Por qué los vampiros odian el ajo


Por qué los vampiros odian el ajo.




No deja de sorprender que una criatura sobrenatural como el vampiro pueda ser ahuyentado con una modesta ristra de ajo. Sin embargo, este sistema de profilaxis es casi tan antiguo como las leyendas de vampiros.

Por regla general, conviene prestar atención a todos los rasgos y detalles que se mantienen inalterables en el curso histórico de una leyenda, ya que siempre participan de su génesis.

Las primeras menciones sobre el ajo como método de protección contra los vampiros provienen de la Edad Media. En gran medida, su éxito como repelente de vampiros se debe a causas olfativas. Veamos por qué.

La creencia en vampiros tuvo un fuerte arraigo en ambas orillas del Rin. En aquella zona se pensaba que los vampiros poseían una vista muy deficiente y qué, al menos durante sus primeras noches como no-muertos, buscaban alimentarse con la sangre de familiares cercanos guiándose únicamente por el olfato.

En la presunción —por cierto, verificable— de que todos tenemos un hedor particular que nos identifica, los atemorizados parientes del supuesto vampiro se untaban generosamente el cuello, los brazos y el tórax con una pasta hecha a base de ajos machacados con la intención de ocultar el rastro odorífero propio de la familia.

Algunos folcloristas sospechan que el empleo del ajo como método profiláctico contra los vampiros se originó por una mala interpretación del trabajo de enterrador.

En la Edad Media —y hasta bien entrado el siglo XIX— no era inusual que pasaran varios días hasta que un cadáver fuese enterrado, incluso semanas o, si las condiciones climáticas eran adversas, meses. Los enterradores utilizaban un collar de ajos alrededor del cuello para protegerse de los efluvios fétidos de los cuerpos en pleno proceso de descomposición, hábito práctico que pudo ser confundido con una operación de orden mágica.

La leyenda de los vampiros evolucionó a finales de la Edad Media. Eventualmente ya no se creyó que los vampiros atacaran únicamente a sus familiares más cercanos, sino a cualquiera; de modo que el hábito de untarse la piel con pasta de ajo para esconder el olor personal quedó obsoleta. Sin embargo, el remedio se perpetuó en la costumbre de colgar ajo en las ventanas, puertas y chimeneas, creyendo que esto los ahuyentaba.

Este pequeño salto evolutivo tuvo un enorme impacto en el desarrollo de los vampiros como arquetipo del mal en las leyendas. El ajo en sí mismo no poseía ningún efecto sobre los vampiros, sino más bien sobre quienes lo utilizaban para disimular su olor. No obstante, en el siguiente eslabón de la leyenda, cuando se creyó que los vampiros podían cebarse en la sangre de cualquiera, el ajo adquirió cualidades repelentes propias.

Ya bajo este nuevo paradigma, Rumania, cuna del vampirismo ortodoxo, fue sede del más prolífico y variado consumo de ajo como protección contra vampiros.

Los primeros tratados sobre vampiros trazan un claro paralelo entre los vampiros y los insectos. El obispo L'Oubriere declara que los vampiros son los «mosquitos del infierno»; una muestra gratis de los horrores que Satanás tiene reservados para los réprobos condenados a su reino. La sabiduría popular, siempre atenta a las sugerencias del clero, empezó a utilizar el ajo como repelente natural contra los vampiros, precisamente porque produce el mismo efecto en algunos insectos, especialmente en los mosquitos.

El excéntrico clérigo Montague Summers —autor de: El hombre lobo (The Werewolf), El vampiro: su estirpe y raza (The Vampire: His Kith and Kin) e Historia de la brujería y la demonología (The History of Witchcraft and Demonology)— describe la costumbre húngara de colocar dientes de ajo en todos los orificios del cadáver bajo la creencia de que esto impedirá que se levante como vampiro (ver: Montague Summers: el verdadero Van Helsing)

Este hábito, notoriamente inquietante para cualquier sacerdote católico, quienes creen en la resurrección de los cuerpos al final de los tiempos, presenta la incomodidad que supone despertarse en pleno Apocalípsis con un diente de ajo alojado en el ano. No obstante, vale aclarar que esta aterradora operación proviene de una región que no cree en los vampiros en cuanto entidades revinientes, sino como espíritus que poseen y animan ciertos cadáveres con propósitos nefastos. Este tipo de característica es conocida como posesión vampírica.

El ocultista francés Robert Ambelain propone otra explicación para el uso de ajo como remedio contra los vampiros. Según sus registros, los pastores de los Cárpatos solían quemar una mezcla de arsénico y otras sustancias con las que ahumaban al ganado bajo la creencia de que ese aroma era intolerable para los vampiros. Ambelain reprodujo en su laboratorio aquella receta. El resultado fue un olor prácticamente idéntico al del ajo.

¿Por qué los vampiros odian el ajo?

El cine de terror insistió hasta el cansancio sobre este asunto, pero la literatura gótica fue mucho menos proclive a inclinarse hacia el ajo como remedio anti-vampiros.

La primera mención literaria del uso del ajo contra los vampiros proviene de la interminable novela de 1847: Varney, el Vampiro; o el festín de sangre (Varney the Vampire, or The Feast of Blood). Algunos años después la cosa se fue perfeccionando. Ya no se usaban los dientes de ajo sino las flores del ajo para prevenir los ataques de los vampiros.

El primero en apropiarse de esta tendencia fue el Drácula (Dracula), de Bram Stoker; dónde un enajenado Abraham Van Helsing coloca flores de ajo en la habitación de Lucy Westenra, con resultados francamente negativos (ver: Mina y Lucy: la ideología de género en «Drácula»)




Leyendas de vampiros. I Razas de vampiros.


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