«El diablo que conocemos»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis


«El diablo que conocemos»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis.




El diablo que conocemos (The Devil We Know) es un relato de terror de los escritores norteamericanos Henry Kuttner (1915-1958) y Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de agosto de 1941 de la revista Unknown Fantasy Fiction, y luego reeditado en la antología de 1955: Sin ataduras (No Boundaries).

El diablo que conocemos, uno de los más importantes relatos de Henry Kuttner y acaso también entre los mejores cuentos de C.L. Moore, combina perfectamente los ingredientes macabros, incluso grotescos, del relato pulp de la época, con elementos tales como el espiritismo, el ocultismo, y los demonios; en este caso en particular, a través de la presencia de una de las criaturas más abominables de la demonología: Azazel.

Si bien es cierto que El diablo que conocemos no es el primer relato de pactos satánicos, también es justo afirmar que posee algunos detalles sumamente interesantes, por ejemplo, que el pacto sea acordado entre un demonio y un sujeto tan cruel como escéptico.




El diablo que conocemos.
The Devil We Know, Henry Kuttner (1915-1958); C.L. Moore (1911-1987)

Las finas e imperativas convocatorias habían estado susurrando durante días en lo profundo del cerebro de Carnevan. Eran mudas y apremiantes, y su mente parecía la aguja de una brújula que giraba, inevitablemente, hacia el punto más próximo de atracción magnética. Le era bastante fácil enfocar la atención en aquello, pero descubrió que le resultaba bastante peligroso relajarse. En esos momentos la aguja oscilaba y giraba, mientras el grito insonoro se hacía más fuerte, sacudiendo los muros de su conciencia. El significado del mensaje, sin embargo, seguía desconocido para él. No existía ni la más remota posibilidad de que estuviera loco. Gerald Carnevan era neurótico como la mayoría, y lo sabía.

Poseía varios títulos y era socio menor de una floreciente empresa de publicidad de Nueva York, en la que contribuía con la mayoría de las ideas. Jugaba al golf, nadaba y era buen compañero en el bridge. Tenía 37 años, el rostro fino y duro de un puritano, cosa que ni por asomo era, y estaba siendo chantajeado con delicadeza por su amante. Eso no le caía tan mal, más que nada porque su mente lógica había evaluado las posibilidades y había llegado a la conclusión de que valía la pena olvidarse del asunto de inmediato. Y sin embargo no se había olvidado.

El pensamiento había permanecido en lo más profundo de su inconsciente y ahora surgía ante Carnevan. Eso, claro, podía ser la explicación de la... la... de la "voz". Un deseo reprimido de resolver el problema. Parecía encajar muy bien, si tenía en consideración su reciente compromiso con Phyllis Mardrake. Phyllis, de estirpe bostoniana, no pasaría por alto los amoríos de su prometido... si es que llegaban a descubrirse. Diana, que no conocía el recato pero era adorable, no dudaría en descubrirle si eso llegaba a pasar por su cabeza.

La brújula volvió a estremecerse, giró y se detuvo en un punto tenso. Carnevan, que estaba trabajando horas extras en su despacho, gruñó furioso. Siguiendo un impulso, se arrellanó en su silla, tiró el cigarrillo por la ventana abierta, y aguardó. Los deseos reprimidos, según las enseñanzas de psicología, deberían aparecer al descubierto, en donde se los pudiera convertir en inofensivos. Con esto en la cabeza, Carnevan borró toda expresión de su fina y dura cara y aguardó. Cerró los ojos. A través de la ventana llegaba el murmullo rugiente de la calle neoyorquina, que disminuía de a poco, casi imperceptiblemente. Carnevan trató de analizar sus sensaciones. Su inconsciente parecía cerrado en una caja hermética y tensa. Mientras sus retinas se ajustaban a la obscuridad voluntaria, tras sus párpados cerrados se fueron esfumando unos dibujos luminosos.

Mudo, el mensaje llegó a su cerebro. No podía entenderlo. Era demasiado extraño... incomprensible. Pero al fin se formaron las palabras. Un nombre.

Un nombre que oscilaba en el borde de la oscuridad, incordinado. Nefert. Nefert. Ahora lo reconocía. Recordaba la semana pasada, cuando asistió, a pedido de Phyllis, a la sesión. Había sido una reunión tosca y ordinaria, trompetas y luces, y voces susurrando. La médium hacía sesiones tres veces por semana en un viejo caserón de piedra cerca de Columbus Circle. Se llamaba Madame Nefert... o así pretendía llamarse, aunque parecía más irlandesa que egipcia.

Ahora Carnevan sabía que la orden muda era Ver a Madame Nefert.

Carnevan abrió los ojos. Esperaba ver algo diferente, pero la habitación no había cambiado en absoluto. Lo que le pasaba era lo que había pensado. Una teoría había tomado forma en su mente, y ahora germinaba en una explosión de enojo causada por el pensamiento de que alguien había estado manoseando su posesión más exclusiva... su yo. Era, pensó, hipnotismo. Madame Nefert, de alguna manera, logró hipnotizarlo durante la reunión, y sus curiosas sensaciones de las semanas pasadas eran a causa de la sugestión post-hipnótica. Resultaba un tanto tomado de los pelos, pero no era imposible.

Carnevan, como era publicitario, seguía inevitablemente ciertas líneas de pensamiento. Madame Nefert hipnotizaba a un visitante y ese visitante volvía a ella preocupado y sin comprender lo que había pasado. En ese momento la médium le anunciaría, con toda probabilidad, que haría que los espíritus le dieran una mano. Cuando el cliente estuviera adecuadamente convencido -lo cual es el primer paso en una campaña de publicidad-, Madame Nefert mostraría sus cartas, haciéndole saber el precio de lo que tenía para vender.

Era la primera etapa del juego. Hacer que el cliente necesite algo; luego, vendérselo. Estaba muy bien. Carnevan se levantó, encendió un cigarrillo y se puso la chaqueta. Ajustándose la corbata ante el espejo, examinó su cara de cerca. Parecía gozar de perfecta salud. Sus reacciones eran normales. Sus ojos se veían muy controlados. Bruscamente, sonó el teléfono. Carnevan lo tomó.

—¿Hola? ¿Diana? ¿Cómo estás, querida? —a pesar de las actividades chantajistas de Diana, Carnevan prefería mantener sus relaciones sin roces ni mal entendidos para que por lo menos no se complicasen más, así que sustituyó el epíteto que le vino a la cabeza por querida—. No puedo —dijo por fin—. Esta noche tengo que hacer una visita importante. Ahora, espera... ¡No te estoy dejando plantada! Te enviaré un cheque por correo.

Eso pareció satisfacerle.

Carnevan colgó.

Diana todavía ignoraba su próximo matrimonio con Phyllis. Se sentía algo preocupado por la reacción que tendría su amante ante la noticia. Diana, con todo su cuerpo glorioso, era muy estúpida; al principio, Carnevan encontró que ese era un atributo relajante, ya que le daba una sensación ilusoria de poder en los momentos que estaban juntos. Ahora, sin embargo, la estupidez de Diana podía convertirse en un inconveniente. Ya enfrentaría eso más tarde. Primero que todo estaba Nefert. Madame Nefert.

Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios. Pasase lo que pasase, el título. Siempre había que buscar la marca comercial, impresionar al consumidor. Sacó su coche del garaje del edificio de oficinas y condujo por la ciudad siguiendo la avenida, girando hacia Columbus Circle. Madame Nefert tenía una sala de estar en la parte delantera y atrás unos cuantos cuartuchos atiborrados de cosas que nadie jamás visitaba puesto que, probablemente, contenían su equipo. Una placa en la ventana proclamaba su profesión. Carnevan subió los escalones y llamó. Entró al oír el sonido del zumbador del portero eléctrico, giró a la derecha y empujó una puerta entreabierta que se cerró a su espalda. Las cortinas habían sido echadas sobre las ventanas. La estancia estaba iluminada por el resplandor rojizo y escaso de las lámparas de las esquinas.

El cuarto estaba desnudo. La alfombra había sido corrida a un lado. Habían trazado detalles en el suelo con tiza luminosa. En el centro de un pentágono había un cacharro ennegrecido. Eso era todo, y Carnevan sacudió la cabeza disgustado. Tal escenario sólo impresionaría a los más crédulos. Sin embargo, decidió seguir la corriente hasta que llegase al fondo de aquel asunto publicitario tan peculiar. Una cortina se apartó, revelando una alcoba en la que estaba Madame Nefert, sentada sobre una silla dura y plana. La mujer ni siquiera se había molestado en montar su mascarada de siempre. Carnevan lo notó de inmediato. Con ese rostro goyuno y colorado y su pelo lacio parecía una empleada de limpieza salida de una comedia. Llevaba un batín floreado, que se abría para revelar una ropa interior blanca y sucia, especialmente en la parte correspondiente a su generoso escote. La luz roja destellaba en su cara. Miró a Carnevan con ojos vidriosos e inexpresivos.

—Los espíritus están —comenzó, y de pronto guardó silencio.

Brotó un gemido profundo y sofocado en su garganta. Todo su cuerpo se retorció, convulsivo. Reprimiendo una sonrisa, Carnevan dijo:

—Madame Nefert, me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

Ella no contestó.

Hubo un largo y pesado silencio. Al cabo, Carnevan inició un movimiento hacia la puerta, pero la mujer siguió sin moverse. Estaba llevando el juego hasta el máximo. Carnevan miró a su alrededor. Vio algo blanco dentro del cacharro ennegrecido y se acercó para mirar dentro. Luego sintió una náusea violenta. Sacó un pañuelo y, apretándoselo sobre la boca, giró para enfrentarse a Madame Nefert. Pero no pudo hallar palabras. La cordura volvió a él. Aspiró profundamente, comprendiendo que una imagen hecha con cartón-piedra casi había destruido su balance emocional. Madame Nefert no se había movido. Estaba inclinada hacia adelante, respirando en estertores roncos. Un hedor débil e insidioso penetró por las narices de Carnevan. Alguien dijo con viveza.

—¡Ahora!

La mano de la mujer se movió en un gesto inseguro de tanteo. Al mismo tiempo, Carnevan se dio cuenta de la presencia de un recién llegado a la habitación. Giró para ver, en medio del pentágono, una figura pequeña, acurrucada, que lo miraba con firmeza. La luz roja era débil. Todo lo que pudo ver Carnevan fue una cabeza y un cuerpo informe oculto por una capa obscura. El hombre o niño o muchacho estaba en cuclillas. La visión de esa cabeza, sin embargo, fue suficiente para que su corazón saltara de excitación... porque no era enteramente humana.

Al principio pensó que era una calavera. El rostro era delgado y tenía una piel pálida y traslúcida, del más puro marfil, estirada sobre el hueso. La cabeza estaba completamente calva. La forma de esa cabeza era triangular, delicadamente aguda en los bordes, sin esos feos salientes en los pómulos que hacen que los cráneos humanos sean tan repugnantes. Los ojos resultaban inhumanos. Llegaban casi hasta donde debiera haber estado la línea del cabello, si aquel ser lo hubiera tenido. Eran de un color gris verdoso, nublados, como de piedra, y salpicados con danzarinas lucecitas opalescentes. Era un rostro singularmente hermoso, con la clara y desapasionada perfección del hueso pulimentado. Carnevan no pudo ver el cuerpo, que estaba oculto por la capa.

¿Sería esa extraña cara una máscara? Carnevan supo que no. La sutil e inconfundible sacudida de su ser físico entero le dijo que estaba mirando algo horrible. Automáticamente, sacó un cigarrillo y lo encendió. El ser no se había movido mientras lo observaba. Carnevan, abruptamente, se dio cuenta de que la aguja de la brújula de su cerebro había desaparecido. El humo ascendió en volutas desde su cigarrillo. Él, Gerald Carnevan, estaba plantado en aquella habitación iluminada con escasa luz rojiza, con una falsa médium, presumiblemente en falso trance y... algo agazapado a pocos pasos de distancia.

Fuera, a una manzana más allá, se encontraba Columbus Circle, con sus carteles eléctricos y el intenso tráfico. Una clave chasqueó en el cerebro de Carnevan: Luces eléctricas significan publicidad. Haz que el cliente se maraville. Y en este caso el cliente parecía ser él. La aproximación solía ser destructiva para las estudiadas tácticas de los vendedores. Carnevan comenzó a caminar directamente hacia el ser. Los suaves labios rojos infantiles se separaron.

—Aguarda —ordenó una voz singularmente gentil—. No cruces el pentágono, Carnevan. Puedes hacerlo, si quieres, pero iniciarías un incendio.

—Eso lo estropea todo —observó el hombre, casi riendo—. Los espíritus no hablan inglés vulgar. ¿Cuál es el plan?

—Bueno —dijo el otro sin moverse—. Para empezar, puedes llamarme Azazel. No soy un espíritu. Soy bastante más que un demonio. En cuanto al inglés vulgar, cuando entro en tu mundo, naturalmente, me ajusto a él... o me ajustan. Mi propia lengua no se puede oír aquí. La hablo, pero tú oyes su equivalente en inglés. Mi idioma queda automáticamente ajustado a tus capacidades.

—Está bien —contestó Carnevan—. ¿Y ahora qué? —expelió el humo por la nariz.

—Eres un escéptico —dijo Azazel, aún inmóvil—. Si abandono el pentágono podría convencerte en un momento, pero no puedo hacerlo sin tu ayuda. De momento, el espacio que ocupo coexiste en el espacio de mi mundo y el tuyo. Soy un demonio, Carnevan, y quiero hacer un trato contigo.

—Espero que empiecen a resplandecer los flashes en cualquier momento. Pero puedes falsificar cuantas fotos quieras, si ese es el juego. No pagaré nada por ellas —contestó Carnevan, pensando en Diana, aunque con ciertas dudas.

—Lo harás —observó Azazel.

Y contó una breve y malintencionada historia acerca de las relaciones de Carnevan con Diana Bellamy.

Carnevan notó que se ruborizaba.

—Basta —dijo secamente—. Es chantaje, ¿verdad?

—Por favor, déjame que te explique desde el principio. Entré en contacto contigo en la sesión de la semana pasada. Para los habitantes de mi dimensión es increíblemente difícil establecer contacto con seres humanos, pero en esta ocasión lo logré. Implanté ciertos pensamientos en tu subconsciente y te retuve por medio de ellos.

—¿Qué clase de pensamientos?

—Gratificaciones —dijo Azazel—. La muerte de tu socio mayor. El traslado de Diana Bellamy. Riqueza. Poder. Triunfo. Te he cebado los pensamientos secretamente, y así se estableció un lazo entre nosotros. No lo suficiente, sin embargo, porque en realidad no pude comunicarme contigo hasta que trabajé sobre Madame Nefert.

—Sigue —dijo tranquilo Carnevan—. Es una charlatana, claro.

—Claro que sí —sonrió Azazel—. Pero es celta. Un violín no sirve sin violinista. Yo logré controlarla y le conduje a hacer los preparativos necesarios para poder materializarme. Luego te traje hasta aquí.

—¿Y esperas que te crea?

Los hombros del otro se agitaron intranquilos.

—Ahí está la dificultad. Si me aceptas, te serviré bien, muy bien, en verdad. Pero no lo harás hasta que creas.

—Yo no soy Fausto —contestó Carnevan—. Aun cuando creyese en ti. ¿Por qué te imaginas que iba a...?

Se detuvo. Durante un segundo reinó el silencio. Carnevan, furioso, dejó caer el cigarrillo y lo aplastó.

—Todas las leyendas de la historia —murmuró—. Folklore... todo folklore. Tratos con demonios. Y siempre a un precio. Pero soy ateo, o agnóstico. No estoy seguro de lo que soy. No puedo creer que tenga un alma. Cuando muera, se acabó todo.

Azazel le estudió pensativo.

—Naturalmente que tiene que haber un precio —una expresión curiosa cruzó el rostro del ser. Había burla en ella, y miedo también. Cuando volvió a hablar, lo hizo presuroso—: Puedo servirte, Carnevan. Puedo complacer tus deseos... creo que todos.

—¿Por qué me elegiste a mí?

—La sesión me atrajo. Eras el único presente allí con quien podía establecer contacto.

Apenas halagado, Carnevan frunció el ceño. Le resultaba imposible creerlo. Por último dijo:

—Me interesaría... si pensase que esto no es sólo una simple añagaza, un truco. Cuéntame más. Lo que podrías hacer por mí.

Azazel habló con mayor detenimiento. Al terminar, los ojos de Carnevan brillaban.

—Incluso un poco de eso...

—Resulta bastante fácil —apremió Azazel—. Todo está preparado. La ceremonia no cuesta mucho y yo te guiaré paso a paso.

Carnevan chasqueó la boca sonriendo.

—Ahí está. No puedo creerlo. Me digo a mí mismo que no es real. En lo más profundo de mi cerebro trato de encontrar la explicación lógica. Y todo es demasiado fácil. Si estuviese convencido de que tú eres lo que dices y que puedes...

Azazel le interrumpió.

—¿Sabes algo acerca de teratología?

—¿Eh? Oh... lo que cualquier hombre vulgar.

El ser se levantó despacio. Llevaba, según vio Carnevan, una voluminosa capa de algún material obscuro, opaco, tornasolado.

—Si no hay otro modo de convencerte —dijo el ser—, y puesto que no puedo dejar el pentágono... debo emplear este medio.

Una premonición enfermante cruzó por la mente de Carnevan mientras veía las delicadas y esbeltas manos operando en los cierres de la capa. Azazel la apartó a un lado. Cerró la prenda casi en un instante. Carnevan no se había movido. Pero un hilo de sangre le caía por la barbilla. Luego silencio hasta que el hombre intentó hablar. Un ruido áspero y crujiente sonó en la habitación. Carnevan, por fin, pudo encontrar su voz. Las palabras le salieron en un semichillido. Gritó con brusquedad y se fue a un rincón, en donde se quedó plantado, con la frente apretada contra la pared. Cuando regresó, tenía el rostro más compuesto, aunque el sudor relucía en él.

—Sí —dijo—. Sí.

—Muy bien —aprobó Azazel.

A la mañana siguiente, Carnevan estaba sentado en su escritorio y hablaba tranquilo con un demonio que estaba instalado cómodamente en un sillón, invisible e inaudible para todos excepto para él. La luz del sol entraba de soslayo por la ventana y una fría brisa llevaba entre sus alas el apagado clamor del tránsito. Azazel parecía increíblemente real allí sentado, su cuerpo oculto por la capa, su hermosa cabeza como la de una calavera creada por la luz solar.

—Habla en voz baja —le avisó el demonio—. Nadie puede oírme, pero pueden oírte. Susurra... o simplemente piensa. Para mí será suficiente.

—Está bien —Carnevan se frotó la mejilla recién afeitada—. Será mejor que tracemos un plan. Ya sabes que has de ganarte mi alma.

—¿Eh? —el demonio pareció perplejo durante un segundo; luego rió por lo bajo—. Estoy a tu servicio.

—En primer lugar, no debemos despertar sospechas. Nadie creería la verdad. Pero no quiero hacerles pensar que estoy loco... aunque quizá lo esté —agregó Carnevan con lógica—. Pero ahora no consideraremos ese punto. ¿Qué hay de Madame Nefert? ¿Cuánto sabe ella?

—Nada en absoluto —contestó Azazel—. Se encontraba en trance y yo la controlaba. No recordó nada cuando despertó. Sin embargo, si prefieres, la puedo eliminar.

Carnevan levantó la mano.

—¡Calma! Ahí es donde las personas como Fausto cometieron sus errores. Se volvieron déspotas, borrachos por el poder a más no poder. Cualquier asesinato que cometamos tendrá que ser necesario. ¡Vaya! ¿Cuánto control tengo sobre ti?

—Una buena cantidad —admitió Azazel.

—¿Si te pidiese que te matases tú mismo... lo harías?

Por toda respuesta, el demonio tomó un cortapapeles del escritorio y lo hundió profundamente en su capa. Recordando lo que había debajo de aquella prenda, Carnevan apartó la vista apresuradamente. Sonriendo, Azazel volvió a colocar el cuchillo en su sitio, diciendo:

—El suicidio es imposible en un demonio.

—¿Es que no se te puede matar?

Hubo un corto silencio. Luego Azazel aclaró:

—Por lo menos tú no puedes hacerlo.

Carnevan se encogió de hombros.

—Estoy estudiando todas las posibilidades. Quiero saber qué terreno piso. Pero, sin embargo, debes obedecerme. ¿Es eso cierto?

Azazel asintió.

—Bueno. No me interesa que hagas caer sobre mi regazo un millón de dólares en oro, como solías hacer. En esa forma el oro es ilegal, y la gente haría preguntas. Cualquier ventaja que consiga debe venir de manera natural; sin despertar la más ligera sospecha. Si Eli Dale muriese, la firma se quedaría sin socio mayor. Yo conseguiría su lugar. Eso entraña bastante dinero para mis propósitos.

—Puedo convertirte en dueño de la mayor fortuna del mundo —sugirió el demonio.

Carnevan rió un poco.

—¿Y qué? Todo sería demasiado fácil para mí. Yo quiero experimentar las cosas por mí mismo... con alguna ayuda tuya. Si uno hace trampas mientras se divierte jugando al solitario es distinto a falsear todo el juego. Tengo mucha fe en mí mismo. Y quiero justificarla, construir mi ego. La gente como Fausto se equivocó. El rey Salomón debió haberse muerto de aburrimiento. Nunca utilizó su cerebro y apuesto a que se le quedó atrofiado. ¡Fíjate en Merlín! —Carnevan sonreía—. Estaba tan acostumbrado a convocar a los diablos para que hiciesen lo que deseaba que un joven zoquete le sacó cuanto quiso sin ninguna dificultad. No Azazel, quiero que muera Eli Dale, pero de manera natural.

El demonio miró sus esbeltas y pálidas manos. Carnevan se encogió de hombros.

—¿Puedes cambiar de forma?

—Claro.

—¿Convirtiéndote en cualquier cosa?

Por toda respuesta Azazel se transformó, en rápida sucesión, en un gran perro negro, en un lagarto, en una serpiente de cascabel y en el propio Carnevan. Finalmente adoptó su forma y volvió a relajarse en la silla.

—Ninguno de esos disfraces te ayudaría a matar a Dale —gruñó Carnevan—. Tenemos que pensar en algo de lo que no sospeche. ¿Conoces lo que son los gérmenes de la enfermedad, Azazel?

El otro asintió.

—Lo conozco gracias a tu mente.

—¿Podrías transformarte en microbios?

—Si me dices los que deseas, podría localizar una muestra, duplicar su estructura atómica y entrar en ella con mi propia fuerza vital.

—Meningitis vertebral —dijo pensativo Carnevan—. Es bastante fatal. Mandaría a un hombre a la tumba. Pero te averiguaré si es un microbio o un virus.

—Eso no importa —dijo Azazel—. Localizaré algún portaobjetos que tenga muestras del género. En cualquier hospital habrá. Y luego me materializaré dentro del cuerpo de Dale como la misma enfermedad.

—¿Será lo mismo?

—Sí.

—Perfecto. La enfermedad se propagará, supongo, y eso será el fin de Dale. Si no resulta, probaremos otra cosa.

Volvió a su trabajo y Azazel desapareció. La mañana transcurrió muy despacio. Carnevan comió en un restaurante cercano, preguntándose qué estaría haciendo su demonio, y se sintió bastante sorprendido al descubrir que tenía mucho apetito. Durante la tarde telefoneó a Diana. Ella había descubierto su compromiso con Phyllis y había telefoneado a Phyllis. Carnevan colgó reprimiendo su rabia violenta. Después de un breve instante, marcó el número de Phyllis. Le dijeron que no estaba en casa.

—Dígale que iré a verla esta noche —gruñó, y colgó con fuerza el receptor. Fue casi un alivio ver, de repente, la forma desmadejada de Azazel en el sillón.

—Ya está —dijo el demonio—. Dale tiene meningitis vertebral. Todavía no lo sabe, pero la enfermedad se propaga muy rápidamente. Fue un experimento curioso, pero resultó.

Carnevan trató de tranquilizar su mente. Estaba pensando en Phyllis. Se había enamorado de ella, claro, pero la chica era tan condenadamente rígida, tan increíblemente puritana... Él había dado un resbalón en el pasado; a ojos de ella, eso podía ser suficiente para terminar con todo. ¿Rompería el compromiso? Seguramente no. En esta época los pecadillos amorosos se daban más o menos como sentados, incluso ante una chica que se ha criado en Boston. Carnevan se estudió las uñas. Al cabo de un momento buscó una excusa para ver a Eli Dale y solicitarle consejo sobre algún problema poco importante del negocio, y escrutó con atención el rostro del viejo.

Dale estaba colorado y con los ojos brillantes, pero por otra parte parecía normal. Sin embargo, sobre él estaba impresa la marca de la muerte. Carnevan lo sabía. Aquel hombre moriría, el cargo de socio ejecutivo de la firma recaería sobre otra persona... y se habría dado el primer paso en el plan de Carnevan. En cuanto a Phyllis y Diana... ¡Oh, después de todo, poseía un demonio particular! Teniendo el control de sus poderes podría resolver también ese problema. Claro que Carnevan no sabía aún como hacerlo; en cada caso deberían utilizarse primero, pensó, los métodos ordinarios. No debía depender demasiado de la magia.

Despidió a Azazel y condujo su coche hasta la casa de Phyllis. Pero antes se detuvo en el apartamento de Diana. La escena fue breve y tormentosa.

Morena, esbelta, furiosa y adorable, Diana dijo que no le permitiría que se casase.

—¿Por qué no? —quiso saber Carnevan—. Después de todo, querida, si es cuestión de dinero te lo puedo solucionar.

Diana dijo cosas desagradables acerca de Phyllis. Tiró un cenicero al suelo y lo pisoteó.

—¿Así es que no soy bastante buena para que te cases conmigo? ¡Pero ella sí, ¿no?!

—Siéntate y cállate —sugirió Carnevan—. Trata de analizar tus sentimientos.

—¡Tú, pez inmundo de sangre fría!

—Fíjate qué terreno pisas. No estás enamorada de mí. El manejarme como una marioneta te hace experimentar una sensación de poder y posesión. No quieres que otra mujer me tenga.

—¡Compadezco a la mujer que te tenga! —gritó Diana, eligiendo otro cenicero. Era bastante bonita, pero Carnevan no estaba de humor para apreciar la belleza.

—Está bien —dijo—. Escúchame; si no armas escándalo no te faltará dinero... ni nada... Pero si tratas de crearme problemas, lo lamentarás.

—No me asustas fácilmente —repuso Diana—. ¿A dónde vas? Supongo que a ver a ese espantapájaros rubio ¿no?

Carnevan le regaló una sonrisa imperturbable. Se puso el abrigo y desapareció. Condujo hasta la casa de la espantapájaros rubia, donde encontró dificultades, aunque no imprevistas. Por último convenció a la doncella y fue conducido a enfrentarse con un bloque de hielo sentado en silencio en el diván. Ese bloque de hielo era la señora Mardrake.

—Phyllis no desea verte, Gerald —dijo ella.

Su boca puritana parecía morder las palabras. Carnevan se ajustó los pantalones, metafóricamente hablando, y comenzó su discurso. Habló bien. Tan convincente fue la historia de que Diana era un mito, de que todo el asunto había sido preparado por un enemigo personal, que la señora Mardrake, después de una lucha interna de cierta consideración, al fin capituló.

—No debe haber escándalo —dijo por último—. Si creyese que había una palabra de verdad en lo que esa mujer dijo a Phyllis...

—Todo hombre de mi posición tiene enemigos —continuó Carnevan, recordando de ese modo a su anfitriona que, maritalmente hablando, era un pez digno de ser pescado. Ella suspiró.

—Muy bien, Gerald. Pediré a Phyllis que te vea. Espera aquí.

Salió de la estancia y Carnevan reprimió una sonrisa. Sin embargo, sabía que no sería tan fácil convencer a Phyllis. Su prometida no apareció inmediatamente. Carnevan imaginó que la señora Mardrake encontraba dificultades en convencer a su hija de la buena fe del novio. Recorrió la habitación, sacando el atado de cigarrillos y luego guardándolo otra vez. ¡Qué casa más victoriana! Una gruesa Biblia familiar que descansaba en un atril le llamó la atención. Como no tenía otra cosa que hacer se acercó y la abrió al azar. Un pasaje pareció destacar. "Si cualquier hombre adora a la bestia y a su imagen y recibe su marca en la frente o en su mano, beberá el vino de la ira de Dios.

Fue quizás una reacción instintiva lo que hizo que Carnevan alzase la mano para tocarse la frente. Sonrió con desdén. ¡Superstición! Sí... pero había demonios. En aquel momento Phyllis entró con el aspecto de Evangelina en Acadia, con la mismísima expresión que debió adoptar la heroína de Longfellow. Reprimiendo el poco galante impulso de darle una patada, Carnevan trató de tomarle las manos, fracasó, y la siguió hasta el diván. El puritanismo y la educación tienen sus desventajas, pensó. Eso se hizo más evidente cuando, pasados diez minutos, Phyllis seguía sin convencerse de la inocencia de Carnevan.

—No se lo dije todo a mi madre —afirmó ella con tranquilidad—. Esa mujer dijo cosas... Bueno, me di cuenta de que decía la verdad.

—Te amo —afirmó Carnevan de manera inconsecuente.

—No. O jamás te habrías enredado con esa mujer.

—¿Incluso aunque ocurriese antes de conocerte?

—Podría perdonar muchas cosas, Gerald, pero no eso —continuó tozuda la muchacha.

—Tú no quieres un marido —observó Carnevan—. Tú quieres la imagen de un santo.

Era imposible romper la calma rígida de la muchacha. Carnevan perdió el dominio de sí mismo. Discutió y suplicó, despreciándose por hacerlo de ese modo. De todas las mujeres del mundo tenía que enamorarse de la más estricta y puritana de todas. El silencio de ella tenía la cualidad de enfurecerle casi hasta el punto de la histeria. Sintió ganas de gritar obscenidades en aquella habitación tranquila, en aquella atmósfera casi religiosa. Sabía que Phyllis le estaba humillando terriblemente, y en lo más hondo de su ser algo se agitó de manera cruda bajo los latigazos que no podía impedir.

—Te amo, Gerald —fue todo lo dijo ella—. Pero tú no me quieres. No puedo perdonarte eso. Por favor, vete antes que se pongan peores las cosas.

Salió de la casa, temblando de furia, acalorado y enfermo al darse cuenta de que había fracasado al mantener su pose.

¡Phyllis, Phyllis, Phyllis! Un iceberg imperturbable. Ella no conocía nada de humanidad. Las emociones jamás existieron en su pecho, a menos que estuviesen también educadas, envueltas en una red de encajes. Una muñeca de porcelana esperando que el resto del mundo también lo fuese. Carnevan se quedó plantado junto a su coche, temblando de rabia, deseando más que nada en el mundo herir a Phyllis como él había sido herido. Algo se agitó dentro del coche. Era Azazel, la capa envolviendo su obscuro cuerpo, el rostro blanco, huesudo, sin expresión. Carnevan extendió un brazo señalando a la casa.

—¡La chica! —dijo con aspereza—. Ella... ella.

—No es necesario que hables —murmuró Azazel—. Leo tus pensamientos. Haré lo que deseas.

Se fue. Carnevan saltó al coche, colocó la llave en el encendido y puso el motor en marcha con furia. Mientras el vehículo empezó a moverse oyó un grito agudo y cortante saliendo de la casa que acababa de abandonar. Detuvo el coche y volvió corriendo, mordiéndose el labio.

El dictamen del médico que llamaron de inmediato fue que Phyllis Mardrake había sufrido una fuerte impresión nerviosa. El motivo era desconocido, pero era fácil presumir que tenía algo que ver con su entrevista con Carnevan, quien nada dijo para desmentir tal suposición. Phyllis, simplemente, yacía y se retorcía, con los ojos vidriosos. En algunas ocasiones sus labios formaban palabras.

—La capa... bajo la capa...

Y luego reía y gritaba alternativamente, hasta que el cansancio se apoderaba de ella. Se recuperaría, pero después de algún tiempo. Entretanto fue enviada a una clínica particular, en donde se ponía histérica cada vez que veía al doctor Joss, que resultó ser un hombrecito calvo. Sus murmullos sobre capas se hicieron menos frecuentes y ocasionalmente se le permitió a Carnevan visitarla... porque ella preguntó por él. La pelea había sido olvidada y Phyllis reconoció que se había equivocado en sus opiniones. Cuando estuviese del todo bien se casaría con Carnevan. Y no habría más conflictos. El horror que había visto quedaba profundamente encerrado en su cerebro, emergiendo sólo durante el delirio y en sus frecuentes pesadillas.

Carnevan se sentía agradecido de que no se acordase de Azazel. Él, sin embargo, veía mucho al demonio aquellos días... porque estaba preparando un cruel y maligno plan. Comenzó poco después del colapso de Phyllis, cuando Diana siguió telefoneándole al despacho. Al principio Carnevan hablaba un poco con ella. Luego se dio cuenta de que la mujer era, en realidad, la responsable de la casi enajenación mental de Phyllis. Resultaba claro que tenía que sufrir ella. No la muerte; cualquiera podía morir. Eli Dale, por ejemplo, ya estaba fatalmente enfermo de meningitis vertebral. Pero era necesaria una forma más sutil de castigo... una tortura tal como la que estaba sufriendo Phyllis. Mientras convocaba al demonio y le daba instrucciones, el rostro de Carnevan adoptó una expresión que no era agradable de ver.

—Lenta, gradualmente, ella ha de volverse loca —dijo—. Debe tener tiempo de darse cuenta de lo que ocurre. Proporciónale... retazos, por hablar así. Una serie acumulativa de acontecimientos inexplicables; te daré los detalles completos cuando los elabore. Ella me dijo que no se asusta fácilmente —terminó Carnevan y se levantó para servirse una bebida.

Ofreció otra al demonio, pero él se la rechazó. Azazel estaba sentado en un rincón obscuro del apartamento, mirando de tanto en tanto por la ventana, desde donde veía, muy abajo, Central Park.

A Carnevan le asaltó un súbito pensamiento:

—¿Cómo reaccionas ante esto? Se supone que los demonios son malos. ¿Te causa placer... lastimar a la gente?

El hermoso rostro del cráneo se volvió hacia él.

—¿Sabes lo que es el mal, Carnevan?

El hombre añadió un poco de soda en el vaso.

—Comprendo. Cuestión de semántica. Claro, es un término arbitrario. La humanidad ha creado sus propios niveles de...

Los ojos oblicuos y opalescentes de Azazel brillaron.

—Eso es un antropomorfismo moral, un egotismo. No habéis considerado el medio ambiente. Las propiedades físicas de vuestro mundo causan el bien y el mal, como ya sabéis.

Era la sexta bebida de Carnevan y sintió ganas de discutir.

—Es algo que no entiendo del todo; la moralidad viene de la mente y de las emociones.

—Todo río tiene su fuente —repuso Azazel—. Pero hay una gran diferencia entre el Mississippi y el Colorado. Si los seres humanos hubiesen evolucionado, en... bueno, en mi mundo, por ejemplo, el molde completo del bien y del mal habría sido distinto. Las hormigas tienen estructura social. Pero no es como la vuestra. El medio ambiente es distinto.

—Hay diferencia también entre hombres e insectos.

El demonio se encogió de hombros.

—No somos parecidos. Menos parecidos que tú y una hormiga. Ambos tenéis básicamente dos instintos comunes: el de autoconservación y el de la propagación de la especie. Los demonios no se pueden propagar.

—La mayor parte de las autoridades en el tema están de acuerdo con eso —admitió Carnevan—. Posiblemente ello da una razón a las variantes. ¿Cómo es que hay tantísimas clases de demonios?

Azazel le interrogó con los ojos.

—Oh... ya sabes. Gnomos y duendecillos, hombres lobos, vampiros...

—Hay más clases de demonios que las que conoce la humanidad —dijo Azazel—. La razón resulta muy evidente, vuestro mundo tiende hacia un molde fijo, un estado de éxtasis. Ya sabes lo que es la entropía. La última mira de vuestro universo es la unidad. Inmutable y eterna. Vuestras ramificaciones de la evolución se encontrarán finalmente y permanecerán en un único tipo fijo. Las desviaciones, como el dinormis y el alca, morirán como murieron los dinosaurios y mamuts. Al final vendrá el éxtasis. Mi universo tiende hacia la anarquía física. En el principio había sólo un tipo. En el fin habrá el caos más profundo.

—Vuestro universo es como una copia en negativo del mío —meditó Carnevan—. ¡Pero espera! ¡Dices que los demonios no pueden morir! Y tampoco pueden propagarse. ¿Entonces cómo evolucionan?

—Dije que los demonios no se pueden suicidar —apuntó Azazel—. La muerte nos puede llegar, pero desde una fuente exterior. Esto también se aplica a la procreación.

Era todo demasiado confuso para Carnevan.

—Debéis tener emociones. La autoconservación implica miedo a la muerte.

—Nuestras emociones no son la vuestras. Clínicamente, puedo analizar y comprender las reacciones de Phyllis. Ella se creyó muy rígida, y ha luchado inconscientemente contra esa opresión. Nunca reconoció, ni siquiera para sí, su deseo de liberarse. Pero tú eres un símbolo para ella; secretamente te admira y te envidia, porque eres un hombre y, como se imaginaba, capaz de hacer lo que quieres. El amor es un falso sinónimo para la propagación, como el alma es un deseo de recubrir de pureza lo que surge a partir de la autoconservación. Nada existe. El cerebro de Phyllis es una masa de inhibiciones, miedos y esperanzas. El puritanismo, para ella, representa la seguridad. Por eso no pudo perdonarte tu asunto con Diana. Fue una excusa para retirarse a la seguridad de su antiguo sistema de vida.

Carnevan escuchaba interesado.

—Sigue.

—Cuando aparecí ante ella, la sorpresa física fue violenta. El subconsciente la gobernó durante un momento. Por eso se reconcilió contigo. Es una escapista; su antigua seguridad le pareció un fracaso, así que ahora cumple con su deseo de escapar y su necesidad de protección accediendo a casarse contigo.

Carnevan se preparó otra bebida. Recordó algo.

—Acabas de decir que el alma no existe... ¿verdad?

—Me entendiste mal.

—No lo creo —repuso Carnevan, sintiendo un frío e inmortal horror bajo el cálido torpor del licor—. Nuestro trato fue que te serviría a cambio de mi alma. Ahora implicas que no tengo alma. ¿Cuál fue tu verdadero motivo?

—Tratas de asustarte a ti mismo —murmuró el demonio, sus extraños ojos alerta—. A través de la historia se ha fundado la hipótesis de que existe el alma.

—¿De veras?

—¿Y por qué no?

—¿Cómo es un alma? —preguntó Carnevan.

—No podrías imaginarlo —repuso Azazel—. No hay punto de comparación. A propósito, Eli Dale murió hace dos minutos. Eres ahora el socio mayor de la firma. ¿Puedo felicitarte?

—Gracias —asintió Carnevan—. Cambiaremos de conversación si gustas. Pero intentaré descubrir la verdad tarde o temprano. Si no tengo alma, tú preparas alguna otra cosa. Sin embargo, volvamos a lo de Diana.

—Tú deseas que se vuelva loca.

—Yo deseo que tú la vuelvas loca. Ella es del tipo esquizofrénico, esbelta y de largos huesos. Tiene una estúpida confianza en sí misma. Ha construido su vida sobre el cimiento de las cosas reconocidamente reales. Hay que destruir esas cosas.

—¿Y bien?

—Teme a la oscuridad —dijo Carnevan, y su sonrisa era muy desagradable—. Sé sutil, Azazel. Ella oirá voces. Uno a uno sus sentidos comenzarán a fallar. O mejor, a engañar. Olerá cosas que nadie percibe. Oirá voces. Tendrá sabor de veneno en su comida, comenzará a sentir sensaciones... desagradables. Si es necesario, puede por fin... tener visiones.

—Esto es el mal, supongo —observó Azazel levantándose de la silla—. Mi interés es puramente clínico. Puedo discernir que tales asuntos son importantes para ti, pero no iré más lejos.

Sonó el teléfono. Carnevan se enteró de que Eli Dale había muerto: meningitis vertebral. Para celebrarlo se sirvió otra copa y brindó en dirección a Azazel, que había desaparecido para visitar a Diana. El rostro delgado y duro de Carnevan estaba ligeramente enrojecido por el licor que había consumido. Se plantó en el centro del apartamento y giró despacio, mirando los muebles, los libros, el diván. Tendría que encontrar otra vivienda pronto, más grande y mejor. Una casa adecuada a una pareja recién casada. Se preguntó cuánto tiempo tardaría Phyllis en recuperarse por completo. Azazel... ¿Qué es lo que buscaba aquel demonio?, se preguntó. Ciertamente su alma no. ¿Y entonces qué buscaba?

Una noche, dos semanas después, llamó al timbre de la puerta del apartamento de Diana. Ella preguntó quién era y abrió una rendijita antes de dejar pasar a Carnevan. Se quedó sorprendido al ver los cambios sufridos por la mujer. La alteración de su cara era poco tangible. Diana se mantenía bajo un control de hierro, pero su maquillaje era demasiado espeso. Eso en sí ya era revelador. Constituía un símbolo del esfuerzo mental que le costaba oponerse contra la invasión psíquica. Carnevan preguntó solícito:

—Gran Dios, Diana ¿qué te pasa? Por teléfono parecías histérica. Ya te dije anoche que vieses a un médico.

Ella buscó un cigarrillo. Cuando Carnevan lo encendió, le temblaban ligeramente las manos.

—Lo hice. No... no me fue de mucha ayuda, Gerald. Me alegro de que no estés furioso conmigo.

—¿Furioso? Vamos, siéntate. Te prepararé algo de beber. Ya sobrepasé mi enfado; nos llevamos bien juntos y Phyllis... bueno, no pudimos cortar nuestro pastel y comérnoslo. Está en un asilo, ya sabes, y pasará mucho antes de que se recupere. Incluso quizá puede ser una demente toda la vida... —dudó Carnevan.

Diana se echó hacia atrás el pelo negro y se volvió para mirarle en el diván.

—Gerald, ¿crees que me estoy volviendo loca?

—No. No —contestó él—. Creo que necesitas descanso, o un cambio.

Ella no lo escuchaba. Tenía la cabeza inclinada a un lado como si escuchase una inaudible voz. Mirando de reojo, Carnevan vio a Azazel plantado a la otra parte de la estancia, invisible para la chica pero aparentemente no silencioso.

—¡Diana! —gritó con viveza.

Ella abrió los labios. Su voz era insegura mientras lo miraba con consternación.

—Lo siento. ¿Qué decías?

—¿Qué dijo el médico?

—Casi nada —no deseaba seguir discutiendo aquello. En su lugar tomó la bebida que Carnevan le había preparado, la miró y tomó un sorbo. Luego dejó el vaso.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó el hombre.

—No. ¿Qué gusto tiene para ti?

—Bueno.

Carnevan se preguntó que es lo que había gustado Diana en su bebida. Quizás almendras amargas. U otra de las ilusiones maestras de Azazel. Pasó los dedos por el pelo de la chica, sintiendo un escalofrío de poder mientras lo hacía. Una odiosa especie de venganza, pensó. Era raro que la aflicción de Diana no le conmoviese en lo más mínimo. Sin embargo, no era básicamente malo, lo sabía muy bien. El viejo, antiquísimo problema de las normas arbitrarias... El bien y el mal. Azazel habló y sus palabras las oyó únicamente Carnevan.

—Su control no puede durar mucho más. Creo que mañana se derrumbará. Una maniática depresiva puede suicidarse, así que trataré de evitarlo. Cada arma peligrosa que toque parecerá quemarla.

Abiertamente, sin previo aviso, el demonio desapareció. Carnevan lanzó un gruñido y acabó su bebida. Por el rabillo del ojo vio algo que se movía. Lentamente volvió la cabeza, pero aquello ya no estaba. ¿Qué había sido? Algo así como una sombra negra, informe, imprecisa. Las manos de Carnevan temblaron. Profundamente sorprendido, dejó el vaso y contempló el apartamento. La presencia de Azazel jamás le había afectado de ese modo antes. Probablemente era una reacción inconsciente; sin duda había estado manteniendo un rígido control sobre sus nervios, sin advertirlo.

Después de todo, los demonios son sobrenaturales. Por el rabillo del ojo vio de nuevo la brumosa oscuridad. Esta vez no se movió mientras trataba de analizarla. La cosa oscilaba al borde del alcance de su visión. Sus ojos se movieron un poco y entonces aquello también desapareció. Una nube negra, informe. ¿Informe? ¡No! Era, pensó, en forma de huso inmóvil y rígida sobre su eje. Las manos le temblaban más que nunca. Diana le miraba.

—¿Qué te pasa, Gerald? ¿Te estás poniendo nervioso?

—Demasiado trabajo en la oficina —explicó—. Ya sabes que ahora soy el nuevo socio principal. Me marcharé. Será mejor que vuelvas al médico mañana.

Ella no contestó, limitándose a mirarle mientras salía del apartamento. Conduciendo hacia su casa, Carnevan captó de nuevo, levemente, la forma negra y brumosa. Ni una sola vez pudo verla con claridad. Oscilaba justo al borde de su visión. Notó, aunque no pudo ver, ciertos rasgos imprecisos sobre ella. No pudo ni definir ni deducir cómo eran. Pero le temblaban las manos. Fría, furiosamente, su inteligencia luchó contra el terror irracional de su parte física. Se enfrentó a la cosa extraña. O... no... no se enfrentó; siempre se escapaba y desaparecía. ¿Azazel? Invocó e nombre del demonio, pero no tuvo respuesta. Marchando hacia su apartamento, Carnevan se mordió el labio inferior y pensó con ahínco. Cómo... por qué... ¿Qué era lo que hacía tan horripilante... tan irracional a esta... aparición?

No lo sabía, a menos que fuese, quizás, el vago atisbo de rasgos en la negrura, esa situación que nunca le permitía definir una imagen. Notó que esos rasgos eran indescriptibles, y sin embargo sentía la perversa curiosidad de contemplarlos directamente. Una vez a salvo en su apartamento, volvió a ver el huso negro al borde de su visión, próximo a la ventana. Giró rápidamente para enfrentarse con él, pero se desvaneció. En ese momento se apoderó de Carnevan una oleada de horror. El sentimiento mortal, enfermizo, de que podía ver aquello, hizo que todo su ser físico se revolviese.

—Azazel —llamó en voz baja.

Nada.

—¡Azazel!

Carnevan se sirvió una bebida, encendió un cigarrillo y buscó una revista. No tuvo más molestias hasta que se acostó. Pasó la noche con tranquilidad. Pero por la mañana, en cuanto abrió los ojos, algo negro y en forma de huso se alejó mientras miraba en su dirección. Telefoneó a Diana; parecía mucho mejor, según dijo ella. Al parecer Azazel no estaba trabajando. A menos que la cosa negra fuese... Azazel. Carnevan marchó apresurado a su despacho, hizo que le subiesen café y luego sólo bebió la leche. Sus nervios necesitaban tranquilidad, no un estimulante.

La cosa negra apareció en el despacho dos veces durante aquella mañana. En cada ocasión se produjo en Carnevan la terrible sensación de que si lo miraba directamente los rasgos se le aparecerían con claridad. Y a su pesar intentó mirarlo. Vanamente, claro. Su trabajo se resintió. Al poco salió y fue hasta el sanatorio a ver a Phyllis. Ella estaba mucho mejor y habló del próximo matrimonio. Mientras el huso negro se retiraba apresuradamente a través de la soleada y agradable habitación, las palmas de las manos de Carnevan estaban húmedas. Lo peor de todo, quizás, era darse cuenta de que si lograba mirar fijamente al fantasma se volvería loco. Pero quería hacerlo. Eso lo sabía perfectamente bien.

Su reacción física e instintiva así se lo decía. Nada que perteneciese a este Universo o a cualquier otro remotamente emparentado podría producir un vacío tan profundo en su cuerpo, la sensación sorprendente de que su estructura celular trataba de encogerse intentando alejarse del huso. Volvió con el coche a Manhattan y evitó por poco sufrir un accidente en el puente George Washington a causa de su estupidez de cerrar los ojos para no ver algo que seguía estando allí cuando los volvió a abrir. El sol ya se había puesto. Las iluminadas torres de Nueva York se alzaban contra el cielo púrpura.

Su limpieza geométrica parecía carente de calor, inhóspita y poco hospitalaria. Carnevan se detuvo en un bar, se tomó dos whiskys y se fue cuando una madeja negra pasó corriendo por el espejo, cruzándolo de lado a lado. De regreso a su apartamento, se sentó con la cabeza entre las manos durante casi cinco minutos. Cuando levantó la cara tenía una expresión dura y maligna. Sus ojos destellaban ligeramente; luego se deprimió.

—Azazel —dijo, y luego con voz más alta—: ¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Aparece!

Su pensamiento decidido, duro como el hierro, analizó la situación. Detrás yacía un terror informe. ¿Era Azazel la madeja negra? ¿Se le aparecería por completo?

—¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Obedece! ¡Yo te convoco!

El demonio se plantó ante Carnevan, materializándose de la nada. El rostro hermoso, de color hueso pálido, estaba inexpresivo; las pupilas enormes de aquellos ojos oblicuos y opalescentes parecían impasibles. Bajo la capa negra, el cuerpo de Azazel se estremeció una vez y se quedó inmóvil. Con un suspiro, Carnevan se hundió en su silla.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué te propones ahora? ¿Cuál es tu plan?

Azazel contestó tranquilo.

—Volví a mi mundo. Me hubiese quedado allí de no haberme llamado tú.

—¿Qué es esa cosa en forma de huso?

—No es de tu mundo —dijo el demonio—. Tampoco del mío. Me persigue.

—¿Por qué?

—Vosotros tenéis historias de hombres que han sido hechizados. A veces por demonios. En mi mundo... yo fui hechizado.

—¿Por esa cosa?

—Sí.

—¿Y por qué?

Los hombros de Azazel parecieron unirse.

—No lo sé. Excepto que es muy horrible y me persigue.

Carnevan alzó las manos y se apretó con fuerza los ojos.

—No, no. Es demasiada locura. Algo hechizando a un demonio. ¿De dónde vino?

—Conozco mi universo y el tuyo. Eso es todo. Esa cosa, creo, vino de afuera de nuestros sectores temporales.

En un súbito fogonazo de comprensión, Carnevan dijo:

—Por eso ofreciste servirme.


—Sí. La cosa se me acercaba más y más. Pensé que si entraba en tu universo podría escapar. Pero me siguió.

—Y no podías entrar en mi mundo sin mi ayuda. Todo esa charla sobre mi alma fue un cuento.

—Sí. Esa cosa me seguía. Luego huí, regresando a mi universo, y no me persiguió. Quizá no puede hacerlo. Puede ser que sólo pueda moverse en una dirección... desde su mundo al mío, y luego al tuyo, pero no en el otro sentido. Se quedó aquí, lo sé.

—Se ha quedado —dijo Carnevan muy pálido—, para hechizarme.

—¿Siente usted el mismo horror que yo hacia eso? —interrogó Azazel—. Me lo he preguntado. Somos tan diferentes físicamente...

—Nunca he podido verla de lleno. ¿Tiene rasgos?

Azazel no contestó. El silencio pendía en la habitación. Por fin Carnevan se inclinó hacia adelante en su sillón.

—La cosa te hechiza... salvo que vuelvas a tu propio mundo. Entonces me hechiza a mí. ¿Por qué?

—No lo sé. Es algo extraño para mí, Carnevan.

—¡Pero eres un demonio! Tienes poderes sobrenaturales.

—Sobrenaturales para ti. Hay poderes sobrenaturales para los demonios.

Carnevan se sirvió una bebida. Tenía los ojos contraídos.

—Muy bien. Tengo bastante poder sobre ti para mantenerte en este mundo, o no habrías regresado cuando te convoqué. Así que estamos en un punto muerto. Mientras permaneces aquí, esa cosa te perseguirá. No dejaré que vuelvas a tu mundo, porque entonces volverá a perseguirme a mí... como lo ha estado haciendo. Aunque parece haberse ido ahora.

—No se ha ido —dijo Azazel sin la menor expresión. El cuerpo de Carnevan se estremeció incontroladamente—. Mentalmente me puedo proponer no tener miedo. Físicamente la cosa es... es...Es horrible incluso para mí —concluyó Azazel—. Yo sí la he visto directamente. Si me mantienes en ese mundo tuyo, eventualmente me destruirá.

—Los humanos hemos exorcizado a los demonios —destacó Carnevan—. ¿No hay algún modo que puedas exorcizar a esa cosa?

—No.

—¿Un sacrificio sangriento? —sugirió Carnevan nervioso—. ¿Agua bendita? ¿Campanas, libros y velas? —notó lo estúpido de sus proposiciones al mismo tiempo que las hacía.

Pero Azazel se quedó pensativo.

—Nada de eso. Pero quizá la fuerza vital... —la capa obscura se estremeció.

Carnevan dijo:

—Según el folklore, los seres elementales han sido exorcizados. Pero primero es necesario hacerlos visibles y tangibles. Darles ectoplasma, sangre... no sé.

El demonio asintió despacio.

—En otras palabras, trasladando la ecuación a su mínimo común denominador. Los humanos no pueden luchar contra un espíritu sin cuerpo, pero cuando ese espíritu queda confinado en un recipiente de carne, resulta sujeto a las leyes físicas terrestres. Creo que ese es el camino, Carnevan.

—¿Quieres decir...?

—La cosa que me persigue es del todo extraña. Pero si puedo reducirla a su esencia, la podré destruir. Como podría destruirte a ti si no hubiera prometido servirte. Bueno, claro, si tu destrucción me ayudase. Pongamos que ofrezco un sacrificio a esa cosa. Debe, por cierto tiempo, participar de la naturaleza de la cosa que asimile. La fuerza humana vital lo haría...

Carnevan escuchaba ansioso.

—¿Resultaría?

—Creo que sí. Daré a esa cosa un sacrificio humano y un demonio puede destruir con facilidad a un ser humano.

—Un sacrificio...

—Diana. Será más fácil, puesto que realmente ya he debilitado la fortaleza de su conciencia. Debo derribar todas las barreras de su cerebro... un substituto psíquico del cuchillo de sacrificio de las religiones paganas. Carnevan apuró de un trago el contenido de su vaso.

—¿Entonces puedes destruir la cosa?

Azazel asintió.

—Eso creo. Pero lo que quedará de Diana no será humano de ninguna manera. Las autoridades te harán preguntas. Sin embargo, trataré de protegerte.

Y se desvaneció antes de que Carnevan pudiese objetar algo. El apartamento estaba mortalmente tranquilo. Carnevan miró a su alrededor, esperando ver alejarse aquella madeja para evitar su mira directa. Pero no había rastros de nada sobrenatural. Aún seguía sentado en la silla media hora más tarde, cuando sonó el teléfono. Carnevan respondió:

—Sí... ¿quién? ¿Qué? ¿Asesinato?... No, iré en seguida.

Colgó el aparato y se incorporó, los ojos brillantes. Diana estaba muerta... muerta. Asesinada horriblemente, y había ciertos factores que confundían a la policía. Bueno, se encontraba a salvo. Quizá habría algunas sospechas, pero jamás se podría probar nada. No había estado cerca de Diana en todo el día.

—Te felicito, Azazel —dijo en voz baja Carnevan. Aplastó el cigarrillo y se volvió para buscar su abrigo en el armario.

La madeja negra había estado esperando tras él. Esta vez no se alejó cuando la miró. No huyó. Y entonces Carnevan pudo verla de otra manera. Advirtió cada rasgo de lo que erróneamente había imaginado como un huso de niebla negra. Lo peor de todo es que Carnevan no se volvió loco.

Henry Kuttner (1915-1958) y C.L. Moore (1911-1987)




Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner. I Relatos de C.L. Moore.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner y C.L. Moore: El diablo que conocemos (The Devil We Know), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

0 comentarios:



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Sobre ruidos paranormales intensos.
Relato de Shirley Jackson.
Mitos de Cthulhu.

Taller gótico.
Poema de Hannah Cowley.
Relato de Thomas Mann.