«El hombre de mármol»: Edith Nesbit; relato y análisis


«El hombre de mármol»: Edith Nesbit; relato y análisis.




El hombre de mármol (Man-Size in Marble) —a veces publicado en español como El hombre de mármol de tamaño natural— es un relato fantástico de la escritora inglesa Edith Nesbit (1858-1924), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1887 de la revista Home Chimes, y luego reeditado en la antología de 1893: Relatos sombríos (Grim Tales).

El hombre de mármol, uno de los grandes cuentos de Edith Nesbit, narra la historia de dos recién casados que buscan tranquilidad en una casa de campo en el sur de Inglaterra. Laura escribe ficción, y su marido (el narrador), se dedica a la pintura. Todo parece marchar bien hasta que descubren una antigua iglesia normanda en las inmediaciones.

Completamente arrebatados por la belleza del lugar, la pareja observa con cierta inquietud dos estatuas de mármol que representan a dos caballeros famosos por su crueldad. Una vieja superstición local afirma que éstos se levantan de la tumba en la noche de Halloween, y que ocupan sus respectivas estatuas para visitar su antigua morada: la casa en la que los recién casados se están hospedando.

Finalmente llega la noche de Halloween (spoilers adelante). El marido pasea cerca de la iglesia y cree ver que las estatuas se mueven. Sin embargo, atribuye la visión a una ilusión óptica producto de la luz de la luna. Regresa a casa y encuentra a Laura muerta sobre una mesa, con una expresión de inimaginable horror en el rostro. En su mano, fría y lívida, encuentra un dedo de mármol.

El hombre de mármol de Edith Nesbit posee varios niveles de interpretación. En la superficie, naturalmente, se trata de un relato de fantasmas, pero debajo se agitan elementos más inquietantes, como la violencia de género. En este sentido, El hombre de mármol es uno de los grandes relatos psicológicos de terror del siglo XIX, y probablemente el mejor ejemplo del Feminismo en la ficción de aquellos años.

Al igual que el clásico de Edgar Allan Poe: El retrato oval (El Retrato Oval), El hombre de mármol de Edith Nesbit narra la tragedia de un artista que adora, literalmente, a su esposa, pero únicamente en términos de lo que ella representa para él como ideal de pureza. Es recién cuando el artista —ambos, en realidad, el de Poe y el de E. Nesbit— logra aceptar la compleja personalidad de su esposa, con sus neurosis, deseos, ansiedades, necesidades, que la encuentra muerta y, en cierto modo, nuevamente idealizada.

En este contexto, El hombre de mármol parece retratar el destino ingrato de la nueva mujer que comienza a pelear por sus derechos, acechada y perseguida por representaciones de la sociedad patriarcal. Por cierto, no solo Edith Nesbit presagia este tipo de castigos. Podemos encontrarlo en Drácula (Dracula), de Bram Stoker, donde Lucy y Mina, símbolos de esa nueva mujer, son subyugadas por las decisiones de casi todas las facetas de lo masculino: prometidos, esposos, amigos, doctores, parientes, sin mencionar al Conde (la realeza); también en Schalken el pintor (Schalken the Painter), de Sheridan Le Fanu, donde una muchacha es reclamada por el cadáver viviente de su tío; o en El rostro (The Face), de E.F. Benson, donde las pesadillas de una chica se vuelven realidad al ser perseguida por hombres fantasmagóricos en la vida real.

Los ejemplos abundan en la literatura victoriana tardía, que por primera vez reflexionó sobre el patriarcado, el machismo sistemático, la supuesta vulnerabilidad de las mujeres, y el rol que éstas deberían ocupar en la dinámica social. El hombre de mármol es uno de los ejemplos más interesantes de esas reflexiones.




El hombre de mármol.
Man-Size in Marble, Edith Nesbit (1858-1924)

Aunque cada palabra de este relato es tan cierta como la desesperación, no confío en que la gente las crea. En estos tiempos, para que se crea en algo, antes ha de haber una explicación racional. Permítaseme, pues, que ofrezca de inmediato la explicación racional que más crédito ha hallado entre quienes han conocido la historia de la tragedia de mi vida. Se considera que estábamos, Laura y yo, en pleno delirio aquel 31 de octubre, y que esta hipótesis sitúa todo el asunto bajo una luz satisfactoria y creíble.

El lector podrá juzgar, cuando también él haya conocido los hechos, si esto resulta ser una explicación y en qué sentido es racional. Fuimos tres los que tomamos parte en los hechos: Laura y yo y otro hombre. El otro hombre vive aún, y está en condiciones de dar testimonio de la parte menos fiable de mi historia. Nunca en mi vida había sabido lo que era tener lo suficiente para abastecer mis necesidades más usuales —buenas pinturas, libros y dinero para coches—, y cuando nos casamos sabíamos muy bien que sólo podríamos vivir con estricto cuidado y atención al trabajo.

En esos tiempos, yo pintaba y Laura escribía, y estábamos seguros de que, al menos, podríamos mantener un puchero bullendo sobre el fuego. Vivir en la ciudad era impensable, de modo que buscábamos una casa en el campo, lo que sería a la vez saludable y pintoresco. Tan raro resulta que ambas cualidades se conjuguen en una misma casa que, por un tiempo, nuestra búsqueda fue infructuosa.Lo intentamos a través de los anuncios, pero la mayoría de las residencias rurales que visitamos se nos mostraron carentes de ambas condiciones, y cuando una casa tenía buenos desagües, siempre había estuco en las paredes y su aspecto era el de una lata de té. Y si encontrábamos un emparrado o un porche cubierto por un rosal,invariablemente dentro anidaba el deterioro. Nuestras mentes estaban tan desconcertadas por la elocuencia de los agentes inmobiliarios y por las desventajas de los ardides de la imaginación, y de los atentados contra la belleza, que habíamos visto y con los que habíamos sido burlados, que dudo mucho que alguno de los dos, en la mañana de nuestra boda, supiese cuál era la diferencia entre una casa y un pajar.

Pero cuando nos apartamos de amigos y agentes inmobiliarios, durante nuestra luna de miel, la sensatez volvió a imponerse, y supimos qué quería decir que una casa fuera bonita cuando, por fin, vimos una. Estaba en Brenzett, un caserío asentado en una colina que dominaba los pantanos del sur. Habíamos ido allí, desde el pueblo costero en el que estábamos, para ver la iglesia; dos fincas más allá de la iglesia encontramos aquella casa. Se alzaba callada y solitaria a unas dos millas del pueblo. Era una construcción amplia, baja, con habitaciones que surgían en puntos inesperados. No le faltaba obra de sillería —cubierta de hiedra y ornada de musgo, sólo dos viejos cuartos, único resto de la mansión que en tiempos se alzara allí— y en torno a ese cuerpo de piedra había crecido la casa.

Despojada de sus rosas y del jazminero,hubiese resultado horrible. Tal como se hallaba era encantadora y, tras un breve examen, la alquilamos. Resultó absurdamente barata. El tiempo restante de nuestra luna de miel lo pasamos pululando por tiendas de viejo, en la capital del condado, tras muebles antiguos de roble y sillas para nuestro ajuar. Pusimos punto final yendo a la ciudad, y con una visita a Liberty’s; muy pronto los cuartos bajos,con vigas de roble en el techo y postigos en las ventanas, comenzaron a tener un aire de hogar. Había un bonito jardín diseñado a la antigua, con senderos de hierba y un sinfín de malvas, girasoles y lirios enormes. Desde la ventana se veían los pastos delas marismas y, más allá de ellos, la línea azul, delgada, del mar.

Estábamos tan contentos como glorioso era el verano, y nos entregamos al trabajo antes de lo que nosotros mismos habíamos esperado. Yo nunca me cansaba de esbozar el paisaje y los magníficos efectos de las nubes, delante de la ventana abierta; Laura, sentada a su mesa, escribía versos sobre esas mismas vistas, en los que yo, por lo común, desempeñaba el papel de telón de fondo. Conseguimos que una anciana del lugar, alta y robusta, trabajara para nosotros. Su cara y su aspecto eran buenos, aunque sus guisos resultasen de lo más elementales; pero lo sabía todo acerca del cuidado del jardín, nos dijo los antiguos nombres de todos los sotos y trigales, nos contó historias de contrabandistas y salteadores de caminos y, más sugestivas aún, de las cosas que caminaban y de las miradas que uno podía encontrarse en las veredas solitarias, a la luz de las estrellas.

Esa mujer significó una gran ayuda para nosotros, porque Laura detestaba las tareas de la casa tanto como yo amaba el folclore, y pronto dejamos todos los asuntos hogareños en manos de la señora Dorman, además de usar sus leyendas como tema de cuentos para revistas, que nos aportaban tintineantes guineas.

Llevábamos tres meses de felicidad matrimonial sin una sola discusión. Una noche de octubre había bajado yo a fumar una pipa con el médico —nuestro único vecino—, un agradable joven irlandés. Laura se había quedado en casa, para terminar una escena cómica sobre un episodio aldeano, pieza destinada a Monthly Marplot. La dejé riendo sus propios chistes y regresé para encontrarla llorando, sobre el asiento dela ventana, convertida en un montón encogido de muselina clara.

—¡Cielos, cariño! ¿Qué ocurre? —exclamé, abrazándola.

Laura apoyó su pequeña cabeza oscura en mi hombro y siguió llorando. Nunca antes la había visto llorar: siempre habíamos sido tan felices, ya me comprenderán mis lectores; tuve, pues, la certeza de que alguna desgracia terrible se había producido.

—¿Pero qué ocurre? Habla.

—Es la señora Dorman —sollozó.

—¿Qué ha hecho? —pregunté, inmensamente aliviado.

—Dice que debe irse antes de fin de mes y que su sobrina está enferma; ahora ha bajado a verla, pero no creo que ésa sea la causa, porque su sobrina siempre ha estado mala. Creo que alguien la ha puesto en contra de nosotros. Su actitud era extraña.

—No llores, cariño —dije—, por favor, o yo también tendré que llorar, por solidaridad, y después tú jamás volverás a respetarme.

Se secó los ojos, obediente, con mi pañuelo y hasta dibujó una leve sonrisa.

—Pero, mira —prosiguió—, es serio de verdad, porque estos aldeanos son tan tontos que si uno no quiere hacer algo, ten por seguro que ninguno de los demás querrá hacerlo. Y yo tendré que preparar nuestras comidas y fregar los odiosos platos grasientos, y tú tendrás que traer cubos de agua y limpiar las botas y los cuchillos. Y ya no tendremos tiempo para dedicarnos a lo nuestro, ni para ganar dinero, ni nada. ¡Tendremos que trabajar todo el día y sólo podremos descansar cuando estemos esperando que hierva el agua para el té!

Le hice ver que, aunque tuviésemos que realizar todas esas tareas, el día nos podía proporcionar cierto margen para otros afanes y diversiones. Pero ella se negó a ver el tema bajo una luz que no fuese la más gris de todas. Era poco razonable mi Laura, pero yo no la habría amado más si ella hubiese sido tan razonable como Whately.

—Hablaré con la señora Dormán cuando regrese, y veré si puedo llegar a un acuerdo con ella —dije—. Quizá quiera un aumento en su paga. Todo se arreglará. Vamos a dar un paseo hasta la iglesia.

La iglesia era grande y solitaria; nos gustaba ir allí, sobre todo en las noches claras. El sendero bordeaba un bosque, cortaba después a través de él, trepaba por la cresta de la colina entre dos fincas y rodeaba la cerca de la iglesia, sobre la que se erguía la fronda de los tejos añosos, en masas oscuras de sombra. Ese sendero, que en parte estaba pavimentado, era conocido como «la senda de los ataúdes», porque durante mucho tiempo por allí habían pasado los entierros.

El patio de la iglesia estaba densamente arbolado, cubierto por grandes olmos, cuyas raíces se hundían al otro lado de la tapia y cuyas majestuosas ramas se tendían como si quisiesen bendecir a los muertos que descansaban en paz. Un atrio amplio y bajo daba acceso al edificio,a través de un pórtico normando y de una pesada puerta de roble con clavos de hierro. Dentro, los arcos se alzaban en la oscuridad y entre ellos, blancas a la luz de la luna,destacaban las ventanas. En el presbiterio las vidrieras lucían sus cristales floridos que, en la penumbra, dejaban adivinar sus nobles colores y hacían que el roble negro de los bancos del coro apenas fuese más sólido que las sombras. Pero a cada lado del altar yacían las figuras de mármol gris de dos caballeros revestidos de sus armaduras completas, tendidas sobre una delgada losa, con las manos enlazadas en una plegaria eterna; esas figuras —cosa bastante extraña— siempre se podían ver, aunque apenas hubiese un mínimo rayo de luz en la iglesia.

Los nombres se habían borrado, pero los lugareños contaban que habían sido hombres fieros y malvados, malhechores de tierra y mar, el flagelo de su tiempo, y responsables de actos tan perversos que la casa en que vivieran —dicho sea de paso, la gran mansión sobre la que se había construido la casa que nosotros ocupábamos— fue fulminada por el rayo vengador del Cielo.

Aun a pesar de todo ello, el oro de sus herederos les había comprado un lugar en la iglesia. Al mirar las duras facciones reproducidas en el mármol, resultaba fácil creer en la conseja.Esa noche la iglesia se mostraba como un ámbito bello y espectral, en parte porque las sombras de los tejos se proyectaban a través de las ventanas por el suelo de la nave, deshaciéndose sobre los pilares en raros dibujos umbríos. Nos sentamos,uno junto al otro, sin hablar; observábamos la belleza solemne de la vieja iglesia, con algo de ese respeto temeroso que inspirara a sus antiguos constructores.

Avanzamos después hacia el presbiterio y contemplamos las figuras yacentes de los guerreros.Descansamos, durante un rato, en el asiento de piedra del atrio, perdiendo la mirada en la extensión de la campiña iluminada por la luna, sintiendo en cada fibra de nuestro ser la paz de la noche y de nuestro amor feliz; por fin se nos impuso el sentimiento de que hasta las tareas más rústicas eran sólo inconvenientes nimios. La señora Dorman había regresado de la aldea y de inmediato la invité a un breve diálogo.

—Veamos, señora Dorman, ¿qué es eso de que usted nos deja?

—Necesito marcharme, señor, ante de fin de mes —respondió, con su habitual placidez.

—¿Tiene usted alguna queja?

—Ninguna, señor; usted y la señora siempre han sido muy gentiles.

—Pues bien, ¿qué es lo que ocurre entonces? ¿No le parece bastante la paga?

—No, señor, está muy bien.

—¿Por qué no se queda, entonces?

—Preferiría marcharme —la vi vacilar—, mi sobrina está enferma.

—Pero si su sobrina está enferma desde que nosotros llegamos.

No hubo respuesta. Se produjo un silencio prolongado y extraño. Fui yo quien lo rompió.

—¿No puede quedarse un mes más? —pregunté.

—No, señor. He de marcharme el jueves.

¡Y estábamos a lunes!

—Pues debo decirle que, me parece, tendría que habernos advertido antes. Ya no hay tiempo para buscar otra persona, y la señora no está en condiciones de ocuparse de las tareas pesadas de la casa. ¿No podría quedarse hasta la semana próxima?

—Creo que podría volver la semana próxima.

Me dije que lo que esa mujer quería era un breve descanso, que nosotros no tendríamos inconveniente en concederle tan pronto hubiésemos conseguido una sustituta.

—¿Pero por qué ha de irse esta semana? —insistí—. Le ruego que lo piense mejor.

La señora Dormán ajustó en el pecho la toquilla que siempre llevaba sobre los hombros, como si tuviese frío. Después, con cierto esfuerzo, habló.

—Se cuenta, señor, que ésta fue una gran mansión en tiempo de los católicos, y que pasaron muchas cosas aquí.

La naturaleza de esas «cosas» se podía deducir, vagamente, de la inflexión de la voz de la señora Dormán: bastaba para helar la sangre en las venas. Me alegré de que Laura no estuviese presente; siempre se encontraba nerviosa, como toda persona de temperamento tenso, y yo sentí que esos cuentos acerca de nuestra casa, narrados por aquella campesina ya mayor, capaz de una actitud imponente y contagiosa en su credulidad, podrían haber convertido nuestro hogar en algo menos entrañable para mi mujer.

—Cuéntemelo todo, señora Dormán —dije—, sin reparos. No soy uno de esos jovencitos que se burlan de tales relatos.

Eso, en parte, era verdad.

—Verá, señor —bajó la voz—, usted habrá observado esas dos formas que hay en la iglesia, a los lados del altar.

—Se refiere a las estatuas de los dos caballeros armados.

—Me refiero a esos dos cuerpos, representados a tamaño natural y en mármol — insistió, y hube de admitir que su descripción era mil veces más gráfica que la mía, sin tomar en cuenta cierta fuerza extraña y un carácter indecible en la expresión «tamaño natural y en mármol»—. Pues, según dicen, en la víspera del Día de Todos los Santos, esos dos cuerpos se sientan en sus lápidas, y las abandonan, y caminan por el centro de la nave, así, en su forma marmórea —otra buena frase—, y cuando el reloj de la iglesia da las once salen por la puerta del templo y marchan entre las tumbas, y avanzan por la senda de los ataúdes y, si hace una noche húmeda, al día siguiente se ven sus pisadas.

—¿Y adónde van?

Vuelven a su casa, señor, y si alguien se encuentra con ellos…

—¿Sí, qué? —pregunté.

Pero no pude sacarle ni una sola palabra más, como no fuera que su sobrina estaba mala y ella debía marcharse.

Después de lo que había oído no quise seguir con el tema de la enferma, y procuré que la señora Dorman me diera más detalles de la leyenda. Sólo obtuve advertencias.

—Haga lo que haga, señor, cierre pronto la puerta en la víspera de Todos los Santos, y haga la señal de la cruz sobre los escalones de la entrada y en las ventanas.

—¿Pero ha habido quien haya visto esas cosas? —insistí.

—No seré yo quien se lo diga. Sé lo que sé, señor.

—Vaya, ¿quién vivía aquí el año pasado?

—Nadie, señor; la señora que ahora es propietaria de la casa únicamente pasa aquí el verano, siempre se va a Londres un mes antes de la noche. Siento mucho causarle inconveniente a usted y a la señora, pero mi sobrina está mala y debo irme el jueves.

Estuve a punto de zamarrearla por la absurda reiteración de ese subterfugio tan evidente, cuando ya me había explicado sus verdaderas razones. Estaba decidida a marcharse y ni aun conjugando nuestro empeño la habríamos apartado en lo más mínimo de su decisión.

No conté a Laura la leyenda de las figuras que «caminaban en su forma marmórea», en parte porque una leyenda que se refería a nuestra casa quizá perturbase a mi mujer, y en parte, pienso, por algún otro motivo más oculto. Ésa no era para mí una historia como cualquier otra y no quise hablar del tema hasta el final del día. Sin embargo, al cabo de poco rato, ya había dejado de pensar en la leyenda.

Instalado junto a la ventana, estaba pintando un retrato de Laura y no podía pensar en mucho más que en mi trabajo. Había elegido el espléndido fondo de un ocaso pleno de amarillo y gris, y avanzaba con entusiasmo en el rostro.

El jueves, la señora Dorman se marchó. En el momento de partir se mostró lo bastante condescendiente como para recomendar:

—No se apure usted por el trabajo, señora. Si queda algo por hacer, ya me ocuparé yo la semana próxima, le prometo que no me importará.

De eso deduje que quería volver a servirnos después de Halloween. Hasta el último momento se mantuvo aferrada, con una fidelidad emocionante, a la ficción de la enfermedad de su sobrina.

El jueves fue un buen día. Laura demostró gran habilidad en materia de filetes y patatas, y confieso que mi trabajo con los cuchillos y los platos, que me empeñé en fregar, estuvo mejor que lo urdido por las más osadas de mis esperanzas.

Llegó el viernes. Este escrito se refiere a lo que sucedió aquel viernes. Me pregunto si yo hubiese creído todo esto en caso de que alguien me lo hubiese contado. Escribiré la relación de aquello lo más rápida y sencillamente que me sea posible. Todo lo que sucedió ese día está grabado a fuego en mi cerebro. No olvidaré ningún detalle ni dejaré nada de lado.

Me levanté temprano, recuerdo, y encendí el fuego de la cocina; acababa de obtener una buena cantidad de humo cuando mi mujercita bajó a la carrera, tan luminosa y dulce como la propia mañana de octubre. Preparamos el desayuno entre los dos y nos resultó muy divertido hacerlo. No nos llevó mucho tiempo recoger la casa, y cuando cepillos, plumeros y cubos volvieron a su reposo, todo seguía en pie. Es extraordinaria la diferencia que una persona representa en una casa. De verdad echábamos en falta a la señora Dorman, aparte de todo lo que se relacionaba con cacerolas y sartenes.

Pasamos el día quitando el polvo de nuestros libros y acomodándolos, y cenamos, muy contentos, carne fría y café. Laura estaba, si eso era posible, más animada, encantadora y dulce que nunca, de modo que llegué a pensar que ocuparse un poco más de las tareas domésticas le sentaría muy bien. Nunca nos habíamos sentido tan ufanos desde que nos casáramos y el paseo de esa tarde fue,creo, el momento más feliz de toda mi vida. Tras contemplar cómo palidecían, lentas, las nubes de un rojo escarlata profundo, cómo se teñían de gris plomizo contra los despintados tonos malva del cielo, después de ver, por detrás de los setos, cómo se elevaban desde la ciénaga lejana las volutas de niebla, regresamos en silencio, tomados de la mano.

—Te noto melancólica, cariño —dije medio en broma, cuando nos sentamos en nuestro pequeño salón.

Esperaba una protesta, porque mi propio silencio había sido el silencio de la felicidad total. Para mi sorpresa, Laura respondió:

—Sí. Creo que estoy triste o, más bien, inquieta. No me encuentro muy bien. Me he estremecido tres o cuatro veces desde que llegamos y no hace frío, ¿verdad?

—No —respondí y formulé el deseo de que no fuese un enfriamiento debido a las traidoras nieblas que se desprenden de la ciénaga cuando muere la luz.

—No —dijo Laura, no creía que fuese eso. Después, tras un silencio, de improviso volvió a hablar—: ¿alguna vez has tenido presentimientos malignos?

—No —dije sonriendo—, y no me los creería si los tuviese.

—Yo sí —prosiguió—; la noche en que murió mi padre, lo supe, aunque él estaba lejos, en el norte de Escocia.

No pude decirle, ni una palabra. Laura permaneció sentada ante el fuego, en silencio, durante unos momentos, acariciando mi mano con dulzura. Por fin se puso de pie, pasó a mis espaldas y, echando mi cabeza hacia atrás, me besó.

—Ya se ha pasado —dijo—. ¡Qué tonta soy! Ven, encendamos las velas y toquemos alguno de esos nuevos duetos de Rubinstein.

Estuvimos una hora o dos sentados al piano.Hacia las diez y media comencé a pensar en mi pipa de la noche, pero Laura estaba tan pálida que creí que sería brutal por mi parte llenar nuestro salón con el humo de mi fuerte tabaco.

—Fumaré mi pipa afuera —dije.

—Déjame ir contigo.

—No, cariño, esta noche no. Estás muy cansada. No tardaré. Métete en la cama o mañana tendré que cuidar a una enferma.

La besé y ya me volvía para salir cuando Laura me echó los brazos al cuello y me estrechó como si jamás me fuese a soltar.

—Vamos, cielo, estás extenuada. Las labores de la casa son demasiado para ti.

Aflojó su abrazo y suspiró hondamente.

—No. Hoy hemos sido muy felices, ¿verdad, Jack? No te demores mucho.

—No lo haré, cariño.

Franqueé la puerta principal y la dejé abierta. ¡Qué noche más magnífica hacía! Unas masas inquietas de pesadas nubes oscuras surcaban el cielo, a intervalos, de un extremo a otro, y cendales blanquecinos, translúcidos, ocultaban por momentos las estrellas. En el cauce de aquel río de nubes nadaba la luna, hundiéndose en las ondas y desapareciendo entre las sombras. En los momentos espaciados en que su luz tocaba los bosques, parecía que las copas de los árboles se balanceaban, lentas y silenciosas, al ritmo de las nubes que las cubrían.

Una rara luz grisácea bañaba los campos; en los prados refulgía ese resplandor recóndito que sólo nace de la unión del rocío y la luz de la luna, o de la escarcha y las estrellas.Paseé arriba y abajo, absorto en la belleza de la campiña quieta y del cielo cambiante. La noche estaba en absoluto silencio. Nada parecía existir fuera de ese lugar. No había carreras de conejos ni piaban los pájaros semidormidos. Y aunque las nubes navegaban por el firmamento, el aire que las movía soplaba tan alto que ni siquiera rozaba las hojas secas de los senderos del bosque. Más allá de los prados veía la torre de la iglesia, erguida en negro y gris contra el cielo. Fijé mis ojos en ella, pensando en nuestros tres meses de felicidad, en mi mujer, en sus bellos ojos, sus maneras adorables.

¡Oh, mi pequeña! Qué visión tuve entonces de una larga vida feliz para ti y para mí, juntos!

Oí el tañido de la campana de la iglesia. ¡Daban las once! Me volví para entrar,pero la noche me aprisionaba. No podía volver aún a nuestras tibias habitaciones. Subiría hasta la iglesia. Tenía el sentimiento vago de que sería bueno llevar mi amor y mi agradecimiento hasta ese santuario en el que los hombres habían acumulado tantas penas y alegrías en tiempos ya idos. Al pasar junto a la casa, miré hacia dentro por una de las ventanas bajas. Laura estaba recostada sobre su sillón, frente al fuego. No podía ver su cara, sólo su cabeza oscura se proyectaba contra la pared.

Estaba inmóvil. Dormida, sin duda. Mi corazón se precipitó hacia ella, mientras seguía mi camino. Tiene que haber un Dios, pensé, y un Dios de bondad. De otro modo ¿quién hubiese podido siquiera imaginar a alguien tan dulce y amable como ella?

Caminé con lentitud por la linde del bosque. Un sonido quebró la calma de la noche. Algo crujía entre los árboles.

Me detuve a escuchar. El sonido también se detuvo. Proseguí la marcha y entonces oí con claridad que otros pasos contestaban a los míos, como un eco. Sería un cazador furtivo o un salteador de los bosques, personajes que no eran desconocidos en nuestra arcádica vecindad. Pero fuera quien fuese, era un imprudente al no moverse con menos ruido. Giré para atravesar el bosque, y las pisadas parecían provenir de la senda que yo acababa de abandonar.

Debe de ser un eco, pensé.

El bosque lucía perfecto a la luz de la luna. Los grandes helechos moribundos y los zarzales se dejaban ver en los puntos en que el follaje ralo daba paso a los pálidos rayos. Los troncos de los árboles se elevaban a mi alrededor como columnas góticas. Me recordaron la iglesia; giré por la senda de los ataúdes y pasé por la entrada de los difuntos, crucé entre las tumbas y llegué al atrio. Me detuve por un momento en el banco de piedra desde el que Laura y yo habíamos contemplado el paisaje que se desdibujaba. En ese instante advertí que la puerta de la iglesia estaba abierta, y me reproché a mí mismo el haberla dejado así la noche anterior.

Nosotros éramos las únicas personas que se atrevían a entrar en la iglesia en días que no fuesen domingo; me sentí responsable al pensar que, por nuestro descuido, el aire húmedo del otoño había logrado colarse para dañar el antiguo edificio.

Entré.

Parecerá extraño, quizá, que yo tuviese que haber llegado hasta la mitad de la nave antes de recordar —con un estremecimiento helado, seguido de un arranque de auto desdén— que era el día y la hora en que, según la tradición, los cuerpos esculpidos en mármol a tamaño natural comenzaban a caminar. Tras recordar la leyenda, con un estremecimiento del que me avergonzaba, no pude por menos de ir hacia el altar, sólo para ver aquellas figuras, dije para mis adentros; en realidad, lo que quería era asegurarme a mí mismo, primero, que no creía en la leyenda y, segundo, que esa historia no era verdad.

Casi me alegraba de estar allí. Pensé que podría contarle a la señora Dorman que sus fantasías no tenían fundamento y que las figuras de mármol habían seguido durmiendo en paz durante aquella hora funesta.

Con las manos en los bolsillos atravesé la nave. Bajo aquella luz mortecina, grisácea, el extremo oriental de la iglesia parecía mayor que de costumbre, y los arcos que cubrían las tumbas también se veían más amplios. La luna surgió entre las nubes y me dejó ver la causa. Quedé inmóvil. Mi corazón dio un salto que casi era un ahogo y después se precipitó hacia una sima negra. Los cuerpos esculpidos a tamaño natural habían desaparecido, y sus lápidas de mármol yacían vacías y desnudas bajo la luz errante de la luna.

¿Habían desaparecido de verdad? ¿O yo estaba loco?

Mientras procuraba controlar mis nervios, me incliné para pasar la mano sobre las pulidas lápidas: palpé una superficie plana, sin fisuras. ¿Alguien se habría llevado la estatuas? ¿Era alguna broma perversa y real? Tenía que asegurarme, de todos modos. En un instante preparé una antorcha con un trozo de periódico que, por casualidad, tenía en el bolsillo, la encendí y alcé por encima de mi cabeza. Su resplandor amarillento iluminó los nichos oscuros y aquellas losas. Las figuras habían desaparecido.

Y yo estaba solo en la iglesia, ¿o acaso no lo estaba?

Entonces el espanto se apoderó de mí; un espanto indefinible, indescriptible, la certidumbre abrumadora de una calamidad suprema e irremediable. Arrojé la antorcha, me precipité a través de la nave y el atrio, mordiéndome los labios mientras corría, para no gritar. ¡Oh! ¿Había enloquecido? ¿Qué fuerza era la que me poseía?

Salté la tapia del cementerio y tomé un atajo que cruzaba los prados, guiándome por la luz de nuestras ventanas. Cuando puse el pie en el primer escalón de la entrada, una figura sombría pareció surgir del suelo. Enloquecido aún por la certidumbre de una desgracia, me abalancé contra aquella cosa que me cerraba el camino gritando:

—¡Quítese del paso!

Pero mi impulso encontró una resistencia mayor que la esperada. Mis brazos quedaron aprisionados por los codos y sujetos con fuerza; el enjuto médico irlandés me estaba sacudiendo.

—¿Qué le ocurre? —gritaba con su acento inconfundible—. ¿Qué le pasa?

—¡Quítese del paso, insensato! —jadeaba yo—. Las figuras de mármol han desaparecido de la iglesia, le digo que no están allí.

El médico estalló en una carcajada.

—Mañana tendré que prescribirle algo, ya veo. Usted ha fumado mucho y ha oído esos cuentos de viejas.

—Le aseguro que he visto las lápidas vacías.

—Vamos, venga conmigo. Voy a casa del viejo Palmer, su hija está enferma. Echaremos una mirada en la iglesia y usted me mostrará esas lápidas vacías.

—Vaya usted, si quiere —le dije, tranquilizado en parte por su risa—, yo entraré a ver a mi mujer.

—Tonterías, hombre —me dijo—. ¿Piensa que se lo permitiré? ¿Irá usted por el mundo, toda la vida, diciendo que ha visto figuras de mármol macizo provistas de movimiento y yo tendré que afirmar, toda mi vida, que usted es un cobarde? No, señor, no lo consentiré.

El aire de la noche, una voz humana y también, creo, el contacto físico con aquel metro ochenta de sólido sentido común me devolvieron en parte a mi yo habitual, y la palabra «cobarde» fue un baño frío para mi mente.

—Vamos —le dije de mala gana—, tal vez usted tenga razón.

Aún me mantenía sujeto el brazo con fuerza. Bajamos el escalón y emprendimos camino hacia la iglesia. Todo estaba tan calmo como la muerte. El ambiente olía a humedad y a lodo. Avanzamos por la nave. No me avergüenza confesar que cerré los ojos: sabía que las estatuas no estaban allí.

Oí que Kelly encendía una cerilla.

—Aquí están, ya lo ve, como debe ser; usted lo ha soñado o ha bebido, y disculpe la acusación.

Abrí los ojos. A la luz final de la cerilla vi las dos figuras yacentes en su forma marmórea y sobre sus lápidas. Aspiré hondo y le estreché la mano.

—Tengo una deuda inmensa con usted —dije—. Ha de haber sido alguna ilusión de la luz, o tal vez he estado trabajando mucho; quizá sea eso. Verá, estaba convencido de su desaparición.

—Ya me había dado cuenta —respondió con severidad—; debe tener cuidado con sus fantasías, amigo mío, se lo aseguro.

Estaba inclinado hacia delante y miraba la figura de la derecha, cuyo rostro pétreo era el de expresión más infame y letal de las dos.

—¡Por Júpiter! —exclamó—, algo ha pasado aquí, esta mano está rota.

Así era.

Por mi parte, estaba seguro de que la había visto entera la última vez que Laura y yo entráramos en la iglesia.

—Quizá alguien haya tratado de llevárselas —dijo el joven médico.

—Eso no valdría para explicar mi impresión —objeté.

—El mucho pintar y el demasiado fumar lo explican muy bien.

—Vámonos —dije— o mi mujer se inquietará. Le invito a un trago; brindaremos para que la confusión se apodere de los fantasmas y el sentido común de mí.

—Tendría que subir a casa de Palmer, pero es muy tarde; lo dejaré para mañana —respondió—. Me entretuve en el Club y de resultas he tenido que visitar a mucha gente. De acuerdo, iré con usted.

Creo que pensaba que yo le necesitaba más que la niña de Palmer, de modo que discurriendo acerca de cómo había sido posible semejante alucinación, y deduciendo de esta experiencia amplias generalizaciones aplicables a los fenómenos fastasmagóricos, subimos hacia la casa. Desde el camino del jardín vimos un haz de luz que salía por la puerta principal abierta, y observamos que también la puerta del salón estaba abierta. ¿Habría salido Laura?

—Pase —dije, y el doctor Kelly me siguió hacia el salón.

Dentro resplandecían las luces, no sólo velas de cera, sino también no menos de una docena de las de sebo, chorreantes, con sus destellos amarillentos, colocadas,dentro de vasos y adornos, en sitios inusuales. Yo sabía que la luz era el remedio de Laura contra el nerviosismo. ¡Pobre criatura! ¿Por qué la había dejado sola?

Echamos una mirada a nuestro alrededor y en un primer momento no la vimos. La ventana estaba abierta y la corriente inclinaba todas las llamas hacia un mismo lado. Su sillón estaba vacío; su pañuelo y un libro, en el suelo. Me volví. Allí, en el hueco de la ventana, encontré su figura. ¿Se había acercado a los cristales para verme? ¿Qué podía haber entrado en la habitación, tras ella? ¿Hacia qué se había vuelto con aquella mirada de terror? ¿Había creído que esos pasos que oía eran los míos y se había vuelto para encontrarse… con qué?

Estaba caída de espaldas sobre una mesa, junto a la ventana, y su cuerpo yacía a medias sobre la mesa y el banco, con la cabeza apoyada en la madera; su pelo castaño, suelto, llegaba hasta la alfombra. Su boca, desencajada, dibujaba una mueca y sus ojos estaban abiertos, muy abiertos. Pero ya no veían nada.

¿Qué había sido lo último que habían visto?

El doctor se acercó a ella, pero yo le aparté, salté y la tomé en mis brazos, exclamando:

—¡Ya ha pasado todo, Laura! ¡Ya te tengo en mis brazos, cariño!

La estreché, la besé, la llamé con todos aquellos nombres que mi amor le había dado, pero creo que en todo momento supe que estaba muerta. Tenía las manos cerradas con fuerza.

En una había algo.

Cuando me convencí de que estaba muerta, de que ya nada importaba, dejé que el médico le abriese la mano para ver qué sujetaba en ella. Era un dedo de mármol gris.

E. Nesbit (1858-1924)




Relatos góticos. I Relatos de Edith Nesbit.


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El análisis y resumen del cuento de Edith Nesbit: El hombre de mármol (Man-Size in Marble), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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