«La bestia con cinco dedos»: William Fryer Harvey; relato y análisis.
La bestia con cinco dedos (The Beast with Five Fingers) es un relato de terror del escritor inglés William Fryer Harvey (1885-1937), publicado originalmente en la antología de 1919: El nuevo Decameron (The New Decameron); y desde entonces reeditado en numerosas colecciones, entre ellas: Un siglo de thrillers (A Century Of Thrillers); Historias de fantasmas (Ghost Stories); Cuentos para contar en la oscuridad (Tales To Be Told in The Dark); Archivos del mal (Archives of Evil); 65 relatos para temblar de miedo (65 Great Spine Chillers); El libro de los cuentos de terror de Penguin (The Penguin Book Of Horror Stories); El libro de horror de Wordsworth (The Wordsworth Book Of Horror Stories).
La bestia con cinco dedos, uno de los mejores cuentos de William F. Harvey, relata la historia de una mano autónoma, que mediante un ardid consigue ser amputada de su cuerpo para buscar venganza por sí misma.
SPOILERS.
[«Eustace la observó sombríamente mientras colgaba de la cornisa con tres dedos, agitando el pulgar y el índice en una expresión de burla desdeñosa.»]
Adrian Borlsover es un anciano ciego, amable y querido, extraordinariamente hábil con las manos. Esto le permite hacer cosas asombrosas, como percibir el color de los objetos simplemente pasando los dedos sobre ellos. Dos años antes de su muerte, Adrian desarrolló la habilidad psíquica de la escritura automática. Cuando se dormía, su mano agarraba un bolígrafo y comenzaba a escribir cosas que no eran propias de él [ver: Atrapado en el cuerpo equivocado]
Su sobrino, Eustace Borlsover, se queda con él para ayudarlo. En una visita, su tío parece diferente, como deteriorado y temeroso. Una noche, Eustace coloca un lápiz y una libreta en blanco junto a la mano del tío Adrian mientras este duerme. La mano arrebata el lápiz y comienza a escribir sola.
Más tarde, Adrian muere y Eustace recibe una caja que contiene la mano cortada junto con una carta de las personas a cargo del entierro. Afirman que recibieron una carta que modificaba el deseo del viejo de ser incinerado. Aparentemente, Adrian solicitó ser embalsamado, con la mano cortada y enviada a Eustace. Por supuesto, la mano está animada por una voluntad perversa; es capaz de escabullirse, escalar cosas, escribir mensajes insidiosos... y matar.
La bestia con cinco dedos de William Fryer Harvey es un gran relato de terror sobre una mano autónoma, astuta y malvada.
Poco antes de la muerte de Adrian Borlsover, decíamos, éste se volvió prolífico en la escritura automática, pero los mensajes del otro lado parecían estar dirigidos a Eustace. Cuando el anciano muere, su autónoma mano derecha usa su caligrafía para fingir una petición moribunda del anciano: que la mano se cortara del cadáver y se la enviara a Eustace. Realmente no sabemos qué tipo de entidad manipula la mano. William Fryer Harvey ni siquiera se molesta en insinuarlo. Sabemos que el viejo Adrian está ciego, pero también que poseía una voluminosa biblioteca. ¿Quién sabe qué libros ocultos leyó antes de perder la vista, tal vez invocando a una fuerza misteriosa del más allá?
De todos los relatos sobrenaturales de W.F. Harvey, La bestia con cinco dedos es posiblemente el mejor de todos, incluso por encima de Calor de agosto (August Heat) y A través de los páramos (Across the Moors). Es un clásico del género sobre un hombre atormentado por la mano cortada y animada de su pariente fallecido. Si esto suena familiar, debería: fue la inspiración para la película: La bestia con cinco dedos (The Beast with Five Fingers) de 1946; y la remake de Oliver Stone de 1981: La mano (The Hand).
En una primera lectura, La bestia con cinco dedos es una historia definitivamente extraña, pero que posee algunos elementos que bordean la frontera con lo absurdo [por suerte, sin caer nunca al precipicio]. Por ejemplo, el personaje principal, Eustace, responde de manera muy extraña a la presencia de la mano animada; y cuando se embarca en una misión para capturarla parece más molesto que horrorizado. La reacción de Eustace me pareció refrescante. Quizás sus actos no sean tan comunes como la respuesta genérica de «gritar y huir» de las películas de terror [solo para ser atrapado eventualmente], y ahí radica tanto la extrañeza que genera, como su plausibilidad. En realidad, no sabemos cómo podría reaccionar alguien ante un horror sobrenatural semejante. No obstante, esto produce cierta resistencia en el lector habituado a ver personajes que se horrorizan, se desmayan o directamente pierden la cordura [ver: El ABC de las historias de fantasmas]
William F. Harvey es uno de esos autores del género de terror injustamente descuidados. Escribió varias obras maestras menores de lo siniestro donde suele evitar los clichés; y eso, quizás, lo condujo por un camino de sutileza, de moderación, que lo mantuvo alejado del éxito comercial. Al igual que M.R. James, William Fryer Harvey no regurgita el material digerido a medias; confía en el lector para que recoja sus sugerencias y haga con ellas lo que le parezca.
Por otro lado, a diferencia de James, la prosa de William F. Harvey es mucho más sencilla y moderna, careciendo del tono gótico, casi académico, de los maestros británicos de la época, como E.F. Benson. A propósito, a diferencia de Benson, quien se convirtió en una fábrica literaria [era capaz de producir cinco libros al año], William Fryer Harvey publicó solo diez libros en su vida y, en consecuencia, evitó la monotonía y el deterioro de calidad que arruinó la ficción de muchos autores más «exitosos».
William Fryer Harvey no tiene problemas en sondear las profundidades de lo inquietante para producir relatos escalofriantes. La bestia con cinco dedos es típico del estilo suave y engañoso del autor, que incorpora momentos astutos de humor entre las sombras de lo siniestro. Uno de los toques más efectivos de este relato en particular es la forma en que el autor le permite al lector estar un paso por delante del protagonista. Si bien durante algún tiempo el joven Eustace parece no ser completamente consciente de la terrible amenaza que se ha desatado sobre él, William F. Harvey le permite al lector ser completamente consciente del peligro en el que se encuentra [ver: Lo Siniestro en la ficción]
Para finalizar, como dato curioso mencionaremos que W.F. Harvey se desempeñó como cirujano en la Primera Guerra Mundial. Fue condecorado por su valentía en 1918 después de realizar una amputación de emergencia a un hombre atrapado a bordo de un destructor. La bestia con cinco dedos fue publicado un año después.
La bestia con cinco dedos.
The Beast with Five Fingers, William Fryer Harvey (1885-1937)
Cuando era pequeño, una vez fui con mi padre a visitar a Adrian Borlsover. Jugué en el suelo con un spaniel negro mientras mi padre hablaba con él. Justo antes de que nos fuéramos, mi padre dijo:
—Señor Borlsover, ¿puede mi hijo darle la mano? Será algo que recordará con orgullo cuando crezca y se convierta en un hombre.
Me acerqué a la cama en la que yacía el anciano y puse mi mano en la suya, asombrado por la belleza inmóvil de su rostro. Me habló amablemente. Esperaba que yo siempre tratara de complacer a mi padre. Luego colocó su mano derecha sobre mi cabeza y pidió una bendición.
—¡Amén! —dijo mi padre, y lo seguí fuera de la habitación, sintiendo como si quisiera llorar. Pero mi padre estaba de excelente humor—. Ese anciano, Jim —dijo—, es el hombre más maravilloso de todo el pueblo. Durante diez años ha estado completamente ciego.
—Pero vi sus ojos —dije—. Eran muy negros y brillantes; no estaban obnubilados como los de los cachorros de Nora. ¿Es que no ve nada?
Y así aprendí por primera vez que un hombre puede tener ojos oscuros, hermosos y brillantes sin poder ver.
—Igual que la señora Tomlinson tiene las orejas grandes —dije—, y no puede oír nada excepto cuando grita el señor Tomlinson.
—Jim —dijo mi padre—, no está bien hablar de las orejas de una dama. Recuerda lo que dijo el señor Borlsover sobre complacerme y ser un buen chico.
Esa fue la única vez que vi a Adrian Borlsover. Pronto me olvidé de él y de la mano que puso bendiciendo sobre mi cabeza. Pero durante una semana oré para que esos tiernos ojos oscuros pudieran ver.
—Por favor, deja que el viejo señor Borlsover los vea —dije en mis oraciones.
Adrian Borlsover, como había dicho mi padre, era un hombre maravilloso. Provenía de una familia excéntrica. Los hijos de Borlsover, por alguna razón, siempre parecían casarse con mujeres muy ordinarias, lo que quizás explicaba el hecho de que ningún Borlsover fuese un genio, y solo uno estuviese un loco. Pero fueron grandes campeones de pequeñas causas, generosos mecenas de extrañas ciencias, fundadores de sectas quejumbrosas, guías dignos de confianza por los senderos de la erudición.
Adrian era una autoridad en la fertilización de orquídeas. En un tiempo había sostenido a la familia que vivía en Borlsover Conyers, hasta que una debilidad congénita de los pulmones lo obligó a buscar un clima menos riguroso en el balneario soleado de la costa sur donde lo había visto. De vez en cuando relevaba a uno u otro del clero local. Mi padre lo describió como un buen predicador, que daba largos e inspiradores sermones de lo que muchos hombres habrían considerado textos poco rentables.
—Excelente prueba —agregaría—, de la verdad de la doctrina de la inspiración verbal directa.
Adrian Borlsover era sumamente hábil con las manos. Su caligrafía era exquisita. Ilustró todos sus artículos científicos, hizo sus propios grabados en madera y esculpió el retablo que, en la actualidad, es la principal característica de interés de la iglesia de Borlsover Conyers. Tenía una habilidad extremadamente inteligente para cortar siluetas para damas jóvenes, y cerdos y vacas de papel para niños pequeños, e hizo más de un complicado instrumento de viento de su propia invención.
Cuando tenía cincuenta años, Adrian Borlsover perdió la vista. En un tiempo maravillosamente breve se había adaptado a las nuevas condiciones de vida. Rápidamente aprendió a leer Braille. Tan maravilloso era su sentido del tacto que todavía podía mantener su interés por la botánica. El simple paso de sus dedos largos y flexibles sobre una flor era suficiente para su identificación, aunque ocasionalmente usaba sus labios. He encontrado varias cartas suyas entre la correspondencia de mi padre. En ningún caso había nada que mostrara que padecía ceguera y esto a pesar del hecho de que ejercía una economía indebida en el espaciado de las líneas. Hacia el final de su vida, al anciano se le atribuyeron poderes del tacto que parecían casi asombrosos: se ha dicho que podía distinguir de inmediato el color de una cinta colocada entre sus dedos. Mi padre no confirmaría ni negaría la historia.
Adrian Borlsover era soltero. Su hermano mayor, George, se había casado tarde, dejando un hijo, Eustace, que vivía en la lúgubre mansión georgiana de Borlsover Conyers, donde podía trabajar sin ser molestado en la recopilación de material para su gran libro sobre la herencia. Al igual que su tío, era un hombre extraordinario. Los Borlsover siempre habían nacido naturalistas, pero Eustace poseía en un grado especial el poder de sistematizar su conocimiento. Había recibido su educación universitaria en Alemania y luego, después de un trabajo de posgrado en Viena y Nápoles, había viajado durante cuatro años por América del Sur y Oriente, reuniendo una gran cantidad de material para un nuevo estudio sobre los procesos de variación.
Vivía solo en Borlsover Conyers con Saunders, su secretario, un hombre que tenía una reputación un tanto dudosa en el distrito, pero cuyos poderes como matemático, combinados con sus habilidades comerciales, eran invaluables para Eustace.
El tío y el sobrino se veían poco el uno al otro. Las visitas de Eustace se limitaban a una semana en verano u otoño: largas semanas que se arrastraban casi tan lentamente como la silla de baño en la que se movía el anciano por la soleada orilla del mar. A su manera, los dos hombres se querían, aunque su intimidad sin duda habría sido mayor si hubieran compartido los mismos puntos de vista religiosos. Adrián se aferró a los dogmas evangélicos anticuados de su juventud; su sobrino durante muchos años había estado pensando en abrazar el budismo. Ambos hombres poseían, además, la reticencia que siempre habían mostrado los Borlsover y que sus enemigos a veces llamaban hipocresía. Con Adrian era una reticencia en cuanto a las cosas que había dejado sin hacer; pero con Eustace parecía que la cortina que con tanto cuidado había dejado abierta ocultaba algo más que una cámara medio vacía.
Dos años antes de su muerte, Adrian Borlsover desarrolló, sin que él mismo lo supiera, el poder de la escritura automática. Eustace hizo el descubrimiento por accidente. Adrian estaba sentado leyendo en la cama, con el índice de su mano izquierda trazando los caracteres de Braille, cuando su sobrino notó que un lápiz que el anciano sostenía en su mano derecha se movía lentamente a lo largo de la página opuesta. Dejó su asiento en la ventana y se sentó al lado de la cama. La mano derecha siguió moviéndose y pudo ver claramente que eran letras y palabras las que estaba formando.
—Adrian Borlsover —escribió la mano—, Eustace Borlsover, George Borlsover, Francis Borlsover Sigismund Borlsover, Adrian Borlsover, Eustace Borlsover, Saville Borlsover. B de Borlsover. La honestidad es la mejor política. Hermosa Belinda Borlsover.
—¡Qué tontería más curiosa! —dijo Eustace.
—El rey Jorge III ascendió al trono en 1760 —escribió la mano—. Multitud, un sustantivo de multitud; una colección de individuos: Adrian Borlsover, Eustace Borlsover.
—Me parece —dijo su tío, cerrando el libro—, que es mucho mejor que aproveches al máximo el sol de la tarde y salgas a caminar ahora.
—Creo que tal vez lo haré —respondió Eustace mientras tomaba el volumen—. No me iré muy lejos, y cuando vuelva podré leerte esos artículos de Nature de los que hablábamos.
Paseó, pero se detuvo en el primer refugio, y sentándose en el rincón mejor resguardado del viento, examinó tranquilamente el libro. Casi todas las páginas estaban marcadas con una jungla sin sentido de marcas de lápiz: filas de letras mayúsculas, palabras cortas, palabras largas, oraciones completas, etiquetas de cuaderno. Todo, de hecho, tenía la apariencia de un cuaderno, y después de un examen más cuidadoso, Eustace pensó que había amplia evidencia para mostrar que la caligrafía al principio del libro, aunque era buena, no era tan buena como la del final.
Dejó a su tío a fines de octubre con la promesa de regresar a principios de diciembre. Le parecía bastante claro que el poder de escritura automática del anciano se estaba desarrollando rápidamente, y por primera vez esperaba una visita que combinara el deber con el interés. Pero a su regreso se sintió decepcionado. Su tío, pensó, parecía mayor. También estaba apático, prefería que otros le leyeran y dictaba casi todas sus cartas. No fue sino hasta el día anterior a su partida que Eustace tuvo la oportunidad de observar la nueva facultad de Adrian Borlsover.
El anciano, apoyado en la cama con almohadas, se había hundido en un sueño ligero. Sus dos manos yacían sobre la colcha, su mano izquierda apretaba fuertemente la derecha. Eustace tomó un libro vacío y colocó un lápiz al alcance de los dedos de la mano derecha. Lo arrebataron con avidez; luego dejó caer el lápiz para liberar la mano izquierda de su agarre restrictivo.
—Quizás para evitar interferencias sería mejor que tomara esa mano —se dijo Eustace, mientras miraba el lápiz. Casi inmediatamente empezó a escribir.
—Bolsovers torpes, innecesariamente antinaturales, extraordinariamente excéntricos, culpablemente curiosos.
—¿Quién eres? —preguntó Eustace en voz baja.
—No te importa —escribió la mano de Adrian.
—¿Es mi tío el que está escribiendo?
—Oh, mi alma profética, tío mío.
—¿Es alguien que conozco?
—Tonto Eustace, me verás muy pronto.
—¿Cuándo?
—Cuando el pobre viejo Adrian esté muerto.
—¿Dónde te veré?
—¿Dónde no lo harás?
En lugar de pronunciar su siguiente pregunta, Borlsover la escribió.
—¿Qué hora es?
Los dedos soltaron el lápiz y se movieron tres o cuatro veces por el papel. Luego, tomando el lápiz, escribieron:
—Diez minutos para las cuatro. Guarda tu libro, Eustace. Adrian no debe encontrarnos trabajando en este tipo de cosas. No sabe qué hacer con eso, y no permitiré que lo molesten. Au revoir.
Adrian Borlsover se despertó sobresaltado.
—He estado soñando de nuevo —dijo—. Qué extraños sueños de ciudades y pueblos olvidados. Estabas mezclado en este, Eustace, aunque no puedo recordar cómo. Quiero advertirte. No andes por caminos dudosos. Elige bien a tus amigos. Tu pobre abuelo…
Un ataque de tos puso fin a lo que decía, pero Eustace vio que la mano seguía escribiendo. Consiguió pasar desapercibido para sacar el libro.
—Encenderé el gas —dijo—, y llamaré para el té.
Del otro lado de la cortina de la cama vio las últimas frases que habían sido escritas.
—Es demasiado tarde, Adrian —leyó—. Ya somos amigos, ¿verdad, Eustace Borlsover?
Al día siguiente Eustace se fue. Su tío parecía enfermo cuando se despidió, y el anciano habló abatido del fracaso que había sido su vida.
—¡Tonterías, tío! —dijo su sobrino—. Has superado tus dificultades de una manera que nadie entre cien mil lo habría hecho. Todos se maravillan de tu espléndida perseverancia al enseñar a tu mano a tomar el lugar de tu vista perdida. Para mí ha sido una revelación de las posibilidades de educación.
—Educación —dijo su tío soñadoramente, como si la palabra hubiera iniciado un nuevo tren de pensamiento—, la educación es buena siempre que sepas a quién y con qué propósito la das. Pero con las clases inferiores de hombres, la base y espíritus más sórdidos, tengo serias dudas en cuanto a sus resultados. Bueno, adiós, Eustace, puede que no te vuelva a ver. Eres un verdadero Borlsover, con todos los defectos de nuestra familia. Cásate. Cásate con alguna mujer buena, sensata. Y si por casualidad no te vuelvo a ver, mi testamento está en posesión de mi abogado. No te he dejado ningún legado, porque sé que estás bien provisto, pero pensé que te gustaría tener mi libros. Ah, y hay otra cosa más. Ya sabes, antes del final la gente a menudo pierde el control de sí misma y hace peticiones absurdas. No me hagas caso, Eustace. ¡Adiós!
Y le tendió la mano. Eustace la tomó. Permaneció en ella una fracción de segundo más de lo que esperaba, y lo atrapó con una virilidad sorprendente. Había, también, en su toque, una sutil sensación de intimidad.
—No digas eso, tío. Te veré vivo y bien durante muchos años por venir.
Dos meses después Adrian Borlsover murió.
Eustace Borlsover estaba en Nápoles en ese momento. Leyó el aviso del obituario en el Morning Post el día anunciado para el funeral.
—¡Pobre viejo! —dijo—. Me pregunto dónde encontraré sitio para todos sus libros.
La pregunta volvió a ocurrírsele con mayor fuerza cuando, tres días después, se encontró de pie en la biblioteca de Borlsover Conyers, una enorme sala construida para el uso, y no para la belleza, en el año de Waterloo, por un Borlsover que era un ferviente admirador de el gran Napoleón. Estaba dispuesta según el plano de muchas bibliotecas universitarias, con estanterías altas y salientes que formaban profundos recovecos de polvoriento silencio, tumbas adecuadas para los viejos odios de controversias olvidadas. Al final de la habitación, detrás del busto de un desconocido teólogo del siglo XVIII, una fea escalera de hierro en forma de sacacorchos conducía a una galería repleta de estanterías. Casi todos los estantes estaban llenos.
—Debo hablar con Saunders al respecto —dijo Eustace—. Supongo que será necesario equipar la sala de billar con estanterías para libros.
Esa noche los dos hombres se encontraron por primera vez después de muchas semanas.
—¡Hola! —dijo Eustace, de pie frente al fuego con las manos en los bolsillos—. ¿Cómo va el mundo, Saunders? ¿Por qué esta ropa?
Él mismo vestía una vieja chaqueta de tiro. No creía en el duelo, como le había dicho a su tío en su última visita; y aunque normalmente le gustaban las corbatas de colores discretos, esta noche llevaba una de un feo rojo, para escandalizar a Morton, el mayordomo, y hacer que discutieran todo el asunto del luto por sí mismos en la sala de servicio. Eustace era un verdadero Borlsover.
—El mundo —dijo Saunders—, va igual que siempre, condenadamente lento. Los trajes de gala se explican por una invitación del Capitán Lockwood al bridge.
—¿Cómo vas a llegar allá?
—Le he dicho a su cochero que me lleve. ¿Alguna objeción?
—¡Oh, Dios mío, no! Hemos estado de acuerdo durante demasiados años como para plantear objeciones a esta hora del día.
—Encontrará su correspondencia en la biblioteca —continuó Saunders—. Me he ocupado de la mayor parte. Hay algunas cartas privadas que no he abierto. También hay una caja con una rata, o algo así, que llegó por el correo vespertino. Es muy probable que sea un albino de seis dedos. No miré porque no quería estropear mis cosas, pero debo deducir por la forma en que salta que tiene bastante hambre.
—Oh, me ocuparé de ello —dijo Eustace—, mientras usted y el Capitán ganan un centavo honesto.
Terminada la cena y Saunders desaparecido, Eustace fue a la biblioteca. Aunque el fuego estaba encendido, la habitación no estaba nada alegre.
—Tendremos todas las luces encendidas de todos modos —dijo, mientras giraba los interruptores—. Y, Morton —añadió, cuando el mayordomo trajo el café—, tráeme un destornillador o algo para deshacer esta caja. Sea lo que sea el animal, está dando patadas. ¿Qué pasa?
—Por favor, señor, cuando el cartero lo trajo, me dijo que habían perforado los agujeros en la tapa en la oficina de correos. Pero no había agujeros, señor. Eso es todo, señor.
—Es un descuido culposo por parte del hombre, quienquiera que haya sido —dijo Eustace, mientras quitaba los tornillos—, empacar un animal como este en una caja de madera sin medios para que entre aire. ¡Malditos sean! Ahora supongo que tendré que conseguir una jaula yo mismo.
Colocó un pesado libro sobre la tapa a la que le habían quitado los tornillos y entró en la sala de billar. Cuando volvió a la biblioteca con una jaula vacía en la mano, oyó el sonido de algo que caía y luego se deslizaba por el suelo.
—La bestia se ha escapado. ¡Cómo diablos voy a encontrarla de nuevo en esta biblioteca!
Buscarla realmente parecía desesperado. Intentó seguir el sonido del correteo en uno de los huecos donde el animal parecía correr detrás de los libros de las estanterías, pero fue imposible localizarlo. Eustace resolvió seguir leyendo tranquilamente. Es muy probable que el animal gane confianza y se muestre.
Saunders parecía haberse ocupado de la mayor parte de la correspondencia con su habitual método. Todavía quedaban las cartas privadas.
—¿Qué fue eso?
Dos clics agudos y las luces de los horribles candelabros que colgaban del techo se apagaron de repente.
—Me pregunto si algo anda mal con el fusible —dijo Eustace, mientras se dirigía a los interruptores junto a la puerta.
Luego se detuvo. Hubo un ruido en el otro extremo de la habitación, como si algo estuviera subiendo por la escalera de hierro en forma de sacacorchos.
—Si ha ido a la galería —dijo—, perfecto.
Rápidamente encendió las luces, cruzó la habitación y subió las escaleras. Pero no pudo ver nada. Su abuelo había colocado una puertecita en lo alto de la escalera para que los niños pudieran correr arriba sin temor a accidentes. Eustace la cerró y, habiendo reducido considerablemente el círculo de su búsqueda, volvió a su escritorio junto al fuego.
¡Qué lúgubre estaba la biblioteca! No había sensación de intimidad. Los pocos bustos que un Borlsover del siglo XVIII había traído de la gran gira podrían haber estado en la antigua biblioteca. Aquí parecían fuera de lugar. Hacían que la habitación se sintiera fría, a pesar de las pesadas cortinas de damasco rojo y las grandes cornisas doradas.
Con estrépito, dos pesados libros cayeron de la galería al suelo; luego otro y otro más.
—Muy bien, ¡te morirás de hambre por esto, mi belleza! —dijo—. Haremos algunos pequeños experimentos sobre el metabolismo de las ratas privadas de agua. ¡Adelante! ¡Tíralos!
Volvió una vez más a su correspondencia. La carta era del abogado de la familia. Hablaba de la muerte de su tío y de la valiosa colección de libros que le habían quedado en el testamento.
«Hubo una solicitud —leyó—, que ciertamente me sorprendió. Como sabes, el señor Adrian Borlsover dejó instrucciones de que su cuerpo fuera enterrado de la manera más simple posible en Eastbourne. Expresó su deseo de que no hubiera coronas ni flores de ningún tipo, y esperaba que sus amigos y familiares no consideraran necesario llevar luto. El día antes de su muerte recibimos una carta cancelando estas instrucciones. Ahora deseaba que su cuerpo fuera embalsamado (nos dio la dirección del hombre que íbamos a emplear: Pennifer, Ludgate Hill), con órdenes de que le enviáramos su mano derecha, afirmando que era por su pedido especial. Los demás arreglos en cuanto al funeral permanecieron inalterados.»
—¡Buen Señor! —dijo Eustace—. ¿En qué diablos estaba pensando el viejo? ¿Qué quería lograr con todo esto?
Alguien estaba en la galería. Alguien había tirado de la cuerda atada a una de las persianas y se había enrollado con un chasquido. Alguien debía de estar paseando por la galería porque una tras otra las persianas se levantaron dejando entrar la luz de la luna.
—Aún no he llegado al fondo de esto —dijo Eustace—, pero lo haré antes de que la noche sea mucho más vieja —y subió corriendo la escalera en espiral.
Acababa de llegar a la cima cuando las luces se apagaron por segunda vez, y escuchó de nuevo el correteo por el suelo. Rápidamente se deslizó de puntillas en la tenue luz de la luna en la dirección del ruido, palpando mientras buscaba uno de los interruptores. Sus dedos tocaron por fin la perilla de metal. Encendió la luz eléctrica.
A unos diez metros delante de él, arrastrándose por el suelo, estaba la mano de un hombre.
Eustace la miró con total asombro. Se movía rápidamente, a la manera de una oruga geómetra, los dedos encorvados un momento, aplanados al siguiente; el pulgar parecía dar un movimiento de cangrejo al conjunto. Mientras miraba, demasiado sorprendido para moverse, la mano desapareció por una esquina. Eustace corrió hacia adelante. Ya no la vio, pero pudo escucharla mientras se abría paso detrás de los libros en uno de los estantes.
Un volumen pesado había sido desplazado. Había un hueco en la fila de libros por donde había entrado. Temeroso de que se le escapara de nuevo, agarró el primer libro que le llegó a la mano y lo metió en el agujero. Luego, vació dos estantes de su contenido, tomó las tablas de madera y las apoyó en el frente para hacer que su barrera fuera doblemente segura.
—Ojalá Saunders estuviera de vuelta —dijo—; uno no puede abordar este tipo de cosas solo.
Eran más de las once y parecía poco probable que Saunders regresara antes de las doce. No se atrevió a dejar el estante sin vigilancia, ni siquiera a correr escaleras abajo para tocar el timbre. Morton, el mayordomo, solía venir alrededor de las once para asegurarse de que las ventanas estuvieran cerradas, pero era posible que no viniera. Eustace estaba completamente desconcertado. Por fin oyó pasos abajo.
—¡Morton! —gritó— ¡Morton!
—¿Señor?
—¿Ha vuelto ya el señor Saunders?
—Todavía no, señor.
—Bueno, tráeme un poco de brandy y date prisa. Estoy aquí en la galería, idiota.
Unos minutos después:
—Gracias —dijo Eustace, mientras vaciaba el vaso—. No te vayas a la cama todavía, Morton. Hay muchos libros que se han caído por accidente; vuelve a colocarlos en sus estantes.
Morton nunca había visto a Borlsover tan hablador como aquella noche.
—Toma —dijo Eustace, cuando los libros hubieron sido guardados y limpiados—, podrías sostenerme estas tablas, Morton. Esa bestia en la caja se escapó y la he estado persiguiendo por todos lados.
—Creo que puedo escucharla mordisqueando los libros, señor. Espero que no sean valiosos… Creo que ese es el carruaje, señor; iré a llamar al señor Saunders.
A Eustace le pareció que estuvo fuera durante cinco minutos, pero difícilmente pudo haber sido más de uno cuando regresó con Saunders.
—Muy bien, Morton, puedes irte ahora. Estoy aquí arriba, Saunders.
—¿Qué es toda esta fila? —preguntó Saunders, mientras se echaba hacia delante con las manos en los bolsillos. La suerte había estado con él toda la noche. Estaba completamente satisfecho, tanto consigo mismo como con el gusto por los vinos del Capitán Lockwood—. ¿Qué pasa? Pareces estar en un absoluto estado de ánimo.
—Ese viejo diablo de mi tío —comenzó Eustace—, oh, no puedo explicarlo todo. Es su mano la que ha estado jugando con el viejo Harry toda la noche. Pero la tengo acorralada detrás de estos libros. Tienes que ayudarme a atraparla.
—¿Qué pasa contigo, Eustace? ¿Cuál es el juego?
—¡No es un juego, tonto idiota! Si no me crees, toma uno de esos libros, mete la mano y siente.
—Está bien —dijo Saunders; pero espera a que me haya subido la manga—. Hay polvo acumulado de siglos.
Se quitó el abrigo, se arrodilló y pasó el brazo por el estante.
—Hay algo allí, lo admito —dijo—. Tiene una forma rara y achaparrada, sea lo que sea, y muerde como un cangrejo. ¡Ah, no, no lo harás! —sacó su mano en un instante—. Mete un libro rápidamente. Ahora no puede salir.
—¿Qué era? —preguntó Eustace.
—Era algo que tenía muchas ganas de atraparme. Sentí lo que parecía ser un pulgar y un índice. Dame un poco de brandy.
—¿Cómo vamos a sacarlo de ahí?
—¿Qué tal una red?
—No. Es demasiado rápido. Te lo digo, Saunders, puede cubrir el suelo mucho más rápido de lo que puedo caminar. Pero creo que veo cómo podemos manejarlo. Los dos libros al final del estante son grandes, esos que están contra la pared. Los otros son muy delgados. Sacaré uno a la vez, y deslizarás el resto hasta que lo tengamos aplastado entre los dos extremos.
Ciertamente parecía ser el mejor plan. Uno por uno, mientras sacaban los libros, el espacio detrás se hizo cada vez más pequeño. Había algo en él que ciertamente estaba muy vivo. Una vez vieron unos dedos presionando hacia afuera en busca de una vía de escape. Por fin lo tenían presionado entre los dos grandes libros.
—Hay músculo allí, si no hay carne y sangre —dijo Saunders, mientras los mantenía unidos—. Parece ser una mano bastante derecha, también. Supongo que esto es una especie de alucinación infecciosa. He leído sobre casos así antes.
—¡Alucinación infecciosa! —dijo Eustace, con el rostro blanco de ira—. Sujétala. La devolveremos a la caja.
No fue del todo fácil, pero al fin tuvieron éxito.
—Pon los tornillo —dijo Eustace—, no correremos ningún riesgo. Pon la caja en este viejo escritorio mío. Aquí está la llave. Gracias a Dios, no hay nada malo con la cerradura.
—Una velada bastante animada —dijo Saunders—. Ahora escuchemos más sobre tu tío.
Se sentaron juntos hasta la madrugada. Saunders no tenía ganas de dormir. Eustace intentaba explicar y olvidar: ocultarse un miedo que nunca antes había sentido: el miedo de caminar solo por el largo pasillo hasta su dormitorio.
—Sea lo que sea —le dijo Eustace a Saunders a la mañana siguiente—, propongo que dejemos el tema. No hay nada que nos retenga aquí durante los próximos diez días. Iremos a los lagos y escalaremos un poco.
—Y no ver a nadie en todo el día, y estar aburridos el uno con el otro todas las noches. Paso, gracias. ¿Por qué no vas a la ciudad? Contrólate, Eustace, y echemos otro vistazo a la mano.
—Como quieras —dijo Eustace—; ahí está la llave.
Fueron a la biblioteca y abrieron el escritorio. La caja estaba como la habían dejado la noche anterior.
—¿Qué estás esperando? —preguntó Eustace.
—Estoy esperando a que te ofrezcas como voluntario para abrir la tapa. Sin embargo, dado que pareces hacerte el tonto, permíteme. No parece probable que haya ningún alboroto esta mañana, en todo caso.
Abrió la tapa y sacó la mano.
—¿Está fría? —preguntó Eustace.
—Tibia. Un poco por debajo del calor de la sangre al tacto. Suave y flexible también. Si está embalsamada, es una especie de embalsamamiento que nunca había visto antes. ¿Es la mano de tu tío?
—Oh, sí, lo es —dijo Eustace—. Podría reconocer esos dedos largos y delgados en cualquier parte. Colócala de nuevo en la caja, Saunders. No te preocupes por los tornillos. Vamos a la ciudad durante una semana. Si salimos poco después del almuerzo deberíamos estar en Grantham o Stamford por la noche.
—Correcto —dijo Saunders—; y mañana... Oh, bueno, mañana nos habremos olvidado por completo de esta cosa bestial.
Si bien cuando llegó la mañana no lo habían olvidado, al final de la semana pudieron contar una historia de fantasmas muy vívida en la pequeña cena que Eustace ofreció en Hallow.
—¿No quiere que creamos que es verdad, señor Borlsover? ¡Qué perfectamente horrible!
—Haré mi juramento al respecto, y Saunders también lo haría aquí, ¿no es así, viejo amigo?
—Todos los juramentos que hagan falta —dijo Saunders—. Era una mano larga y delgada, ya sabes, y me agarró así.
—¡No lo haga, señor Saunders! ¡No lo haga! ¡Qué perfectamente horrible! Ahora cuéntenos otra historia, hágalo. ¡Una realmente espeluznante, por favor!
—¡Aquí hay un buen lío! —dijo Eustace al día siguiente mientras arrojaba una carta sobre la mesa a Saunders—. Sin embargo, es asunto suyo. La señora Merrit, según tengo entendido, avisa con un mes de antelación.
—Oh, eso es bastante absurdo por parte de la Sra. Merrit —respondió Saunders—. Ella no sabe de qué está hablando. Veamos qué dice.
«Estimado señor —leyó—, esto es para informarle que debo avisarle con un mes de anticipación a partir del martes 13. Durante mucho tiempo sentí que el lugar era demasiado grande para mí, pero cuando Jane Parfit y Emma Laidlaw se fueron con apenas un por favor, después de asustar a las otras chicas para que no puedan salir solas de una habitación o bajar solas las escaleras por miedo a pisar sapos congelados o escuchar pasos por los pasillos por la noche, todo lo que puedo decir es que no es lugar para mí. Así que debo pedirle, señor Borlsover, señor, que encuentre una nueva ama de llaves que no tenga objeciones a las grandes y solitarias las casas, que algunas personas dicen, no es que yo les crea ni por un minuto, mi pobre madre siempre ha sido wesleyana, que están embrujadas.»
P. D.: le agradecería que presentara mis respetos al señor Saunders. Espero que no corra ningún riesgo con su resfriado.
—Saunders —dijo Eustace—, siempre ha tenido una manera maravillosa de tratar con los sirvientes. No debe dejar ir a la pobre Merrit.
—Por supuesto que no se irá —dijo Saunders —. Probablemente sólo esté buscando un aumento de sueldo. Le escribiré esta mañana.
—No; no hay nada como una entrevista personal. Ya hemos tenido suficiente de la ciudad. Volveremos mañana, y debes trabajar tu resfriado. No olvides que está en el pecho, y requerirá semanas de alimentación y cuidados.
—Está bien. Creo que puedo manejar a la señora Merrit.
Pero la señora Merrit era más obstinada de lo que había pensado. Lamentó mucho oír hablar del resfriado del señor Saunders y de cómo pasó toda la noche despierto tosiendo en Londres; de verdad. Con mucho gusto le cambiaría la habitación y ventilaría la habitación sur. Pero lamentaba tener que irse.
—Prueba con un aumento de sueldo —fue el consejo de Eustace.
No sirvió. La señora Merrit se mostró obstinada, aunque conocía a una señora Handyside que había sido ama de llaves de lord Gargrave, que podría estar encantada de venir con el salario mencionado.
—¿Qué les pasa a los sirvientes, Morton? —preguntó Eustace aquella noche cuando llevó el café a la biblioteca—. ¿Qué es todo eso de que la señora Merrit quiere irse?
—Por favor, señor, iba a mencionarlo yo mismo. Tengo una confesión que hacerle, señor. Cuando encontré su nota pidiéndome que abriera ese escritorio y sacara la caja con la rata, rompí la cerradura como usted me dijo, y me alegró hacerlo, porque podía escuchar al animal en la caja haciendo un gran ruido, y pensé que quería comida. Así que saqué la caja, señor, y conseguí una jaula, e iba a transferirlo cuando el animal se escapó.
—¿De qué diablos estás hablando? Nunca escribí una nota así.
—Disculpe, señor, fue la nota que recogí aquí en el piso el día que usted y el señor Saunders se fueron. La tengo en mi bolsillo.
Ciertamente parecía estar escrita a mano por Eustace, a lápiz y comenzaba algo abruptamente.
—Toma un martillo, Morton —leyó—, o alguna otra herramienta, y abre la cerradura del viejo escritorio de la biblioteca. Saca la caja que está adentro. No necesitas hacer nada más. La tapa ya está abierta. Eustace Borlsover.
—¿Y abriste el escritorio?
—Sí, señor; y cuando estaba preparando la jaula, el animal saltó.
—¿Qué animal?
—El animal dentro de la caja, señor.
—¿Cómo se veía?
—Bueno, señor, no podría decírselo —dijo Morton con nerviosismo—. Estaba de espaldas y en la mitad de la habitación.
—¿Cuál era su color? —preguntó Saunders—; ¿negro?
—Oh, no, señor, era blanco grisáceo. Se arrastró de una manera muy rara, señor. No creo que tuviera cola.
—¿Entonces qué hiciste?
—Traté de atraparlo, pero fue inútil. Así que puse trampas para ratas y mantuve la biblioteca cerrada. Luego, esa chica, Emma Laidlaw, dejó la puerta abierta cuando estaba limpiando, y creo que debe haberse escapado.
—¿Y crees que fue el animal el que ha estado asustando a las sirvientas?
—Bueno, no, señor, no del todo. Dijeron que era, disculpe, señor, una mano lo que vieron. Emma la pisó una vez al pie de las escaleras. Entonces pensó que era un sapo, solo que blanco. Y luego Parfit estaba lavando los platos en el fregadero. No estaba pensando en nada en particular. Era cerca del anochecer. Sacó las manos del agua y se las estaba secando distraídamente cuando descubrió que también estaba secando la mano de otra persona, solo que más fría que la suya.
—¡Qué absurdo! —exclamó Saunders.
—Exacto, señor; eso es lo que le dije; pero no pudimos hacer que se detuviera.
—¿No crees todo esto? —dijo Eustace, volviéndose repentinamente hacia el mayordomo.
—¿Yo, señor? ¡Oh, no, señor! No he visto nada.
—¿Ni escuchaste nada?
—Bueno, señor, si quiere saberlo, las campanas suenan a horas extrañas, y no hay nadie allí cuando vamos; y cuando damos la vuelta para correr las persianas, la mayoría de las veces alguien ha estado allí antes que nosotros. Pero como le dije a la señora Merrit, un mono joven podría hacer cosas maravillosas, y todos sabemos que el señor Borlsover ha tenido algunos animales extraños por el lugar.
—Muy bien, Morton, eso servirá.
—¿Qué piensas? —preguntó Saunders cuando estuvieron solos—. Me refiero a la carta que dijo que escribiste.
—Oh, eso es bastante simple —dijo Eustace—. ¿Ves el papel en el que está escrito? Dejé de usarlo hace años, pero quedaban algunas hojas y sobres en el viejo escritorio. Nunca cerramos la tapa de la caja antes de cerrarla. La mano salió, encontró un lápiz, escribió esta nota y la empujó a través de una grieta en el suelo donde Morton la encontró. Eso es claro como la luz del día.
—¿Pero la mano puede escribir?
—¿No podría? No lo has visto hacer las cosas que yo he visto —y le contó a Saunders más de lo que había sucedido en Eastbourne.
—Bueno —dijo Saunders—, en ese caso tenemos al menos una explicación del legado. Fue la mano la que escribió, sin que tu tío lo supiera, esa carta a su abogado. Tu tío no tuvo más que ver con esa solicitud que yo. De hecho, parecería que él tenía alguna idea de esta escritura automática, y le temía.
—Entonces, si no es mi tío, ¿qué es?
—Supongo que algunas personas podrían decir que un espíritu incorpóreo hizo que tu tío lo educara y preparara un cuerpecito para él. Ahora se metió en ese cuerpecito y se fue solo.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer?
—Mantendremos los ojos abiertos —dijo Saunders—, e intentaremos atraparlo. Si no podemos hacer eso, tendremos que esperar hasta que el mecanismo de relojería se acabe. Después de todo, si es de carne y hueso, no puede vivir para siempre.
Durante dos días no pasó nada. Entonces Saunders lo vio deslizarse por el pasillo. Lo tomó por sorpresa y perdió un segundo antes de comenzar a perseguirlo, solo para descubrir que la cosa se le había escapado. Tres días después, Eustace, escribiendo solo en la biblioteca por la noche, lo vio sentado sobre un libro abierto en el otro extremo de la habitación. Los dedos se deslizaron sobre la página, sintiendo la letra como si estuviera leyendo; pero antes de que tuviera tiempo de levantarse, había dado la alarma y estaba subiendo las cortinas. Eustace lo observó sombríamente mientras colgaba de la cornisa con tres dedos, agitando el pulgar y el índice en una expresión de burla desdeñosa.
—Sé lo que haré —dijo—. Si logro sacarlo a la intemperie los perros pueden atraparlo.
Habló con Saunders sobre esto.
—Es una muy buena idea —dijo—. Pero no hace falta hacerlo afuera. Están los dos terriers y el perro mestizo irlandés del cuidador que se dedica a las ratas como un relámpago.
Trajeron los perros a la casa, y el mestizo irlandés del cuidador mordió las pantuflas, y los terriers hicieron tropezar a Morton mientras servía la mesa; pero los tres eran bienvenidos. Incluso la falsa seguridad era mejor que ninguna seguridad en absoluto.
Durante quince días no pasó nada. Entonces la mano fue atrapada, no por los perros, sino por el loro gris de la señora Merrit. El pájaro tenía la costumbre de quitar periódicamente los alfileres que mantenían en su lugar las latas de semillas y agua, y de escapar por los agujeros en el costado de la jaula. Una vez en libertad, Peter no mostraba ninguna inclinación por regresar y, a menudo, andaba por la casa durante días. Ahora, después de seis semanas consecutivas de cautiverio, Peter había vuelto a descubrir un nuevo medio para desatar los cerrojos y andaba suelto, explorando los bosques tapizados de las cortinas y cantando canciones de alabanza a la libertad.
—No sirve de nada que trates de atraparlo —le dijo Eustace a la señora Merrit, cuando ella entró en el estudio una tarde con una escalera—. Será mucho mejor que dejes a Peter en paz. Cuando tenga hambre, se redirá, señora Merrit, y no dejes plátanos y semillas para que los. Tienes un corazón demasiado blando.
—Bueno, señor, veo que ahora está fuera de su alcance en ese riel para cuadros, así que si no le importa cerrar la puerta, señor, cuando salga de la habitación, traeré su jaula esta noche y pondré un poco de carne adentro. Le gusta mucho la carne, aunque eso hace que se saque las plumas para chupar las púas. Dicen que si cocinas...
—No se preocupe, señora Merrit —dijo Eustace, que estaba ocupado escribiendo—. Eso será suficiente, mantendré un ojo en el pájaro.
Hubo un silencio en la habitación, ininterrumpido excepto por el susurro continuo de sus plumas.
—Rasca al pobre Peter —dijo el pájaro—. ¡Rasca al pobre viejo Peter!
—¡Cállate, pájaro!
—¡Pobre viejo Peter! Rasca al pobre Peter, hazlo.
—Es más probable que te retuerza el cuello si te agarro.
Levantó la vista hacia el riel del cuadro y allí estaba la mano que sostenía un gancho con tres dedos y rascaba lentamente la cabeza del loro con el cuarto. Eustace corrió hacia la campana y la apretó con fuerza; luego fue hacia la ventana, que cerró de golpe. Asustado por el ruido, el loro agitó las alas preparándose para el vuelo, y al hacerlo los dedos de la mano lo agarraron por la garganta. Se oyó un grito agudo de Peter mientras revoloteaba por la habitación, dando vueltas en círculos que nunca descendían, hundido bajo el peso que se aferraba a él. El ave descendió por fin, y Eustace vio que los dedos y las plumas formaban una masa inextricable en el suelo. La lucha cesó abruptamente cuando el índice y el pulgar apretaron el cuello; los ojos del ave se pusieron en blanco, y hubo un gorgoteo débil, medio ahogado. Pero antes de que los dedos tuvieran tiempo de soltarse, Eustace los tenía en los suyos.
—Llama al señor Saunders —le dijo a la criada que vino en respuesta a la campana—. Dile que lo quiero de inmediato.
Luego fue con la mano al fuego. Había un corte irregular en el dorso donde el pico del pájaro lo había desgarrado, pero no manaba sangre de la herida. Notó con disgusto que las uñas habían crecido largas y descoloridas.
—Voy a quemar esta cosa bestial —dijo.
Pero no pudo. Intentó arrojarlo a las llamas, pero sus propias manos, como refrenadas por algún viejo sentimiento primitivo, no se lo permitieron. Y así Saunders lo encontró pálido e indeciso, con la mano aún apretada entre sus dedos.
—Lo tengo por fin —dijo en un tono de triunfo.
—Bien, echemos un vistazo.
—No. Primero consígueme algunos clavos, un martillo y una tabla de algún tipo.
—¿Puedes sostenerlo bien?
—Sí, la cosa está bastante floja; cansada de estrangular al pobre Peter, diría yo.
—Y ahora —dijo Saunders cuando regresó con las cosas—, ¿qué vamos a hacer?
—Ponle un clavo primero, para que no se escape; luego podemos tomarnos nuestro tiempo para examinarlo.
—Hazlo tú mismo —dijo Saunders—. No me importa ayudarte con los conejillos de indias cuando hay algo que aprender; en parte porque no temo la venganza de un conejillo de indias. Esto es diferente.
—Está bien, miserable mofeta. No olvidaré la forma en que me apoyaste.
Tomó un clavo y, antes de que Saunders se diera cuenta de lo que estaba haciendo, lo clavó en la mano profundamente en la tabla.
—Oh —se rió histéricamente—, míralo ahora —porque la mano se retorcía en contorsiones agonizantes, como un gusano sobre el anzuelo.
—Bueno —dijo Saunders—, ya lo has hecho. Te dejaré examinarlo.
—No te vayas, en nombre del cielo. ¡Cúbrelo, hombre, cúbrelo con un trapo! ¡Aquí! —y arrancó el antimacasar del respaldo de una silla y envolvió la tabla en él—. Ahora saca las llaves de mi bolsillo y abre la caja fuerte. Tira las otras cosas. ¡Oh, Dios, se está haciendo un nudo espantoso! ¡y ábrelo rápido!
Tiró la cosa y golpeó la puerta.
—Lo mantendremos allí hasta que muera —dijo—. Que me queme en el infierno si alguna vez vuelvo a abrir esa caja fuerte.
La señora Merrit partió a fin de mes. Su sucesora ciertamente tuvo más éxito en la gestión de los sirvientes. Al principio de su gobierno, declaró que no soportaría tonterías, y los chismes pronto se marchitaron y murieron. Eustace Borlsover volvió a su antigua forma de vida. Los viejos hábitos se deslizaron y cubrieron su nueva experiencia. En todo caso, era menos malhumorado y mostraba una mayor inclinación a tomar su parte natural en la sociedad del campo.
—No me sorprendería si se casa uno de estos días —dijo Saunders—. Bueno, no tengo prisa por un evento así. Conozco a Eustace demasiado bien como para gustarle a la futura señora Borlsover. Volverá a ser la misma vieja historia: una larga amistad hecha lentamente, el matrimonio, y una larga amistad rápidamente olvidada.
Pero Eustace Borlsover no siguió el consejo de su tío y se casó. La cocina, bajo la dirección de la señora Handyside, también fue excelente, y ella también parecía tener una facultad celestial para saber cuándo dejar de quitar el polvo.
Poco a poco la vieja vida recobró su antiguo poder. Luego vino el robo. Los hombres, se dijo, irrumpieron en la casa por el conservatorio. En realidad, fue poco más que un intento, ya que solo lograron llevarse algunos platos de la despensa. La caja fuerte del estudio ciertamente se encontró abierta y vacía, pero, como el señor Borlsover informó al inspector de policía, no había guardado nada de valor en ella durante los últimos seis meses.
—Entonces ha tenido suerte, señor —respondió el hombre—. Por la forma en que se han ocupado de sus asuntos, debo decir que eran ladrones experimentados.
—Sí —dijo Eustace—, supongo que tuve suerte.
—No tengo ninguna duda —dijo el inspector— de que podremos localizar a los hombres. He dicho que deben haber sido expertos en el juego. La forma en que entraron y abrieron la caja fuerte lo demuestra. Pero hay una pequeña cosa que me desconcierta. Uno de ellos fue lo suficientemente descuidado como para no usar guantes. He trazado las marcas de sus dedos en el barniz nuevo de la ventana.
—¿Mano derecha, izquierda, o ambas? —preguntó Eustace.
—Oh, eso es lo curioso. Debe haber sido un tipo temerario, y más bien creo que fue él quien escribió esto —sacó una hoja de papel de su bolsillo—: «Me he ido, Eustace Borlsover, pero volveré pronto». Algún pájaro de la cárcel se acaba de escapar, supongo. Nos será más fácil seguirle la pista. ¿Conoce la caligrafía, señor?
—No —dijo Eustace—. No es la letra de nadie que yo conozca.
—No me quedaré aquí por más tiempo —le dijo Eustace a Saunders durante el almuerzo—. Me ha ido mucho mejor durante los últimos seis meses de lo que esperaba, pero no voy a correr el riesgo de volver a ver esa cosa. Iré a la ciudad esta tarde. Dile a Morton que arregle mis cosas. , Únete a mí con el coche en Brighton pasado mañana. Y trae las pruebas de esos dos papeles con usted. Los examinaremos juntos.
—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?
—No puedo decirlo con certeza, pero prepárate para quedarte por algún tiempo. Hemos trabajado muy de cerca durante el verano y, por mi parte, necesito unas vacaciones. Contrataré las habitaciones en Brighton. Creo que lo mejor es interrumpir el viaje en Hitchin. Le enviaré un telegrama al Crown para decirle la dirección de Brighton.
La casa que eligió en Brighton estaba en una terraza. Había estado allí antes. La conservaba su viejo gitano de la universidad, un hombre de discreto silencio, admirablemente acompañado por un excelente cocinero. Las habitaciones estaban en el primer piso. Los dos dormitorios estaban en la parte de atrás y se abrían uno al otro.
—Saunders puede quedarse con el más pequeño, aunque es el único con chimenea —dijo—. Me quedo con el más grand, ya que tiene un baño contiguo. Me pregunto a qué hora llegará con el coche.
Saunders llegó alrededor de las siete, frío, enojado y sucio.
—Encenderemos el fuego en el comedor —dijo Eustace— y pediremos a Prince que desempaque algunas de las cosas mientras cenamos. ¿Cómo estaban los caminos?
—Nadando en lodo, y un viento frío bestial contra nosotros todo el día. Y esto es julio. ¡Querida vieja Inglaterra!
—Sí —dijo Eustace—, sería bueno dejar la querida y vieja Inglaterra durante unos meses.
Se acostaron poco después de las doce.
—No deberías sentir frío, Saunders —dijo Eustace—, cuando puedes permitirte el lujo de lucir un gran abrigo forrado de piel como este. Mira esos guantes, por ejemplo. ¿Quién podría sentir frío al usarlos?
—Son demasiado gruesos para conducir. Pruébalos y verás —los arrojó a través de la puerta sobre la cama de Eustace, y continuó con su desempaque.
Un minuto después escuchó un agudo grito de terror.
—¡Oh, Dios mío —escuchó—, ¡está en el guante! ¡Rápido, Saunders, rápido!
Luego vino un ruido sordo. Eustace se lo había arrojado.
—Lo tiré al baño —jadeó—, golpeó la pared y cayó dentro de la bañera. Ven ahora si quieres ayudar.
Saunders, con una vela encendida en la mano, miró por encima del borde de la bañera. Allí estaba, viejo y mutilado, mudo y ciego, con un agujero irregular en el medio, arrastrándose, tambaleándose, tratando de trepar por los lados resbaladizos solo para caer indefenso.
—Quédate ahí —dijo Saunders—. Vaciaré una caja de collares o algo así, y lo meteremos dentro. No puede salir mientras esté fuera.
—Sí, puede —gritó Eustace—. Se está saliendo ahora. Está trepando por la cadena. ¡No, bruto, bruto asqueroso, no lo harás! Vuelve, Saunders, se me está escapando. No puedo contenerlo; está todo resbaladizo. Maldición ¡su garra! ¡Cierra la ventana, idiota! La parte superior también, así como la inferior. ¡Imbécil! ¡Se ha escapado!
Se oyó el sonido de algo que caía sobre las duras losas de abajo y Eustace cayó hacia atrás desmayado.
Durante quince días estuvo enfermo.
—No sé qué hacer con eso —le dijo el médico a Saunders—. Sólo puedo suponer que el señor Borlsover ha sufrido una gran conmoción emocional. Será mejor que me deje enviar a alguien para que lo ayude a cuidarlo. Dejaría una luz encendida toda la noche si yo fuera usted. Debe tener más aire fresco. Es perfectamente absurdo este odio a las ventanas abiertas.
Eustace, sin embargo, no quería a nadie con él excepto a Saunders.
—No quiero a los otros hombres —dijo—. Los evitaría de alguna manera. Sé que lo haría.
—No te preocupes por eso, viejo amigo. Este tipo de cosas no pueden durar indefinidamente. Sabes que esta vez lo vi tan bien como tú. No estaba ni la mitad de activo. No seguirá viviendo mucho, especialmente después de esa caída. Tan pronto como estés un poco más fuerte, dejaremos este lugar; no con equipaje, sino solo con la ropa que llevamos puesta. Escaparemos de esa manera. No daremos ninguna dirección, y no haremos que nos envíen ningún paquete. ¡Ánimo, Eustace! Estarás lo suficientemente bien como para irte en un día o dos. El doctor dice que puedo sacarte en una silla mañana.
—¿Qué he hecho? —preguntó Eustace—. ¿Por qué viene a por mí? No soy peor que otros hombres. No soy peor que tú, Saunders; sabes que no lo soy. Fuiste tú quien estuvo en el fondo de ese sucio negocio en San Diego, y eso fue hace quince años.
—No es eso, por supuesto —dijo Saunders—. Estamos en el siglo XX, e incluso los párrocos han abandonado la idea de que tus viejos pecados te perseguirán. Antes de que atraparas la mano en la biblioteca, estaba llena de pura malevolencia, para ti y para toda la humanidad. Después de que la atravesaste con ese clavo, naturalmente, se olvidó de otras personas y concentró su atención en ti. Estuvo encerrado en la caja fuerte, ya sabes, durante casi seis meses. Eso da mucho tiempo para pensar en la venganza.
Eustace Borlsover no quería salir de su habitación, pero pensó que podría haber algo en la sugerencia de Saunders de salir de Brighton sin previo aviso. Rápidamente comenzó a recuperar su fuerza.
—Iremos el primero de septiembre —dijo.
La noche del 31 de agosto fue opresivamente cálida. Aunque al mediodía las ventanas estaban abiertas de par en par, se habían cerrado una hora antes del anochecer. Hacía tiempo que la señora Prince había dejado de asombrarse de los extraños hábitos de los caballeros del primer piso. Poco después de su llegada le habían dicho que descorriera las pesadas cortinas de las ventanas de los dos dormitorios, y día tras día las habitaciones parecían quedar más vacías. No quedó nada tirado.
—Al señor Borlsover no le gusta tener ningún lugar donde se pueda acumular suciedad —había dicho Saunders como excusa—. Le gusta ver todos los rincones de la habitación.
—¿No podría abrir la ventana un poco? —le dijo a Eustace esa noche—. Simplemente nos estamos asando aquí, ¿sabes?
—No, déjalo en paz. No somos un par de señoritas de internado recién salidas de un curso de conferencias sobre higiene. Saca el tablero de ajedrez.
Se sentaron y jugaron. A las diez en punto, la señora Prince llamó a la puerta con una nota.
—Lamento no haberlo traído antes —dijo—, pero se quedó en el buzón.
—Ábrela, Saunders.
Era una nota muy breve. No había dirección ni firma: «¿Estarán las once en punto de esta noche para nuestra última cita?»
—¿Qué dice? —preguntó Borlsover.
—Nada —dijo Saunders, y guardó el papel en su bolsillo—. Una carta de reclamación de un sastre; supongo que debe haberse enterado de nuestra partida.
Era una mentira astuta y Eustace no hizo más preguntas. Siguieron con su juego. Saunders podía oír el reloj del abuelo susurrando los segundos, soltando los cuartos de hora.
—¡Jaque! —dijo Eustace.
El reloj dio las once. Al mismo tiempo llamaron suavemente a la puerta; parecía provenir del panel inferior.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Eustace.
No hubo respuesta.
—Señora Prince, ¿es usted?
—Ella está arriba —dijo Saunders—. Puedo oírla caminar por la habitación.
—Entonces cierra la puerta con llave; échale también el cerrojo. Tu turno, Saunders.
Mientras Saunders se sentó con los ojos en el tablero de ajedrez, Eustace se acercó a la ventana y examinó los cierres. Hizo lo mismo en la habitación de Saunders y en el baño. No había puertas entre las tres habitaciones, o también las habría cerrado y bloqueado.
—Ahora, Saunders —dijo—, no te quedes toda la noche pensando. Ya he tenido tiempo de fumar un cigarrillo. Es malo hacer esperar a un inválido. Solo puedes hacer un movimiento… ¿Qué es eso?
—La hiedra golpeando. Ya está. Tu turno, Eustace.
—No fue la hiedra, idiota. Fue alguien golpeando la ventana —y subió la persiana.
En el lado exterior de la ventana, pegado al vidrio, estaba la mano.
—¿Qué es lo que está sosteniendo?
—Es una navaja de bolsillo. Intentará abrir la ventana empujando el cierre con la hoja.
—Bueno, déjalo intentarlo —dijo Eustace—. Esos sujetadores se atornillan; no se pueden abrir de esa manera. De todos modos, cerraremos las persianas. Es tu turno, Saunders. He jugado.
Pero a Saunders le resultó imposible fijar su atención en el juego. No podía entender a Eustace, que parecía haber perdido el miedo de repente.
—¿Has bebido? —preguntó—. Pareces estar tomando las cosas con calma, pero no me importa confesar que estoy en un bendito desánimo.
—No tienes por qué preocuparte. No hay nada sobrenatural en esa mano, Saunders. Me refiero a que parece estar gobernada por las leyes del tiempo y el espacio. No es el tipo de cosa que se desvanece en el aire o se desliza a través de puertas de roble. Y dado que es así, lo desafío a entrar aquí. Dejaremos el lugar por la mañana. Yo, por mi parte, he tocado fondo en las profundidades del miedo. ¡Llena tu vaso, hombre! Las ventanas están todas cerradas, la puerta está cerrada y ¡Bebe, hombre! ¿Qué estás esperando?
Saunders estaba de pie con la copa medio levantada.
—Puede entrar —dijo con voz ronca—. ¡Puede entrar! Lo hemos olvidado. Está la chimenea en mi dormitorio. Bajará por la chimenea.
—¡Rápido! —dijo Eustace, mientras corría a la otra habitación—. No tenemos un minuto que perder. ¿Qué podemos hacer? Enciende el fuego, Saunders. ¡Dame una cerilla, rápido!
—Deben estar en la otra habitación. Los buscaré.
—¡Date prisa, hombre, por el amor de Dios! ¡Mira en la biblioteca! ¡Mira en el baño! Ven, párate aquí. Yo buscaré.
—¡Rápido! —gritó Saunders—. ¡Puedo escuchar algo!
—Entonces mete una sábana de tu cama por la chimenea. Aquí hay una cerilla.
Por fin había encontrado una que se había deslizado por una grieta en el suelo.
—¿Está encendido el fuego? Bien, pero puede que no arda. Lo sé: el aceite de esa vieja lámpara de lectura y este algodón. Ahora la cerilla, ¡rápido! ¡Saca la sábana, tonto!
Hubo un gran rugido de la chimenea cuando las llamas se dispararon. Saunders se había retrasado una fracción de segundo con la sábana. El aceite le había caído encima. También estaba ardiendo.
—¡Todo el lugar estará en llamas! —exclamó Eustace, mientras trataba de apagar el fuego con una manta—. No puedo manejarlo. Debes abrir la puerta, Saunders, y buscar ayuda.
Saunders corrió hacia la puerta y tiró de los cerrojos. La llave estaba rígida en la cerradura.
—¡Apúrate! —gritó Eustace—. ¡Todo el lugar está en llamas!
La llave giró en la cerradura por fin. Durante medio segundo, Saunders se detuvo para mirar hacia atrás. Nunca pudo estar seguro de lo que vio, pero en ese momento pensó que algo negro y carbonizado se arrastraba lentamente, muy lentamente, desde la masa de llamas hacia Eustace Borlsover. Por un momento pensó en volver con su amigo, pero el ruido y el olor a quemado lo hicieron correr por el pasillo gritando:
—¡Fuego! ¡Fuego!
Corrió al teléfono para pedir ayuda, y luego volvió al baño (debería haberlo pensado antes) por agua. Cuando abrió de golpe la puerta del dormitorio, se oyó un grito de terror que cesó de repente, y luego el sonido de una fuerte caída.
Relatos góticos. I Relatos de William Fryer Harvey.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de William Fryer Harvey: La bestia con cinco dedos (The Beast with Five Fingers), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
William Fryer Harvey no tiene problemas en sondear las profundidades de lo inquietante para producir relatos escalofriantes. La bestia con cinco dedos es típico del estilo suave y engañoso del autor, que incorpora momentos astutos de humor entre las sombras de lo siniestro. Uno de los toques más efectivos de este relato en particular es la forma en que el autor le permite al lector estar un paso por delante del protagonista. Si bien durante algún tiempo el joven Eustace parece no ser completamente consciente de la terrible amenaza que se ha desatado sobre él, William F. Harvey le permite al lector ser completamente consciente del peligro en el que se encuentra [ver: Lo Siniestro en la ficción]
Para finalizar, como dato curioso mencionaremos que W.F. Harvey se desempeñó como cirujano en la Primera Guerra Mundial. Fue condecorado por su valentía en 1918 después de realizar una amputación de emergencia a un hombre atrapado a bordo de un destructor. La bestia con cinco dedos fue publicado un año después.
La bestia con cinco dedos.
The Beast with Five Fingers, William Fryer Harvey (1885-1937)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Cuando era pequeño, una vez fui con mi padre a visitar a Adrian Borlsover. Jugué en el suelo con un spaniel negro mientras mi padre hablaba con él. Justo antes de que nos fuéramos, mi padre dijo:
—Señor Borlsover, ¿puede mi hijo darle la mano? Será algo que recordará con orgullo cuando crezca y se convierta en un hombre.
Me acerqué a la cama en la que yacía el anciano y puse mi mano en la suya, asombrado por la belleza inmóvil de su rostro. Me habló amablemente. Esperaba que yo siempre tratara de complacer a mi padre. Luego colocó su mano derecha sobre mi cabeza y pidió una bendición.
—¡Amén! —dijo mi padre, y lo seguí fuera de la habitación, sintiendo como si quisiera llorar. Pero mi padre estaba de excelente humor—. Ese anciano, Jim —dijo—, es el hombre más maravilloso de todo el pueblo. Durante diez años ha estado completamente ciego.
—Pero vi sus ojos —dije—. Eran muy negros y brillantes; no estaban obnubilados como los de los cachorros de Nora. ¿Es que no ve nada?
Y así aprendí por primera vez que un hombre puede tener ojos oscuros, hermosos y brillantes sin poder ver.
—Igual que la señora Tomlinson tiene las orejas grandes —dije—, y no puede oír nada excepto cuando grita el señor Tomlinson.
—Jim —dijo mi padre—, no está bien hablar de las orejas de una dama. Recuerda lo que dijo el señor Borlsover sobre complacerme y ser un buen chico.
Esa fue la única vez que vi a Adrian Borlsover. Pronto me olvidé de él y de la mano que puso bendiciendo sobre mi cabeza. Pero durante una semana oré para que esos tiernos ojos oscuros pudieran ver.
—Por favor, deja que el viejo señor Borlsover los vea —dije en mis oraciones.
Adrian Borlsover, como había dicho mi padre, era un hombre maravilloso. Provenía de una familia excéntrica. Los hijos de Borlsover, por alguna razón, siempre parecían casarse con mujeres muy ordinarias, lo que quizás explicaba el hecho de que ningún Borlsover fuese un genio, y solo uno estuviese un loco. Pero fueron grandes campeones de pequeñas causas, generosos mecenas de extrañas ciencias, fundadores de sectas quejumbrosas, guías dignos de confianza por los senderos de la erudición.
Adrian era una autoridad en la fertilización de orquídeas. En un tiempo había sostenido a la familia que vivía en Borlsover Conyers, hasta que una debilidad congénita de los pulmones lo obligó a buscar un clima menos riguroso en el balneario soleado de la costa sur donde lo había visto. De vez en cuando relevaba a uno u otro del clero local. Mi padre lo describió como un buen predicador, que daba largos e inspiradores sermones de lo que muchos hombres habrían considerado textos poco rentables.
—Excelente prueba —agregaría—, de la verdad de la doctrina de la inspiración verbal directa.
Adrian Borlsover era sumamente hábil con las manos. Su caligrafía era exquisita. Ilustró todos sus artículos científicos, hizo sus propios grabados en madera y esculpió el retablo que, en la actualidad, es la principal característica de interés de la iglesia de Borlsover Conyers. Tenía una habilidad extremadamente inteligente para cortar siluetas para damas jóvenes, y cerdos y vacas de papel para niños pequeños, e hizo más de un complicado instrumento de viento de su propia invención.
Cuando tenía cincuenta años, Adrian Borlsover perdió la vista. En un tiempo maravillosamente breve se había adaptado a las nuevas condiciones de vida. Rápidamente aprendió a leer Braille. Tan maravilloso era su sentido del tacto que todavía podía mantener su interés por la botánica. El simple paso de sus dedos largos y flexibles sobre una flor era suficiente para su identificación, aunque ocasionalmente usaba sus labios. He encontrado varias cartas suyas entre la correspondencia de mi padre. En ningún caso había nada que mostrara que padecía ceguera y esto a pesar del hecho de que ejercía una economía indebida en el espaciado de las líneas. Hacia el final de su vida, al anciano se le atribuyeron poderes del tacto que parecían casi asombrosos: se ha dicho que podía distinguir de inmediato el color de una cinta colocada entre sus dedos. Mi padre no confirmaría ni negaría la historia.
Adrian Borlsover era soltero. Su hermano mayor, George, se había casado tarde, dejando un hijo, Eustace, que vivía en la lúgubre mansión georgiana de Borlsover Conyers, donde podía trabajar sin ser molestado en la recopilación de material para su gran libro sobre la herencia. Al igual que su tío, era un hombre extraordinario. Los Borlsover siempre habían nacido naturalistas, pero Eustace poseía en un grado especial el poder de sistematizar su conocimiento. Había recibido su educación universitaria en Alemania y luego, después de un trabajo de posgrado en Viena y Nápoles, había viajado durante cuatro años por América del Sur y Oriente, reuniendo una gran cantidad de material para un nuevo estudio sobre los procesos de variación.
Vivía solo en Borlsover Conyers con Saunders, su secretario, un hombre que tenía una reputación un tanto dudosa en el distrito, pero cuyos poderes como matemático, combinados con sus habilidades comerciales, eran invaluables para Eustace.
El tío y el sobrino se veían poco el uno al otro. Las visitas de Eustace se limitaban a una semana en verano u otoño: largas semanas que se arrastraban casi tan lentamente como la silla de baño en la que se movía el anciano por la soleada orilla del mar. A su manera, los dos hombres se querían, aunque su intimidad sin duda habría sido mayor si hubieran compartido los mismos puntos de vista religiosos. Adrián se aferró a los dogmas evangélicos anticuados de su juventud; su sobrino durante muchos años había estado pensando en abrazar el budismo. Ambos hombres poseían, además, la reticencia que siempre habían mostrado los Borlsover y que sus enemigos a veces llamaban hipocresía. Con Adrian era una reticencia en cuanto a las cosas que había dejado sin hacer; pero con Eustace parecía que la cortina que con tanto cuidado había dejado abierta ocultaba algo más que una cámara medio vacía.
Dos años antes de su muerte, Adrian Borlsover desarrolló, sin que él mismo lo supiera, el poder de la escritura automática. Eustace hizo el descubrimiento por accidente. Adrian estaba sentado leyendo en la cama, con el índice de su mano izquierda trazando los caracteres de Braille, cuando su sobrino notó que un lápiz que el anciano sostenía en su mano derecha se movía lentamente a lo largo de la página opuesta. Dejó su asiento en la ventana y se sentó al lado de la cama. La mano derecha siguió moviéndose y pudo ver claramente que eran letras y palabras las que estaba formando.
—Adrian Borlsover —escribió la mano—, Eustace Borlsover, George Borlsover, Francis Borlsover Sigismund Borlsover, Adrian Borlsover, Eustace Borlsover, Saville Borlsover. B de Borlsover. La honestidad es la mejor política. Hermosa Belinda Borlsover.
—¡Qué tontería más curiosa! —dijo Eustace.
—El rey Jorge III ascendió al trono en 1760 —escribió la mano—. Multitud, un sustantivo de multitud; una colección de individuos: Adrian Borlsover, Eustace Borlsover.
—Me parece —dijo su tío, cerrando el libro—, que es mucho mejor que aproveches al máximo el sol de la tarde y salgas a caminar ahora.
—Creo que tal vez lo haré —respondió Eustace mientras tomaba el volumen—. No me iré muy lejos, y cuando vuelva podré leerte esos artículos de Nature de los que hablábamos.
Paseó, pero se detuvo en el primer refugio, y sentándose en el rincón mejor resguardado del viento, examinó tranquilamente el libro. Casi todas las páginas estaban marcadas con una jungla sin sentido de marcas de lápiz: filas de letras mayúsculas, palabras cortas, palabras largas, oraciones completas, etiquetas de cuaderno. Todo, de hecho, tenía la apariencia de un cuaderno, y después de un examen más cuidadoso, Eustace pensó que había amplia evidencia para mostrar que la caligrafía al principio del libro, aunque era buena, no era tan buena como la del final.
Dejó a su tío a fines de octubre con la promesa de regresar a principios de diciembre. Le parecía bastante claro que el poder de escritura automática del anciano se estaba desarrollando rápidamente, y por primera vez esperaba una visita que combinara el deber con el interés. Pero a su regreso se sintió decepcionado. Su tío, pensó, parecía mayor. También estaba apático, prefería que otros le leyeran y dictaba casi todas sus cartas. No fue sino hasta el día anterior a su partida que Eustace tuvo la oportunidad de observar la nueva facultad de Adrian Borlsover.
El anciano, apoyado en la cama con almohadas, se había hundido en un sueño ligero. Sus dos manos yacían sobre la colcha, su mano izquierda apretaba fuertemente la derecha. Eustace tomó un libro vacío y colocó un lápiz al alcance de los dedos de la mano derecha. Lo arrebataron con avidez; luego dejó caer el lápiz para liberar la mano izquierda de su agarre restrictivo.
—Quizás para evitar interferencias sería mejor que tomara esa mano —se dijo Eustace, mientras miraba el lápiz. Casi inmediatamente empezó a escribir.
—Bolsovers torpes, innecesariamente antinaturales, extraordinariamente excéntricos, culpablemente curiosos.
—¿Quién eres? —preguntó Eustace en voz baja.
—No te importa —escribió la mano de Adrian.
—¿Es mi tío el que está escribiendo?
—Oh, mi alma profética, tío mío.
—¿Es alguien que conozco?
—Tonto Eustace, me verás muy pronto.
—¿Cuándo?
—Cuando el pobre viejo Adrian esté muerto.
—¿Dónde te veré?
—¿Dónde no lo harás?
En lugar de pronunciar su siguiente pregunta, Borlsover la escribió.
—¿Qué hora es?
Los dedos soltaron el lápiz y se movieron tres o cuatro veces por el papel. Luego, tomando el lápiz, escribieron:
—Diez minutos para las cuatro. Guarda tu libro, Eustace. Adrian no debe encontrarnos trabajando en este tipo de cosas. No sabe qué hacer con eso, y no permitiré que lo molesten. Au revoir.
Adrian Borlsover se despertó sobresaltado.
—He estado soñando de nuevo —dijo—. Qué extraños sueños de ciudades y pueblos olvidados. Estabas mezclado en este, Eustace, aunque no puedo recordar cómo. Quiero advertirte. No andes por caminos dudosos. Elige bien a tus amigos. Tu pobre abuelo…
Un ataque de tos puso fin a lo que decía, pero Eustace vio que la mano seguía escribiendo. Consiguió pasar desapercibido para sacar el libro.
—Encenderé el gas —dijo—, y llamaré para el té.
Del otro lado de la cortina de la cama vio las últimas frases que habían sido escritas.
—Es demasiado tarde, Adrian —leyó—. Ya somos amigos, ¿verdad, Eustace Borlsover?
Al día siguiente Eustace se fue. Su tío parecía enfermo cuando se despidió, y el anciano habló abatido del fracaso que había sido su vida.
—¡Tonterías, tío! —dijo su sobrino—. Has superado tus dificultades de una manera que nadie entre cien mil lo habría hecho. Todos se maravillan de tu espléndida perseverancia al enseñar a tu mano a tomar el lugar de tu vista perdida. Para mí ha sido una revelación de las posibilidades de educación.
—Educación —dijo su tío soñadoramente, como si la palabra hubiera iniciado un nuevo tren de pensamiento—, la educación es buena siempre que sepas a quién y con qué propósito la das. Pero con las clases inferiores de hombres, la base y espíritus más sórdidos, tengo serias dudas en cuanto a sus resultados. Bueno, adiós, Eustace, puede que no te vuelva a ver. Eres un verdadero Borlsover, con todos los defectos de nuestra familia. Cásate. Cásate con alguna mujer buena, sensata. Y si por casualidad no te vuelvo a ver, mi testamento está en posesión de mi abogado. No te he dejado ningún legado, porque sé que estás bien provisto, pero pensé que te gustaría tener mi libros. Ah, y hay otra cosa más. Ya sabes, antes del final la gente a menudo pierde el control de sí misma y hace peticiones absurdas. No me hagas caso, Eustace. ¡Adiós!
Y le tendió la mano. Eustace la tomó. Permaneció en ella una fracción de segundo más de lo que esperaba, y lo atrapó con una virilidad sorprendente. Había, también, en su toque, una sutil sensación de intimidad.
—No digas eso, tío. Te veré vivo y bien durante muchos años por venir.
Dos meses después Adrian Borlsover murió.
Eustace Borlsover estaba en Nápoles en ese momento. Leyó el aviso del obituario en el Morning Post el día anunciado para el funeral.
—¡Pobre viejo! —dijo—. Me pregunto dónde encontraré sitio para todos sus libros.
La pregunta volvió a ocurrírsele con mayor fuerza cuando, tres días después, se encontró de pie en la biblioteca de Borlsover Conyers, una enorme sala construida para el uso, y no para la belleza, en el año de Waterloo, por un Borlsover que era un ferviente admirador de el gran Napoleón. Estaba dispuesta según el plano de muchas bibliotecas universitarias, con estanterías altas y salientes que formaban profundos recovecos de polvoriento silencio, tumbas adecuadas para los viejos odios de controversias olvidadas. Al final de la habitación, detrás del busto de un desconocido teólogo del siglo XVIII, una fea escalera de hierro en forma de sacacorchos conducía a una galería repleta de estanterías. Casi todos los estantes estaban llenos.
—Debo hablar con Saunders al respecto —dijo Eustace—. Supongo que será necesario equipar la sala de billar con estanterías para libros.
Esa noche los dos hombres se encontraron por primera vez después de muchas semanas.
—¡Hola! —dijo Eustace, de pie frente al fuego con las manos en los bolsillos—. ¿Cómo va el mundo, Saunders? ¿Por qué esta ropa?
Él mismo vestía una vieja chaqueta de tiro. No creía en el duelo, como le había dicho a su tío en su última visita; y aunque normalmente le gustaban las corbatas de colores discretos, esta noche llevaba una de un feo rojo, para escandalizar a Morton, el mayordomo, y hacer que discutieran todo el asunto del luto por sí mismos en la sala de servicio. Eustace era un verdadero Borlsover.
—El mundo —dijo Saunders—, va igual que siempre, condenadamente lento. Los trajes de gala se explican por una invitación del Capitán Lockwood al bridge.
—¿Cómo vas a llegar allá?
—Le he dicho a su cochero que me lleve. ¿Alguna objeción?
—¡Oh, Dios mío, no! Hemos estado de acuerdo durante demasiados años como para plantear objeciones a esta hora del día.
—Encontrará su correspondencia en la biblioteca —continuó Saunders—. Me he ocupado de la mayor parte. Hay algunas cartas privadas que no he abierto. También hay una caja con una rata, o algo así, que llegó por el correo vespertino. Es muy probable que sea un albino de seis dedos. No miré porque no quería estropear mis cosas, pero debo deducir por la forma en que salta que tiene bastante hambre.
—Oh, me ocuparé de ello —dijo Eustace—, mientras usted y el Capitán ganan un centavo honesto.
Terminada la cena y Saunders desaparecido, Eustace fue a la biblioteca. Aunque el fuego estaba encendido, la habitación no estaba nada alegre.
—Tendremos todas las luces encendidas de todos modos —dijo, mientras giraba los interruptores—. Y, Morton —añadió, cuando el mayordomo trajo el café—, tráeme un destornillador o algo para deshacer esta caja. Sea lo que sea el animal, está dando patadas. ¿Qué pasa?
—Por favor, señor, cuando el cartero lo trajo, me dijo que habían perforado los agujeros en la tapa en la oficina de correos. Pero no había agujeros, señor. Eso es todo, señor.
—Es un descuido culposo por parte del hombre, quienquiera que haya sido —dijo Eustace, mientras quitaba los tornillos—, empacar un animal como este en una caja de madera sin medios para que entre aire. ¡Malditos sean! Ahora supongo que tendré que conseguir una jaula yo mismo.
Colocó un pesado libro sobre la tapa a la que le habían quitado los tornillos y entró en la sala de billar. Cuando volvió a la biblioteca con una jaula vacía en la mano, oyó el sonido de algo que caía y luego se deslizaba por el suelo.
—La bestia se ha escapado. ¡Cómo diablos voy a encontrarla de nuevo en esta biblioteca!
Buscarla realmente parecía desesperado. Intentó seguir el sonido del correteo en uno de los huecos donde el animal parecía correr detrás de los libros de las estanterías, pero fue imposible localizarlo. Eustace resolvió seguir leyendo tranquilamente. Es muy probable que el animal gane confianza y se muestre.
Saunders parecía haberse ocupado de la mayor parte de la correspondencia con su habitual método. Todavía quedaban las cartas privadas.
—¿Qué fue eso?
Dos clics agudos y las luces de los horribles candelabros que colgaban del techo se apagaron de repente.
—Me pregunto si algo anda mal con el fusible —dijo Eustace, mientras se dirigía a los interruptores junto a la puerta.
Luego se detuvo. Hubo un ruido en el otro extremo de la habitación, como si algo estuviera subiendo por la escalera de hierro en forma de sacacorchos.
—Si ha ido a la galería —dijo—, perfecto.
Rápidamente encendió las luces, cruzó la habitación y subió las escaleras. Pero no pudo ver nada. Su abuelo había colocado una puertecita en lo alto de la escalera para que los niños pudieran correr arriba sin temor a accidentes. Eustace la cerró y, habiendo reducido considerablemente el círculo de su búsqueda, volvió a su escritorio junto al fuego.
¡Qué lúgubre estaba la biblioteca! No había sensación de intimidad. Los pocos bustos que un Borlsover del siglo XVIII había traído de la gran gira podrían haber estado en la antigua biblioteca. Aquí parecían fuera de lugar. Hacían que la habitación se sintiera fría, a pesar de las pesadas cortinas de damasco rojo y las grandes cornisas doradas.
Con estrépito, dos pesados libros cayeron de la galería al suelo; luego otro y otro más.
—Muy bien, ¡te morirás de hambre por esto, mi belleza! —dijo—. Haremos algunos pequeños experimentos sobre el metabolismo de las ratas privadas de agua. ¡Adelante! ¡Tíralos!
Volvió una vez más a su correspondencia. La carta era del abogado de la familia. Hablaba de la muerte de su tío y de la valiosa colección de libros que le habían quedado en el testamento.
«Hubo una solicitud —leyó—, que ciertamente me sorprendió. Como sabes, el señor Adrian Borlsover dejó instrucciones de que su cuerpo fuera enterrado de la manera más simple posible en Eastbourne. Expresó su deseo de que no hubiera coronas ni flores de ningún tipo, y esperaba que sus amigos y familiares no consideraran necesario llevar luto. El día antes de su muerte recibimos una carta cancelando estas instrucciones. Ahora deseaba que su cuerpo fuera embalsamado (nos dio la dirección del hombre que íbamos a emplear: Pennifer, Ludgate Hill), con órdenes de que le enviáramos su mano derecha, afirmando que era por su pedido especial. Los demás arreglos en cuanto al funeral permanecieron inalterados.»
—¡Buen Señor! —dijo Eustace—. ¿En qué diablos estaba pensando el viejo? ¿Qué quería lograr con todo esto?
Alguien estaba en la galería. Alguien había tirado de la cuerda atada a una de las persianas y se había enrollado con un chasquido. Alguien debía de estar paseando por la galería porque una tras otra las persianas se levantaron dejando entrar la luz de la luna.
—Aún no he llegado al fondo de esto —dijo Eustace—, pero lo haré antes de que la noche sea mucho más vieja —y subió corriendo la escalera en espiral.
Acababa de llegar a la cima cuando las luces se apagaron por segunda vez, y escuchó de nuevo el correteo por el suelo. Rápidamente se deslizó de puntillas en la tenue luz de la luna en la dirección del ruido, palpando mientras buscaba uno de los interruptores. Sus dedos tocaron por fin la perilla de metal. Encendió la luz eléctrica.
A unos diez metros delante de él, arrastrándose por el suelo, estaba la mano de un hombre.
Eustace la miró con total asombro. Se movía rápidamente, a la manera de una oruga geómetra, los dedos encorvados un momento, aplanados al siguiente; el pulgar parecía dar un movimiento de cangrejo al conjunto. Mientras miraba, demasiado sorprendido para moverse, la mano desapareció por una esquina. Eustace corrió hacia adelante. Ya no la vio, pero pudo escucharla mientras se abría paso detrás de los libros en uno de los estantes.
Un volumen pesado había sido desplazado. Había un hueco en la fila de libros por donde había entrado. Temeroso de que se le escapara de nuevo, agarró el primer libro que le llegó a la mano y lo metió en el agujero. Luego, vació dos estantes de su contenido, tomó las tablas de madera y las apoyó en el frente para hacer que su barrera fuera doblemente segura.
—Ojalá Saunders estuviera de vuelta —dijo—; uno no puede abordar este tipo de cosas solo.
Eran más de las once y parecía poco probable que Saunders regresara antes de las doce. No se atrevió a dejar el estante sin vigilancia, ni siquiera a correr escaleras abajo para tocar el timbre. Morton, el mayordomo, solía venir alrededor de las once para asegurarse de que las ventanas estuvieran cerradas, pero era posible que no viniera. Eustace estaba completamente desconcertado. Por fin oyó pasos abajo.
—¡Morton! —gritó— ¡Morton!
—¿Señor?
—¿Ha vuelto ya el señor Saunders?
—Todavía no, señor.
—Bueno, tráeme un poco de brandy y date prisa. Estoy aquí en la galería, idiota.
Unos minutos después:
—Gracias —dijo Eustace, mientras vaciaba el vaso—. No te vayas a la cama todavía, Morton. Hay muchos libros que se han caído por accidente; vuelve a colocarlos en sus estantes.
Morton nunca había visto a Borlsover tan hablador como aquella noche.
—Toma —dijo Eustace, cuando los libros hubieron sido guardados y limpiados—, podrías sostenerme estas tablas, Morton. Esa bestia en la caja se escapó y la he estado persiguiendo por todos lados.
—Creo que puedo escucharla mordisqueando los libros, señor. Espero que no sean valiosos… Creo que ese es el carruaje, señor; iré a llamar al señor Saunders.
A Eustace le pareció que estuvo fuera durante cinco minutos, pero difícilmente pudo haber sido más de uno cuando regresó con Saunders.
—Muy bien, Morton, puedes irte ahora. Estoy aquí arriba, Saunders.
—¿Qué es toda esta fila? —preguntó Saunders, mientras se echaba hacia delante con las manos en los bolsillos. La suerte había estado con él toda la noche. Estaba completamente satisfecho, tanto consigo mismo como con el gusto por los vinos del Capitán Lockwood—. ¿Qué pasa? Pareces estar en un absoluto estado de ánimo.
—Ese viejo diablo de mi tío —comenzó Eustace—, oh, no puedo explicarlo todo. Es su mano la que ha estado jugando con el viejo Harry toda la noche. Pero la tengo acorralada detrás de estos libros. Tienes que ayudarme a atraparla.
—¿Qué pasa contigo, Eustace? ¿Cuál es el juego?
—¡No es un juego, tonto idiota! Si no me crees, toma uno de esos libros, mete la mano y siente.
—Está bien —dijo Saunders; pero espera a que me haya subido la manga—. Hay polvo acumulado de siglos.
Se quitó el abrigo, se arrodilló y pasó el brazo por el estante.
—Hay algo allí, lo admito —dijo—. Tiene una forma rara y achaparrada, sea lo que sea, y muerde como un cangrejo. ¡Ah, no, no lo harás! —sacó su mano en un instante—. Mete un libro rápidamente. Ahora no puede salir.
—¿Qué era? —preguntó Eustace.
—Era algo que tenía muchas ganas de atraparme. Sentí lo que parecía ser un pulgar y un índice. Dame un poco de brandy.
—¿Cómo vamos a sacarlo de ahí?
—¿Qué tal una red?
—No. Es demasiado rápido. Te lo digo, Saunders, puede cubrir el suelo mucho más rápido de lo que puedo caminar. Pero creo que veo cómo podemos manejarlo. Los dos libros al final del estante son grandes, esos que están contra la pared. Los otros son muy delgados. Sacaré uno a la vez, y deslizarás el resto hasta que lo tengamos aplastado entre los dos extremos.
Ciertamente parecía ser el mejor plan. Uno por uno, mientras sacaban los libros, el espacio detrás se hizo cada vez más pequeño. Había algo en él que ciertamente estaba muy vivo. Una vez vieron unos dedos presionando hacia afuera en busca de una vía de escape. Por fin lo tenían presionado entre los dos grandes libros.
—Hay músculo allí, si no hay carne y sangre —dijo Saunders, mientras los mantenía unidos—. Parece ser una mano bastante derecha, también. Supongo que esto es una especie de alucinación infecciosa. He leído sobre casos así antes.
—¡Alucinación infecciosa! —dijo Eustace, con el rostro blanco de ira—. Sujétala. La devolveremos a la caja.
No fue del todo fácil, pero al fin tuvieron éxito.
—Pon los tornillo —dijo Eustace—, no correremos ningún riesgo. Pon la caja en este viejo escritorio mío. Aquí está la llave. Gracias a Dios, no hay nada malo con la cerradura.
—Una velada bastante animada —dijo Saunders—. Ahora escuchemos más sobre tu tío.
Se sentaron juntos hasta la madrugada. Saunders no tenía ganas de dormir. Eustace intentaba explicar y olvidar: ocultarse un miedo que nunca antes había sentido: el miedo de caminar solo por el largo pasillo hasta su dormitorio.
—Sea lo que sea —le dijo Eustace a Saunders a la mañana siguiente—, propongo que dejemos el tema. No hay nada que nos retenga aquí durante los próximos diez días. Iremos a los lagos y escalaremos un poco.
—Y no ver a nadie en todo el día, y estar aburridos el uno con el otro todas las noches. Paso, gracias. ¿Por qué no vas a la ciudad? Contrólate, Eustace, y echemos otro vistazo a la mano.
—Como quieras —dijo Eustace—; ahí está la llave.
Fueron a la biblioteca y abrieron el escritorio. La caja estaba como la habían dejado la noche anterior.
—¿Qué estás esperando? —preguntó Eustace.
—Estoy esperando a que te ofrezcas como voluntario para abrir la tapa. Sin embargo, dado que pareces hacerte el tonto, permíteme. No parece probable que haya ningún alboroto esta mañana, en todo caso.
Abrió la tapa y sacó la mano.
—¿Está fría? —preguntó Eustace.
—Tibia. Un poco por debajo del calor de la sangre al tacto. Suave y flexible también. Si está embalsamada, es una especie de embalsamamiento que nunca había visto antes. ¿Es la mano de tu tío?
—Oh, sí, lo es —dijo Eustace—. Podría reconocer esos dedos largos y delgados en cualquier parte. Colócala de nuevo en la caja, Saunders. No te preocupes por los tornillos. Vamos a la ciudad durante una semana. Si salimos poco después del almuerzo deberíamos estar en Grantham o Stamford por la noche.
—Correcto —dijo Saunders—; y mañana... Oh, bueno, mañana nos habremos olvidado por completo de esta cosa bestial.
Si bien cuando llegó la mañana no lo habían olvidado, al final de la semana pudieron contar una historia de fantasmas muy vívida en la pequeña cena que Eustace ofreció en Hallow.
—¿No quiere que creamos que es verdad, señor Borlsover? ¡Qué perfectamente horrible!
—Haré mi juramento al respecto, y Saunders también lo haría aquí, ¿no es así, viejo amigo?
—Todos los juramentos que hagan falta —dijo Saunders—. Era una mano larga y delgada, ya sabes, y me agarró así.
—¡No lo haga, señor Saunders! ¡No lo haga! ¡Qué perfectamente horrible! Ahora cuéntenos otra historia, hágalo. ¡Una realmente espeluznante, por favor!
—¡Aquí hay un buen lío! —dijo Eustace al día siguiente mientras arrojaba una carta sobre la mesa a Saunders—. Sin embargo, es asunto suyo. La señora Merrit, según tengo entendido, avisa con un mes de antelación.
—Oh, eso es bastante absurdo por parte de la Sra. Merrit —respondió Saunders—. Ella no sabe de qué está hablando. Veamos qué dice.
«Estimado señor —leyó—, esto es para informarle que debo avisarle con un mes de anticipación a partir del martes 13. Durante mucho tiempo sentí que el lugar era demasiado grande para mí, pero cuando Jane Parfit y Emma Laidlaw se fueron con apenas un por favor, después de asustar a las otras chicas para que no puedan salir solas de una habitación o bajar solas las escaleras por miedo a pisar sapos congelados o escuchar pasos por los pasillos por la noche, todo lo que puedo decir es que no es lugar para mí. Así que debo pedirle, señor Borlsover, señor, que encuentre una nueva ama de llaves que no tenga objeciones a las grandes y solitarias las casas, que algunas personas dicen, no es que yo les crea ni por un minuto, mi pobre madre siempre ha sido wesleyana, que están embrujadas.»
P. D.: le agradecería que presentara mis respetos al señor Saunders. Espero que no corra ningún riesgo con su resfriado.
Atentamente, Elizabeth Merrit.
—Saunders —dijo Eustace—, siempre ha tenido una manera maravillosa de tratar con los sirvientes. No debe dejar ir a la pobre Merrit.
—Por supuesto que no se irá —dijo Saunders —. Probablemente sólo esté buscando un aumento de sueldo. Le escribiré esta mañana.
—No; no hay nada como una entrevista personal. Ya hemos tenido suficiente de la ciudad. Volveremos mañana, y debes trabajar tu resfriado. No olvides que está en el pecho, y requerirá semanas de alimentación y cuidados.
—Está bien. Creo que puedo manejar a la señora Merrit.
Pero la señora Merrit era más obstinada de lo que había pensado. Lamentó mucho oír hablar del resfriado del señor Saunders y de cómo pasó toda la noche despierto tosiendo en Londres; de verdad. Con mucho gusto le cambiaría la habitación y ventilaría la habitación sur. Pero lamentaba tener que irse.
—Prueba con un aumento de sueldo —fue el consejo de Eustace.
No sirvió. La señora Merrit se mostró obstinada, aunque conocía a una señora Handyside que había sido ama de llaves de lord Gargrave, que podría estar encantada de venir con el salario mencionado.
—¿Qué les pasa a los sirvientes, Morton? —preguntó Eustace aquella noche cuando llevó el café a la biblioteca—. ¿Qué es todo eso de que la señora Merrit quiere irse?
—Por favor, señor, iba a mencionarlo yo mismo. Tengo una confesión que hacerle, señor. Cuando encontré su nota pidiéndome que abriera ese escritorio y sacara la caja con la rata, rompí la cerradura como usted me dijo, y me alegró hacerlo, porque podía escuchar al animal en la caja haciendo un gran ruido, y pensé que quería comida. Así que saqué la caja, señor, y conseguí una jaula, e iba a transferirlo cuando el animal se escapó.
—¿De qué diablos estás hablando? Nunca escribí una nota así.
—Disculpe, señor, fue la nota que recogí aquí en el piso el día que usted y el señor Saunders se fueron. La tengo en mi bolsillo.
Ciertamente parecía estar escrita a mano por Eustace, a lápiz y comenzaba algo abruptamente.
—Toma un martillo, Morton —leyó—, o alguna otra herramienta, y abre la cerradura del viejo escritorio de la biblioteca. Saca la caja que está adentro. No necesitas hacer nada más. La tapa ya está abierta. Eustace Borlsover.
—¿Y abriste el escritorio?
—Sí, señor; y cuando estaba preparando la jaula, el animal saltó.
—¿Qué animal?
—El animal dentro de la caja, señor.
—¿Cómo se veía?
—Bueno, señor, no podría decírselo —dijo Morton con nerviosismo—. Estaba de espaldas y en la mitad de la habitación.
—¿Cuál era su color? —preguntó Saunders—; ¿negro?
—Oh, no, señor, era blanco grisáceo. Se arrastró de una manera muy rara, señor. No creo que tuviera cola.
—¿Entonces qué hiciste?
—Traté de atraparlo, pero fue inútil. Así que puse trampas para ratas y mantuve la biblioteca cerrada. Luego, esa chica, Emma Laidlaw, dejó la puerta abierta cuando estaba limpiando, y creo que debe haberse escapado.
—¿Y crees que fue el animal el que ha estado asustando a las sirvientas?
—Bueno, no, señor, no del todo. Dijeron que era, disculpe, señor, una mano lo que vieron. Emma la pisó una vez al pie de las escaleras. Entonces pensó que era un sapo, solo que blanco. Y luego Parfit estaba lavando los platos en el fregadero. No estaba pensando en nada en particular. Era cerca del anochecer. Sacó las manos del agua y se las estaba secando distraídamente cuando descubrió que también estaba secando la mano de otra persona, solo que más fría que la suya.
—¡Qué absurdo! —exclamó Saunders.
—Exacto, señor; eso es lo que le dije; pero no pudimos hacer que se detuviera.
—¿No crees todo esto? —dijo Eustace, volviéndose repentinamente hacia el mayordomo.
—¿Yo, señor? ¡Oh, no, señor! No he visto nada.
—¿Ni escuchaste nada?
—Bueno, señor, si quiere saberlo, las campanas suenan a horas extrañas, y no hay nadie allí cuando vamos; y cuando damos la vuelta para correr las persianas, la mayoría de las veces alguien ha estado allí antes que nosotros. Pero como le dije a la señora Merrit, un mono joven podría hacer cosas maravillosas, y todos sabemos que el señor Borlsover ha tenido algunos animales extraños por el lugar.
—Muy bien, Morton, eso servirá.
—¿Qué piensas? —preguntó Saunders cuando estuvieron solos—. Me refiero a la carta que dijo que escribiste.
—Oh, eso es bastante simple —dijo Eustace—. ¿Ves el papel en el que está escrito? Dejé de usarlo hace años, pero quedaban algunas hojas y sobres en el viejo escritorio. Nunca cerramos la tapa de la caja antes de cerrarla. La mano salió, encontró un lápiz, escribió esta nota y la empujó a través de una grieta en el suelo donde Morton la encontró. Eso es claro como la luz del día.
—¿Pero la mano puede escribir?
—¿No podría? No lo has visto hacer las cosas que yo he visto —y le contó a Saunders más de lo que había sucedido en Eastbourne.
—Bueno —dijo Saunders—, en ese caso tenemos al menos una explicación del legado. Fue la mano la que escribió, sin que tu tío lo supiera, esa carta a su abogado. Tu tío no tuvo más que ver con esa solicitud que yo. De hecho, parecería que él tenía alguna idea de esta escritura automática, y le temía.
—Entonces, si no es mi tío, ¿qué es?
—Supongo que algunas personas podrían decir que un espíritu incorpóreo hizo que tu tío lo educara y preparara un cuerpecito para él. Ahora se metió en ese cuerpecito y se fue solo.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer?
—Mantendremos los ojos abiertos —dijo Saunders—, e intentaremos atraparlo. Si no podemos hacer eso, tendremos que esperar hasta que el mecanismo de relojería se acabe. Después de todo, si es de carne y hueso, no puede vivir para siempre.
Durante dos días no pasó nada. Entonces Saunders lo vio deslizarse por el pasillo. Lo tomó por sorpresa y perdió un segundo antes de comenzar a perseguirlo, solo para descubrir que la cosa se le había escapado. Tres días después, Eustace, escribiendo solo en la biblioteca por la noche, lo vio sentado sobre un libro abierto en el otro extremo de la habitación. Los dedos se deslizaron sobre la página, sintiendo la letra como si estuviera leyendo; pero antes de que tuviera tiempo de levantarse, había dado la alarma y estaba subiendo las cortinas. Eustace lo observó sombríamente mientras colgaba de la cornisa con tres dedos, agitando el pulgar y el índice en una expresión de burla desdeñosa.
—Sé lo que haré —dijo—. Si logro sacarlo a la intemperie los perros pueden atraparlo.
Habló con Saunders sobre esto.
—Es una muy buena idea —dijo—. Pero no hace falta hacerlo afuera. Están los dos terriers y el perro mestizo irlandés del cuidador que se dedica a las ratas como un relámpago.
Trajeron los perros a la casa, y el mestizo irlandés del cuidador mordió las pantuflas, y los terriers hicieron tropezar a Morton mientras servía la mesa; pero los tres eran bienvenidos. Incluso la falsa seguridad era mejor que ninguna seguridad en absoluto.
Durante quince días no pasó nada. Entonces la mano fue atrapada, no por los perros, sino por el loro gris de la señora Merrit. El pájaro tenía la costumbre de quitar periódicamente los alfileres que mantenían en su lugar las latas de semillas y agua, y de escapar por los agujeros en el costado de la jaula. Una vez en libertad, Peter no mostraba ninguna inclinación por regresar y, a menudo, andaba por la casa durante días. Ahora, después de seis semanas consecutivas de cautiverio, Peter había vuelto a descubrir un nuevo medio para desatar los cerrojos y andaba suelto, explorando los bosques tapizados de las cortinas y cantando canciones de alabanza a la libertad.
—No sirve de nada que trates de atraparlo —le dijo Eustace a la señora Merrit, cuando ella entró en el estudio una tarde con una escalera—. Será mucho mejor que dejes a Peter en paz. Cuando tenga hambre, se redirá, señora Merrit, y no dejes plátanos y semillas para que los. Tienes un corazón demasiado blando.
—Bueno, señor, veo que ahora está fuera de su alcance en ese riel para cuadros, así que si no le importa cerrar la puerta, señor, cuando salga de la habitación, traeré su jaula esta noche y pondré un poco de carne adentro. Le gusta mucho la carne, aunque eso hace que se saque las plumas para chupar las púas. Dicen que si cocinas...
—No se preocupe, señora Merrit —dijo Eustace, que estaba ocupado escribiendo—. Eso será suficiente, mantendré un ojo en el pájaro.
Hubo un silencio en la habitación, ininterrumpido excepto por el susurro continuo de sus plumas.
—Rasca al pobre Peter —dijo el pájaro—. ¡Rasca al pobre viejo Peter!
—¡Cállate, pájaro!
—¡Pobre viejo Peter! Rasca al pobre Peter, hazlo.
—Es más probable que te retuerza el cuello si te agarro.
Levantó la vista hacia el riel del cuadro y allí estaba la mano que sostenía un gancho con tres dedos y rascaba lentamente la cabeza del loro con el cuarto. Eustace corrió hacia la campana y la apretó con fuerza; luego fue hacia la ventana, que cerró de golpe. Asustado por el ruido, el loro agitó las alas preparándose para el vuelo, y al hacerlo los dedos de la mano lo agarraron por la garganta. Se oyó un grito agudo de Peter mientras revoloteaba por la habitación, dando vueltas en círculos que nunca descendían, hundido bajo el peso que se aferraba a él. El ave descendió por fin, y Eustace vio que los dedos y las plumas formaban una masa inextricable en el suelo. La lucha cesó abruptamente cuando el índice y el pulgar apretaron el cuello; los ojos del ave se pusieron en blanco, y hubo un gorgoteo débil, medio ahogado. Pero antes de que los dedos tuvieran tiempo de soltarse, Eustace los tenía en los suyos.
—Llama al señor Saunders —le dijo a la criada que vino en respuesta a la campana—. Dile que lo quiero de inmediato.
Luego fue con la mano al fuego. Había un corte irregular en el dorso donde el pico del pájaro lo había desgarrado, pero no manaba sangre de la herida. Notó con disgusto que las uñas habían crecido largas y descoloridas.
—Voy a quemar esta cosa bestial —dijo.
Pero no pudo. Intentó arrojarlo a las llamas, pero sus propias manos, como refrenadas por algún viejo sentimiento primitivo, no se lo permitieron. Y así Saunders lo encontró pálido e indeciso, con la mano aún apretada entre sus dedos.
—Lo tengo por fin —dijo en un tono de triunfo.
—Bien, echemos un vistazo.
—No. Primero consígueme algunos clavos, un martillo y una tabla de algún tipo.
—¿Puedes sostenerlo bien?
—Sí, la cosa está bastante floja; cansada de estrangular al pobre Peter, diría yo.
—Y ahora —dijo Saunders cuando regresó con las cosas—, ¿qué vamos a hacer?
—Ponle un clavo primero, para que no se escape; luego podemos tomarnos nuestro tiempo para examinarlo.
—Hazlo tú mismo —dijo Saunders—. No me importa ayudarte con los conejillos de indias cuando hay algo que aprender; en parte porque no temo la venganza de un conejillo de indias. Esto es diferente.
—Está bien, miserable mofeta. No olvidaré la forma en que me apoyaste.
Tomó un clavo y, antes de que Saunders se diera cuenta de lo que estaba haciendo, lo clavó en la mano profundamente en la tabla.
—Oh —se rió histéricamente—, míralo ahora —porque la mano se retorcía en contorsiones agonizantes, como un gusano sobre el anzuelo.
—Bueno —dijo Saunders—, ya lo has hecho. Te dejaré examinarlo.
—No te vayas, en nombre del cielo. ¡Cúbrelo, hombre, cúbrelo con un trapo! ¡Aquí! —y arrancó el antimacasar del respaldo de una silla y envolvió la tabla en él—. Ahora saca las llaves de mi bolsillo y abre la caja fuerte. Tira las otras cosas. ¡Oh, Dios, se está haciendo un nudo espantoso! ¡y ábrelo rápido!
Tiró la cosa y golpeó la puerta.
—Lo mantendremos allí hasta que muera —dijo—. Que me queme en el infierno si alguna vez vuelvo a abrir esa caja fuerte.
La señora Merrit partió a fin de mes. Su sucesora ciertamente tuvo más éxito en la gestión de los sirvientes. Al principio de su gobierno, declaró que no soportaría tonterías, y los chismes pronto se marchitaron y murieron. Eustace Borlsover volvió a su antigua forma de vida. Los viejos hábitos se deslizaron y cubrieron su nueva experiencia. En todo caso, era menos malhumorado y mostraba una mayor inclinación a tomar su parte natural en la sociedad del campo.
—No me sorprendería si se casa uno de estos días —dijo Saunders—. Bueno, no tengo prisa por un evento así. Conozco a Eustace demasiado bien como para gustarle a la futura señora Borlsover. Volverá a ser la misma vieja historia: una larga amistad hecha lentamente, el matrimonio, y una larga amistad rápidamente olvidada.
Pero Eustace Borlsover no siguió el consejo de su tío y se casó. La cocina, bajo la dirección de la señora Handyside, también fue excelente, y ella también parecía tener una facultad celestial para saber cuándo dejar de quitar el polvo.
Poco a poco la vieja vida recobró su antiguo poder. Luego vino el robo. Los hombres, se dijo, irrumpieron en la casa por el conservatorio. En realidad, fue poco más que un intento, ya que solo lograron llevarse algunos platos de la despensa. La caja fuerte del estudio ciertamente se encontró abierta y vacía, pero, como el señor Borlsover informó al inspector de policía, no había guardado nada de valor en ella durante los últimos seis meses.
—Entonces ha tenido suerte, señor —respondió el hombre—. Por la forma en que se han ocupado de sus asuntos, debo decir que eran ladrones experimentados.
—Sí —dijo Eustace—, supongo que tuve suerte.
—No tengo ninguna duda —dijo el inspector— de que podremos localizar a los hombres. He dicho que deben haber sido expertos en el juego. La forma en que entraron y abrieron la caja fuerte lo demuestra. Pero hay una pequeña cosa que me desconcierta. Uno de ellos fue lo suficientemente descuidado como para no usar guantes. He trazado las marcas de sus dedos en el barniz nuevo de la ventana.
—¿Mano derecha, izquierda, o ambas? —preguntó Eustace.
—Oh, eso es lo curioso. Debe haber sido un tipo temerario, y más bien creo que fue él quien escribió esto —sacó una hoja de papel de su bolsillo—: «Me he ido, Eustace Borlsover, pero volveré pronto». Algún pájaro de la cárcel se acaba de escapar, supongo. Nos será más fácil seguirle la pista. ¿Conoce la caligrafía, señor?
—No —dijo Eustace—. No es la letra de nadie que yo conozca.
—No me quedaré aquí por más tiempo —le dijo Eustace a Saunders durante el almuerzo—. Me ha ido mucho mejor durante los últimos seis meses de lo que esperaba, pero no voy a correr el riesgo de volver a ver esa cosa. Iré a la ciudad esta tarde. Dile a Morton que arregle mis cosas. , Únete a mí con el coche en Brighton pasado mañana. Y trae las pruebas de esos dos papeles con usted. Los examinaremos juntos.
—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?
—No puedo decirlo con certeza, pero prepárate para quedarte por algún tiempo. Hemos trabajado muy de cerca durante el verano y, por mi parte, necesito unas vacaciones. Contrataré las habitaciones en Brighton. Creo que lo mejor es interrumpir el viaje en Hitchin. Le enviaré un telegrama al Crown para decirle la dirección de Brighton.
La casa que eligió en Brighton estaba en una terraza. Había estado allí antes. La conservaba su viejo gitano de la universidad, un hombre de discreto silencio, admirablemente acompañado por un excelente cocinero. Las habitaciones estaban en el primer piso. Los dos dormitorios estaban en la parte de atrás y se abrían uno al otro.
—Saunders puede quedarse con el más pequeño, aunque es el único con chimenea —dijo—. Me quedo con el más grand, ya que tiene un baño contiguo. Me pregunto a qué hora llegará con el coche.
Saunders llegó alrededor de las siete, frío, enojado y sucio.
—Encenderemos el fuego en el comedor —dijo Eustace— y pediremos a Prince que desempaque algunas de las cosas mientras cenamos. ¿Cómo estaban los caminos?
—Nadando en lodo, y un viento frío bestial contra nosotros todo el día. Y esto es julio. ¡Querida vieja Inglaterra!
—Sí —dijo Eustace—, sería bueno dejar la querida y vieja Inglaterra durante unos meses.
Se acostaron poco después de las doce.
—No deberías sentir frío, Saunders —dijo Eustace—, cuando puedes permitirte el lujo de lucir un gran abrigo forrado de piel como este. Mira esos guantes, por ejemplo. ¿Quién podría sentir frío al usarlos?
—Son demasiado gruesos para conducir. Pruébalos y verás —los arrojó a través de la puerta sobre la cama de Eustace, y continuó con su desempaque.
Un minuto después escuchó un agudo grito de terror.
—¡Oh, Dios mío —escuchó—, ¡está en el guante! ¡Rápido, Saunders, rápido!
Luego vino un ruido sordo. Eustace se lo había arrojado.
—Lo tiré al baño —jadeó—, golpeó la pared y cayó dentro de la bañera. Ven ahora si quieres ayudar.
Saunders, con una vela encendida en la mano, miró por encima del borde de la bañera. Allí estaba, viejo y mutilado, mudo y ciego, con un agujero irregular en el medio, arrastrándose, tambaleándose, tratando de trepar por los lados resbaladizos solo para caer indefenso.
—Quédate ahí —dijo Saunders—. Vaciaré una caja de collares o algo así, y lo meteremos dentro. No puede salir mientras esté fuera.
—Sí, puede —gritó Eustace—. Se está saliendo ahora. Está trepando por la cadena. ¡No, bruto, bruto asqueroso, no lo harás! Vuelve, Saunders, se me está escapando. No puedo contenerlo; está todo resbaladizo. Maldición ¡su garra! ¡Cierra la ventana, idiota! La parte superior también, así como la inferior. ¡Imbécil! ¡Se ha escapado!
Se oyó el sonido de algo que caía sobre las duras losas de abajo y Eustace cayó hacia atrás desmayado.
Durante quince días estuvo enfermo.
—No sé qué hacer con eso —le dijo el médico a Saunders—. Sólo puedo suponer que el señor Borlsover ha sufrido una gran conmoción emocional. Será mejor que me deje enviar a alguien para que lo ayude a cuidarlo. Dejaría una luz encendida toda la noche si yo fuera usted. Debe tener más aire fresco. Es perfectamente absurdo este odio a las ventanas abiertas.
Eustace, sin embargo, no quería a nadie con él excepto a Saunders.
—No quiero a los otros hombres —dijo—. Los evitaría de alguna manera. Sé que lo haría.
—No te preocupes por eso, viejo amigo. Este tipo de cosas no pueden durar indefinidamente. Sabes que esta vez lo vi tan bien como tú. No estaba ni la mitad de activo. No seguirá viviendo mucho, especialmente después de esa caída. Tan pronto como estés un poco más fuerte, dejaremos este lugar; no con equipaje, sino solo con la ropa que llevamos puesta. Escaparemos de esa manera. No daremos ninguna dirección, y no haremos que nos envíen ningún paquete. ¡Ánimo, Eustace! Estarás lo suficientemente bien como para irte en un día o dos. El doctor dice que puedo sacarte en una silla mañana.
—¿Qué he hecho? —preguntó Eustace—. ¿Por qué viene a por mí? No soy peor que otros hombres. No soy peor que tú, Saunders; sabes que no lo soy. Fuiste tú quien estuvo en el fondo de ese sucio negocio en San Diego, y eso fue hace quince años.
—No es eso, por supuesto —dijo Saunders—. Estamos en el siglo XX, e incluso los párrocos han abandonado la idea de que tus viejos pecados te perseguirán. Antes de que atraparas la mano en la biblioteca, estaba llena de pura malevolencia, para ti y para toda la humanidad. Después de que la atravesaste con ese clavo, naturalmente, se olvidó de otras personas y concentró su atención en ti. Estuvo encerrado en la caja fuerte, ya sabes, durante casi seis meses. Eso da mucho tiempo para pensar en la venganza.
Eustace Borlsover no quería salir de su habitación, pero pensó que podría haber algo en la sugerencia de Saunders de salir de Brighton sin previo aviso. Rápidamente comenzó a recuperar su fuerza.
—Iremos el primero de septiembre —dijo.
La noche del 31 de agosto fue opresivamente cálida. Aunque al mediodía las ventanas estaban abiertas de par en par, se habían cerrado una hora antes del anochecer. Hacía tiempo que la señora Prince había dejado de asombrarse de los extraños hábitos de los caballeros del primer piso. Poco después de su llegada le habían dicho que descorriera las pesadas cortinas de las ventanas de los dos dormitorios, y día tras día las habitaciones parecían quedar más vacías. No quedó nada tirado.
—Al señor Borlsover no le gusta tener ningún lugar donde se pueda acumular suciedad —había dicho Saunders como excusa—. Le gusta ver todos los rincones de la habitación.
—¿No podría abrir la ventana un poco? —le dijo a Eustace esa noche—. Simplemente nos estamos asando aquí, ¿sabes?
—No, déjalo en paz. No somos un par de señoritas de internado recién salidas de un curso de conferencias sobre higiene. Saca el tablero de ajedrez.
Se sentaron y jugaron. A las diez en punto, la señora Prince llamó a la puerta con una nota.
—Lamento no haberlo traído antes —dijo—, pero se quedó en el buzón.
—Ábrela, Saunders.
Era una nota muy breve. No había dirección ni firma: «¿Estarán las once en punto de esta noche para nuestra última cita?»
—¿Qué dice? —preguntó Borlsover.
—Nada —dijo Saunders, y guardó el papel en su bolsillo—. Una carta de reclamación de un sastre; supongo que debe haberse enterado de nuestra partida.
Era una mentira astuta y Eustace no hizo más preguntas. Siguieron con su juego. Saunders podía oír el reloj del abuelo susurrando los segundos, soltando los cuartos de hora.
—¡Jaque! —dijo Eustace.
El reloj dio las once. Al mismo tiempo llamaron suavemente a la puerta; parecía provenir del panel inferior.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Eustace.
No hubo respuesta.
—Señora Prince, ¿es usted?
—Ella está arriba —dijo Saunders—. Puedo oírla caminar por la habitación.
—Entonces cierra la puerta con llave; échale también el cerrojo. Tu turno, Saunders.
Mientras Saunders se sentó con los ojos en el tablero de ajedrez, Eustace se acercó a la ventana y examinó los cierres. Hizo lo mismo en la habitación de Saunders y en el baño. No había puertas entre las tres habitaciones, o también las habría cerrado y bloqueado.
—Ahora, Saunders —dijo—, no te quedes toda la noche pensando. Ya he tenido tiempo de fumar un cigarrillo. Es malo hacer esperar a un inválido. Solo puedes hacer un movimiento… ¿Qué es eso?
—La hiedra golpeando. Ya está. Tu turno, Eustace.
—No fue la hiedra, idiota. Fue alguien golpeando la ventana —y subió la persiana.
En el lado exterior de la ventana, pegado al vidrio, estaba la mano.
—¿Qué es lo que está sosteniendo?
—Es una navaja de bolsillo. Intentará abrir la ventana empujando el cierre con la hoja.
—Bueno, déjalo intentarlo —dijo Eustace—. Esos sujetadores se atornillan; no se pueden abrir de esa manera. De todos modos, cerraremos las persianas. Es tu turno, Saunders. He jugado.
Pero a Saunders le resultó imposible fijar su atención en el juego. No podía entender a Eustace, que parecía haber perdido el miedo de repente.
—¿Has bebido? —preguntó—. Pareces estar tomando las cosas con calma, pero no me importa confesar que estoy en un bendito desánimo.
—No tienes por qué preocuparte. No hay nada sobrenatural en esa mano, Saunders. Me refiero a que parece estar gobernada por las leyes del tiempo y el espacio. No es el tipo de cosa que se desvanece en el aire o se desliza a través de puertas de roble. Y dado que es así, lo desafío a entrar aquí. Dejaremos el lugar por la mañana. Yo, por mi parte, he tocado fondo en las profundidades del miedo. ¡Llena tu vaso, hombre! Las ventanas están todas cerradas, la puerta está cerrada y ¡Bebe, hombre! ¿Qué estás esperando?
Saunders estaba de pie con la copa medio levantada.
—Puede entrar —dijo con voz ronca—. ¡Puede entrar! Lo hemos olvidado. Está la chimenea en mi dormitorio. Bajará por la chimenea.
—¡Rápido! —dijo Eustace, mientras corría a la otra habitación—. No tenemos un minuto que perder. ¿Qué podemos hacer? Enciende el fuego, Saunders. ¡Dame una cerilla, rápido!
—Deben estar en la otra habitación. Los buscaré.
—¡Date prisa, hombre, por el amor de Dios! ¡Mira en la biblioteca! ¡Mira en el baño! Ven, párate aquí. Yo buscaré.
—¡Rápido! —gritó Saunders—. ¡Puedo escuchar algo!
—Entonces mete una sábana de tu cama por la chimenea. Aquí hay una cerilla.
Por fin había encontrado una que se había deslizado por una grieta en el suelo.
—¿Está encendido el fuego? Bien, pero puede que no arda. Lo sé: el aceite de esa vieja lámpara de lectura y este algodón. Ahora la cerilla, ¡rápido! ¡Saca la sábana, tonto!
Hubo un gran rugido de la chimenea cuando las llamas se dispararon. Saunders se había retrasado una fracción de segundo con la sábana. El aceite le había caído encima. También estaba ardiendo.
—¡Todo el lugar estará en llamas! —exclamó Eustace, mientras trataba de apagar el fuego con una manta—. No puedo manejarlo. Debes abrir la puerta, Saunders, y buscar ayuda.
Saunders corrió hacia la puerta y tiró de los cerrojos. La llave estaba rígida en la cerradura.
—¡Apúrate! —gritó Eustace—. ¡Todo el lugar está en llamas!
La llave giró en la cerradura por fin. Durante medio segundo, Saunders se detuvo para mirar hacia atrás. Nunca pudo estar seguro de lo que vio, pero en ese momento pensó que algo negro y carbonizado se arrastraba lentamente, muy lentamente, desde la masa de llamas hacia Eustace Borlsover. Por un momento pensó en volver con su amigo, pero el ruido y el olor a quemado lo hicieron correr por el pasillo gritando:
—¡Fuego! ¡Fuego!
Corrió al teléfono para pedir ayuda, y luego volvió al baño (debería haberlo pensado antes) por agua. Cuando abrió de golpe la puerta del dormitorio, se oyó un grito de terror que cesó de repente, y luego el sonido de una fuerte caída.
William Fryer Harvey (1885-1937)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de William Fryer Harvey.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de William Fryer Harvey: La bestia con cinco dedos (The Beast with Five Fingers), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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