«El hombre de cristal»: Edward Page Mitchell; relato y análisis.
El hombre de cristal (The Crystal Man) es un relato fantástico del escritor norteamericano Edward Page Mitchell (1852-1927), publicado originalmente en la edición del 30 de enero de 1881 de la revista The New York Sun, y luego reeditado en la antología de 1973: El hombre cristal: un hito de la ciencia ficción (The Crystal Man: Landmark Science Fiction).
El hombre de cristal, probablemente uno de los mejores cuentos de Edward Page Mitchell, narra la historia de Stephen Flack, un investigador y asistente del profesor Fröliker, quien a su vez es un científico loco que busca encontrar la fórmula de la invisibilidad. De hecho, la encuentra, y pone a prueba su teoría utilizando a su colaborador como conejillo de indias.
El experimento es un éxito, y Stephen Flack realmente se vuelve invisible, pero con el infortunio de que el profesor Fröliker muere en el proceso, y con él los medios para restaurar la invisibilidad de su asistente.
El hombre de cristal es un extraordinario relato de ciencia ficción, y quizás uno de los primeros relatos de Invisibilidad realmente atractivos en términos de fundamentos científicos y no dentro del terreno de lo sobrenatural, en una época en la que este recurso, naturalmente, aún no era un cliché de la ciencia ficción. De hecho, el relato de Edward Page Mitchell fue escrito casi una década antes de que H.G. Wells concibiera el clásico: El hombre invisible (The Invisible Man).
El hombre de cristal.
The Crystal Man, Edward Page Mitchell (1852-1927)
Doblaba a toda prisa por la Quinta Avenida desde una de las calles que la atraviesan cerca del viejo depósito de agua, a las diez y cuarto de la noche del 6 de noviembre de 1879, cuando tropecé con un individuo que venía en dirección contraria a la mía.
La esquina era una boca de lobo y no logré distinguir a la persona con quien tuve el honor de chocar. Sin embargo, antes de haberme logrado recuperar por completo de aquel impacto, el instinto de una inteligencia hecha como la mía a la de deducción me había provisto de algunos datos al respecto. Estos son algunos de ellos: el hombre era más pesado que yo y de piernas más sólidas, aunque su estatura era exactamente tres pulgadas y media inferior a la mía. Llevaba un sombrero de copa, una capa de un pesado hilado de lana y galochas de abrigo. Tenía cerca de treinta y cinco años, había nacido en los Estados Unidos y se había educado en una universidad alemana, tal vez Heidelberg, tal vez Friburgo; de temperamento naturalmente precipitado, era, no obstante, considerado y cortés, en su trato. No se encontraba enteramente en paz con la sociedad y había en su vida o en su presente diligencia algo que deseaba ocultar.
¿Cómo podía saber yo todo esto, si ni siquiera había visto al desconocido y tan sólo una palabra había escapado de sus labios? Bien, sabía que era más fornido y se afirmaba mejor sobre sus pies porque fui yo, y no él, quien fue lanzado hacia atrás. Sabía que mi estatura era tres pulgadas y media superior a la suya porque la punta de mi nariz vibraba todavía por el efecto del contacto con el ala dura y afilada de su sombrero. La mano que yo había alzado inconscientemente se había metido bajo el borde de su capa. Llevaba zapatos de goma porque no había oído sus pisadas. Para un oído atento y entrenado, el tono de una voz indica tan claramente la edad como las arrugas de un rostro la evidencia a la vista.
En el primer momento de exasperación ante mi torpeza el desconocido había murmurado un ¡Ox!, término que a nadie se le ocurriría en tal ocasión excepto a un alemán. No obstante, la pronunciación del vocablo gutural, me indicó que quien así hablaba era un norteamericano que había vivido en Alemania y no lo contrario, y que su educación alemana había tenido lugar al sur del Meno. Además el acento del caballero y el erudito se manifestaba aun en la expresión de su ira. Que el caballero no estaba particularmente apurado, sino que por alguna razón anhelaba mantenerse de incógnito, era una conclusión derivada del hecho de que se hubiera agachado para recoger y restituirme el paraguas después de escuchar en silencio mi cortés disculpa, retomando luego su camino tan silenciosamente como había aparecido.
Es para mí una cuestión de honor verificar mis conclusiones cuando resulta posible. De tal manera, regresé a la calle transversal y seguí al desconocido hacia un poste de alumbrado que se alzaba media cuadra más. Mi desventaja no excedía de los cinco segundos. No podía haber tomado otro camino, no existía ningún otro. Ninguna puerta se había abierto o cerrado a lo largo de nuestro camino. Y sin embargo, cuando llegamos ni tramo iluminado, la silueta que debería haberse dibujado allí delante mío faltaba por completo. Ni el hombre ni su sombra eran visibles. Apresurándome tanto como pude para alcanzar la siguiente luz de gas, me detuve a escuchar bajo la lámpara.
Aparentemente, la calle estaba desierta. Los rayos de la linterna amarillenta sólo penetraban unos cuantos pasos en las tinieblas. Sin embargo los escalones y el zaguán de la casa de piedra marrón que se levantaba frente al farol callejero tenía iluminación suficiente. Los números dorados sobre la puerta eran visibles y pude reconocer la casa porque aquella cifra me era familiar. Mientras permanecía aguardando bajo la lámpara de gas, pude percibir un leve ruido sobre los escalones y el ruido sordo de una llave en su cerradura. La puerta del vestíbulo de la casa se abrió lentamente, cerrándole luego de un portazo cuyo eco resonó en la calle. Sólo un segundo más tarde se ovó el ruido de la puerta interior que era abierta y cerrada. Nadie había salido. Si podía confiar en el testimonio de mis ojos frente a un acontecimiento similar, a apenas diez pies y a plena luz, nadie había entrado.
Intuyendo la escasez de material para aplicar con exactitud el proceso deductivo, me quedé un largo rato haciendo descabelladas conjeturas sobre la naturaleza del extraño suceso. Sentí, en ese momento, esa vaga sensación que nos embarga ante lo inexplicable y que tanto se aproxima al pavor. Fue un verdadero alivio oír unos pasos en la vereda opuesta y ver al volverme a un agente de policía que daba vueltas a su largo y negro mazo, mientras me observaba con atención.
II.
La casa de color chocolate cuya puerta de calle se abrió y cerró a la medianoche sin que mediara acción humana alguna, me era, como dije, bien conocida. Había salido de ella unos diez minutos antes, después de pasar una agradable velada con mi amigo Bliss y su hija Pandora. Se trataba de uno de esos edificios en los que cada piso conforma un departamento. El segundo piso, o departamento, había sido ocupado por Bliss desde su regreso del extranjero, es decir, durante doce meses. Estimaba a Bliss por sus excelentes cualidades humanas, al mismo tiempo que su mente deplorablemente ilógica y acientífica me inspiraba profunda piedad. Y adoraba a Pandora.Téngase la amabilidad de comprender que mi admiración por Pandora Bliss era desesperanzada, y no sólo desesperanzada, sino también resignada a su desesperanza. En nuestro círculo de amistades existía el acuerdo tácito de que la particular circunstancia de la joven, desposada con un recuerdo, debía ser respetada en todo momento. La adorábamos con serenidad y sin pasión... lo suficiente como para alimentar su coquetería sin llegar a vulnerar la endurecida superficie de su corazón de viuda. Por su parte, Pandora se conducía con notable decoro. No suspiraba con demasiada evidencia cuando la cortejábamos y controlaba siempre tan bien sus coqueteos que era capaz de interrumpirlos cuando los queridos y tristes recuerdos regresaban a su memoria.
Considerábamos apropiado expresarle su deber de desechar el pasado muerto como si fuera un libro cerrado, en consideración a su juventud y belleza, y urgiría respetuosamente a que regresara a la vida y su alegría. Pero considerábamos impropio insistir en el tema una vez que la joven hubiese replicado que tal cosa era absoluta y definitivamente imposible. Los pormenores del trágico episodio en la experiencia europea de la señorita Pandora nos eran desconocidos. Se sabía, vagamente, que mientras se hallaba en el extranjero había amado a un hombre, jugando después con sus sentimientos. Luego él había desaparecido, dejándola en una total ignorancia acerca de su destino y con un remordimiento perpetuo, a causa de su caprichoso comportamiento.
Bliss me había suministrado algunos datos esporádicos que carecieron de suficiente coherencia para dar una idea de la historia. No existía razón para creer que el enamorado de Pandora se había quitado la vida. Se llamaba Flack y era un científico. En la opinión de Bliss, se trataba de un tonto y, siempre en su opinión, Pandora era una tonta al dejarse consumir por él. Y Bliss tenía la opinión de que todos los hombres de ciencia eran más o menos tontos.
III.
Aquel año asistí a la cena de Acción de Gracias con los Bliss. Durante la velada busqué asombrar a los concurrentes narrando los misteriosos eventos de la noche de mi encuentro con el desconocido. Pero mi relato no logró el resultado deseado. Dos o tres personas recalcitrantes intercambiaron significativas miradas. Pandora, que se encontraba desacostumbradamente pensativa, escuchaba con aparente indiferencia. Su padre, con su estúpida incapacidad para comprender algo fuera de lo común, se rió sin reserva y hasta llegó a cuestionar mi integridad como observador de fenómenos sobrenaturales. Algo irritado y tal vez con mi fe en el milagro un tanto menoscabada, pedí disculpas por retirarme temprano. Pandora me acompañó hasta el umbral.—Su relato —me dijo— me interesó de modo extraño. También yo podría informar de raros eventos dentro y alrededor de la casa que lo sorprenderían. Y no creo ser totalmente ignorante de la naturaleza de los mismos. El penoso pasado empieza a lanzar un rayo de luz, pero no seamos apresurados. Trate de investigar el asunto más a fondo, y hágalo por mí.
La joven exhaló un suspiro al darme las buenas noches. Me pareció oír un segundo y más profundo suspiro, demasiado nítido para ser un simple eco. Empecé a descender las escaleras. Había bajado media docena de escalones cuando sentí el peso de la mano de un hombre en mi hombro. Pensé en un primer momento que tal vez Bliss me había seguido hasta el vestíbulo para disculparse de su grosería. Me volví para recibir su amistosa proposición, pero no había nadie a la vista. La mano volvió a tocarme el brazo y me estremecí de temor a pesar de mis ideas filosóficas. Esta vez la mano me tiró de la manga del saco, como si me invitase a subir las escaleras. Subí uno o dos escalones y la presión en mi brazo se hizo más ligera.
Hice una pausa y la silenciosa invitación se repitió con una premura que no dejaba dudas acerca de sus deseos. Juntos subimos las escaleras. Aquella presencia abría el ascenso y yo la seguía. ¡Qué trayecto extraordinario! Las dependencias estaban brillantemente iluminadas con luz de gas. Pero el testimonio de mis ojos sólo indicaba que no había nadie en la escalinata, sino yo. Cerrando los ojos, la ilusión, si así se la podía llamar, era perfecta. Podía oír, delante mío, el crujido de las escaleras, las pisadas suaves pero perfectamente audibles, sincronizadas con las mías, y aún la respiración regular de mi acompañante y guía. Al extender el brazo podía tocar con los dedos el borde de sus prendas... una pesada capa de lana bordeada de seda.
De repente abrí los ojos, los cuales me volvieron a informar que me hallaba completamente solo. Se me presentó entonces este problema: cómo determinar si era la visión la que me estaba engañando, mientras que mis sentidos del oído y del tacto me daban indicios correctos, o si bien mis oídos y órganos del tacto mentían, mientras que mis ojos comunicaban la verdad. ¿Quién podrá ser arbitro cuando los sentidos se contradicen? ¿La capacidad de raciocinio? La razón se inclinaba a reconocer la presencia de un ser inteligente, cuya existencia era rotundamente negada por los sentidos más dignos de confianza. Llegamos al piso superior de la casa. La puerta que daba acceso al salón principal se abrió ante mí, aparentemente por sí misma.
Una cortina en el interior pareció correrse por sí sola y mantenerse abierta el tiempo suficiente para ingresar a un departamento, en cuyo interior todo indicaba el buen gusto y los hábitos de una persona erudita. Ardía un fuego de leños en el hogar y las paredes estaban cubiertas de libros y cuadros. Las reposeras eran amplias y acogedoras. No había en la estancia nada misterioso o espeluznante, nada que difiriera de un amueblamiento común y corriente.
Mi mente se hallaba ya libre de los últimos vestigios de la sospecha de un fenómeno sobrenatural. Tal vez, estos fenómenos no carecían de una explicación racional; sólo me faltaba una clave para interpretarlos. El comportamiento de mi invisible anfitrión indicaba una disposición amistosa. Pude observar con perfecta tranquilidad una serie de manifestaciones de energía por parte de algunos objetos inanimados, independientes de toda acción humana. En primer lugar, una amplia otomana se desplazó desde un rincón de la habitación y se aproximó al hogar. Luego un sillón Reina Ana, de respaldo cuadrado, salió de otro rincón, avanzando hasta detenerse frente al primero.
Una pequeña mesa de tres patas se elevó ligeramente sobre el piso y ocupó un espacio entre los dos sillones. Un grueso volumen en octavo se movió hacia atrás, abandonó su lugar en el estante y flotó tranquilamente por el aire a una altura de unos tres o cuatro pies, posándose prolijamente en la mesa. Una pipa de porcelana finamente pintada abandonó su soporte en la pared y se unió al volumen. Una caja de tabaco saltó desde la repisa del hogar. La puerta de un gabinete se abrió sobre sus goznes y un botellón y un vaso de vino iniciaron juntos un viaje, arribando a su destino en forma simultánea. Todos los objetos de aquella habitación parecían estar animados por el espíritu de la hospitalidad.
Me acomodé en la reposera, llené el vaso de vino, encendí la pipa y examiné el volumen. Era el Handbuch der Gewebelehre, de Bussius de Viena. Una vez que lo hube colocado en la mesa, se abrió con premeditación en la página cuatrocientos cuarenta y tres.
—¿No está usted nervioso, ¿verdad? —dijo en tono perentorio una voz situada a no más de cuatro pies de mi tímpano.
IV.
Esta voz tenía un sonido conocido. Era la voz que había oído en la calle, la noche del 6 de noviembre, cuando había exclamado ¡Ox!—No —dije—. No estoy nervioso. Soy hombre de ciencia, acostumbrado a considerar todos los fenómenos como explicables por medio de las leyes naturales, siempre que podamos descubrir tales leyes. No, no estoy asustado.
—Mucho mejor así. Usted es un hombre de ciencia, como lo soy yo —la voz parecía expresar un gran dolor—, un hombre valiente y un amigo de Pandora.
—Discúlpeme —interpolé—. Puesto que se menciona el nombre de una dama, sería buen saber con quién o qué estoy hablando.
—Eso es precisamente lo que deseo comunicarle, —replicó la voz—, antes de pedirle que me preste un gran servicio. Mi nombre es, o era, Stephen Flack. Soy, o he sido, ciudadano de los Estados Unidos. Mi estado legal en la actualidad es un misterio tan grande para mí como posiblemente lo sea para usted. Pero soy, o era, un hombre honesto y un caballero, y le ofrezco mi mano.
No vi ninguna mano, pero extendí la mía y sentí la presión de unos dedos cálidos y llenos de vida.
—Ahora bien —continuó la voz, después de este silencioso pacto de amistad—, tenga la amabilidad de leer el pasaje en el cual he abierto el libro que estaba en la mesa.
He aquí una traducción aproximada de lo que leí en alemán:
—Puesto que el color de los tejidos orgánicos que constituyen el cuerpo humano depende de la presencia de ciertos principios inmediatos de tercera clase, conteniendo todos ellos hierro como uno de sus elementos esenciales, se deduce que la tonalidad puede variar de acuerdo a modificaciones químico-fisiológicas bien definidas. Un exceso de hematina en los glóbulos de la sangre dará un tinte más rojizo a cada tejido. La melanina, que da el color al coróideo del ojo, al iris y al cabello, puede aumentarse o disminuirse según leyes recientemente formuladas por Scharcht, de Basilea. En la epidermis, el exceso de melanina es responsable de la existencia de los negros y su suministro deficiente la de los albinos. La hematina y la melanina, juntos con la biliverdina de color gris-amarillento y la urocacina de color rojo-amarillento, son los pigmentos que otorgan las características del color a los tejidos, los que, de otro modo, serían transparentes, o casi transparentes. Deploro mi incapacidad para registrar el resultado de ciertos experimentos histológicos sumamente interesantes realizados por el incansable investigador Froliker, quien tuvo éxito en su intento de separar la decoloración rosada del cuerpo humano por medios químicos...
—Durante cinco años —continuó mi invisible compañero cuando concluí la lectura—, fui alumno y ayudante de laboratorio de Froliker, en Friburgo. Bussius conjeturó sólo a medias la importancia de nuestros experimentos. Alcanzamos resultados tan asombrosos que las autoridades demandaron que no se publicaran, ni siquiera para el mundo científico. Froliker murió hizo un año el pasado mes de agosto. Tenía gran fe en el genio de este gran pensador y hombre admirable. Si él hubiese recompensado mi incuestionable lealtad con plena confianza, no sería yo ahora una miserable piltrafa humana. Pero su reserva natural y los celos profesionales con que todos los sabios guardan sus resultados no verificados, me mantuvieron ignorante de las fórmulas esenciales que regían nuestros experimentos.
»Como discípulo suyo conocía bien los detalles específicos del trabajo, pero sólo mi maestro poseía el secreto fundamental. Como consecuencia, he sido llevado a soportar una desgracia más pavorosa que las desgracias que cualquier otro ser humano pueda haber padecido, desde que Dios lanzó la maldición primordial sobre Caín. Al principio, nuestros esfuerzos fueron dirigidos a la ampliación y variación de la cantidad de materia pigmentaria en el sistema. Incrementando la proporción de melanina, por ejemplo, transportada por el alimento a la sangre, pudimos convertir un hombre rubio en moreno y un moreno en un negro africano. Casi no existía tonalidad que no pudiéramos impartir a la piel, modificando y variando nuestras combinaciones.
»Los experimentos, usualmente, se probaban en mi persona. En diferentes ocasiones fui de color cobrizo, azul violeta, carmesí y amarillo-cromo. Durante una semana triunfal exhibí en mi cuerpo todos los colores del arco iris. Y todavía queda un testigo de la interesante naturaleza de nuestro trabajo durante este período.
La voz hizo una pausa, y en cuestión de segundos se hizo oír una campanilla de mano que estaba sobre la repisa. Al instante, un hombre viejo, con un ceñido casquete, entró a la habitación arrastrando los pies.
—Kaspar —dijo la voz en alemán—, muéstrale tu pelo a este caballero.
Sin mostrar sorpresa alguna y como si estuviera perfectamente acostumbrado a recibir órdenes desde el espacio vacío, el viejo sirviente hizo una reverencia y se quitó el casquete. Los escasos mechones que quedaron entonces al descubierto eran de un brillante verde esmeralda. No pude contener una exclamación de asombro.
—El caballero encuentra tu cabello muy hermoso —dijo la voz, siempre en alemán—. Es todo Kaspar.
Volviendo a calzarse el casquete, el servidor se retiró con una mirada de vanidad satisfecha en el rostro.
—El viejo Kaspar era sirviente de Froliker y ahora es el mío. Fue el sujeto de una de las primeras aplicaciones del proceso. El benemérito hombre quedó tan satisfecho con el resultado que no quería permitirnos que restauráramos a su cabello el color original. Es un alma fiel y mi único intermediario y representante ante el mundo visible.
—Vamos ahora —continuó Flack— al relato de mi desgracia. El gran histólogo con el cual tuve el privilegio de estar asociado, dirigió entonces su atención hacia otra rama de la investigación, aún más interesante. Hasta ese momento había buscado simplemente aumentar o modificar los pigmentos de los tejidos. Inició entonces una serie de experimentos, en busca de la posibilidad de eliminarlos totalmente del sistema, por medio de la absorción, la exudación y el uso de los cloruros y otros agentes químicos que actúan sobro la materia orgánica. ¡Y tuvo demasiado éxito!
»Volví a ser sometido a los experimentos, que fueron supervisados por Froliker, quien me comunicó acerca del secreto del proceso solamente lo que era inevitable. Durante semanas permanecí en su laboratorio sin ver a nadie y sin ser visto por persona alguna, excepto el profesor y su fiel Kaspar. Herr Froliker actuaba con cautela, vigilando de cerca el efecto de cada nueva prueba, y avanzando gradualmente. Nunca llegaba tan lejos en un experimento como para que la posibilidad de retroceder desapareciera. Siempre dejaba expedito un camino fácil para echarse atrás. Por esa razón, me sentía perfectamente seguro en sus manos y me sometía a lo que requiriese de mí.
»Bajo la acción de las drogas blanqueadoras que el profesor me había administrado en combinación con poderosos detergentes, me puse al principio pálido, blanco, incoloro como un albino, pero sin que mi salud se resintiera. Mi cabello y mi barba se parecían a la lana de vidrio y mi piel al mármol. El profesor estaba satisfecho con los resultados y decidió no seguir adelante. Me devolvió entonces a mi color normal.
»En el siguiente experimento, y en los que le sucedieron, permitió que sus agentes químicos se afirmaran más en los tejidos de mi cuerpo. No sólo me puse blanco, como un hombre que no se ha expuesto al sol, sino ligeramente translúcido, como una estatuilla de porcelana. Después hizo una pausa en sus experimentos y me devolvió mi color natural, permitiéndome salir al mundo exterior. Dos meses más tarde ya era más que translúcido. Tal vez haya usted visto esos animales marinos radiales como la medusa, cuyos contornos son casi invisibles para el ojo humano. Bien, yo era en el aire como la medusa en el agua. Casi perfectamente transparente, sólo inspeccionándome de cerca podía el viejo Kaspar descubrir donde me encontraba en la habitación cuando venía a traerme alimentos. Fue Kaspar quien atendía a mis necesidades cuando debía permanecer encerrado.
—Pero, ¿y sus ropas? —inquirí, interrumpiendo la narración de Flack—. Deben haberse destacado fuertemente sobre el borroso aspecto de su cuerpo.
—Ah, no —dijo Flack—. El espectáculo de un traje aparentemente vacío moviéndose por el laboratorio era demasiado grotesco hasta para el serio profesor. Para proteger su gravedad, se vio obligado a desarrollar un método para aplicar su proceso a la materia orgánica inerte, la lana de mi capa, el algodón de mis camisas y el cuero de mis zapatos. Entonces quedé vestido como lo estoy todavía.
»En esa etapa de nuestros experimentos, cuando ya había logrado una transparencia casi perfecta y, por lo tanto, una invisibilidad completa, conocí a Pandora Bliss. Un año atrás, en el mes de julio, en uno de los intervalos de nuestros trabajos, y en una época en que aún presentaba un aspecto natural, fui a la Selva Negra para recuperarme. Vi y admiré a Pandora por primera vez en la pequeña aldea de San Blasino. Ellos procedían de los saltos del Rin y estaban en viaje hacia el norte; yo, por mi parte, cambié mi rumbo y también viajé al norte. En la Posada Stern me enamoré de Pandora; en la cumbre del Feldberg ya la adoraba con locura. En el Hollenpass estaba dispuesto a sacrificar mi vida por una palabra agradable de sus labios. Sobre el Hornisgrinde le rogué que me permitiera lanzarme desde la cima de la montaña hacia las tenebrosas aguas del Mummelsee para demostrar mi devoción.
»Usted conoce a Pandora y, puesto que la conoce bien, no es necesario tratar de disculpar el rápido crecimiento de mi obsesión. Ella coqueteó conmigo, se rió, paseó en carruaje, recorrió conmigo los caminitos en los bosques verdes, ascendió conmigo cuestas tan empinadas que hacerlo juntos era un delicioso y prolongado abrazo; habló de la ciencia y los sentimientos; escuchó mis esperanzas y mi entusiasmo, me desairó, me trató con desprecio, me hizo enloquecer, a su dulce antojo, y todo mientras el positivista de su padre dormitaba en los salones de las posadas leyendo las secciones financieras de los últimos periódicos de Nueva York. Pero ni aún hoy sé si realmente me amaba. Cuando el padre de Pandora se enteró de la naturaleza de mis ocupaciones y de mis perspectivas futuras, decidió interrumpir abruptamente nuestro dulce idilio. Supongo que me ubicaba en la clase de los prestidigitadores profesionales y los charlatanes de feria. Traté en vano de explicarle que me haría famoso y probablemente, rico.
—Cuando sea usted famoso y rico —observó con una sonrisa—, me complacerá mucho verlo en mi oficina de Broad Street.
Se llevó a Pandora a París y yo retorné a Friburgo.
Pocas semanas más tarde, una brillante tarde de agosto, me encontraba en el laboratorio de Froliker, invisible ante cuatro personas que se hallaban casi al alcance de mi brazo. Kaspar estaba detrás mío, lavando unos tubos de ensayo. Con una orgullosa sonrisa en su rostro, Froliker contemplaba fijamente el lugar donde sabía que yo estaba. Dos profesores colegas, convocados con algún pretexto, me empujaban inconscientemente con sus codos, mientras discutían no sé que cuestiones sin importancia. Podían haber oído los latidos de mi corazón, estoy seguro.
—De paso Herr Profesor —preguntó uno de ellos, a punto de partir— ¿ha regresado su ayudante, Herr Flack. de sus vacaciones?
La prueba había sido perfecta. Tan pronto como estuvimos solos, el profesor Froliker sujetó mi mano invisible, como lo hizo usted esta noche. Estaba de muy buen humor.
—Mi querido amigo —dijo—, mañana culminaremos nuestra tarea. Aparecerá usted, o más bien no aparecerá, ante la asamblea de la universidad en pleno. Ya he enviado invitaciones por telégrafo a Heidelberg, a Bonn y a Berlín. Schrotter, Haeckel, Steinmetz y Lavallo estarán presentes. Nuestro triunfo se celebrará en presencia de los físicos más eminentes de la época. Entonces, revelaré los secretos de nuestro proceso, los que he mantenido ocultos hasta ahora, incluso para usted, mi colaborador y amigo de confianza. Pero usted compartirá mi gloria. ¿Qué es eso que he oído sobre un avecilla silvestre que se ha volado? Hijo mío, pronto tendrá pigmento suficiente y podrá ir a París a buscarla con la fama en sus manos y las bendiciones de la ciencia sobre su cabeza.
A la mañana siguiente, diecinueve de agosto, antes de que me levantara de mi litera, Kaspar entró apresuradamente en el laboratorio.
—¡Herr Flack! ¡Herr Flack! —dijo con voz entrecortada—, Herr Profesor acaba de morir de una apoplejía.
V.
El relato había llegado a su fin. Me quedé sentado, pensando en todo lo que había oído. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué podía decirle? ¿De que modo podría ofrecer consuelo a este hombre desdichado?Flack, invisible, sollozaba con honda amargura. Fue el primero en hablar:
—¡Es cruel, muy cruel! Sin haber cometido ningún crimen antes los ojos del hombre, ningún pecado ante la vista de Dios, he sido condenado a un destino mil veces peor que el infierno. Debo marchar sobre la faz de la tierra, como un hombre, viviente, vidente, amante como los otros, mientras que entre yo y todo lo que hace que la vida valga la pena de ser vivida, existe una barrera establecida para toda la eternidad. Hasta los fantasmas tienen forma propia. Mi vida es una muerte en vida: mi existencia, el olvido eterno. Ningún amigo puede mirarme a la cara. Si abrazara contra mi pecho a la mujer que adoro, sólo le inspiraría un terror inenarrable. La veo casi todos los días. Rozo sus vestidos cuando paso cerca de ella en las escaleras. ¿Me amaba ella acaso? ¿Me ama? Si lo supiera, ¿no sería mi maldición aún más cruel? Sin embargo es para averiguar la verdad que lo he traído aquí.
Fue entonces que cometí el error más grande de mi vida.
—¡Anímese! —dije alegremente—, Pandora siempre lo ha amado.
Cuando vi que la mesa se volcaba bruscamente, advertí la vehemencia con que Flack se había puesto de pie. Sus manos asían mis hombros con ferocidad.
—Sí —continué diciendo—, Pandora ha sido fiel a su recuerdo. No hay razón para desesperarse. El secreto del proceso de Froliker murió con él, pero ¿por qué no puede ser redescubierto mediante experimentos y deducciones desde el comienzo, con la ayuda que usted mismo puede prestar? Tenga valor y esperanza. Ella lo ama. Dentro de cinco minutos lo oirá usted de sus propios labios.
Nunca había oído un gemido de dolor tan patético como su exultante grito de alegría. Bajé apresuradamente las escaleras para llamar a la señorita Bliss al salón. Le expliqué la situación en pocas palabras. Ante mi sorpresa, ni se desmayó ni se puso histérica.
—Por supuesto que lo acompañaré —dijo con una sonrisa que no supe interpretar entonces.
Me siguió hasta los aposentos de Flack y con gran tranquilidad escudriñó todos los rincones del departamento con una sonrisa inmóvil en su rostro. No podría haber mostrado mayor aplomo si hubiese entrado en un elegante salón de baile. No manifestó asombro ni terror alguno, cuando su mano fue asida por manos invisibles y cubierta de besos por labios que nadie podía ver. Escuchó con compostura el torrente de amorosas y acariciadoras palabras que mi infortunado amigo vertía en sus oídos. Con asombro y un poco inquieto, yo observaba la extraña escena ante mis ojos.
Muy pronto, la señorita Bliss retiró su mano.
—En verdad, señor Flack —dijo con una leve carcajada—, es usted bastante demostrativo. ¿Adquirió tal costumbre en el continente europeo?
—Pandora —le oí decir—. No entiendo.
—Tal vez —continuó ella serenamente—, considera usted estas efusiones como uno de los privilegios de su invisibilidad. Permítame felicitarlo por el éxito de su experimento. Qué hombre tan inteligente debe haber sido su profesor... ¿cómo se llama? Podría usted hacer una verdadera fortuna exhibiéndose como un fenómeno.
¿Esta era la mujer que durante meses había exhibido su pena inconsolable por la pérdida de este misino hombre? Estaba estupefacto. ¿Quién puede pretender analizar los motivos de una mujer coqueta? ¿Qué ciencia tiene la suficiente profundidad como para desentrañar sus caprichos?
—Pandora —volvió a exclamar el hombre invisible, con voz de asombro—. ¿Qué significa esto? ¿Por qué me recibes de esta manera? ¿Es todo lo que tienes que decirme?
—Creo que sí —replicó con gran indiferencia, yendo hacia la puerta—. Es usted un caballero y no es necesario que le pida que me ahorre más molestias.
—Su corazón es de hielo —murmuré cuando pasó a mi lado—. Es indigna de él.
El desesperado grito de Flack atrajo a Kaspar a la habitación. Con el instinto adquirido en largos años de leal servicio, el anciano fue directamente al lugar donde estaba su amo. Lo vi tomar algo en el aire como si estuviera forcejeando con él, buscando detener al hombre invisible, pero fue arrojado violentamente a un costado. Recobrándose, se quedó atento un instante, con el cuello distendido y el rostro pálido. Después salió corriendo de la habitación y bajo las escaleras. Lo seguí. La puerta de calle estaba abierta. Vi a Kaspar vacilar unos segundos en la vereda. Y finalmente corrió hacia el oeste por la calle, con tal velocidad que me fue sumamente difícil mantenerme a su lado. Era cerca de la medianoche. Cruzamos avenida tras avenida. Un murmullo inarticulado de satisfacción se escapó de los labios del viejo Kaspar. A poca distancia delante de nosotros vimos un hombre, parado en la esquina de una de las avenidas, quien repentinamente caía al suelo. Seguimos corriendo un instante sin disminuir la velocidad. A corta distancia frente a nosotros podía oír rápidas pisadas. Agarré a Kaspar del brazo y él asintió con la cabeza.
Casi sin resuello, era consciente de que no pisábamos ya el pavimento sino que caminábamos sobre tablas y entre una increíble confusión de maderos. Ya no había más luces delante nuestro, sino solamente el oscuro vacío, Kaspar, dando un prodigioso salto, aferró algo, se le escapó y cayó de espaldas lanzando un grito de terror.
Se oyó un sordo chapoteo en las oscuras aguas del río que estaba bajo nuestros pies.
Edward Page Mitchell (1852-1927)
Relatos góticos. I Relatos de Edward Page Mitchell.
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El análisis y resumen del cuento de Edward Page Mitchell: El hombre de cristal (The Crystal Man), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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