«La caída de Babbulkund»: Lord Dunsany; relato y análisis.
La caída de Babbulkund (The Fall of Babbulkund) es un relato fantástico del escritor angloirlandés Lord Dunsany (1878-1957), publicado en la antología de 1908: La espada de Welleran y otras historias (The Sword of Welleran and Other Stories).
La caída de Babbulkund, uno de los mejores cuentos de Lord Dunsany, cuenta la historia de una ciudad imposible, majestuosa, llena de gloria y misterio, una verdadera joya entre las urbes del mundo.
Sin embargo, los viajeros que se aventuran a las arenas del desierto para encontrarla, descubrirán que los atributos de la mítica ciudad de Babbulkund la condujeron hacia la decadencia, dejando en su lugar apenas un rastro testimonial de lo que fue.
A lo largo de La caída de Babbulkund se manifiesta buena parte de la mitología de lord Dunsany, heredera de las leyendas improbables, y acaso por eso mismo posibles, de William Blake, y precursora de los mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. y las historias de la Tierra Media de J.R.R. Tolkien.
La caída de Babbulkund.
The Fall of Babbulkund, Lord Dunsany (1878-1957)
Dije:
—Me pondré de pie y veré Babbulkund, Ciudad de Maravillas. Su edad es la edad de la tierra; las estrellas son sus hermanas. Los Faraones antiguos, al llegar a la conquista de Arabia, la observaron: una montaña solitaria en el desierto, y la tallaron dando nacimiento a torres y terrazas. Destruyeron una de las colinas de Dios, pero crearon a Babbulkund. Fue tallada, no edificada; sus palacios se aprietan en sus terrazas, no tiene articulación ni juntura. La suya es la belleza de la juventud de la tierra. Se la cree el centro de la tierra y tiene cuatro portales que dan a las naciones. Frente al portal oriental se levanta un dios colosal de roca. Su rostro se ruboriza a la luz de la aurora. Cuando el sol de la mañana calienta sus labios, éstos se abren un tanto y emiten las palabras:
Oon, Oom.
La lengua en que habla ha muerto hace mucho y todos los que lo veneraron están sepultados. Nadie sabe lo que significan las palabras que emite al alba. Algunos dicen que saluda al sol como un dios saluda a otro en su lengua, otros dicen que proclama al día y otros, en fin, que emite una advertencia. Y ante cada portal hay una maravilla increíble en tanto no haya sido contemplada.
Y reuní a tres amigos y les dije:
—Somos los que hemos visto y aprendido. Viajemos ahora y veamos Babbulkund para que nuestras mantas florezcan en su contemplación y nuestro espíritu gane en santidad.
De modo que nos embarcamos y viajamos sobre el mar curvo, y nada recordamos de las cosas hechas en las ciudades conocidas. Apartamos nuestros pensamientos de ellas y soñamos con Babbulkund.
Pero cuando llegamos a la tierra, de la que Babbulkund es constante gloria, contratamos a una caravana de camellos y guías árabes y nos dirigimos hacia el Sur, en la tarde, emprendiendo un viaje de tres jornadas a través del desierto que debía llevarnos a los blancos muros de Babbulkund. Y el color del sol descendía sobre nosotros desde el brillante cielo gris, y el color del desierto nos golpeaba desde abajo.
Al ponerse el sol hicimos descansamos, mientras los árabes descargaron las provisiones y prepararon una fogata con malezas secas, porque al ponerse el sol, el color del desierto huye súbitamente, como un pájaro. Entonces vimos a un viajero venido del Sur que se nos acercaba montado en un camello. Cuando le tuvimos cerca, le dijimos:
—Ven y descansa entre nosotros, porque en el desierto todos los hombres son hermanos y te daremos carne para que comas y vino o, si tu fe te obliga a ello, te daremos alguna otra bebida que tu profeta no haya maldecido.
El viajero se sentó junto a nosotros en la arena, se cruzó de piernas y respondió:
—Escuchad y os hablaré de Babbulkund, Ciudad de Maravilla. Babbulkund se levanta justo por debajo del encuentro de los ríos, donde Oonrana, Río del Mito, fluye hacia las Aguas de la Fábula, la vieja corriente de Plegáthanees. Juntos, penetran por el portal septentrional llenos de gracia. Desde antaño fluyen en la oscuridad a través de la Colina que Nehemoth, el primero de los Faraones, talló convirtiéndola en la Ciudad de Maravilla. Yermos y desolados fluyen desde lejos a través del desierto, cada cual en su propio lecho, sin vida en ninguna de sus orillas, pero dan nacimiento en Babbulkund al sagrado jardín púrpura del que todas las naciones cantan. Allí se dirigen todas las abejas en peregrinación al caer la tarde por un camino secreto del aire. En una ocasión, desde su reino de luz crepuscular que rige junto con el sol, la luna vio a Babbulkund y la amó, vestida con su jardín de púrpura, y la luna la cortejó, pero fue desdeñada y se alejó llorando, porque más hermosa es Babbulkund que sus hermanas las estrellas. Sus hermanas la visitan por la noche en su cámara de doncella. Aun los dioses hablan a voces de Babbulkund, vestida con su jardín púrpura. Escuchad, porque percibo por vuestros ojos que no habéis visto a Babbulkund; hay inquietud en ellos y un interrogante insatisfecho. Escuchad. En el jardín del que os hablo hay un lago que no tiene par ni prójimo entre todos los lagos. Sus orillas son de cristal y de cristal su fondo. En él hay grandes peces cuyas escamas son de oro y escarlata, que lo recorren. Es costumbre del octogésimo segundo Nehemoth (que es el que hay gobierna la ciudad) ir allí después de caída la tarde, y sentarse solo junto al lago; y a esa hora, ochocientos esclavos descienden los peldaños subterráneos de las cavernas que desembocan en las bóvedas levantadas bajo el lago. Cuatrocientos de ellos, con luces púrpuras, marchan uno detrás del otro, desde el Este al Oeste, y cuatrocientos, con luces verdes, marchan uno detrás del otro desde el Oeste al Este. Las dos filas se cruzan y vuelven a cruzarse entre sí mientras los esclavos andan en ronda y los peces atemorizados nadan de un lugar a otro.
Pero sobre el viajero que hablaba descendió la noche, solemne y fría, y nos envolvimos en nuestras mantas y yacimos sobre la arena. Toda esa noche el desierto pronunció muchas cosas, quedamente y en un susurro, pero yo no supe entender lo que decía. Sólo la arena lo supo y se levantó y fue perturbada y volvió a descender, y el viento lo supo. Luego, así que iban transcurriendo las horas de la noche, estos dos descubrieron las huellas de los pies con que habíamos hollado el sagrado recinto y se afanaron sobre ellas y las cubrieron; y luego el viento amainó y la arena descansó. Después volvió a levantarse el viento y la arena bailó. Esto lo hicieron muchas veces. Y mientras tanto el desierto no dejó de musitar cosas que yo no entendía.
Me dormí por un tiempo y desperté antes de amanecer. De pronto, el sol saltó y llameó sobre nuestras cabezas; todos arrojamos las mantas a un lado y nos pusimos en pie. Comimos y nos pusimos en marcha hacia el Sur, y al culminar el calor del día, descansamos y luego volvimos a andar. Y durante todo el tiempo el desierto permaneció el mismo, como un sueño que no cesa de perturbar a un durmiente fatigado.
Y a menudo se nos cruzaban viajeros en el desierto, que venían de la Ciudad de Maravilla, y había luz de gloria en sus ojos por haber visto a Babbulkund. Esa tarde, al ponerse el sol, se nos acercó otro viajero y lo saludamos diciendo:
—¿Comerás y beberás con nosotros ya que todos los hombres somos hermanos en el desierto?
Y él descendió de su camello, se sentó a nuestro lado y dijo:
—Cuando la mañana brilla sobre el coloso Neb y Neb habla, en seguida los músicos del Rey Nehemoth despiertan en Babbulkund.
En un principio sus dedos vagan sobre las arpas de oro o acarician sus violines. Más y más clara la nota de cada instrumento va ascendiendo como las alondras del rocío, hasta que pronto todas se unen y nace una nueva melodía. Así, todas las mañanas, los músicos del Rey Nehemoth crean una nueva maravilla en la Ciudad de Maravilla; porque no son éstos músicos corrientes, sino maestros de la melodía, capturados en conquistas desde mucho tiempo atrás y llevados en barcos de las Islas de la Canción. Y con el sonido de la música Nehemoth despierta en la cámara oriental de su palacio, que está tallado en la forma de una enorme media luna de cuatro millas de largo, en el extremo septentrional de la ciudad. Pleno se levanta el sol ante las ventanas de la cámara oriental, y pleno ante las ventanas de su cámara occidental el sol se pone.
Cuando Nehemoth se despierta, convoca a sus esclavos que traen una litera con campanillas en la que entra el Rey después de haberse vestido ligeramente. Entonces los esclavos se echan a correr llevándolo a la Cámara del Baño, hecha de ónix, y las campanillas suenan a su paso. Y cuando Nehemoth sale de allí, bañado y ungido, los esclavos vuelven a correr con la litera sonora y lo llevan a la Cámara Oriental de Banquetes, donde el Rey toma la primera comida del día. De allí, por el gran pasillo blanco cuyas ventanas dan todas al sol, Nehemoth va en su litera a la Cámara de Audiencias de las Embajadas del Norte, del todo llena de artículos septentrionales.
Por todas partes hay ornamentos de ámbar y cálices tallados de oscuro cristal y sobre los suelos se extienden pieles de las costas del Báltico.
En las cámaras laterales se almacenan los víveres que acostumbran tomar los duros hombres norteños y el fuerte vino del Norte, pálido pero terrible. Allí recibe el Rey a los príncipes bárbaros de las tierras frías. De allí los esclavos lo llevan velozmente a la Cámara de Audiencias de las Embajadas del Oriente, donde las paredes son de turquesa y hay en ellas incrustados rubíes de Ceilán, donde los dioses son los dioses del Oriente, donde todas las colgaduras fueron pergeñadas en el espléndido corazón de la India. Allí, si se da el caso que una caravana haya venido de la India o de Catay, es costumbre del Rey conversar un rato con los mongoles o los mandarines, porque del Oriente llegan las artes y el comercio del mundo, y la conversación de su gente es culta. De ese modo Nehemoth recorre las otras Cámaras de Audiencia y recibe, quizás, a algunos jeques del pueblo árabe que hayan cruzado el gran desierto desde el Occidente, o recibe una embajada que le haya enviado en su homenaje el tímido pueblo de las junglas del Sur.
Y todo el tiempo los esclavos con la litera sonora corren hacia el Occidente, en pos del sol, y siempre el sol da directamente sobre la cámara en que se encuentra Nehemoth, y todo el tiempo a los oídos del Rey llegan tintineantes las notas de una u otra de sus bandas de músicos. Pero cuando la mitad del día se acerca, los esclavos corren hacia los frescos bosquecillos que se extienden junto a las galerías de la parte septentrional del palacio abandonando el sol, y cuando el calor se sobrepone al genio de los músicos, éstos, uno por uno, dejan que sus manos caigan de sus instrumentos hasta cesar la última nota de la melodía. En este momento Nehemoth se duerme y los esclavos dejan la litera en tierra y se tienden a su lado. A esta hora la ciudad se vuelve perfectamente silenciosa, y el palacio de Nehemoth y las tumbas de los Faraones de antaño dan cara al sol iguales en silencio. Aun los joyeros del mercado, que venden gemas a los príncipes, cesan el regateo y el canto; porque en Babbulkund el vendedor de rubíes canta el canto del rubí, y el vendedor de zafiros entona el canto del zafiro, y cada piedra tiene su canción, de modo que d comerciante, con su canto, da a conocer lo que vende.
Pero todos estos sonidos cesan al mediodía, los joyeros del mercado yacen en la sombra y los príncipes vuelven al fresco de sus palacios y un gran silencio cuelga en el aire resplandeciente sobre Babbulkund. Pero en el fresco de la tarde, uno de los músicos del Rey despierta abandonando el sueño en que veía a su tierra natal y pasó los dedos por su arpa y puede que con la música evoque algún recuerdo del viento de los valles de las montañas que se elevan en las Islas de la Canción. Entonces el músico arranca grandes gritos del alma del arpa por causa del viejo recuerdo y sus compañeros despiertan y hacen todos un canto consagrado a la tierra natal, tejido con lo que se decía en el puerto cuando los barcos llegaban y con los cuentos que se contaban en las cabañas sobre las gentes de antaño. Una por una las otras bandas de músicos se unen a la canción de Babbulkund, Ciudad de Maravilla. En este momento Nehemoth se despierta, los esclavos se ponen en pie de un salto y llevan la litera fuera del gran palacio en forma de medialuna, entre el Sur y el Oeste, para que vuelva a contemplarse el sol.
La litera, con sus campanillas sonoras, gira una vez más; las voces de los joyeros vuelven a entonar en el mercado la canción de la esmeralda y la del zafiro; los hombres conversan en los techos, los mendigos gimen en las calles, los músicos se afanan en su tarea, todos los sonidos se mezclan para formar un murmullo, la voz de Babbulkund que había en la tarde. Cada vez más desciende el sol, hasta que Nehemoth, a su zaga, llega con esclavos jadeantes al gran jardín púrpura el que seguramente vuestro propio país le ha consagrado canciones, no importa de dónde vengáis.
Allí baja de la litera y asciende al trono de marfil situado en medio del jardín de cara al Occidente, y se queda sentado solo, contemplando largo tiempo la luz del sol hasta que ésta desaparece por completo. A esta hora la pesadumbre invade el rostro de Nehemoth. Hay quien lo ha oído musitar al ponerse el sol:
—Aun yo, aun yo también.
De ese modo el Rey Nehemoth y el sol contemplan su glorioso circuito en torno a Babbulkund. Más tarde, cuando las estrellas salen a envidiar la belleza de la Ciudad de Maravilla, el Rey se dirige a otra parte del jardín y se sienta en una alcoba de ópalo, solo, a la margen del lago sagrado. Este es el lago de orillas y fondo de cristal, iluminado desde abajo por esclavos que portan luces púrpuras y verdes entremezcladas, y es una de las siete maravillas de Babbulkund. Tres de las maravillas se encuentran en medio de la ciudad y cuatro en sus portales. Hay el lago, del cual os hablo, y hay el jardín púrpura del cual os hablé, y que es una maravilla aun para las estrellas, y hay Ong Zwarba de la cual os hablaré también. Y las maravillas de los portales son éstas. En el portal oriental, Neb. Y en el portal septentrional, la maravilla del río y los arcos, porque el Río del Mito que se aúna con las Aguas de la Fábula en el desierto fuera de la ciudad, fluye bajo un puente de oro puro, regocijado, y bajo múltiples arcos fantásticamente tallados que forman una unidad con cada una de las orillas. La maravilla del portal occidental es la maravilla de Annolith y el perro Voth. Annolith se levanta fuera del portal occidental de cara a la ciudad. Es más alto que cualquiera de las torres o los palacios, porque su cabeza se talló de la cumbre de la vieja colina; tiene dos ojos de zafiro con los que contempla Babbulkund, y lo asombroso de los ojos es que se encuentran hoy en las mismas órbitas donde brillaban cuando comenzó el mundo, sólo el mármol que los cubría se eliminó con la talla para dar paso a la luz del día y a la envidia de las estrellas. Más grande que un león es el perro Voth que está junto a él; cada uno de sus pelos se talló sobre el lomo de Voth; los pelos de su cuello están erectos en actitud guerrera y sus dientes están desnudados. Todos los Nehemoth han venerado al dios Annolith, pero todos sus pueblos le rezaron al perro Voth, porque según la ley de la tierra, sólo un Nehemoth puede venerar al dios Annolith. La maravilla del portal austral es la maravilla de la jungla porque ésta llega con todo su salvaje mar intransitado de oscuridad y árboles y tigres y orquídeas que aspiran al sol, y penetran por un portal de mármol a la ciudad y allí en medio de ella, se ensancha y abarca un espacio de muchas millas de extensión. Además, es más vieja que la Ciudad de Maravilla, pues desde hacía mucho moraba en uno de los valles de la montaña que Nehemoth, primero de los Faraones, convirtió con su talla en Babbulkund.
Ahora bien, la alcoba de ópalo en la que el Rey se reclina al atardecer junto al lago, se encuentra en el borde de la jungla y las orquídeas trepadoras hace ya tiempo que se han deslizado dentro de ella por sus grietas, seducidas por las luces del lago, y ahora florecen allí exultantes. Cerca de esta alcoba se encuentran los serrallos de Nehemoth.
El Rey tiene cuatro serrallos: uno para las vigorosas mujeres de las montañas del Norte, otro para las oscuras y furtivas mujeres de la jungla, un tercero para las mujeres del desierto, que tienen almas errantes y languidecen en Babbulkund, y un cuarto para las princesas de su propia casta, cuyas mejillas pardas se ruborizan con la sangre de los antiguos Faraones y que se regocijan con Babbulkund en su sobrecogedora belleza y que nada saben del desierto ni de la jungla ni de las lúgubres colinas del Norte. Sin adornos y vestidas del modo más sencillo van las de la raza de Nehemoth, porque saben que a él lo fatiga la pompa. Sin adornos, salvo una, la Princesa Linderith, que lleva la Ong Zwarba y las tres gemas menores del mar. Una piedra tal es Ong Zwarba que no hay la que se le asemeje en el turbante de Nehemoth ni en todos los santuarios del mar. El mismo dios que hizo a Linderith, hizo mucho tiempo atrás a Ong Zwarba; ella y Ong Zwarba resplandecen con una única luz y junto a esta maravillosa piedra brillan las otras tres menores del mar.
Ahora bien, cuando el Rey se aposenta en su alcoba de ópalo junto al lago sagrado con las orquídeas que florecen alrededor de él, todos los sonidos se acallan. El sonido de los pesos de los fatigados esclavos que giran una y otra vez jamás llega a la superficie. Los músicos hace ya mucho que duermen y sus manos han caído mudas sobre sus instrumentos y las voces de la ciudad se han sumido en el silencio. Quizás el suspiro de una de las mujeres del desierto se ha convertido a medias en una canción, o en una cálida noche de verano alguna de las mujeres de las colinas musita un canto con mención de la nieve; toda la noche en medio del jardín púrpura canta un ruiseñor; todo el resto está acallado; las estrellas que contemplan Babbulkund se elevan y se ponen, la fría luna desdichada se traslada solitaria entre ellas, la noche se desgasta; por fin la oscura figura de Nehemoth, el octogésimo segundo de su linaje, se pone en pie y se retira furtivo.
El viajero dejó de hablar. Durante largo tiempo las claras estrellas, hermanas de Babbulkund, brillaron sobre él mientras hablaba, el viento del desierto había soplado y le había susurrado algo a la arena y la arena venía trasladándose en secreto de un lado a otro desde hacía ya rato; ninguno de nosotros se había movido, ninguno se había quedado dormido, no tanto por el asombro que nos produjera su relato, sino por pensar que en el término de dos días nosotros mismos veríamos esa asombrosa ciudad. Luego nos envolvimos en nuestras mantas y yacimos con los pies tendidos hacia nuestra fogata e instantáneamente nos quedamos dormidos, y en nuestro sueño multiplicamos la fama de la Ciudad de Maravilla.
El sol se elevó y llameó sobre nuestra cara y todo el desierto refulgió. Entonces nos pusimos de pie y preparamos el alimento de la mañana y, cuando hubimos comido, el viajero partió. Y encomendamos su alma al dios de la tierra a la que se dirigía, de la tierra de su hogar en él Norte, y él encomendó nuestras almas al dios del pueblo de donde nosotros habíamos venido. Luego se nos unió un viajero que se trasladaba a pie; vestía una capa parda que estaba hecha de jirones y parecía haber venido andando toda la noche; caminaba de prisa pero parecía cansado, de modo que le ofrecimos alimento y bebida, de la que participó agradecido. Cuando le preguntamos a dónde se dirigía, respondió:
—A Babbulkund.
Le ofrecimos entonces un camello sobre el que pudiera cabalgar, pues, le dijimos:
—También nosotros vamos a Babbulkund.
Pero él dio una extraña respuesta:
—No, adelantaos a mí, pues es algo lamentable no haber visto nunca a Babbulkund habiendo vivido mientras todavía se mantenía erguida. Adelantaos a mí y contempladla y luego huid de inmediato y volved hacia el Norte.
Entonces, aunque no le comprendimos, lo dejamos, pues se mostró muy insistente, y seguimos nuestro viaje hacia el Sur por el desierto. Llegamos a un oasis que se encontraba junto a un pozo donde podíamos dar agua a los altivos camellos, volver a llenar nuestras cantimploras y apaciguar nuestros ojos con la visión del verdor y demorarnos muchas horas a la sombra. Algunos de los hombres durmieron, pero de entre los que permanecieron despiertos, cada uno entonó quedo la canción de su propio país en la que se hablaba de Babbulkund. Cuando la tarde estaba ya avanzada, viajamos un corto trecho hacia el Sur y seguimos adelante por el fresco crepúsculo, hasta que el sol se paso; entonces acampamos, y cuando nos sentamos, el hombre vestido de jirones nos alcanzó, pues había viajado durante todo el día, y volvimos a darle alimento y bebida y en el crepúsculo habló diciendo:
—Yo soy siervo del Señor, el Dios de mi pueblo y voy a ejecutar su obra en Babbulkund. Es la ciudad más bella del mundo; no hubo otra como ella, aun las estrellas tienen envidia de su belleza. Es toda blanca; sin embargo, estrías rosadas atraviesan sus calles y sus casas, como las llamas en la mente blanca de un escultor, como el deseo en el Paraíso. Hace mucho que fue tallada en una colina sagrada; no fueron esclavos los que la esculpieron, sino artistas afanados en un trabajo amado. No siguieron el modelo de las casas de los hombres, sino que cada cual forjó lo que sus ojos interiores habían visto y talló en mármol la visión de sus sueños. Sobre el techo de una cámara del palacio, leones alados vuelan como murciélagos; el tamaño de cada león es el tamaño de los leones de Dios y las alas son más grandes que la de cualquier criatura alada nunca nacida; se apilan uno sobre otro más abundantes que lo que un hombre puede enumerar; están todos tallados con el mismo bloque de mármol, la cámara misma se vació en él, y se mantienen en lo alto sobre las ramas talladas de un bosquecillo de helechos gigantes trabajados por la mano de algún albañil de la jungla que los amaba. Sobre el Río del Mito, que se aúna con las Aguas de la Fábula, se tienden puentes trabajados como el árbol de la glicina y como el lánguido laburno y mil otras maravillosas invenciones, deseo del alma de albañiles ya muertos desde hace mucho. ¡Oh! muy hermosa es la blanca Babbulkund, muy hermosa es, pero orgullosa; y el Señor, Dios de mi pueblo, la ha contemplado en su orgullo y, al contemplarla, vio que las oraciones de Nehemoth ascendían a la abominación Annolith; y que todo el pueblo seguía a Voth. Es muy bella Babbulkund; ¡ay! que no pueda yo bendecirla. Podría vivir por siempre en una de sus terrazas interiores contemplando la misteriosa jungla que se extiende en medio de ella y las orquídeas vueltas al cielo que suben de la oscuridad para mirar al sol. Podría amar a Babbulkund con un amor muy grande, pero soy siervo del Señor, Dios de mi pueblo, y el Rey ha pecado en la veneración de la abominación Annolith, y el pueblo se regocija extremadamente en Voth. Ay de ti, Babbulkund, ay que no pueda volverme de espaldas, porque mañana debo profetizar contra ti y clamar contra ti, Babbulkund. Pero vosotros, viajeros, que me habéis tratado con hospitalidad, poneos en pie y seguid con vuestros camellos, pues yo no puedo demorarme más y debo ir a ejecutar sobre Babbulkund la obra del Señor, Dios de mi pueblo. Id y contemplad la belleza de Babbulkund antes de que yo clame contra ella, y luego huid velozmente hacia el Norte.
El fragmento de un rescoldo encendido cayó en la fogata de nuestro campamento y arrojó a los ojos del hombre vestido de jirones una extraña luz. Se puso en pie de inmediato y su capa de harapos giró con él como un ala inmensa; no dijo ya nada más; sino que se volvió y se alejó a grandes zancadas hacia el Sur perdiéndose en la oscuridad, en dirección a Babbulkund. Entonces el silencio cayó sobre nuestro campamento, y se elevó el olor del tabaco de esas tierras. Cuando la última llama se hubo extinguido en nuestra fogata, me quedé dormido, pero agitados sueños de condenación perturbaron mi descanso.
Llegó la mañana y nuestros guías nos dijeron que llegaríamos a la ciudad antes de la caída de la noche. Una vez más avanzamos hacia el Sur a través del imperturbable desierto; nos encontramos con algún ocasional viajero que venía de Babbulkund, con la belleza de sus maravillas que por recién contemplada daba luz todavía a sus ojos. Cuando cerca de la mitad del día acampamos, vimos a mucho gente a pie que venía hacia nosotros corriendo desde el Sur. Cuando estuvieron cerca, los saludamos diciendo:
—¿Qué es de Babbulkund?
Respondieron:
—No somos de la raza del pueblo de Babbulkund, sino que fuimos capturados en nuestra juventud y llevados de las colinas del Norte. Ahora todos hemos visto en visiones de silencio al Señor, el Dios de nuestro pueblo, que nos llama desde sus colinas y, por tanto, todos huimos hacia el Norte. Pero en Babbulkund las noches del Rey Nehemoth fueron perturbadas por terribles sueños de condenación, y nadie es capaz de interpretar lo que conllevan. Ahora bien, este es el primer sueño que soñó el Rey Nehemoth la primera noche. Vio trasladarse por el aire inmóvil un pájaro enteramente negro y por debajo del batir de sus alas, Babbulkund se enlobreguecía y se oscurecía; y después de él vino un pájaro enteramente blanco y por debajo del batir de sus alas Babbulkund resplandecía y otros cuatro pájaros más se aproximaron volando alternativamente negros y blancos. Y cuando los pájaros negros pasaban, Babbulkund se oscurecía, y cuando aparecían los blancos, las calles y las casas resplandecían. Pero después del sexto pájaro ninguno más vino, y Babbulkund se desvaneció del lugar donde había estado, y los ríos Oonrana y Plegáthanees se dolían solitarios. A la mañana siguiente todos los profetas del Rey se reunieron delante de sus abominaciones y las interrogaron acerca del sueño, pero las abominaciones nada dijeron. Pero cuando la segunda noche descendió de los salones de Dios, adornada de múltiples estrellas, el Rey Nehemoth volvió a soñar; y en el sueño el Rey Nehemoth vio tan sólo cuatro pájaros blancos y negros alternativamente, como antes. Y Babbulkund se oscureció otra vez cuando los negros pasaron y resplandeció al aparecer los blancos; después del cuarto ya no vine ninguno otro y Babbulkund se desvaneció quedando sólo el desierto sin memoria y los ríos de la montaña.
Las abominaciones siguieron silenciosas y nadie supo interpretar el sueño. Y cuando la tercera noche vino de los salones divinos de su morada adornada como sus hermanas, volvió a soñar el Rey Nehemoth. Y vio un pájaro negro pasar nuevamente bajo el cual Babbulkund se oscureció, y luego uno blanco y Babbulkund desapareció. Y apareció el día dorado dispersando los sueños y las abominaciones siguieron guardando silencio, y los profetas del Rey no dieron respuesta al presagio velado del sueño. Sólo un profeta hablo ante el Rey diciendo:
—Los pájaros oscuros, oh, Rey, son las noches, y los pájaros blancos son los días...
Esto el Rey ya se lo temía, y se levantó e hirió con la espada al profeta, cuya alma salió clamando y no tuvo ya nada que ver con noches ni con días.
Fue anoche cuando el Rey soñó su tercer sueño, y esto mañana huimos de Babbulkund. Un calor inmenso se abate sobre ella y las orquídeas de la jungla dejaron caer sus cabezas. Toda la noche las mujeres del Norte han llorado en sus colinas. El temor ha ganado la ciudad y un presagio ominoso. Dos veces ha ido Nehemoth a venerar a Annolith y todo el pueblo se ha postrado ante Voth. Tres veces los adivinos consultaron al gran globo de cristal donde se prevé todo acontecimiento por venir y tres veces el globo se vio opaco. Sí, aunque una cuarta vez lo consultaron, no se reveló visión alguna; y la voz del pueblo se acalló en Babbulkund.
Los viajeros no demoraron en volver a ponerse en camino hacia el norte dejándonos perplejos. Mientras dominó el calor del día reposamos lo mejor que pudimos, pero el aire estaba inmóvil y bochornoso y los camellos intranquilos. Los árabes dijeron que eso era un presagio de tormenta en el desierto y que un gran viento se levantaría preñado de arena. De modo que a la tarde nos pusimos en pie y viajamos de prisa en la esperanza de encontrar un refugio antes de que estallara la tormenta. Y el aire ardía en la quietud reinante entre el desierto inflamado y el cielo enceguecedor.
De pronto se levantó un viento del Sur, que soplaba desde Babbulkund y la arena ascendió y asumió formas susurrantes. Y el viento sopló violentamente y gimió y centenares de figuras de arena se levantaban como torres y se oyeron gritos y el sonido de una retirada. Pronto el viento se calmó y los gritos se silenciaron y el pánico cesó en las arenas arrastradas. Y cuando amainó la tormenta y el aire refrescó, el terrible bochorno y el presagio llegaron a su fin y los camellos se apaciguaron. Y los árabes dijeron que la tormenta anunciada se había desencadenado y pasado como de antiguo Dios lo había querido.
El sol se puso y llegó el crepúsculo vespertino y nos acercamos al lugar de la afluencia del Oonrana y el Plegáthanees, pero en la oscuridad no nos fue posible discernir a Babbulkund. Nos apresuramos para llegar a la ciudad antes de la caída de la noche y llegamos a la afluencia del Río del Mito y las Aguas de la Fábula, pero tampoco entonces vimos Babbulkund alguna. Alrededor de nosotros se extendía la arena y las rocas del desierto inmutable, salvo hacia el Sur donde se levantaba la jungla con sus orquídeas vueltas de cara al cielo Nos dimos cuenta entonces de que habíamos llegado demasiado tarde y que la condenación le había llegado a Babbulkund; y junto al río en el desierto vacío estaba el hombre vestido de jirones sentado en la arena; se ocultaba la cara con las manos llorando amargamente.
Así pereció en la hora de su iniquidad, ante Annolith, a los dos mil treinta y dos años de su existencia, a los seis mil cincuenta años de la construcción del Mundo, Babbulkund, ciudad de Maravilla, llamada por los que la odiaban, Ciudad del Perro, pero de continuo llorada en Arabia y la India y en lo profundo de la jungla y el desierto; no dejó monumento en piedra en muestra de haber sido, pero es recordada con duradero amor, a pesar de la cólera de Dios, por todos los que conocieron su belleza, de la cual todavía cantan.
Lord Dunsany (1878-1957)
Relatos góticos. I Relatos de Lord Dunsany.
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