«La Fermata»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis


«La Fermata»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.




La Fermata (Die Fermate) es un relato de terror del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), publicado en la antología de 1819: Los hermanos de Serapión (Die Serapionsbrüder).

La Fermata, uno de los grandes cuentos de E.T.A. Hoffmann, relata una curiosa historia respecto del fracaso de la perfección en el arte.

Tras observar detenidamente la pintura de J.E. Hummel: La Fermata, Eduardo y Teodoro, dos amigos entrañables, discuten su influencia y, por fin, uno de ellos relata una recuerdo casi onírico de su pasado, protagonizado por dos mujeres temperamentales y la la fermata, un símbolo de anotación que indica la prolongación de una nota.




La Fermata.
Die Fermate, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

El cuadro, alegre y lleno de vida, de Hummel que representa una reunión en una taberna italiana, hízose célebre en la Exposición de Berlín de 1814, en la que figuró, causando las delicias de muchos. Un emparrado de vegetación lujuriante, una mesa con vinos y frutas; en ella, dos mujeres italianas sentadas frente a frente: una que canta y otra que toca la cítara. Detrás de ellas, entre las dos, un abate que hace de director de orquesta. Con la batuta en alto espera el momento en que la cantante, con la vista fija en el cielo, acabe la canción, en una nota prolongada, para bajarla, y que la citarista ataque valientemente el tema principal. El abate está lleno de admiración, de placer celestial, y, sin embargo, una tensión angustiosa.

Por nada del mundo querría marcar mal. Apenas se atreve a respirar. De buena gana ataría las alas a las abejas y a las moscas para que no hiciesen el menor ruido con sus vuelos. Y aborrece con tanto más motivo al hostelero, que en aquel preciso instante aparece trayendo el vino que le han pedido. Ilumina la terraza la luz, que entra a raudales por las arcadas. Un jinete espera al pie a que le sirvan un vaso de vino sin apearse del caballo. Ante este cuadro estaban parados los dos amigos Eduardo y Teodoro.

—Cuanto más miro —decía el primero— a esta cantante, algo anticuada, pero llena del espíritu de una verdadera artista, con su traje de colores vivos; cuanto más contemplo el perfil romano y la hermosa figura de la citarista; cuanto más me fijo en el distinguido abate, tanto más me impresiona el conjunto y me da idea de verdad. Quizá sea un poco exagerado, en el buen sentido; pero lleno de alegría y de gracia. Me gustaría poder subir a la terraza y coger alguna de las frutas que me están invitando. Me parece que llega hasta mí el aroma del vino generoso. No; esta inspiración no ha brotado en el ambiente frío y seco que nos rodea. Vamos a honrar el cuadro y al arte y a la hermosa Italia, donde se siente la alegría de vivir, bebiéndonos una botella de vino italiano.

Mientras Eduardo pronunciaba con frases entrecortadas este discurso exaltado, Teodoro permaneció en silencio y meditabundo.

—Sí, vamos —dijo como despertando de un sueño, pero apartándose del cuadro con gran trabajo y siguiendo casi maquinalmente a su amigo; y al llegar a la puerta volvióse de nuevo para dirigir una última mirada a la cantante y al abate.

La proposición de Eduardo se llevó a efecto. Atravesaron la calle y a poco estaban en la sala Tarone con una botella delante, semejante en todo a la del emparrado.

—Me parece —dijo Eduardo después que hubieron vaciado algunos vasos, y Teodoro continuaba callado y ensimismado—, me parece que a ti el cuadro no te ha hecho el mismo efecto de alegría que a mí.

—Te aseguro que comprendo perfectamente toda la parte alegre y graciosa del cuadro; pero lo raro es que representa fielmente una escena de mi vida y los personajes son verdaderos retratos. Convendrás conmigo en que los recuerdos alegres rara vez logran conmover al aparecer repentinamente y como evocados por un conjuro mágico. Y, sin embargo, éste es mi caso.

—¿De tu vida? —exclamó Eduardo asombrado—. ¿Una escena de tu vida es lo que representa ese cuadro? Desde luego me ha parecido que el abate y la cantante son verdaderos retratos; pero no acierto a comprender qué puedan tener de común contigo. Cuéntame la cosa; estamos solos y nadie ha de venir a interrumpirnos.

—De buena gana lo haría —repuso Teodoro—; pero lo he de tomar de muy atrás, de los tiempos de mi juventud.

—Cuenta sin miedo —respondió Eduardo—. Sé muy poco de tus años juveniles, y si el relato es largo, lo único que puede ocurrir es que tengamos que pedir otra botella, lo cual no ha de ser una desgracia para nosotros, y mucho menos para Tarone.

—Nadie extrañó —comenzó a decir Teodoro— que dejara todas las cosas para dedicarme a la música, pues ya desde mis primeros años no hacía casi nada y me pasaba los días enteros aporreando el piano, viejo y desafinado, de mi tío. Era muy difícil en mi pueblo estudiar música, pues no había nadie que pudiera enseñarme más que un organista viejo y terco, que me atormentaba con tocatas oscuras y disonantes. Pero, sin amedrentarme por eso, yo seguía valientemente. A veces aborrecía al viejo; pero se ponía a tocar a su manera una composición buena y me reconciliaba con él con el arte. Algunas composiciones, sobre todo las del viejo Sebastián Bach, me hacían una impresión extraña: me parecían relatos llenos de episodios sobrenaturales y terroríficos que me sobrecogían con esos estremecimientos tan corrientes en la juventud.

Abríase para mí un edén cuando en invierno, como solía ocurrir, el director de orquesta de la ciudad, con sus compañeros y un par de aficionados, organizaban un concierto y, por mi buen oído, me encargaban de tocar los timbales. Después he pensado muchas veces en lo risible y ridículo de tales conciertos. Por lo general, mi maestro tocaba dos conciertos para piano, de Wolf o de Emanuel Bach; uno de los violines se esforzaba por interpretar a Stamitz, y el recaudador de contribuciones soplaba en su flauta con tanto afán y tanta fuerza que apagaba las dos velas del atril, que constantemente tenían que estarse encendiendo. En canto no había que pensar, lo cual criticaba mucho mi tío, gran amigo de la música. Recordaba con entusiasmo los antiguos tiempos en que los cuatro cantores de las cuatro iglesias del pueblo se unieron para cantar en un concierto Lonchen um Hofe.

Lo que más solía alabar era el espíritu de tolerancia que llevó a los cantores a unirse en honor del arte, pues además de los católicos y los evangélicos, los reformistas, representados por dos jóvenes, dividían a alemanes y franceses. El cantor francés acaparó el papel de Lottchen, y según aseguraba mi tío lo cantó de la manera más prodigiosa que se puede imaginar, con su voz de falsete. Vegetaba a la sazón entre nosotros, en mi pueblo quiero decir, una señorita llamada Amable, que recibía una pensión exigua como cantante retirada de la Corte, y mi tío pensó que nadie mejor que ella podía figurar en los conciertos, mediante una pequeña retribución. La señorita se hizo mucho de rogar; pero al fin accedió, y se cantaron arias en los conciertos. Esta señorita Amable era una persona extraordinaria. Aún recuerdo perfectamente su flaca figura.

Con mucha seriedad y prosopopeya solía aparecer ante el público, con un vestido de colorines y la partitura en la mano, haciendo una ligera inclinación de la parte superior del cuerpo para saludar. Llevaba un adorno de cabeza extraño, en cuya parte delantera figuraba un ramo de flores de porcelana, que temblaban y se movían mientras cantaba. Cuando terminaba su parte y la concurrencia cesaba de aplaudir, entregaba a mi tío la partitura, dirigiéndole una mirada altiva y permitiéndole tomar un polvo de rapé de la tabaquera que ella sacaba para tomarlo, y que ostentaba en la tapa la imagen de un perro de lanas. Tenía una voz fea y chillona, hacía toda clase de floreos absurdos y de gorgoritos, y te puedes figurar el efecto que tales cosas me harán unidas al aspecto risible de su físico. Mi tío se deshacía en alabanzas, cosa incomprensible para mí, que era de la opinión de mi organista, el cual, en su humor hipocondríaco, y por ser además un detractor del canto, se burlaba lindamente de la ridícula señorita.

Cuanto más vivamente compartía con mi profesor el desprecio por el canto, tanto más se esforzaba éste por desarrollar en mí el genio musical. Con gran afán enseñóme el contrapunto, y tardé muy poco en ejecutar las piezas más difíciles. Acababa de tocar una de éstas el día de mi cumpleaños diecinueve, delante de mi tío, cuando el camarero de nuestra posada más distinguida se presentó anunciando a dos damas que acababan de llegar. Antes de que mi tío tuviera tiempo de quitarse la bata de flores y ponerse la levita entraron las anunciadas. Ya sabes tú la impresión que produce la presencia de todo lo extraño en las gentes educadas en la estrechez de los pueblos; la de aquellas personas, que tan inesperadamente llegaban, era de lo más a propósito para dejarme como encantado. Imagínate dos italianas altas y esbeltas, vestidas a la última moda, un poco exagerada, con aires de inteligentes y muy amables, que se dirigieron a mi tío con voz armoniosa.

¿Qué idioma extraño hablaban? Sólo alguna vez sonaba como alemán. Mi tío no les entendía una palabra. Un poco azorado, les señaló el sofá. Ellas se sentaron y hablaron entre sí unas palabras que sonaron como música. Por fin lograron hacerse entender de mi tío; le dijeron que eran cantantes, que iban de viaje, que querían dar algún concierto en el pueblo y que se dirigían a él por ser el que se ocupaba en aquellas cosas.

Mientras hablaban entre sí yo escuché sus nombres, y me pareció que de aquella manera podía comprender mejor a cada una de las dos, que juntas me impresionaban demasiado. Lauretta, la mayor de aspecto, de ojos luminosos, hablaba con viveza extraordinaria y gesticulando mucho. Aunque no era muy alta, tenia muy buena figura, y mi vista se perdía en sus encantos, para mí completamente desconocidos hasta entonces. Teresina, más alta, más esbelta, de rostro más largo y más serio, hablaba poco, y en cambio parecía más inteligente.

De cuando en cuando sonreía de un modo especial, como si le produjera una sensación agradable el ver a mi tío, que se envolvía en su bata de seda y trataba en vano de ocultar una cinta amarilla, delatora de la camisa de dormir, que sin cesar le asomaba por debajo del cuello. Al fin se levantaron; mi tío les prometió organizar el concierto para tres días después, y ellas le invitaron en compañía mía, que les fui presentado como un joven virtuoso, a tomar chocolate aquella tarde.

Subimos la escalera con mucha solemnidad y como si nos dirigiéramos a una aventura para la cual no estuviésemos preparados. Después que mi tío, preparado de antemano para ello, habló largamente de arte, diciendo una porción de cosas que no comprendimos nadie, ni siquiera él; después de que yo me abrasé la lengua dos veces con el chocolate ardiendo, emulando con ventaja a Escévola, dijo Lauretta que iba a cantar algo. Teresa tomó la cítara, la templó y atacó las primeras notas. Nunca había oído yo aquel instrumento, conmoviéndome en extremo la dulzura llena de misterio con que sonaban las cuerdas. Lauretta comenzó la canción muy piano, subiendo lentamente hasta el fortísimo y atacando con valentía las octavas.

Aún recuerdo la letra del principio: Sento l'amica speme. Oprimióseme el pecho; jamás había podido presumir aquello. Conforme Lauretta cantaba y con su fuego encendíanse los rayos que me rodeaban, sentía yo que despertaba el sentimiento musical que llevaba dentro y se encendía en llamas hermosas y fuertes. ¡Ah!, por primera vez en mi vida oía música. Las dos hermanas cantaron el dúo, serio y profundo, del abate Steffani. El contralto lleno y celestial de Teresina me llegó al alma. No pude contenerme: las lágrimas brotaron de mis ojos. Mi tío carraspeaba, dirigiéndome miradas de descontento; pero de nada le valió.

Yo estaba fuera de mí. A las artistas les agradó aquello, al parecer, interesáronse por mis estudios musicales; yo, avergonzado, declaré mis esfuerzos, y con la audacia que me daba el entusiasmo confesé que hasta aquel día no había oído música. II bon fanciullo! , murmuró Lauretta con dulzura y amabilidad. Al volver a casa apoderóse de mí una especie de furor; reuní todas las sonatas y fugas que tenia, incluso cuarenta y cinco variaciones sobre un tema canónico que compusiera el organista, y que me había confiado en borrador, las arrojé al fuego y me reí con fruición al ver cómo chisporroteaban y se consumían aquellos papeles. Luego me senté ante el piano y traté de imitar el sonido de la cítara y de tocar y cantar la melodía que cantaron las hermanas. A media noche salió mi do de su cuarto y, apagándome las dos luces, dijo:

—No se hacen esos gorgoritos ni se atormentan los oídos de ese modo.

Y se volvió a su habitación. No tuve más remedio que obedecerle. El sueño me descifró el enigma de la canción; por lo menos así me lo figuré yo, pues canté perfectamente sento l'amica speme. A la mañana siguiente puso a prueba mi tío a todos los que sabían tocar algún instrumento. Quería mostrar lo bien que se portaba nuestra orquesta, y se sintió muy descorazonado con la prueba. Lauretta propuso una gran escena; pero en el recitado todos desafinaron y se fueron cada uno por su lado, como quien no tiene la menor idea del acompañamiento. Lauretta gritó, se enfadó, lloró de rabia e impaciencia. El organista estaba sentado al piano, y a él fueron dirigidos los cargos más violentos.

El organista se levantó y, muy indignado y sin decir una palabra, se fue del salón. El músico de la ciudad, a quien Lauretta llamó asíno maledetto, se colocó su violín debajo del brazo y se puso el sombrero sin cumplimientos. Dirigióse acto seguido hacia la puerta, siguiéndole sus compañeros, con el arco metido entre las cuerdas y las boquillas sin quitar. Los aficionados contemplaban la escena con mirada triste, y el recaudador de contribuciones exclamó en tono trágico:

—¡Dios mío, que nervioso me ponen estas cosas!

Mi timidez desapareció como por encanto; atraveséme en el camino del músico de la ciudad, le rogué, le supliqué, le prometí seis minués nuevos con doble trío para el baile. Logré por fin convencerle. Volvió a colocarse ante el atril, sus compañeros hicieron lo propio; la orquesta se organizó a poco sin faltar más que el organista, que, muy despacito, atravesaba la plaza del mercado sin atender a ningún llamamiento. Teresina había permanecido durante toda la escena con la risa contenida; Lauretta estaba en este momento tan alegre como iracunda estuvo antes. Alababa sobremanera mis esfuerzos. Me preguntó si tocaba el piano, y antes de que yo contestara afirmativamente me vi sentado en el puesto de organista con la partitura delante. Nunca había acompañado a cantar ni dirigido una orquesta. Teresina se colocó a mi lado para indicarme los tiempos, y Lauretta me animaba a cada momento con un ¡bravo!; la orquesta seguía y todo marchaba a maravilla.

En la segunda prueba cada cual tocó lo mejor que pudo, y el efecto del canto de las dos hermanas en el concierto fue indescriptible. En la residencia real se preparaban varias fiestas con motivo del regreso del príncipe, y las invitaron a que cantaran en el teatro y en salas de conciertos. Hasta que llegase aquella fecha decidieron permanecer en nuestro pueblo, y, por tanto, aun dieron algunos conciertos más. La admiración del público llegó al delirio. Sólo la vieja Amable, tomando un polvo de rapé de su tabaquera con el perrito de lanas, aseguraba que aquellos gritos no eran canto; mi organista no apareció por parte alguna, y, a decir verdad, no le eché de menos. Yo era el hombre más feliz de la tierra. Pasaba todo el día con las dos hermanas, las acompañaba y sacaba de las partituras las voces que habían de necesitar en la Corte.

Lauretta era mi ideal; sufría con paciencia sus malos humores, sus violencias... sus vejaciones de virtuosa, en el piano. Ella, y sólo ella, me había puesto de manifiesto lo que era la verdadera música. Comencé a estudiar italiano y a ensayarme con cancioncitas. Me elevaba al séptimo cielo cuando Lauretta cantaba mis composiciones y les dirigía elogios. A veces me parecía que yo no había pensado ni escrito nada, sino que la inspiración estaba en el canto de Lauretta. A Teresina no podía acostumbrarme: cantaba muy rara vez, no me daba la menor importancia y en ocasiones creía yo observar que se reía de mí. Por fin llegó el momento de la marcha.

Entonces comprendí lo que Lauretta era para mí y lo imposible que me sería separarme de ella. Algunas veces, después de haberse smorfíosa, me acariciaba, aunque de una manera absolutamente indiferente; pero mi sangre se encendía, y sólo la frialdad corriente en ella me impedía estrecharla frenético en mis brazos. Tenía yo una voz pasable de tenor, muy poco ejercitada, y ella me la educó. Solía cantar con Lauretta esa serie innumerable de duettini italianos. Próxima la marcha, cantábamos un día uno de ellos, Senza di te, ben mío, vivere non poss"io. No pude resistir más y, desesperado, echéme a los pies de Lauretta. Ella me levantó, diciéndome:

—Pero, amigo mío, ¿es que vamos a separarnos?

Yo la escuchaba asombrado. Me expuso su plan de que me fuese con ella y Teresina a la residencia de la Corte, pues alguna vez habría de salir de mi pueblo si me había de dedicar por entero a la música. Imagínate una persona que se halla en una sima profunda, que desespera de la vida, y en el instante en que cree llegado su fin se encuentra en un edén florido, con mil lucecillas alegres que lo rodean y le dicen: Querido, puedes vivir aún.

Eso fue lo que yo sentí.¡Con ellas a la Corte! No podía pensar en otra cosa. No te cansaré contándote mi trabajo para convencer a mi tío de que convenía marchar a la Corte, que, por otra parte, no estaba muy lejos. Por fin cedió, prometiéndome ir él también. Aquello no entraba en nuestros planes. Por tanto, hube de ocultar mi decisión de marchar con las cantantes. Un oportuno catarro que cogió mi tío me salvó. Salí en el correo, pero sólo hasta la primera parada, donde me quedé esperando a mis diosas. Un bolsillo bien provisto me ponía en condiciones de preparar todo convenientemente. Mi espíritu romántico me hizo concebir la idea de acompañar a mis damas a caballo, como un paladín. Me procuré un rocín, no muy bello que digamos, pero muy seguro en opinión de su dueño, y salí al encuentro de las cantantes.

A poco apareció el coche; en el asiento de detrás venían las dos hermanas, y en el de delante la doncella, la regordeta Juana, una napolitana morena. Además, el carruaje iba cargado con toda clase de cajas, paquetes y cestas, de los que no se separan las señoras que van de viaje. Juana llevaba sobre la falda dos perritos de aguas, que me recibieron ladrando cuando me acerqué a saludar a las que llegaban. Todo marchó bien al principio; pero al llegar a la última parada se le ocurrió a mi caballo la idea de volverse a su patria. El convencimiento de que en tales casos no es conveniente emplear los medios violentos me indujo a intentar convencerle con suavidad; pero el terco animal permaneció insensible a todas mis amabilidades.

Yo quería ir hacia delante y él hacia atrás, y todo lo que al cabo de esfuerzos sobrehumanos pude conseguir fue que en lugar de andar en la dirección que él quería comenzase a dar vueltas. Teresina sacó la cabeza fuera del coche, riéndose con toda su alma, mientras que Lauretta, tapándose el rostro con ambas manos, gritaba lo mismo que si me viera en peligro de muerte. La desesperación dióme ánimos: clavé las espuelas en los ijares del bruto, y en el mismo momento me vi en el suelo. El caballo quedóse parado tranquilamente y mirándome con aire socarrón. Yo no lograba ponerme en pie; el cochero apresuróse a acudir en mi auxilio; Lauretta se bajó del coche llorando y gritando; Teresina reía sin poderse contener. Me había torcido un pie y no podía montar de nuevo.

¿Qué hacer en aquel apuro? Ataríamos el caballo al coche y yo me metería en él como pudiera. Figúrate dos muchachas robustas, una criada gruesa, dos perros, una docena de bultos, cajas y cestas, y además yo, en un coche pequeño; imagínate los lamentos de Lauretta, protestando por lo incómodo del asiento, los aullidos de los perros, las murmuraciones de la napolitana, los gestos de Teresina, el dolor agudísimo que yo sentía en el pie, y te podrás hacer cargo de lo agradable de mi situación. Teresina dijo que no podía más. Nos paramos, y de un salto se apeó del coche. Desató mi caballo, colocóse a horcajadas en la silla y comenzó a trotar y a hacer corcovetas delante de nosotros.

No tuve más remedio que reconocer que lo hacía muy bien. Su gracia y su distinción resaltaban aún más a caballo. Pidió la cítara, y, con las riendas en el brazo, empezó a cantar romanzas españolas a toda voz. Su vestido claro de seda flotaba al aire en pliegues armoniosos y las plumas de su sombrero ondeaban como movidos por los espíritus de las notas. El conjunto resultaba de lo más romántico, y yo no apartaba los ojos de Teresina, a pesar de que Lauretta consideraba que era una loca, cuya audacia podía costarle cara. Afortunadamente nada ocurrió: el caballo había perdido su terquedad o le agradaba más la cantante que el paladín; en una palabra, hasta las mismas puertas de la residencia real no volvió Teresina a meterse en el coche.

Aquí me tienes en los conciertos y óperas y en todo lo que era música, sirviendo de repetidor de arias, dúos y de todo lo que se quería estudiar. Observarás que mi espíritu ha cambiado por completo. Toda mi antigua timidez ha desaparecido; como un maestro me siento ante el piano con la partitura delante para dirigir la parte de mi dama. Toda mi inteligencia, todos mis pensamientos son melodías. Compongo toda clase de canciones y de arias sin preocuparme para nada del arte del contrapunto, y Lauretta las canta, aunque siempre en nuestra habitación. ¿Por qué no querrá nunca cantar nada mío en los conciertos?

No lo comprendo. Teresina se me representa sobre un corcel orgulloso, con la lira en la mano, como la figura misma del arte romántico. Y sin poderlo remediar escribo algunas canciones serias. Lauretta maneja las notas como un hada. ¿Qué será lo que intente y no le salga bien? Teresina no hacía escalas; lo más era una ligera apoyatura; pero sus tonos sostenidos llegaban a lo más íntimo del alma. Yo no sé cómo estuve tanto tiempo sin ver esto.

El concierto benéfico en que habían de tomar parte las dos hermanas llegó; Lauretta cantó conmigo una larga escena de Anfossi. Estaba yo sentado al piano, como de costumbre. Era el momento de la última fermata. Lauretta acudió a todos los recursos de su arte; parecía que un ruiseñor trinaba sin cesar; luego, notas sostenidas, escalas limpias: todo un solfeggio. La cosa me pareció demasiado larga; sentí detrás de mí como un ligero soplo. Teresina estaba allí. En el mismo momento Lauretta comenzó a lanzar gorgoritos sin interrupción, intentando seguir con ellos hasta entrar en el otro tono.

El demonio me inspiró: con las dos manos indiqué el tiempo; la orquesta me siguió; los gorgoritos de Lauretta se terminaron causando asombro general. Lauretta, dirigiéndome miradas con las que hubiera querido atravesarme, rompió la partitura, me la tiró a la cabeza, haciendo volar en derredor mío los pedazos de papel, y como una furia atravesó por entre la orquesta para dirigirse al salón contiguo. En cuanto se terminó la pieza apresuréme a ir tras Lauretta. Estaba llorando y pataleando:

—¡Fuera de mi vista, maldito hijo del infierno!

Arrojóse sobre mí y yo salí escapado. Durante el concierto, que se continuó, Teresina y el director de orquesta lograron calmarla y que se decidiera a cantar; pero con la condición de que yo no me sentara al piano. En el último dúo que cantaron las dos hermanas, Lauretta hizo primores de garganta, siendo muy aplaudida y quedando en muy buen lugar. Yo no podía consentir los malos tratos sufridos delante de tantas personas extrañas, y decidí marcharme a la mañana siguiente a mi pueblo. Estaba haciendo el equipaje cuando se presentó Teresina en mi cuarto. Al ver mis preparativos quedóse llena de asombro:

—¿Quieres abandonarnos?

Yo le expliqué que después de la vergüenza por que me había hecho pasar Lauretta no podía permancer un día más a su lado.

—¿Entonces te vas por causa de las tonterías de una loca? —dijo Teresina—. ¿Crees tú que vas a vivir dentro del arte en otro sitio mejor que a nuestro lado? Tú puedes perfectamente evitar que Lauretta continúe con esos arranques. Has sido demasiado condescendiente con ella, demasiado dulce, demasiado blando. Sobre todo, exageras demasiado el arte de Lauretta. Ciertamente, tiene buena voz y mucha práctica; pero ese afán de gorgoritos, esas escalas interminables, esos eternos trinos, ¿qué son sino artificios que deben considerarse como los saltos audaces de un bailarín en la cuerda floja? ¿Pueden tales cosas impresionar y conmover? Esos gorgorios que tú has destrozado no los puedo sufrir, me hacen daño, me molestan. Y ese subir y subir el tono, ¿qué es sino pura afectación? A mí lo que más me gusta es el tono medio y el bajo. Y, sobre todo, lo más admirable es un verdadero portamento di voce. Nada de adornos inútiles: un tono sostenido y fuerte que impresione el alma. Ese es el verdadero canto, y así canto yo. Si ya no puedes resistir a Lauretta, piensa en Teresina, que te quiere bien y que con mucho gusto te verá convertirte en su compositor y maestro. No lo tomes a mal: todas tus canciones y arias valen muy poco comparadas con la única.

Teresina se puso a cantar con su voz llena y bien timbrada una canción que había compuesto hacía poco en tonos sacros. Nunca pude imaginarme que aquello pudiera sonar así. Las notas me hacían un efecto inesperado: las lágrimas acudían a mis ojos, lágrimas de alegría y entusiasmo; tomé la mano de Teresina y se la besé mil veces, jurando no separarme de ella jamás. Lauretta miraba mis relaciones con Teresina con cierta cólera envidiosa y echaba de menos mi ayuda, pues, a pesar de todo su arte, no estaba en condiciones de estudiar sola nada nuevo, pues leía mal y no conseguía bien los tonos. Teresina, en cambio, repentizaba perfectamente y tenía un sentido exacto de tono. Lauretta demostraba más que nunca su terquedad y su mal genio cuando se la acompañaba.

Nunca estaba a tiempo; trataba al acompañante como si fuera un mal necesario; no quería que se oyese el piano: siempre había que tocar pianissimo, cediendo y cediendo de cadencia en cadencia como a ella se le antojaba. Yo me ponía en contra de su sistema, luchaba con sus malas costumbres, le demostraba que sin energía no se concebía acompañamiento alguno, que el arte de canto tiene que diferenciarse de la facilidad sin armonía. Teresina me apoyaba. Yo me dediqué a hacer composiciones en las que los solos eran siempre para la voz baja. Teresina también me manejaba a su gusto, con gran satisfacción mía, pues yo suponía que sabía más y comprendía mejor que Lauretta la seriedad alemana.

Recorrimos el mediodía de Alemania. En una ciudad pequeña nos encontramos con un tenor italiano que iba de Milán a Berlín. Mis damas se entusiasmaron con su compatriota; no se separaban de él. El cantante demostraba preferencias por Teresina, y, con gran molestia por mi parte, vime reducido a hacer un papel muy secundario.

Un día que iba a entrar en la habitación con una partitura debajo del brazo oí que hablaban en tono más animado mis dos damas y el tenor. Ya entendía perfectamente el italiano y no se me podía escapar una palabra. Lauretta le contaba el suceso del concierto, diciéndole que le había estropeado su escala.

Asino tedesco —exclamó el tenor; y su frase me hizo concebir la idea de arrojar por la ventana al héroe de teatro, pero me contuve.

Lauretta siguió, diciendo que habían querido echarme de su lado inmediatamente; pero que, en vista de mis súplicas accedieron a que continuase con ellas, soportándome por compasión, ya que tenía empeño en estudiar el canto a su lado. Teresina mostróse de acuerdo con su hermana, ante mi asombro extraordinario.

—Es un buen chico —dijo— además, ahora está enamorado de mí y todo lo escribe para mi voz. No deja de tener talento, pero trabaja con la tiesura y la torpeza propias de los alemanes. Yo espero hacer de él un compositor, pues, como ha escrito poco para la voz alta, me ha hecho algunas cosas buenas; por eso le dejo que siga adelante. Muy aburrido resulta con su amor y sus lisonjas, y también es un martirio el tener que sufrir sus composiciones, que muchas son bastante malas.

—Por lo menos, de eso ya me veo yo libre —dijo Lauretta—: pero tú sabes muy bien lo que me ha perseguido con sus arias y sus dúos.

Y empezó a tararear un dúo mío, que en su época había alabado mucho. Teresina hacía la segunda voz, y las dos se burlaban lindamente de mí y de mi obra. El tenor se reía a carcajadas. Me quedé frío, y tomé una decisión rápida. En silencio me trasladé a mi cuarto, cuya ventana daba a una callejuela. Enfrente estaba el Correo y a la puerta el coche de Bamberg. Los pasajeros iban en dirección a la puerta, y, por tanto, tenía una hora de tiempo. Recogí mis cosas a toda prisa, pagué la cuenta entera en la posada y me dirigí al Correo. Cuando iba por la calle principal vi a mis dos damas, que aún estaban en la ventana con el tenor y se asomaban atraídas por el sonido del cuerno del postillón. Me acurruqué en el interior del coche, y pensé con alegría en el efecto de las cartas llenas de amargura que había dejado para ellas.

Con mucha parsimonia apuró Teodoro el resto de la botella de vino de Elea que Eduardo le sirvió.

—No esperaba yo —dijo, después de limpiarse los labios—, no esperaba yo tal deslealtad en Teresina. Su imagen simpática en el caballo, haciendo corvetas y cantando romanzas españolas, no se aparta de mi mente. Ese fue su punto culminante —continuó Teodoro—. Aún recuerdo la impresión extraña que me produjo la escena. Olvidé mis dolores, y Teresina se me apareció corno un ser extraordinario. ¡Qué verdad que tales momentos quedan grabados para siempre y no se borran nunca! Siempre que me ha salido bien una romanza he tenido presente la imagen de Teresina en aquella ocasión.

—Sí —dijo Eduardo—; pero no debemos olvidar tampoco a la artista Lauretta, y brindaremos a la salud de las dos hermanas.

Así lo hicieron.

—¡Ah! —exclamó Teodoro—. ¡Cómo aspiro en este vino los dulces aromas de Italia! ¡Cómo siento que inundan mis nervios y mis venas de frescura! ¿Por qué abandoné tan pronto aquel delicioso país?

—Pero —repuso Eduardo— en todo lo que me has contado no veo relación alguna con el cuadro, y me parece que ya no tienes nada que decirme de Lauretta y Teresina. Claro está que demasiado he comprendido que las dos damas del cuadro en cuestión no son sino dos artistas.

—Así es, en efecto —respondió Teodoro—, y mi nostalgia del delicioso país me lleva directamente a lo que tengo aún que decirte. Cuando hace cosa de dos años me disponía a abandonar Roma, di un rodeo yendo a caballo. A la puerta de una taberna vi una muchacha muy linda, y se me ocurrió tomar una copa servida por las manos de aquella niña. Me detuve en la puerta, al pie del emparrado que iluminaban los rayos del sol. A lo lejos creí oír voces que cantaban y los acordes de una cítara.

Escuché con atención, pues aquellas voces de mujer me hacían un efecto extraño, evocando recuerdos que no deseaba evocar. Apeéme del caballo, y, despacito; me acerqué al emparrado, de donde parecía salir la música. La primera cantaba sola una canzonetta. Cuanto más me acercaba tanto más desaparecía lo conocido que me emocionara al principio. La cantante ejecutaba una fermata complicada. Las escalas se oían más altas y más bajas; al fin escuchóse una nota sostenida. Pero, de repente, una voz de mujer empezó a lanzar todo género de maldiciones, de denuestos, de improperios.

Un hombre protestaba, otro reía. En la disputa se mezcló otra voz de mujer. A cada momento los gritos eran más fuertes y más furiosos. Al fin me encontré junto al emparrado, un abate salió corriendo junto a mi sin ceremonia alguna; me miró; reconocí en él a mi amigo el signor Ludovico, mi mentor musical en Roma.

—¿Qué le pasa? —exclamé.

—¡Ah, signor maestro, signor maestro —clamó el—; líbreme de esa furia, de ese cocodrilo, de ese tigre, de esa hiena, de ese demonio de mujer! Ciertamente que he entrado a destiempo en la fermata de la canzonetta de Anfossi y que he destrozado su escala; pero ¿por qué la miré a los ojos, diosa satánica? Al demonio la fermata, todas.

Muy emocionado, penetré en el emparrado con el abate, y a la primera mirada reconocí a Lauretta y a Teresina.

Aún estaba la primera chillando y pataleando; su hermana le dirigía la palabra, tratando de calmarla; el hostelero, con los desnudos brazos cruzados, mirábalas riendo, mientras una criada colocaba botellas encima de la mesa. En cuanto las cantantes me vieron acercáronse a mí.

—¡Ah signor Teodoro! —decían y me abrumaban con demostraciones amistosas.

Toda la disputa se había olvidado.

—Aquí tiene usted —dijo Lauretta al abate— un compositor con tanta gracia como un italiano y tan fuerte como un alemán.

Las dos hermanas, quitándose una a otra la palabra, hablaron de los días felices que habíamos pasado juntos, de mis aficiones musicales desde muy joven, de nuestros estudios, de las excelencias de mis composiciones; nunca habían logrado cantar nada con más gusto que lo compuesto por mí. Teresina me anunció que estaba contratada como primera cantante trágica para el próximo Carnaval; pero que quería poner por condición para aceptar que se me encargase una ópera trágica, pues ella era de opinión que mi especialidad era lo trágico. Lauretta opinaba lo contrario, y creía que era una lástima que no me dedicase a la ópera bufa. Estaba precisamente contratada para ésta y desearía vivamente que fuese yo el autor de la obra en que ella pudiera lucirse. Puedes imaginarte mis sentimientos entre las dos hermanas. Además, advierte que la reunión en que yo aparecí era la misma pintada por Hummel en el preciso instante en que el abate está a punto de estropear la fermata de Lauretta.

—Pero ¿no se acordaban —preguntó Eduardo— de tu despedida; de tu carta?

—No dijeron una palabra que hiciera referencia a ello —repuso Teodoro— y yo tampoco, pues ya hacía mucho tiempo que se me había pasado el rencor y mi aventura con las dos hermanas se me aparecía como cosa de broma.

Lo único que me permití fue contar al abate que hacía algunos años me ocurrió exactamente lo mismo que le había sucedido a él con un aria de Anfossi. Esforcéme en pintar mi unión con las hermanas, y, dejando caer ciertas observaciones como de pasada, les hice comprender que la experiencia de la vida y del arte me había dado cierta superioridad sobre ellas. Y después de todo, fue un bien que yo hiciera aquello con la fermata, pues estaban las cosas de un modo que habrían sido eternas, y si dejo seguir a la cantante, aún estaría sentado al piano.

—Pero —repuso el abate—, ¿qué maestro puede permitirse dictar leyes a la prima donna? Y además, su falta de usted fue mucho más grave, por estar en la sala de conciertos, que la mía aquí en el emparrado. Claro está que yo no representaba más que la idea de maestro, y estoy seguro de que si no me miran esos ojos celestiales con su fuego y su dulzura no habría sido tan asno.

Las últimas palabras del abate fueron salvadoras, pues Lauretta, que durante la conversación se había ido enfureciendo, se calmó con ellas.

Pasamos juntos la velada. Catorce años —tanto tiempo había transcurrido desde mi separación de las dos hermanas— hacen cambiar mucho. Lauretta había envejecido bastante, aunque no perdió del todo sus encantos. Teresina se conservaba mucho mejor y tenía la misma figura arrogante. Además iban vestidas con atildamiento y su aspecto era en el arreo exterior el de siempre, aunque catorce años más joven que ellas. Accediendo a mis ruegos, Teresina cantó una de aquellas canciones serias que tanto me impresionaban; pero me pareció que sonaba de otro modo, y lo mismo me ocurrió con Lauretta, cuya voz había perdido mucho a pesar de conservar aún fuerza y frescura, si bien era muy distinta de la que yo recordaba.

La comparación de los sentimientos interiores con la no siempre agradable realidad tenía que serme más molesta aún recordando la conducta hipócrita de las hermanas, sus éxtasis fingidos y su admiración concedida con aire protector. El grotesco abate, que cortejaba a las hermanas con toda asiduidad; el buen vino, abundantemente escanciado, me devolvieron mi buen humor, y la noche transcurrió en la mejor armonía. Con mucha insistencia invitáronme las dos hermanas a que fuera a su casa para tratar de todo lo necesario con destino a las partituras que había de escribir dedicadas a ellas. Me marché de Roma sin intentar verlas.

—Y sin embargo, a ellas les debes el haber despertado tu afición al canto —dijo Eduardo.

—Indudablemente —repuso Teodoro—, y además una porción de melodías de las mejores; pero, a pesar de todo, no hubiera querido volver a verlas. Todo compositor recuerda alguna impresión profunda que el tiempo no puede borrar. Y llega un momento en que el espíritu que vive en las notas habla, y es la palabra creadora que despierta a los demás espíritus que duermen dentro de él, haciéndolos salir para no desaparecer jamás. Y se nos figura que todas las melodías que brotan de ese modo pertenecen a la cantante que encendió la primera chispa. Las oímos, escribimos lo que ella cantó, nuestra debilidad nos hace aferrarnos a la pequeñez y nos empeñamos en rebajar lo sobrenatural a los límites de la estrechez terrena.

Y la cantante se convierte en nuestra amante o en nuestra esposa. El encanto desaparece y las melodías íntimas se desvanecen con la rotura de una sopera o con una mancha de tinta en la ropa limpia. Muy de alabar es el compositor que no desciende a la vida terrena y sabe conservar vivo el fuego sagrado de la música dentro de su ser. Ojalá el joven se sienta profundamente conmovido por los tormentos del amor y de la desesperación si la divina encantadora se separa de él; entonces su figura se convierte en notas maravillosas y celestiales y él vive en una juventud eterna produciendo melodías que son siempre ella. En este caso ella es el ideal supremo, que vive en el fondo del alma y se exterioriza en formas distintas.

—Un poco extraño es eso; pero, de todos modos, digno de elogio —dijo Eduardo cuando, del brazo de su amigo, salía de la taberna de Tarone.

E.T.A. Hoffmann (1776-1822)




Relatos góticos. I Relatos de E.T.A. Hoffmann.


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El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: La Fermata (Die Fermate), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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