«La correspondencia de P.»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis


«La correspondencia de P.»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.




La correspondencia de P. (P.'s Correspondence) es un relato psicológico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado por primera vez en la edición de abril de 1845 de la revista United States Magazine and Democratic Review, y luego reeditado en la antología de 1846: Musgos de la vieja rectoría (Mosses from an Old Manse).

La correspondencia de P., uno de los cuentos de Nathaniel Hawthorne menos conocidos, asume la forma de un documento epistolar con características asombrosas. Al parecer, P. ha perdido la cordura; y a pesar de estar encerrado en una habitación describe sus encuentros con las figuras literarias más famosas del siglo XIX, como lord Byron, Longfellow y Charles Brockden Brown, entre muchos otros más; lo cual nos permite conocer de algún modo las observaciones del propio Nathaniel Hawthorne respecto de la producción literaria de cada uno de ellos.

Es importante señalar que La correspondencia de P. fue el primer cuento en utilizar un formato que luego sería conocido como: Historia alternativa (Alternative story), generalmente empleado en la ficción histórica.




La correspondencia de P.
P.'s correspondence, Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Mi infortunado amigo P. ha perdido el hilo de su vida por la interposición de largos intervalos en los que tenía la razón parcialmente desordenada. El pasado y el presente se mezclan en su mente de una manera que suele producir resultados curiosos, y que con la lectura detallada de la carta siguiente se entenderá mejor que con cualquier descripción que pudiera yo hacer. El pobre hombre, sin salir nunca de la pequeña habitación encalada y enrejada a la que alude en el primer párrafo, es sin embargo un gran viajero que conoce en sus andanzas a una variedad de personajes que hace tiempo dejaron de ser visibles para cualquier mirada salvo la suya.

En mi opinión, todo ello no es tanto una ilusión como un capricho de la imaginación, en parte voluntario y en parte involuntario, a la que su enfermedad ha dado tal energía mórbida que contempla esos escenarios y personajes espectrales con tanta claridad como si se tratara de una obra en el escenario, y con algo más de ilusa credibilidad. Muchas de sus cartas están en mi posesión, algunas basadas en extravagancias iguales a la presente, y otras en hipótesis no carentes del elemento absurdo. El conjunto constituye una correspondencia que, si el destino aparta oportunamente a mi pobre amigo de lo que es para él un mundo de luz lunar, me prometo el placer piadoso de editarlas para el público. P. suspiró siempre por la fama literaria, y ha hecho más de un intento inútil por lograrla. No sería extraño si, tras no conseguir su objetivo mientras lo buscaba con la luz de la razón, diera con él en sus neblinosas excursiones más allá de los límites de la cordura.


LONDRES, 29 febrero de 1845

Mi querido amigo, las viejas asociaciones se aferran a la mente con sorprendente tenacidad. La costumbre diaria crece en nosotros como un muro de piedra, y se consolida en una entidad casi tan material como la obra arquitectónica más poderosa de la humanidad. A veces me cuestiono seriamente si las ideas no serán realmente visibles y tangibles, estando dotadas de todas las demás cualidades de la materia. Sentado como estoy en este momento en mi apartamento alquilado, escribiendo junto al hogar, sobre el que hay colgado un grabado de la Reina Victoria, escuchando el estruendo apagado de la metrópolis del mundo, y con una ventana a cinco pasos de distancia, por la que siempre que deseo puedo contemplar el Londres real, con toda esa certidumbre positiva acerca de mi situación, ¿qué tipo de idea cree que está confundiendo ahora mi cerebro? Vaya, ¿lo creería usted?

Todo este tiempo sigo habitando esta aburrida y pequeña habitación, esta pequeña habitación encalada, esta pequeña habitación de una sola ventana en la cual, por un inescrutable motivo del gusto o la conveniencia, mi casero ha colocado una reja de barrotes de hierro... ¡Esa pequeña habitación, en suma, en la que usted amablemente tantas veces me ha visitado! ¿Ninguna longitud de tiempo o anchura del espacio me liberará de esta repulsiva morada? Viajo; pero me parece hacerlo como el caracol, con la casa sobre mi cabeza. ¡Muy bien! Supongo que estoy llegando a ese período de la vida en el que los acontecimientos y escenarios presentes sólo dejan impresiones débiles en comparación con los de antaño; por tanto deberé reconciliarme con el hecho de ser, cada vez más, el prisionero de la memoria, que solamente me deja dar unos pequeños saltitos, pero con sus cadenas alrededor de mi pierna.

Mis cartas de presentación me han sido de la máxima utilidad, permitiéndome conocer a varios personajes distinguidos que hasta ahora me habían parecido tan alejados de mi esfera de relación personal como los ingeniosos de la época de la Reina Anne o los compañeros de juerga de Ben Jonson en el Mermaid. Una de las primeras de que dispuse fue la carta a Lord Byron. Su señoría me pareció mucho más viejo de lo que yo había supuesto, aunque si pensamos en las primeras irregularidades de su vida y los diversos desgastes de su constitución, no me resultó más viejo de lo que podría parecer razonable en un hombre cercano a los sesenta. Pero en mi imaginación había revestido su cuerpo terrenal con la inmortalidad espiritual del poeta.

Lleva una peluca castaña, de rizos muy abundantes, que le cae sobre la frente. Las gafas ocultan la expresión de sus ojos. Como ha aumentado su tendencia a la obesidad, Lord Byron está ahora enormemente gordo; tan gordo que da la impresión de una persona sobrecargada por su propia carne, y sin vigor suficiente para difundir su vida personal en toda esa enorme masa de sustancia corpórea que tan cruelmente pesa sobre él. Uno mira ese montón de carne mortal y mientras se llena la vista con lo que pretende pasar por Byron murmura para sí mismo: «Cielos, ¿dónde está él?» De haber estado dispuesto a ser cáustico habría podido considerar esa masa de sustancia terrenal como el símbolo, en forma material, de esos hábitos perversos y vicios carnales que desespiritualizan la naturaleza del hombre y obstruyen sus avenidas de comunicación con una vida mejor.

Pero eso sería demasiado duro; y además, la moral de Lord Byron había mejorado mientras su hombre exterior se había hinchado hasta esa circunferencia de la que no se daba cuenta. Ojalá hubiera sido más del gado, pues aunque me hizo el honor de extenderme su mano, sin embargo ésta se hallaba tan hinchada de sustancia ajena que no pude sentir que estuviera tocando la mano que escribió Childe Harold. Al entrar yo, su señoría se excusó por no levantarse para recibirme, con el motivo suficiente de que en los últimos años la gota había adoptado como residencia permanente su pie derecho, que en consecuencia se encontraba envuelto en muchas capas de franela y depositado sobre un cojín. El otro pie estaba oculto en los ropajes de su silla. ¿Se acuerda si era el pie derecho o el izquierdo de Byron el que estaba deforme?

Como sabe usted, hace ya diez años que se produjo la reconciliación del noble poeta con Lady Byron; y estoy seguro de que no muestra ningún síntoma de ruptura o fractura. Se dice que son, si no felices, al menos una pareja contenta o en todo caso tranquila, que desciende la pendiente de la vida con ese grado tolerable de apoyo mutuo que les permite llegar fácil y cómodamente hasta el fondo. Resulta agradable reflexionar acerca de la manera total en que el poeta ha redimido, a este respecto, sus errores juveniles. Me alegra añadir que la influencia de ella ha producido desde un punto de vista religioso los más felices resultados sobre Lord Byron. Combina él ahora los dogmas más rígidos del metodismo con las doctrinas extremadas de los puseyitas; los primeros se deben quizás a las convicciones forjadas en su mente por su noble consorte, mientras las últimas son la iluminación pintoresca y recamada que exigía su carácter imaginativo.

Una gran parte de los gastos, que le permiten su hábito cada vez mayor a una frugalidad continua, se emplean en la reparación o embellecimiento de lugares de veneración; y este noble, cuyo nombre fue considerado en otro tiempo sinónimo del vil diablo, es ahora, aunque no esté canonizado, tan santo como los hay en muchos púlpitos de la metrópolis y otros lugares. En política Lord Byron es un conservador intransigente que no pierde oportunidad, ni en la Cámara de los Lores ni en círculos privados, de denunciar y repudiar las ideas malévolas y anárquicas de sus primeros tiempos. Tampoco deja de visitar pecados similares en otras personas con la más sincera venganza que puede infligir su pluma algo desafilada. Southey y él mantienen una amistad de lo más íntima.

Se dará usted cuenta de que poco antes de la muerte de Moore, Byron hizo que ese hombre, brillante pero censurable, fuera arrojado de su casa. Moore se tomó el insulto tan a pecho que se dice que fue una de las grandes causas de la enfermedad que le llevó a la tumba. Otros pretenden que el lírico murió en un feliz estado mental, cantando una de sus melodías sagradas y expresando su creencia de que sería escuchado dentro de las puertas del paraíso, siendo admitido de manera instantánea y honorable. Deseo que así haya sido.

Como podrá suponer, en el curso de la conversación con Lord Byron no dejé de prestar el tributo del homenaje debido a un elevado poeta, con alusiones a pasajes de Childe Harold, de Manfred y de Don Juan, que han significado una parte tan grande de la música de mi vida. Mis palabras, fueran o no adecuadas, al menos fueron cálidas por el entusiasmo de alguien digno de discutir sobre poesía inmortal. Sin embargo era evidente que no daban con exactitud en el punto adecuado. Pude darme cuenta de que había algún error, y no quedé poco enfadado conmigo mismo, avergonzado de mi intento fallido de hacer sonar, desde mi propio corazón hasta los oídos del dotado autor, el eco de esas melodías que han resonado en todo el mundo. Pero más tarde el secreto fue asomando tranquilamente.

Byron, y tengo la información de sus propios labios, por lo que no tiene que dudar si desea repetirlo en los círculos literarios, está preparando una nueva edición de sus obras completas, cuidadosamente corregida, expurgada y enmendada, de acuerdo con su actual credo del gusto, la moral, la política y la religión. Sucedía así que los mismos pasajes de elevada inspiración a los que yo había aludido se encontraban entre la basura condenada y rechazada, que es su propósito arrojar al golfo del olvido. Si quiere que le susurre la verdad, me parece que sus pasiones han ardido, que la extinción de su llama viva y alborotada ha privado a Lord Byron de la iluminación con la que no sólo escribía, sino que permitía que lo que había escrito fuera sentido y comprendido. Con absoluta seguridad, él ya no entiende su propia poesía.

Eso me resultó evidente cuando me hizo el favor de leerme algunas muestras del Don Juan en la versión moralizada. Todo lo que tiene de licencioso, de poco respetuoso con los misterios sagrados de nuestra fe, todo lo que es mórbidamente melancólico o coléricamente juguetón, todo lo que ataca a las constituciones establecidas del gobierno o los sistemas de la sociedad, todo lo que pudiera herir la sensibilidad de cualquier mortal que no sea un pagano, un republicano o un disidente, ha sido implacablemente borrado, y su lugar ha sido ocupado por versos nada excepcionales en el estilo posterior de su señoría. Puede juzgar cuánto queda del poema tal como había sido publicado.

El resultado no es tan bueno como cabría desear; dicho sencillamente, es un asunto verdaderamente triste, pues aunque las antorchas encendidas en Tófet se hayan apagado, dejan un olor abominable y no son sustituidas por vislumbres del fuego sagrado. Es de esperar, sin embargo, que este intento de Lord Byron de expiar sus errores juveniles inducirá finalmente al Dean de Westminster, o a cualquier eclesiástico que concierna, a permitir que a la estatua del poeta que hizo Thorwaldsen se le conceda un nicho adecuado en la importante y vieja Abadía. Ya sabe que cuando trajeron sus huesos de Grecia se les negó darles sepultura entre los de sus melodiosos hermanos.

¡Qué ridículo error de pluma acabo de cometer! ¡Qué absurdo es que hable del entierro de los huesos de Byron, a quien acabo de ver vivo, y encajado en una masa grande y redonda de carne! Pero, para ser sincero, un hombre prodigiosamente gordo me produjo siempre la impresión de ser una especie de duende; en la extravagancia misma de su sistema mortal encuentro algo semejante a la inmaterialidad de un fantasma. Y luego esa ridícula y vieja historia que entró en mi mente acerca de que Byron murió de fiebre en Missolonghi hace unos veinte años. Reconozco cada vez más que habitamos en un mundo de sombras; y por mi parte sostengo que no merece la pena intentar trazar una distinción entre las sombras de la mente y las que son exteriores a ella. Y si hubiera alguna diferencia, las primeras tendrían bastante más importancia.

¡Piense sólo en mi buena fortuna! El venerable Robert Burns —que, si no me equivoco, tiene ochenta y siete años— visita ahora Londres, como si tuviera el propósito de darme la oportunidad de conducirle de la mano. Pues hace ya más de veinte años que apenas ha abandonado una sola noche su tranquila casa de campo de Ayrshire, y sólo se ha visto ahora atraído hasta aquí por la irresistible persuasión de todos los hombres distinguidos de Inglaterra. Desean celebrar con una fiesta el cumpleaños del patriarca. Será el mayor triunfo literario que se haya conocido. ¡Ruego al cielo que el escaso espíritu de vida que queda dentro del pecho del viejo bardo no se apague con el brillo de esa hora! He tenido ya el honor de que me lo presentaran en el Museo Británico, donde estaba examinando una colección de sus cartas sin publicar junto con canciones que escaparon de la noticia de todos sus biógrafos.

¡Vaya! ¡Absurdo! ¿En qué estoy pensando? ¿Cómo va a estar Burns embalsamado en una biografía cuando sigue siendo un anciano enérgico? La figura del bardo es alta y reverenda en el grado máximo, a pesar de hallarse muy inclinada por la carga del tiempo. Sus cabellos blancos flotan como una ventisca de nieve por su rostro, en el que se ven las arrugas del intelecto y la pasión, como canales de torrentes precipitados que han espumeado hacia afuera. El anciano se conserva excelentemente considerando su edad. Tiene esa vida de grillo —me refiero a la capacidad del grillo de cantar por cualquier causa, o por ninguna— que es quizás el estado de ánimo más favorable para la vejez extrema.

Nuestro orgullo nos impide desearlo para nosotros, aunque nos damos cuenta de que en el caso de los demás es de naturaleza beneficiosa. Me sorprendió encontrarlo en Burns. Es como si su corazón ardiente y su imaginación brillante se hubieran quemado hasta las últimas ascuas, dejando sólo una pequeña y parpadeante llama en una esquina, que sigue bailando hacia arriba y riendo con todo. Ya no es capaz de la emoción. A petición de Allan Cunningham, intentó cantar su propia canción a María en el Cielo; pero era evidente que el sentimiento de esos versos, de verdad tan profunda y expresión tan simple, estaba más allá de la posibilidad de su sensibilidad presente; y cuando una pizca de ésta le despertaba parcialmente, las lágrimas fluían inmediatamente a sus ojos y su voz se rompía en un cacareo tembloroso. Y sin embargo, aunque vagamente, sabía el motivo de que estuviera llorando.

Ay, no deberá pensar de nuevo en María en el Cielo hasta que se sacuda el sombrío impedimento del tiempo y ascienda allí para encontrarse con ella.

Burns empezó a repetir entonces Tam O' Shanter; pero le divertían tanto su ingenio y humor —del que sin embargo sospecho que sólo tenía un sentido tradicional — que pronto estalló en risas seguidas de una tos que acabó con esa no muy agradable exhibición. En general, preferiría no haberlo presenciado. Sin embargo me resulta una idea satisfactoria el que los últimos cuarenta años de vida del poeta campesino los haya pasado con plena aptitud y comodidad. Habiéndose curado de su imprevisión poética de tiempos pasados, prestando tanta atención a lo principal como puede hacerlo un escocés astuto, ahora se le considera absolutamente acomodado en cuanto a las circunstancias pecuniarias. Supongo que eso hace que merezca la pena que haya vivido tanto tiempo.

Aproveché la ocasión para preguntar a algunos compatriotas de Bums sobre la salud de Sir Walter Scott. Lamento decir que su condición sigue siendo la misma que durante los diez últimos años; es un paralítico sin esperanza, inmovilizado no más en el cuerpo que en los atributos más nobles de los que el cuerpo es el instrumento. Y así vegeta de día en día y de año en año en esa espléndida fantasía de Abbotsford, que salió de su cerebro y se convirtió en un símbolo de los gustos del romántico y de los sentimientos, estudios, prejuicios y modos del intelecto. Ya fuera en verso, prosa o arquitectura, sólo podía lograr una cosa, aunque fuera de variedad infinita.

Allí se encuentra reclinado en un diván de su biblioteca, y se dice que todos los días pasa muchas horas dictando relatos a un escribiente... a un escribiente imaginario; pues no se considera que nadie se tome el trabajo de anotar ahora lo que fluye de esa fantasía en otro tiempo brillante, cuyas imágenes fueron en otro tiempo de oro que podía ser acuñado. Sin embargo, Cunningham, que lo ha visto recientemente, me asegura que de vez en cuando tiene un toque de genio, una sorprendente combinación de incidentes, o un rasgo pintoresco del carácter que no podría haber tenido ningún otro hombre vivo, un brillo de esa mente arruinada; como si de pronto el sol destellara en un casco medio oxidado en la oscuridad de un salón antiguo. Pero las tramas de esos romances son inexplicablemente confusas; los personajes se confunden unos con otros; y el relato se pierde como el curso de un torrente que fluye a través de un terreno pantanoso y embarrado.

Por lo que a mí respecta, difícilmente puedo lamentar que Sir Walter Scott hubiera perdido la conciencia de las cosas exteriores antes de que sus obras dejaran de estar de moda. Fue bueno que se olvidara de su fama antes de que la fama se olvidara de él. Pues aunque siguiera siendo un escritor, y tan brillante como siempre, no podría mantener ya una posición semejante en la literatura. Hoy en día el mundo exige un propósito más serio, una moral más profunda, una verdad más cercana y doméstica que la que él podía proporcionar. Pero ¿quién puede ser para la generación presente lo que Scott fue para la pasada? Tenía esperanzas en un hombre joven, un tal Dickens, que publicó en revistas algunos artículos de humor muy rico, y no carentes de síntomas de una emoción auténtica, pero el pobre hombre murió tras comenzar una extraña serie de esbozos titulados, creo, los Papeles de Pickwick. Posiblemente el mundo ha perdido más de lo que piensa con la inoportuna muerte de este señor Dickens.

¿Y a quién cree que encontré en Pall Mall el otro día? No acertarían ni aunque hiciera diez conjeturas. Bueno, pues nada menos que a Napoleón Bonaparte, o a lo que queda de él: es decir, la piel, huesos y sustancia corpórea, un pequeño sombrero de picos, capote verde, calzones y una espada pequeña que todavía se conoce por su famoso nombre. Sólo le acompañaban dos policías que caminaban tranquilamente tras el fantasma del viejo ex emperador, y parecían no tener otra misión respecto a él que la de procurar que ningún caballero de dedos ligeros tomara posesión de la estrella de la Legión de Honor. Nadie, salvo yo mismo, se tomaba siquiera la molestia de darse la vuelta para mirarle; y tampoco, y eso me duele confesarlo, pude reunir yo un interés tolerable y adecuado a todo lo que ese espíritu bélico, anteriormente manifestado dentro de esa forma ahora decrépita, había hecho en nuestro mundo.

No hay método más seguro de aniquilar la influencia mágica de un gran renombre que mostrando a quien lo posee en su declinar, ya derrocado, en la degradación absoluta de sus poderes, enterrado bajo su propia mortalidad, y carente incluso de las cualidades de sentido que permiten al más ordinario de los hombres comportarse decentemente ante el mundo. A este estado había reducido a Bonaparte la enfermedad, agravada por la larga residencia en un clima tropical y ayudada por una vejez, pues ahora pasa de los setenta años. El gobierno británico ha actuado astutamente al llevarlo desde Santa Elena a Inglaterra.

Deberían restaurarlo ahora en París, y dejar que pasara revista de nuevo a los restos de sus ejércitos. Sus ojos están apagados y legañosos; su labio inferior le cuelga hasta la barbilla. Mientras yo le veía allí se produjo en la calle una agitación especial; y él, el hermano de César y de Aníbal, el gran capitán que había cubierto el mundo con el humo de la batalla y lo había recorrido con pasos sangrientos, empezó a temblar nerviosamente y solicitó la protección de los dos policías con un grito doloroso y cacareante. Éstos se miraron el uno al otro, se rieron sin que les viera, palmearon a Napoleón en la espalda, le cogieron cada uno de un brazo y se lo llevaron.

¡Muerte y furia! Villano, ¿cómo llegaste aquí? ¡Fuera o te lanzaré el tintero a la cabeza! Bah, todo es un error. Le ruego, mi querido amigo, que perdone esta interrupción. El hecho es que la mención de esos dos policías, y su custodia de Bonaparte, ha provocado la idea de ese odioso pícaro —usted lo recuerda bien— que disfrutaba cuidando de manera tan gratuita e impertinente de mi persona antes de que abandonara Nueva Inglaterra. Sin dilación se levanta ante la mirada de mi mente esa misma pequeña habitación encalada, con la ventana enrejada —¡qué extraño que estuviera enrejada!—, en la que cumpliendo los absurdos deseos de mis parientes he desperdiciado muchos y buenos años de mi vida. Me ha parecido como si siguiera sentado allí, y como si el guardián —y no es que haya sido nunca mi guardián, sino sólo una especie de diablo intruso en un cuerpo de criado— acaba de mirar desde la puerta.

¡Pícaro! Le tengo un viejo rencor y encontraré tiempo para pagárselo. ¡Uf! El simple hecho de pensar en él me ha descompuesto sobremanera. Incluso ahora esa odiosa habitación —la ventana enrejada que era la causa de que la bendita luz del sol pareciera cruzar unos cristales polvorientos y envenenara mi alma— parece más clara ante mi vista que este cómodo apartamento del corazón de Londres. La realidad, lo que sé que es tal, cuelga como los restos de un escenario deshecho sobre esta intolerablemente clara ilusión. No pensemos más en ella.

Estará deseoso de saber algo de Shelley. No necesito decir, pues lo sabe todo el mundo, que este famoso poeta se ha reconciliado desde hace muchos años con la Iglesia de Inglaterra. En sus obras más recientes ha aplicado sus hermosos poderes a reivindicar la fe cristiana con una visión especial de esa rama particular. Lo que puede que no sepa es que últimamente ha sido ordenado, y se ha instalado en una pequeña casa de campo viviendo de los dones del señor canciller. Pero ahora, por fortuna para mí, ha venido a la metrópolis para revisar la publicación de un volumen de discursos que tratan de las pruebas poético-filosóficas del cristianismo sobre la base de los Treinta y Nueve Artículos.

En mi presentación no me sentí en absoluto embarazado en cuanto a la manera de combinar lo que tenía que decirle al autor de La Reina Mab, la Revuelta del Islam y Prometeo Liberado, con los conocimientos que podrían ser aceptables para un ministro cristiano y un celoso defensor de la iglesia establecida. Shelley me tranquilizó enseguida. Desde la posición que ahora ocupa y revisando todas sus producciones sucesivas desde un punto de vista superior, me asegura que hay una armonía, un orden, una procesión regular que le permite poner la mano sobre cualquiera de los poemas anteriores y decir «Esta es mi obra» exactamente con la misma complacencia de la conciencia por la que contempla el volumen de los discursos antes mencionados.

Son como los escalones sucesivos de una escalera, los más bajos de los cuales, en la profundidad del caos, son tan esenciales para el apoyo de la totalidad como el más elevado y último, que descansa en el umbral de los cielos. Me sentí casi inclinado a preguntarle cuál habría sido su destino de haber perecido en los escalones inferiores de su escalera, en lugar de seguir ascendiendo hacia el brillo celestial.

No pretendo entender cómo puede ser todo esto, ni me importa demasiado, con tal de que Shelley realmente haya ascendido, tal como parece haber hecho, desde una región inferior hasta otra más elevada. Sin tocar sus méritos religiosos, considero que las producciones de su madurez son superiores, como poemas, a las de su juventud. Tienen más el calor del amor humano, que ha servido de intérprete entre su mente y la multitud. El autor ha aprendido a humedecer la pluma con mayor frecuencia en su corazón, y así ha evitado las faltas a las que podría haberle conducido una utilización demasiado exclusiva de su imaginación y su intelecto.

Anteriormente sus páginas no eran a menudo más que una disposición concreta de cristalizaciones, o incluso de carámbanos, igual de fríos que brillantes. Ahora te las llevas al corazón y te das cuenta de que hay un corazón cálido que responde al tuyo. En cuanto al carácter privado, difícilmente Shelley podría haberse vuelto más amable y afectivo si, tal como dicen siempre sus amigos, se hubiera ahogado en el Mediterráneo aquella desastrosa noche.

¡Tonterías, nada más que tonterías! ¿Qué estoy diciendo? Estaba pensando en esa vieja quimera según la cual su cuerpo se perdió en la Bahía de Spezzia y fue llevado por el mar hasta cerca de Vía Reggio, y quemado hasta convertirse en cenizas en una pira funeraria con vino, especias e incienso, mientras Byron estaba en la playa y contemplaba una llama de maravillosa belleza elevarse hasta el cielo desde el corazón del poeta muerto, y sus reliquias purificadas por el fuego fueron enterradas finalmente junto a su hijo en tierra romana. Si todo esto sucedió hace veintitrés años, ¿cómo es que ayer mismo conocí aquí en Londres a ese hombre ahogado, quemado y enterrado? Antes de abandonar el tema, debo mencionar que el doctor Reginald Heber, hasta hoy obispo de Calcuta, aunque recientemente trasladado a una sede de Inglaterra, llamó a Shelley mientras yo estaba con él. Parecían encontrarse en términos de intimidad muy cordial, y se dice que juntos y en contemplación hicieron un poema.

¡Qué sueño tan extraño e incongruente es la vida del hombre! Coleridge ha terminado por fin su poema de Christabel. Será publicado completo por el viejo John Murray durante la presente temporada editorial. He oído que el poeta tiene una preocupante afección de la lengua que ha detenido por un tiempo el prolongado discurso que hasta ahora había fluido de sus labios. No sobrevivirá más de un mes a menos que la acumulación de sus ideas pueda encontrar alguna otra salida. Wordsworth murió hace solo una o dos semanas. ¡El cielo dé reposo a su alma y conceda que no haya terminado La Excursión! Creo que me enferma todo lo que escribió, salvo su Laodamia. Es muy triste la inconstancia de la mente ante poetas a los que en otro tiempo veneré. Southey está tan sano como siempre, y escribe con su diligencia habitual. El viejo Gifford sigue vivo a pesar de lo extremo de su edad, y con la más lamentable decadencia de ese intelecto agudo del que le había dotado el diablo.

Es odioso conceder a un hombre semejante el privilegio de la vejez y la enfermedad. Nos quita el permiso de patearlo especulativamente. ¿Keats? No, sólo lo he visto en una calle atestada de gente, con coches, carros, jinetes, coches de punto, omnibuses, peatones y otras obstrucciones que se interponían entre su figura pequeña y esbelta y mi mirada ansiosa. Me habría gustado conocerle a la orilla del mar, o bajo un arco natural de un bosque, o bajo el arco gótico de una catedral antigua, o entre las ruinas griegas, o en un chispeante fuego al atardecer, o en el crepúsculo a la entrada de una cueva, a cuyas temibles profundidades me habría conducido de la mano; en cualquier lugar, en suma, salvo en el Tribunal de Temple, donde su presencia quedaba borrada por las masas hinchadas de cerveza negra de esos gruesos ingleses.

Me quedé en pie viéndole desaparecer, marchándose por la acera, y apenas supe si se trataba de un hombre real o de un pensamiento que se había deslizado fuera de mi mente y se había envuelto en forma y vestuario humanos simplemente para engañarme. En un momento se llevó el pañuelo a los labios y lo apartó, de eso estoy casi seguro, manchado de sangre. Jamás habrá visto una persona tan frágil. La verdad es que Keats sintió toda su vida los efectos de esa terrible hemorragia en los pulmones producida por su artículo sobre su Endymion en la Quarterly Review, y que casi le llevó a la tumba. Desde entonces se ha deslizado por el mundo como un fantasma, suspirando en tono melancólico en los oídos de un amigo, pero no enviando nunca su voz para saludar a la multitud. Difícilmente puedo pensar en él como un gran poeta. La carga de un genio tan poderoso nunca se habría dejado caer sobre unos hombros tan físicamente frágiles y sobre un espíritu tan enfermizamente sensible. Los grandes poetas deberían tener nervios de acero.

Y sin embargo Keats, aunque durante muchos años no había dado nada al mundo, se entiende que se entregó a la composición de un poema épico. Algunos pasajes de él han sido comunicados al círculo interno de admiradores, impresionando a éstos por ser las melodías más elevadas que se han oído en la tierra desde la época de Milton. Si puedo obtener copias de esos ejemplares, le pediré que se los enseñe a James Russell Lowell, que parece ser uno de los poetas más fervientes y uno de sus veneradores más dignos. Esa información me sorprendió. Había supuesto que todo el incienso poético de Keats, sin estar encarnado en lenguaje humano, flotaba hasta el cielo y se mezclaba con las canciones de los cantantes inmortales, quienes quizás fueran conscientes de que había una voz desconocida entre ellos y consideraban su melodía más dulce por ello.

Pero no es así; ha escrito positivamente un poema sobre el tema del Paraíso Recuperado, aunque en un sentido distinto al que salió de la mente de Milton. Puede imaginarse que de acuerdo con el dogma de aquellos que pretenden que todas las posibilidades épicas de la historia pasada del mundo se han agotado, Keats ha lanzado su poema hacia un futuro indefinidamente remoto. Representa a la humanidad entre las circunstancias finales de la prolongada guerra entre el bien y el mal. Nuestra raza está al borde de su triunfo final. El hombre se encuentra a un paso de la perfección; la mujer, redimida de la esclavitud contra la que nuestra Sibilaxxx levanta una queja tan poderosa y triste, se encuentra a su lado como igual, o se comunica por sí misma con los ángeles; la tierra, simpatizando con el estado más feliz de sus hijos, se ha envuelto en una belleza tan atractiva y abundante como la que no ha presenciado mirada alguna desde que nuestros primeros padres vieron levantarse el sol sobre el húmedo Edén.

Y ni siquiera entonces; pues éste es el cumplimiento de lo que entonces era sólo una promesa dorada. Pero la imagen tiene sus sombras. Otro peligro le resta a la humanidad: un último encuentro con el principio maligno. Si la batalla fuera en nuestra contra, volveríamos a hundirnos en el barro y la miseria de las eras. Si triunfamos... pero se necesita la mirada de un poeta para contemplar el esplendor de tal consumación y no quedar cegado.

Se dice que Keats puso en esta gran obra un espíritu humano tan profundo y tierno que el poema tiene todo el interés dulce y cálido de un relato de aldea, al mismo tiempo que la grandeza que corresponde a un tema tan elevado. Tal es, al menos, la descripción, quizás parcial, de sus amigos, pues yo no he leído ni oído una sola línea de aquél. Me han dicho que Keats lo quitó de la prensa con la idea de que los tiempos no tenían todavía suficiente percepción espiritual para recibirlo con dignidad. No me gusta esa desconfianza, que me lleva a desconfiar a mí del poeta. El universo está aguardando a responder a la palabra más elevada que pueda pronunciar el mejor hijo de los tiempos y de la inmortalidad. Si éste se niega a escuchar es porque murmura y balbucea, o discurre sobre cosas inoportunas y ajenas al propósito.

El otro día visité la Cámara de los Lores para escuchar a Canning, que como ya sabe es ahora un noble, aunque me he olvidado del título. Me decepcionó. El tiempo hace perder punta y filo, y hace un gran daño a los hombres con su intelecto. Después pasé a la Cámara Baja y escuché algunas palabras de Cobbett, quien parecía tan terrenal como un verdadero patán, o más bien como si se hubiera pasado una docena de años bajo terrones. El hombre a quien hoy he conocido me impresionó de ese modo; probablemente porque mi espíritu no se encuentra muy bien, y me hace pensar demasiado en tumbas, con una hierba muy crecida encima, y epitafios desgastados por el tiempo, y los huesos secos de personas que hicieron suficiente ruido en su tiempo, pero que ahora sólo pueden resonar y resonar cuando el azadón del enterrador los perturba.

Si sólo fuera posible descubrir quién está vivo y quién muerto, ello contribuiría infinitamente a la paz de mi mente. Todos los días de mi vida se presenta y me mira al rostro alguien a quien yo había borrado de la tabla de los hombres vivos, y confiaba no ser molestado nunca más viéndole u oyéndole. Por ejemplo, cuando hace unos días fui al Teatro de Drury Lane, se levantó ante mí, en la forma del fantasma del padre de Hamlet, la presencia corporal del anciano Kean, que murió, o debería haber muerto, en una u otra borrachera y hace ya tanto tiempo que su fama apenas es ya tradicional. Ha perdido totalmente su capacidad; fue más bien el fantasma de sí mismo que el del rey de Dinamarca.

En el escenario estaban sentadas varias personas ancianas y decrépitas, y entre ellas la ruina imponente de una mujer a gran escala, con un perfil —pues no le vi la cara de frente— que se acuñó en mi cerebro de la misma manera que un sello se imprime sobre la cera caliente. Por el gesto trágico con el que tomó un pellizco de rapé, estoy seguro de que debía tratarse de la señora Siddons. Su hermano, John Kemble, se sentaba atrás, una figura hundida, pero todavía con una majestad regia. En lugar de todos los logros anteriores, la naturaleza le permite representar el papel de Lear mucho mejor que en el meridiano de su genio. También estaba allí Charles Matthews; pero una afección de parálisis había distorsionado su semblante, en otro tiempo móvil, dándole una unilateralidad desagradable, que no podía colocar en forma apropiada, como tampoco podía reordenar la faz del mundo.

Era como si por broma el pobre hombre hubiera contorsionado sus rasgos en una expresión que era al mismo tiempo la más ridícula y horrible que podía conseguir, y que en ese mismo momento, por haberse vuelto tan horrible, una providencia vengadora hubiera considerado apropiado petrificarle. Desde entonces ha perdido su poder. De buena gana le ayudaría a cambiar el semblante, pues su rostro horrible me acosa tanto al mediodía como por la noche. Algunos otros actores de la generación pasada estaban también allí, pero ninguno me interesó demasiado. A los actores, más que a cualquier otro hombre público, les incumbe desaparecer pronto de la escena. Siendo en el mejor de los casos tan sólo sombras pintadas que titubean sobre la pared, y sonidos vacíos que se convierten en un eco del pensamiento de otro, es un desencanto triste cuando los colores empiezan a desvanecerse y la voz a graznar con la edad.

¿Hay algo nuevo en el mundo literario a su lado del mar? Nada de ese tipo he visto yo, salvo un volumen de poemas publicado hace un año por el doctor Charming. No conocía a este eminente escritor como poeta; y el volumen aludido no muestra ninguna de las características de la mente del autor que se escriben en sus obras en prosa; aunque alguno de los poemas tiene una riqueza que no es simplemente superficial, pues brilla todavía más cuando los examinas con mayor profundidad y fidelidad. Sin embargo parecen trabajados descuidadamente, como esos anillos y ornamentos del oro más puro, pero de manufactura tosca y nativa, que se encuentran entre el polvo de oro de Africa. Dudo que los acepte el público americano; pues mira menos los quilates del metal que la manufactura limpia y sabia. ¡Con qué lentitud crece nuestra literatura! Casi todos nuestros escritores prometedores han tenido un final prematuro.

Estaba ese tipo salvaje, John Neal, que casi hacía girar mi cerebro de adolescente con sus novelas; seguramente habrá muerto hace tiempo, pues en vida nunca consiguió estar tan callado. Bryant ha iniciado su último sueño, y Thanatopsis brilla sobre él como un sepulcro de mármol esculpido bajo la luz de la luna. Halleck, que solía escribir extraños versos en los periódicos y publicó un poema donjuánico llamado Fanny, está difunto como poeta, aunque afirmaba estar ejemplificando la metempsicosis como un hombre de negocios. Algo más tarde hubo un Whittier, un violento cuáquero en su juventud, a quien la musa asignó perversamente una corneta de batalla, y que fue linchado, hace diez años, en Carolina del Sur. Recuerdo también a un muchacho recién salido del colegio, llamado Longfellow, que esparció a los vientos algunos versos delicados, fue a Alemania y pereció, creo que por su aplicación intensa, en la Universidad de Gottingen. Willis —¡qué pena!— se perdió, si mi recuerdo es exacto, en 1833 en su viaje a Europa, donde fue para hacernos unos bocetos del lado soleado del mundo. Si estos hombres hubieran sobrevivido, aunque hubiera sido tan sólo uno de ellos, habrían acabado convirtiéndose en hombres famosos.

Pero nunca se sabe; puede ser que hayan muerto. Yo mismo era un joven prometedor. Ay, cerebro sacudido, ay, espíritu roto, ¿dónde está el cumplimiento de esa promesa? La triste verdad es que cuando el destino decepciona amablemente al mundo, se lleva en su juventud a los mortales que son su mayor esperanza; cuando se ríe con burla de las esperanzas del mundo, les deja vivir. Permítaseme morir con este apotegma, pues nunca escribiré uno más cierto.

¡Qué sustancia tan extraña es el cerebro humano! ¡O más bien qué cerebro tan extraño es el mío, pues no es necesario generalizar la observación! ¿Me creería usted? Día y noche fragmentos de poesía zumban en mi oído intelectual —algunos tan airosos como notas de pájaros, y algunos delicadamente pulcros, como música de salón, y unos pocos tan grandiosos como la música de órgano—, que parecen versos como los que habrían escrito los poetas fallecidos si un destino inexorable no les hubiera apartado de sus tinteros. Me visitan en espíritu, deseando quizás contratar mi servicio como escribiente de sus producciones póstumas, y asegurando así la fama ilimitada que han perdido por marcharse demasiado pronto. Pero yo tengo que atender a mis propios asuntos; y además, un caballero médico que se interesa por algunas pequeñas dolencias mías, me aconseja que no haga un uso demasiado liberal de la pluma y la tinta. Hay suficientes escribanos desempleados que se alegrarían de hacer tal trabajo.

¡Adiós! ¿Está usted vivo o muerto? ¿Y qué está haciendo? ¿Garabateando cosas todavía en favor de los democráticos? ¿Y esos componedores y lectores de pruebas siguen imprimiendo mal sus desafortunadas producciones tan vilmente como siempre? Malo es eso. Que cada hombre fabrique sus propios absurdos, eso es lo que yo digo. Espéreme pronto en casa, y —se lo susurro como un secreto— en compañía del poeta Campbell, que se propone visitar Wyoming y disfrutar la sombra de los laureles que plantó allí. Campbell es ahora un anciano. Dice que está bien, mejor que nunca en su vida, pero parece extrañamente pálido, y tan semejante a una sombra que uno casi podría introducir un dedo a través de su materia más densa. A modo de broma le digo que está tan oscuro y desamparado como la memoria, aunque es tan insustancial como la esperanza.
Su auténtico amigo, P.

P. S.: Le ruego presente mis mayores respetos a nuestro venerable y reverendo amigo señor Brockden Brown. Me satisface saber que una edición completa de sus obras, en un volumen de octavo a doble columna, va a editarse pronto en Filadelfia. Dígale que ningún autor americano goza de una fama más clásica a este lado del mar. ¿Está vivo todavía el viejo Joel Barloes? ¡Qué hombre tan inconsciente! Debe haber cumplido casi su siglo. ¿Y medita una épica sobre la guerra entre Méjico y Texas con las maquinarias ideadas a partir del principio del motor de vapor como la influencia más próxima a lo celestial que puede producir nuestra época? ¿Cómo espera volver a levantarse si cuando se está hundiendo en su tumba, persiste en cargarse con tan pesados y plomizos versos?

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)




Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.


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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: La correspondencia de P. (P.'s Correspondence), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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