«El Ghoul»: Hugh Clifford; relato y análisis.


«El Ghoul»: Hugh Clifford; relato y análisis.




El Ghoul (The Ghoul) es un relato de terror del escritor inglés Hugh CliffordSir Hugh Charles Clifford (1866-1941)—, publicado originalmente en la antología de 1916: El otro lado del silencio (The Further Side of Silence); y desde entonces reeditado en numerosas colecciones, entre ellas: Un siglo de historias de terror (A Century Of Horror Stories); 65 grandes cuentos de lo sobrenatural (65 Great Tales Of The Supernatural) y El libro de los Muertos Vivos (The Book of the Living Dead).

El Ghoul, uno de los mejores cuentos de Hugh Clifford, relata la historia de dos antropólogos en las selvas malayas, quienes presencian inadvertidamente el macabro ritual de un Ghoul que desentierra el cadáver de un niño para convertirlo en su espíritu familiar.

SPOILERS:

El Ghoul de Hugh Clifford es uno de los relatos más macabros que hemos traducido en El Espejo Gótico. El autor nos sitúa en las selvas de Malasia, donde un oficial, Middleton, se dispone a relatar una excursión al territorio Sakai junto a su compañero, Juggins. Una fuerte tormenta los hace refugiarse en unas chozas habitadas por una mujer, quebrada por el dolor, que no quiere entregar a su bebé muerto. Posteriormente, el bebé es enterrado; y Juggins, un etnólogo aficionado, decide exhumar el cuerpo para realizarle estudios y, en última instancia, llevarlo a la civilización como muestra cultural del pueblo Sakai.

Middleton, el narrador, se muestra reacio, y hasta horrorizado por la idea, si bien él mismo es un hombre brutal que no ve en los Sakai ninguna diferencia con los animales. A pesar de sus objeciones, no puede convencer a Juggins, por lo que los dos hombres van a la tumba por la noche. No son los primeros en llegar. Una bruja ya ha desenterrado al bebé, y practica un macabro ritual con el pequeño cuerpo inarticulado en brazos. Ella resucita al niño muerto, mordiéndole la lengua, pero el ritual es interrumpido por el espanto de los dos hombres. Juggins le dispara a la bruja, pero falla. Ella huye. Los hombres vuelven a enterrar el cuerpo y abandonan el territorio Sakai al día siguiente.

Una primera lectura de El Ghoul da la impresión de ser un relato sumamente xenófobo [y probablemente lo sea], pero también posee una inesperada mirada autocrítica sobre la presencia británica en las colonias malayas. Hugh Clifford precarga la historia describiendo diferentes creencias de los Sakai, la mayoría, monstruosas; como la Penanggal, el espíritu de una mujer que murió al dar a luz y ahora se alimenta de niños vivos, o bien desentierra los pequeños cuerpos fallecidos para crear espíritus familiares, como ocurre más adelante en el relato. Se menciona un mordisco en la lengua del infante durante el ritual, cuya función, tal vez, es controlar a estos homúnculos y utilizarlos para llevar a cabo diversas fechorías [ver: La atracción por lo Macabro en la ficción]

En cierto modo, este Ghoul de Hugh Clifford es la versión poco sofisticada de las Vampiresas del castillo de Drácula, quienes se alimentan de los niños que les provee el Conde [ver: La verdad sobre las tres Vampiresas de Drácula]; e incluso podría ser vista como el opuesto de Lucy Westenra en su versión de Bloofer Lady, la cual merodea por los coquetos cementerios de la Londres victoriana [ver: Bloofer Lady: la transformación de Lucy Westenra]

Nuestra Ghoul, por supuesto, representa los aspectos más temibles de la feminidad, pero carece de la sofisticación de los vampiros de Bram Stoker; lo cual, en el contexto de la historia, es tan apropiado como eficaz. Ella es una Necrófaga en toda regla, y no se molesta en dispensarle ninguna delicadeza a sus pequeñas víctimas. Son, desde su perspectiva, solo carne muerta; algo similar a lo que ocurre con los vampiros de Salem's Lot, de Stephen King [ver: Danny Glick y los niños-vampiro de Stephen King]

A propósito de Ghouls, hay un interesante libro de Michaël Ranft, escrito en el siglo XVIII, que describe el pernicioso hábito de estos seres de roer viejos cadáveres, titulado oportunamente en latín: De Masticatione Mortuorum in Tumulis, que en español significa «sobre la masticación de los muertos en sus tumbas» [ver: Ghouls: vampiros de los cementerios]

Ahora bien, si logramos superar el racismo de Hugh Clifford, notorio y casi jactancioso, veremos que El Ghoul es deliberadamente ambiguo en cuanto a quién es el verdadero necrófago del título. La Bruja, desde luego, desentierra el cadáver y lo manipula como si se tratara de un pedazo de carne; pero el antropólogo, Juggins, también se había propuesto exhumar el cadáver del niño para utilizarlo con fines científicos [e igualmente impersonales]; y solo se abstiene de hacerlo porque la Bruja se le adelanta. A su manera, ambos son Ghouls; solo que Juggins está amparado por la ciencia occidental y sus supuestos valores; mientras que la Bruja actúa en base a sus rudimentarias [aunque eficaces] supersticiones [ver: Strigoi: los vampiros que inspiraron la leyenda de Drácula]

El tema de los Ghouls, estos necrófagos o vampiros que se entregan a fétidos banquetes de carne muerta, me resulta fascinante [ver: Ghouls: la historia secreta de los Necrófagos en la ficción]; sobre todo porque no hay una definición estándar, ni siquiera una descripción física común que nos permita imaginarlos de una forma u otra. Edgar Allan Poe, en el poema: Las campanas (The Bells), nos asegura que «no son ni hombres ni mujeres, ni bestias ni humanos, son ghouls». El poeta deja demasiado a la imaginación para completar el cuadro [ver: Razas y clanes de vampiros]

En las creencias populares árabes, el Ghoul es, esencialmente, un necrófago que vive de la carne de los muertos y habita en los cementerios rurales, donde puede salir por la noche y atacar a los cadáveres recientemente enterrados. En algunas leyendas, es bastante hábil para cubrir los rastros de su presencia. La palabra Ghoul apareció en inglés recién en 1786, más precisamente en la novela orientalista de William Beckford: Vathek (Vathek), del árabe ghul, que acaso se relaciona con el verbo ghala, «apoderarse de». En cualquier caso, los Ghouls son muy populosos en el relato de terror de la primera mitad del siglo XX [sobre todo en el ámbito del relato pulp], pero escasean sus leyendas en el Nuevo Mundo, y casi nunca se habla de ellos excepto como un mito. En Asia, y ocasionalmente en Europa, las historias sobre Ghouls son mucho más abundantes.

Hugh Clifford fue un escritor inglés que se desempeñó como oficial, y luego gobernador, de las colonias británicas en Malasia. Su trabajo no es indigno de comparación con el de los grandes maestros del género, aunque ha sido ignorado en gran medida por los estudiosos del horror y las tradiciones sobrenaturales. El Ghoul es un ejemplo de excelencia dentro del género, y también una prueba de cómo algunas poderosas historias macabras increíblemente han permanecido alejadas de un público más amplio. A pesar de compartir el espíritu colonialista de Rudyard Kipling y Joseph Conrad, Hugh Clifford no le debe nada a sus colegas. Su método es enteramente suyo, y sus experiencias como funcionario del gobierno británico en Malasia son emocionantes documentos sobre el horror y lo macabro.




El Ghoul.
The Ghoul, Hugh Clifford (1866-1941)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Habíamos estado sentados hasta tarde en la galería de mi bungalow en Kuala Lipis, que, desde lo alto de una colina baja cubierta de hierba áspera, dominaba el estrecho y largo tramo formado por las aguas combinadas del Lipis y el Jelai.

La luna había salido unas horas antes, y el río corría blanco entre las negras masas de bosque que parecían encerrarlo por todos lados, dándole la apariencia de un tarn aislado. El recinto toscamente despejado, con la cancha de tenis que nunca había pasado de la etapa de ser excavada y desmalezada, y los rangos creciendo más allá de la cerca de bambú, fueron inundados por la luz suave, cada detalle andrajoso de su fealdad se reveló como si fuera mediodía. La noche estaba muy tranquila, pero el aire denso y perfumado era fresco después del feroz calor del día.

Le había estado hablando al puñado de hombres que cenaron conmigo sobre el tema de las supersticiones lalay, mientras ellos sofocaban valientemente sus bostezos. Cuando un hombre tiene un conocimiento práctico de algo que no es conocido comúnmente por sus vecinos, es probable que presuponga su interés en él cuando se presenta la oportunidad, y en aquellos días solo a intervalos prolongados tuve un oportunidad de reunirme con otros hombres blancos. Por lo tanto, lo aproveché al máximo y, mirando hacia atrás, hablé la mayor parte de esa noche.

Le había contado a mi audiencia sobre la penanggal, la «Deshecha», ese horrible espectro de una mujer que ha muerto al dar a luz, que viene a atormentar y depredar a los niños pequeños con una apariencia espantosa; sobre el mdii-dnak, el extraño animalito blanco que hace ruidos de bestia alrededor de las tumbas de los niños y se supone que absorbe sus almas; y sobre los espíritus familiares que los hombres unen a su servicio levantándolos de los cadáveres de los bebés que han nacido muertos, cuyas lenguas muerden y tragan después de que el niño ha sido devuelto a la vida por agentes mágicos.

Fue en este punto cuando el joven Middleton empezó a rascarse las orejas; y yo, al encontrarme con que uno de mis oyentes por fin mostraba signos de interés, me lancé con renovado vigor, hasta que mis afligidos compañeros, uno por uno, se fueron a la cama, cada uno a su habitación.

Middleton se estaba quedando conmigo en ese momento, y él y yo nos sentamos un rato en silencio, después de que los demás se hubieran ido, mirando la luz de la luna en el río. Middleton fue el primero en hablar.

—Fue un mito curioso el que nos estaba contando, sobre el polong —dijo—. Hay un incidente relacionado con él del que nunca he hablado antes, y siempre he jurado que me lo guardaría para mí; pero ahora tengo una buena mente para contárselo, porque tu eres el único hombre que conozco que no me tildará de mentiroso si lo hago.

—Está bien. Dispara —dije.

—Bueno —dijo Middleton—. Fue así. Te acuerdas de Juggins, por supuesto. Era un naturalista, ya sabes. Vino a quedarse conmigo el año pasado. Buscaba insectos, orquídeas y cosas así, y hablaba de sí mismo como antropólogo, botánico y zoólogo, y Dios sabe qué más. Solía llenar su dormitorio con todo tipo de cosas que se arrastran, mantenidas en muy buenas condiciones. Se quedó conmigo durante unos diez días, y cuando escuchó que el deber me estaba llevando río arriba, al territorio Sakai, me pidió que lo dejara venir. Estaba bastante aburrido, porque los miembros de la tribu son muy tímidos con los extraños y apenas se estaban acostumbrando a mí; pero él era tremendamente entusiasta.

***


Cuando habíamos navegado río arriba durante aproximadamente una semana, ya en territorio Sakai, tuvimos que dejar los rápidos para seguir a pie. Fue un paseo duro, vadeando arriba y abajo y luchando con inesperadas colinas. Las sanguijuelas eran peores de lo que jamás las había visto, miles de ellas, pululando por tu espalda y apretándose en racimos en tu cuello.

No tenía suficientes hombres conmigo para hacer más que montar un pequeño campamento. El suelo era pobre, incluso para los Sakai: ñame, raíces de tapioca y un poco de maíz. Todo era nuevo para Juggins, pero se mantuvo firme como un hombre.

Bueno, una tarde, cuando la noche se estaba cerrando bastante rápido y la lluvia comenzaba a caer, Juggins y yo atacamos un campamento Sakai bastante grande en medio de un claro. Para cuando llegamos a las cabañas, estaba a punto de llover en serio, y como mis hombres estaban bastante cansados, decidí pasar la noche en el campamento y no hacer que nos pusieran refugios temporales. Los sakai luits son lugares sucios en el mejor de los casos.

Entramos en la más grande de las chozas, y luego encontramos a una mujer tendida al lado de su hijo muerto. Al parecer, se había sentido demasiado enferma para huir con el resto de su tribu. El chico estaba tan rígido como una roca, y no había nacido muchas horas atrás, diría yo. La madre parecía bastante enferma, y fui hacia ella, pensando que podría hacer algo por ella; pero no pareció verlo, y mordió y gruñó como un animal herido, agarrando al niño muerto, como si temiera que se lo quitara. Por lo tanto, la dejé sola; y Juggins y yo nos instalamos en una cabaña más pequeña, que era bastante nueva y no tan asquerosa y sucia como la mayoría de las guaridas Sakai.

En ese momento, cuando los Sakai que habían escapado se enteraron de que yo era el intruso, empezaron a regresar de nuevo. Primero vinieron un par de hombres y nos espiaron, y desaparecieron tan pronto como vieron. Luego se acercaron un poco más, se inclinaron repentinamente y volvieron a mirarnos. Los llamé en Se-noi, que siempre los tranquiliza, y cuando por fin reunieron el valor para acercarse, les di a cada uno un puñado de tabaco. Luego volvieron a la selva y fueron a buscar a los demás, y muy pronto el lugar estuvo plagado de Sakais de ambos sexos y de todas las edades.

Conseguimos una especie de comida y nos acomodamos para pasar la noche lo mejor que pudimos; pero no fue un negocio relajante. Juggins maldijo con elocuencia al suelo irregular, hecho de ramas muy toscamente recortadas, lo cual es una cosa infernalmente incómoda y hace que los huesos duelan como si estuvieran saliendo por las articulaciones. Los Sakai son compañeros de cama abominablemente inquietos, como ya sabes. Supongamos que uno debería darse cuenta de que hasta ahora solo han emergido parcialmente del animal y que, como las bestias, todavía son naturalmente nocturnas.

De todos modos, nunca duermen mucho de un tirón, aunque de vez en cuando se acurrucan y roncan entre los montones de cenizas de leña alrededor de la chimenea central, y siempre que te despiertes, siempre, verás media docena de ellos en cuclillas, medio ocultos por el humo, y parloteando como monos. Para mí es una maravilla lo que encuentran para contar: la comida, o más bien la patente imposibilidad de conseguir lo suficiente para comer, y una ocasional mención respetuosa a las bestias de presa y los demonios del bosque.

Esa noche estaban más inquietos que de costumbre. El bebé muerto fue suficiente para inquietarlos, y además se habían mojado mientras se escondían en la jungla después de nuestra llegada, y eso siempre provoca la enfermedad de la piel, con la que todos los Sakai están asfixiados, rascándose como locos.

Siempre que me despertaba podía oír sus uñas clavando sus sucias pieles; pero había tenido un día difícil y estaba acostumbrado a las pequeñas maneras de mis anfitriones, así que me las arreglé para dormir bastante bien. Juggins me dijo a la mañana siguiente que casi provocó otra estampida entre los Sakai al tratar de obtener una muestra del hongo o bacilo, o lo que sea, que ocasiona la enfermedad de la piel. No sé si lo logró. Por mi parte, creo que probablemente se deba a una cuestión crónica: los pobres diablos nunca han tenido más que una comida completa muy ocasional durante cientos de generaciones. He visto pequeños mocosos apenas capaces de pararse, blancos, con la piel despellejada en escamas.

A la mañana siguiente me desperté justo a tiempo para ver cómo metían al bebé muerto en un agujero en el suelo. Encajaron su cuerpo en un trozo de corteza y lo metieron en la tumba que habían cavado al borde del claro. Enterraron un pedernal y acero y un cuchillo para madera y algo de comida, y algunas otras cosas con él, aunque ningún bebé vivo podría haber tenido alguna utilidad para la mayoría de ellos, y mucho menos uno muerto. Entonces el viejo curandero de la tribu recitó el ritual sobre la tumba. Me tomé la molestia de traducirlo una vez. Decía algo como esto:


«Oh tú, que has salido de entre los que habitan sobre la faz de la tierra, y has tomado por morada la tierra que está debajo, pedernal y acero te hemos dado para encender tu fuego, vestiduras para cubrir tu desnudez, alimento para llenar tu vientre y un cuchillo de madera para despejar tu camino. Ve, entonces, y hazte amigos entre los que habitan bajo la tierra, y no vuelvas más a molestar a los que habitan en el superficie.»


Fue breve y al grano; y luego pisotearon el suelo, mientras la madre, que ya se había puesto de pie, gimoteaba por el lugar como un gato que ha perdido a sus gatitos. Un perro sarnoso y medio muerto de hambre vino y olió hambriento alrededor de la tumba, hasta que fue despedida aullando por las patadas de todos los animales humanos que pudieron alcanzarlo; y un pobre mocoso, que por casualidad empezó a cantar unos minutos después, fue pateado, esposado y golpeado por todos los que cómodamente podrían llegar hasta él con el pie, la mano o el proyectil.

Abstenerse de cantar y bailar durante un período de nueve días es la forma Sakai de llorar a los muertos, y cualquier incumplimiento se considera que ofende gravemente al espíritu del difunto y puede traer mala suerte a la tribu, por lo que se consideró necesario castigar al pilluelo que había canturreado.

A continuación, los Sakai se pusieron a trabajar para empacar todos sus enseres domésticos, un negocio no muy laborioso; y en aproximadamente media hora el último de los cargados parecía el exterior de la carreta de un gitano. Los Sakai siempre cambian de campamento, así, cuando ocurre una muerte, porque piensan que el fantasma de los muertos acecha donde murió el cuerpo. Cuando se desata una epidemia entre ellos, están tan ocupados cambiando de lugar, construyendo nuevas chozas y plantando cosechas frescas que no tienen tiempo para procurarse alimentos adecuados, y la mitad de los que no están agotados por la enfermedad mueren inanición.

Son un grupo extraño.

Bueno, Juggins y yo nos quedamos solos, pero mis hombres necesitaban descansar, así que decidí no caminar más ese día, y Juggins y yo pasamos nuestro tiempo tratando de cazar algo, pero aunque nos encontramos con un gran camino arado, que los rebaños habían hecho al bajar al agua, no vimos ni pezuñas ni cuernos, y regresamos por la noche al desierto campamento de Sakai, dos de mis lalays se tambaleaban bajo los montones de basura que Juggins llamaba sus especímenes botánicos.

Los hombres que habíamos dejado atrás se las habían ingeniado para pescar, y con eso y los ñames obtuvimos una comida bastante decente. Yo estaba acostado en mi colchoneta, leyendo con la ayuda de una antorcha, cuando de repente Juggins se sentó, con sus ojos mirándome con emoción.

—Debo tener ese bebé —dijo—. Sería un espécimen etnológico único e invaluable.

—Púdrase —dije—. Vaya a dormir, viejo. Quiero leer.

—No, pero hablo en serio —dijo Juggins—. No te das cuenta del carácter sin precedentes de la oportunidad. Los Sakai se han ido, por lo que sus susceptibilidades no se indignarían. La ganancia potencial para la ciencia es inmensa. Sería criminal desatender tal oportunidad. Considero el asunto a la luz de un deber que le debo al conocimiento humano. Lo digo claramente, quiero tener ese bebé, le guste o no.

Juggins siempre estuvo hablando del conocimiento humano, como si él fuera su socio en una especie de empresa comercial.

—No solo hay que tener en cuenta a los Sakai —dije—. Mis malayos también son sensibles a los robos de cuerpos. Hay que pensar en el efecto sobre ellos.

—No puedo evitarlo —dijo Juggins resueltamente—. Voy a salir a desenterrarlo ahora.

Él ya se había puesto las botas y estaba ordenando sus herramientas botánicas en busca de una paleta. Vi que no había nadie que lo sujetara.

—Juggins —dije bruscamente—. Siéntate. Eres un lunático, por supuesto, pero yo también lo soy por permitirte venir aquí conmigo, sabiendo que eres la especie particular de loco que eres.

—Lo siento —dijo Juggins con rigidez—. Siento mucho no poder complacerlo. Sin embargo, mi deber como hombre de ciencia me obliga a aprovechar esta oportunidad enviada por Dios de ampliar nuestro conocimiento etnológico de un pueblo poco conocido.

—Pensé que no creías en Dios —dije con amargura, porque Juggins añadió un agnosticismo militante a sus otras cualidades atractivas.

—Creo en mi deber para con el conocimiento humano —respondió sentenciosamente—. Y si no me ayuda a cumplirlo, debo cumplirlo sin ayuda.

Había encontrado su pala y se puso de pie de nuevo.

—No seas idiota, Juggins —dije—. Escúchame. Si vas a desenterrar a ese bebé muerto habrá que olvidarse de mis malayos. No soportan los cadáveres exhumados, y no tienen simpatía por la gente que anda con esas cosas. Todavía no han sido educados hasta el punto de comprender el interés en los secretos de la ciencia, y si pudieran entender nuestra charla, estarían convencidos de que necesitamos el cuerpo del niño para alguna brujería. Entonces, ¿quién llevaría sus preciosos especímenes botánicos de regreso?

—El esqueleto del niño es aún más valioso —respondió Juggins—. Es bueno que usted comprenda que este asunto es para mí es una cuestión de deber. No voy a dejar que mi propósito se marchite por argumentos o amenazas.

Era tan terco como una mula, y yo estaba bastante cansado de él; pero vi que si lo dejaba solo actuaría imprudentemente, logrando que mis malayos se fueran. Si eso sucedía, estaríamos acabados. Los senderos en el territorio Sakai son abominablemente confusos, y aparte del temor de perder todo nuestro equipo de campamento, no estaba de ninguna manera seguro de poder encontrar el camino de regreso a la civilización sin ayuda. Por lo tanto, haciendo de la necesidad una virtud, decidí que dejaría a Juggins tener su espécimen bestial, siempre que consintiera en ser guiado enteramente por mí en todos los detalles relacionados con la exhumación.

—Eres un desgraciado —dije con franqueza—. Y si alguna vez te llevo de regreso, no tendré nada más que ver contigo mientras viva. De todos modos, tengo la culpa de haberte traído aquí.

—Vamos —dijo Juggins, bastante desconcertado por mis insultos.

—Espera —respondí con represión—. Esto no se puede hacer hasta que toda mi gente esté dormida. Acuéstate en tu colchoneta y cállate. Cuando sea seguro, te daré la orden.

Juggins gimió y trató de persuadirme para que lo dejara ir de inmediato; pero juré que nada me induciría a moverme antes de la medianoche, y con eso me di la vuelta y me acosté, leyendo y fumando, mientras Juggins echaba humo y se inquietaba al observar las lentas manecillas de su reloj.

Siempre llevo libros conmigo a la jungla, y cuanto más completamente incongruentes son con mi entorno inmediato, más refrescantes los encuentro. Recuerdo que esa noche estaba releyendo a Florence Montgomery con lágrimas en los ojos. Y cuando mis malayos se durmieron, el sentimentalismo que me produjo el libro me había enfermado más que Juggins y su repugnante proyecto.

Nunca me sentí tan criminal como esa noche, cuando Juggins y yo salimos de la cabaña con cautela a través de las formas postradas de mis malayos dormidos; ni me había dado cuenta antes de lo difícil que es caminar sin hacer ruido sobre un piso calado de ramas desniveladas. Salimos del lugar y por fin bajamos la loca escalera, sin despertar a ninguno de mis compañeros, y luego comenzamos a arrastrarnos por el borde de la jungla que rodeaba el claro.

¿Por qué pensamos que era necesario arrastrarnos? No lo sé. No queríamos ser vistos por los malayos, si alguno de ellos se despertaba; pero además de eso, supongo que la larga espera y el extraño tipo de trabajo que buscábamos nos habían puesto los nervios de punta.

La noche estaba tan tranquila como la mayoría de las noches en la jungla; es decir, llena de ruidos —pequeños ruidos de animales y árboles a medio oír—; y cada sonido ocasional me hacía saltar casi fuera de mi piel. No había un suspiro en el claro, pero millas por encima de nuestras cabezas las nubes corrían a través de la luna, que parecía como si las atravesara en la dirección opuesta a una velocidad tremenda, como un gran globo de fuego blanco. Estaba oscuro como boca de lobo a lo largo del borde del claro, porque la jungla proyectaba una densa sombra; y Juggins seguía golpeando esos grandes y torpes pies suyos contra los tocones y maldiciendo en voz baja bajo.

Justo cuando nos acercábamos a la tumba del niño, las nubes que oscurecían la luna se volvieron un poco más delgadas, y la luz ligeramente aumentada me mostró algo que hizo que agarrara a Juggins del brazo.

—¡Agárrate fuerte! —susurré, acuclillándome instintivamente en la sombra y arrastrándolo detrás de mí—. ¿Qué es eso en la tumba?

Juggins sacó su revólver y, al mirarlo a la cara, vi que estaba tan pálido como la muerte. También estaba presionado contra mí, mientras se agachaba un poco más cerca. Me pareció que estaba temblando. Le susurré, diciéndole que no disparara; y nos quedamos allí sentados durante casi un minuto, creo, mirando a través de la luz incierta, y tratando de distinguir qué podría ser la criatura que estaba agachada sobre la tumba y haciendo un extraño sonido de arañazos.

Entonces la luna salió repentinamente a un trozo de cielo abierto. Lo que reveló no me hizo sentir mejor. Lo que habíamos estado mirando estaba arrodillado sobre la tumba frente a nosotros. Era una vieja bruja Sakai. Estaba completamente desnuda y, a la luz brillante de la luna, podía ver sus pechos largos y colgantes balanceándose como la papada de un buey, y las manchas descoloridas de la enfermedad de la piel inmunda. El cabello le colgaba alrededor de la cara en grandes mechones enmarañados, cayendo hacia adelante mientras se inclinaba sobre la tumba, y sus ojos brillaban a través de la maraña como los de algún animal sucio y desaliñado. Sus largos dedos, que tenían uñas como garras, rasgaban la tierra de la tumba, y su cuerpo estaba empapado de sudor, de modo que brillaba a la luz de la luna.

—Parece como si alguien más quisiera a tu precioso bebé, Juggins —le susurré; y un espíritu de emulación lo hizo ponerse de pie, hasta que lo hice retroceder—. Quédate quieto, hombre —dije—. Vamos a ver qué está tramando la vieja bruja. Ciertamente no es la madre del mocoso.

—No —jadeó Juggins—. Esta es una mujer mucho mayor. ¡Gran Dios! ¡Es un ghoul!

Luego nos quedamos en silencio otra vez. Estábamos escondidos de la bruja por unos pocos mechones de hierba, y la sombra de la jungla también nos cubría. Incluso si hubiéramos estado al aire libre, cuestiono si la anciana nos hubiese visto, tan ansiosamente concentrada estaba en su trabajo. Durante cinco minutos completos, lo más cerca que puedo imaginar, nos sentamos en cuclillas mirándola raspar y rasgar y rascar la tierra de la tumba, con una especie de un frenesí de energía, y todo el tiempo sus labios seguían moviéndose, aunque ningún sonido que pudiera oír salió de ellos.

Por fin se acercó al cadáver, y la vi levantar el envoltorio de corteza de la tumba y sacar el cuerpo del bebé. Luego se sentó sobre los talones y aulló a la luna. Hizo esto tres veces, y no sé qué tenían esos aullidos prolongados que te crispaban los nervios, pero cada vez el sonido se volvía más insistente e intolerable. Luego, con mucho cuidado, depositó el cuerpo del niño en una posición que parecía tener alguna conexión con los puntos cardinales, ya que tomó mucho tiempo y consultó a la luna y a las sombras repetidamente antes de quedar satisfecha con la orientación de la cabeza y los pies.

Luego se levantó y empezó a danzar muy lentamente alrededor de la tumba. No fue un espectáculo reconfortante, allá afuera, en la espantosa soledad de la noche, a millas de distancia de todos y de todo, ver a esa abominable anciana a la luz de la luna, mientras esos inquietos labios de ella llamaban silenciosamente a todos los demonios del infierno con palabras que no podíamos oír.

Juggins se apretó contra mí con más fuerza que nunca, y su mano en mi brazo se cerró cada vez más fuerte. Temblaba como una hoja, y no creo que yo estuviera mucho más estable.

No suena muy terrible, como les digo aquí en un entorno comparativamente civilizado; pero en ese momento, la visión de esa figura oscura bailando silenciosamente a la luz de la luna con su sombra desgarbada me asustó mucho.

Ella bailó así durante algunos minutos, aferrándose al bebé muerto como si tuviera la intención de unirse a él. Si alguien me hubiera dicho esa mañana que yo sería capaz de ser asustado por una anciana, debería haberme reído, pero no vi nada extravagante en la idea mientras duró aquel baile grotesco.

Sus movimientos, que habían sido muy lentos al principio, se volvieron gradualmente cada vez más rápidos, hasta que cada átomo de ella se movió violentamente, y su cuerpo y sus extremidades se balancearon de un lado a otro, como las ramas de un árbol en un tornado. Entonces, de repente, se derrumbó en el suelo, de espaldas a nosotros, y agarró el cuerpo del bebé. Pareció amamantarlo, como una madre amamantaría a su hijo; y mientras se balanceaba de un lado a otro, vi la curva de la cabeza de la criatura apoyada en su delgado brazo izquierdo, y luego sus pies cerca de la curva de su codo derecho. Y ahora ella estaba canturreando. Era un canto entrecortado que podría haber sido una canción de cuna o tal vez algún encantamiento.

Ella meció al niño lentamente al principio, pero muy rápidamente el ritmo se aceleró, hasta que su cuerpo se balanceó de un lado a otro desde las caderas, y de lado a lado, a tal velocidad que, para mí, parecía como si estuviera cayendo. Simultáneamente su canto agudo se hizo cada vez más rápido, y cada instante más angustioso.

A continuación, de repente cambió el movimiento. Agarró la cosa que estaba amamantando por sus brazos y comenzó a bailar arriba y abajo, todavía moviéndose con increíble agilidad y canturreando más condenadamente que nunca. Pude ver la cara pequeña y arrugada de la cosa sobre su cabeza cada vez que lo hacía bailar, y luego, cuando lo bajaba de nuevo, lo perdía de vista por un segundo, hasta que todo se repetía.

Mantuve mis ojos fijos en el rostro de la cosa cada vez que aparecía a la vista, y juro que no era una ilusión óptica, parecía estar vivo. Tenía los ojos abiertos y en movimiento, y la boca se movía, como la de un niño que intenta reír pero es demasiado pequeño para hacerlo correctamente. Su rostro dejó de ser como el de un bebé recién nacido. Estaba distorsionado por una horrible animación. Fue la vista más sobrenatural.

Juggins también lo vio, porque pude oírle respirar más fuerte y más corto de lo que debería hacerlo un hombre sano.

Entonces, todo en un momento, la bruja hizo algo.

No vi claramente qué era; pero me pareció que se inclinaba hacia delante y lo besaba; y en ese mismo instante se elevó un grito como el lamento de un alma perdida. Puede haber sido algo en la jungla, pero conozco mis junglas malayas bastante a fondo, y nunca había escuchado un grito como ese, antes ni desde entonces. Lo siguiente que supimos fue que la vieja bruja había arrojado el cuerpo a la tumba, y estaba arrojándole tierra y saltando sobre ella, mientras ese extraño grito se hacía cada vez más débil.

Todo sucedió tan rápido que no había tenido tiempo de moverme antes de que volviera a estar completamente consciente por el fuerte crujido del revólver de Juggins disparado cerca de mi oído.

—¡Lo está enterrando vivo! —gritó.

No era algo que un hombre pudiera decir, un hombre que había visto al niño yaciendo desnudo y muerto más de treinta horas antes; pero el mismo pensamiento estaba en mi mente cuando ambos comenzamos a correr. La bruja había desapareció en la jungla tan silenciosamente como una sombra.

Juggins había fallado. Siempre fue un pésimo tirador. Sin embargo, no pensamos en ella. Simplemente nos arrojamos sobre la tumba y cavamos con nuestras manos, hasta que el bebé estuvo en mis brazos. Estaba frío y rígido, y la putrefacción ya había comenzado a hacer su trabajo. Me obligué a abrir su boca y vi algo que había esperado.

Le faltaba la punta de la lengua. Parecía como si hubiera sido mordido por un juego de dientes irregulares, porque el borde dejado atrás era como una sierra.

—Está muerto —le dije a Juggins.

—Pero lloró. ¡Lloró! —gimió Juggins—. Puedo oírlo ahora. Pensar que dejamos que esa horrible criatura lo asesine.

Se sentó con la cabeza entre las manos.

Así como antes había estado asustado, comencé a reponerme.

—Putrefacto —dije—. La cosa ha estado muerta durante horas, y de todos modos, aquí está tu precioso espécimen si lo quieres.

Lo había dejado en el suelo y ahora lo estaba señalando desde la distancia. Su proximidad no era agradable. Juggins, sin embargo, sólo se estremeció.

—Enterradlo, en el nombre del cielo —dijo, con la voz rota por los sollozos—. No me lo llevaría por nada del mundo. Además, está vivo. Lo vi y lo escuché.

Lo devolví a su tumba, y al día siguiente dejamos el territorio Sakai. Juggins tenía una fiebre terrible, y de todos modos ya habíamos tenido suficiente de los Sakai y de sus hábitos.

Nos juramos guardar el secreto cuando Juggins, al recomponerse de sus nervios, dijo que la precisión de nuestras observaciones no era susceptible de pruebas científicas, la cual, según tengo entendido, era la piedra en la que su religión se había construido. Además, no me apetece que me acusen de borracho, menos de mentiroso. Sin embargo, tú sabes algo de las cosas extrañas de Oriente, así que esta noche he roto nuestro voto. Ahora me voy a acostar.

***


El joven Middleton murió de fiebre y disentería en algún lugar del interior del país, uno o dos años más tarde. Su nombre no era Middleton, por supuesto; de modo que no estoy realmente delatándolo, como él lo llamó. En cuanto a su compañero, aunque la última vez que supe de él, seguía vivo y era una luz brillante en el mundo científico, lo llamé Juggins y, como la familia es numerosa, no correrá ningún riesgo de ser identificado.

Hugh Clifford (1866-1941)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de vampiros.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hugh Clifford: El Ghoul (The Ghoul), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato interesante, pero más anecdótico o antropológico que literario. Es decir, siento que Clifford estaba más preocupado en recoger esta historia (que él afirma en el prefacio de la obra que no es inventada) que producir un cuento propiamente dicho a partir de la anécdota. Podría haber explotado mucho más todo. Pero está bueno.



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