Invisibilidad en la literatura, el cine y la vida.
Ser invisible, aunque sea por unas horas, encabeza la lista de fantasías desde los tiempos de la Antigua Grecia. Y como toda fantasía, ésta normalmente tiende a facilitar una herramienta para la comisión de actos más bien deslucidos, cuando no directamente criminales.
Antes de proseguir es necesario sincerarnos: nadie desea ser invisible para hacer el bien.
De hecho, la idea de invisibilidad sólo resulta atractiva en función de su capacidad para permitirnos cometer algún desliz y salirnos con la nuestra.
—Perdóneme —podría objetar un lector saturnino—, yo sólo querría ser invisible para escuchar lo que se dice de mí sin ser detectado; jamás para saquear un banco u observar a la vecina mientras se baña.
A este planteo sumario podríamos responder que el simple hecho de ser invisible y aprovecharse de ese estado para escuchar furtivamente una conversación se inscribe en una clara violación a la intimidad.
Para ponerlo en una ecuación clara: al volver nuestro cuerpo invisible sólo estaríamos haciendo visibles nuestras fantasías.
Por esta razón la gran mayoría de relatos y novelas acerca de la invisibilidad suelen ser historias de advertencia, o cautionary tales; es decir, argumentos que logran expresar en términos concretos esa fantasía que enmascara el acto inconfesable, y que al final se vuelve contra el protagonista.
La literatura, al igual que el inconsciente, suele castigar duramente a quienes se atreven a cumplir sus fantasías.
Dejemos de lado el anillo de Gyges, de Platón; o la capa mágica de los mitos nórdicos; en términos literarios, la primera novela en abordar el tema de la invisibilidad fue El caballero invisible (The Invisible Gentelman), de James Dalton, publicada en 1833, donde la posibilidad de ser invisible resulta ser una afrenta a las leyes del cosmos, tanto como podría serlo la búsqueda de la inmortalidad, rasgo que suele derivar en la forja de criaturas visiblemente dañinas, tales como los vampiros.
Si el precio de ser inmortal se paga durmiendo para siempre en un ataúd, sin ver jamás la luz del sol, aislado y esclavo de la sed; los invisibles tributan en cambio otra paradójica, pero de acuerdo a la ruptura de la ley natural que se les impugna: ser esencialmente visibles en términos de miserias humanas.
Volviendo al argumento anterior, si la invisibilidad se paga haciendo visibles nuestras fantasías; los vampiros, que aspiran a la eternidad, terminan convirtiéndose en aquello de lo que escapan, es decir, durmiendo en un cálido y oscuro útero de madera y sometidos a la sed, como si fueran bebés que dependen de la leche materna.
Nada bueno sale de ser invisible, o por tal caso de cualquier historia que incluya el cumplimiento de una fantasía primordial; ésa es la moraleja de todas las historias que admiten esta posibilidad.
Ser invisible es también la posibilidad de acceder a la impunidad absoluta. No en vano Gollum se degrada más y más a medida que utiliza el Anillo Único; lo mismo que Frodo y todos aquellos que lentamente se hacen adictos a la invisibilidad; es decir, a la expresión sin culpa, remordimiento o castigo de su lado oscuro.
Algo de esto ocurre en muchas otras obras además de El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings) de J.R.R. Tolkien. También podemos encontrar cierta afinidad entre la invisibilidad y la impunidad en: El hombre de cristal (The Crystal Man), de Edward Page Mitchell; El hombre invisible (The Invisible Man), de H.G. Wells; y La sombra y el destello (The Shadow and the Flash), de Jack London.
A propósito de Jack London, este gigante de la literatura concibió un tipo de invisibilidad que luego sería reclamada y adaptada por la ciencia ficción. En El nuevo acelerador (The New Accelerator), Jack London juega con la distorsión del tiempo como forma de ser invisible, es decir, de moverse en los límites físicos de la velocidad para pasar desapercibido por los demás.
Ahora bien, cuando la fantasía de ser invisible se vuelve demasiado siniestra como para encarnarla en un protagonista; es decir, cuando el motivo para ser invisible persigue ambiciones directamente criminales, sin un pasaje, iniciación o desplazamiento hacia el mal en el medio, la literatura suele invertir los polos y utilizar al Villano como criatura invisible.
En estos argumentos es el protagonista quien confronta con un adversario invisible.
Este paradigma se enfrenta con la invisibilidad en tanto medio para cumplir una fantasía. En última instancia, lo que hace el protagonista aquí es luchar contra sus propias fantasías, desde luego, invisibles para todos salvo para él.
Ejemplos notables de este tipo de invisibilidad literaria se encuentran en: ¿Qué fue eso? (What Was It?), de Fitz-James O'Brien; El horla (Le Horla), de Guy de Maupassant; La cosa maldita (The Damned Thing), de Ambrose Bierce; El dios monstruo de Mamurth (The Monster-God of Mamurth), de Edmond Hamilton; La cosa invisible (The Thing Invisible), de W.H. Hodgson; y El horror de Dunwich (The Dunwich Horror), de H.P. Lovecraft, entre otros.
Ya bien entrado el siglo XX, la invisibilidad fue utilizada de forma más metafórica que literal. Por ejemplo, en Para ver al hombre invisible (To See the Invisible Man, Robert Silverberg), los criminales no son castigados en términos concretos, como podría serlo la cárcel, sino que son exiliados de la sociedad de una forma inconcebible: la gente sencillamente se rehúsa a verlos, lo cual sume al delincuente en una perpetua soledad.
La invisibilidad en términos de aislamiento ya había sido anticipada por Jorge Luis Borges en La lotería de Babilonia; aunque un resultado aún más extraordinario, al menos en lo argumental, se produce en El hombre visible (The Visible Man), de Gardner Dozois, donde toda la gente se vuelve invisible para el expatriado, obteniendo así un grado de soledad absoluta.
Previamente, G.K. Chesterton ya había coqueteado con un concepto novedoso: la invisibilidad psicológica. En su obra: El hombre invisible (The Invisible Man), expone el caso de un asesino que no es objetivamente invisible, sino más bien imperceptible para los demás; aunque el resultado sea idéntico e incluso mucho más práctico que la invisibilidad.
Este contraste entre lo invisible y lo imperceptible se torna exquisitamente ambicioso en la saga de La tierra moribunda (The Dying Earth), de Jack Vance; donde la ciudad de Ampridatvir se encuentra dividida entre personas que visten de verde y otras que visten de gris; y donde cada facción es incapaz de percibir a la otra.
Este camino nos aleja de la invisibilidad clásica, pero nos acerca a una serie de matices notables y que permiten un desarrollo estupendo de lo fantástico; por ejemplo, en Los pecadores (The Sinful Ones), de Fritz Leiber, donde verdaderas comunidades de seres invisibles (los pobres, los proscritos) existen como espectros en las grietas de la sociedad.
La invisibilidad también puede ser inducida, es decir, implantada en la mente de los demás. Algo de eso ocurre en Hombres, marcianos y máquinas (Men, Martians and Machines), de Eric Frank Russell, donde una raza de alienígenas es capaz de actuar sobre los circuitos visuales de los humanos para operar en nuestra realidad sin ser vistos.
Este poder psíquico, por llamarlo de algún modo, para lograr ser invisible para los demás, se repite en muchas obras a partir de los años '60; por ejemplo, en Los parásitos de la mente (The Mind Parasites), de Colin Wilson; o En un regalo desde la Tierra (A Gift from Earth), de Larry Niven.
En el cine, generalmente, salvo cuando hablamos de adaptaciones; la invisibilidad se vuelve una herramienta militar para ocultar naves, dispositivos o directamente soldados de los ojos enemigos. La ciencia ficción ha elaborado un alto nivel de complejidad para describir superficies no reflectivas y metales con propiedades asombrosas.
Para finalizar debemos dejar una clara advertencia a todos los que deseen ser invisibles, aunque sea bajo pretextos lúdicos.
Lo visible, en definitiva, se resume en toda aquella superficie que refleja la luz; pero el resultado de lo que refleja la oscuridad, el brillo de las sombras, es mucho más incierto.
Los demás pueden ver sólo una parte de nosotros mismos; la mejor parte, cuando somos lo suficientemente cuidadosos, pero nunca los recónditos laberintos del ser. En cierta forma, somos mucho más invisibles de lo que pensamos.
Libros extraños y lecturas extraordinarias. I Taller de literatura.
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