«La calle que no estaba ahí»: Carl Jacobi y Clifford D. Simak; relato y análisis


«La calle que no estaba ahí»: Carl Jacobi y Clifford D. Simak; relato y análisis.




La calle que no estaba ahí (The Street that Wasn’t There) es un relato de terror de los escritores norteamericanos Carl Jacobi (1908-1997) y Clifford D. Simak (1904-1988), publicado originalmente como La calle perdida (The Lost Street) en la edición de julio de 1941 de la revista Comet, y luego reeditado por August Derleth en la antología de 1948: Extraños puertos de escala (Strange Ports of Call).

La calle que no estaba ahí, uno de los grandes cuentos de Carl Jacobi, relata la historia de Jonathon Chambers, un científico ermitaño, completamente aislado de la sociedad, cuyo paseo diario se ve perturbado inoportunamente por la desaparición de una calle (ver: Horror Cósmico: el universo conspira para destruirnos)

SPOILERS.

El señor Chambers es un hombre rutinario. Camina diariamente por las mismas calles, haciendo el mismo recorrido, desde hace veinte años. Tal es así que la variación de tiempo en esos paseos no supera el par de segundos. Sin embargo, un día regresa a casa quince minutos antes. Atónito, descubre que una de las calles que forman parte de su recorrido ha desaparecido misteriosamente. Chambers no es el único que nota estas irregularidades. Hay esquinas que desaparecen, casas, edificios enteros... y personas. Hay reportes en la radio que aseguran que está sucediendo en todo el mundo. Las cosas simplemente se están desvaneciendo. El mundo se está convirtiendo en... nada.

Chambers tiene una teoría: la materia y la consciencia están estrechamente relacionadas; y en cierto modo esta última le da sustento a la realidad. Al morir millones de personas en sucesivas guerras, seguidas por una atroz pandemia, sencillamente no hay suficientes consciencias en el mundo para sostener la materia de nuestra realidad. En consecuencia, esta empieza a desmoronarse y a ser absorbida por una dimensión extraña (ver: El Cambio Climático como proceso de terraformación extraterrestre), cuya arquitectura no euclidiana no solo le rinde tributo al horror cósmico sino también a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft. Recordemos que, posteriormente, Carl Jacobi aportaría una historia muy interesante a los Mitos: El acuario (The Aquarium)

Al haber vivido como un recluso en su sala de estar casa durante décadas, Chambers es extremadamente consciente de los objetos que la pueblan: el reloj, sus libros, su silla favorita; razón por la cual puede resistir la desintegración mucho más que el resto de las personas. Esto no le brinda ningún consuelo, sino más bien la obligación de ser un testigo privilegiado del fin de los tiempos.

La calle que no estaba ahí de Carl Jacobi y Clifford D. Simak es un gran relato. Contiene muchos elementos extraños, incluidos algunos guiños a la obra de Lovecraft, pero tal vez el dispositivo más curioso de todos, y que de hecho sostiene todo el argumento, se apoya en la ciencia, más concretamente en el efecto del observador; es decir, en la perturbación de la realidad por el acto de observación. Los físicos han descubierto que incluso la observación pasiva de los fenómenos cuánticos puede cambiar el resultado medido.

Tal vez el kōan del budismo zen: «Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún sonido?» tal vez tenga una base científica. Algo de eso sucede en La calle que no estaba ahí de Carl Jacobi y Clifford D. Simak, donde la realidad y la materia están directamente relacionadas con la consciencia que las percibe. En ausencia de un observador, la realidad comienza a comportarse de forma extraña, impredecible, como el árbol que cae en el bosque sin que nadie esté allí para oírlo. En este contexto, las diferencias apenas perceptibles en el entorno del solitario señor Chambers comienzan a sumarse gradualmente a grandes problemas para el planeta.

La calle que no estaba ahí es una de las dos colaboraciones entre Carl Jacobi y Clifford D. Simak. La otra es El gato que tenía nueve vidas (The Cat That Had Nine Lives).

Carl Jacobi nunca tuvo demasiada afinidad por la caracterización. Lo suyo es el horror, a veces refinado, y personajes chatos. Clifford D. Simak, en cambio, nunca se deja atrapar por el concepto del argumento como para olvidar la humanidad de sus personajes. En este sentido, los detalles de la solitaria y rutinaria vida del señor Chambers, y sobre todo sus reacciones ante la desintegración paulatina de la realidad, están cuidadosamente retratados.

Por ejemplo, ante la desaparición de un cenicero (con forma de elefante), nos enteramos en el momento oportuno que al señor Chambers nunca le gustó de todos modos. Inteligente y conmovedor, al menos ante la perspectiva del fin del mundo. Estos detalles hacen que no importe demasiado lo inverosimil de la ciencia detrás de La calle que no estaba ahí. Después de todo, ¿qué sabemos sobre la realidad? Podríamos estar tan equivocados acerca de la física del universo como los personajes secundarios, grises, que desaparecen mucho antes que el señor Chambers (ver: Einstein, la Relatividad y los Antiguos)




La calle que no estaba ahí.
The Street that Wasn’t There, Carl Jacobi (1908-1997)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


El señor Jonathon Chambers salió de su casa en Maple Street exactamente a las siete de la tarde y emprendió la caminata diaria que, a la misma hora, con lluvia o nieve, había hecho durante veinte años completos. El paseo nunca varió. Caminó dos cuadras por Maple Street, se detuvo en la confitería Red Star para comprar un Rose Trofero y caminó hasta el final de la cuarta cuadra en Maple. Allí giró a la derecha en Lexington hacia Oak, bajó por Oak y luego por Lincoln de regreso a Maple y de nuevo a su casa.

No caminaba rápido. Se tomaba su tiempo. Siempre regresaba a la puerta de su casa exactamente a las 7:45. Nadie se detuvo nunca a hablar con él. Incluso el hombre de la confitería Red Star, donde compraba su cigarro, permanecía en silencio mientras se realizaba la compra. El señor Chambers simplemente daba unos golpecitos en la tapa de cristal del mostrador con una moneda, el hombre metía la mano y sacaba la caja, y el señor Chambers tomaba su cigarro. Eso era todo.

La gente había entendido hacía tiempo de que el señor Chambers deseaba que lo dejaran solo. La nueva generación lo llama excentricidad. Algunas personas groseras tenían una palabra diferente para eso. Los ancianos recordaron que este individuo de aspecto extraño, con su bufanda de seda negra, bastón de palisandro y bombín, había sido profesor en la Universidad Estatal.

Un profesor de metafísica, parecían recordar, o algún tema igual de extravagante. En cualquier caso, un escándalo académico de algún tipo estaba relacionado con su nombre. Había escrito un libro y había enseñado el tema de ese volumen a sus clases. Durante mucho tiempo se había olvidado cuál era ese tema, pero fuera lo que fuera, se consideró lo suficientemente revolucionario como para costarle al señor Chambers su puesto en la universidad.

Una luna plateada brillaba sobre las chimeneas y el viento frío y travieso de octubre agitaba las hojas muertas cuando el señor Chambers partió a las siete en punto. Era una linda noche, se dijo a sí mismo, oliendo el aire limpio y fresco del otoño y la tenue fragancia del humo de leña distante.

Caminaba sin prisa, balanceando su bastón con un poco menos de vivacidad que hace veinte años. Metió la bufanda debajo del viejo abrigo oxidado y se ajustó el bombín con más firmeza en la cabeza.

Se dio cuenta de que la luz de la calle en la esquina de Maple y Jefferson estaba apagada y se quejó un poco para sí mismo cuando se vio obligado a bajar de la acera para rodear una sección bloqueada por algún tipo de relleno de concreto recién colocado antes de la entrada de la 816. Parecía que llegó a la esquina de Lexington y Maple demasiado rápido, pero se dijo a sí mismo que no podía ser. Porque él nunca hizo eso. Durante veinte años, desde el año siguiente a su expulsión de la universidad, había vivido según el reloj.

Lo mismo, a la misma hora, día tras día. No se había fijado deliberadamente en una vida tan rutinaria. Siendo soltero, viviendo con suficiente dinero para satisfacer sus humildes necesidades, la existencia cronometrada había ido creciendo gradualmente en él. Así que giró hacia Lexington y volvió a Oak. El perro en la esquina de Oak y Jefferson lo estaba esperando una vez más y salió gruñendo, pisándole los talones. Pero el señor Chambers fingió no darse cuenta y la bestia abandonó la persecución.

Una radio sonaba a todo volumen en la calle y débiles volutas de lo que estaba emitiendo flotaron hasta el señor Chambers.

… sigue teniendo lugar… El edificio Empire State desapareció… en el aire… científico famoso, el doctor Edmund Harcourt...

El viento se llevó las palabras apagadas y el señor Chambers refunfuñó para sí mismo. Otro de esos fantásticos dramas de radio, probablemente. Recordó uno en particular, muchos años antes, algo sobre los marcianos. ¡Y Harcourt! ¿Qué tenía que ver Harcourt con eso? Era uno de los hombres que se había burlado del libro que había escrito el señor Chambers.

Pero apartó la especulación, olfateó el aire limpio y fresco de nuevo, miró las cosas familiares que se materializaron en la oscuridad de finales de otoño mientras caminaba. Porque no había nada, absolutamente nada en el mundo que lo perturbara. Ese era un principio que había establecido veinte años atrás.

Había una multitud de hombres frente a la farmacia en la esquina de Oak y Lincoln, hablando con entusiasmo. Chambers captó algunas palabras emocionadas: Está sucediendo en todas partes… ¿Qué piensas que es?... Los científicos no pueden explicarlo...

Pero cuando el señor Chambers se acercó a ellos, entraron en lo que parecía un silencio avergonzado y lo vieron pasar. Él, por su parte, no les dio señales de reconocimiento. Así había sido durante muchos años, desde que la gente se convenció de que él no quería hablar.

Uno de los hombres se adelantó a medias como para hablar con él, pero luego dio un paso atrás y el señor Chambers continuó su camino.

De regreso a la puerta de su casa, se detuvo y, como había hecho miles de veces antes, tanteó sus bolsillos buscando el tabaco. Pero… ¡eran solo las 7:30!

Durante largos minutos se quedó allí mirando el reloj en señal de acusación. El reloj no se había detenido porque seguía marcando un tic-tac audible. ¡Pero 15 minutos demasiado pronto! Durante veinte años, día tras día, había comenzado a las siete y regresaba a las ocho menos cuarto. Ahora…

No fue hasta entonces que se dio cuenta de que algo más andaba mal. No tenía su puro. Por primera vez se había olvidado de comprar su tabaco nocturno. Sacudido, murmurando para sí mismo, el señor Chambers entró en su casa y cerró la puerta detrás de él. Colgó el sombrero y el abrigo en el perchero del pasillo y caminó lentamente hacia la sala de estar. Dejándose caer en su silla favorita, sacudió la cabeza, desconcertado.

El silencio llenó la habitación. Un silencio que se medía con el tic-tac del anticuado reloj de péndulo sobre la repisa de la chimenea.

Pero el silencio no era algo extraño para el señor Chambers. Una vez había amado la música… el tipo de música que podría conseguir sintonizando orquestas sinfónicas en la radio. Pero la radio estaba callada en la esquina, el cable fuera de su enchufe. El señor Chambers lo había arrancado muchos años antes. Para ser precisos, la noche en que se interrumpió la transmisión sinfónica para dar un flash informativo.

También había dejado de leer periódicos y revistas, se había exiliado a unas pocas manzanas de la ciudad. Y, a medida que transcurrían los años, ese autoexilio se había convertido en una prisión, un muro intangible e infranqueable delimitado por cuatro cuadras por tres. Más allá de ellas yacía un terror absoluto e inexplicable. Nunca traspasó ese umbral.

Pero, a pesar de lo ermitaño que era, en ocasiones no podía escapar de oír cosas. Cosas que el vendedor de periódicos gritaba en las calles, cosas de las que hablaban los hombres en la esquina de la farmacia cuando no lo veían venir. Y entonces supo que era el año 1960 y que las guerras en Europa y Asia habían llegado a su fin para ser seguidas por una terrible plaga, una plaga que incluso ahora estaba arrasando país tras país, diezmando poblaciones, una plaga indudablemente inducida por el hambre y las privaciones y las miserias de la guerra.

Pero esas cosas las guardó como elementos muy alejados de su pequeño mundo. Las ignoró. Fingió que nunca había oído hablar de ellas. Otros pueden discutir y preocuparse si así lo deseaban. A él simplemente no le importaban.

Pero esta noche había dos cosas que sí importaban. Dos hechos curiosos e increíbles. Había llegado a casa quince minutos antes. Y había olvidado su puro.

Acurrucado en la silla, frunció el ceño lentamente. Fue inquietante que sucediera algo así. ¿Su largo exilio finalmente le había pasado factura, quizás solo apenas, lo suficiente para volverlo un poco raro? ¿Había perdido su sentido de la distancia, de la perspectiva?

No, no lo había hecho. Pensó en su habitación. Después de veinte años, había llegado a formar parte de él tanto como la ropa que vestía. Cada detalle estaba grabado en su mente: la vieja mesa central con su tapizado verde y lámpara; la repisa de la chimenea con sus baratijas polvorientas; el reloj de péndulo que indicaba la hora, así como el día, la semana y el mes; el cenicero de elefante, y, lo más importante, a pintura marina.

Al señor Chambers le encantaba esa imagen. Tenía profundidad, siempre decía. Mostraba un viejo velero en primer plano en un mar apacible. A lo lejos, casi en la línea del horizonte, se veía la vaga silueta de un barco más grande.

También había otras imágenes. La escena del bosque sobre la chimenea, los viejos grabados ingleses en el rincón donde estaba sentado, el Currier e Ives encima de la radio. Pero la huella del barco estaba directamente en su línea de visión. Podía verla sin volver la cabeza. Lo había puesto allí porque le gustaba más.

El señor Chambers sintió que sucumbía al cansancio. Se desnudó y se fue a la cama. Permaneció despierto durante una hora, asaltado por vagos temores que no podía definir ni comprender.

Cuando finalmente se quedó dormido se perdió en una serie de horribles sueños. Primero soñó que era un náufrago en un pequeño islote en medio del océano, que las aguas alrededor de la isla estaban repletas de enormes serpientes marinas venenosas... hidrofinas… y que constantemente esas serpientes devoraban la isla.

En otro sueño lo perseguía un horror que no podía ver ni oír, pero que sólo podía imaginar. Y mientras buscaba huir, se quedó en un lugar. Sus piernas trabajaban frenéticamente, bombeando como pistones, pero no podía avanzar. Entonces el terror descendió sobre él, una cosa negra, inimaginable. Trató de gritar y no pudo. Abrió la boca, tensó las cuerdas vocales y llenó sus pulmones hasta reventar con la necesidad de gritar, pero ni un sonido salió de sus labios.

Todo el día siguiente estuvo intranquilo y cuando salió de la casa esa noche, a las siete en punto, no dejaba de decirse:

—¡No debes olvidar esta noche! ¡Debes recordar, detenerte y conseguir tu puro!

La luz de la calle en la esquina de Jefferson todavía estaba apagada y frente a la 816 la entrada cementada todavía estaba tapiada. Todo estaba igual que la noche anterior.

—Ahora —se dijo a sí mismo—, la confitería Red Star está en la próxima cuadra. No debo olvidar esta noche. Olvidar dos veces seguidas sería demasiado.

Retuvo ese pensamiento firmemente en su mente, y caminó un poco más rápido calle abajo.

Pero en la esquina se detuvo, consternado. Desconcertado, miró hacia la siguiente cuadra. No había ningún letrero de neón, ni un toque de luz amigable en la acera para señalar la pequeña tienda escondida en esta sección residencial.

Se quedó mirando el marcador de la calle y leyó la palabra lentamente: GRANT. La leyó de nuevo, incrédulo, porque esto no debería ser Grant Street, sino Marshall. Había caminado dos cuadras y la confitería estaba entre Marshall y Grant. Todavía no había llegado a Marshall, y aquí estaba Grant.

¿O, distraídamente, había llegado una cuadra más lejos de lo que pensaba? ¿Había pasado la tienda como la noche anterior?

Por primera vez en veinte años, Chambers volvió sobre sus pasos. Caminó de regreso a Jefferson, luego dio la vuelta y volvió a Grant y luego a Lexington. Luego de vuelta a Grant, donde se quedó asombrado mientras un hecho único e increíble crecía lentamente en su cerebro: ¡La cuadra de Marshall a Grant había desaparecido!

Ahora comprendía por qué había perdido la tienda la noche anterior, por qué había llegado a casa quince minutos antes.

Sus piernas que eran cosas muertas. Tropezó de regreso a casa. Cerró de golpe la puerta detrás de él y se dirigió vacilante a su silla en la esquina.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué significaba?

¿Con qué nigromancia inconcebible podría desaparecer una calle pavimentada, con casas, árboles y edificios y cerrar el espacio que había ocupado?

¿Estaba sucediendo algo en el mundo de lo que él, en su vida aislada, no sabía nada?

El señor Chambers se estremeció, alargó la mano para subir el cuello de su abrigo y luego se detuvo al darse cuenta de que la habitación debía estar caliente. Un fuego ardía alegremente en la chimenea. El frío que sentía venía de algún otro lugar. El frío del miedo y el horror, el escalofrío de un pensamiento a medio susurrar.

Había caído un silencio sepulcral, un silencio aún medido por el reloj de péndulo. Y, sin embargo, un silencio que tenía un tenor diferente al que había sentido antes. No era un silencio acogedor y confortable, sino uno que insinuaba el vacío y la nada.

Hay algo detrás de todo esto, se dijo el señor Chambers. Algo que llegaba hasta un rincón de su cerebro y exigía reconocimiento. Algo relacionado con fragmentos de conversaciones que había escuchado en la esquina de la farmacia, fragmentos de noticias que había escuchado mientras caminaba por la calle, el chillido del vendedor de periódicos llamando. Algo relacionado con los acontecimientos del mundo del que se había excluido.

Los recordó y se detuvo en el tema central de la charla que escuchó: las guerras y las plagas. Indicios de una Europa y Asia barridas, casi sin vida humana, de la plaga que asolaba África, de su aparición en América del Sur, de los frenéticos esfuerzos de los Estados Unidos para evitar que se extienda a las fronteras de esa nación.

Millones de personas murieron en Europa y Asia, África y América del Sur. Miles de millones, quizás.

Y de alguna manera esas espantosas estadísticas parecían estar ligadas a su propia experiencia. Algo, en algún lugar, en alguna parte de su vida anterior, parecía tener una explicación. Pero por más que lo intentó, su cerebro aturdido no pudo encontrar la respuesta.

El reloj de péndulo sonó lentamente, cada dos sones como de costumbre, creando una vibración de simpatía en el jarrón de peltre que estaba sobre la repisa de la chimenea.

El señor Chambers se puso de pie, caminó hacia la puerta, la abrió y miró hacia afuera. La luz de la luna decoraba la calle, grabando las chimeneas y los árboles contra un cielo plateado. Pero la casa del otro lado de la calle no era la misma. Era extrañamente desigual, sus dimensiones eran desproporcionadas, como una casa que de repente se hubiera vuelto loca.

La miró con asombro, tratando de determinar qué le pasaba. Recordó cómo era habitualmente: una casa cuadrada, una pieza sólida de arquitectura victoriana. Luego, ante sus ojos, la casa volvió a enderezarse. Lentamente se fue juntando, puliendo sus extraños ángulos, reajustando sus dimensiones, se volvió una vez a ser la pesada casa que él sabía que tenía que ser.

Con un suspiro de alivio, el señor Chambers volvió al pasillo. Pero, antes de cerrar la puerta, miró de nuevo. La casa estaba ladeada... quizás peor que antes.

Tragando saliva, el señor Chambers cerró la puerta de golpe y echó el cerrojo dos veces. Luego fue a su dormitorio y tomó dos polvos para dormir.

Sus sueños esa noche fueron los mismos que los de la noche anterior. Otra vez estaba el islote en medio del océano. De nuevo estaba solo sobre él. Una vez más, las hidrofinas que se retorcían se estaban comiendo su punto de apoyo pieza a pieza.

Se despertó con el cuerpo empapado de sudor. La vaga luz del amanecer se filtraba por la ventana. El reloj de la mesilla de noche marcaba las 7:30. Durante mucho tiempo permaneció inmóvil.

Una vez más, los fantásticos sucesos de la noche anterior volvieron a perseguirlo y mientras permanecía allí, mirando las ventanas, los recordaba, uno por uno. Pero su mente, todavía nublada por el sueño y el asombro, tomó los acontecimientos con calma, reflexionó sobre ellos, perdió el filo agudo del terror fantástico que acechaba a su alrededor.

La luz a través de las ventanas se hizo más brillante. El señor Chambers se deslizó fuera de la cama, se acercó lentamente a la ventana, el frío del suelo mordía sus pies descalzos. Se obligó a mirar hacia afuera.

No había nada fuera de la ventana. Sin sombras. Como si hubiera niebla. Pero ninguna niebla, sin embargo, por más espesa, podía ocultar el manzano que crecía pegado a la casa. Pero el árbol estaba ahí, sombrío, indistinto en el gris, con algunas manzanas marchitas aún pegadas a sus ramas, algunas hojas reacias a dejar la rama madre.

El árbol estaba allí ahora. Pero no cuando miró por primera vez. El señor Chambers estaba seguro de eso.

Y ahora vio los débiles contornos de la casa vecina… y todo en ella estaba mal. Los ángulos no encajaban, estaban fuera de escuadra; como si una mano gigante hubiera agarrado la casa y la hubiera arrancado de la realidad. Era como la casa que había visto al otro lado de la calle la noche anterior, la casa que se había enderezado dolorosamente cuando pensó en cómo debería verse.

Quizás si pensaba en cómo debería verse la casa de su vecino, también podría enderezarse. Pero el señor Chambers estaba muy cansado. Demasiado cansado para pensar en la casa.

Se apartó de la ventana y se vistió lentamente. En la sala de estar se dejó caer en su silla, puso los pies sobre la vieja otomana agrietada. Permaneció sentado un buen rato, intentando pensar.

Y luego, abruptamente, algo parecido a una descarga eléctrica lo atravesó. Rígido, se sentó allí, inerte por dentro ante el pensamiento. Minutos después se levantó y casi corrió a través de la habitación hacia la vieja estantería de caoba que estaba contra la pared.

Había muchos volúmenes en la biblioteca: sus amados clásicos en el primer estante, sus muchos trabajos científicos en los estantes inferiores. El segundo estante contenía solo un libro. Y fue alrededor de este libro donde se centró toda la vida del señor Chambers.

Veinte años atrás lo había escrito e intentó tontamente enseñar su filosofía a una clase de estudiantes. Los periódicos, recordó, habían hecho mucho por él en ese momento. La gente de mentalidad estrecha, que no entendía ni su filosofía ni su objetivo, al ver en él a otro exponente de algún culto antirracional, había forzado su expulsión de la escuela. En realidad, era un libro simple, descartado por la mayoría de las autoridades como simples caprichos de una mente demasiado celosa.

El señor Chambers abrió la tapa y empezó a hojear lentamente las páginas. Por un momento se apoderó de él el recuerdo de días más felices. Luego sus ojos se enfocaron en un párrafo escrito hace tanto tiempo que las mismas palabras parecían extrañas e irreales:

«El hombre mismo, por el poder de la sugestión de masas, posee el destino físico de esta tierra; sí, incluso el universo. Miles de millones de mentes ven los árboles como árboles, las casas como casas, las calles como calles, y no como otra cosa. Mentes que ven las cosas como son y las han mantenido como eran. Destruye esas mentes y toda la base de la materia despojada de su poder regenerador se derrumbará y se deslizará como una columna de arena…»

Sus ojos pasaron de página:

«Sin embargo, esto no tendría nada que ver con la materia en sí, solo con la forma de la materia. Porque si bien la mente del hombre a lo largo de las épocas puede haber moldeado una imagen del espacio en el que vive, la mente tendría poca influencia concebible sobre la existencia de esa materia. Lo que existe en nuestro universo conocido existirá siempre y nunca podrá ser destruido, solo alterado o transformado.

«De la astrofísica y las matemáticas modernas obtenemos una idea de la posibilidad de que haya otras dimensiones, otros tramos de tiempo y espacio incidiendo en el que ocupamos. Si se clava un alfiler en una sombra, ¿esa sombra tendría algún conocimiento del alfiler? No, porque en este caso la sombra es bidimensional, y, el alfiler, tridimensional. Sin embargo, ambos ocupan el mismo espacio.

«Concediendo entonces que sólo el poder de las mentes de los hombres sostiene este universo, o al menos este mundo en su forma actual, ¿por qué no vamos más lejos y visualizamos otras mentes en algún otro plano, mirándonos, esperando, esperando astutamente el momento en que puedan tomar el control, el dominio de la materia? Tal concepto no es imposible. Es una conclusión natural si aceptamos la doble hipótesis: que la mente controla la formación de toda la materia; y que otros mundos están en yuxtaposición con el nuestro.

«Tal vez lleguemos a un día, muy lejano, en el que nuestro plano, nuestro mundo, se disuelva bajo nuestros pies y ante nuestros ojos cuando una inteligencia más fuerte se extienda desde las sombras dimensionales del mismo espacio en el que vivimos y nos arrebate la materia que nos ocupa.»

Se quedó asombrado junto a la biblioteca, con los ojos mirando sin ver el fuego de la chimenea. Él había escrito eso. Y debido a esas palabras lo habían llamado hereje, se había visto obligado a renunciar a su puesto en la universidad, se había visto obligado a esta vida de ermitaño.

Una idea tumultuosa lo golpeó. Los hombres habían muerto por millones en todo el mundo. Donde había habido miles de mentes, ahora había una o dos. Una fuerza débil para mantener intacta la forma de la materia.

La plaga había barrido Europa y Asia, había arruinado África, había llegado a América del Sur, incluso podría haber venido a los Estados Unidos. Recordó los susurros que había escuchado, las palabras de los hombres en la esquina de la farmacia, los edificios desapareciendo. Algo que los científicos no pudieron explicar. Pero esos eran simplemente sapos de información. No conocía toda la historia. Nunca escuchó la radio, nunca leyó un periódico.

Pero de repente todo encajó en su cerebro como la pieza faltante de un rompecabezas en su ranura. El significado lo cautivó con una claridad condenatoria: no existían mentes suficientes para retener el mundo material en su forma mundana. ¡Otro poder de otra dimensión estaba luchando para reemplazar el control del mapa y llevar su universo a su propio plano!

De repente, el señor Chambers cerró el libro, lo guardó en el estuche y recogió su sombrero y su abrigo. Tenía que saber más. Tenía que encontrar a alguien que pudiera decírselo.

Cruzó el pasillo hasta la puerta y salió a la calle. En el camino miró hacia el cielo, tratando de distinguir el sol. Pero no había ningún sol, solo un gris omnipresente que lo envolvía todo, no una niebla gris, sino un vacío gris que parecía desprovisto de vida, de cualquier movimiento.

El camino conducía a su puerta y allí terminaba, pero a medida que avanzaba, la acera apareció a la vista y la casa de enfrente se asomó entre las sombras, una casa con diferencias. Avanzó rápidamente. La visibilidad se extendía sólo unos pocos metros. Al acercarse a ellas, las casas se materializaban como cuadros bidimensionales sin perspectiva, como soldados de cartón retorcidos haciendo fila en una mañana brumosa.

Se detuvo y miró hacia atrás y vio que el gris se había cerrado detrás de él. Las casas fueron arrasadas, la acera se desvaneció.

Gritó, esperando llamar la atención. Pero su voz lo asustó. Parecía subir a los niveles más altos del cielo, como si se hubiera abierto una puerta gigante a una gran habitación muy por encima de él.

Llegó a la esquina de Lexington. Allí, en la acera, se detuvo y miró. La pared gris era más gruesa, pero no se dio cuenta de lo cerca que estaba hasta que miró a sus pies y vio que no había nada, nada en absoluto más allá del bordillo. Ningún destello de asfalto mojado, ni rastro de una calle. Era como si toda la eternidad terminara aquí, en la esquina de Maple y Lexington.

Con un grito salvaje, el señor Chambers se volvió y echó a correr. De vuelta por la calle, corrió, con el abrigo ondeando detrás de él en el viento, el bombín rebotando en su cabeza. Jadeando, llegó a la puerta y tropezó con el camino, agradecido de que todavía estuviera allí. En la escalinata se detuvo un momento, respirando con dificultad. Miró hacia atrás por encima del hombro y una extraña sensación de entumecimiento interior pareció invadirlo. En ese momento la nada gris pareció diluirse, la cortina envolvente cayó y él vio...

Vaga e indistinta, pero dibujada en un contorno estereoscópico, una ciudad gigantesca se perfilaba contra el cielo oscuro. Era una ciudad fantástica con cúpulas en forma de cubos, agujas, puentes aéreos y arbotantes. Calles en forma de túnel, flanqueadas a ambos lados por relucientes rampas y pistas metálicas, se extendían sin cesar hasta el punto de fuga. Grandes rayos de luz multicolor sondearon enormes serpentinas y elipses por encima de los niveles superiores.

Y, más allá, como telón de fondo final, se alzaba un muro titánico. Era de esa pared, desde sus parapetos y almenas que el señor Chambers sintió que los ojos lo miraban. Miles de ojos mirando hacia abajo con un solo propósito.

Y, mientras continuaba mirando, algo más pareció tomar forma sobre esa pared. Un diseño esta vez, que se arremolinaba y se retorcía en las cintas de resplandor y rápidamente se fusionaba en extrañas características geométricas, sin líneas ni detalles definidos. Era un rostro colosal, un rostro de indescriptible poder y maldad, mirando hacia abajo con una compostura malévola.

Entonces la ciudad y el rostro se desenfocaron; la visión se desvaneció como una linterna mágica oscurecida, y el gris se movió de nuevo.

El señor Chambers abrió la puerta de su casa. Pero no la cerró. No había necesidad de cerraduras, ya no.

Unas cuantas brasas de fuego todavía ardían en la chimenea. Las removió, rastrilló las cenizas y amontonó más leña. Las llamas saltaron alegremente, bailando en la garganta de la chimenea.

Sin quitarse el sombrero y el abrigo, se hundió, exhausto, en su sillón favorito, cerró los ojos y volvió a abrirlos. Suspiró aliviado al ver que la habitación no había cambiado. Todo en su lugar habitual: el reloj, la lámpara, el cenicero de elefante, el estampado marino de la pared. Todo era como debería ser. El reloj midió el silencio con su tic-tac mesurado; sonó abruptamente y el jarrón emitió su habitual vibración simpática.

Esta era su habitación, pensó. Las habitaciones adquieren la personalidad de quien las habita, pasan a formar parte de él. Este era su mundo, su propio mundo privado y, como tal, sería el último en irse. ¿Pero cuánto tiempo podría su cerebro mantener su existencia?

El señor Chambers contempló la impresión marina y, por un momento, volvió a sentir un pequeño suspiro de tranquilidad. No pudieron quitar esto. El resto del mundo podría disolverse porque no había suficiente poder de pensamiento para retener su forma exterior. Pero esta habitación era suya. Él solo, desde que planeó por primera vez la construcción de la casa, había vivido aquí. Esta habitación se quedaría. Debía permanecer…

Se levantó de la silla y cruzó la habitación hasta la biblioteca, se quedó mirando el segundo estante con su único volumen. Sus ojos se dirigieron al estante superior y el terror se apoderó de él. No todos los libros no estaban allí. Solo los más queridos, los más familiares.

¡Entonces el cambio ya había comenzado aquí! Los libros secundarios se habían ido y eso encajaba en el patrón, porque serían las cosas menos familiares las que irían primero.

Girando, miró al otro lado de la habitación. ¿Fue su imaginación o la lámpara de la mesa se volvió borrosa y comenzó a desvanecerse? Pero, mientras la miraba, volvió a ser algo sólido y sustancial.

Por un momento, el miedo se acercó y lo tocó con dedos helados. Porque sabía que esta habitación ya no era a prueba de lo que había sucedido en la calle.

¿Se estaba volviendo loco? Había escuchado susurros al pasar, susurros que las chismosas amas de casa no tenían la intención de que él escuchara. Y había escuchado los gritos de los niños cuando pasaba. Pensaban que estaba loco. ¿Podría ser cierto? Pero sabía que no lo estaba. Sabía que quizás era el más cuerdo de todos los hombres que caminaron por la tierra. Porque él, y solo él, había previsto este escenario. Y los otros se habían burlado de él por ello.

En algún otro lugar, los niños podrían estar jugando en la calle. Pero sería una calle diferente. Y los niños sin duda también serían diferentes. Porque la materia de la que se había formado la calle y todo lo que la rodeaba ahora sería amasada en un molde diferente, robado por mentes diferentes en una dimensión diferente.

Tal vez lleguemos a un día, muy lejano, en el que nuestro plano, nuestro mundo se disuelva bajo nuestros pies y ante nuestros ojos cuando una inteligencia más fuerte se extienda desde las sombras dimensionales del mismo espacio en el que vivimos y nos arrebate la materia que nos ocupa.

Pero no había necesidad de esperar ese día lejano. A escasos años de haber escrito esas palabras proféticas, estaba sucediendo. El hombre había jugado inconscientemente en manos de esas otras mentes extradimensionales. El hombre había librado una guerra y la guerra había engendrado una peste. Y todo el vasto ciclo de acontecimientos no era más que un detalle de un plan ciclópeo.

Ahora podía verlo todo. Por una insidiosa hipnosis masiva, éramos secuaces de esa otra dimensión, de esa inteligencia suprema. Ella había sembrado deliberadamente las semillas de la disensión. La reducción del poder mental del mundo había sido cuidadosamente planeada con diabólica premeditación.

Siguiendo un impulso, de repente, se volvió, cruzó la habitación y abrió la puerta que comunicaba con el dormitorio. Se detuvo en el umbral y un sollozo se abrió paso hasta sus labios.

No había dormitorio. Donde habían estado su imperturbable cama con dosel y su cómoda, había una nada grisácea. Como un autómata, se volvió de nuevo y se dirigió a la puerta del vestíbulo. Aquí también encontró lo que esperaba. No había vestíbulo, ni perchero ni paragüero familiar.

Nada.

Débilmente, el señor Chambers volvió a su silla en la esquina.

—Así que aquí estoy —dijo, medio en voz alta.

Así que ahí estaba. Asediado en el último rincón del mundo que le quedaba.

¿No podría todo esto existir dentro de su propia mente? ¿No será la calle como siempre, con niños riendo y perros ladrando? ¿No podría seguir existiendo la confitería Red Star, salpicando la calle con el rojo de su letrero de neón?

Quizás había otros hombres como él, pensó. Hombres que se mantuvieron a raya ante el vacío que marcaba el paso de una dimensión a otra.

La calle se había ido. El resto de su casa se había ido. Pero la habitación aún conservaba su forma.

Sabía que esta habitación perduraría más. Y cuando se hubiera ido, este rincón con su silla favorita permanecería. Porque este era el lugar donde había vivido durante veinte años. El dormitorio era para dormir, la cocina para comer. Esta habitación era para vivir. Esta era su última resistencia.

Eran las paredes y los suelos y los grabados y las lámparas que habían absorbido su voluntad de convertirlos en paredes y grabados y lámparas.

Miró por la ventana hacia un mundo en blanco. Las casas de sus vecinos ya habían desaparecido. No habían vivido en ellas como él había vivido en esta habitación. Sus intereses se habían dividido, escasamente difundidos; sus pensamientos no se habían concentrado como los suyos en un área de cuatro por tres, o una habitación de catorce por doce.

Mirando a través de la ventana, lo vio de nuevo. La misma visión que había tenido antes y, sin embargo, diferente de una manera indescriptible. Allí estaba la ciudad iluminada en el cielo. Allí estaban las torres y torretas elípticas, las cúpulas y almenas en forma de cubo. Podía ver con claridad estereoscópica los puentes aéreos, las avenidas relucientes que se extendían hacia la infinitud. La visión estaba más cerca esta vez, aunque la profundidad y la proporción habían cambiado, como si la estuviera viendo desde dos ángulos concéntricos al mismo tiempo.

Y la cara… el rostro de la magnitud... del poder del arte cósmico y del mal…

El señor Chambers volvió a mirar hacia la habitación. El reloj avanzaba lenta y constantemente. El gris se estaba infiltrando en la habitación.

La mesa y la radio fueron las primeras en desaparecer. Simplemente se desvanecieron y con ellas se fue a una esquina de la habitación.

Y luego el cenicero de elefante.

—Oh, bueno —dijo el señor Chambers—, nunca me gustó demasiado.

Ahora, sentado allí, no le parecía extraño estar sin la mesa o la radio. Era como si fuera algo normal. Algo que uno podría esperar que suceda.

Quizás, si pensaba lo suficiente, podría traerlos de vuelta.

Pero, ¿de qué serviría? Un hombre, solo, no puede resistir la marcha irresistible de la nada. Un hombre, solo, simplemente no podía hacerlo.

Se preguntó cómo sería el cenicero del elefante en esa otra dimensión. Ciertamente no sería un cenicero ni la radio sería una radio, porque tal vez no tuvieran ceniceros o radios o elefantes en la dimensión invasora.

Se preguntaba, de hecho, cómo se vería él mismo cuando finalmente se deslizara hacia lo desconocido. Porque él también era materia, así como el cenicero y la radio lo eran.

Se preguntó si conservaría su individualidad, si todavía sería una persona. ¿O sería simplemente una cosa?

Había una respuesta para todo eso. Simplemente no la sabía.

La nada avanzó hacia él, se abrió camino a través de la habitación, acechándolo mientras se sentaba en la silla debajo de la lámpara. Y lo esperó.

La habitación, o lo que quedaba de ella, se sumió en un terrible silencio.

El reloj se había detenido.

—Raro. La primera vez en veinte años.

Saltó de su silla y volvió a sentarse.

El reloj no se había detenido.

No estaba ahí.

Tenía una sensación de hormigueo en los pies.

Carl Jacobi (1908-1997)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Carl Jacobi.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Carl Jacobi: La calle que no estaba ahí (The Street that Wasn’t There), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Elisa dijo...

Excelente, gracias por traducir estos cuentos ,de otro modo nunca los leeriamos.



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