«Los maestros cantores»: E.T.A. Hoffmann; relato y análisis.
Los maestros cantores (Der Kampf der Sänger) —a veces traducido como La batalla de los cantores— es un relato de terror del escritor alemán E.T.A. Hoffmann (1776-1822), publicado en la antología de 1819: Los hermanos Serapión (Die Serapionsbrüder).
Los maestros cantores, uno de los clásicos cuentos de E.T.A. Hoffmann, nos sitúa en la Edad Media, en el siglo XIII, donde dos trovadores históricos: Wolfram von Eschenbach —artífice de la historia del Grial— y Heinrich von Ofterdingen, alguna vez amigos entre sí, se convierten en rivales por el amor de Mathilde.
Ella se decide por Wolfram, y Heinrich, mientras canta su dolor en la ladera de una montaña, es visitado por el poderoso nigromante Klingsor, quien se ofrece a enseñarle las artes negras con el propósito de que su canto se vueva irresistible. Heinrich, desesperado, acepta, y consigue encantar a Mathilde; pero Wolfram exige una batalla de canto, cuyo perdedor, además, perderá la vida. Klingsor es el juez de la contienda, y, curiosamente, falla a favor de Wolfram.
Los maestros cantores de E.T.A. Hoffmann es uno de los primeros relatos de pactos satánicos, y también una de las principales historias de músicos que vendieron su alma al diablo.
Los maestros cantores.
Der Kampf der Sänger, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)
El landgrave que gobernaba en Turingia en 1208 era un gran amigo y protector de los maestros cantores. Estos formaban asociaciones reglamentadas compuestas por discípulos, poetas, músicos y amigos del arte lírico.
El duque que en aquella época tenía a su cargo el gobierno de Turingia había reunido a seis ilustres maestros cantores, que intervenían en brillantes fiestas y torneos. Entre las damas de la corte había una particularmente aficionada a ese arte. Era la condesa Matilde. Enrique de Ofterdingen era un joven y apuesto maestro cantor a quien el landgrave distinguía sobre los demás. Este favorito de la corte estaba enamorado de la condesa Matilde; pero ésta, que conservaba el recuerdo de su difunto marido como un sagrado culto, no correspondía a sus galanteos.
La llegada de otro maestro cantor eclipsó en parte gloria y el prestigio del afortunado joven.
A pesar de querer mucho a su rival y de haber aceptado con resignación el olvido en que lo tenía el landgrave, Enrique se sentía desdichado. Poco tiempo después, positivamente enfermo, abandonó el castillo de Wartburgo, y se fue a la ciudad de Eisenach. Los maestros compañeros suyos se afligieron mucho al ver su estado. Únicamente Wolfram pareció alegrarse. Decía que ahora que su enfermedad era física a todas luces, debía de estar próxima su total curación. Pero viendo que el tiempo pasaba y que no tenía noticias del restablecimiento de su amigo, decidió un día visitarlo. Cuando el enfermo notó la presencia de su amigo en el dormitorio, se incorporó con dificultad y le tendió la mano.
—Sé que mi mal es mal de amor —le dijo—. Estoy perdidamente enamorado de la condesa Matilde. Y como estoy convencido de que nunca podré ser correspondido por ella, he preferido venir a terminar mis días lejos del castillo renunciando a ella definitivamente.
—Haces mal en peder las esperanzas.
—Agradezco tu buena intención, pero sé que tú también la amas y que ella te corresponde.
A pesar de su promesa de no regresar al castillo de Wartburgo, el pobre enamorado intentó más de una vez emprender el viaje. Y un día, al anochecer, sin saber cómo, se encontró de pronto en la selva que circulaba el castillo. No comprendiendo lo que le pasaba y presa de gran desesperación se echó sobre el pasto. De pronto oyó a sus espaldas una risa estridente que le heló la sangre. Se volvió asustado y vió una figura alta y oscura que con voz irónica y destemplada le dijo:
—No dudo que yo puedo ser el más grande de los maestros, pero no debo daros lecciones.
—¿Es posible? —preguntó Enrique.
—Sí. Pero no os desaniméis. Puedo daros varios consejos tan valiosos como un curso completo. ¿Habéis oído hablar alguna vez de un célebre maestro cantor llamado Klingsohr?
—Sí. He oído hablar de él.
—El pueblo dice que es un poderoso nigromante y que tiene relaciones con el diablo.
—¿Y qué debo hacer?
—Ir a verlo. El os enseñará el camino para triunfar.
—¿Dónde lo puedo ver?
—En Hungría. Si no podéis ir en seguida, y para que os sirva de ayuda en vuestros estudios, os entregaré un librito compuesto por él. Contiene además de las verdaderas reglas del arte, algunas bellas canciones de Klingsohr.
Apenas terminó de pronunciar estas palabras, el hombre vestido de negro sacó de un bolsillo interior un librito con tapas de color rojo vivo. Después de entregárselo a Enrique, desapareció.
El joven se quedó dormido, y al despertar notó que el sol estaba ya muy alto. Sobre sus rodillas vió el libro de tapas rojas.
Deseando tener noticias de Enrique, Wolfram volvió otro día a Eisenach. Se dirigió a la casa donde se hospedaba su amigo, pero no lo encontró. Y allí le informaron que había desaparecido. Triste por la inesperada noticia, regresó a la corte.
Un día de primavera hubo un torneo poético en el jardín de la residencia ducal. Iba a empezar Wolfram con uno de sus cantos, cuando de entre los árboles apareció un joven. Todos reconocieron a Enrique en él. Y grande fue la alegría de todos, ya que lo habían dado por perdido. Se dirigieron a él y le prodigaron afectuosos saludos. El joven maestro, en cambio, sin fijar apenas la atención en tan sinceras pruebas de amistad, se acercó al landgrave, e inclinándose ante él y ante la condesa Matilde, manifestó que estaba definitivamente curado de la enfermedad que había motivado su alejamiento y que deseaba tomar parte en el torneo. Todos notaron un cambio raro en su físico y en sus maneras. Ya no era, como antes, un joven tímido y soñador.
Wolfram entonó un canto en honor del dueño del castillo. Luego se refirió al regreso del querido amigo a quien creía perdido, improvisando unos versos llenos de sentimiento. Enrique, lejos de manifestarse agradecido, frunció las cejas y, poniéndose luego en medio del círculo destinado a los cantores, empezó una melodía tan diferente a las demás, que dejó sorprendida a la reunión. Una vez que hubo dado la nota final se hizo un largo silencio al que sucedieron entusiastas aplausos. La misma condesa Matilde, no pudiendo contener su admiración, se levantó de su asiento y acercándose a Enrique le colocó en la frente la corona que constituía el trofeo destinado al vencedor.
Mientras todos dirigían sus alabanzas al joven maestro, una sola persona permanecía silenciosa y preocupada: el landgrave. Desvanecida la primera impresión producida por el maravilloso canto de Enrique, los maestros no tardaron en observar todo lo que en él había de falso brillo y de audacia sin recato. Únicamente la condesa Matilde seguía siendo una entusiasta admiradora del joven poeta. Y en poco tiempo todo el mundo notó un gran cambio en la noble dama.
Por eso el landgrave, temiendo que las otras damas de la corte siguieran tan poco recomendable ejemplo, prohibió que se dedicasen a la poesía. La que así lo hiciere sufriría pena de destierro. La condesa Matilde se vió obligada a retirarse de Wartburgo. Y se instaló a poca distancia de la ciudad de Eisenach, a un castillo donde Enrique pensaba también ir. Pero el señor de Turingia le ordenó que se quedara en su mansión para tomar parte en el torneo al que lo habían retado los demás maestros.
—Con vuestro comportamiento —dijo—, habéis creado la división en el círculo amable y cerrado que yo había formado aquí.
—No sé, señor —contestó Enrique—, cómo he podido hacerme acreedor de tan fieros reproches. La casualidad quiso que cayera en mis manos un bello libro, obra de un célebre maestro. Y, subyugado por su contenido, sentí el deseo de conocer al autor de tamaño prodigio y estudiar su arte maravilloso. A Hungría me fui, y allí visité al maestro Klingsohr, a quien debo el arte sobrenatural de mis versos.
—Varias veces me ha elogiado vuestro maestro el duque de Austria —contestó el landgrave—, y por él se que es hombre versado en las ciencias ocultas. Pero un poeta deber ser sencillo. Los maestros cantores de esta corte están irritados pro vuestro comportamiento altanero. Quieren disputar el premio del canto. Es necesario que respondáis a su desafío.
Enrique aceptó. Llegó el día del torneo, y, ya fuese por la poca consistencia de las lecciones recibidas o el exaltado entusiasmo de sus rivales, fue vencido.
Entonces éste, enfurecido, entonó, un canto irónico con indirectas hirientes para el landgrave y las damas de la corte. Se irritaron todos los presentes, y viendo enrique en peligro su vida, rogó al dueño del castillo que lo protegiera y permitiera ser juez, en una próxima lucha, al mismo maestro Klingsohr.
—Las cosas han llegado a un extremo —contesto el noble señor— que ya no se trata de vencer en un torneo poético. Me habéis insultado habéis atentado contra el honor de las damas de la corte que, por serlo, merecen el mayor respeto. Del concurso que pedís depende, no solamente vuestra reputación sino también mi dignidad y el honor de las damas de Wartburgo. Consiento en que se celebre y en que actúe como juez el maestro Klingsohr. Uno de los cantores será vuestro competidor. Lo designará la suerte, y vos mismo elegiréis el tema que más os agrade. Pero tened presente que el vencido será condenado a muerte.
—Gracias, señor —dijo Enrique, arrodillándose ante landgrave.
—Id a buscar vuestro maestro y haced que esté dentro de un año. El será el árbitro en la próxima lucha a vida o muerte.
Enrique se retiró y durante varios meses reinó la más completa tranquilidad en el castillo Wartburgo.
Faltaba poco para vencer el plazo acordado por el landgrave para que el maestro Klingsohr se encontrara en Wartburgo, cuando se supo en el castillo la llegada de éste a la próxima ciudad de Eisenach. Los maestros cantores se regocijaron, pues ello suponía la proximidad del duelo poético con Enrique. Wolfram, por su parte, estaba más impaciente que ninguno, pues deseaba tratar al famoso Klingsohr y conocer su ciencia. No pudiendo aguantar más, un día se dirigió a Eisenach.
Al llegar a la casa donde se hospedaba el célebre maestro vió que muchos alumnos de canto se habían congregado junto a la puerta y hablaban del ilustre visitante. Después de vencer no pocos inconvenientes, Wolfram entró en la casa y se hizo anunciar.
Un sirviente elegantemente vestido le abrió la puerta del aposento ocupado por Klingsohr. Al penetrar en él, el poeta suizo vió a un hombre de elevada estatura ataviado con un caftán de terciopelo de color carmesí con largas mangas y adornos de piel de marta. Su aspecto era majestuoso, y sus ojos parecían despedir rayos. En la pieza había profusión de libros e instrumentos de todas clases, y en un rincón, un viejo enano pálido, de unos tres pies de estatura, que, encaramado sobre un taburete ante un pupitre, escribía con una pluma de plata en una hoja de pergamino lo que le iba dictando el huésped, que no era otro que Klingsohr.
Cuando la mirada de éste se dirigió a Wolfram, el joven maestro cantor le dirigió un atento saludo en verso; le dijo que deseaba disfrutar de las bellezas de su arte, y le rogó que le contestara también un verso. El maestro midió de pies a cabeza con una mirada colérica y le contestó:
—¿Quién sois vos para interrumpirme con vuestras torpes estrofas y provocarme como si estuviéramos realizando un torneo poético? ¡Ah! Sin dudas, sois Wolfram, el más ignorante de los cantores que en Wartburgo se califican así mismos de maestros.
Conteniendo a duras penas su indignación, contestó el joven:
—No está bien en un maestro como vos contestar de tal manera al saludo que respetuosamente os he dirigido. Estoy por creer que es cierto lo que se dice: que tenéis trato con los espíritus del infierno, pues sois orgulloso como ellos.
—No habléis de mismo relaciones con los espíritus, porque no sabéis de qué se trata. Pero, ya que lo queréis, acepto vuestro desafío. Cantaremos, pero no aquí, pues esta habitación no se presta para esta clase de ejercicios. Además, quiero que bebáis conmigo un vaso de buen vino.
Al oír esto, el enano que escribía saltó al suelo desde su alto taburete con tal violencia que lanzó un gemido. Klingsohr, fastidiado, se dio vuelta y de un empujón lo mandó al interior de un armario, donde lo dejó encerrado con llave. En seguida acomodó los libros que estaban abiertos y diseminados a su alrededor. Cada vez que la tapa de un volumen caía sobre las hojas de pergamino se oía un lúgubre sonido parecido al suspiro de un moribundo. En los armarios y arcas resonaba un indefinible rumor y un pájaro grande revoloteaba por la habitación agitando sus doradas alas. La noche había llegado y el joven visitante empezó a sentir miedo. Entonces Klingsohhr extrajo de una caja una piedra que derramó por la pieza una claridad parecida a la del sol. Inmediatamente renació la calma; Wolfram ya no vio ni oyó nada de cuanto lo había asustado.
Entraron dos sirvientes trayendo un espléndido traje con el que vistieron a su patrón. Luego éste y Wolfram, se fueron a una taberna próxima. Después de beber algunos vasos de vino, brindando por su reconciliación, los dos poetas entonaron diversas canciones. Desdichadamente para el joven, nadie estaba allí que pudiera ser juez del singular torneo, pues de ser así, le habría dado a él la palma. Tan inspirado estuvo en sus canciones que el mismo Klingsohr confesóse vencido.
—Pero no os vanagloriéis —le dijo—. Aunque me habéis ganado hoy, no ocurrirá lo mismo mañana. Os enviaré por la noche a un famoso cantor llamado Nasias, Luchad contra él y ¡ay, de vos, si os vence!
Aunque los maestros, cuando se hallaban reunidos en la taberna, creían que nadie estaba escuchando su canto ni sus palabras, lo cierto era que los admiradores de ambos fueron testigos de lo ocurrido allí. Tanto los de un bando como los de otro consideraban imposible que Klingsohr se hubiera declarado vencido. Los amigos de Wolfram aconsejaron a éste que abandonara la lucha, pues, sin duda, aquel Nasias que el viejo le iba a mandar sería el mismísimo demonio. El joven poeta no atendió ninguna de las sensatas indicaciones aguardó tranquilamente la noche en la pieza que le había prestado un amigo suyo que le había dado albergue.
Llegó la noche y nada anunciaba al extraño visitante. Las pesas del reloj subían unas y bajaban otras en forma pausada y medida. Pero al sonar la medianoche, un golpe de viento invadió la casa; voces discordantes dejaron oír una especie de gemido y gritos destemplados como los de las aves nocturnas se unieron al fúnebre concierto. Wolfram había ya casi olvidado la anunciada visita. Por eso, al oír aquella batahola se estremeció, pero no tardó en reaccionar, recobrando la tranquilidad perdida. Como a impulsos del viento, se abrió violentamente la puerta y apareció un hombre alto circundado de un vapor rojizo, que se quedó mirando al joven poeta con centelleantes ojos. Se trataba de una aparición espantosa. Tanto, que otro hombre que no hubiera tenido el temple de Wolfram se hubiera desmayado. Pero nuestro héroe consiguió mantenerse firme, y con voz clara y potente, preguntó:
—¿Qué venís a hacer?
—Soy Nasias —contestó el aparecido y vengo a luchar con vos en el arte del canto.
Esto diciendo, abrió su capa y dejó caer sobre la mesa numerosos libros que llevaba bajo el brazo.
Inmediatamente con modulaciones singulares. Wolfram lo escuchaba con los ojos bajos. Cuando el visitante terminó, empezó el joven poeta a entonar varias melodías nobles y piadosas, consagradas por entero a las cosas santas. Nasias al oír las alabanzas al cielo saltaba de un lado para otro. Parecía como si quisiera arrojar sobre la cabeza del joven los pesados libros que había traído consigo. A medida que el canto de Wolfram ganaba en brillo y vigor, se debilitaba el poder de la mirada del irascible contrincante, a la vez que su estatura iba disminuyendo hasta llegar a los dos pies. Entonces el joven maestro se levantó y en nombre de Jesucristo y de los santos, ordenó al espíritu infernal que se retirara.
—Eres un alumno vil e ignorante —gritó Nasias con voz enronquecida por la rabia y dando saltos de furor.
Luego bramó como una racha de viento y desapareció, dejando en la habitación un penetrante olor a azufre. Wolfram, satisfecho de la victoria obtenida, abrió la ventana para que la brisa de la madrugada barriera las huellas dejadas por el diablo. Por la tarde el poeta abandonó la ciudad rumbo al castillo de Wartburgo. En el camino encontró a dos nobles caballeros, ricamente vestidos y bien montados, que iban a la cabeza de un cortejo numeroso y brillante. Le informaron que el landgrave los mandaba a la ciudad para traer al maestro Klingsohr con el fin de que actuara de árbitro en el singular torneo que iba a realizarse. El viejo maestro había pasado la noche en el balcón de su residencia observando el firmamento. Después de trazar sus líneas astrológicas, dijo a dos de sus discípulos que lo acompañaban:
—Esta noche ha nacido una hija de Andrés II, rey de Hungría. Esta princesa se llamará Isabel y, en premio a sus virtudes y a su piedad, un día será canonizada por el papa Gregorio IX. Y esta santa Isabel de Hungría será la esposa de Luis, hijo de Hermann, el landgrave de Turingia, protector de los maestros cantores.
Inmediatamente fue referida la profecía al noble señor de aquel estado, quien la recibió con intenso júbilo. A partir de entonces decidió tratar al célebre extranjero como un gran señor, haciéndolo escoltar como si fuera un príncipe, a su llegada al castillo, para intervenir en la justa. Mientras tanto, la hora del torneo a vida o muerte se aproximaba. Wolfram creía que no se podía realizar porque Enrique todavía no se había presentado. Sin embargo, el landgrave estaba ya informado de su llegada. Mandó disponer un gran patio interior del castillo para el combate y ordenó que llamaran al verdugo de Eisenach, para que ejecutara al vencido.
En una de las salas del castillo hablaban como buenos amigos el landgrave de Turingia y el maestro Kinglsohr. Este afirmaba haber visto claramente la constelación que anunciaba el nacimiento de Isabel y aconsejaba al noble caballero el envío inmediato al rey de Hungría en una embajada con encargo de solicitar la mano de la recién nacida princesa para el príncipe Luis, que entonces contaba once años de edad. El landgrave encontró acertado el consejo y empezó a ponderar la ciencia del maestro. Y éste le habló en términos tales que el duque lo invitó a abandonar el lugar de su residencia para ingresara en la corte de Wartburgo donde sería tratado de acuerdo con sus merecimientos.
El maestro agradeció el ofrecimiento, pero de ahí no pasó, pues, según dijo, le debía tantos favores al rey Andrés de Hungría, que consideraba una ingratitud abandonarlo. Además, no creía poderse llevar bien con los maestros cantores de Turingia. Y dijo más: dijo que no podría ser juez en el singular torneo, pues debía regresar de inmediato a su patria. Y llegó el día del singular torneo. En medio del patio destinado al efecto había dos sitiales tapizados de negro para los maestros cantores que iban a tomar parte. Detrás de esos asientos se veía el patíbulo, donde debía ser ejecutado el vencido.
El landgrave designó jueces del certamen a dos caballeros de la corte que eran muy versados en poesía y música. Pero éstos y para el príncipe se había construído frente al lugar en que iban a actuar los contendores, una tribuna con ricos adornos. A continuación venían los estrados ocupado por las damas y demás espectadores. Una inmensa multitud, formada en su mayor parte por gente del pueblo, llenaba el patio y se amontonaba en las ventanas y techos. Al son de trompetas y címbalos, avanzó el landgrave con los árbitros del certamen, y fueron a sentarse en la tribuna de honor.
Los maestros cantores ocuparon inmediatamente sus correspondientes sitiales. Sobre el catafalco, el verdugo y sus dos ayudantes esperaban tranquilamente el momento de cumplir su ingrata tarea. El padre Leonardo, confesor del landgrave, se colocó junto al cadalso para asistir en sus últimos momentos al que debía pagar con la vida su derrota. El silencio más profundo reinaba entre los concurrentes. El mariscal del landgrave se adelantó hasta el centro del recinto y proclamó los motivos del torneo. El padre Leonardo levantó el crucifijo, y todos los maestros cantores, arrodillados y con la cabeza descubierta, juraron someterse a la voluntad de su señor. El verdugo empuñó el hacha y proclamó que ejecutaría lo mejor y más rápidamente que pudiera al que resultara condenado en el singular y terrible encuentro.
Después de un toque de trompetas, el mariscal llamó tres veces a Enrique de Ofterdingen. Y éste, a quien nadie había visto regresar a la corte, se encontró de pronto junto al mariscal. Se inclinó ante el landgrave y con voz clara y potente dijo que había llegado para luchar con el maestro que se le indicara. El mariscal se acercó a los maestros cantores llevando una urna de plata que contenía varios billetes en blanco menos uno. Cada participante tomó el suyo, tocándole a Wolfram el del signo indicador de que debía contender con Enrique. Se levantó con alegre decisión y al hallarse frente a su amigo experimentó un doloroso sentimiento al ver en su pálido rostro y en sus ojos brillantes una expresión parecida a la que había visto en el diabólico Nasias, vencido en una ocasión.
Enrique empezó a cantar, y Wolfram se estremeció: reconoció en la composición las palabras de música de Nasias. Cuando su contrincante terminó, tuvo que reunir todas sus fuerzas para poder contestarle como correspondía. Y lo hizo con un canto tan magnífico que provocó las aclamaciones de la multitud. Por orden del señor del castillo, Enrique cantó de nuevo y lo hizo de una manera tan admirable que entusiasmó a todos.
El mismo Wolfram se sentía conmovido; pero divisando a la condesa Matilde en toda su belleza, tal como lo viera el primer día que la encontró en los jardines de la ducal mansión y observando que le dirigía una amorosa mirada, al llegarle a su vez el turno, cantó haciendo una descripción de la felicidad que experimentó cuando le tocó luchar contra el demonio. Puso tanto sentimiento y empleó tan lindas frases, que el pueblo, sin aguardar el fallo de los jueces,. Lo proclamó vencedor del torneo. El landgrave y los árbitros se levantaron confirmando la opinión general, resonaron las trompetas y el mariscal ciñó la corona en las sienes del triunfador.
El verdugo se preparó para ejecutar su terrible misión, pero apenas sus ayudantes quisieron apoderarse de Enrique, éste se convirtió en una nube negra y espesa que silbando desapareció en la atmósfera. Ante semejante prodigio, se retiraron todos pálidos y conmovidos. Y cuando el asombro que provocara se hubo calmado, el landgrave reunió a los maestros cantores y le dijo:
—Ahora comprendo por qué Klingsohr no quiso ser árbitro. Ya sea Enrique el que acaba de cantar o algún diablo mandado en su reemplazo, lo cierto es que la lucha ha terminado en vuestro honor.
Algunos sirvientes que estaban vigilando la puerta del castillo cuando se realizaba el torneo dijeron que en el momento el que Wolfram venció a Enrique vieron a un personaje parecido a Klingsohr alejarse del castillo montado en un caballo negro lleno de espuma.
La condesa Matilde entró en los jardines del castillo, donde la siguió Wolfram. La hermosa viuda tendió al joven poeta las manos en señal de agradecimiento y le dijo:
—Os estoy muy reconocida. Me salvasteis del poder del demonio.
—¿Es posible? —exclamó Wolfram, asombrado.
—Sí, mi querido maestro y amigo. Una noche, cuando todavía me sentía atada a la influencia nefasta de Enrique, quise componer un canto, y observé con horror que tanto las palabras como la música contenían frases que parecían inspiradas por una potencia infernal. Ante mí apareció de pronto una figura terrible que, agarrándome con sus ardientes manos, intentó arrojarme a un abismo que se había abierto a mis pies. Pero en aquel preciso instante se oyó un dulcísimo canto a cuyo influjo la figura diabólica quedó reducida a la impotencia, alejándose de mí, pero llevándose el pergamino en el que yo había escrito la extraña composición. Dando un aullido terrible se arrojó al abismo. Aquel canto salvador era el vuestro, era el mismo que hizo huir al diablo. Por eso, mi querido maestro, os debo más que la vida: os debo la salvación del alma.
Aquella misma tarde, estando Wolfram sentado en su aposento, le entregaron carta de Enrique. En ella el amigo lo saludaba cariñosamente, anunciándole que su espíritu estaba ya libre de la influencia del infierno. Después de agradecerle sus palabras bondadosas, le manifestaba que tenía la esperanza de poderle dar en breve mejores noticias. Tiempo después se supo que Enrique se encontraba en la corte del duque de Austria para el cual componía lindas canciones. Todo los maestros se alegraron de que hubiera renunciado a las falsas tentaciones y que, a pesar de los esfuerzos hechos por el infierno para atraerlo a sí, hubiera recobrado su alma religiosa.
Y así fue cómo Wolfram, con la pura inspiración de su canto y la amistad brotada de su noble corazón, logró la salvación de su amada y de su amigo y compañero.
E.T.A. Hoffmann (1776-1822)
Relatos góticos. I Relatos de E.T.A. Hoffmann.
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El análisis y resumen del cuento de E.T.A. Hoffmann: Los maestros cantores (Der Kampf der Sänger), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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