«¡Esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!»


«¡Esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!»




«Escucho un ruido en la puerta, como si un cuerpo inmenso y resbaladizo
se debatiera contra ella. No dará conmigo. Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!»


Así concluye el relato de H. P. Lovecraft: Dagón (Dagon, 1917), con un narrador anónimo tomándose el tiempo de escribir estas últimas líneas desesperadas cuando en realidad debería estar tratando de escapar.

Este parece ser un problema común en las narrativas en formato de diario para las generaciones futuras, donde se les advierte que no se entrometan en cosas que es mejor dejar en paz, y donde el narrador tiende a escribir una entrada final en tiempo real [¡La ventana! ¡La ventana!], incluso describiendo criaturas con «pies palmeados» y «labios espantosamente gruesos y fofos» acercándose a ellos, a pocos metros, de hecho. No es un recurso narrativo excluyente del horror. J.R.R. Tolkien, en el episodio de Khazad-dûm, nos proporciona la última entrada del Libro de Mazarbul:


«No podemos salir. El fin se acerca. Oímos tambores, tambores en los abismos [...] Están acercándose.»


Este recurso hace que el final de esta historia de Lovecraft parezca un poco cursi e inverosímil; pero, ¿qué tal si hemos entendido mal en final de Dagón? [ver: El despertar del Dios-Pez: análisis de «Dagón»]

Hay varios cuentos de Lovecraft escritos en primera persona, una perspectiva que facilita mantener en duda las afirmaciones surrealistas hechas por el narrador. Si bien la apertura y los actos intermedios se benefician de esta perspectiva limitada, hay pocos escenarios donde el final resulta satisfactorio. Esta es una crítica frecuente hacia Lovecraft, y una difícil de rebatir cuando el autor parece socavar todo lo que ha ido construyendo en el relato al terminar con exclamaciones que ninguna persona escribiría en esa situación. Pero el final de Dagón es diferente, muy diferente. De hecho, creo que es un final incomprendido [ver: Lovecraft contra los finales de mierda]

Dagón se desarrolla durante los primeros años de la Primera Guerra Mundial. El barco comercial de carga del narrador es capturado «en una de las partes más abiertas y menos frecuentadas del amplio Pacífico» por un buque de guerra alemán, pero logra escapar en un bote salvavidas y permanece a la deriva al sur del ecuador. Eventualmente pierde el conocimiento y despierta varado en una amplia extensión de lodo que, teoriza, ha sido llevada a la superficie por actividad volcánica, «exponiendo regiones que durante innumerables millones de años habían permanecido ocultas». La llanura está repleta de peces pudriéndose y «cosas menos descriptibles». Todo esto seguramente recordará al lector el tercer capítulo de La llamada de Cthulhu (The Call of Cthulhu), escrito diez años después, el cual describe la experiencia del marinero Gustaf Johansen [ver: ¡Dagón es Cthulhu!]

Después de esperar tres días hasta que el fondo marino se seque lo suficiente como para caminar, el narrador se aventura a pie para encontrar el mar y un posible rescate. A los dos días encuentra un «cañón inconmensurable» y, bajo la luz de la luna menguante descubre un enorme monolito de piedra blanca que parece haber «conocido el culto de criaturas vivientes y pensantes». Está tallado con imágenes inquietantes:


«... hombres... al menos cierta clase de hombres; aunque las criaturas aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje en algún santuario monolítico que también parecía estar bajo las olas... Eran condenadamente humanos en términos generales a pesar de las manos y los pies palmeados, labios sorprendentemente anchos y flácidos, ojos vidriosos y saltones y otros rasgos menos agradables de recordar. Parecían haber sido cincelados a una escala desproporcionada con respecto a su fondo escénico; porque una de las criaturas era mostrada en el acto de matar una ballena representada como poco más grande que él mismo.»


Entonces, emergiendo de un gran canal de agua debajo del monolito, aparece una gigantesca versión viviente de una de las inscripciones.


«Con sólo un ligero movimiento para marcar su ascenso a la superficie, la cosa se deslizó a la vista sobre las aguas oscuras. Enorme, parecido a Polifemo y repugnante, se lanzó como un estupendo monstruo de pesadillas hacia el monolito, alrededor del cual arrojaba sus gigantescos brazos escamosos, mientras inclinaba su espantosa cabeza y daba rienda suelta a ciertos sonidos.»


El narrador huye, apenas conservando la cordura y la conciencia. Más tarde, un barco estadounidense lo rescata del océano y termina recuperándose en San Francisco. No hay informes de actividad volcánica en el Pacífico y no espera que nadie crea su historia. Menciona un intento fallido de comprender su experiencia. Atormentado por visiones de la criatura, «especialmente cuando la luna está gibosa y menguante», describe sus temores por el futuro de la humanidad. Está a salvo, por ahora. Aunque abusa de la morfina para adormecer sus miedos y recuerdos, sabe que está condenado.

Recién en este punto de la historia el narrador da a entender que la colosal criatura que vio emerger ante el monolito es el antiguo dios-pez filisteo: Dagón. Por alguna razón, siente que este conocimiento es peligroso, y que Dagón irá por él [las mismas ideas paranoides están presentes en La llamada de Cthulhu]. Pronostica un día en el que las criaturas submarinas «podrán emerger entre el oleaje y sumergir entre sus garras a los restos de una humanidad débil y agotada por la guerra». Y entonces:


«El fin está cerca. Escucho un ruido en la puerta, como si un cuerpo inmenso y resbaladizo se debatiera contra ella. No dará conmigo. Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!»


En su delirio, o sobrecarga de cordura, el narrador cree escuchar «un ruido en la puerta». Le asigna los atributos de «un cuerpo inmenso y resbaladizo». Declara que no se dejará atrapar. Entonces ve «esa mano», tal vez asomándose por la puerta ya entreabierta, pero no dice que sea una mano inhumana, «palmeada», sino simplemente una mano. Finalmente escribe la improbable repetición: «¡La ventana! ¡La ventana!». Su única vía de escape es saltar.

En una lectura rápida parecería que «esa mano» está en la ventana, pero el ruido se escucha en la puerta, y detrás de ella estaría el «cuerpo inmenso y resbaladizo» tratando de entrar; de modo que el grito: «¡La ventana! ¡La ventana!» implica que el narrador está a punto de saltar. ¿Verdad? ¿O estamos omitiendo algo? ¿Dónde ve la mano? ¿Acaso es su propia mano, tal vez adquiriendo rasgos... inhumanos?

El narrador admite su inestabilidad mental y su adicción a la morgina, ambas como consecuencia de la experiencia traumática. Aún sin isla, sin monolito, sin Dagón, escapar de un abordaje alemán y estar días a la deriva en el Pacífico es algo capaz de trastornarte. Podemos imaginar que lo único que impidió que sus miedos lo devoraran fue escribir su historia, y tan pronto como estuvo escrita su paranoia finalmente lo consumió. De hecho, en el primer párrafo escribe: «al caer la noche mi existencia tocará a su fin». No dice que su fin esté próximo o algo así, sino que brinda precisiones: «al caer la noche», aunque nada hace suponer que será atacado en ese momento. No. El narrador sabe que morirá esa noche porque él mismo se quitará la vida al terminar de escribir su historia.

También reafirma su plan poco antes del final de su diario, donde dice: «Voy a terminar con todo, habiendo escrito una relación completa para el conocimiento o la engreída diversión de mis semejantes». Se pregunta «si no habrá sido todo una fantasía, un simple monstruo de la fiebre sufrida mientras yacía preso de la insolación». Pero entonces le llega «una espantosa y vívida imagen a modo de respuesta». Visualiza «los indescriptibles seres» que se mueven en los «fondos cenagosos, adorando arcaicos ídolos de piedra y tallando sus propias y detestables imágenes en obeliscos submarinos de rezumante granito». La historia está llegando al final. El narrador no soportará otra noche de estas imágenes, incluso si sólo son una fantasía.

Todo esto no tiene nada de especulación. Ya en el primer párrafo el narrador escribe: «no podré aguantar mucho más esta tortura y me arrojaré por la ventana de esta buhardilla a la mísera calle de abajo». En este contexto, la exclamación final: «¡La ventana! ¡La ventana!», no fue escrita en tiempo real, es decir, mientras el narrador está siendo atacado por una criatura que intenta irrumpir en la habitación, sino en el climax de su tortura mental. Quizás el narrador era vagamente consciente de que estaba alucinando, pero no lo suficiente como para evitar que se suicidara. Está claro que quería que alguien leyera su historia, por lo que la exclamación «¡La ventana! ¡La ventana!» es un recurso extravagante para que el lector supiera con certeza que se mató.

Toda la historia es una nota suicida.

Pero, ¿lo es?

Hay muchos relatos de terror donde el autor pronostica su muerte y al final recibimos una posdata o un recorte periodístico que lo confirma, pero eso no es lo mismo que escribir toda una historia como una nota suicida. Esto implica que el final no está describiendo hechos en tiempo real, sino de manera premeditada.

En cualquier caso, estos narradores de Lovecraft están hechos de un material duro. Con o sin monstruos en el medio, exhiben una dedicación y un compromiso con oficio de escribir con el que uno sólo puede soñar. Pensemos en el último párrafo escrito por Robert Blake en El morador de las tinieblas (The Haunter of the Dark):


«Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible... sentidos transfigurados... saltan las tablas de la torre y se abre paso... Iä ngai ygg... Lo veo, viene hacia acá... viento infernal... sombra titánica... negras alas... Yog-Sothoth, sálvame... ojo ardiente de tres lóbulos.»


El diario expuesto en La pradera verde (The Green Meadow) termina del siguiente modo:


«Viviré por siempre, siendo eternamente consciente, a pesar del lamento de mi alma y mi súplica a los dioses en pos de la muerte y el olvido... todo está ante mí: más allá del ensordecedor torrente está la tierra de Stethelos, donde los jóvenes son infinitamente viejos... la Pradera Verde... enviaré un mensaje a través del horrible e inconmensurable abismo... (A partir de este punto el texto se hace ilegible)»


Y así En los muros de Eryx (In the Walls of Eryx):


«Oscuro. Muy débil. Todavía están riendo y saltando alrededor de la puerta, y han encendido esas antorchas infernales. ¿Se van? Soñé que escuchaba un sonido... luz en el cielo.»


Y así Las ratas en las paredes (The Rats in the Walls):


«... las ratas que se deslizan y corretean nunca me dejarán dormir; las ratas demoníacas que corren detrás del acolchado de esta habitación y me atraen hacia horrores mayores de los que jamás haya conocido; las ratas que nunca podrán oír; ¡Las ratas, las ratas en las paredes!»


Estos finales lovecraftianos también se esparcieron en algunos miembros del Círculo de Lovecraft. Así termina la narración en primera persona de Los perros de Tindalos (The Hounds of Tindalos), de Frank Belknap Long:


«¡Dios mío, el yeso se está cayendo! Un terrible golpe ha aflojado el yeso y está cayendo. ¡Quizás un terremoto! Nunca hubiera podido anticipar esto. Está oscureciendo en la habitación. Debo llamar a Frank. ¿Pero podrá llegar a tiempo? Lo intentaré. Recitaré la fórmula de Einstein. Lo haré... Dios. ¡Están atravesando! ¡Están atravesando! El humo sale de las esquinas de la pared. Sus lenguas... ahhhhh...»


No estoy seguro de que Lovecraft haya utilizado este recurso lo suficiente como para ser un rasgo común de su ficción. De hecho, no lo es. Quizás sus admiradores [e imitadores] lo emplearon lo suficiente como para que pareciera un motivo común, pero eso no dependía de él.

Existen algunos puntos en común entre el narrador anónimo de Dagón y el propio Lovecraf. Por ejemplo, cuando Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial, el Flaco de Providence intentó alistarse en el ejército, pero su madre lo humilló al revelar sus condiciones médicas subyacentes que él había ocultado al reclutador. Al año siguiente intentó alistarse en la Guardia Nacional, pero una vez más su madre utilizó sus contactos familiares para frustrarlo. En este punto de su vida, Lovecraft estaba inflamado de orgullo patriótico y, al mismo tiempo, avergonzado de no estar luchando. Se sentía aislado del curso de la historia, observando cómo se desarrollaba el drama mundial sin poder participar. El narrador de Dagón tampoco es un combatiente, sino un sobrecargo [responsable de la carga] en un buque comercial; y ni siquiera puede decirse que haya sido un prisionero de guerra. Y él, como Lovecraft, no lucha valientemente contra un ejército enemigo, sino que huye cobardemente de algo oculto que ha salido a la superficie.

Es cierto que los dagonitas no parecen verse ni oler demasiado bien, pero el descubrimiento de una civilización submarina no necesariamente tiene que ser algo horrible. Por regla general, Lovecraft está horrorizado por lo subterráneo, lo submarino, que ansía salir a la superficie [ver: Lovecraft y los mundos subterráneos]. Ese es su sesgo personal. Veinte años antes de Dagón, H. G. Wells escribió En el abismo (In the Abyss), donde un explorador se encuentra con una criatura anfibia de ojos saltones, luego con toda una civilización submarina inteligente, y se siente abrumado por la felicidad. Es verdad que el explorador de Wells muere al final, en su segunda expedición, pero el tono general de la historia es de asombro e interés científico.

El narrador de Dagón está lejos de sentir lo mismo. Las inscripciones le parecen «grotescas más allá de la imaginación», aunque al principio intenta racionalizarlas [ver: Lovecraft y las lenguas prehumanas]. Deduce que deben ser representaciones de alguna «tribu primitiva de pescadores o marineros» anterior al surgimiento del «Neanderthal». Sin embargo, la perspectiva racional se desmorona. Como a Lovecraft, al narrador le horroriza lo que sucede bajo la superficie de esta guerra. Mientras la humanidad desciende a la barbarie, el doppelgänger de nuestra civilización, nuestra Sombra [en términos de Carl Jung], se alzará y dominará «los restos de una humanidad débil y agotada por la guerra». Al final del relato, el narrador tiene su propia confrontación con su doble personal. cuya mano [real o imaginaria] lo empuja al suicidio. Este es el microcosmos que plantea Lovecraft. Dagón en sí es sólo un recurso argumental

En este relato sucede una de dos cosas: o el narrador alucinó su encuentro con Dagón luego del trauma, el hambre, la sed y la fiebre; o realmente se encontró con una descomunal entidad submarina, lo cual terminó de destrozar sus nervios y finalmente lo llevó a la psicosis. En ambos escenarios, esa mano al final puede o no ser real; y, en caso de ser real, puede o no ser la mano de un dagonita. La belleza de Dagón es que no podemos estar seguros de nada.

Los narradores de Lovecraft no son individuos frágiles emocionalmente; son sujetos aplomados cuyos sistemas de creencias, la concepción misma de la realidad, ha sido sacudida. Caminan por un límite desdibujado que parece locura, pero en realidad es una sobrecomprensión de la realidad última. Uno puede ser perfectamente racional, pero hasta Dupin o Sherlock Holmes cuestionarían su comprensión de la realidad si llegaran a tener una experiencia [o un episodio psicótico] parecida a la del narrador de esta historia. El propio Dagón, insisto, es un mero recurso argumental, elevado al estatus de fetiche por muchos lectores, pero la auténtica genialidad de Lovecraft se resume en el marco perceptivo en el que presenta ese recurso. ¿De qué conocimiento podemos estar seguros?

La inestabilidad psicológica del narrador tiene causas un poco más complejas que la mera visión de Dagón. En este punto ya se sentía «medio absorbido» por el extraño entorno. En otras palabras, sentía que estaba siendo devorado por el lugar, y, por lo tanto, perdiendo su condición humana. Su caminata por el abismo es un descenso a lo primordial, una especie de viaje en el tiempo a una época donde «el mundo era joven». Al ver a Dagón [«inmenso, semejante a Polifemo»], evidencia concreta de lo que se supone es una tradición primitiva, el narrador advierte la insignificancia de la humanidad en términos de tiempo, poder y escala. Dagón fue antes de la humanidad, y seguirá siendo después de nosotros.

Es absurdo creer que la criatura llegó realmente a la puerta del narrador. Aceptar que podría rastrearlo de alguna manera, llegar a una ciudad populosa como San Francisco y localizar su morada sin ser detectado, a pesar de tener un tamaño apenas menor que el de una ballena, es casi ofensivo con el autor. Es cierto, podría tratarse de un dagonita, una especie de adorador humanoide de Dagón, incluso un cultista humano local, pero, ¿por qué mataría al narrador en San Francisco y no en la isla? Después de todo, Dagón ni siquiera repara en él. Sólo se lanza «como un tremendo monstruo de pesadilla hacia el monolito», lo rodea «con sus gigantescos brazos escamosos» y profiere «algunos sonidos pausados». Su sola existencia se ha convertido en un asalto a la mente.

Lovecraft socava intencionalmente cualquier tipo de distancia segura entre lo normal y lo anormal [entre un simple sobrecargo y Dagón], lo cual hace que la razón, o el pensamiento, no tengan oportunidad de intervenir; más aún, que resulten herramientas inútiles. El narrador despierta y se encuentra en una amplia llanura de fango; deja atrás el horror racional [el ataque de los alemanes, la huída, el hambre y la sed mientras está a la deriva, la fiebre, etc.] y es «medio absorbido» por la magnitud de esta nueva realidad que lo rodea. Sus sentidos están desbordados, no puede procesar el «silencio absoluto», «la quietud y la homogeneidad», a tal punto que sus esfuerzos se centran en buscar «el mar desaparecido», que ahora es la amenaza menor.

Recién cuando el narrador consigue poner distancia entre lo anormal [su experiencia con Dagón] y lo normal [su recuperación en San Francisco] obtiene una fracción de conocimiento de los fenómenos que presenció y el peso que eso conlleva [la locura]. Pero, cuando la distancia vuelve a cerrarse [con el ruido en la puerta, esa mano] la única forma de volver a ampliar la brecha es... «¡La ventana! ¡La ventana!»




H. P. Lovecraft. I Taller gótico.


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