«El final de la historia»: Clark Ashton Smith; relato y análisis


«El final de la historia»: Clark Ashton Smith; relato y análisis.




El final de la historia (The End of the Story) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Clark Ashton Smith, publicado originalmente en la edición de mayo de 1930 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1942: Fuera del espacio y el tiempo (Out of Space and Time).

El final de la historia, uno de los grandes cuentos de Clark Ashton Smith, pertenece al ciclo de Averoigne, y se introduce de lleno en las leyendas de vampiros, en este caso, a través de una Lamia.

El final de la historia de Clark Ashton Smith no se inspira directamente en los mitos griegos para dar forma a esta inquietante vampiresa, especie de súcubo que se alimenta exclusivamente de varones, sino más bien en las leyendas medievales, donde las Lamias continuaron haciendo de las suyas en un contexto que las veía más como demonios femeninos y no tanto como criaturas mitológicas.




El final de la historia.
The End of the Story, Clark Ashton Smith (1893-1961)

El siguiente relato se encontró entre los papeles de Christophe Morand, un joven estudiante de leyes de Tours, después de su inexplicable desaparición durante una visita a la casa de su padre cerca de Moulins, en Noviembre de 1798:

Un siniestro crepúsculo pardorojizo de otoño, anticipado por la inminencia de un repentino retronar, había cubierto el bosque de Averoigne. Los árboles a lo largo de mi camino estaban ya borrosos hasta parecer bloques de ébano, y el camino mismo, pálido y espectral ante mí en la penumbra espesante, parecía vacilar y estremecerse ligeramente, como con el temblor de algún misterioso terremoto. Espoleé mi caballo, que estaba penosamente cansado de una jornada iniciada al amanecer, y se había entregado hacía horas a un trote quejoso y reluctante, y descendimos galopando el oscuro sendero entre inmensos robles que parecían inclinarse hacia nosotros con ramas como zarpas mientras pasábamos.

Con espantosa rapidez, la noche estaba sobre nosotros, la negrura se convirtió en un tangible velo colgante; una confusión y una desesperación de pesadilla me llevó a espolear a mi montura de nuevo con un rigor más cruel; y ahora, conforme avanzábamos, el primer murmullo remoto de la tormenta se mezcló con el resonar de los cascos de mi caballo, y los primeros relámpagos luminosos alumbraron nuestro camino, que, para mi desconcierto (puesto que me creía en la ruta principal que atraviesa Averoigne), se había estrechado inexplicablemente hasta convertirse en una senda pisoteada.

Seguro de haberme perdido, pero sin intención de desandar mis pasos bajo los dientes de la oscuridad y las pujantes nubes de la tormenta, me apresuré, esperando, como parecía razonable, que una senda tan evidentemente gastada tendría que conducir finalmente hasta alguna casa o castillo, donde podría encontrar refugio para la noche. Mi esperanza estaba bien fundada, pues en los minutos siguientes divisé una luz parpadeante a través de las ramas del bosque, y llegué de improviso a un claro abierto, donde, sobre una suave eminencia, se erigía un gran edificio, con varias ventanas iluminadas en el piso de abajo, y una cúspide que resultaba prácticamente indistinguible en contraste con los cúmulos de nubes arrastradas.

—Sin duda un monasterio —pensé, mientras recogía las riendas, y descendiendo de mi fatigada montura, alcé el pesado llamador de latón en forma de cabeza de perro y lo dejé caer sobre la puerta de roble.

El sonido fue imprevisiblemente intenso y retumbante, con una reverberación casi sepulcral, y me estremecí involuntariamente, con una sensación de aturdimiento, o de inusual estupefacción. Ésta, un momento después, se disipó por completo cuando empujaron la puerta para abrirla y un monje alto y de facciones rubicundas se mostró ante mí en el grato resplandor de los candiles que iluminaban un espacioso recibidor.

—Le deseo la bienvenida a la abadía de Perigon —dijo, en un suave murmullo, y mientras todavía estaba hablando, otra figura cubierta de toga y capucha apareció y se hizo cargo de mi caballo.

Mientras murmuraba mi gratitud y mi reconocimiento, la tormenta estalló y tremendas gotas de lluvia, acompañadas por los cada vez más cercanos estallidos del trueno, cayeron con furia demoníaca sobre la puerta que se había cerrado tras de mí.

—Es una fortuna que nos encontrara cuando lo hizo —observó mi anfitrión—. Sería pernicioso para cualquier hombre o bestia hallarse fuera de su casa en medio de semejante pandemonium.

Adivinando sin preguntar que estaba tan hambriento como cansado, me llevó al refectorio y colocó ante mí una generosa colación compuesta de carne de cordero, pan negro, lentejas y un excelente y poderoso vino tinto. Se sentó frente a mí ante la mesa del refectorio mientras yo comía, y, con el apetito un poco suavizado, aproveché la ocasión de observarlo más atentamente. Era alto y fornido, y sus facciones, en las que la frente no era menos ancha que la poderosa mandíbula, delataban intelecto al mismo tiempo que afición a la buena vida. Una cierta delicadeza y refinamiento, un aire de academicismo, de buen gusto y buena crianza, emanaba de él, y pensé para mí: Este monje es probablemente un experto en libros tanto como en vinos.

Sin duda mi expresión traicionó la rapidez de mi curiosidad, pues dijo, como si me contestara:

—Soy Hilaire, el abad de Perigon. Somos una orden Benedictina, que vive en amistad con Dios y con todos los hombres, y no sostenemos que el espíritu haya de ser enriquecido mediante la mortificación o el empobrecimiento del cuerpo. Tenemos en nuestras despensas abundancia de todo tipo de provisiones, en nuestro sótano las mejores y más añejas cosechas de la región de Averoigne. Y, si tales cosas le interesan, como puede ocurrir que así sea, tenemos una biblioteca que está provista con valiosos tomos, con preciosos manuscritos, con las más excelsas obras del paganismo y la Cristiandad, incluso ciertos escritos únicos que sobrevivieron al holocausto de Alejandría.

—Aprecio su hospitalidad —dije, inclinándome—. Soy Christophe Morand, un estudiante de leyes, de camino a casa desde Tours hasta las propiedades de mi padre cerca de Moulins. Yo, también, soy amante de los libros, y nada me sería más grato que el privilegio de inspeccionar una biblioteca tan rica y curiosa como la que acaba de mencionar.

Inmediatamente, mientras terminaba mi comida, dimos en hablar de los clásicos, y en citar y comentar pasajes del Latín, Griego o de los autores Cristianos. Mi anfitrión, pronto lo descubrí, era un estudioso de inusuales dotes, con una erudición, una dispuesta familiaridad tanto con la literatura antigua como la moderna que hizo a la mía propia parecer la del más simple de los principiantes en comparación. Él, por su parte, fue tan amable como para encomiar mi Latín, que distaba mucho de ser perfecto, y para cuando yo había vaciado mi botella de vino tinto estábamos charlando familiarmente como viejos amigos.

Toda mi fatiga se había disipado ahora, para ser sustituida por un extraño sentimiento de bienestar, de comodidad física combinada con claridad y agudeza mentales. De modo que, cuando el abad sugirió que hiciéramos una visita a la biblioteca, asentí con regocijo. Me llevó por un largo corredor, a cuyos lados estaban las celdas pertenecientes a los hermanos de la orden, y abrió, con una enorme llave de bronce que colgaba de su cinturón, la puerta de una gran estancia de techo elevado y varias profundas ventanas. Verdaderamente, no había exagerado los recursos de la biblioteca; pues los largos estantes se hallaban rebosantes de libros, y muchos volúmenes estaban apilados bien alto sobre las mesas o amontonados en los rincones.

Había rollos de papiro, de pergamino, de piel; había extraños códices Bizantinos o Coptos; había antiguos manuscritos Arábigos y Persas de cubiertas floreadas o repujadas de joyas; había veintenas de incunables procedentes de primeras ediciones; había innumerables copias de antiguos autores hechas por los monjes, encuadernadas en madera o marfil, con ricas ornamentaciones e inscripciones que eran a menudo en sí mismas una obra de arte. Con un cuidado que era a la vez tierno y meticuloso, el abad Hilaire fue sacando un volumen tras otro para que yo los inspeccionara. Muchos de ellos no los había visto antes; de algunos ni siquiera la fama o los rumores me habían hecho conocer su existencia.

Mi interés acalorado, mi entusiasmo no fingido, evidentemente le agradaron, pues al fin oprimió un resorte escondido en una de los paneles de la biblioteca y sacó un gran cajón, en el cual, me dijo, se hallaban ciertos tesoros que él no se preocupaba de exhibir para la edificación o el disfrute de muchos, y cuya misma existencia los monjes no podían soñar.

—Aquí —continuó— están tres odas de Catulo que no encontrará usted en ninguna edición publicada de sus obras. Aquí, también, está un manuscrito original de Safo, una copia completa de un poema que de otro modo sólo perdura en breves fragmentos; aquí están dos de los cuentos perdidos de Mileto, una carta de Pericles a Aspasia, un diálogo desconocido de Platón y una antigua obra Arábiga sobre astronomía, de autor desconocido, en la que se anticipan las teorías de Copérnico. Y, finalmente, aquí está la de algún modo infame Histoire d' Amour, de Bernard de Vaillantcoeur, que fue destruida inmediatamente después de su publicación, y de la cual sólo se sabe que existe una copia más.

Mientras contemplaba con asombro y curiosidad mezclados los tesoros únicos e inadvertidos que me mostraba, vi en una esquina del cajón lo que parecía ser un delgado volumen de cubiertas lisas y sin título, encuadernado en cuero oscuro. Me aventuré a tomarlo, y hallé que contenía unos cuantos pliegos de apretada escritura manuscrita en antiguo Francés.

—¿Y esto? —inquirí, volviéndome a mirar a Hilaire, cuyo rostro, para mi desconcierto, había asumido repentinamente una expresión melancólica y atribulada.

—Sería mejor no preguntar, hijo mío —Se santiguó mientras hablaba, y su voz ya no volvió a ser dulce, sino áspera, agitada, repleta de una perturbación dolorosa—. Hay una maldición en las páginas que usted sostiene en la mano; un malévolo hechizo, un poder maligno se encuentra ligado a ellas, y aquel que se atreva a leerlas se halla en adelante en horrible peligro de cuerpo y alma.

Me quitó el pequeño volumen mientras hablaba, y lo devolvió al cajón, santiguándose de nuevo con cuidado conforme lo hacía.

—Pero, padre —me atreví a contradecirle—, ¿cómo pueden ser tales cosas? ¿Cómo puede haber peligro en unas cuantas hojas escritas de pergamino?

—Christophe, hay cosas más allá de su entendimiento, cosas que no sería bueno para usted conocer. El poder de Satán se puede manifestar de modos extraños, de diversas maneras; hay otras tentaciones además del mundo y la carne, hay maldades no menos sutiles que irresistibles, hay herejías ocultas, y necromancias distintas de aquellas que practican los hechiceros.

—¿Con qué, entonces, tienen que ver estas páginas, cuál es ese peligro tan oculto, tal poder infernal como acecha dentro de ellas?

—Le prohíbo preguntar.

Su tono fue de gran rigor, con una resolución que me disuadió de seguir preguntando.

—Para usted, hijo mío —continuó—, el peligro sería doblemente grande, porque es usted joven, ardiente, lleno de deseos y curiosidades. Créame, es mejor olvidar que ha visto alguna vez este manuscrito.

Cerró el cajón oculto, y conforme lo hacía, su expresión de atribulada melancolía fue reemplazada por su anterior benignidad.

—Ahora —dijo, mientras volvía hacia uno de los estantes—, le mostraré la copia de Ovidio de la que fue propietario el poeta Petrarca.

Era otra vez el afable estudioso, el benévolo y jovial anfitrión, y resultaba evidente que no había que referirse de nuevo al misterioso manuscrito. Pero su extraña turbación, las oscuras y atroces insinuaciones que había dejado caer, los vagos términos terroríficos de su prohibición, habían servido en conjunto para despertar mi más salvaje curiosidad, y, aunque sentía que la obsesión era irrazonable, fui perfectamente incapaz de pensar en nada más durante el resto de la velada. Toda suerte de especulaciones, fantásticas, absurdas, violentas, ridículas, terribles, enturbiaban mi cerebro conforme admiraba puntualmente los incunables que Hilaire bajaba tan delicadamente de los estantes para mi disfrute.

Al fin, hacia la medianoche, me condujo a mi habitación especialmente reservada para los visitantes, y con más comodidades, más lujo propiamente dicho en sus colgaduras, alfombras y su cama profusamente acolchada de lo que era permisible en las celdas de los monjes o del abad mismo. Incluso cuando Hilaire se hubo retirado, y yo hube probado para mi satisfacción la suavidad de la cama que se me había asignado, mi cerebro todavía remolineaba con preguntas concernientes al manuscrito prohibido.

Aunque la tormenta había cesado ahora, pasó un largo rato hasta que me dormí; mas el sopor, cuando finalmente llegó, fue limpio de sueños y profundo. Cuando desperté, un río de sol claro como oro fundido se vertía por mi ventana. La tormenta se había disipado por completo, y ni el más leve jirón de nube era visible por parte alguna en los cielos azul pálido de Octubre. Corrí a la ventana y me asomé a un mundo de bosques otoñales y campos destellantes con los diamantes de la lluvia. Todo era hermoso, todo era idílico hasta un extremo que podría ser apreciado en su totalidad sólo por alguien que hubiera vivido durante una larga temporada, como yo lo había hecho, dentro de los muros de una ciudad, con edificios elevados en lugar de árboles y pavimentos de piedra donde debería estar la hierba.

Pero, encantador como era, el primer plano retuvo mi atención sólo durante unos momentos; después, más allá de las copas de los árboles, vi una colina, no más que a una milla de distancia, en cuya cima se levantaban las ruinas de algún viejo castillo, la destrozada y ruinosa condición de cuyos muros y torres era perfectamente visible. Arrastró mi atención irresistiblemente, con un invencible sentido de atracción romántica, que de algún modo parecía tan natural, tan inevitable, que no me detuve a analizarlo o a preguntarme por él; y una vez lo hube visto, no podía apartar mis ojos, sino que me demoré en la ventana durante un tiempo del que no fui consciente, escrutando tan estrechamente como podía los detalles de cada torreta y bastión sacudidos por el tiempo.

Cierta indefinible fascinación era inherente a la propia forma, la magnitud, la disposición de los escombros, una fascinación no diferente de aquella ejercida por un pasaje de música, por una mágica combinación de palabras en poesía, por los rasgos de un rostro querido. Contemplando, me perdí en ensueños que no pude recordar después, pero que dejaron tras de sí la misma embrujadora sensación de innombrable deleite que los sueños nocturnos olvidados pueden dejar a veces.

Fui devuelto a las realidades de la vida por un suave toque en mi puerta, y me di cuenta de que había olvidado vestirme. Era el abad, que venía para averiguar cómo había pasado la noche, y para decirme que el desayuno estaba preparado en cualquier momento que tuviera a bien levantarme. Por alguna razón, me sentí un poco confuso, incluso avergonzado, por haber sido sorprendido en medio de un sueño diurno; y aunque era sin duda innecesario, me disculpé por mi tardanza. Hilaire, pensé, me dirigió una mirada perspicaz, inquisitiva, que desapareció rápidamente, cuando, con la suave cortesía de un buen anfitrión, me aseguró que no había nada en absoluto por lo que yo necesitara disculparme.

Cuando hube desayunado, le dije a Hilaire, con numerosas expresiones de gratitud por su hospitalidad, que era el momento de retomar mi viaje. Pero su pesar ante el anuncio de mi partida fue tan franco, su invitación a permanecer allí al menos una noche más fue tan genuinamente cordial, tan sinceramente urgente, que consentí en quedarme. En realidad, no precisaba gran cantidad de ruegos, pues, aparte de la auténtica afición que le había tomado a Hilaire, el misterio del manuscrito prohibido había esclavizado por completo a mi imaginación y estaba reacio a marcharme sin haber aprendido más sobre él. Además, para un joven con conocimientos académicos, la libertad de la biblioteca del abad era un raro privilegio, una preciosa oportunidad que no debía ser pasada por alto.

—Me encantaría —dije—, acometer ciertos estudios mientras estoy aquí, con la ayuda de su incomparable colección.

—Hijo mío, es usted más que bienvenido a quedarse cualquier espacio de tiempo, y puede usted tener acceso a mis libros cuando quiera que le convenga a su necesidad o a su inclinación —Diciendo esto, Hilaire desprendió la llave de la biblioteca de su cinturón y me la dio—. Hay deberes —continuó— que me requerirán fuera del monasterio durante unas pocas horas hoy, y sin duda usted deseará estudiar en mi ausencia.

Un poco después, se disculpó y partió. Felicitándome interiormente por la ansiada oportunidad que había caído tan convenientemente en mis manos, me apresuré hacia la biblioteca, sin otro pensamiento que leer el manuscrito prohibido. Echando apenas una ojeada a los cargados estantes, busqué el panel con el cajón secreto, y trasteé en busca del resorte. Tras un breve y angustioso retraso, oprimí el punto adecuado e hice salir el cajón. Un impulso que se había convertido en una verdadera obsesión, una fiebre de curiosidad que bordeaba la auténtica locura, me conducían, y aunque la salvación de mi alma hubiera dependido realmente de ello, no podría haber rechazado el deseo que me obligaba a sacar del cajón el delgado volumen de cubiertas sin grabar.

Sentándome en una silla cerca de una de las ventanas, comencé a leer las páginas, cuyo número era sólo de seis. La escritura era peculiar, con caracteres de una suntuosidad que no había encontrado anteriormente, y el Francés no era únicamente antiguo sino prácticamente bárbaro en su curiosa singularidad. No obstante la dificultad que encontré en descifrarlas, una emoción alocada e indescriptible me recorrió ante las primeras palabras, y seguí leyendo con todas las sensaciones de un hombre que hubiera sido embrujado o que hubiera bebido un filtro de potencia desconcertante. No había título, ni fecha, y el escrito era un relato que comenzaba casi de modo tan abrupto como terminaba.

Era sobre un tal Gerard, Conde de Venteillon, el cual, en la víspera de su matrimonio con la reputada y hermosa demoiselle, Eleanor des Lys, había encontrado en el bosque cerca de su castillo una extraña criatura medio humana con pezuñas y cuernos. Entonces Gerard, según explicaba el relato, era un joven caballeroso de valor indisputablemente probado, al mismo tiempo que un auténtico Cristiano; así que, en el nombre de nuestro Salvador, Jesucristo, le pidió a la criatura que se detuviera y que diera razón de sí misma. Riendo salvajemente en el crepúsculo, el grotesco ser brincó frente a él, y gritó:

—Soy un sátiro, y tu Cristo es menos para mí que los hierbajos que crecen en los montones de escoria de tu cocina.

Espantado por tal blasfemia, Gerard hubiera sacado su espada para matar a la criatura, pero ésta gritó de nuevo, diciendo:

—Detente, Gerard de Venteillon, y te contaré un secreto, y una vez que lo conozcas, olvidarás la devoción a Cristo, y olvidarás a tu hermosa novia de mañana, y le volverás la espalda al mundo y al mismo sol sin resistencia y sin pesar.

Entonces, aunque casi en contra de su voluntad, Gerard le ofreció un oído al sátiro y éste se acercó y le susurró. Y lo que le susurró no se sabe; pero antes de desvanecerse entre las ennegrecidas sombras del bosque, el sátiro habló en voz alta una vez más, y dijo:

—El poder de Cristo ha prevalecido como una escarcha negra sobre todos los bosques, los campos, los ríos, las montañas, donde moraban en su felicidad las alegres e inmortales diosas y ninfas de antaño. Pero aún, en las ocultas cavernas de la tierra, en profundos lugares subterráneos, como el infierno que han inventado vuestros sacerdotes, habita la belleza pagana, aúllan los éxtasis paganos —Y con las últimas palabras, la criatura arrojó de nuevo su inhumana risa, y desapareció entre los oscurecidos troncos de los árboles crepusculares.

Desde ese momento, un cambio se produjo en Gerard de Venteillon. Volvió a su castillo con semblante decaído, sin decir una palabra cariñosa o amable a los que lo retenían, según era su costumbre, sino sentándose o caminando siempre en silencio, y prestando apenas atención a la comida que le ponían delante. Ni siquiera fue esa tarde a visitar a su novia, como había prometido; en vez de eso, hacia la medianoche, cuando una luna menguante se había alzado roja como de un baño de sangre, salió clandestinamente por la puerta trasera del castillo, y siguió una vieja y casi olvidada senda a través de los bosques, que lo condujo a las ruinas del Chateau des Faussesflames, que se alza en una colina frente a la abadía Benedictina de Perigon.

Ahora estas ruinas (decía el manuscrito) son muy viejas, y han sido evitadas largo tiempo por la gente de la región; pues una leyenda de maldad inmemorial está ligada a ellas, y se dice que son la morada de obscenos espíritus, el lugar de encuentro de hechiceros y súcubos. Pero Gerard, como si hubiera olvidado o no temiera su malsano renombre, se sumergió como quien lleva el diablo en la sombra de los muros tambaleantes, y fue, con el cuidadoso palpar de un hombre que sigue una dirección indicada, hasta el extremo norte del patio. Allí, directamente debajo y en medio de las dos ventanas del centro, que, quizá, sirvieron de mirador a la cámara de olvidadas castellanas, apretó con el pie derecho sobre una losa distinta a las que la rodeaban por ser de forma triangular.

Y la losa se movió y se inclinó bajo su pie, revelando un vuelo de escalones de granito que se adentraban en la tierra. Luego, encendiendo una vela que había traído consigo, Gerard descendió los escalones, y la losa se deslizó en su lugar detrás de él. Por la mañana, su prometida, Eleanor des Lys, y todo su séquito nupcial, lo esperaron en vano en la catedral de Vyones, la ciudad principal de Averoigne, donde la boda había sido dispuesta. Y desde ese momento su rostro no fue visto por hombre alguno, y ni el más vago rumor de Gerard de Venteillon o del destino que le aconteció ha corrido jamás entre los vivos.

Tal era la sustancia del manuscrito prohibido, y así terminaba. Como he dicho antes, no había fecha, ni había tampoco nada que indicara por quién había sido escrito o cómo el conocimiento de los hechos relatados había llegado a posesión del escritor. Pero, de un modo suficientemente extraño, no se me ocurrió dudar de su veracidad ni un momento; y la curiosidad que había sentido acerca del contenido del manuscrito fue reemplazada ahora por un ardiente deseo, un millar de veces más poderoso, más obsesivo, de conocer el final de la historia y descubrir lo que Gerard de Venteillon había encontrado cuando descendió los escalones ocultos.

Al leer la historia, se me había ocurrido desde luego que las ruinas del Chateau des Faussesflammes, descritas allí, eran las mismas ruinas que había visto esa mañana desde la ventana de mi cámara; y al pensar en ello, me fui sintiendo más y más poseído por una fiebre insana, por una ansiedad frenética e impía. Devolviendo el manuscrito al cajón secreto, abandoné la biblioteca y vagabundeé durante un rato sin propósito por los corredores del monasterio. Al encontrar allí por casualidad al mismo monje que se había hecho cargo de mi caballo la noche anterior, me aventuré a preguntarle, tan discreta y casualmente como pude, acerca de las ruinas que se podían ver desde las ventanas de la abadía. Se santiguó, y una expresión aterrorizada cubrió su ancho y plácido rostro ante mi consulta.

—Las ruinas son las del Chateau des Faussesflammes —respondió—. Durante años sin cuento, dicen las gentes, han sido la morada de espíritus impíos, de brujas y demonios; y festejos que no deben ser descritos o tan siquiera nombrados tienen lugar dentro de sus muros. Ningún arma conocida del hombre, ningún exorcismo o agua bendita, ha prevalecido jamás contra estos demonios; muchos valientes caballeros y monjes han desaparecido entre las sombras de Faussesflammes, para no volver jamás; y una vez, se cuenta, un abad de Perigon fue allá para hacer la guerra a las fuerzas del mal; pero lo que le ocurrió a manos de los súcubos no es posible saberlo o conjeturarlo. Algunos dicen que los demonios son abominables brujas cuyos cuerpos terminan en espirales serpenteantes; otros que son mujeres de belleza más que mortal, cuyos besos son un diabólico placer que consume la carne de los hombres con la ferocidad de un fuego infernal. En lo que a mí respecta, no sé si tales historias son verdad; pero yo no tendría el más mínimo interés en aventurarme dentro de los muros de Faussesflammes.

Antes de que hubiera terminado de hablar, una resolución había cobrado plena existencia en mi mente: sentí que debía ir al Chateau des Faussesflammes y descubrir por mí mismo, si era posible, todo lo que pudiera descubrirse. El impulso fue inmediato, irresistible, ineluctable; y ni aunque así lo hubiera deseado, podría haber luchado contra él más que si hubiera sido la víctima del sortilegio de algún hechicero. La prohibición del abad Hilaire, el extraño cuento inconcluso en el viejo manuscrito, la malévola leyenda sobre la que el monje acababa de insinuarme; todas estas cosas, así podría parecer, deberían haber servido para aterrorizarme y disuadirme de tal resolución; pero, por el contrario, por alguna grotesca inversión de pensamiento, parecían esconder algún delicioso misterio, denotar un mundo escondido de cosas inefables, de vagos placeres no soñados que inflamaban mi cerebro y hacían que mi pulso latiera con delirio.

No sabia, no podía concebir, en qué podían consistir estos placeres; pero de algún modo místico estaba tan seguro de su ulterior realidad como el abad Hilaire estaba seguro del cielo. Determiné ir esa misma tarde, en ausencia de Hilaire, quien, lo sentí instintivamente, podría sospechar de cualquier intención de esa clase por mi parte y sería seguramente contrario a su realización.

Mis preparativos fueron muy simples: puse en mis bolsillos una pequeña vela de mi cuarto y la rebanada de una barra de pan del refectorio; y asegurándome de que una pequeña daga que siempre llevaba conmigo estaba en su funda, abandoné el monasterio inmediatamente. Al encontrarme con dos de los hermanos en el patio, les dije que iba a dar un pequeño paseo a los bosques vecinos. Ellos me dirigieron un jovial pax vobiscum y siguieron su camino con el mismo espíritu de estas palabras.

Encaminándome derecho según pude a Faussesflammes, cuyas torretas se perdían a menudo tras de las altas y enredadas ramas, penetré en el bosque. No había senderos, y a menudo me vi obligado a tomar breves desvíos y rodeos a causa de la espesura de la maleza. En mi febril apresuramiento por alcanzar las ruinas, me pareció que pasaban horas antes de llegar a lo alto de la colina que coronaba Faussesflammes, pero probablemente fueron poco más de treinta minutos. Escalando el último declive salpicado de cantos de la cuesta, llegué de pronto a la vista del castillo, que se alzaba casi al alcance de la mano en el centro del estrato que formaba la cima.

Los árboles habían echado raíces en sus derruidos muros, y la ruinosa entrada que daba al patio estaba medio cortada por arbustos, zarzas y ortigas. Forzando mi paso a través, no sin dificultad, y con mi vestimenta maltratada a causa de las espinas de las zarzas, fui, como Gerard de Venteillon en el viejo manuscrito, hasta el extremo norte del patio. Enormes cizañas de aspecto maligno se hallaban enraizadas entre las losas, nutriendo sus espesas y carnosas hojas que se habían tornado de un siniestro marrón y púrpura pálido con el asalto del otoño. Pero pronto encontré la losa triangular indicada en la historia, y sin el más leve retraso o vacilación hice fuerza sobre ella con mi pie derecho.

Un loco escalofrío, un estremecimiento de triunfo aventurero que venía mezclado con algo de temblor, danzó en mi interior cuando la gran losa se inclinó fácilmente bajo mi pie, mostrando oscuros escalones de granito, exactamente igual que en la historia. Ahora, por un momento, los horrores vagamente insinuados en las leyendas de los monjes se hicieron inminentemente reales en mi imaginación, y me detuve ante la negra abertura que iba a engullirme, preguntándome si algún hechizo satánico no me había arrastrado hasta allí destinado a peligros de terror desconocido y gravedad inconcebible. Sólo durante unos momentos, sin embargo, estuve dudando. Luego el sentimiento de peligro desapareció, los horrores de los monjes se convirtieron en un sueño fantástico, y el encanto de cosas inefables, pero cada vez más a la mano, cada momento más accesibles, se estrechó a mi alrededor como el abrazo de unos brazos amorosos.

Encendí mi vela, descendí la escalera; y de igual modo que tras Gerard de Venteillon, el bloque de piedra triangular retomó silenciosamente su lugar en el enlosado del patio sobre mí. Sin duda era movido por algún mecanismo accionable por el peso de un hombre en uno de los escalones; pero no me detuve a considerar su modus operandi, o a preguntarme si existía alguna manera mediante la cual pudiera ser activado desde dentro para permitir mi regreso. Había quizás una docena de escalones, que terminaban en una baja y estrecha cripta mohosa que se hallaba vacía de cualquier cosa más consistente que antiguas telarañas cargadas de polvo. Al otro extremo, una pequeña entrada me dio paso a una segunda cripta que se distinguía de la primera sólo en que era más grande y polvorienta.

Pasé a través de varias criptas como ésta, y luego me encontré en un largo corredor o túnel, medio bloqueado en algunos lugares por guijarros o montones de cascotes que habían caído desde las paredes desmoronadas. Estaba muy húmedo, y repleto del nocivo olor de aguas estancadas y moho subterráneo. Mis pies salpicaron más de una vez en pequeños charcos, y sobre mí caían gotas desde arriba, fétidas y repugnantes como si hubieran rezumado de un osario.

Más allá del vacilante círculo de luz que mi vela mantenía, me pareció que las espirales de borrosas y sombrías serpientes se deslizaban por la oscuridad conforme me acercaba; pero no estaba seguro de si realmente eran serpientes, o sólo las afligidas y recalcitrantes sombras, vistas por unos ojos que no estaban aún acostumbrados a la penumbra de las criptas. Al rodear una repentina vuelta del corredor, vi la última cosa que hubiera soñado con ver el brillo del sol en lo que era aparentemente el final del túnel.

Apenas sabía lo que había esperado encontrar, pero tal eventualidad era de algún modo completamente inesperada. Me apresuré, en una especie de confusión de pensamiento, y trastabillé a través de la abertura, para encontrarme parpadeando ante los intensos rayos del sol. Incluso antes de que hubiera recobrado suficientemente la claridad y la visión para tomar nota del paisaje ante mí, me sentí sobrecogido por una extraña circunstancia: Aunque había sido el comienzo de la tarde cuando penetré en las criptas, y aunque mi paso a través de ellas podría haber sido una cuestión de no más que unos cuantos minutos, el sol estaba ahora acercándose al horizonte.

Había también una diferencia en su luz, que era a un tiempo más brillante y más suave que la del sol que había visto sobre Averoigne; y el cielo mismo era intensamente azul, sin rastro alguno de palidez otoñal. Ahora, con creciente estupefacción, miré a mi alrededor, y no pude hallar nada familiar o tan siquiera creíble en la escena ante la que había emergido. Al contrario de todo lo que podría haberse esperado razonablemente, no había rastro alguno de la colina sobre la que se erigía Faussesflammes, o de la región vecina; sino que a mi alrededor se hallaba un plácido territorio de praderas sinuosas, a través del cual un río destellante como el oro serpenteaba hacia un mar del más profundo azul, que era visible más allá de las copas de los laureles. Pero no hay laureles en Averoigne, y el mar está a cientos de millas; juzgad, entonces, mi completa confusión y enmudecimiento.

Era una escena de un encanto como yo no había contemplado nunca antes. La hierba a mis pies era más suave y más lustrosa que terciopelo verde, y estaba llena de violetas y asfódelos de muchos colores. El verde oscuro de las encinas se reflejaba en el río de oro, y muy lejos vi el pálido destello de una acrópolis de mármol sobre una suave eminencia en la llanura. Todas las cosas presentaban el aspecto de una apacible y clemente primavera que estuviera al borde de un opulento verano. Sentí como si hubiera penetrado en una tierra de mito clásico, de leyenda Griega; y poco a poco, toda sorpresa, todo asombro ante el modo en que pudiera haber llegado allí, se sumergía en una sensación de éxtasis creciente ante la absoluta e inefable belleza del paisaje.

Cerca de allí, en un bosquecillo de laureles, un techo blanco brillaba bajo los rayos tardíos del sol. Fui arrastrado hacia él por la misma seducción, sólo que más potente y urgente, que había sentido al ver el manuscrito prohibido y las ruinas de Faussesflammes. Ahí, lo supe con una certeza esotérica, estaba la culminación de mi búsqueda, la recompensa de toda mi alocada y quizás impía curiosidad. Conforme penetré en el bosquecillo, escuché risas entre los árboles, mezclándose armoniosamente con el blando murmullo de sus hojas en un viento suave y balsámico. Pensé que veía vagas formas que se fundían entre los troncos al acercarme; y una vez una criatura peluda, como una cabra con cabeza y cuerpo humanos, atravesó corriendo mi camino, como si persiguiera a una ninfa voladora.

En el corazón del bosquecillo, encontré un lugar construido en mármol con un pórtico de columnas Dóricas. Conforme me aproximaba, fui saludado por dos mujeres vestidas como antiguas esclavas; y aunque mi Griego es de lo más exiguo, no tuve dificultad en comprender sus palabras, que eran de una pureza Ática.

—Nuestra señora, Nicea, te aguarda —me dijeron.

Yo no podía ya maravillarme de nada, sino aceptar mi situación sin preguntar o hacer conjeturas, como alguien que se resigna a seguir el progreso de un sueño delicioso. Probablemente, pensaba, se trataba de un sueño, y yo estaba todavía acostado en mi cama del monasterio; pero nunca antes había sido yo favorecido con visiones nocturnas de tal claridad y encanto señalado. El interior del palacio estaba repleto de un lujo que rozaba la barbarie, y que pertenecía evidentemente al periodo de la decadencia Griega, con su mezcolanza de influencias Orientales. Me condujeron por un corredor que destellaba con ónice y púrpura pulida, hasta una estancia amueblada opulentamente, en la que, sobre un lecho de factura asombrosa, se hallaba reclinada una mujer de belleza semejante a la de una diosa.

Ante su vista, temblé de la cabeza a los pies con la violencia de una extraña emoción. Había oído hablar de los repentinos amores locos que aprisionan a los hombres al contemplar por primera vez un cierto rostro y figura; mas nunca antes había yo experimentado una pasión de tal intensidad, un ardor tan voraz, como el que concebí inmediatamente por esta mujer. De hecho, parecía como si la hubiera amado durante mucho tiempo, sin saber que era ella a quien amaba, y sin ser capaz de identificar la naturaleza de mi emoción o de orientar el sentimiento en modo alguno.

No era alta, pero estaba formada con una exquisita y voluptuosa pureza de línea y color. Sus ojos eran de un azul zafiro oscuro, con simas fundentes en las que el alma estaba presta a sumergirse como en los suaves abismos de un océano estival. La curva de sus labios era enigmática, un poco triste, y de una ternura grave como los labios de una antigua Venus. Su cabello, de color pardo antes que rubio, le caía sobre el cuello y los oídos y la frente en deliciosos rizos recogidos por una diadema lisa de plata. En su expresión, había una mezcla de orgullo y voluptuosidad, de regia imperiosidad y femenina condescendencia. Sus movimientos eran todos tan livianos y gráciles como los de una serpiente.

—Sabía que vendrías —murmuró en el mismo griego de suave timbre que había escuchado de labios de sus sirvientas—. Te he esperado largo tiempo; pero cuando buscaste refugio de la tormenta en la abadía de Perigon, y viste el manuscrito en el cajón secreto, supe que la hora de tu llegada estaba cerca. ¡Ah! ¡No soñaste que el hechizo que te arrastraba tan irresistiblemente, con tan inexplicable potencia, era el hechizo de mi belleza, la mágica seducción de mi amor!

—¿Quién eres tú? —pregunté.

Hablé directamente en griego, lo que me habría sorprendido grandemente una hora antes. Pero ahora, estaba preparado para aceptar cualquier cosa que ocurriese, no importa cuán fantástica o absurda, como una parte de la milagrosa fortuna, la increíble aventura que me había acontecido.

—Soy Nicea —respondió ella a mi pregunta—. Te amo, y la hospitalidad de mi palacio y de mis brazos está a tu disposición. ¿Necesitas saber algo más?

Las esclavas habían desaparecido. Me lancé junto al lecho y besé la mano que ella me ofrecía, vertiendo requiebros que eran sin duda incoherentes, pero estaban sin embargo llenos de un ardor que la hizo sonreír tiernamente. Su mano estaba fría al contacto de mis labios, mas su toque inflamó mi pasión. Me atreví a sentarme a su lado sobre el lecho, y ella no rechazó mi familiaridad. Mientras un suave crepúsculo púrpura comenzaba a llenar las esquinas de la cámara, conversamos alegremente, diciendo una vez y otra vez todas las absurdas letanías, todas las felices naderías que acuden instintivamente a los labios de los amantes.

Ella era increíblemente ligera en mis brazos, y casi parecía como si la culminación de su entrega no fuera impedida por la presencia de huesos en su adorable cuerpo. Las sirvientas entraron sin hacer ruido, encendiendo ricas lámparas de oro intrincadamente labrado, y colocando ante nosotros una comida compuesta de carnes especiadas, de sabrosas frutas desconocidas y potentes vinos. Pero yo pude comer poco, y mientras estaba bebiendo, sentía sed por el dulce vino de la boca de Nicea. No sé cuándo nos dormimos; pero la velada había volado como un momento encantado. Cargado de felicidad, me dejé arrastrar sobre una sedosa corriente de somnolencia, y las lámparas de oro y el rostro de Nicea se hicieron borrosos en medio de una bruma dichosa y ya no los vi más.

Repentinamente, desde las profundidades de un ensueño más allá de todos los sueños, me vi forzado a despertarme por completo. Durante un instante, ni siquiera fui consciente de dónde estaba, aún menos de lo que me había sucedido. Luego escuché unos pasos en la abierta portezuela de la estancia, y al asomarme sobre la dormida cabeza de Nicea, vi a la luz de la lámpara al abad Hilaire, que se había detenido en el umbral. Una mirada de absoluto horror estaba impresa en su rostro, y conforme reparaba en mí, comenzó a murmurar en Latín, en tonos donde algo de miedo se mezclaba con un rechazo y un odio fanáticos. Vi que llevaba en sus manos una gran botella y un hisopo. Sentí con seguridad que la botella estaba llena de agua bendita, y por supuesto adiviné el uso para el que estaba destinada. Mirando a Nicea, vi que ella también estaba despierta, y supe que estaba al tanto de la presencia del abad. Me dirigió una extraña sonrisa, en la que leí una cariñosa compasión, mezclada con la seguridad que una mujer ofrece a un niño aterrorizado.

—No temas por mí —susurró.

—¡Sucio vampiro! ¡Lamia maldita! ¡Serpiente del infierno! —tronó el abad de repente, mientras cruzaba el umbral de la habitación, llevando el hisopo en alto.

Al mismo tiempo, Nicea se deslizó desde el lecho, con una increíble rapidez de movimiento, y se esfumó a través de una puerta exterior que daba al bosque de laureles. Su voz resonaba en mis oídos, como si viniera de una inmensa distancia:

—Adiós por un momento, Christophe. Mas no temas. Me encontrarás otra vez si eres audaz y paciente.

Conforme terminaban las palabras, el agua bendita del hisopo cayó sobre el suelo de la cámara y sobre el lecho donde Nicea había yacido junto a mí. Hubo un chasquido como de muchos truenos, y las lámparas de oro dieron lugar a una oscuridad que parecía repleta de polvo que caía, de fragmentos que llovían. Perdí por completo la conciencia, y cuando me recobré, me encontré sobre un montón de cascotes en una de las criptas que había atravesado al comienzo del día. Con una vela en la mano, y una expresión de gran solicitud, de infinita compasión en su rostro, Hilaire estaba inclinándose sobre mí. A su lado descansaban la botella y el goteante hisopo.

—Doy gracias a Dios, hijo mío, de encontrarte en buena hora —dijo—. Cuando volví a la abadía esta noche y supe que te habías ido, supuse todo lo que había sucedido. Supe que habías leído el manuscrito maldito en mi ausencia, y que habías caído bajo su malsano hechizo, como lo han hecho tantos otros, incluso un cierto reverendo abad, uno de mis predecesores. Todos ellos, ¡ay! empezando cientos de años atrás con Gerad de Venteillon, han caído víctimas de la lamia que habita estas criptas.

—¿La lamia? —pregunté, comprendiendo apenas sus palabras.

—Sí, hijo mío, la hermosa Nicea que yació en tus brazos esta noche es una lamia, un antiguo vampiro, que mantiene en estas nocivas criptas su palacio de ilusiones beatíficas. Cómo vino a establecer su morada en Faussesflammes no se sabe, pues su venida es anterior a la memoria de los hombres. Es antigua como el paganismo; los Griegos la conocieron; fue exorcizada por Apolonio de Tyana; y si pudieras contemplarla como realmente es, verías, en lugar de su cuerpo voluptuoso, los anillos de una repugnante y monstruosa serpiente. A todos aquellos a quienes ama y admite a su hospitalidad, los devora al final, después de haber extraído de ellos la vida y el vigor con el diabólico deleite de sus besos. La llanura poblada de laureles que viste, el río bordeado de encinas, el palacio de mármol y todo el lujo que encerraba, no eran más que un espejismo satánico, una burbuja encantadora que se alzó desde el polvo y el moho de una muerte inmemorial, de una corrupción antigua. Se derrumbaron bajo el beso del agua bendita que traje conmigo cuando te seguí. Pero Nicea, ¡ay! ha escapado, y temo que sobrevivirá aún, para construir otra vez su palacio de encantamientos demoníacos, para cometer una vez y otra vez la inenarrable abominación de sus pecados.

Todavía en una especie de estupor ante la ruina de mi recién encontrada felicidad, ante las singulares revelaciones hechas por el abad, lo seguí obedientemente mientras me indicaba el camino a través de las criptas de Faussesflammes. Subió la escalera por la que yo había descendido, y mientras se acercaba a lo alto y se veía forzado a inclinarse un poco, la gran losa se deslizó hacia arriba, dejando entrar un chorro de helada luz de luna.

Salimos; y yo le permití llevarme de vuelta al monasterio. Mientras mi cerebro comenzaba a aclararse, y la confusión en la que me había visto lanzado se resolvía por sí misma, una sensación de rencor crecía rápidamente una acerada irritación por la intromisión de Hilaire. Sin tener en cuenta si me había rescatado o no de terribles peligros físicos y espirituales, lamentaba el hermoso sueño del que me había privado. Los besos de Nicea ardían suavemente en mi recuerdo, y sabía que dondequiera que ella estuviese, mujer o demonio o serpiente, no había nadie en todo el mundo que pudiera jamás suscitar en mí el mismo amor y el mismo deleite. Tuve cuidado, sin embargo, de ocultar mis sentimientos a Hilaire, comprendiendo que si tales emociones me traicionaban, él se vería llevado a velar por mí como un alma que estuviera perdida más allá de toda redención.

Por la mañana, alegando la urgencia de mi regreso a casa, partí de Perigon. Ahora, en la biblioteca de la casa de mi padre cerca de Moulins, escribo esta relación de mis aventuras. El recuerdo de Nicea es mágicamente claro, inefablemente querido como si ella estuviera aún a mi lado, y aún veo los ricos tapices de una cámara a medianoche, iluminada por lámparas de oro curiosamente labrado, y aún escucho las palabras de su despedida:

—No temas. Me encontrarás otra vez si eres audaz y paciente.

Pronto volveré a visitar de nuevo las ruinas del Chateau des Faussesflammes, y volveré a descender a las criptas bajo la losa triangular. Mas, a pesar de la proximidad de Perigon a Faussesflammes, a pesar de mi estima por el abad, mi gratitud por su hospitalidad y mi admiración por su incomparable biblioteca, no me cuidaré de visitar otra vez a mi amigo Hilaire.

Clark Ashton Smith (1893-1961)




Relatos góticos. I Relatos de Clark Ashton Smith.


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El análisis y resumen del cuento de Clark Ashton Smith: El final de la historia (The End of the Story), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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