«Amina»: Edward Lucas White; relato y análisis.


«Amina»: Edward Lucas White; relato y análisis.




Amina (Amina) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Edward Lucas White (1866-1934), escrito en 1906 y publicado originalmente edición del 1 de junio de 1907 de la revista The Bellman. Más adelante formaría parte de la antología de 1927: Lukundoo y otros relatos (Lukundoo and Other Stories); y desde entonces sería reeditado en numerosas colecciones, entre ellas: Los durmientes y los muertos (The Sleeping and the Dead) y El libro negro del hombre lobo (The Black Book of the Werewolf).

Amina, uno de los grandes cuentos de Edward Lucas White [escrito sobre la base de un poema anterior: La Ghoula (The Ghoula)], relata la historia de Waldo, un joven de Maine que se aleja de su campamento en el desierto persa. Es ayudado por una extraña mujer, llamada Amina, que habita en una antigua tumba con sus hijos, muchos hijos, una verdadera jauría de pequeños Ghouls hambrientos [ver: Razas de vampiros]

SPOILERS.

Amina de Edward Lucas White relata la historia de Waldo, un joven aventurero de Rhode Island que emprende un viaje al interior de Persia bajo la protección de un cónsul, presumiblemente estadounidense. A pesar de la advertencia del cónsul, Waldo se separa de su grupo y se encuentra con una mujer de aspecto inusual, exótico, llamada Amina. Ella lleva el rostro descubierto, sin adornos, lo cual ya es extraño en aquellas tierras, pero no tanto como su excepcional musculatura y las largas uñas, como garras, que crecen en sus pies.

Amina, inesperadamente, habla inglés [«aunque apenas mueve los labios»]. No es cristiana, ni musulmana, sino que afirma pertenecer al «Pueblo Libre», sobre el cual se abstiene de brindar mayores comentarios. Amina le ofrece refugio a nuestro protagonista, sediento y desorientado, que resulta ser una tumba en ruinas, muy antigua, habitada por numerosos niños deformes. Eventualmente, Edward Lucas White revela que Amina es un Ghoul, y que aquellos niños son su última camada de crías [ver: Danny Glick y los niños-vampiro de Stephen King]

Finalmente, el cónsul intercede y dispara a Amina dos veces. Cuando Waldo lo acusa de asesinar a una mujer, el cónsul le señala el cuerpo tendido en el suelo de la tumba, el cual revela todas las características de esta temible raza del folclore árabe: los Ghouls [ver: Ghouls: la historia secreta de los Necrófagos en la ficción]

Edward Lucas White introduce varias innovaciones en Amina. Por ejemplo, enfatiza la naturaleza salvaje de los Ghouls, pero sin mencionar sus hábitos como necrófagos, y los reduce a una rareza zoológica, como si se trataran de una versión degradada del ser humano. En definitiva, los clasifica como una amenaza temporal, no espiritual, y lo hace a través de la fuerte atracción sexual que Waldo siente hacia Amina.

Resulta inevitable citar la historia de Sidi Nouman, de Las mil y una noches, como fuente de inspiración para el relato. Allí, la novia de Sidi, llamada Amina, resulta ser un Ghoul. Al darse cuenta de que ella evita comer en varias ocasiones, Sidi Nouman finge dormir y, en medio de la noche, la sigue hasta un cementerio abandonado. Allí la sorprende sentada en una tumba con una manada de pequeños y hambrientos Ghouls dándose un festín macabro con un cadáver. Evidentemente, la Amina de Edward Lucas White es la misma que la de Las mil y una noches; de hecho, en el relato, Waldo reconoce su nombre de Las mil y una noches, pero ella responde que los del Pueblo Libre [los Ghouls] «no saben nada de tales locuras».

Si bien es un relato muy breve, con escasa caracterización, el personaje de Amina exhibe una profundidad que me impresionó. Por supuesto, se trata de un Ghoul que se alimenta de viajeros desprevenidos y, en épocas de escasez, de cadáveres; pero su accionar, de algún modo, su naturaleza maternal [tiene una gran camada que alimentar], la vuelve sumamente terrenal, casi como una leona que caza para sus cachorros. Definitivamente es una de las vampiresas más agradables que he conocido [ver: La maternidad fallida en «Drácula»]

La historia de Amina es recurrente en el relato de terror. Por ejemplo, Clark Ashton Smith ambienta su historia de 1934: El Ghoul (The Ghoul), durante el reinado del califa Vathek; y narra la historia de un joven que realiza un pacto con un Ghoul para asegurarse de que el cadáver de su difunta esposa, llamada Amina [que aquí no es un necrófago sino su posible cena], no sea profanado.

Uno de los cuentos favoritos de H.P. Lovecraft [aunque no lo menciona en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura a pesar de su evidente influencia en su propia obra] es Amina. Sin embargo, se refirió al autor en términos elogiosos:


[Muy notables, a su manera, son algunas de las extrañas concepciones del novelista y cuentista Edward Lucas White, la mayoría de cuyos temas surgen de sueños reales. El Sr. White imparte una cualidad muy peculiar a sus cuentos: una especie de glamour oblicuo que tiene su propio tipo distintivo de convencimiento.]


Podemos observar claramente la influencia de Amina en la ficción de Lovecraft a través de la naturaleza canina de los Ghouls de Edward Lucas White:


[Waldo sintió náuseas. Lo que vio no fue el frente de una mujer, sino más bien la parte inferior de un viejo fox-terrier con cachorros, o de una cerda blanca, con su segunda camada; desde la clavícula hasta la ingle, diez ubres colgantes, dos filas mutiladas, fibrosas y flácidas.]


H.P. Lovecraft parece haberse inspirado en este modelo canino del Ghoul de Edward Lucas White para sus propios necrófagos en El modelo de Pickman (Pickman's Model) [ver: De la luz a la oscuridad: psicología de «El modelo de Pickman»]. Así relata el narrador un cuadro del artista maldito, titulado: La lección (The Lesson), cuyas conclusiones coinciden con las de Edward Luchas White en cuanto a la similitud, incluso a un posible vínculo genético, entre los Ghouls y los Humanos:


[Imagina un círculo de cosas parecidas a perros, en cuclillas, enseñándole a un niño humano a alimentarse como ellos. Ya conoces el viejo mito de los Changelings, supongo. Pickman estaba mostrando lo que les sucede a esos bebés robados, cómo crecen, y luego comencé a ver una relación horrible en los rostros de las figuras humanas y no humanas. Estaba, en todas sus gradaciones de morbosidad, entre lo no humano y lo degradadamente humano, estableciendo un vínculo y una evolución sardónica. ¡Las cosas caninas se desarrollaron a partir de mortales!]


Los Ghouls de Edward Lucas White y Lovecraft influyeron poderosamente en Los moradores debajo de las tumbas (The Dwellers Under the Tomb) de Robert E. Howard, donde la relación entre los Ghouls y los Humanos continúa. Para Edward Lucas White, estas criaturas son una antigua raza que habita en un mundo de engaño, en las fronteras de nuestra realidad física. Para Lovecraft y Howard, son el producto de la decadencia genética, de la involución del ser humano que ha mutado en una bestia repugnante [ver: Los Perros de Tindalos y los ángulos del tiempo]




Amina.
Amina, Edward Lucas White (1866-1934)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Waldo, frente a la realidad de lo increíble —como él mismo lo habría expresado— estaba completamente aturdido. En silencio, permitió que el cónsul lo condujera desde la tibia penumbra del interior, a través del portal ruinoso, hacia el cálido y deslumbrante brillo del paisaje desértico. Hassan lo siguió, sin mirar atrás. Sin decir palabra, había tomado la pistola de Waldo de su mano insensible.

El cónsul atravesó la arena de grava, a unos cincuenta pasos de la esquina suroeste de la tumba, hasta un trozo de pared no del todo arruinada desde la que se veía claramente la entrada de la tumba.

—Hassan —ordenó—, mira.

Hassan dijo algo en persa.

—¿Cuántas crías había? —preguntó el cónsul a Waldo.

Waldo se quedó mudo.

—¿Cuántos jóvenes viste? —preguntó de nuevo el cónsul.

—Casi veinte o más —respondió Waldo.

—Eso es imposible —espetó el cónsul.

—Parecía haber dieciséis o dieciocho —afirmó Waldo.

Hassan sonrió y gruñó. El cónsul le quitó dos pistolas, le entregó las suyas a Waldo y rodearon la tumba hasta un punto aproximadamente a la misma distancia de la esquina opuesta. Al lado de la tumba había un bloque de piedra a la sombra de la pared.

—Conveniente —dijo el cónsul—. Siéntate en esa piedra y apóyate contra la pared, ponte cómodo. Estás un poco conmocionado, pero estarás bien en un momento. Deberías comer algo, pero no tenemos nada. De todos modos, toma un buen trago de esto.

Se quedó junto a él mientras Waldo jadeaba por el brandy.

—Hassan te traerá su cantimplora antes de irse —prosiguió el cónsul—. Bebe mucho, porque debes quedarte aquí por algún tiempo. Y ahora, préstame atención. Debemos extirpar estas alimañas. El macho, juzgo, está ausente. Si hubiera estado en algún lugar, ahora no estarías vivo. Las crías no pueden ser tantas como dices, pero supongo que tenemos que lidiar con diez, una camada llena. Debemos ahuyentarlos. Hassan regresará al campamento en busca de combustible y el guardia. Mientras tanto, tú y yo debemos asegurarnos de que ninguno escape.

Tomó la pistola de Waldo, abrió la recámara, la cerró, examinó el cargador y se la devolvió.

—Ahora mírame de cerca —dijo.

Se alejó, mirando a su izquierda más allá de la tumba. Luego se detuvo y juntó varias piedras.

—¿Ves estas?

Waldo asintió.

El cónsul regresó, pasó en la misma línea, mirando a su derecha más allá de la tumba, y luego, a una distancia similar, levantó otro pequeño túmulo, volvió a gritar y volvió a ser respondido. De nuevo regresó.

—¿Ahora estás seguro de que no puedes confundir esas dos marcas que hice?

—Muy seguro —dijo Waldo.

—Es importante —advirtió el cónsul—. Voy a volver a donde dejé a Hassan, para mirar allí mientras él no está. Vigilarás aquí. Puedes caminar con la frecuencia que desees a cualquiera de esos montones de piedras. De cualquiera de los dos deberías poder verme. No te desvíes, porque tan pronto como Hassan se pierda de vista, dispararé a cualquier cosa en movimiento. Siéntate aquí hasta que me veas establecer límites similares para mi guardia: ve al lado más alejado y luego dispara a cualquier cosa en movimiento que no esté en mi línea de patrulla. Mantente alerta a tu alrededor. Existe una posibilidad entre un millón de que el macho regrese a la luz del día; la mayoría son nocturnos, pero esta guarida es evidentemente excepcional. Mantente alerta.

»Y ahora escúchame. No debes tener ningún sentimentalismo tonto acerca de cualquier parecido imaginario de estas alimañas con los seres humanos. Dispara y dispara a matar. No solo es nuestro deber, en general, abolirlos, sino que será muy peligroso para nosotros si no lo hacemos. Hay poca o ninguna solidaridad en las comunidades musulmanas, pero en los comparativamente pocos puntos sobre los que existe consenso se actúa con asombrosa rapidez y vigor. Un asunto en el que no hay desacuerdo es que incumbe a cada hombre ayudar a erradicar estas criaturas. La buena y antigua costumbre bíblica de apedrear hasta la muerte es el modo de linchar a los indígenas aquí. Estos asiáticos modernos son bastante capaces de aplicarlo contra cualquiera de estos monstruos. Si dejamos que uno se escape y corra el rumor, podemos precipitar un estallido de prejuicio racial difícil de afrontar. Dispara, digo, sin vacilación ni piedad.

—Entiendo —dijo Waldo.

—No me importa si lo entiendes o no —dijo el cónsul—, quiero que actúes. Dispara si es necesario.

Y se fue.

En ese momento apareció Hassan, y Waldo bebió de su cantimplora casi todo su contenido. Después de su partida, el primer estado de alerta de Waldo pronto dio lugar a la mera resistencia a la monotonía de la observación y la intensidad del calor. Su malestar se convirtió en sufrimiento, y con la furia del resplandor seco, los dolores de la sed y su desconcierto mental, Waldo se movía en un sueño despierto cuando Hassan regresó con dos burros y una mula cargada con matorrales. Detrás de las bestias se rezagaba el guardia.

El trance de Waldo se convirtió en una pesadilla cuando el humo hizo efecto y comenzó la batalla. Sin embargo, no solo no se le exigió que se uniera a la matanza, sino que también se le ordenó que se mantuviera alejado. Se mantuvo mucho en segundo plano, viendo solo una parte de la matanza, ya que su curiosidad no le permitió abstenerse de ver.

Sin embargo, se sintió todo un asesino al contemplar los diez pequeños cadáveres dispuestos en fila, y el recuerdo de su vigilia y su final, de hecho, de todo el día, aunque fue el día de su aventura más maravillosa, permanece para él como el recuerdo roto de una fantasmagoría.

Esa mañana Waldo se había despertado temprano. Las experiencias de su viaje por mar, las vistas en Gibraltar, en Port Said, en el canal, en Suez, en Adén, en Mascate y en Basora habían formado una transición del todo inadecuada de la decorosa regularidad de la vida en Nueva York e Inglaterra a la asombrosa maravilla de las inmensidades del desierto.

Todo parecía irreal y, sin embargo, la realidad de su extrañeza lo asediaba tanto que no podía sentirse como en casa. No podía dormir profundamente en una tienda de campaña. Después de recomponerse, estuvo largo rato consciente y se levantó temprano, como esta mañana, justo al comienzo del falso amanecer.

El cónsul estaba profundamente dormido, roncando ruidosamente. Waldo se vistió tranquilamente y salió; mecánicamente, sin ningún propósito ni previsión, tomando su arma. Afuera encontró a Hassan, sentado, con la pistola sobre las rodillas, la cabeza hundida hacia adelante, tan profundamente dormido como el cónsul. Ali e Ibrahim habían abandonado el campamento el día anterior en busca de suministros. Waldo era la única criatura despierta; porque los guardias, acampados a poca distancia, no eran más que troncos alrededor de las cenizas de su fuego.

Parecía un momento para disfrutar bajo el resplandor blanco del falso amanecer, la reaparición mágica de las constelaciones y la breve y última gloria del firmamento cargado de estrellas, ese breve frescor que compensó un poco la mañana calurosa, el día ardiente y el noche cálida. Se sentó en una roca, a algunos pasos de la tienda. Al girar la pistola en las manos, sintió una tentación irresistible de vagar solo, de pasear solo por el fascinante vacío del árido paisaje.

Cuando comenzó la vida en el campamento, esperaba encontrar al cónsul, esa combinación de deportista, explorador y arqueólogo, un guardián particularmente tranquilo. Había esperado una libertad absolutamente ilimitada en la espaciosa extensión de los páramos. La realidad que había encontrado era exactamente contraria a sus ideas preconcebidas. La primera orden judicial del cónsul fue:

—Nunca te pierdas de vista de mí o de Hassan a menos que él o yo te enviemos con Ali o Ibrahim. No dejes que nada te tiente a deambular solo. Incluso un paseo es peligroso. Es posible que pierda de vista el campamento antes de darse cuenta.

Al principio, Waldo accedió, luego protestó:

—Tengo una buena brújula de bolsillo. Sé cómo usarla. Nunca perdí mi camino en los bosques de Maine.

—No hay kurdos en los bosques de Maine —dijo el cónsul.

Sin embargo, al poco tiempo, Waldo notó que los pocos kurdos que vio parecían gente sencilla y pacífica. No había encontrado peligro, ni siquiera el atisbo de una aventura. Su guardia armada, de una docena de grasientos andrajosos, había pasado el tiempo holgazaneando con inquietud.

Waldo también notó que el cónsul parecía indiferente a las ruinas, que su sentido de la topografía era más frío que tibio, que no mostraba ardor en la búsqueda de la caza. Había aprendido suficientes dialectos para escuchar conversaciones repetidas sobre «ellos». «¿Has oído hablar de alguno por aquí?» «¿Alguien ha sido asesinado?» «¿Algún rastro de ellos en este distrito?» Y tales consultas que pudo hacer en las diversas conversaciones con los nativos. En cuanto a quiénes eran «ellos», no recibió ninguna aclaración.

Luego le preguntó a Hassan por qué estaba tan restringido en sus movimientos.

Hassan hablaba algo de inglés y lo obsequió con historias de Afrits, Ghouls, espectros y otras extrañas presencias legendarias; de los genios que aparecen en forma humana, que hablan todos los idiomas, siempre alerta para atrapar a los infieles; de la mujer cuyos pies se torcían al revés a la altura de los tobillos, atrayendo a los desprevenidos a un estanque y ahogando a sus víctimas; de los fantasmas malignos de los bandoleros muertos, más terribles que sus compañeros vivos; del espíritu en la forma de un asno salvaje, o de una gacela, atrayendo a sus perseguidores al borde de un precipicio y él mismo pareciendo correr sobre una extensión de arena, un mero espejismo, disolviéndose cuando la víctima caía a la muerte; del duende en la apariencia de una liebre que finge cojear, o de un pájaro terrestre que finge tener un ala rota, arrastrando a su perseguidor tras él hasta que encuentra la muerte en un pozo invisible.

Ali e Ibrahim no hablaban inglés. Por lo que Waldo pudo entender, sus largas arengas contaban historias similares o insinuaban peligros igualmente vagos e imaginarios. Estos cuentos de fantasmas infantiles simplemente despertaron el anhelo de Waldo.

Ahora, mientras estaba sentado en una roca, anhelando disfrutar del cielo perfecto, el aire claro y temprano, el paisaje amplio y solitario, junto con la sensación de tenerlo para él solo, le parecía que el cónsul era simplemente cauteloso por naturaleza, demasiado cauteloso. No había peligro. Daría un buen paseo, quizá mataría algo y seguro que estaría de vuelta en el campamento antes de que el sol calentase.

Se incorporó.

Unas horas más tarde estaba sentado sobre un albardilla a la sombra de una tumba en ruinas. Toda la zona que habían estado atravesando estaba llena de tumbas y restos de tumbas, prehistóricas, bactrianas, persas, sasánidas o mahometanas, esparcidas por todas partes en grupos o solitarias. Desaparecidos por completo están los rastros más débiles de las ciudades, pueblos y aldeas, casas efímeras o chozas temporales en las que habían vivido las innumerables generaciones de dolientes. Las tumbas, construidas de manera más duradera que las meras viviendas de los vivos, permanecieron.

Completas o ruinosas, o reducidas a meros fragmentos, estaban por todas partes. En ese distrito eran todas de un mismo tipo. Cada una estaba abovedada y debajo era cuadrada, su única puerta miraba hacia el este y se abría a una gran habitación vacía, detrás de la cual estaban las cámaras mortuorias.

A la sombra de tal tumba se sentó Waldo. No había disparado a nada, se había perdido, no tenía idea de la dirección del campamento, estaba cansado, acalorado y sediento. Había olvidado su botella de agua.

Recorrió con la mirada la vasta y desolada perspectiva, el turquesa invariable del cielo se arqueaba sobre el ondulado desierto. Lejanas colinas rojizas a lo largo del horizonte se enroscaban en los menos lejanos montículos pardos que, sin diversificarlo, amontonaban el paisaje amarillo. La arena y las rocas con uno o dos arbustos flacos y hambrientos componían la vista más cercana, interrumpida aquí y allá por ruinas desmoronadas de un blanco deslumbrante o veteadas, de gris. El sol no había estado mucho tiempo sobre el horizonte, pero toda la superficie del desierto temblaba de calor.

Mientras Waldo estaba sentado contemplando el panorama, una mujer dobló la esquina de la tumba.

Todas las mujeres del pueblo que Waldo había visto usaban yashmaks o alguna otra forma de cubrirse la cara o velo. Esta mujer tenía la cabeza descubierta y sin velo. Llevaba una especie de prenda de color marrón amarillento que la envolvía desde el cuello hasta los tobillos, sin mostrar la línea de la cintura. Sus pies, desafiando las arenas abrasadoras, estaban descalzos.

Al ver a Waldo, se detuvo y lo miró fijamente como él la miraba a ella. Observó la postura poco europea de sus pies, no vueltos hacia afuera, pero con las líneas internas paralelas. No llevaba tobilleras, observó, ni pulseras, ni collares ni pendientes.

Pensó que sus brazos desnudos eran los más musculosos que jamás había visto en un ser humano.

Sus uñas eran puntiagudas y largas, tanto en las manos como en los pies. Su pelo era negro, corto y despeinado, pero no parecía salvaje ni desagradable. Sus ojos sonreían y sus labios tenían el efecto de sonreír, aunque no se abrían ni un poco, sin mostrar los dientes detrás de ellos.

—Qué lástima —dijo Waldo en voz alta—, que ella no hable inglés.

—Hablo inglés —dijo la mujer, y Waldo notó que, mientras hablaba, sus labios no se abrieron perceptiblemente—. ¿Qué quiere el caballero?

—¡Hablas ingles! —exclamó Waldo, poniéndose de pie de un salto—. ¡Qué suerte! ¿Dónde lo aprendiste?

—En la escuela de la misión —respondió ella, con una sonrisa divertida jugando en las comisuras de su boca—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Hablaba sin apenas acento extranjero, sino muy despacio y con una especie de gruñido que iba de sílaba en sílaba.

—Tengo sed —dijo Waldo—, y me he perdido.

—¿El caballero vive en una tienda de campaña marrón, con forma de medio melón? —inquirió ella con una extraña y retumbante nota entre sus labios apenas separados.

—Sí, ese es nuestro campamento —dijo Waldo.

—Yo podría guiar al caballero —murmuró—; pero está lejos, y no hay agua por ese lado.

—Primero quiero agua —dijo Waldo—, o leche.

—Si te refieres a la leche de vaca, no tenemos. Pero tenemos leche de cabra. Hay de beber donde yo vivo —dijo, cantando las palabras—. No está lejos.

—Guíame —dijo él.

Ella comenzó a caminar, Waldo, con su arma bajo el brazo, a su lado, caminaba rápida y silenciosamente. Waldo apenas podía seguirle el ritmo. Mientras caminaban, a menudo se rezagaba y notaba cómo sus prendas de vestir se aferraban a una espalda esbelta y bien formada, una cintura prolija y caderas firmes.

Cada vez que se apresuraba y la alcanzaba, la examinaba con miradas intermitentes, desconcertado de que su cintura, tan bien marcada en la columna, no mostrara una definición particular al frente; que el contorno desde el cuello hasta las rodillas, perfectamente informe bajo sus envolturas, no tuviese ni sugerencia de firmeza u ondulación. También remarcó el parpadeo divertido de sus ojos y la línea comprimida de sus labios rojos, demasiado rojos.

—¿Cuánto tiempo estuviste en la escuela de la misión? —inquirió él.

—Cuatro años —respondió ella.

—¿Eres cristiana? —preguntó.

—El Pueblo Libre no se somete al bautismo —afirmó simplemente, pero con un poco más de gruñido monótono entre sus palabras.

Sintió un extraño escalofrío al observar los labios apenas movidos por los que se abrían paso las sílabas.

—Pero no llevas velo —no pudo resistirse a decir.

—El Pueblo Libre nunca lleva velo —replicó.

—¿Entonces no eres mahometana?

—El Pueblo Libre no es musulmán.

—¿«Pueblo Libre»? ¿Quiénes son? —soltó él imprudentemente.

Ella le lanzó una mirada siniestra. Waldo recordó que tenía que lidiar con una asiática. Recordó las tres preguntas permitidas.

—¿Cuál es tu nombre? —inquirió.

Amina.

—Ese es un nombre de las Las mil y una noches —aventuró.

—El Pueblo Libre no sabe nada de tales locuras.

La invariable cerrazón de sus labios al hablar, el lento murmullo entre las sílabas, lo golpearon aún más cuando sus labios se curvaron pero no se abrieron.

—Pronuncias tus palabras de una manera extraña —dijo.

—Tu idioma no es el mío —respondió ella.

—¿Cómo es que aprendiste mi idioma en la escuela de la misión y no eres cristiana?

—Enseñan a todos en la escuela de la misión —dijo—, y las doncellas del Pueblo Libre son como las otras doncellas a las que enseñan, aunque, cuando crecen, no son como los habitantes de las ciudades. Por eso me enseñaron como a cualquier muchacha de pueblo, sin conocerme por lo que soy.

—Te enseñaron bien.

—Tengo el don de lenguas —pronunció enigmáticamente, con una extraña nota de triunfo haciendo retumbar las palabras a través de sus labios inmóviles.

Waldo sintió un horrible escalofrío en todo su cuerpo.

—¿Estás lejos de tu casa?

—Mi casa está allí —dijo, señalando la entrada de una gran tumba justo delante de ellos.

El arco totalmente abierto los admitió en un interior bastante espacioso, fresco con la temperatura constante de la gruesa mampostería. No había basura en el suelo. Waldo, aliviado de escapar del resplandor abrasador del exterior, se sentó en un bloque de piedra a medio camino entre la puerta y el tabique interior, y apoyó la culata de la pistola en el suelo. Por el momento lo cegó el cambio del insistente brillo de la mañana del desierto a la borrosa luz gris del interior.

Cuando se le aclaró la vista, miró a su alrededor y observó, frente a la puerta, el agujero irregular que dejaba abierto el mausoleo profanado. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se sobresaltó tanto que se puso de pie. Le pareció que desde sus cuatro esquinas la habitación bullía de niños desnudos. Para su inexperta conjetura parecían tener dos años, pero se movían con la seguridad de niños de ocho o diez.

—¿De quién son estos niños? —exclamó él.

—Míos —dijo ella.

—¿Todos? —protestó.

—Todos —respondió ella con un curioso bullicio reprimido en su comportamiento.

—Pero hay veinte de ellos —gritó.

—Cuentas mal en la oscuridad —dijo ella—. Hay menos.

—Ciertamente hay una docena —sostuvo él, girando mientras los niños bailaban y correteaban.

—El Pueblo Libre tiene familias numerosas —dijo.

—Pero todos tienen la misma edad —exclamó Waldo con la lengua seca contra el paladar.

Ella se rio, una risa desagradable y burlona. Estaba entre él y la entrada, y como la mayor parte de la luz provenía de ella, no podía ver sus labios.

Waldo estaba confundido y volvió a sentarse. Los niños circulaban a su alrededor, parloteando, riendo, haciendo ruidos que indicaban alegría.

—Por favor, tráeme algo fresco para beber —dijo Waldo, y su lengua no solo estaba seca sino grande en su boca.

—Podremos beber en breve —dijo—, pero estará caliente.

Waldo comenzó a sentirse incómodo. Los niños hacían cabriolas a su alrededor, balbuceando extraños ruidos guturales, lamiéndose los labios, señalándolo, con los ojos fijos en él, lanzando miradas ocasionales a su madre.

—¿Dónde está el agua?

La mujer permaneció en silencio, con los brazos colgando a los costados. A Waldo le pareció que era más baja de lo que había sido afuera.

—¿Dónde está el agua? —repitió.

—Paciencia, paciencia —gruñó ella, y dio un paso cerca de él.

La luz del sol caía sobre su espalda y formaba una especie de halo alrededor de sus caderas. Parecía aún más baja que antes. Había algo furtivo en su porte, y los pequeños se rieron maliciosamente.

En ese instante sonaron dos disparos de fusil casi como uno solo. La mujer cayó boca abajo en el suelo. Los bebés chillaron en un coro estridente. Luego saltaron en cuatro patas con una rapidez explosiva, se tambalearon en una carrera tambaleante hacia el agujero en la pared y, con un grito espantoso, ella levantó los brazos y giró hacia atrás, se dobló y se contorsionó como un pez moribundo. Entonces se puso rígida, se estremeció y se quedó quieta.

Waldo, con sus ojos horrorizados fijos en su rostro, incluso en su asombro notó que sus labios no se abrían.

Los niños, lanzando leves gritos de consternación, treparon por el agujero en la pared interior, desapareciendo en el vacío más allá. Apenas se había ido el último cuando el cónsul apareció en la puerta con la pistola humeante en la mano.

—Ni un segundo demasiado pronto, muchacho —exclamó—. Ella solo iba a saltar.

Amartilló el arma y empujó el cuerpo con el cañón.

—Muerta —comentó—. ¡Qué suerte! Generalmente se necesitan tres o cuatro balas para hacer el trabajo.

—¿Asesinaste a esta mujer? —acusó Waldo ferozmente.

—¿Asesinar? —resopló el cónsul—. ¡Asesinar! Mira eso.

Se arrodilló y abrió los labios, dejando al descubierto no dientes humanos, sino pequeños incisivos, muelas en forma de cúspide, muy separadas; y caninos superpuestos, largos y afilados, como los de un galgo: una dentición feroz, mortal, carnívora, amenazante y combativa.

Waldo sintió escalofríos, pero el rostro y la forma aún dominaban su horrorizada simpatía por su humanidad.

—¿Le disparas a las mujeres porque tienen los dientes largos? —insistió Waldo, asqueado por la horrible muerte que había presenciado.

—Eres difícil de convencer —dijo el cónsul con severidad—. ¿Llamas a eso una mujer?

Le quitó la ropa al cadáver.

Waldo sintió náuseas. Lo que vio no fue el frente de una mujer, sino más bien la parte inferior de un viejo fox-terrier con cachorros, o de una cerda blanca, con su segunda camada; desde la clavícula hasta la ingle, diez ubres colgantes, dos filas mutiladas, fibrosas y flácidas.

—¿Qué clase de criatura es? —preguntó débilmente.

—Un Ghoul, muchacho —respondió el cónsul solemnemente, casi en un susurro.

—Pensé que no existían —balbuceó Waldo—. Pensé que eran míticos. Pensé…

—Puedo creer muy bien que no haya ninguno en Rhode Island —dijo el cónsul con gravedad—. Pero esto es Persia, y Persia está en Asia.

Edward Lucas White (1866-1934)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Edward Lucas White.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Edward Lucas White: Amina (Amina), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Daniel Milano dijo...

Elegí este cuento, guiado por una extraña intuición, para leer en el cementerio de Avellaneda mientras esperaba que mi esposa hiciera unos tristes trámites en la administración.
Desde el banco en el que estaba sentado, a través de la reja de una antigua bóveda profanada, alcanzaba a ver unos ataúdes poco menos que desmenuzados. A pesar del día soleado, el cuento de White me resultó estremecedor. Tal vez porque mis ojos iban del texto a los ataúdes y volvían a él en una inquietante interacción.
Importante el 'entourage' (esa hermosa palabra con que los franceses designan el entorno) para gozar de una buena historia.
No puedo (ni quiero) sacarlo de ese rincón de la cabeza donde anida el alma.



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