«El viejo retrato»: Hume Nisbet; relato y análisis.
El viejo retrato (The Old Portrait) es un relato de vampiros del escritor escocés Hume Nisbet (1849-1923), escrito en 1896 y publicado en la antología de 1900: Historias extrañas y maravillosas (Stories Weird and Wonderful).
El viejo retrato, uno de los mejores cuentos de Hume Nisbet, relata la historia de un artista que adquiere una siniestra pintura antigua. Solo está interesado en el marco, y después de limpiar el lienzo descubre, debajo de la pintura, el espeluznante retrato de una mujer.
La historia nos sitúa en Nochebuena. El narrador es un artista aficionado a comprar pinturas de baja calidad para reutilizar los marcos. Su última adquisición es una pintura tosca que muestra «el rostro hinchado y porcino de un tabernero». Debido a una pequeña irregularidad en el lienzo, el narrador se da cuenta de que hay otra imagen debajo y decide removerla: «Empecé a demoler el tabernero sin piedad con la vaga esperanza de encontrar algo debajo que valiera la pena».
Después de trabajar el lienzo con aguarrás y otros productos químicos, otra pintura se revela: el busto y la cabeza de una mujer joven, pintados «como solo una mano maestra puede pintar, tan perfecta y natural en su dignidad sombría como si hubiera salido del pincel de Moroni». Este comentario está relacionado con la transición del vulgar tabernero a la mujer. Hume Nisbet está diciéndonos que hemos pasado del decadentismo al Renacimiento [¿tardío?]. El narrador se esfuerza por describir el retrato, elogiando el rostro atento de la mujer, la tez blanca, los «labios pálidos ligeramente separados» que dejan entrever los dientes superiores, el cabello opaco y un vestido de terciopelo negro que se desvanece en el fondo sombrío formando «una sinfonía de ébano». Sin embargo, a pesar de lo hermosa que es la pintura, el tema tiene una cualidad inquietante:
«Era una cara de aspecto espeluznante la que había resucitado en esta medianoche de la víspera de Navidad; en su palidez pasiva parecía como si la sangre hubiera sido drenada del cuerpo y yo estuviese mirando un cadáver con los ojos abiertos. El marco, noté por primera vez, parecía haber sido diseñado con la intención de llevar a cabo la idea de la vida en la muerte. Lo que antes parecían flores y frutas eran repugnantes gusanos enroscados entre los huesos de un osario.»
Cuando los campanarios dan la medianoche, «una una vaga lasitud» se apodera del narrador mientras observa el cuadro. Las «profundidades insondables» de los ojos de la mujer lo dejan al borde del trance hipnótico. Los ojos «no emitían luz, pero parecían atraer a mi alma, y con ella mi vida y fuerza mientras yacía inerte ante ellos». Agotado, el narrador pierde el conocimiento y sueña con la misteriosa mujer que emerge del retrato:
«Pensé que el marco todavía estaba en el caballete con el lienzo, pero la mujer se había apartado de ellos y se acercaba a mí con un movimiento flotante, dejando atrás una bóveda llena de ataúdes, algunos cerrados mientras que otros estaban acostados o de pie, y abiertos, mostrando su contenido en descomposición. Solo podía ver su cabeza, sus hombros, y la abundante cabellera negra como la tinta colgando alrededor.»
La mujer se acerca al narrador para besarlo, y el sueño se convierte en pesadilla:
«Mientras respiraba, ella parecía absorber mi aliento, haciéndose más fuerte a medida que yo me debilitaba, mientras el calor de mi contacto pasaba a ella y la hacía palpitar de vitalidad.»
Reanimado por «el horror de la muerte», el narrador aparta a la mujer y recupera la conciencia. Descubre que la imagen ha cambiado. Las mejillas de la mujer ahora tienen «un rubor frenético». La piel, antes pálida, está enrojecida y una gota de sangre ha aparecido en el labio inferior. De manera inversa al retrato de Dorian Gray, la mujer ha ganado salud.
Enloquecido por el miedo, el narrador toma un cuchillo y desgarra el lienzo. Arroja los fragmentos en la estufa y los observa hasta que se reducen a cenizas.
«Todavía tengo ese marco, pero aún no he reunido el coraje de pintar un tema adecuado para él.»
La historia termina con este comentario ambiguo. El narrador ha destruido el lienzo, pero ha conservado el marco. Por su descripción anterior, el marco posee alguna cualidad sobrenatural, no solo la pintura. De hecho, el narrador se plantea haber «liberado» a la mujer de su prisión. El lector asume que esto se debe al hecho de remover la pintura superficial del tabernero, pero la extraña simbología del marco, con sus detalles de gusanos y huesos, podría funcionar como parte del hechizo que mantiene a la mujer en la pintura. A la luz del último comentario del relato, el narrador simplemente está esperando un «tema adecuado» para encerrar en el marco.
Hume Nisbet era pintor, y así como sus obras pictóricas tienden más a los amplios paisajes que a las figuras, como escritor se centra en únicamente en la figura. De hecho, tanto la brevedad de El viejo retrato como la cuidadosa elección de palabras lo hacen parecer una pintura.
Una mirada racionalista sobre la historia no nos permite encontrar nada realmente sobrenatural. Tratándose de una buhardilla, es lugar es pequeño, y es fácil imaginar que el hombre ha estado inhalando aguarrás y otros productos químicos durante la fatigosa tarea de remover la pintura del tabernero. Acto seguido, se desmaya y tiene la pesadilla con la mujer vampiro. Es cierto, la pintura ha cambiado, incluso hay una sugerente gota de sangre en el labio inferior de la mujer, pero, ¿no será esto parte de la pesadilla?
Es común encontrar el motivo del retrato en la ficción de vampiros. Drácula posee viejos retratos de sí mismo que dan cuenta de su pasado como voivoda; lo mismo sucede con Carmilla y Varney. El propio Hume Nisbet exploró este motivo en La doncella vampiro (The Vampire Maid).
El viejo retrato parece ser la misma pintura del relato de Edgar Allan Poe: El retrato oval (The Oval Portrait), donde hombre busca refugio en una mansión abandonada en los Apeninos y pasa el tiempo admirando las extrañas pinturas que decoran la habitación y un oportuno libro que las describe. Al igual que en el cuento de Hume Nisbet, en la historia de E.A. Poe hay una pintura que representa el busto y la cabeza de una mujer. La imagen hipnotiza al hombre [«quizás durante una hora»] del mismo modo al narrador de El viejo retrato.
Edgar Allan Poe nos da una historia de fondo sobre la mujer de la pintura: ella posa para su esposo «sentándose mansamente durante muchas semanas». El pintor está tan obsesionado con su trabajo que no reconoce el progresivo deterioro de la salud de su esposa, que continuamente «sonreía y seguía sonriendo, sin quejarse». Después de meses, el pintor por fin saca la mirada del lienzo y declara que su pintura es «la vida misma». Se vuelve para mirar a su esposa y descubre que ha muerto.
¿Podría tratarse de la misma pintura de El viejo retrato? El marco definitivamente no es «oval», porque el narrador de Hume Nisbet se refiere en varias ocasiones a sus esquinas, pero la mujer en la pintura bien podría estar emparentada con la trágica modelo de El retrato oval.
El viejo retrato.
The Old Portrait, Hume Nisbet (1849-1923)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Los marcos antiguos son mi pasatiempo. Siempre estoy al acecho entre los enmarcadores y comerciantes de curiosidades en busca de algo pintoresco y único. No me importa lo que hay dentro del marco, porque, siendo pintor, me gusta obtener primero los marcos y luego pintar un cuadro que se adapte a su probable historia y diseño. De esta manera saco algunas ideas curiosas y, creo, también originales.
Un día de diciembre, aproximadamente una semana antes de Navidad, compré en una tienda cerca del Soho un espécimen tallado en madera fina pero en mal estado. El dorado estaba casi desgastado y tres de las esquinas estaban rotas; sin embargo, como aún quedaba una de las esquinas, esperaba poder reparar las otras. En cuanto al lienzo dentro de este marco, estaba tan cubierto de suciedad y humedad que solo pude distinguir que había sido una especie de retrato, muy mal pintado, de una persona común, embadurnado por un pobre pintor en ebullición para llenar el marco que su patrón pudo haber adquirido a bajo precio, como yo lo había hecho después de él; pero como el marco estaba bien, me llevé también el lienzo estropeado, pensando que podría ser útil.
Durante los días siguientes mis manos estuvieron ocupadas en trabajos de diversa índole, de modo que solo en la víspera de Navidad me encontré en libertad para examinar mi compra, que había estado apoyada contra la pared desde que la llevé a mi estudio. Como no tenía nada que hacer esa noche y no estaba de humor para salir, tomé mi marco y, sobre la mesa, con una esponja, palangana con agua y un poco de jabón, comencé a lavarlo.
Creo que usé buena parte de un paquete de jabón en polvo y tuve que cambiar el agua una docena de veces antes de que el patrón comenzara a aparecer en el marco, y el retrato dentro de él afirmó su horrible tosquedad, dibujo vil de intensa vulgaridad. Era claramente el rostro hinchado y porcino de un tabernero, con una abundante provisión de joyas exhibidas, como es habitual en este tipo de obras maestras, donde las características no se consideran de tanta importancia como una fidelidad estricta en la representación de artículos como relojes, anillos y prendedores para el pecho; todo eso estaba ahí, tan natural y duro como la realidad.
El marco me deleitó, y la imagen me convenció de que no había engañado al comerciante con mi precio. Estaba mirando la monstruosidad mientras la luz de gas la iluminaba de lleno, y me preguntaba cómo el dueño pudo haber estado complacido con esta representación, cuando algo en el fondo atrajo mi atención: una ligera marca debajo, como si el retrato hubiera sido pintado sobre otro tema.
Ciertamente no era mucho, pero sí suficiente para hacerme correr hacia mi alacena, donde guardaba mis licores y aguarrás, con los cuales, y una abundante provisión de trapos, comencé a demoler sin piedad al tabernero con la vaga esperanza de que podría encontrar algo que valga la pena debajo.
Fue un proceso lento, además de delicado, de modo que fue cerca de la medianoche cuando los anillos dorados y el rostro bermellón desaparecieron y otra imagen apareció ante mí. Le di el último lavado, lo sequé y lo puse a buena luz sobre mi caballete, mientras llenaba y encendía mi pipa, y luego me senté para mirarlo.
¿Qué había liberado de aquella vil prisión de pintura cruda? Porque no necesitaba conocer su identidad para saber que este chapucero había tapado y profanado una obra tan lejos de su comprensión como las nubes lo están de la oruga.
El busto y la cabeza de una joven de edad incierta, fundidos dentro de una penumbra de ricos accesorios pintados como sólo puede hacerlo una mano maestra que está por encima de afirmar su saber, y que ha aprendido a revestir su técnica. Era tan perfecta y natural en su dignidad sombría pero tranquila como si hubiera salido del pincel de Moroni.
Una cara y un cuello perfectamente descoloridos en su pálida blancura, con las sombras tan ingeniosamente manejadas que no podían ser vistas, y por esta cualidad habría encantado a la reina Bess.
Al principio, mientras miraba, vi en el centro de una vaga oscuridad una mancha tenue de penumbra gris que se perdía en la sombra. Luego, el gris pareció volverse más claro cuando me senté y me recliné en mi silla hasta que los rasgos se deslizaron suavemente y se volvieron claros y definidos, mientras que la figura se destacaba del fondo como si fuera tangible, Sabía que había sido pintada con extrema delicadeza.
Rostro atento, nariz delicada, labios bien formados, aunque exangües, y ojos como cavernas oscuras sin una chispa de luz en ellos. El pelo suelto alrededor de la cabeza y las mejillas ovaladas, maciza, de textura sedosa, negro azabache y sin brillo, que ocultaba la parte superior de la frente, con las orejas, y caía en ondas rectas e indefinidas sobre el pecho izquierdo, dejando la parte derecha del cuello expuesta.
El vestido y el fondo eran sinfonías de ébano, pero llenos de sutil colorido y sentimiento magistral; un vestido de rico terciopelo brocado con un fondo que representaba un vasto espacio en retroceso, maravillosamente sugestivo e inspirador. Noté que los labios pálidos estaban ligeramente separados y dejaban entrever los dientes frontales superiores, lo que se sumaba a la expresión atenta de la cara. El labio inferior era carnoso y sensual, o lo hubiera sido de tener algo de color.
Era una cara de aspecto espeluznante que había resucitado en esta medianoche de la víspera de Navidad; en su palidez pasiva parecía como si la sangre hubiera sido drenada del cuerpo, y yo estuviese mirando un cadáver con los ojos abiertos.
El marco, noté por primera vez, parecía haber sido diseñado con la intención de llevar a cabo la idea de la vida en la muerte. Lo que antes parecían flores y frutas eran repugnantes gusanos enroscados entre los huesos del osario que cubrían, a medias, de forma decorativa; un diseño espantoso a pesar de su exquisita mano de obra, que me hizo estremecer y desear haber dejado la restauración a la luz del día.
No soy para nada de temperamento nervioso, y me hubiera reído si alguien me hubiera dicho que tenía miedo. Sin embargo, mientras estaba sentado, solo, con ese retrato frente a mí en este estudio solitario, lejos de todo contacto humano, lo experimenté. Deseé haber pasado la velada de una manera más agradable, porque a pesar de un buen fuego en la estufa y el gas brillante, ese rostro atento y esos ojos inquietantes estaban ejerciendo una extraña influencia sobre mí.
Escuché los relojes de los diferentes campanarios dar la última hora del día, uno tras otro, como ecos que retoman un estribillo y se apagan en la distancia, y todavía estaba embelesado, mirando esa imagen extraña, con mi descuidada pipa en la mano y una vaga lasitud que se apoderaba de mí.
Eran los ojos los que me fijaron en sus profundidades insondables y su intensidad absorbente. No emitían luz, pero parecían atraer mi alma hacia ellos, y con ella mi vida y fuerza mientras yacía inerte ante ellos. Vencido, perdí el conocimiento y soñé.
Pensé que el marco todavía estaba en el caballete con el lienzo, pero la mujer se había apartado de ellos y se acercaba a mí con un movimiento flotante, dejando atrás una bóveda llena de ataúdes, algunos cerrados mientras que otros estaban acostados o de pie, y abiertos, mostrando su contenido grisáceo, en descomposición.
Solo podía ver su cabeza, sus hombros, y la abundante cabellera negra como la tinta colgando alrededor.
Ella estaba conmigo ahora, ese rostro pálido tocándome la cara y esos labios fríos y sin sangre pegados a los míos en un beso cercano y prolongado, mientras el suave cabello negro me cubría como una nube y me estremecía de principio a fin con una deliciosa emoción que me embriagó de placer.
Mientras respiraba, ella parecía absorber mi aliento, haciéndose más fuerte a medida que yo me debilitaba, mientras el calor de mi contacto pasaba a ella y la hacía palpitar de vitalidad.
Y de repente el horror de la muerte se apoderó de mí. Con un esfuerzo frenético la arrojé lejos de mí y me levanté de mi silla, aturdido y sin saber dónde estaba. Luego recuperé la conciencia y miré a mi alrededor como un lunático.
El gas todavía ardía brillantemente, mientras el fuego quemaba rojizo en la estufa. Por el reloj de la repisa de la chimenea vi que eran las doce y media.
La imagen y el marco todavía estaban en el caballete, solo que, cuando los miré, el retrato había cambiado, un rubor frenético estaba en las mejillas mientras los ojos brillaban con vida y los labios sensuales estaban rojos y de aspecto maduro, todavía con una gota de sangre sobre el inferior. En un frenesí de horror, agarré mi cuchillo y corté la imagen del vampiro, luego arranqué los fragmentos mutilados, los metí en mi estufa y vi cómo se encrespaban con un deleite salvaje.
Todavía tengo ese marco, pero aún no he reunido el coraje de pintar un tema adecuado para él.
Hume Nisbet (1849-1923)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Hume Nisbet.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Hume Nisbet: El viejo retrato (The Old Portrait), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
5 comentarios:
Lindísima metáfora sobre la subjetividad. En términos deliciosamente ingenuos, parece plantear hasta dónde es capaz de llevarnos el influjo de una obra de arte cuando nos perdemos en su contemplación. Recuerdo que ante el tondo de la gorgona de Caravaggio, exhibido hace años en el Museo Nacional, mi hija, de unos diez años entonces, se quedó petrificada de asombro. Me hubiera gustado saber qué 'viaje' hizo su cabecita durante la pequeña eternidad que permaneció tiesa, hasta que le apreté la mano para sacarla de su trance...
¿Por que alguien habría cubierto la pintura de una bella aunque siniestra mujer por el vulgar, mediocre retrato de alguien común? ¿Sólo para ahorrar el comprar un lienzo?
Tal vez el pintor mediocre encontró siniestra, atemorizante, sobrenaturalmente maligna. Y al cubrir la pintura, quiso neutralizar su poder.
Que podría haber sido vuelto a destapar por el pintor que es el narrador. Quien destrozó el lienzo. Pero sigue pensando en ella, es posible que sea el tema de la próxima pintura. Y que la vampira regrese de ese modo.
Buen relato, gracias por traducirlo
Hola Demiurgo. Coincido con lo último. La sugerencia es que la mujer del cuadro regresará después de haber infestado la mente del pintor y vuelva a ser pintada por él. Una buena estrategia para una secuela.
Hola Daniel. Esas gorgonas nunca pierden las mañas.
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