«Tarnhelm»: Hugh Walpole; relato y análisis.
Tarnhelm (Tarnhelm) es un relato de terror del escritor británico Hugh Walpole (1884-1941), publicado originalmente en la antología de 1933: La noche de Todos los Santos (All Souls' Night), como Tarnhelm o La muerte de mi tío Robert (Tarnhelm or The Death of My Uncle Robert). Más adelante sería reeditado en Segundo siglo de historias espeluznantes (A Second Century of Creepy Stories).
Tarnhelm, uno de los cuentos de Hugh Walpole más reconocidos, relata la historia de un Hombre Lobo desde la perspectiva de un niño sensible e impresionable.
El protagonista de Tarnhelm es el narrador, pero en su infancia. Es un chico solitario, dejado de lado por sus padres, que se refugia en la literatura gótica. Es un lector de William Harrison Ainsworth [Las brujas de Lancashire (The Lancashire Witches)] y sobre todo de Ann Radcliffe [El romance del bosque (The Romance of the Forest)]. A través de estas afinidades literarias Hugh Walpole intentaba establecer que el narrador era un muchacho extremadamente sensible y excitable.
Mientras los padres del protagonista se dedican a viajar por el mundo, el joven es ignorado por sus parientes [«ya estaban hartos de mí y por ninguno de ellos sentía yo gran afecto»]. Se decide que pase una temporada con sus dos tíos paternos, quienes viven en un área remota de Cumberland, Inglaterra, no solo en términos geográficos, sino emocionalmente remota. De hecho, Tarnhelm no es un relato de hombres lobo tradicional; es más sentimental que siniestro.
No es la primera vez que Hugh Walpole introduce a un protagonista que está saliendo de la infancia y se encuentra con su homosexualidad, claramente un autorretrato del autor. En Tarnhelm, los dos tíos viven recluidos en una zona rural. Uno de ellos, Constance, es cálido y amable; el otro, Robert, es parco y taciturno. Su único interés es recluirse en su torre. Eventualmente nos enteramos que Robert es un practicamente del ocultismo y la magia negra, y que posee un artículo extraño, un Tarnhelm [hablaremos sobre él más adelante], especie de casquete que le permite metamorfosearse en un espantoso perro amarillo.
Esa es la historia, al menos en la superficie, porque el verdadero misterio consiste en saber qué es lo que realmente quiere el tío Robert del joven protagonista cuando se transforma en animal. La sugerencia es que desea saciar otros apetitos, además de los habituales en los licántropos [ver: Análisis psicológico del Hombre Lobo en la ficción]
En otras palabras, Tarnhelm nos mantiene en suspenso más allá de que sepamos desde la primera página cómo se desarrollará y terminará; la tensión depende del significado oculto de lo que está sucediendo. El protagonista, por ejemplo, se refugia en los brazos de su amigo [pertinentemente llamado Armstrong], con quien mantiene una relación sentimental [que nunca se aclara]. Esto parece activar los impulsos reprimidos del tío Robert, quien comienza a presentarse ante el muchacho en su forma perruna, ansiando aquello que Armstrong obtiene con consentimiento. En definitiva, es una historia sobre los peligros ocultos de aquellos que son, en última instancia, depredadores [ver: Cuando lo que sale del closet es un Monstruo]
El tío Robert es capaz de transformarse en un enorme perro amarillo al colocarse en la cabeza un pequeño casquete gris, al que llama Tarnhelm, una referencia al dispositivo de invisibilidad [Tarnkappe] de El anillo de los Nibelungos (Der Ring des Nibelungen). En la historia de Richard Wagner, vagamente inspirada en el mito nórdico de Andvari, este dispositivo fue fabricado por el enano Mime a petición de su hermano, Alberich, quien lo utiliza principalmente como capa de invisibilidad, pero que también permite cambiar de forma. Aquí, el Tarnhelm parece manifestar físicamente los impulsos internos de su portador. Robert se convierte en lo que es interiormente: un depredador.
La palabra norsa tarn [«sigilo»], proviene de tjörn, un lago de montaña oculto; y derivaría en dern, que significa «secreto», «oculto». En Inglés Medio amplió su sentido original en conceptos como apartado, sigiloso, engañoso, privado, confidencial, que describe perfectamente los aspectos escondidos del tío Robert [las artes negras y su homosexualidad latente]. De hecho, alrededor del siglo XV surgió el término inglés dernlove, que alude a un amor secreto, o ilícito, un amante o una relación prohibida. Hugh Walpole parece estar menos interesado en el trasfondo mitológico del Tarnhelm que en sus implicaciones sobre los impulsos prohibidos de Robert y el protagonista. Más aún, Hugh Walpole volvió a utilizar esta misma sugerencia y con el mismo simbolismo etimológico en El Tarn (The Tarn).
Tarnhelm tiene un problema grave: el narrador. Hugh Walpole presenta a un hombre mayor que recuerda este trauma de su infancia, pero le otorga pocas herramientas narrativas. Uno puede empatizar con la soledad del narrador, con su vulnerabilidad, su afición a las novelas góticas y su anhelo de aceptación, amistad y amor, pero el autor no llega a enhebrar todo esto con las interacciones del protagonista con aquellos en posiciones de autoridad, es decir, con aquellas personas que deberían quererlo y protegerlo, pero que se convierten en sus depredadores.
Tarnhelm.
Tarnhelm, Hugh Walpole (1884-1941)
Supongo que en ese momento yo era un niño peculiar, un poco por naturaleza pero también porque había pasado gran parte de mi joven vida en compañía de personas mucho mayores que yo.
Después de los hechos que ahora voy a relatar, quedó en mí una huella imborrable. Me convertí, y siempre lo he sido desde entonces, en una de esas personas, por lo demás insignificantes, que han decidido, sin posibilidad de cambio, sobre ciertas cuestiones. Algunas cosas, puestas en duda por la mayor parte del mundo, son para estas personas verdaderas e indiscutibles; esta certeza de les da una especie de sello, como si vivieran tanto en su imaginación como para tener muy poca seguridad en cuanto a lo que es realidad y lo que es ficción. Esta «rareza» los distingue. Si ahora, a los cincuenta años, soy un hombre con muy pocos amigos, solitario, es porque mi tío Robert murió de una manera extraña hace cuarenta años y yo fui testigo de su muerte.
Nunca hasta ahora he dado cuenta de los extraños hechos que ocurrieron en Faildyke Hall en la noche de Nochebuena en el año 1890. Los incidentes de esa noche todavía son recordados muy claramente por una o dos personas, y una especie de leyenda sobre la muerte de mi tío Robert se ha transmitido a la generación más joven. Pero nadie aún con vida fue testigo como yo, y creo que es hora de que ponga esos incidentes por escrito.
Los escribo sin comentarios. No atenúo nada; no disfrazo nada. No soy, espero, en modo alguno un hombre vengativo, pero mi breve encuentro con el tío Robert y las circunstancias de su muerte le dieron a mi vida, incluso a esa temprana edad, un giro difícil de perdonar.
En cuanto al llamado elemento sobrenatural en mi historia, cada uno debe juzgar por sí mismo al respecto. Nos burlamos o aceptamos según nuestra naturaleza. Si estamos construidos con cierto material práctico sólido, lo más probable es que ninguna evidencia, por definitiva o de primera mano que sea, nos convenza. Si los sueños son nuestra porción diaria, un sueño más o menos apenas sacudirá nuestro sentido de la realidad.
Sin embargo, esta es mi historia.
Mi padre y mi madre estuvieron en la India desde los ocho hasta los trece años. No los vi, excepto en dos ocasiones cuando visitaron Inglaterra. Yo era hijo único, amado entrañablemente por mis dos padres, quienes, sin embargo, se amaban aún más. Eran una pareja extremadamente sentimental de la clase antigua. Mi padre estaba en el Servicio Civil Indio y escribía poesía. Incluso hizo publicar su epopeya, Tántalo, un poema en cuatro cantos, a sus expensas. Esto, sumado al hecho de que mi madre había sido considerada inválida antes de casarse, hizo que mis padres sintieran que se parecían mucho a los Browning, y mi padre incluso tenía un apodo cariñoso para mi madre que sonaba curiosamente como el famoso y espantoso «Ba».
Yo era un niño delicado. Me enviaron a la Academia Privada del Sr. Ferguson a la tierna edad de ocho años y pasé mis vacaciones como invitado indeseable de varios parientes. Indeseable, me imagino, porque yo era un niño difícil de entender. Tenía una abuela anciana que vivía en Folkestone, dos tías que compartían una casita en Kensington, una tía, un tío y una camada de primos que vivían en Cheltenham, y dos tíos que vivían en Cumberland. Todos estos parientes, excepto los dos tíos, ya estaban hartos de mí y por ninguno de ellos sentía yo gran afecto.
Los niños no eran examinados en esos días como lo son ahora. Estaba delgado, pálido y con anteojos, anhelando afecto pero sin saber cómo obtenerlo; exteriormente poco demostrativo pero interiormente emocional y sensible, jugando juegos, debido a mi mala vista, muy mal, leyendo mucho más de lo que era bueno para mí, y contándome historias todo el día y parte de cada noche.
Todos mis parientes se cansaron de mí, imagino, y finalmente se decidió que mis tíos en Cumberland debían hacer su parte. Estos dos eran los hermanos de mi padre, el mayor de una larga familia de la que él era el menor. Según tengo entendido, mi tío Robert tenía casi setenta años y mi tío Constance unos cinco menos. Recuerdo que siempre pensé que Constance era un nombre divertido para un hombre.
Mi tío Robert era el dueño de Faildyke Hall, una casa de campo entre el lago de Wastwater y el pequeño pueblo de Seascale en la costa del mar. El tío Constance había vivido con el tío Robert durante muchos años. Se decidió, después de cierta correspondencia familiar, que yo pasaría la Navidad de este año, 1890, en Faildyke Hall.
Yo tenía en ese momento sólo once años, flaco, con una frente abultada, anteojos grandes y una manera nerviosa y tímida. Recuerdo que siempre me embarcaba en cualquier nueva aventura con una mezcla de terror y anticipación. Quizá esta vez se produjera el milagro: encontraría un amigo o una fortuna, me cubriría de gloria de algún modo inesperado; ser por fin lo que siempre anhelé, un héroe. Me alegré de no ir a ver a ninguno de mis otros parientes en Navidad, y especialmente a mis primos en Cheltenham, quienes se burlaban de mí y nunca estaban libres de ruidos ensordecedores. Lo que más deseaba en la vida era poder leer en paz. Comprendí que en Faildyke había una biblioteca gloriosa.
Mi tía me vio subir al tren. Mi tío me había obsequiado con uno de los romances más sangrientos de Harrison Ainsworth, Las brujas de Lancashire, y tenía cinco barras de crema de chocolate, por lo que ese viaje fue tan dichosamente feliz como cualquier otra experiencia para mí en ese momento. Se me permitió leer en paz, y en ese momento tenía poco más que pedirle a la vida. Sin embargo, a medida que el tren avanzaba hacia el norte, este nuevo país comenzó a llamar mi atención. Nunca antes había estado en el norte de Inglaterra y no estaba preparado para la repentina sensación de espacio y frescura que recibí.
Las colinas desnudas y desordenadas, la frescura del viento en el que los pájaros parecían ser llevados con especial alegría, los muros de piedra que corrían como cintas grises alrededor de los páramos y, sobre todo, la vasta extensión del cielo sobre cuya superficie nadaban las nubes como nunca había presenciado en ninguna parte. Estaba sentado, perdido y absorto junto a la ventanilla, cuando por fin, mucho después de que oscureciera, oí que el guarda llamaba «¡Seascale!». Cuando salí a la pequeña y estrecha plataforma y fui recibido por el sabor salado del viento marino, se puede decir que mi primera introducción real al País del Norte se completó. Estoy escribiendo ahora en otra parte de ese mismo país de Cumberland, y más allá de mi ventana la línea de la montaña corre fuerte y desnuda contra el cielo, mientras que debajo de ella yace el lago, un fragmento de cristal plateado a los pies de Skiddaw.
Puede ser que mi sentido del profundo misterio de este país tuviera su origen en esta misma extraña historia que ahora estoy contando. Pero, de nuevo, tal vez no, porque creo que esa primera llegada nocturna a Seascale produjo algún cambio en mí, de modo que desde entonces ninguna de las bellezas del mundo, desde las aguas carmesí de Cachemira hasta las ásperas glorias de nuestra propia costa de Cornualles, puede rivalizar con los vientos fuertes y turbios y el césped fuerte y resistente de las colinas de Cumberland.
Siguió el viaje a Faildyke. Hacía mucho frío, pero no parecía importarme. Todo fue mágico para mí. Desde el principio pude ver la gran y lenta joroba del Black Combe contra las nubes espumosas de la noche invernal, y pude oír el mar rompiendo y el suave susurro de las ramas desnudas en los setos.
También hice mi mejor amigo esa noche, porque era Bob Armstrong quien manejaba la carreta. A menudo me ha dicho desde entonces (aunque es un hombre lento y de pocas palabras, le gusta repetir las cosas que le parecen valiosas) que le parecí «lastimosamente perdido» aquella noche en el andén de Seascale. Me veía, no lo dudo, bastante congelado. En cualquier caso, fue una aparición afortunada para mí, porque gané el corazón de Armstrong allí mismo. Él, por su parte, me pareció gigantesco. Tenía, creo, uno de los torsos más anchos del mundo: era una maldición para él, decía, porque ninguna camisa le quedaba bien. Me senté cerca de él por el frío; era muy cálido, y podía sentir su corazón latiendo como un reloj constante dentro de su abrigo áspero. Latió por mí esa noche, y ha latido, me alegra decirlo, desde entonces.
En verdad necesitaba un amigo. Estaba casi dormido y rígido cuando me bajaron de la carreta y de inmediato me condujeron a lo que me pareció un inmenso salón atestado de cabezas de animales sacrificados que miraban fijamente y que olía a paja. Estaba tan tristemente cansado que mis tíos, cuando los encontré en una enorme sala de billar en la que un gran fuego rugía como un demonio en una chimenea de piedra, me parecieron dobles.
En cualquier caso, ¡qué extraña pareja formaban! Mi tío Robert era un hombre delgado con cabello gris desordenado y ojos pequeños y agudos encapuchados por dos de las cejas más pobladas conocidas por la humanidad. Vestía (lo recuerdo como si fuera ayer) ropa campesina raída de un color verde desteñido, y tenía en un dedo un anillo con una gruesa piedra roja. Otra cosa que noté de inmediato cuando me besó (detestaba ser besado) fue un leve olor que tenía, conectado de inmediato en mi mente con las semillas de alcaravea que hay en la torta de semillas. También noté que sus dientes estaban descoloridos y amarillos.
Mi tío Constance me gustó de inmediato. Era gordo, redondo, simpático y limpio. Llevaba una flor en el ojal y su lino era blanco como la nieve en contraste con el de su hermano. Sin embargo, noté una cosa en ese primer encuentro, y fue que antes de que me hablara y pusiera su gordo brazo alrededor de mi hombro, parecía mirar a su hermano como pidiendo permiso. Puedes decir que era inusual que un chico de mi edad notara tanto, pero de hecho lo hice. Años y pereza, ¡ay!, han aflojado mi poder de observación.
Tuve un sueño horrible esa noche; me despertó gritando y atrajo a Bob Armstrong para calmarme.
Mi habitación era grande, como todas las otras habitaciones que había visto, y vacía, con una gran extensión de piso y una chimenea de piedra como la de la sala de billar. Estaba, según descubrí después, junto a las dependencias de los sirvientes. La habitación de Armstrong estaba junto a la mía, y la de la señora Spender, la ama de llaves, más allá de la suya. Armstrong era entonces, y sigue siendo, soltero. Solía decirme que amaba a tantas mujeres que nunca se atrevía a elegir una. Durante mucho tiempo ha sido mi guardaespaldas personal y está demasiado acostumbrado a mis formas de cambiar su condición. Tiene, además, setenta años de edad.
Bueno, lo que vi en mi sueño fue esto. Me habían encendido un fuego (y era necesario; la habitación era de un frío glacial) y soñé que despertaba para ver las llamas subir a un último vigor antes de extinguirse. En el brillo de esa iluminación fui consciente de que algo se movía en la habitación. Escuché el movimiento por un rato antes de ver algo.
Me incorporé, con el corazón latiendo con fuerza, y entonces, para mi horror, distinguí, escabulléndose contra la pared del fondo, al perro mestizo, amarillo, de aspecto más malvado que puedas imaginar. Siempre me ha resultado difícil describir exactamente el horror de ese perro amarillo. En parte residía en su color, que era repugnante, en parte en su cuerpo mezquino y huesudo, pero sobre todo en su malvada cabeza: chata, con ojillos agudos y dientes irregulares y amarillos.
Mientras lo miraba, me enseñó los dientes y luego comenzó a arrastrarse, con una acción indescriptiblemente repugnante, en dirección a mi cama. Al principio me quedé rígido de terror. Luego, mientras se acercaba con sus ojitos fijos en mí y mostrando los dientes, grité una y otra vez.
Lo siguiente que supe fue que Armstrong estaba sentado en mi cama, su fuerte brazo alrededor de mi pequeño cuerpo tembloroso. Todo lo que pude decir una y otra vez fue: «¡El perro! ¡el perro! ¡el perro! »
Me tranquilizó como si hubiera sido mi madre.
—Mira, no hay ningún perro aquí. ¡No hay nadie más que yo! ¡No hay nadie más que yo!
Continué temblando, así que se metió en la cama conmigo, me sostuvo cerca de él y fue en sus brazos reconfortantes que me quedé dormido.
Por la mañana me desperté con una brisa fresca, un sol brillante y los crisantemos, anaranjados, carmesí y pardos, soplando contra la pared de piedra gris más allá de los céspedes en pendiente. Así que me olvidé de mi sueño. Solo sabía que amaba a Bob Armstrong más que a nadie en la tierra.
Durante los días siguientes todos fueron muy amables conmigo. Estaba tan profundamente emocionado por este país, tan nuevo para mí, que al principio no podía pensar en nada más. Bob Armstrong era de Cumbria desde la parte superior de su cabeza rubia hasta las gruesas uñas debajo de sus botas, y, entre gruñidos y monosílabos, como era su estilo, me dio un recorrido por el lugar. Había romance por todas partes: contrabandistas entrando y saliendo de Drigg y Seascale, la antigua Cruz en el cementerio de Gosforth, Ravenglass, con todas sus aves marinas, una vez un puerto de esplendor.
Muncaster Castle y Broughton y el negro Wastewater con los lúgubres Screes, Black Combe, sobre cuyas anchas espaldas bailaban siempre las sombras, incluso la pequeña estación de Seascale, desnuda para los vientos marinos, en cuyos puestos de libros compré una publicación titulada Weekly Telegraph que contenía, semana a semana, entregas de las historias más trepidante del mundo.
Romance por todas partes: las vacas moviéndose por los senderos arenosos, el mar rugiendo a lo largo de la playa de Drigg, Gable y Scafell, las voces lentas de los granjeros de Cumbria llamando a sus animales, el tintineo de la campanita de la iglesia de Gosforth —en todas partes romance y belleza. Sin embargo, cuando me acostumbré mejor al campo, la gente que me rodeaba inmediatamente empezó a ocupar mi atención, a estimular mi inquieta curiosidad, especialmente mis dos tíos. Eran, de hecho, bastante raros.
Faildyke Hall en sí no era extraño, solo feo. Había sido construido alrededor de 1830, me imagino, un edificio cuadrado y blanco como una mujer gruesa, engreída, con una cara muy sencilla. Las habitaciones eran grandes, los pasillos innumerables y todo estaba cubierto con una cal horrible. Contra este encalado colgaban viejas fotografías amarillentas por el tiempo y acuarelas descoloridas y malas. Los muebles eran fuertes y feos. Sin embargo, había una característica romántica, y era la pequeña Torre Gris donde vivía mi tío Robert.
Esta Torre estaba al final del jardín y daba a un campo inclinado hacia Scafell más allá de Wastewater. Había sido construida hace cientos de años como defensa contra los escoceses. Robert había tenido allí su estudio y dormitorio durante muchos años y era su dominio; a nadie se le permitía entrar salvo a su anciano sirviente, Hucking, un hombrecillo encorvado, marchito y mugriento que no hablaba con nadie y, según decían en la cocina, se las arreglaba para pasar la vida sin dormir. Cuidaba de mi tío Robert, limpiaba sus habitaciones y se suponía que tenía que lavar su ropa.
Yo, que era un chico inquisitivo y de mente romántica, pronto me entusiasmé tanto con esta Torre como la esposa de Barba Azul con la habitación prohibida. Bob me dijo que, hiciera lo que hiciera, nunca debía poner un pie adentro.
Y luego descubrí otra cosa: que Bob Armstrong odiaba, temía y estaba orgulloso de mi tío Robert. Estaba orgulloso de él porque era el cabeza de familia y porque, según decía, era el anciano más listo del mundo.
—Aparentemente no hay nada que no pueda hacer —dijo Bob—, pero no le gusta que lo mires mientras lo hace.
Todo esto no hacía más que aumentar mis ansias de ver el interior de la Torre, aunque tampoco podía decirse que le tuviera cariño a mi tío Robert.
Sería difícil decir que no me caía bien durante esos primeros días. Fue muy amable conmigo cuando me conoció, y a la hora de las comidas, cuando me sentaba con mis dos tíos a la mesa larga en el comedor grande, desnudo y encalado, siempre estaba ansioso por asegurarse de que tuviera suficiente para comer. Pero nunca me gustó; tal vez fue porque no estaba limpio. Los niños son sensibles a esas cosas. Quizá no me gustaba el olor rancio y apelmazado que llevaba consigo.
Luego llegó el día en que me invitó a la Torre Gris y me habló del Tarnhelm.
Pálidas sombras oblicuas caían sobre los crisantemos y los muros de piedra gris, los extensos campos y las colinas oscuras. Estaba jugando solo junto al riachuelo que corría más allá de la rosaleda cuando el tío Robert se me acercó por detrás con su forma sigilosa y, pellizcándome la oreja, me preguntó si me gustaría ir con él dentro de su Torre. Yo estaba, por supuesto, lo suficientemente ansioso; pero también me asusté, sobre todo cuando vi el viejo semblante apolillado de Hucking mirándonos desde una de las estrechas rendijas que pretendían ser ventanas.
Sin embargo, entramos, mi mano en la mano caliente y seca del tío Robert. En realidad, no había mucho que ver cuando estabas dentro: todo estaba desordenado y mohoso, con telarañas en las puertas y viejas piezas de hierro oxidado y cajas vacías en las esquinas, y la larga mesa en el estudio del tío Robert estaba cubierta con mil cosas: libros con las tapas colgando, botellas verdes, pegajosas, un espejo, una balanza, un globo terráqueo, una jaula con ratones, una estatua de una mujer desnuda, un reloj de arena, todo viejo y manchado y polvoriento.
Sin embargo, el tío Robert me hizo sentar cerca de él y me contó muchas historias interesantes. Entre otros, la historia de Tarnhelm.
Tarnhelm era algo que ponías sobre tu cabeza, y su magia te convertía en cualquier animal que deseabas ser. El tío Robert me contó la historia de un dios llamado Wotan, y cómo se burló del enano que poseía el Tarnhelm diciéndole que no podía convertirse en un ratón o en un animal por el estilo; y el enano, con su orgullo herido, se convirtió en un ratón, que el dios capturó fácilmente y así robó el Tarnhelm.
Sobre la mesa, entre toda la basura, había un casquete gris.
—Ese es mi Tarnhelm —dijo el tío Robert, riéndose—. ¿Te gustaría que me lo pusiera?
De repente estaba asustado, terriblemente asustado. La visión del tío Robert me hizo sentir mal. La habitación comenzó a dar vueltas y vueltas. Los ratones blancos de la jaula piaron. Esa habitación estaba lo suficientemente cargada como para enfermar a cualquier niño.
Ese fue el momento, creo, en que el tío Robert extendió la mano hacia su casquete gris; después de eso, nunca más volví a ser feliz en Faildyke Hall. Esa acción suya, por simple y aparentemente amistosa que fuera, pareció abrirme los ojos a varias cosas.
Estábamos ahora dentro de los diez días de Navidad. La idea de la Navidad tuvo entonces —y, a decir verdad, todavía tiene— un efecto muy feliz en mí. Está la hermosa historia, la genialidad y la amabilidad, todavía, a pesar de los pesimistas modernos, mucha felicidad y buena voluntad. Incluso ahora me gusta dar regalos y recibirlos; entonces era un éxtasis para mí, el aspecto del paquete, el papel, la cuerda, la exquisita sorpresa.
Por lo tanto, había estado esperando la Navidad con impaciencia. Me habían prometido un viaje a Whitehaven para comprar regalos, e iba a haber un árbol y un baile para los aldeanos de Gosforth. Luego, después de mi visita a la Torre del tío Robert, toda mi alegría de anticipación se desvaneció. A medida que pasaban los días y mi observación de una cosa y otra se desarrollaba, creo que me habría escapado con mis tías en Kensington si no hubiera sido por Bob Armstrong.
De hecho, fue Armstrong quien me inició en ese viaje de observación que terminó tan horriblemente, porque cuando escuchó que el tío Robert me había llevado dentro de su Torre, su ira fue terrible. Nunca antes lo había visto enojado; ahora su gran cuerpo tembló, y me agarró y me sostuvo hasta que grité.
Quería que le prometiera que nunca volvería a entrar allí. ¿Qué? ¿Ni siquiera con el tío Robert? No, sobre todo con el tío Robert; y luego, bajando la voz y mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba, comenzó a maldecir al tío Robert. Esto me asombró, porque la lealtad era una de las grandes leyes de Bob. Puedo vernos ahora, de pie sobre los adoquines del establo en el crepúsculo blanco que caía mientras los caballos pateaban en la tierra, y las pequeñas estrellas afiladas aparecían una tras otra brillando entre las nubes.
—No me quedaré —le oí decirse a sí mismo—. Seré como los demás. No me quedaré para traer a un niño…
Desde ese momento pareció tenerme muy especialmente a su cargo. Incluso cuando no podía verlo sentía que su mirada bondadosa estaba sobre mí, y este sentimiento de que yo fuera protegido me hizo sentir aún más inquieto y angustiado.
Lo siguiente que observé fue que los sirvientes comenzaron a irse, a pesar de no haber estado allí más de un mes o dos. Luego, solo una semana antes de Navidad, el ama de llaves se fue. El tío Constance parecía muy molesto por estos hechos. El tío Robert no parecía afectado en lo más mínimo.
Paso ahora a mi tío Constance. A esta distancia de tiempo es extraño con qué claridad aún puedo verlo: su corpulencia, su limpieza resplandeciente, su dandismo, la flor en su ojal, sus piececitos brillantemente calzados, su voz fina, más bien femenina. Habría sido amable conmigo, creo, si se hubiera atrevido, pero algo lo detuvo. Y pronto descubrí qué era ese algo: era miedo a mi tío Robert.
No me llevó ni un día descubrir que estaba completamente sujeto a su hermano. No decía nada sin mirar cómo se lo tomaba el tío Robert; no sugería ningún plan hasta tener la seguridad de su hermano; Estaba aterrorizado más allá de lo que había visto antes en un ser humano ante cualquier señal de irritación en mi tío. Después de esto descubrí que al tío Robert le gustaba mucho jugar con los miedos de su hermano. No entendía lo suficiente de su vida para darme cuenta de cuáles eran las armas que usaba, pero no era demasiado joven ni demasiado ignorante para percibir que eran afiladas y penetrantes.
Tal era nuestra situación, entonces, una semana antes de Navidad. El clima se había vuelto muy salvaje, con un gran viento. Toda la naturaleza parecía alborotada. Me imaginaba cuando me acostaba en mi cama por la noche y escuchaba los gritos en mi chimenea, que podía captar el sonido de las olas en la playa, ver las aguas negras de Wastwater crecer y cuajarse. Me quedaría despierto y añoraría a Bob Armstrong, la fuerza de su brazo y la calidez de su pecho, pero me consideraba un niño demasiado grande para apelar.
Recuerdo que minuto a minuto aumentaban mis temores. ¿Qué les dio fuerza y poder? No lo sé. Estaba muy solo, tenía un gran terror de mi tío, el clima era salvaje, las habitaciones de la casa eran grandes y desoladas, los sirvientes misteriosos, las paredes de los pasillos estaban siempre iluminadas con un brillo antinatural debido a su color blanco, y aunque Armstrong me vigilaba, estaba ocupado en sus asuntos y no siempre podía estar conmigo.
Empecé a temer cada vez más a mi tío Robert. El odio y el miedo hacia él parecían estar en todas partes y, sin embargo, siempre tenía una voz suave y amable. Entonces, unos días antes de Navidad, ocurrió el hecho que convertiría mi terror en pánico.
Había estado leyendo en la biblioteca El romance del bosque de la señora Radcliffe, un viejo libro olvidado hace mucho tiempo, digno de revivir. La biblioteca era una hermosa habitación destartalada, estanterías desde el suelo hasta el techo, las ventanas pequeñas y oscuras, agujeros en la vieja alfombra descolorida. Una lámpara ardía en una mesa lejana. Algo, no sé qué, me hizo mirar hacia arriba. Lo que vi entonces se grabó en mi recuerdo. Junto a la puerta de la biblioteca, sin moverse, mirándome a lo largo de la habitación, había un perro amarillo.
No intentaré describir el miedo lamentable y el terror helado que me atrapó y me retuvo. Mi principal pensamiento, imagino, fue que esa otra visión en mi primera noche en el lugar no había sido un sueño. Yo no estaba dormido ahora; el libro que había estado leyendo se había caído al suelo, las lámparas despedían su brillo, podía oír la hiedra golpeando el cristal. No, era la realidad.
El perro levantó una pata larga y horrible y se rascó. Luego, muy lenta y silenciosamente, a través de la alfombra, vino hacia mí.
No pude gritar. No podía moverme. Esperé. El animal era aún más malvado de lo que había parecido antes, con su cabeza chata, sus ojos estrechos, sus colmillos amarillos. Vino en mi dirección, se detuvo una vez para rascarse de nuevo, luego estuvo casi en mi silla.
Me miró, mostró sus colmillos, pero como si me sonriera, luego pasó de largo. Después de que se hubo ido quedó un olor fétido y denso en el aire, el olor de la semilla de alcaravea.
Pienso ahora, al mirar hacia atrás, que fue bastante notable que yo, un niño pálido y nervioso que temblaba con cada sonido, hubiera enfrentado la situación como lo hice. No dije nada sobre el perro, ni siquiera a Bob Armstrong. Escondí mis miedos, que eran de un tipo bestial y enfermizo. Tuve la inteligencia de percibir (y cómo, a esta distancia, no puedo entender) que estaba desempeñando mi pequeño papel en el clímax de algo que se había ido acumulando por muchos meses, como las nubes sobre Gable.
Lo que estaba más allá de cualquier duda era que fue después de que vi al perro en la biblioteca que el tío Robert cambió tan extrañamente su comportamiento conmigo. Eso puede haber sido una mera coincidencia. Sólo sé que, a medida que uno envejece, se recurre menos a las coincidencias. En cualquier caso, esa misma noche, en la cena, el tío Robert parecía veinte años mayor. Estaba encorvado, arrugado, no comía, le gruñía a cualquiera que le hablara y evitaba especialmente mirarme a mí.
Fue una comida penosa, y fue después de ella, cuando el tío Constance y yo estábamos sentados solos en el viejo salón empapelado de amarillo, una habitación con dos relojes que hacían tictac, cuando ocurrió la cosa más extraordinaria. El tío Constance y yo estábamos jugando a las damas. Los únicos sonidos eran el rugido del viento por la chimenea, el silbido y chisporroteo del fuego, el tonto tictac de los relojes. De repente, el tío Constance dejó la pieza que estaba a punto de mover y comenzó a llorar.
Para un niño siempre es terrible ver llorar a un adulto, y hasta el día de hoy escuchar llorar a un hombre me angustia mucho. Me conmovió desesperadamente el pobre tío Constance, que estaba sentado allí, con la cabeza entre sus manos blancas y regordetas, todo su cuerpo robusto temblando. Corrí hacia él y él me agarró y me abrazó como si nunca me fuera a dejar ir. Sollozó palabras incoherentes sobre protegerme, cuidarme… sobre un monstruo…
Recuerdo que yo también comencé a temblar. Le pregunté a mi tío qué monstruo, pero solo pudo seguir murmurando incoherencias sobre el odio y la falta de coraje, y si tan solo tuviera el coraje…
Luego, recuperándose un poco, comenzó a hacerme preguntas. ¿Dónde había estado? ¿Había estado en la Torre? ¿Había visto algo? Y luego murmuró que nunca me habría dejado ir si hubiera sabido que llegaría a esto, que sería mejor que me fuera esa noche, y que si él no tuviera miedo…
Entonces empezó a temblar de nuevo y a mirar hacia la puerta, y yo también temblé. Me sostuvo en sus brazos; luego sentimos un sonido y escuchamos, nuestras cabezas en alto, nuestros dos corazones martilleando. Pero solo eran los relojes corriendo y el viento aullando como si fuera a hacer pedazos la casa.
Esa noche, sin embargo, cuando Bob Armstrong subió a la cama, me encontró refugiado allí. Le susurré que estaba asustado. Puse mis brazos alrededor de su cuello y le supliqué que no me despidiera; me prometió que no lo haría y dormí toda la noche al amparo de su fuerza.
Sin embargo, ¿cómo puedo dar una imagen real del miedo que me perseguía? Sabía, por lo que tanto Armstrong como el tío Constance habían dicho, que había un peligro real, que no era una fantasía histérica o un sueño mal digerido. Empeoró las cosas que ya no se viera más al tío Robert. Él estaba enfermo; se mantuvo dentro de su Torre, atendido por su viejo sirviente marchito. Y así, estando en ninguna parte, estaba en todas. Me quedé con Armstrong cuando pude, pero una especie de orgullo me impedía aferrarme como una niña a su abrigo.
Un silencio sepulcral pareció caer sobre el lugar. Nadie reía ni cantaba, ningún perro ladraba, ningún pájaro cantaba. Dos días antes de Navidad, una helada se apoderó de la tierra. Los campos estaban rígidos, el mismo cielo parecía helado y gris, y bajo la nube verde oliva Scafell y Gable estaban negros.
Llegó la Nochebuena.
Esa mañana, recuerdo, estaba tratando de dibujar, una imagen infantil de una de las escenas de la señora Radcliffe, cuando las puertas dobles se abrieron y apareció el tío Robert. Se quedó allí, encorvado, arrugado, sus largos cabellos grises cayéndole sobre el cuello, sus pobladas cejas echadas hacia adelante. Llevaba su viejo traje verde y en su dedo brillaba su pesado anillo rojo. Estaba asustado, por supuesto, pero también me conmovió. Parecía tan viejo, tan frágil, tan pequeño en esta gran casa vacía.
—Tío Robert —pregunté tímidamente—, ¿estás mejor?
Se inclinó aún más hasta que estuvo casi sobre sus manos y pies; luego me miró, y sus dientes amarillos estaban al descubierto, casi como un animal. Entonces las puertas se cerraron de nuevo.
La tarde lenta, sigilosa, gris, llegó por fin. Caminé con Armstrong hasta el pueblo de Gosforth por un negocio que tenía. No dijimos una palabra de ningún asunto en el Hall. Le dije cuánto quería estar siempre con él, y me contestó que tal vez fuera así, sin saber cuán cierta era aquella profecía. Como todos los niños, yo tenía una gran capacidad para olvidar el ambiente en el que no me encontraba en ese momento, y caminaba junto a Bob por los caminos congelados, con algunos de mis miedos rendidos.
Pero no por mucho. Estaba oscuro cuando entré en el largo salón amarillo. Podía oír el repique de las campanas de la iglesia de Gosforth cuando salí de la antesala. Un momento después se oyó un grito estridente y aterrorizado: Era el tío Constance, que estaba de pie frente a las cortinas de seda amarilla de la ventana, contemplando el crepúsculo. Me acerqué a él y me sostuvo cerca de él.
—¡Escucha! —susurró—. ¿Qué puedes oír?
Las puertas dobles por las que había entrado estaban entreabiertas. Al principio no podía oír nada más que los relojes, el ruido muy débil de un carro en la carretera helada. No había viento.
Los dedos de mi tío agarraron mi hombro.
—¡Escucha! —dijo de nuevo.
Y escuché. En el pasillo de piedra más allá del salón se oía el golpeteo de las patas de un animal. El tío Constance y yo nos miramos. En esa mirada intercambiada nos confesamos que nuestro secreto era el mismo. Sabíamos lo que debíamos ver.
Un momento después estaba allí, de pie en la puerta doble, agachado y mirándonos con un odio loco y enfermizo, el odio de un animal. Lentamente vino hacia nosotros, y para mi imaginación tambaleante toda la habitación parecía apestar a millas de alcaravea.
—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó mi tío.
Extrañamente, me convertí a mi vez en el protector.
—¡No te tocará! ¡No te tocará, tío! —grité.
Pero el animal se acercó.
Permaneció un momento cerca de una mesita redonda que contenía una bandeja de fruta cerosa bajo una cúpula de vidrio. Se quedó ahí, con el morro hacia abajo, oliendo el suelo. Luego, mirándonos, se encendió de nuevo.
¡Oh Dios! Incluso ahora, mientras escribo después de todos estos años, está de nuevo conmigo, el cráneo plano, el cuerpo encogido en su mal color y ese olor repugnante. Babeó un poco por su mandíbula. Mostró los colmillos.
Entonces grité, escondí mi rostro en el pecho de mi tío y vi que sostenía, en su mano temblorosa, un revólver grueso, pesado, anticuado.
Entonces gritó:
—Vuelve, Robert… ¡Regresa!
La detonación sacudió el cuarto. El perro se volvió y, con la sangre goteando de su garganta, se arrastró por el suelo. Se detuvo junto a la puerta, se volvió y nos miró. Luego desapareció en la otra habitación.
Mi tío había arrojado su revólver; estaba llorando. Siguió acariciando mi frente, murmurando palabras. Por fin, pegados unos a otros, seguimos el rastro de sangre por la alfombra, junto a la puerta, a través del portal. Acurrucado contra una silla en la sala de estar exterior, con una pierna torcida debajo de él, estaba mi tío Robert, con un disparo en la garganta.
En el suelo, a su lado, había un casquete gris.
Relatos góticos. I Relatos de Hugh Walpole.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hugh Walpole: Tarnhelm (Tarnhelm), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
En otras palabras, Tarnhelm nos mantiene en suspenso más allá de que sepamos desde la primera página cómo se desarrollará y terminará; la tensión depende del significado oculto de lo que está sucediendo. El protagonista, por ejemplo, se refugia en los brazos de su amigo [pertinentemente llamado Armstrong], con quien mantiene una relación sentimental [que nunca se aclara]. Esto parece activar los impulsos reprimidos del tío Robert, quien comienza a presentarse ante el muchacho en su forma perruna, ansiando aquello que Armstrong obtiene con consentimiento. En definitiva, es una historia sobre los peligros ocultos de aquellos que son, en última instancia, depredadores [ver: Cuando lo que sale del closet es un Monstruo]
El tío Robert es capaz de transformarse en un enorme perro amarillo al colocarse en la cabeza un pequeño casquete gris, al que llama Tarnhelm, una referencia al dispositivo de invisibilidad [Tarnkappe] de El anillo de los Nibelungos (Der Ring des Nibelungen). En la historia de Richard Wagner, vagamente inspirada en el mito nórdico de Andvari, este dispositivo fue fabricado por el enano Mime a petición de su hermano, Alberich, quien lo utiliza principalmente como capa de invisibilidad, pero que también permite cambiar de forma. Aquí, el Tarnhelm parece manifestar físicamente los impulsos internos de su portador. Robert se convierte en lo que es interiormente: un depredador.
La palabra norsa tarn [«sigilo»], proviene de tjörn, un lago de montaña oculto; y derivaría en dern, que significa «secreto», «oculto». En Inglés Medio amplió su sentido original en conceptos como apartado, sigiloso, engañoso, privado, confidencial, que describe perfectamente los aspectos escondidos del tío Robert [las artes negras y su homosexualidad latente]. De hecho, alrededor del siglo XV surgió el término inglés dernlove, que alude a un amor secreto, o ilícito, un amante o una relación prohibida. Hugh Walpole parece estar menos interesado en el trasfondo mitológico del Tarnhelm que en sus implicaciones sobre los impulsos prohibidos de Robert y el protagonista. Más aún, Hugh Walpole volvió a utilizar esta misma sugerencia y con el mismo simbolismo etimológico en El Tarn (The Tarn).
Tarnhelm tiene un problema grave: el narrador. Hugh Walpole presenta a un hombre mayor que recuerda este trauma de su infancia, pero le otorga pocas herramientas narrativas. Uno puede empatizar con la soledad del narrador, con su vulnerabilidad, su afición a las novelas góticas y su anhelo de aceptación, amistad y amor, pero el autor no llega a enhebrar todo esto con las interacciones del protagonista con aquellos en posiciones de autoridad, es decir, con aquellas personas que deberían quererlo y protegerlo, pero que se convierten en sus depredadores.
Tarnhelm.
Tarnhelm, Hugh Walpole (1884-1941)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Supongo que en ese momento yo era un niño peculiar, un poco por naturaleza pero también porque había pasado gran parte de mi joven vida en compañía de personas mucho mayores que yo.
Después de los hechos que ahora voy a relatar, quedó en mí una huella imborrable. Me convertí, y siempre lo he sido desde entonces, en una de esas personas, por lo demás insignificantes, que han decidido, sin posibilidad de cambio, sobre ciertas cuestiones. Algunas cosas, puestas en duda por la mayor parte del mundo, son para estas personas verdaderas e indiscutibles; esta certeza de les da una especie de sello, como si vivieran tanto en su imaginación como para tener muy poca seguridad en cuanto a lo que es realidad y lo que es ficción. Esta «rareza» los distingue. Si ahora, a los cincuenta años, soy un hombre con muy pocos amigos, solitario, es porque mi tío Robert murió de una manera extraña hace cuarenta años y yo fui testigo de su muerte.
Nunca hasta ahora he dado cuenta de los extraños hechos que ocurrieron en Faildyke Hall en la noche de Nochebuena en el año 1890. Los incidentes de esa noche todavía son recordados muy claramente por una o dos personas, y una especie de leyenda sobre la muerte de mi tío Robert se ha transmitido a la generación más joven. Pero nadie aún con vida fue testigo como yo, y creo que es hora de que ponga esos incidentes por escrito.
Los escribo sin comentarios. No atenúo nada; no disfrazo nada. No soy, espero, en modo alguno un hombre vengativo, pero mi breve encuentro con el tío Robert y las circunstancias de su muerte le dieron a mi vida, incluso a esa temprana edad, un giro difícil de perdonar.
En cuanto al llamado elemento sobrenatural en mi historia, cada uno debe juzgar por sí mismo al respecto. Nos burlamos o aceptamos según nuestra naturaleza. Si estamos construidos con cierto material práctico sólido, lo más probable es que ninguna evidencia, por definitiva o de primera mano que sea, nos convenza. Si los sueños son nuestra porción diaria, un sueño más o menos apenas sacudirá nuestro sentido de la realidad.
Sin embargo, esta es mi historia.
Mi padre y mi madre estuvieron en la India desde los ocho hasta los trece años. No los vi, excepto en dos ocasiones cuando visitaron Inglaterra. Yo era hijo único, amado entrañablemente por mis dos padres, quienes, sin embargo, se amaban aún más. Eran una pareja extremadamente sentimental de la clase antigua. Mi padre estaba en el Servicio Civil Indio y escribía poesía. Incluso hizo publicar su epopeya, Tántalo, un poema en cuatro cantos, a sus expensas. Esto, sumado al hecho de que mi madre había sido considerada inválida antes de casarse, hizo que mis padres sintieran que se parecían mucho a los Browning, y mi padre incluso tenía un apodo cariñoso para mi madre que sonaba curiosamente como el famoso y espantoso «Ba».
Yo era un niño delicado. Me enviaron a la Academia Privada del Sr. Ferguson a la tierna edad de ocho años y pasé mis vacaciones como invitado indeseable de varios parientes. Indeseable, me imagino, porque yo era un niño difícil de entender. Tenía una abuela anciana que vivía en Folkestone, dos tías que compartían una casita en Kensington, una tía, un tío y una camada de primos que vivían en Cheltenham, y dos tíos que vivían en Cumberland. Todos estos parientes, excepto los dos tíos, ya estaban hartos de mí y por ninguno de ellos sentía yo gran afecto.
Los niños no eran examinados en esos días como lo son ahora. Estaba delgado, pálido y con anteojos, anhelando afecto pero sin saber cómo obtenerlo; exteriormente poco demostrativo pero interiormente emocional y sensible, jugando juegos, debido a mi mala vista, muy mal, leyendo mucho más de lo que era bueno para mí, y contándome historias todo el día y parte de cada noche.
Todos mis parientes se cansaron de mí, imagino, y finalmente se decidió que mis tíos en Cumberland debían hacer su parte. Estos dos eran los hermanos de mi padre, el mayor de una larga familia de la que él era el menor. Según tengo entendido, mi tío Robert tenía casi setenta años y mi tío Constance unos cinco menos. Recuerdo que siempre pensé que Constance era un nombre divertido para un hombre.
Mi tío Robert era el dueño de Faildyke Hall, una casa de campo entre el lago de Wastwater y el pequeño pueblo de Seascale en la costa del mar. El tío Constance había vivido con el tío Robert durante muchos años. Se decidió, después de cierta correspondencia familiar, que yo pasaría la Navidad de este año, 1890, en Faildyke Hall.
Yo tenía en ese momento sólo once años, flaco, con una frente abultada, anteojos grandes y una manera nerviosa y tímida. Recuerdo que siempre me embarcaba en cualquier nueva aventura con una mezcla de terror y anticipación. Quizá esta vez se produjera el milagro: encontraría un amigo o una fortuna, me cubriría de gloria de algún modo inesperado; ser por fin lo que siempre anhelé, un héroe. Me alegré de no ir a ver a ninguno de mis otros parientes en Navidad, y especialmente a mis primos en Cheltenham, quienes se burlaban de mí y nunca estaban libres de ruidos ensordecedores. Lo que más deseaba en la vida era poder leer en paz. Comprendí que en Faildyke había una biblioteca gloriosa.
Mi tía me vio subir al tren. Mi tío me había obsequiado con uno de los romances más sangrientos de Harrison Ainsworth, Las brujas de Lancashire, y tenía cinco barras de crema de chocolate, por lo que ese viaje fue tan dichosamente feliz como cualquier otra experiencia para mí en ese momento. Se me permitió leer en paz, y en ese momento tenía poco más que pedirle a la vida. Sin embargo, a medida que el tren avanzaba hacia el norte, este nuevo país comenzó a llamar mi atención. Nunca antes había estado en el norte de Inglaterra y no estaba preparado para la repentina sensación de espacio y frescura que recibí.
Las colinas desnudas y desordenadas, la frescura del viento en el que los pájaros parecían ser llevados con especial alegría, los muros de piedra que corrían como cintas grises alrededor de los páramos y, sobre todo, la vasta extensión del cielo sobre cuya superficie nadaban las nubes como nunca había presenciado en ninguna parte. Estaba sentado, perdido y absorto junto a la ventanilla, cuando por fin, mucho después de que oscureciera, oí que el guarda llamaba «¡Seascale!». Cuando salí a la pequeña y estrecha plataforma y fui recibido por el sabor salado del viento marino, se puede decir que mi primera introducción real al País del Norte se completó. Estoy escribiendo ahora en otra parte de ese mismo país de Cumberland, y más allá de mi ventana la línea de la montaña corre fuerte y desnuda contra el cielo, mientras que debajo de ella yace el lago, un fragmento de cristal plateado a los pies de Skiddaw.
Puede ser que mi sentido del profundo misterio de este país tuviera su origen en esta misma extraña historia que ahora estoy contando. Pero, de nuevo, tal vez no, porque creo que esa primera llegada nocturna a Seascale produjo algún cambio en mí, de modo que desde entonces ninguna de las bellezas del mundo, desde las aguas carmesí de Cachemira hasta las ásperas glorias de nuestra propia costa de Cornualles, puede rivalizar con los vientos fuertes y turbios y el césped fuerte y resistente de las colinas de Cumberland.
Siguió el viaje a Faildyke. Hacía mucho frío, pero no parecía importarme. Todo fue mágico para mí. Desde el principio pude ver la gran y lenta joroba del Black Combe contra las nubes espumosas de la noche invernal, y pude oír el mar rompiendo y el suave susurro de las ramas desnudas en los setos.
También hice mi mejor amigo esa noche, porque era Bob Armstrong quien manejaba la carreta. A menudo me ha dicho desde entonces (aunque es un hombre lento y de pocas palabras, le gusta repetir las cosas que le parecen valiosas) que le parecí «lastimosamente perdido» aquella noche en el andén de Seascale. Me veía, no lo dudo, bastante congelado. En cualquier caso, fue una aparición afortunada para mí, porque gané el corazón de Armstrong allí mismo. Él, por su parte, me pareció gigantesco. Tenía, creo, uno de los torsos más anchos del mundo: era una maldición para él, decía, porque ninguna camisa le quedaba bien. Me senté cerca de él por el frío; era muy cálido, y podía sentir su corazón latiendo como un reloj constante dentro de su abrigo áspero. Latió por mí esa noche, y ha latido, me alegra decirlo, desde entonces.
En verdad necesitaba un amigo. Estaba casi dormido y rígido cuando me bajaron de la carreta y de inmediato me condujeron a lo que me pareció un inmenso salón atestado de cabezas de animales sacrificados que miraban fijamente y que olía a paja. Estaba tan tristemente cansado que mis tíos, cuando los encontré en una enorme sala de billar en la que un gran fuego rugía como un demonio en una chimenea de piedra, me parecieron dobles.
En cualquier caso, ¡qué extraña pareja formaban! Mi tío Robert era un hombre delgado con cabello gris desordenado y ojos pequeños y agudos encapuchados por dos de las cejas más pobladas conocidas por la humanidad. Vestía (lo recuerdo como si fuera ayer) ropa campesina raída de un color verde desteñido, y tenía en un dedo un anillo con una gruesa piedra roja. Otra cosa que noté de inmediato cuando me besó (detestaba ser besado) fue un leve olor que tenía, conectado de inmediato en mi mente con las semillas de alcaravea que hay en la torta de semillas. También noté que sus dientes estaban descoloridos y amarillos.
Mi tío Constance me gustó de inmediato. Era gordo, redondo, simpático y limpio. Llevaba una flor en el ojal y su lino era blanco como la nieve en contraste con el de su hermano. Sin embargo, noté una cosa en ese primer encuentro, y fue que antes de que me hablara y pusiera su gordo brazo alrededor de mi hombro, parecía mirar a su hermano como pidiendo permiso. Puedes decir que era inusual que un chico de mi edad notara tanto, pero de hecho lo hice. Años y pereza, ¡ay!, han aflojado mi poder de observación.
II
Tuve un sueño horrible esa noche; me despertó gritando y atrajo a Bob Armstrong para calmarme.
Mi habitación era grande, como todas las otras habitaciones que había visto, y vacía, con una gran extensión de piso y una chimenea de piedra como la de la sala de billar. Estaba, según descubrí después, junto a las dependencias de los sirvientes. La habitación de Armstrong estaba junto a la mía, y la de la señora Spender, la ama de llaves, más allá de la suya. Armstrong era entonces, y sigue siendo, soltero. Solía decirme que amaba a tantas mujeres que nunca se atrevía a elegir una. Durante mucho tiempo ha sido mi guardaespaldas personal y está demasiado acostumbrado a mis formas de cambiar su condición. Tiene, además, setenta años de edad.
Bueno, lo que vi en mi sueño fue esto. Me habían encendido un fuego (y era necesario; la habitación era de un frío glacial) y soñé que despertaba para ver las llamas subir a un último vigor antes de extinguirse. En el brillo de esa iluminación fui consciente de que algo se movía en la habitación. Escuché el movimiento por un rato antes de ver algo.
Me incorporé, con el corazón latiendo con fuerza, y entonces, para mi horror, distinguí, escabulléndose contra la pared del fondo, al perro mestizo, amarillo, de aspecto más malvado que puedas imaginar. Siempre me ha resultado difícil describir exactamente el horror de ese perro amarillo. En parte residía en su color, que era repugnante, en parte en su cuerpo mezquino y huesudo, pero sobre todo en su malvada cabeza: chata, con ojillos agudos y dientes irregulares y amarillos.
Mientras lo miraba, me enseñó los dientes y luego comenzó a arrastrarse, con una acción indescriptiblemente repugnante, en dirección a mi cama. Al principio me quedé rígido de terror. Luego, mientras se acercaba con sus ojitos fijos en mí y mostrando los dientes, grité una y otra vez.
Lo siguiente que supe fue que Armstrong estaba sentado en mi cama, su fuerte brazo alrededor de mi pequeño cuerpo tembloroso. Todo lo que pude decir una y otra vez fue: «¡El perro! ¡el perro! ¡el perro! »
Me tranquilizó como si hubiera sido mi madre.
—Mira, no hay ningún perro aquí. ¡No hay nadie más que yo! ¡No hay nadie más que yo!
Continué temblando, así que se metió en la cama conmigo, me sostuvo cerca de él y fue en sus brazos reconfortantes que me quedé dormido.
III
Por la mañana me desperté con una brisa fresca, un sol brillante y los crisantemos, anaranjados, carmesí y pardos, soplando contra la pared de piedra gris más allá de los céspedes en pendiente. Así que me olvidé de mi sueño. Solo sabía que amaba a Bob Armstrong más que a nadie en la tierra.
Durante los días siguientes todos fueron muy amables conmigo. Estaba tan profundamente emocionado por este país, tan nuevo para mí, que al principio no podía pensar en nada más. Bob Armstrong era de Cumbria desde la parte superior de su cabeza rubia hasta las gruesas uñas debajo de sus botas, y, entre gruñidos y monosílabos, como era su estilo, me dio un recorrido por el lugar. Había romance por todas partes: contrabandistas entrando y saliendo de Drigg y Seascale, la antigua Cruz en el cementerio de Gosforth, Ravenglass, con todas sus aves marinas, una vez un puerto de esplendor.
Muncaster Castle y Broughton y el negro Wastewater con los lúgubres Screes, Black Combe, sobre cuyas anchas espaldas bailaban siempre las sombras, incluso la pequeña estación de Seascale, desnuda para los vientos marinos, en cuyos puestos de libros compré una publicación titulada Weekly Telegraph que contenía, semana a semana, entregas de las historias más trepidante del mundo.
Romance por todas partes: las vacas moviéndose por los senderos arenosos, el mar rugiendo a lo largo de la playa de Drigg, Gable y Scafell, las voces lentas de los granjeros de Cumbria llamando a sus animales, el tintineo de la campanita de la iglesia de Gosforth —en todas partes romance y belleza. Sin embargo, cuando me acostumbré mejor al campo, la gente que me rodeaba inmediatamente empezó a ocupar mi atención, a estimular mi inquieta curiosidad, especialmente mis dos tíos. Eran, de hecho, bastante raros.
Faildyke Hall en sí no era extraño, solo feo. Había sido construido alrededor de 1830, me imagino, un edificio cuadrado y blanco como una mujer gruesa, engreída, con una cara muy sencilla. Las habitaciones eran grandes, los pasillos innumerables y todo estaba cubierto con una cal horrible. Contra este encalado colgaban viejas fotografías amarillentas por el tiempo y acuarelas descoloridas y malas. Los muebles eran fuertes y feos. Sin embargo, había una característica romántica, y era la pequeña Torre Gris donde vivía mi tío Robert.
Esta Torre estaba al final del jardín y daba a un campo inclinado hacia Scafell más allá de Wastewater. Había sido construida hace cientos de años como defensa contra los escoceses. Robert había tenido allí su estudio y dormitorio durante muchos años y era su dominio; a nadie se le permitía entrar salvo a su anciano sirviente, Hucking, un hombrecillo encorvado, marchito y mugriento que no hablaba con nadie y, según decían en la cocina, se las arreglaba para pasar la vida sin dormir. Cuidaba de mi tío Robert, limpiaba sus habitaciones y se suponía que tenía que lavar su ropa.
Yo, que era un chico inquisitivo y de mente romántica, pronto me entusiasmé tanto con esta Torre como la esposa de Barba Azul con la habitación prohibida. Bob me dijo que, hiciera lo que hiciera, nunca debía poner un pie adentro.
Y luego descubrí otra cosa: que Bob Armstrong odiaba, temía y estaba orgulloso de mi tío Robert. Estaba orgulloso de él porque era el cabeza de familia y porque, según decía, era el anciano más listo del mundo.
—Aparentemente no hay nada que no pueda hacer —dijo Bob—, pero no le gusta que lo mires mientras lo hace.
Todo esto no hacía más que aumentar mis ansias de ver el interior de la Torre, aunque tampoco podía decirse que le tuviera cariño a mi tío Robert.
Sería difícil decir que no me caía bien durante esos primeros días. Fue muy amable conmigo cuando me conoció, y a la hora de las comidas, cuando me sentaba con mis dos tíos a la mesa larga en el comedor grande, desnudo y encalado, siempre estaba ansioso por asegurarse de que tuviera suficiente para comer. Pero nunca me gustó; tal vez fue porque no estaba limpio. Los niños son sensibles a esas cosas. Quizá no me gustaba el olor rancio y apelmazado que llevaba consigo.
Luego llegó el día en que me invitó a la Torre Gris y me habló del Tarnhelm.
Pálidas sombras oblicuas caían sobre los crisantemos y los muros de piedra gris, los extensos campos y las colinas oscuras. Estaba jugando solo junto al riachuelo que corría más allá de la rosaleda cuando el tío Robert se me acercó por detrás con su forma sigilosa y, pellizcándome la oreja, me preguntó si me gustaría ir con él dentro de su Torre. Yo estaba, por supuesto, lo suficientemente ansioso; pero también me asusté, sobre todo cuando vi el viejo semblante apolillado de Hucking mirándonos desde una de las estrechas rendijas que pretendían ser ventanas.
Sin embargo, entramos, mi mano en la mano caliente y seca del tío Robert. En realidad, no había mucho que ver cuando estabas dentro: todo estaba desordenado y mohoso, con telarañas en las puertas y viejas piezas de hierro oxidado y cajas vacías en las esquinas, y la larga mesa en el estudio del tío Robert estaba cubierta con mil cosas: libros con las tapas colgando, botellas verdes, pegajosas, un espejo, una balanza, un globo terráqueo, una jaula con ratones, una estatua de una mujer desnuda, un reloj de arena, todo viejo y manchado y polvoriento.
Sin embargo, el tío Robert me hizo sentar cerca de él y me contó muchas historias interesantes. Entre otros, la historia de Tarnhelm.
Tarnhelm era algo que ponías sobre tu cabeza, y su magia te convertía en cualquier animal que deseabas ser. El tío Robert me contó la historia de un dios llamado Wotan, y cómo se burló del enano que poseía el Tarnhelm diciéndole que no podía convertirse en un ratón o en un animal por el estilo; y el enano, con su orgullo herido, se convirtió en un ratón, que el dios capturó fácilmente y así robó el Tarnhelm.
Sobre la mesa, entre toda la basura, había un casquete gris.
—Ese es mi Tarnhelm —dijo el tío Robert, riéndose—. ¿Te gustaría que me lo pusiera?
De repente estaba asustado, terriblemente asustado. La visión del tío Robert me hizo sentir mal. La habitación comenzó a dar vueltas y vueltas. Los ratones blancos de la jaula piaron. Esa habitación estaba lo suficientemente cargada como para enfermar a cualquier niño.
IV
Ese fue el momento, creo, en que el tío Robert extendió la mano hacia su casquete gris; después de eso, nunca más volví a ser feliz en Faildyke Hall. Esa acción suya, por simple y aparentemente amistosa que fuera, pareció abrirme los ojos a varias cosas.
Estábamos ahora dentro de los diez días de Navidad. La idea de la Navidad tuvo entonces —y, a decir verdad, todavía tiene— un efecto muy feliz en mí. Está la hermosa historia, la genialidad y la amabilidad, todavía, a pesar de los pesimistas modernos, mucha felicidad y buena voluntad. Incluso ahora me gusta dar regalos y recibirlos; entonces era un éxtasis para mí, el aspecto del paquete, el papel, la cuerda, la exquisita sorpresa.
Por lo tanto, había estado esperando la Navidad con impaciencia. Me habían prometido un viaje a Whitehaven para comprar regalos, e iba a haber un árbol y un baile para los aldeanos de Gosforth. Luego, después de mi visita a la Torre del tío Robert, toda mi alegría de anticipación se desvaneció. A medida que pasaban los días y mi observación de una cosa y otra se desarrollaba, creo que me habría escapado con mis tías en Kensington si no hubiera sido por Bob Armstrong.
De hecho, fue Armstrong quien me inició en ese viaje de observación que terminó tan horriblemente, porque cuando escuchó que el tío Robert me había llevado dentro de su Torre, su ira fue terrible. Nunca antes lo había visto enojado; ahora su gran cuerpo tembló, y me agarró y me sostuvo hasta que grité.
Quería que le prometiera que nunca volvería a entrar allí. ¿Qué? ¿Ni siquiera con el tío Robert? No, sobre todo con el tío Robert; y luego, bajando la voz y mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba, comenzó a maldecir al tío Robert. Esto me asombró, porque la lealtad era una de las grandes leyes de Bob. Puedo vernos ahora, de pie sobre los adoquines del establo en el crepúsculo blanco que caía mientras los caballos pateaban en la tierra, y las pequeñas estrellas afiladas aparecían una tras otra brillando entre las nubes.
—No me quedaré —le oí decirse a sí mismo—. Seré como los demás. No me quedaré para traer a un niño…
Desde ese momento pareció tenerme muy especialmente a su cargo. Incluso cuando no podía verlo sentía que su mirada bondadosa estaba sobre mí, y este sentimiento de que yo fuera protegido me hizo sentir aún más inquieto y angustiado.
Lo siguiente que observé fue que los sirvientes comenzaron a irse, a pesar de no haber estado allí más de un mes o dos. Luego, solo una semana antes de Navidad, el ama de llaves se fue. El tío Constance parecía muy molesto por estos hechos. El tío Robert no parecía afectado en lo más mínimo.
Paso ahora a mi tío Constance. A esta distancia de tiempo es extraño con qué claridad aún puedo verlo: su corpulencia, su limpieza resplandeciente, su dandismo, la flor en su ojal, sus piececitos brillantemente calzados, su voz fina, más bien femenina. Habría sido amable conmigo, creo, si se hubiera atrevido, pero algo lo detuvo. Y pronto descubrí qué era ese algo: era miedo a mi tío Robert.
No me llevó ni un día descubrir que estaba completamente sujeto a su hermano. No decía nada sin mirar cómo se lo tomaba el tío Robert; no sugería ningún plan hasta tener la seguridad de su hermano; Estaba aterrorizado más allá de lo que había visto antes en un ser humano ante cualquier señal de irritación en mi tío. Después de esto descubrí que al tío Robert le gustaba mucho jugar con los miedos de su hermano. No entendía lo suficiente de su vida para darme cuenta de cuáles eran las armas que usaba, pero no era demasiado joven ni demasiado ignorante para percibir que eran afiladas y penetrantes.
Tal era nuestra situación, entonces, una semana antes de Navidad. El clima se había vuelto muy salvaje, con un gran viento. Toda la naturaleza parecía alborotada. Me imaginaba cuando me acostaba en mi cama por la noche y escuchaba los gritos en mi chimenea, que podía captar el sonido de las olas en la playa, ver las aguas negras de Wastwater crecer y cuajarse. Me quedaría despierto y añoraría a Bob Armstrong, la fuerza de su brazo y la calidez de su pecho, pero me consideraba un niño demasiado grande para apelar.
Recuerdo que minuto a minuto aumentaban mis temores. ¿Qué les dio fuerza y poder? No lo sé. Estaba muy solo, tenía un gran terror de mi tío, el clima era salvaje, las habitaciones de la casa eran grandes y desoladas, los sirvientes misteriosos, las paredes de los pasillos estaban siempre iluminadas con un brillo antinatural debido a su color blanco, y aunque Armstrong me vigilaba, estaba ocupado en sus asuntos y no siempre podía estar conmigo.
Empecé a temer cada vez más a mi tío Robert. El odio y el miedo hacia él parecían estar en todas partes y, sin embargo, siempre tenía una voz suave y amable. Entonces, unos días antes de Navidad, ocurrió el hecho que convertiría mi terror en pánico.
Había estado leyendo en la biblioteca El romance del bosque de la señora Radcliffe, un viejo libro olvidado hace mucho tiempo, digno de revivir. La biblioteca era una hermosa habitación destartalada, estanterías desde el suelo hasta el techo, las ventanas pequeñas y oscuras, agujeros en la vieja alfombra descolorida. Una lámpara ardía en una mesa lejana. Algo, no sé qué, me hizo mirar hacia arriba. Lo que vi entonces se grabó en mi recuerdo. Junto a la puerta de la biblioteca, sin moverse, mirándome a lo largo de la habitación, había un perro amarillo.
No intentaré describir el miedo lamentable y el terror helado que me atrapó y me retuvo. Mi principal pensamiento, imagino, fue que esa otra visión en mi primera noche en el lugar no había sido un sueño. Yo no estaba dormido ahora; el libro que había estado leyendo se había caído al suelo, las lámparas despedían su brillo, podía oír la hiedra golpeando el cristal. No, era la realidad.
El perro levantó una pata larga y horrible y se rascó. Luego, muy lenta y silenciosamente, a través de la alfombra, vino hacia mí.
No pude gritar. No podía moverme. Esperé. El animal era aún más malvado de lo que había parecido antes, con su cabeza chata, sus ojos estrechos, sus colmillos amarillos. Vino en mi dirección, se detuvo una vez para rascarse de nuevo, luego estuvo casi en mi silla.
Me miró, mostró sus colmillos, pero como si me sonriera, luego pasó de largo. Después de que se hubo ido quedó un olor fétido y denso en el aire, el olor de la semilla de alcaravea.
V
Pienso ahora, al mirar hacia atrás, que fue bastante notable que yo, un niño pálido y nervioso que temblaba con cada sonido, hubiera enfrentado la situación como lo hice. No dije nada sobre el perro, ni siquiera a Bob Armstrong. Escondí mis miedos, que eran de un tipo bestial y enfermizo. Tuve la inteligencia de percibir (y cómo, a esta distancia, no puedo entender) que estaba desempeñando mi pequeño papel en el clímax de algo que se había ido acumulando por muchos meses, como las nubes sobre Gable.
Lo que estaba más allá de cualquier duda era que fue después de que vi al perro en la biblioteca que el tío Robert cambió tan extrañamente su comportamiento conmigo. Eso puede haber sido una mera coincidencia. Sólo sé que, a medida que uno envejece, se recurre menos a las coincidencias. En cualquier caso, esa misma noche, en la cena, el tío Robert parecía veinte años mayor. Estaba encorvado, arrugado, no comía, le gruñía a cualquiera que le hablara y evitaba especialmente mirarme a mí.
Fue una comida penosa, y fue después de ella, cuando el tío Constance y yo estábamos sentados solos en el viejo salón empapelado de amarillo, una habitación con dos relojes que hacían tictac, cuando ocurrió la cosa más extraordinaria. El tío Constance y yo estábamos jugando a las damas. Los únicos sonidos eran el rugido del viento por la chimenea, el silbido y chisporroteo del fuego, el tonto tictac de los relojes. De repente, el tío Constance dejó la pieza que estaba a punto de mover y comenzó a llorar.
Para un niño siempre es terrible ver llorar a un adulto, y hasta el día de hoy escuchar llorar a un hombre me angustia mucho. Me conmovió desesperadamente el pobre tío Constance, que estaba sentado allí, con la cabeza entre sus manos blancas y regordetas, todo su cuerpo robusto temblando. Corrí hacia él y él me agarró y me abrazó como si nunca me fuera a dejar ir. Sollozó palabras incoherentes sobre protegerme, cuidarme… sobre un monstruo…
Recuerdo que yo también comencé a temblar. Le pregunté a mi tío qué monstruo, pero solo pudo seguir murmurando incoherencias sobre el odio y la falta de coraje, y si tan solo tuviera el coraje…
Luego, recuperándose un poco, comenzó a hacerme preguntas. ¿Dónde había estado? ¿Había estado en la Torre? ¿Había visto algo? Y luego murmuró que nunca me habría dejado ir si hubiera sabido que llegaría a esto, que sería mejor que me fuera esa noche, y que si él no tuviera miedo…
Entonces empezó a temblar de nuevo y a mirar hacia la puerta, y yo también temblé. Me sostuvo en sus brazos; luego sentimos un sonido y escuchamos, nuestras cabezas en alto, nuestros dos corazones martilleando. Pero solo eran los relojes corriendo y el viento aullando como si fuera a hacer pedazos la casa.
Esa noche, sin embargo, cuando Bob Armstrong subió a la cama, me encontró refugiado allí. Le susurré que estaba asustado. Puse mis brazos alrededor de su cuello y le supliqué que no me despidiera; me prometió que no lo haría y dormí toda la noche al amparo de su fuerza.
Sin embargo, ¿cómo puedo dar una imagen real del miedo que me perseguía? Sabía, por lo que tanto Armstrong como el tío Constance habían dicho, que había un peligro real, que no era una fantasía histérica o un sueño mal digerido. Empeoró las cosas que ya no se viera más al tío Robert. Él estaba enfermo; se mantuvo dentro de su Torre, atendido por su viejo sirviente marchito. Y así, estando en ninguna parte, estaba en todas. Me quedé con Armstrong cuando pude, pero una especie de orgullo me impedía aferrarme como una niña a su abrigo.
Un silencio sepulcral pareció caer sobre el lugar. Nadie reía ni cantaba, ningún perro ladraba, ningún pájaro cantaba. Dos días antes de Navidad, una helada se apoderó de la tierra. Los campos estaban rígidos, el mismo cielo parecía helado y gris, y bajo la nube verde oliva Scafell y Gable estaban negros.
Llegó la Nochebuena.
Esa mañana, recuerdo, estaba tratando de dibujar, una imagen infantil de una de las escenas de la señora Radcliffe, cuando las puertas dobles se abrieron y apareció el tío Robert. Se quedó allí, encorvado, arrugado, sus largos cabellos grises cayéndole sobre el cuello, sus pobladas cejas echadas hacia adelante. Llevaba su viejo traje verde y en su dedo brillaba su pesado anillo rojo. Estaba asustado, por supuesto, pero también me conmovió. Parecía tan viejo, tan frágil, tan pequeño en esta gran casa vacía.
—Tío Robert —pregunté tímidamente—, ¿estás mejor?
Se inclinó aún más hasta que estuvo casi sobre sus manos y pies; luego me miró, y sus dientes amarillos estaban al descubierto, casi como un animal. Entonces las puertas se cerraron de nuevo.
La tarde lenta, sigilosa, gris, llegó por fin. Caminé con Armstrong hasta el pueblo de Gosforth por un negocio que tenía. No dijimos una palabra de ningún asunto en el Hall. Le dije cuánto quería estar siempre con él, y me contestó que tal vez fuera así, sin saber cuán cierta era aquella profecía. Como todos los niños, yo tenía una gran capacidad para olvidar el ambiente en el que no me encontraba en ese momento, y caminaba junto a Bob por los caminos congelados, con algunos de mis miedos rendidos.
Pero no por mucho. Estaba oscuro cuando entré en el largo salón amarillo. Podía oír el repique de las campanas de la iglesia de Gosforth cuando salí de la antesala. Un momento después se oyó un grito estridente y aterrorizado: Era el tío Constance, que estaba de pie frente a las cortinas de seda amarilla de la ventana, contemplando el crepúsculo. Me acerqué a él y me sostuvo cerca de él.
—¡Escucha! —susurró—. ¿Qué puedes oír?
Las puertas dobles por las que había entrado estaban entreabiertas. Al principio no podía oír nada más que los relojes, el ruido muy débil de un carro en la carretera helada. No había viento.
Los dedos de mi tío agarraron mi hombro.
—¡Escucha! —dijo de nuevo.
Y escuché. En el pasillo de piedra más allá del salón se oía el golpeteo de las patas de un animal. El tío Constance y yo nos miramos. En esa mirada intercambiada nos confesamos que nuestro secreto era el mismo. Sabíamos lo que debíamos ver.
Un momento después estaba allí, de pie en la puerta doble, agachado y mirándonos con un odio loco y enfermizo, el odio de un animal. Lentamente vino hacia nosotros, y para mi imaginación tambaleante toda la habitación parecía apestar a millas de alcaravea.
—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó mi tío.
Extrañamente, me convertí a mi vez en el protector.
—¡No te tocará! ¡No te tocará, tío! —grité.
Pero el animal se acercó.
Permaneció un momento cerca de una mesita redonda que contenía una bandeja de fruta cerosa bajo una cúpula de vidrio. Se quedó ahí, con el morro hacia abajo, oliendo el suelo. Luego, mirándonos, se encendió de nuevo.
¡Oh Dios! Incluso ahora, mientras escribo después de todos estos años, está de nuevo conmigo, el cráneo plano, el cuerpo encogido en su mal color y ese olor repugnante. Babeó un poco por su mandíbula. Mostró los colmillos.
Entonces grité, escondí mi rostro en el pecho de mi tío y vi que sostenía, en su mano temblorosa, un revólver grueso, pesado, anticuado.
Entonces gritó:
—Vuelve, Robert… ¡Regresa!
La detonación sacudió el cuarto. El perro se volvió y, con la sangre goteando de su garganta, se arrastró por el suelo. Se detuvo junto a la puerta, se volvió y nos miró. Luego desapareció en la otra habitación.
Mi tío había arrojado su revólver; estaba llorando. Siguió acariciando mi frente, murmurando palabras. Por fin, pegados unos a otros, seguimos el rastro de sangre por la alfombra, junto a la puerta, a través del portal. Acurrucado contra una silla en la sala de estar exterior, con una pierna torcida debajo de él, estaba mi tío Robert, con un disparo en la garganta.
En el suelo, a su lado, había un casquete gris.
Hugh Walpole (1884-1941)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Hugh Walpole.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hugh Walpole: Tarnhelm (Tarnhelm), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
Me gusto el relato aunque pienso que no se adentro en detalles que hubieran dado mas carnita a la historia.
Me parece que el poder estaba en su furia, que alguien sufriera daño.
Que los diarios dijeran la verdad perjudicó sus ventas, seguramente los editores sufrieron pérdidas económicas. Una variante de que los sacerdotes dijeran la verdad.
Tal vez debió desear algún daño contra los hombres que actúan contra las mujeres.
Publicar un comentario