«Desde que morí»: Elizabeth Stuart Phelps; relato y análisis.


«Desde que morí»: Elizabeth Stuart Phelps; relato y análisis.




Desde que morí (Since I Died) es un relato de fantasmas de la escritora norteamericana Elizabeth Stuart Phelps (1844-1911), publicado originalmente en la edición de febrero de 1873 de la revista Scribner's Monthly.

Desde que morí, uno de los cuentos de Elizabeth Stuart Phelps más importantes, es [superficialmente] una historia de fantasmas. En su corazón subyace la imposibilidad de representar una relación lésbica entre dos mujeres vivas en la literatura victoriana. De hecho, la historia se presenta desde el «otro lado» [en varios sentidos] del típico relato de fantasmas. En lugar de expresar el anhelo o el miedo de los vivos por los muertos, Desde que morí expresa el deseo de una mujer muerta por una mujer viva, su antigua compañera. Por supuesto, al tratarse de un fantasma, este es un deseo impotente [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

El lector entiende rápidamente que ha habido una muerte reciente, y que la pareja en duelo todavía está en la habitación con el cuerpo. El espíritu de la mujer muerta se levanta, luchando con el apego a su vida anterior. Ella es la narradora, quien observa la quietud de su amada mientras vela, seguido de una notable serie de frases condicionales, incompletas, que comunican el agudo escrutinio y el conocimiento íntimo del fantasma sobre su amada, así como el intenso deseo de que  la mujer viva note su presencia:


[«Si la sombra de una pestaña se moviera sobre tu mejilla; si esa línea alrededor de tu boca rompiera su tensión; si la palidez de tu perfil se entibiara un poco; si ese pequeño músculo en tu frente, justo en la curva de la ceja izquierda, se activara y se contrajera; si te inquietaras un poco, sentada allí bajo mi mirada fija; si movieras un dedo de tus manos cruzadas; si voltearas y miraras detrás de tu silla, o levantaras tu rostro, medio perdido y anhelante, medio amoroso e indiferente, para meditar sobre el gemido contrariado que hace el viento donde yo me interpongo contra la ventana entrecerrada…»]


La narradora extiende sus brazos hacia la mujer viva, y la consideración de las posibilidades de ese abrazo imposible se vuelve más sensual:


[«Si me atreviera a acercarme; si fuera permitido que cruzara la corriente de tu aliento vivo; si pudiera sentir el fluir de la sangre en tus venas; si se me permitiera tocar tus manos, tus mejillas, tus labios; si pudiera colocar un brazo alrededor de tu hombro con la ligereza de un copo de nieve...»]


Sin embargo, sus esperanzas se ven frustradas por «el miedo que ningún corazón ha sondeado, el destino que ninguna fantasía ha recorrido, el enigma que ningún alma ha leído», que se interponen entre la sustancia de su amada y el alma de la narradora. Entonces deja caer los brazos, impotente para atraer su atención y concretar el abrazo. Ahora la narradora está abrumada por la emoción; está llena de anhelo y frustración por su incapacidad para hacer que su amada note su presencia y transmitirle su intenso deseo [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

Tras esta conmovedora escena de deseo frustrado, la narradora de Desde que morí de Elizabeth Stuart Phelps reflexiona sobre su historia de amor junto a su compañera, y sobre la secuencia de acontecimientos que la llevaron a su propia disolución física. Al parecer, la narradora padecía una enfermedad terminal. Ella y su amada a menudo se sentaban en el jardín, tomadas de la mano, hablando entre lágrimas de la muerte que se aproximaba. En esas charlas, la mujer viva expresó la creencia de que, después de la muerte, el espíritu de su compañera partiría, pero la narradora aseguró que no. La Muerte, explica, no llegó con dolor, sino con una gloriosa expansión de los sentidos y un extático estallido de la conciencia.

Por supuesto, es el apego físico y emocional hacia su compañera viva lo que le impide a la narradora romper los lazos mortales y trascender definitivamente hacia el otro lado. La narradora explica:


[«Sólo una cosa colgaba entre la inmensidad y yo. Tu rostro demacrado. Te miré por última vez a los ojos. Más fuertes que la muerte, sostuvieron y reclamaron mi alma. Débilmente levanté mi mano para encontrar la tuya. Más cruel que la tumba, tu agarre salvaje me encadenó.»]


Ahora bien, después de haber muerto, la narradora afirma que permanece en el reino terrenal para cumplir una promesa hecha durante aquellas charlas: iluminar a su compañera sobre la realidad de la muerte. Según su experiencia, la muerte no es algo terrible; pero la narradora no puede traspasar la barrera que la separa de su amada, no puede comunicarse con ella ni hacerla consciente de su presencia, no puede hablar sobre «aquello que los vivos no pueden oír». Inquieta, sale corriendo de la habitación. Mientras transita por el mundo sin ser parte de él, remarcando los detalles de la lluvia y el viento y el frío sin ser afectada por ellos, la narradora llega a un «lugar solitario» donde reflexiona, ya sin emociones violentas, sobre «la vida y la muerte, el amor y la agonía».

Desde que morí de Elizabeth Stuart Phelps invierte los términos del relato victoriano de fantasmas, donde los espíritus son un remanente de la persona viva; aquí, por el contrario, son entidades mucho más completas, más plenas y conscientes que cuando estaban vivas. Dado que la historia se cuenta desde la perspectiva de la persona muerta, todo lo que vemos es frustración e impotencia. Ella intenta entablar una conversación con su amada, pero nunca obtiene una respuesta. Intenta mover cosas, y a veces lo logra, pero esto nunca es percibido por los vivos como una señal de su presencia. Ni siquiera logra capturar la atención de sus deudos.

Contrariamente a lo que sucede en los relatos de fantasmas del siglo XIX, aquí el fantasma no aparece [ni siquiera logra hacerse notar], por lo que el verdadero eje de la historia gira en torno a los recuerdos de su vida, y a este intento conmovedor y, a la vez, patético, por consolar a su pareja [ver: El ABC de las historias de fantasmas]

Desde que morí de Elizabeth Stuart Phelps es exquisitamente conmovedor. La historia está ejecutada con elegancia, aunque a veces roza peligrosamente la prosa poética. No puedo decidirme si brinda una visión de la muerte como un viaje fantástico hacia una nueva vida, o si ese destino es frío y desolador. Uno pensaría que, con una consciencia expandida, el dolor de los que han quedado atrás sería experimentado de otra forma por el espíritu, quizás con mayor distancia y entendimiento, pero no parece ser el caso aquí. La narradora simplemente está siendo desgarrada por el deseo de quedarse en el plano físico para consolar a su compañera y un abrumador llamado a una libertad más grande.

Debajo de todo esto está la relación entre las dos mujeres. ¿Por qué el fantasma insiste en quedarse para consolar a su compañera? Probablemente porque sabe que la relación sentimental entre ambas, al ser clandestina, no será reconocida por la sociedad en general, y por lo tanto la mujer viva no podrá atravesar los mismos rituales de duelo que cualquier persona heterosexual. No podrá derrumbarse emocionalmente, en definitiva, llorar abiertamente a su pareja, hablar de ella con otros, recordarla en voz alta. En todo caso, será un duelo oculto, disimulado. Ciertamente no podrá hablar de la naturaleza de su dolor con alguien más. En una fascinante inversión lésbica, la difunta parece experimentar a la mujer viva como si ella hubiese muerto [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

Las ideas de Elizabeth Stuart Phelps están fuertemente influenciadas por el espiritismo del siglo XIX, liderado por Allan Kardec, y la creencia en la presencia material de los muertos en nuestro plano. Por otro lado, es imposible leer Desde que morí sin recordar el poema de Emily Dickinson: Oí zumbar una mosca cuando morí (I Heard a Fly Buzz when I Died).


Oí zumbar una mosca —cuando morí—,
la quietud del cuarto
era como la quietud del aire
entre los espasmos de la tormenta.
Entregué mis recuerdos —cedí
esa porción de mí que podía
darse —y entonces
se interpuso una mosca—
Con un tono azul —indeciso, entrecortado, zumbaba—
entre la luz —y yo—
y entonces las ventanas se cerraron —y ya
no pude ver para ver—




Desde que morí.
Since I Died, Elizabeth Stuart Phelps (1844-1911)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


¡Qué quieta te sientas!

Si la sombra de una pestaña se moviera sobre tu mejilla; si esa línea gris alrededor de tu boca rompiera su tensión; si la palidez de tu perfil se entibiara un poco; si ese pequeño músculo en tu frente, justo en la curva de la ceja izquierda, se pusiera en marcha y se contrajera; si te inquietaras un poco, sentado allí bajo mi mirada fija; si movieras un dedo de tus manos cruzadas; si voltearas y miraras detrás de tu silla, o levantaras tu rostro, medio perdido y anhelante, medio amoroso e indiferente, para meditar sobre el gemido contrariado que hace el viento donde yo me interpongo entre él y tú, contra la ventana entrecerrada…

¡Ah, sí!

Suspiras y te agitas, creo. Levantas la cabeza. El pequeño músculo es un cautivo todavía; la línea alrededor de tu boca es tensa y dura; veo que el hueco cada vez más profundo de tu mejilla no tiene un tinte más cálido que la gran columna dórica que la luz de la luna construye contra la pared.

Me apoyo en ella.

Extiendo mis brazos.

Levantas la cabeza y me miras a los ojos.

Si un escalofrío recorriera tu figura; si tus brazos, extendidos sobre la mesa, saltaran una sola vez por encima de tu cabeza; si pronunciaras mi nombre; si aguantaras la respiración de terror, o sollozaras en voz alta de amor, o saltaras, o lloraras…

Pero solo levantas la cabeza y me miras a los ojos.

Si me atreviera a acercarme; si fuera permitido que cruzara la corriente de tu aliento vivo; si pudiera sentir el fluir de la sangre en tus venas; si se me permitiera tocar tus manos, tus mejillas, tus labios; si pudiera colocar un brazo alrededor de tu hombro con la ligereza de un copo de nieve...

El miedo que ningún corazón ha sondeado, el destino que ninguna fantasía ha enfrentado, el enigma que ningún alma ha leído, se interpone entre tu sustancia y mi alma.

Dejo caer mis brazos.

Me hundo en el corazón de las columnas de luz sobre la pared. No me preguntaré qué pasaría si mis contornos se definieran ante tu vista. No pensaré en lo que podría ser si tropezara con tu visión, cara a cara.

¡Ay de mí, qué quieta se sienta!

¡Con qué mirada fija e indiferente me mira a los ojos!

El viento, ahora que ya no me interpongo, entra con envidia. Levanta la cortina y da vueltas por la habitación. Golpea la superficie de la gran columna perlada donde me apoyo. Estoy atrapada dentro de él. Habla por mí. Mudas articulaciones llenan el aire. Las lágrimas y la risa, y el sonido de los labios suaves, y la caída de los gemidos, me poseen.

¿Ella escuchará?

¿Inclinará la cabeza?

¿Se separarán sus labios en reconocimiento? ¿Hay un alfabeto entre nosotros? ¿O tienen los vientos de la noche un vocabulario para alzarse ante sus ojos encerrados?

Nos sentamos juntas muchas veces y hablamos de esto. ¿Te acuerdas, querida? Sostuviste mi mano. Lágrimas que no pude ver, cayeron sobre ella; nos sentamos junto a la gran ventana del vestíbulo de arriba, donde la sombra del arce se va a dormir sobre el suelo en una noche iluminada; la vieja cortina verde agitó sus manos sobre nosotras como un hipnotizador, pensé; como un sacerdote, dijiste.

—Cuando nos separemos, te irás —dijiste; y cuando negué con la cabeza, sonreíste, siempre sonreías cuando decías eso, pero siempre lo decías exactamente igual.

Creo que apenas te entendí entonces.

Ahora que tengo tus ojos en los míos, y no me ves; ahora que extiendo mi mano y no me tocas; ahora que grito tu nombre y no lo oyes, te comprendo. Había una sabiduría no terrenal en tus palabras.

—Vivir es morir; moriré. Morir es vivir, y vivirás.

Ahora, cuando la fiebre bajó, pensé en esto.

Eso debe haber sido… ¿hace cuánto? Echo de menos la concepción del tiempo.

Sin embargo, recuerdo perfectamente que morí un domingo lluvioso a las tres de la mañana. Tu pequeño reloj estaba en su caja de madera de olivo sobre la mesa, y había gotas en la ventana. Me di cuenta de ambas cosas, aunque tú no lo sabías. Veo el reloj ahora, en tu bolsillo. No puedo decir si las manecillas se mueven, o sólo palpitan de un lado a otro; se paran y señalan, mudos dedos de oro, paralizados y suplicantes, para siempre a las tres.

Cuando dijiste por primera vez que «me estaba hundiendo rápidamente», las palabras sonaron tan antiguas y familiares como un cuento infantil. Te escuché en el pasillo. El doctor acababa de irse, y fuiste donde mamá y tomaste su cara entre tus dos brazos, y pusiste tu mano sobre su boca, como si fuera ella quien hubiera hablado. Ella gritó y levantó sus manos delgadas y viejas; pero permaneciste tan quieta como la Eternidad. Entonces volví a pensar:

—Es ella la que muere; viviré.

Tantas veces y con tanta ansiedad hemos hablado de esa cosa llamada muerte, que ahora que todo ha terminado no puedo entender por qué encontramos en ella una fuente de angustia tan grande. Me desconcierta. A menudo estoy desconcertada aquí. Las cosas y las fantasías de las cosas poseen una relación que todavía me es nueva y extraña. Aquí hay un misterio.

Ahora, en verdad, me parece sencillo decirte cómo me ha ido desde la última vez que tus labios me tocaron y tus brazos me sostuvieron en el aire que se desvanecía.

¡Oh, labios pálidos y tensos! Te dije que vendría. ¿Alguna vez fallé una promesa?

—Vuelve y muéstrame la Muerte —dijiste.

He venido a mostrarte la Muerte. Podría mostrarte la vista más hermosa y más dulce que jamás haya bendecido tus ojos. ¡Mira! ¿No es justo? ¿Soy terrible? ¿Te encoges o tiemblas? ¿Te alejarías de mí u ocultarías tu rostro tenso y expectante?

¿Podría ella hacerlo? ¿Lo hará?

¡Ah, cómo se ensanchó la habitación! Podría decirte eso. Se hizo grande y luminosa día tras día. Por la noche, las paredes palpitaban; en torno a ellas corrían luces rosadas, y fuego azul, y una tracería como de sombras de hojitas. A medida que las paredes se expandieron, el aire huyó. Pero traté de decirte cuán poco dolor conocía o temía. Tu rostro demacrado se inclinó sobre mí. No podía hablar; cuando quise, luché, y dijiste:

—¡Ella sufre!

Cariño, ¡sufría muy poco!

Escucha hasta que te cuente cómo llegó esa noche. Cayó el sol y se deslizó el rocío. Me pareció que se deslizó en mi corazón, pero aún así no sentí dolor. Donde las paredes latían y retrocedían, las colinas se abrían paso. Donde estaba la vieja cómoda, por encima del cristal, vi una sola montaña con una cara de fuego y cabello púrpura. Traté de decirte esto, pero dijiste:

—Desvaría.

Me reí en mi corazón por eso.

Mientras la noche encerraba al sol bajo la cara solemne y vigilante de la montaña, las Puertas del Espacio se alzaron ante mí; las puertas eternas de la Materia giraron sobre sus herrumbrosos goznes, y el Rey de las Glorias salió. Todos los reinos de la tierra, y el poder de ellos, me hicieron señas a través de la niebla: ruinas y rosas, y las frentes de Jurá y el canto del Rin; un rayo de luz roja sobre la sonrisa de la Esfinge, y caravanas en tormentas de arena, y un viento helado en el mar, y oro en minas que ningún hombre conocía, y madres sentadas a sus puertas cantándoles a sus bebés; y mujeres en sótanos húmedos vendiendo almas por pan, y el zumbido de las ruedas en fábricas gigantes, y una sola oración en algún lugar de muerte; y el humo de la batalla, y la música entrecortada, y una sensación de lirios junto a un arroyo a la salida del sol, y, por fin, tu cara, querida, completamente sola.

Entonces descubrí que las paredes y el techo de la habitación se habían desvanecido por completo. Sopló el viento de la noche. El arce del jardín casi me roza la mejilla. Las estrellas me rodeaban y pensé que había dejado de llover, pero me pareció oír gotas en lo alto de una ventana que no pude encontrar.

Sólo una cosa colgaba entre la inmensidad y yo. Tu rostro demacrado. Te miré por última vez a los ojos. Más fuertes que la muerte, sostuvieron y reclamaron mi alma. Débilmente levanté mi mano para encontrar la tuya. Más cruel que la tumba, tu agarre salvaje me encadenó. Entonces luché, y gritaste, y tu rostro resbaló, y quedé libre.

Me paré en el suelo, al lado de la cama. Lo que había sido yo, yacía allí en reposo, pero terrible, ante mí. Escondiste tu rostro, y te vi deslizarte sobre tus rodillas. Puse mi mano sobre tu cabeza; no te moviste; te hablé:

—¡Querida, mira a tu alrededor un minuto! —pero te arrodillaste muy quieta.

Caminé de un lado a otro de la habitación y, al encontrarme con mi madre, la toqué en el codo; ella solo dijo:

—¡Se ha ido! —y sollozaba en voz alta.

—¡No me he ido! —grité; pero ella siguió sollozando.

Las paredes de la habitación se habían asentado ahora, y el techo estaba en su lugar sólido. La ventana estaba cerrada, pero la puerta estaba abierta. De repente me inquieté y corrí.

Te rocé al pasar a toda prisa y golpeé el pequeño soporte de luz donde estaban los vasos. Miré para ver si caería, pero solo se estremeció, como si un soplo de viento lo hubiera golpeado.

Pero yo estaba inquieta, y corrí. En el pasillo me encontré con el Doctor. Esto me divirtió, y me detuve.

—Ah, doctor —dije—, no necesita molestarse en subir. Estoy bastante bien esta noche, ¿sabe?

Pero él no me respondió; no me miró; colgó el sombrero, apoyó la mano en la barandilla en la que yo me apoyaba y subió pesadamente.

No fue hasta que estuvo a punto de llegar al descanso que se me ocurrió, todavía apoyado en la barandilla, que su pesado brazo debía haberme barrido y atravesado contra las molduras de roble que él agarraba.

Vi sus pies caer sobre las escalones encima de mí; pero no emitieron ningún sonido que llegara a mis oídos.

—No me molestará ahora con sus grandes botas, señor —dije, asintiendo.

Desapareció de mi vista por encima de mí, y no escuché ningún sonido.

El doctor había dejado la puerta principal entreabierta.

Cuando la toqué, se abrió de par en par y solemnemente. Bajé los escalones. Pude ver que hacía frío, pero no sentí frío. La escarcha estaba sobre la hierba, y en el este había una línea pálida, como la mejilla de alguien que había vigilado toda la noche. Las flores de las pequeñas parcelas cuadradas bajaron la cabeza y encogieron los hombros; había un lirio solitario y tardío que arranqué y acerqué a mi corazón, donde lo olí y me miró amablemente a los ojos. Esto, recuerdo, me dio placer.

Entré y salí del jardín bajo la lluvia torrencial; mis pies no dejaron huella sobre la hierba que goteaba, y vi con interés que la ropa que llevaba puesta no acumulaba humedad ni frío. Me quedé un rato meditando en la plaza, en la silla de jardín, sin ganas de entrar. Hacía tantos meses que no me sentía capaz de sentarme en la plaza al aire libre.

—Poco a poco —pensé, entraría y subiría las escaleras para verte una vez más.

Las cortinas de las ventanas del salón estaban corridas y pasé y volví a pasar, mirando hacia adentro.

Todo esto sucedió mientras este se calentaba, y el aire acumulaba débiles calores y luces a mi alrededor. Recordé, en ese momento, el viejo cenador al pie del jardín, donde, antes de enfermarme, nos sentábamos tanto juntos.

—Se sorprenderá al saber que he bajado sola —pensé.

Tenía la intención de volver y verte, querida, una vez más. Vi las luces en la habitación donde había estado enfermo, arriba; y tu sombra sobre la cortina; y la bendije con todo el amor de la vida y de la muerte.

El aire estaba cargado de la dulzura de las flores moribundas. Los pájaros despertaron, el cenit se iluminó, y salud estaba en mis extremidades. El viejo cenador me tendió sus suaves brazos, pero yo estaba inquieta y corrí.

El campo se abrió ante mí, y prados con amplios senos, y un río brilló ante mí como una cimitarra, y los bosques entrelazaron sus manos para detenerme, pero estando inquieta, seguí corriendo.

La casa menguaba detrás de mí; y la luz en mi cuarto de enfermo, y tu sombra en la cortina. Pero, sin embargo, estaba inquieta y corrí.

En un abrir y cerrar de ojos caí en un lugar solitario. Había arena y rocas en él, y un viento que caía. Hice una pausa, me arrodillé en la arena y medité un poco en este lugar. Reflexioné sobre ti, sobre la vida y la muerte, sobre el amor y la agonía; pero éstos se habían alejado de mí, tan oscuros y distantes como el viento. Una sensación de solemne expectativa llenó el aire. Un temblor y una angustia envolvieron mi alma.

—¡Debo estar muerta! —dije en voz alta.

Apenas hube hablado, supe que no estaba sola.

El sol había salido, y en una saliente de roca antigua, roja y manchada por la intemperie, había caído sobre mí el contorno de una Presencia levantada contra el cielo, y dándome vuelta repentinamente, vi…

Es lícito decirlo, pero la expresión se me ha escapado. Es lícito hablar, pero una ley mayor me retiene. ¿Estoy borrada de tus desolados ojos fijos? Labios que mis labios mortales han besado, ¿no podéis estremeceros cuando lloro? Alma que mi alma eterna ha amado, ¿puedes estar envuelta en mi presencia y no brotar como una fuente para mí? ¿No sabrías cómo me ha ido desde que tus ojos perecederos contemplaron mi rostro muerto? ¿Qué vieron mis ojos, u oyeron mis oídos, o concibió mi corazón sin ti? ¿Si te he extrañado o llorado por ti? ¿Si te he mirado o anhelado, marcado tus días solitarios y noches de insomnio, oído el monótono eco de mi nombre sin respuesta? ¿No lo sabrías?

¡Pobre de mí! ¿Podría ella? ¿No lo haría ella? Mi alma me maltrata con un miedo solitario e inigualable. Soy llamada, y me deslizo de ella. Me llaman y la pierdo.

Su rostro se oscurece y sus manos juntas y solitarias se desvanecen de mi vista.

¡Es hora de decirle algo! ¡Es hora de susurrar una palabra atesorada! ¡Un momento para decirle que la Muerte es muda, porque la Vida es sorda! Un momento para decirle…

Elizabeth Stuart Phelps (1844-1911)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Elizabeth Stuart Phelps.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Elizabeth Stuart Phelps: Desde que morí (Since I Died), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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