mi interferencia... pero será mejor que tengas cuidado. Ella es una buena muchacha, sabes, después de todo.
—Sí, Arthur, me gusto un poco —le dijo Dick francamente—. Pero no termino de decidirme. Ya sabes, es así...
Y hablaron del asunto como lo harían viejos amigos, hasta que Arthur finalmente tiró su cigarrillo en el hogar y se levantó para irse.
—Estoy muerto —dijo con un bostezo—. Me voy a la cama. Date una oportunidad, también—añadió con una risa. Era pasada la medianoche.
El otro se dio vuelta, como si algo se le hubiese ocurrido súbitamente.
—Por cierto, Arthur —dijo abruptamente—, ¿qué pájaro hace este sonido? Lo escuché la otra mañana. El canto más extraordinario. Tú conoces todo lo que vuela. ¿Qué es? —Y, con la mejor de su habilidad, imitó el extraño canto de tres notas que había escuchado en el jardín dos mañanas atrás.
Para su sorpresa y aguda aflicción, su amigo, con un sonido como de quejido ahogado, se sentó en la cama sin una palabra. Parecía alarmado. Su rostro estaba blanco. Pasó su mano, como adolorido, por su frente.
—Hazlo de nuevo —susurró con una voz nerviosa, apagada—. Una vez más... para mí.
Y Headley, mirándolo, repitió las raras notas, una súbita revulsión de sentimiento naciendo en su interior. “Me está embromando después de todo”, pasó por su corazón, “mi viejo, viejo amigo...”.
Hubo silencio por un minuto entero. Entonces, Arthur, tartamudeando un poco, dijo débilmente, un cierto silencio aún en su voz:
—¿Dónde diantres escuchaste eso... y dónde?
Dick Headley se sentó en la cama. No iba a perder su amistad, que, para él, era más que el amor de una mujer. Él debía ayudarlo. Su amigo estaba sufriendo y en problemas. Había circunstancias, se dio cuenta, que pueden ser demasiado fuertes para el mejor hombre en el mundo... a veces. ¡No, por Dios, él le seguiría la corriente y lo ayudaría!
—Arthur, viejo amigo —dijo afectuosamente, casi con ternura—. Lo escuché hace dos mañanas atrás... en el jardín ahí debajo de mi ventana. Me despertó. Me... me acerqué a mirar. A eso de las tres de la mañana.
Arthur lo sorprendió, entonces. Primero tomó otro cigarrillo y lo encendió con tranquilidad. Miró alrededor de la habitación vagamente, evitando, al parecer, la mirada del otro. Entonces, se dio vuelta, con dolor en su cara, y lo miró fijamente.
—¿Viste... algo? —preguntó con una voz más sonora, pero una voz que tenía algo muy real y verdadero en ella. Le recordó a Headley la voz que escuchó cuando se desmayaba del cansancio, y Arthur había dicho “Te digo que la tomes. Estoy bien” y había pasado la botella, aunque su propia garganta y mirada y corazón estaban negros de la sed. Era una voz que tenía dominio en ella, una voz que no mentía porque no podía... pero que sí mentía y podía mentir... cuando la ocasión lo ameritaba.
Headley percibió un segundo de lucha atroz.
—Nada —respondió tranquilamente luego de una pequeña pausa—. ¿Por qué?
Por quizás dos minutos su amigo escondió su rostro. Luego, levantó la mirada.
—Solo —susurró— porque ese era nuestro llamado secreto. Es muy extraño que tú lo hayas escuchado y no yo. La ha sentido tan cerca últimamente... ¡a Mary!
El rostro pálido se mantenía muy estable, los firmes labios no temblaron, pero era evidente que el corazón conocía una angustia que era profunda y punzante.
—Lo usábamos para llamarnos... en los viejos días. Era nuestra llamada personal. Nadie más en el mundo la conocía, excepto Mary y yo.
Dick Headley estaba atónito. No tuvo tiempo de pensar, sin embargo.
—Es raro que tú debieras escucharlo y no yo —repitió su amigo. Lucía herido, sorprendido, lastimado. Luego, súbitamente, su rostro se iluminó—. Ya sé—chilló súbitamente—. Tú y yo somos muy buenos amigos. Hay un lazo entre nosotros y todo eso. Pues es tele... telepatía, o como sea que lo llamen. Eso es lo que es.
Se levantó abruptamente. Dick no podía pensar qué decir, solo repetir las palabras del otro.
—Por supuesto, por supuesto. Es eso —dijo— telepatía. —Miraba a cualquier lado, menos a su amigo.
—Buenas noches, buenas noches—escuchó desde la puerta y, antes de que pudiese hacer algo más que responder del mismo modo que Arthur, se había ido.
Permaneció acostado por un largo tiempo, pensando, pensando. Encontraba todo muy extraño. Arthur, en este estado emocional, era nuevo para él. Le dio vueltas y vueltas. Bueno, él había conocido a buenos hombres comportarse extrañamente cuando estaban alterados. Ese reconocimiento del silbido del pájaro fue extraño, por supuesto, pero él reconocía el silbido de un pájaro cuando lo escuchaba, aunque no reconociera al pájaro en cuestión. Eso no era un silbido humano. Arthur estaba... inventando. No, eso no era posible. Estaba alterado, entonces, por algo, un poco histérico, quizás. Había sucedido antes, aunque de un modo más leve, cuando sobrevenían sus ataques cardíacos. Afectaban un poco sus nervios y cabeza, al parecer. Era un tipo serio, recordaba Dick. El pensamiento viraba y se contorsionaba en él, ofreciendo variadas soluciones, algunas absurdas, otras posibles. Era un tipo nervioso, muy nervioso por debajo, Arthur. Él recordaba eso. También recordaba, de nuevo ansiosamente, que su corazón no estaba del todo bien, aunque qué tenía eso que ver con el presente embrollo, él no lo veía.
Pero era sumamente imposible que trajese a colación a Mary como un invento, una excusa —Mary, la memoria más sagrada en su vida, lo más profundo, lo más verdadero, lo mejor. Había jurado, en cualquier caso, que Iris Manning no significaba nada para él.
A través de todas sus especulaciones, detrás de cada pensamiento, corrían estos celos horrorosos. Lo envenenaba. Distorsionaban la verdad. Se movían como una víbora maligna por su mente y corazón. Arthur, atrapado por su nuevo, absorbente amor por Iris Manning, mentía. No lo podía creer, no lo creía, no lo quería creer, pero los celos persistían en mantener la idea viva en él. Era un pensamiento espantoso. Se durmió sobre él.
Pero su sueño fue intranquilo con sueños fervientes, desagradable que divagaban en fragmentos sin alcanzar una conclusión. Entonces, súbitamente, el silbido del extraño pájaro se introdujo en su sueño. Se sobresaltó, se dio vuelta, se despertó. El silbido aún continuaba. No era un sueño. Saltó de la cama.
La habitación era gris en la madrugada, el aire húmedo y un poco frío. El silbido vino flotando del jardín como antes. Miró afuera, atenazando el dolor su corazón. Dos figuras estaban paradas abajo, un hombre y una chica, y el hombre era Arthur Deane. Pero la luz era tan tenue, la mañana tan cubierta que, si no hubiese esperado ver a su amigo, apenas habría reconocido la forma familiar en ese contorno sombrío que estaba pegado a la chica. Ni, quizás, podría haber reconocido a Iris Manning. Le estaban dando la espalda. Se alejaron, desapareciendo nuevamente en la pequeña glorieta, y esta vez —lo vio más allá de toda duda— iban tomados de la mano. Vagas e inciertas como eran las figuras en el temprano ocaso, estaba seguro de eso.
El primer sentimiento desagradable de sorpresa, disgusto, enojo que lo enfermaba, sin embargo, se convirtió rápidamente en uno de otra clase completamente. Una curiosa sensación de temor supersticioso se apoderó de él, y un temblor corrió nuevamente por sus nervios.
—¡Hola, Arthur! —llamó desde la ventana.
No hubo respuesta. Su voz era ciertamente audible desde la glorieta. Pero nadie vino. Repitió el llamado un poco más fuerte, esperó en vano por treinta segundos; luego, en el mismo momento, arribó a una decisión que incluso lo sorprendió, porque la verdad es que no podía soportar más el suspenso de la espera. Debía ver a su amigo de inmediato y dar el asunto por terminado con él. Se dio vuelta y salió deliberadamente al corredor en dirección al dormitorio de Deane. Esperaría allí a su regreso y sabría la verdad por su propia boca. Pero también otro pensamiento se le había venido: el arma. Se había olvidado de ello—el seguro estaba roto. No se lo había advertido.
Encontró la puerta cerrada, pero no con llave; abriéndola cuidadosamente, entró.
Pero la sorpresa de lo que vio le causó una verdadera conmoción. Apenas pudo suprimir un grito. Todo en la habitación estaba limpio y ordenado, ningún signo de desorden en ningún lugar, y no estaba vacía. Allí, en la cama, ante sus propios ojos, estaba Arthur. Sus ropas estaban un poco dadas vuelta; vio el pijama abierto en la garganta; estaba bien dormido, profunda y pacíficamente dormido.
Tan sorprendido, en efecto, estaba Headley que, luego de mirar un momento, casi incapaz de creer a sus ojos, estiró entonces una mano y lo tocó gentilmente, precavidamente en la frente. Pero Arthur no se movió ni despertó; su respiración permaneció profunda y regular. Estaba dormido como un bebé.
Headley miró alrededor de la habitación, notó el arma en el rincón donde él mismo la había puesto el día anterior, y luego salió, cerrando la puerta suavemente detrás de él.
Arthur Deane, sin embargo, no se marchó a Londres como pretendía, porque se sentía mal y permaneció en su habitación del piso de arriba. Era solo un ataque leve, aparentemente, pero debía guardar reposo. No había necesidad de llamar a un doctor; él sabía qué hacer; estos ataques pasajeros eran bastante comunes. Estaría vivito y coleando muy pronto. Él le leía en voz alta, le daba charla y lo animaba. No tenía otras visitas. En menos de veinticuatro horas, ya era él mismo nuevamente. Él y su amigo habían planificado irse al día siguiente.
Pero Headley, esa última noche en la casa, sintió una rara inquietud y no pudo dormir. Toda la noche estuvo sentado leyendo, mirando por la ventana, fumando en una silla donde podía ver las estrellas y escuchar el viento y mirar las enormes sombras en los bajos. La casa estuvo muy silenciosa mientras las horas pasaban. Cabeceó una o dos veces. ¿Por qué estaba sentado de este modo innecesario? ¿Por qué dejó su puerta entreabierta de modo que el menor sonido de otra puerta abriéndose o de pasos por el corredor debieran alcanzarlo? ¿Estaba ansioso por su amigo? ¿Tenía sospechas? ¿Cuál era su motivo, cuál su propósito secreto?
Headley no lo sabía y ni siquiera podía explicárselo a sí mismo. Se sentía inquieto, eso era todo lo que sabía. Por nada en el mundo se hubiera permitido irse a dormir o perder toda la consciencia esa noche. Era muy raro; él mismo no podía entenderlo. Él meramente obedecía un instinto extraño, profundo que lo obligaba a esperar y mirar. Sus nervios estaban sensibles; en su corazón había una ansiedad inexplicable que era dolorosa.
El amanecer venía lentamente; las estrellas se esfumaban una por una; la línea de los bajos mostró sus grandes curvas peladas contra el cielo; fresca y despejada emergió la mañana de septiembre sobre la pequeña casa veraniega de Sussex. Se sentó y miró el este volverse brillante. El viento matutino trajo un aroma de pantanos y mar a su habitación. Entonces, súbitamente, trajo también un sonido—el inquietante silbido del pájaro con sus tres notas sucesivas. Y, esta vez, obtuvo una respuesta.
Headley supo, entonces, por qué se había parado. Una ola de emoción lo barrió al escucharlo—una emoción que no pudo intentar explicar. Miedo, asombro, añoranza lo atraparon. Por algunos segundo no pudo dejar su silla porque no se atrevió. Los silbidos graves del llamado y respuesta resonaron en sus oídos como una música sobrenatural. Con esfuerzo se paró, fue a la ventana y miró afuera.
Esta vez, la luz era nítida y clara. No había niebla suspendida en el aire. Vio el cielo carmesí reflejado como una banda de metal brillante en la extensión del rio más allá del jardín. Vio rocío en el pasto, una película de plateado pálido. Vio la glorieta, vacía de figuras pasajeras. Porque, esta vez, las dos figuras estaban paradas claramente a la vista ante sus ojos sobre el jardín. Estaban paradas allí de la mano, nítidamente definidas, inconfundibles en la forma y el contorno, sus caras, más aún, mirando hacia la ventana donde él estaba parado, mirándolos con dolor y asombro —a Arthur Deane y Mary.
Ellos lo miraron a los ojos. Intentó llamarlos, pero ningún sonido escapó de su garganta. Ellos comenzaron a moverse por el jardín empapado de rocío. Se movían, vio él, con un movimiento flotante, ondulante hacia el rio que brillaba en el amanecer. Los pies no dejaban marcas en el pasto. Alcanzaron el banco, pero no se detuvieron en su andar. Se elevaron un poco, flotando como pájaros silenciosos al cruzar el rio. Girando en medio de la corriente, le sonrieron, lo saludaron con sus manos en un gesto de despedida; luego, elevándose más alto todavía en el ópalo amanecer, sus figuras se perdieron en la distancia lentamente, fundiéndose con los pantanos iluminados y los bajos ensombrecidos más allá. Desaparecieron.
Headley nunca recordó del todo haber abandonado realmente la ventana, cruzar la habitación o caminar por el pasillo. Quizás fue inmediatamente, quizás estuvo mirando el aire sobre los bajos por un tiempo considerable, incapaz de apartarse. Estaba en algún sueño maravilloso, al parecer. La próxima cosa que recuerda, en cualquier caso, fue que estaba parado junto a la cama de su amigo, intentando, en su angustia desconsolada del corazón, despertarlo de ese sueño que, en la tierra, no conoce despertar.
Algernon Blackwood (1869-1951)
Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Algernon Blackwood: La llamada (The Call), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
3 comentarios:
Maravilloso relato, un maestro Blackwood, un agradecimiento a Palomo y un saludo,el Giro final es extraordinario, iris desaparece por completo, tanto es así que no sabemos su destino final,centrándose en los verdaderos protagonistas, Artur y Mary.
Que gran traducción, se sabe manejar el efecto estético y otorgar realce a ciertos elementos que enriquecen la lectura.
Me ha encantado el relato¡!
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