«Un caso de oídas»: Algernon Blackwood; relato y análisis.


«Un caso de oídas»: Algernon Blackwood; relato y análisis.




Un caso de oídas (A Case of Eavesdropping) —a veces traducido al español como Misterio en la pensión— es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1900 de la revista Pall Mall Magazine, y luego reeditado en la antología de 1906: La casa vacía y otros relatos de fantasmas (The Empty House and Other Ghost Stories). Posteriormente volvería a aparecer en 65 relatos para temblar de miedo (65 Great Spine Chillers).

Un caso de oídas, posiblemente uno de los cuentos de Algernon Blackwood menos conocidos, relata la historia de un hombre, llamado Jim Shorthouse, que alquila una habitación en una pensión de Nueva York [a un precio inusualmente accesible], y es perturbado por inquietantes conversaciones nocturnas en la habitación contigua [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

Jim Shorthouse ha llevado una vida caótica, pero se supone que no debemos sentir lástima por él. Alquila una habitación en una pensión manejada por una casera inescrupulosa. La mujer le asegura que, en la habitación contigua, vive un anciano muy reservado. Por las noches, Jim escucha pasos subiendo por la escalera, golpes en la puerta vecina, y luego una conversación entre dos hombres que se vuelve cada vez más perturbadora. Algunas noches después, la conversación continúa, convirtiéndose en una discusión violenta, y posiblemente en un asesinato.

Una mancha extraña se esparce por el suelo, justo debajo del panel que separa las dos habitaciones. Es sangre. Jim sale de su cuarto e irrumpe en la habitación vecina. Está vacía. No hay indicios de que hubiese alguien allí desde hace mucho tiempo.

Eventualmente, la casera le informa a Jim que siempre estuvo solo en el piso de arriba. Solo le dijo que había un anciano viviendo en la habitación contigua para que no se sienta atemorizado al tomar la habitación. Al parecer, Jim no es el único inquilino que ha escuchado esa escena espantosa repitiéndose una y otra vez.

El protagonista de Un caso de oídas es Jim Shorthouse, quien aparece en varios relatos de Algernon Blackwood, como La casa vacía (The Empty House); Con intención de robar (With Intent to Steal) y Aventuras de una secretaria de Nueva York (Adventures of a New York Secretary). No es exactamente un colega del gran detective paranormal de Algernon Blackwood, John Silence, sino más bien un sujeto que se introduce relato a relato en la investigación paranormal. En Un caso de oídas es un completo novato.

Todo lo que sucede en la historia, tal como lo anuncia su título, ocurre «de oídas»; es decir, nunca presenciamos directamente los hechos en la habitación de al lado, solo los escuchamos. Este es un elemento novedoso, y muy bien ejecutado, que genera una agradable sensación de nerviosismo. Está lejos de las intenciones más profundas de Algernon Blackwood, como su búsqueda de lo incognoscible, lo oculto o lo divino, como sucede en Los sauces (The Willows) y El Wendigo (The Wendigo) [ver. La Llamada de lo Salvaje], pero funciona. Además, Un caso de oídas sirve como punto de partida de Jim Shorthouse, quien eventualmente se convertirá en un verdadero detective de lo oculto.

Ahora bien, ¿que está sucediendo exactamente en Un caso de oídas?

Los fantasmas en la habitación contigua están recreando una y otra vez la misma escena [que concluye con un asesinato], como si estuviesen atrapados en un bucle que se reactiva cuando alguien «sensible» está cerca [ver: ¿Energía Residual o entidades inteligentes?]. Aquí Algernon Blackwood prefigura la Teoría de la Cinta de Piedra, la cual propone que ciertos eventos violentos o traumáticos pueden quedar «grabados» en las paredes y objetos, siendo capaces de reproducirse cuando las condiciones son propicias. Esta es la razón, aparentemente, por la cual muchas apariciones parecen inmersas en sus propios asuntos, como si fuesen incapaces de percibir al observador, y se comportan siguiendo un patrón [ver: ¿Los fantasmas son «grabaciones» impresas en la realidad?]. Al final de Un caso de oídas, la casera revela que la pensión fue una residencia privada donde un padre asesinó a su hijo después de una violenta discusión.

No creo que Un caso de oídas califique del todo como una historia de detectives paranormales, aunque Jim Shorthouse llegue a serlo con el tiempo. No hay investigación [ni siquiera la intención de investigar], solo la percepción de un fenómeno paranormal cuyo misterio es revelado al final. Sin embargo, nos permite saber que Jim Shorthouse puede ver fantasmas donde otros no pueden. Este es un primer paso para dominar su miedo y convertirse en un detective de lo oculto. Por otro lado, hay una corriente subyacente en Un caso de oídas. En cierto modo, un fantasma en una pensión de mierda funciona como un microcosmos de la sordidez de una gran ciudad, donde diariamente hay asesinatos que no se resuelven, y víctimas que acaso quedan atrapadas en una eterna repetición [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

Incluso en una historia ligera como Un caso de oídas, Algernon Blackwood consigue imprimir su extraordinaria concepción de lo extraño. A lo largo de toda su obra podemos ver esta obsesión por encontrar señales, patrones, que yacen ocultos debajo de la «normalidad», y personas que poseen facultades ampliadas para percibir esas señales. En este contexto, no es ilícito afirmar que Un caso de oídas, como casi todos los cuentos de Algernon Blackwood, tiene que ver con estas «cosas extrañas» que suceden fuera de nuestro rango de conciencia, a veces captadas fugazmente; otras [como en el caso de alguien «sensitivo» como Shorthouse] de forma mucho más acabada.

Para finalizar, es curioso que Algernon Blackwood haya utilizado la palabra eavesdropping en el título de la historia, que implica «escuchar a escondidas» [literalmente, acechar bajo el alero (eaves) de una casa para escuchar lo que se dice adentro]. Aquí, Shorthouse no tiene ninguna intención de escuchar lo que sucede en la habitación contigua, de hecho, repetidamente intenta hacerles saber a sus vecinos que puede escucharlos [a veces tosiendo, haciendo ruido] para que bajen la voz y, dentro de lo posible, no lo involucren en el escabroso asunto que están discutiendo.




Un caso de oídas.
A Case of Eavesdropping, Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Jim Shorthouse era el tipo de persona que siempre complicaba las cosas. Todo con lo que sus manos o su mente entraban en contacto salía de tal contacto en un estado de desorden absoluto e irremediable. Sus días de estudio fueron un desastre. Asistió a media docena de instituciones, pasando a la siguiente con peor carácter y en un estado de desorden más desarrollado. Su primera infancia fue el tipo de desastre que los cuadernos y diccionarios deletrean con una gran «D», y su infancia —¡uf!— fue la encarnación de un caos de aullidos y gritos. A los cuarenta años, sin embargo, se produjo un cambio en su agitada vida, cuando conoció a una muchacha con medio millón por derecho propio, que consintió en casarse con él, y que muy pronto logró reducir su desordenada existencia a una estado de orden.

Ciertos incidentes, importantes o no, de la vida de Jim, nunca habrían llegado a ser contados aquí de no haber sido por el hecho de que al meterse en sus «líos» y salir de ellos nuevamente logró sumergirse en una atmósfera de circunstancias peculiares y sucesos extraños. Atraía a su camino curiosas aventuras tan indefectiblemente como la carne atrae a las moscas. Es a la carne de su vida, por así decirlo, a lo que debe sus experiencias; su vida después de la muerte fue todo pudín, que no atrae más que a los niños codiciosos. Con el matrimonio cesó el interés en todas las personas menos una, y su camino se volvió regular como el del sol en lugar de errático como el de un cometa.

La primera experiencia en orden de tiempo que me relató muestra que, en algún lugar latente detrás de su trastornado sistema nervioso, había percepciones psíquicas de un orden poco común. Aproximadamente a la edad de veintidós años, el dinero y la paciencia de su padre se habían agotado por igual, y Jim se encontró varado en una gran ciudad estadounidense. La única ropa que no tenía agujeros estaba segura en el guardarropa de su tío.

Una cuidadosa reflexión en un banco de uno de los parques de la ciudad lo llevó a la conclusión de que lo único que podía hacer era persuadir al editor de un periódico de que poseía una mente observadora y una pluma lista, y que podía «hacer un buen trabajo para su periódico, señor, como reportero». Esto, entonces, lo hizo de pie, en un ángulo muy poco natural entre el editor y la ventana, para ocultar el paradero de los agujeros en sus ropas.

—Supongo que tendremos que darle una semana de prueba —dijo el editor, quien, siempre en busca de material nuevo, tomaba cardúmenes de hombres de esa manera.

Luego fue a buscar alojamiento; y en este procedimiento sus características únicas ya mencionadas —lo que los teósofos llamarían su «Karma»— comenzaron a afirmarse inequívocamente, porque fue en la casa que finalmente seleccionó donde tuvo lugar esta triste historia.

Las alternativas para los que tienen ingresos pequeños en las ciudades estadounidenses son bastante sombrías: habitaciones en una casa de huéspedes donde se sirven comidas, o en una casa habitación donde no se sirve nada, ni siquiera el desayuno. La gente rica vive en palacios, por supuesto, pero Jim no tenía nada que ver con ellos. Su horizonte estaba delimitado por pensiones y habitaciones; y, debido a la necesaria irregularidad de sus comidas y horas, tomó este último.

Era un lugar grande y de aspecto demacrado en una calle lateral, con ventanas sucias y una puerta de hierro chirriante, pero las habitaciones eran grandes, y la que eligió y pagó por adelantado estaba en el último piso. La dueña parecía demacrada y polvorienta como la casa, e igual de vieja. Sus ojos eran verdes y desvaídos, y sus facciones eran grandes.

—Bien —dijo, con su electrizante acento occidental—, esa es la habitación, si te gusta, y ese es el precio. Ahora, si la quieres, simplemente dilo.

Jim quería sacudirla, pero temía las nubes de polvo acumuladas en su ropa, y como el precio y el tamaño de la habitación le convenían, decidió tomarla.

—¿Hay alguien más en este piso? — preguntó.

Ella lo miró extrañamente con sus ojos desvaídos antes de responder.

—Ninguno de mis huéspedes me había hecho tal pregunta —dijo—; pero supongo que eres diferente. Vaya, no hay nadie más que un anciano que se ha quedado aquí cada cinco años. Él está allá —señalando el final del pasillo.

—¡Ah! Ya veo —dijo Shorthouse débilmente—. ¿Así que estoy solo aquí arriba?

—Supongo que estás bastante cerca —dijo, terminando la conversación abruptamente al darle la espalda y bajando lenta y deliberadamente las escaleras.

El trabajo periodístico mantuvo a Shorthouse fuera la mayor parte de la noche. Tres veces a la semana llegaba a casa a la 1 a. m. y tres veces a las 3 a. m. La habitación resultó lo suficientemente cómoda y pagó la segunda semana. Sus horarios inusuales le habían impedido reunirse con los demás huéspedes, y no se había escuchado ni un sonido del «viejo caballero» que compartía el piso con él. Parecía una casa muy tranquila.

Una noche, a mediados de la segunda semana, llegó a casa cansado después de un largo día de trabajo. La lámpara que solía permanecer toda la noche en el pasillo se había apagado y tuvo que subir las escaleras en la oscuridad. Hizo un ruido considerable al hacerlo, pero nadie pareció molestarse. Toda la casa estaba en completo silencio, y probablemente todos estaban dormidos.

No había luces debajo de ninguna de las puertas. Todo estaba en tinieblas. Eran más de las dos. Después de leer algunas cartas que le habían llegado durante el día y sumergirse unos minutos en un libro, se sintió somnoliento y se preparó para acostarse. Justo cuando estaba a punto de meterse entre las sábanas, se detuvo y escuchó. Se elevó en la noche, mientras lo hacía, el sonido de pasos en algún lugar de la casa, abajo. Escuchó que alguien subía las escaleras: un paso pesado. La persona no se esforzaba en caminar en silencio. Evidentemente era el paso de un hombre grande, y uno con prisa.

De inmediato, pensamientos relacionados con el fuego y la policía pasaron por el cerebro de Jim, pero no hubo sonidos de voces con los pasos, y en ese momento reflexionó que solo podía ser el anciano que se quedaba hasta tarde y subía las escaleras dando tumbos en la oscuridad. Estaba en el acto de apagar la luz y meterse en la cama, cuando la casa reanudó su antiguo silencio: los pasos se habían detenido justo afuera de su propia habitación.

Con la mano en el interruptor, Shorthouse se detuvo un momento antes de apagarlo para ver si los pasos seguían adelante, cuando lo sobresaltó un fuerte golpe en la puerta. Instantáneamente, obedeciendo a un instinto curioso e inexplicable, apagó la luz, quedando él y la habitación en total oscuridad.

Apenas había dado un paso por la habitación para abrir la puerta, cuando una voz del otro lado de la pared, tan cerca que casi le sonaba al oído, exclamó en alemán:

—¿Es usted, padre? Pase.

El orador era un hombre en la habitación contigua. Después de todo, los golpes no habían sido en su propia puerta, sino al lado, que supuso vacío. Casi antes de que el hombre del pasillo tuviera tiempo de responder en alemán: «Déjame entrar de inmediato», Jim escuchó que alguien cruzaba el cuarto y abría la puerta. Luego se cerró de golpe, y se oyó el sonido de pasos en la habitación, y de sillas que se acercaban a una mesa y golpeaban contra los muebles en el camino. Los hombres parecían totalmente indiferentes a la comodidad de su vecino, porque hacían suficiente ruido como para despertar a los muertos.

—Me lo merezco por tomar una habitación en una pocilga —reflexionó Jim en la oscuridad—. ¡Me pregunto a quién le ha alquilado la habitación de al lado!

Las dos habitaciones, le había dicho la casera, eran originalmente una. Había colocado una división delgada, solo una fila de tablas, para aumentar sus ingresos. Las puertas eran adyacentes, y sólo las separaba una enorme viga vertical. Cuando una se abría o se cerraba, la otro traqueteaba.

Con total indiferencia por la comodidad de los otros durmientes en la casa, los dos alemanes habían comenzado a hablar a la vez y en voz alta.

Hablaron enfáticamente, incluso con enojo. Las palabras «Padre» y «Otto» se utilizaron libremente. Shorthouse entendía alemán, pero mientras escuchaba, un espía a pesar de sí mismo, era difícil entender la conversación, ya que los otros hablaban simultáneamente. Los sonidos guturales y las oraciones sin terminar eran totalmente ininteligibles. Entonces, muy de repente, ambas voces cayeron al unísono; y, después de un momento de pausa, el tono profundo de uno de ellos, que parecía ser el «padre», dijo con la mayor claridad:

—¿Quieres decir, Otto, que te niegas a recibirlo?

Hubo un sonido de alguien arrastrando los pies en la silla antes de que llegara la respuesta.

—Quiero decir que no sé cómo conseguirlo. Es demasiado, padre. Es demasiado. Una parte de eso...

—¡Una parte de eso! —exclamó el otro con una maldición—, una parte, cuando la ruina y la desgracia ya están en la casa, es peor que nada. Si puedes conseguir la mitad, puedes conseguir todo, tonto desgraciado.

Las voces continuaron despreocupadas y más fuertes que nunca. En ese momento, Jim estaba más preocupado por su propio sueño que por la moralidad de escuchar los escándalos privados de sus vecinos, y salió al pasillo y llamó a la puerta con rapidez. Instantáneamente, como por arte de magia, los sonidos cesaron. Todo cayó en un silencio absoluto. No había luz debajo de la puerta y no se escuchaba un susurro dentro. Volvió a llamar, pero no obtuvo respuesta.

—Caballeros —empezó por fin, con los labios pegados al ojo de la cerradura y en alemán—, por favor, no hablen tan alto. Puedo oír todo lo que dicen en la habitación de al lado. Además, es muy tarde y deseo dormir.

Hizo una pausa y escuchó, pero no obtuvo respuesta. Giró el picaporte y descubrió que la puerta estaba cerrada con llave. Ningún sonido rompía la quietud de la noche excepto el leve susurro del viento sobre la claraboya y el crujido de una tabla aquí y allá en la casa de abajo. El aire frío de una mañana muy temprana se deslizó por el pasillo y lo hizo temblar. El silencio de la casa comenzaba a impresionarlo desagradablemente. Miró detrás de él, con la esperanza y, al mismo tiempo, temiendo que algo rompiera el silencio. Las voces todavía parecían resonar en sus oídos; pero ese repentino silencio, cuando llamó a la puerta, lo afectó mucho más desagradablemente que las voces, y puso pensamientos extraños en su cerebro, pensamientos que no le gustaban ni aprobaba.

Moviéndose sigilosamente desde la puerta, miró por encima de la barandilla hacia el espacio de abajo. Era como una bóveda profunda que podía ocultar en sus sombras todo lo que no era bueno. No fue difícil imaginar un movimiento indistinto de un lado a otro debajo de él. ¿Era esa una figura sentada en las escaleras mirándolo oblicuamente con ojos horribles? ¿Era ese un sonido de susurros y arrastre de pies allá abajo en los pasillos oscuros y los rellanos abandonados? ¿Era algo más que el murmullo inarticulado de la noche?

El viento hizo un esfuerzo en lo alto, cantando sobre la claraboya, y la puerta detrás de él traqueteó y lo sobresaltó. Se dio la vuelta para volver a su habitación, y la corriente de aire cerró la puerta lentamente en su rostro como si alguien estuviera presionando contra ella desde el otro lado.

Cuando la empujó y entró, cien formas sombrías parecieron regresar veloz y silenciosamente a sus rincones y escondites. Pero en la habitación contigua los sonidos habían cesado por completo, y Shorthouse pronto se metió en la cama y dejó la casa con sus ocupantes, despiertos o dormidos, para cuidar de sí mismos, mientras él entraba en la región de los sueños y el silencio.

Al día siguiente, fuerte en el sentido común que trae la luz del sol, determinó denunciar a los ruidosos ocupantes de la habitación contigua y hacer que la patrona les pidiera que modificaran la voz a tan altas horas de la noche. Pero dio la casualidad de que no la encontró ese día, y cuando regresó de la oficina a medianoche, por supuesto, era demasiado tarde.

Mirando por debajo de la puerta mientras se acercaba a la cama, notó que no había luz y concluyó que los alemanes no estaban adentro. Tanto mejor. Se fue a dormir a eso de la una, completamente decidido a que si subían más tarde y lo despertaban con sus horribles ruidos, no descansaría hasta que despertara a la dueña y la obligara a reprenderlos con ese acento autoritario en el que cada palabra era como un latigazo metálico.

Sin embargo, resultó que no había necesidad de medidas tan drásticas, porque Shorthouse durmió pacíficamente toda la noche, y sus sueños, principalmente sobre campos de cereales y rebaños de ovejas en las granjas lejanas de la propiedad de su padre, pudieron seguir su curso ininterrumpido.

—Me dijiste la última vez —comenzó el otro con firmeza, pero no se le permitió terminar.

Una sucesión de juramentos horribles ahogó su frase. El padre prosiguió, con una voz que vibraba de ira:

—Sabes que ella te dará cualquier cosa. Solo has estado casado unos meses. Si pides y das una razón plausible, puedes obtener todo lo que queremos y más. Puedes pedirlo temporalmente. Todo será reembolsado. Ella nunca sabrá qué se hizo con la firma. Con esa cantidad, Otto, sabes que puedo recuperar todas estas pérdidas terribles, y en menos de un año todo estará pagado. Pero sin ella... debes conseguirlo, Otto. Escúchame, debes hacerlo. ¿Seré arrestado por el mal uso del dinero del fideicomiso? ¿Se maldecirá nuestro honorable nombre?

El anciano se atragantó y tartamudeó en su ira y desesperación.

Shorthouse se quedó temblando en la oscuridad y escuchando a pesar de sí mismo. La conversación lo había llevado consigo y, por alguna razón, había tenido miedo de dar a conocer su vecindad. Pero en ese momento se dio cuenta de que había escuchado demasiado y que debía informarles a los dos hombres que podía escucharlos hasta la última sílaba. Así que tosió fuertemente y al mismo tiempo golpeó la manija de su puerta. Parecía no tener efecto, porque las voces continuaban tan fuertes como antes, el hijo protestaba y el padre se enojaba más y más.

Volvió a toser persistentemente, y también se las arregló para tropezar contra el tabique en la oscuridad, sintiendo que las delgadas tablas cedían fácilmente bajo su peso y haciendo un ruido considerable.

Sin embargo, dos noches más tarde, cuando llegó a casa cansado después de un día difícil, mojado por una de las peores tormentas que jamás había visto, sus sueños, siempre sobre los campos y las ovejas, no estaban destinados a ser tan imperturbables.

Ya se había adormilado en ese delicioso resplandor que sigue a quitarse la ropa mojada y acurrucarse inmediatamente bajo mantas calientes, cuando su conciencia, que flotaba en el límite entre el sueño y la vigilia, se vio vagamente perturbada por un sonido que se elevaba indistintamente desde las profundidades de la casa, y, entre las ráfagas de viento y lluvia, llegaba a sus oídos con una sensación de inquietud e incomodidad. Se elevó en el aire de la noche con cierta pretensión de regularidad, desapareciendo de nuevo con el rugido del viento para reafirmarse distante en el breve y profundo silencio de la tormenta.

Durante unos minutos, los sueños de Jim sólo fueron coloreados, teñidos, por así decirlo, por esta impresión de miedo que se acercaba insensiblemente desde algún lugar. Su conciencia, al principio, se negó a retirarse de esa región encantada donde había vagado, y no despertó de inmediato. Pero la naturaleza de sus sueños cambió desagradablemente. Vio a las ovejas correr repentinamente apiñadas, como asustadas por la proximidad de un enemigo, mientras los campos de maíz ondulantes se agitaban como si algún monstruo se moviera toscamente entre los tallos amontonados. El cielo se oscureció y, en su sueño, un sonido terrible salió de alguna parte de las nubes. En realidad, era el sonido de abajo cada vez más claro.

Shorthouse se movió sobre la cama con algo así como un gemido de angustia. Al minuto siguiente se despertó y se encontró sentado en la cama, escuchando. ¿Fue una pesadilla? ¿Había estado soñando que su carne se erizaba y el cabello se le agitaba en la cabeza?

La habitación estaba oscura y silenciosa, pero afuera el viento aullaba lúgubremente y empujaba la lluvia con repetidos asaltos contra las traqueteantes ventanas. ¡Qué bueno sería —pensó— si todos los vientos, como el viento del oeste, se hundieran con el sol! Hacían ruidos tan diabólicos por la noche, como el llanto de voces enojadas. Durante el día tenían un sonido tan diferente. Si solo…

¡Escucha con atención! Después de todo, no era un sueño, ya que el sonido se hacía más fuerte y provenía de las escaleras. Se encontró especulando débilmente cuál podría ser la causa, pero el sonido era todavía demasiado confuso para permitirle llegar a una conclusión definitiva.

La voz del reloj de una iglesia dando las dos se hizo oír por encima del viento. Era aproximadamente la hora en que los alemanes habían comenzado su actuación tres noches antes.

Shorthouse decidió que si volvían a empezar no lo aguantaría mucho tiempo. Sin embargo, ya era terriblemente consciente de la dificultad que tendría para levantarse de la cama. La ropa era tan cálida y reconfortante contra su espalda. El sonido, que se acercaba cada vez más, ya se había diferenciado del confuso clamor de los elementos y se había convertido en los pasos de una o más personas.

—¡A los alemanes, cuélguenlos! —pensó Jim—. Pero, ¿qué diablos me pasa? Nunca me sentí tan raro en toda mi vida.

Estaba temblando y se sentía tan frío como si estuviera en una atmósfera helada.

Sus nervios estaban lo suficientemente estables y no sintió disminución del coraje físico, pero era consciente de una curiosa sensación de malestar y temor, como la que se sabe que experimentan incluso los hombres más vigorosos cuando se encuentran en las primeras garras de una horrible y mortal enfermedad. A medida que los pasos se acercaban, este sentimiento de debilidad aumentaba. Sintió que lo invadía una extraña lasitud, una especie de agotamiento, acompañado de un entumecimiento creciente en las extremidades y una sensación de ensoñación en la cabeza, como si tal vez la conciencia abandonara su asiento habitual en el cerebro y se preparara para actuar en consecuencia. Sin embargo, por extraño que parezca, a medida que la vitalidad se retiraba lentamente de su cuerpo, sus sentidos parecían agudizarse.

Mientras tanto, los pasos ya estaban en el rellano de la escalera, y Shorthouse, todavía sentado en la cama, escuchó un cuerpo pesado rozar su puerta y la pared exterior, y casi inmediatamente después el fuerte golpe de los nudillos de alguien en la puerta de la habitación contigua.

Instantáneamente, aunque hasta el momento no había salido ningún sonido del interior, oyó, a través del delgado tabique, una silla empujada hacia atrás y un hombre que cruzaba rápidamente la habitación y abría la puerta.

—Ah, eres tú —era la voz del hijo.

Entonces, ¿el tipo había estado sentado en silencio todo este tiempo, esperando la llegada de su padre? A Shorthouse le dio una impresión desagradable.

No hubo respuesta a este dudoso saludo, pero la puerta se cerró rápidamente y luego se oyó un sonido como si una bolsa o un paquete hubieran sido arrojados sobre una mesa de madera y se hubiera deslizado un poco antes de detenerse.

—¿Qué es eso? —preguntó el hijo con ansiedad en su tono de voz.

—Puedes verlo antes de que me vaya —respondió el otro bruscamente.

De hecho, su voz era más que áspera: traicionaba una pasión mal reprimida.

Shorthouse era consciente de un fuerte deseo de detener la conversación antes de que siguiera adelante, pero de una forma u otra su voluntad no estaba a la altura de la tarea y no podía levantarse de la cama. La conversación continuó, cada tono e inflexión claramente audible por encima del ruido de la tormenta.

En voz baja el padre continuó. Jim se perdió algunas de las palabras al principio de la oración.

—… pero ya se han ido todos, y he conseguido llegar a ti. Sabes a lo que he venido.

Había una clara amenaza en su tono.

—Sí —respondió el otro—. He estado esperando.

—¿Y el dinero? —preguntó el padre con impaciencia.

No hubo respuesta.

—Has tenido tres días, y hasta ahora me las he arreglado para evitar lo peor, pero mañana es el final.

No hubo respuesta.

—¡Habla, Otto! ¿Qué tienes para mí? Habla, hijo mío; por el amor de Dios, dímelo.

Hubo un momento de silencio, durante el cual los vibrantes acentos del anciano parecieron resonar en las habitaciones. Entonces vino en voz baja la respuesta.

—No tengo nada.

—¡Otto! —gritó el otro con pasión—, ¡nada!

—No pude conseguir nada —dijo casi en un susurro.

—¡Mientes! —gritó el otro, con voz medio ahogada—. Sé que mientes. Dame el dinero.

Se escuchó una silla raspar el piso. Evidentemente, los hombres se habían sentado a la mesa y uno de ellos se había levantado. Shorthouse oyó que la bolsa o el paquete pasaban por encima de la mesa y luego un paso como si uno de los hombres se dirigiera a la puerta.

—Padre, ¿qué hay ahí dentro? Debo saberlo —dijo Otto, con los primeros signos de determinación en su voz.

Debe haber habido un forcejeo por parte del hijo para tomar posesión del paquete en cuestión, y por parte del padre para retenerlo, porque entre ambos cayó al suelo. Un curioso traqueteo siguió a su contacto con el suelo. Instantáneamente hubo sonidos de una pelea.

Los hombres luchaban por la posesión. El mayor con juramentos e imprecaciones blasfemas, el otro con breves jadeos que revelaban la fuerza de sus esfuerzos. Fue de corta duración, y el joven evidentemente había ganado, porque un minuto después se escuchó su exclamación de enfado.

—Lo sabía. ¡Sus joyas! Sinvergüenza, nunca las tendrás. Es un crimen.

El anciano soltó una carcajada breve y gutural que le heló la sangre a Jim. No se pronunció palabra, y por espacio de diez segundos hubo un silencio vivo. Entonces el aire tembló con un ruido sordo, seguido inmediatamente por un gemido y el estrépito de un cuerpo pesado cayendo sobre la mesa. Un segundo más tarde hubo una sacudida de la mesa al suelo y contra el tabique que separaba las habitaciones.

La cama tembló un instante por el impacto, pero el hechizo profano se eliminó de su alma y Jim Shorthouse saltó de la cama y cruzó el suelo de un solo salto. Sabía que se había cometido un asesinato espantoso.

Con dedos temblorosos pero con un corazón decidido, encendió la luz, y lo primero en lo que sus ojos corroboraron la evidencia de sus oídos fue el horrible detalle de que la parte inferior de la partición sobresalía de manera antinatural hacia su propia habitación. El papel brillante con el que estaba cubierto se había agrietado por la tensión y las tablas debajo se doblaron. Qué horrible carga había detrás… se estremeció al pensar en eso.

Todo esto lo vio en menos de un segundo. Desde la sacudida final contra la pared no había salido un sonido de la habitación, ni siquiera un gemido o un paso. Todo estaba en silencio, excepto el aullido del viento, que a sus oídos tenía una nota de triunfante horror.

Shorthouse estaba a punto de salir de la habitación para despertar a la casa y llamar a la policía (de hecho, su mano ya estaba en el pomo de la puerta) cuando algo en la habitación llamó su atención. Por el rabillo del ojo creyó ver algo que se movía. Estaba seguro de ello y, volviendo la vista en esa dirección, descubrió que no se había equivocado.

Algo se arrastraba lentamente hacia él. Era algo oscuro y de forma serpentina, y procedía del lugar donde sobresalía el tabique. Se agachó para examinarlo con sentimientos de intenso horror y repugnancia, y descubrió que se movía hacia él desde el otro lado de la pared. Sus ojos estaban fascinados, y por el momento no pudo moverse. Silenciosamente, lentamente, de un lado a otro como un gusano grueso, se arrastró hacia adelante en la habitación bajo sus ojos asustados, hasta que finalmente no pudo soportarlo más y estiró el brazo para tocarlo. Pero en el instante del contacto retiró la mano con un grito reprimido. Vio que sus dedos estaban manchados de carmesí.

Un segundo más, y Shorthouse estaba en el pasillo con la mano en la puerta de la habitación contigua. Estaba bloqueada. Se lanzó hacia adelante con todo su peso y, al ceder la cerradura, cayó de cabeza en una habitación a oscuras y muy fría. En un momento estaba de nuevo en pie, tratando de penetrar en la oscuridad. Ni un sonido, ni un movimiento. Ni siquiera la sensación de una presencia. ¡Estaba vacío, miserablemente vacío!

Al otro lado de la habitación pudo trazar el contorno de una ventana con la lluvia cayendo por el exterior y las luces borrosas de la ciudad más allá. Pero la habitación estaba vacía, terriblemente vacía. Se quedó allí, frío como el hielo, mirando, temblando, escuchando. De repente, hubo un paso detrás de él y una luz brilló en la habitación, y cuando se volvió rápidamente con el brazo en alto como para protegerse de un golpe terrible, se encontró cara a cara con la dueña.

Eran casi las tres de la mañana y él estaba allí, descalzo y con un pijama a rayas, en una pequeña habitación que, bajo la luz misericordiosa, percibió absolutamente vacía, sin alfombras y sin un mueble, o incluso una persiana.

Allí se quedó mirando a la desagradable casera. Y allí estaba ella también, mirando y en silencio, con una bata negra, la cabeza casi calva, el rostro blanco como la tiza, apagando una vela chisporroteante con una mano huesuda y mirándolo con sus parpadeantes ojos verdes. Se veía positivamente horrible.

—¿Qué? —dijo arrastrando las palabras—. Te escuché bastante bien. ¡Supongo que no podías dormir! O simplemente merodeabas un poco, ¿es eso?

La habitación vacía, la ausencia de todo rastro de la tragedia reciente, el silencio, la hora, su pijama a rayas y sus pies descalzos, todo se combinaba para privarlo momentáneamente del habla. Él la miró fijamente sin decir una palabra.

—¿Qué? —resonó la horrible voz.

—Mi querida mujer —estalló finalmente—, ha ocurrido algo horrible...

Hasta allí lo llevó su desesperación, pero no más.

—¡Oh! No ha ocurrido nada —dijo lentamente la mujer sin dejar de mirarlo—. Supongo que solo has visto y oído lo mismo que los demás. Nunca puedo mantener a la gente en este piso por mucho tiempo. La mayoría se da cuenta tarde o temprano, es decir, los que son un poco rápidos y sensibles. Tú, siendo un inglés… bueno, pensé que no te importaría.

Shorthouse estaba fuera de sí. Se sintió listo para levantarla y dejarla caer sobre la barandilla con vela y todo.

—Mire esto —dijo, mostrándole los dedos manchados de sangre—. Mire, mi buena mujer. ¿Esto es nada?

Ella lo miró un minuto, como si no supiera a qué se refería.

—Supongo que sí —dijo finalmente.

Siguió sus ojos y, para su asombro, vio que sus dedos estaban tan blancos como de costumbre y completamente libres de la horrible mancha que había estado allí diez minutos antes. No había rastro de sangre. ¿Se había vuelto loco? ¿Sus ojos y oídos le habían jugado una mala pasada? ¿Se habían vuelto falsos y pervertidos sus sentidos?

Pasó corriendo junto a la casera, salió al pasillo y llegó a su propia habitación en un par de zancadas.

El tabique ya no sobresalía. El papel no estaba roto. No había nada que se arrastrara sobre la alfombra vieja y descolorida.

—Todo ha terminado ahora —dijo la voz metálica detrás suyo—. Me voy a la cama.

Se dio la vuelta y vio a la casera que bajaba lentamente las escaleras, todavía cubriendo la vela con la mano y mirándolo de vez en cuando. Un objeto negro, feo e insalubre, pensó, mientras ella desaparecía en la oscuridad de abajo, y el último parpadeo de su vela proyectaba una extraña sombra a lo largo de la pared y sobre el techo.

Sin dudarlo un momento, Shorthouse se vistió y salió de la casa. Prefería la tormenta a los horrores de ese último piso, y caminó por las calles hasta que amaneció. Por la noche le dijo a la casera que se iría al día siguiente, a pesar de que ella le aseguró que no pasaría nada más.

—Nunca vuelve —dijo—, es decir, no después de que lo matan.

Shorthouse jadeó.

—Bueno —dijo ella arrastrando las palabras—, no soy una médium, ni una espiritista. Siempre es un riesgo. Algunos dormirán bien y nunca escucharán nada. Otros, como tú, son diferentes y entienden todo.

—¿Quién es el anciano? —preguntó Jim.

—No hay ningún anciano —respondió ella con frialdad—. Solo te dije eso para que te sintieras tranquilo en caso de que escucharas algo. Estabas solo en el piso.

Después de una pausa en la que Shorthouse no pudo pensar en nada excepto insultos, ella dijo:

—Dime, ¿sentiste frío cuando estaba sucediendo? ¿Te sentiste cansado y débil? Quiero decir, como si fueras a morir.

—¿Cómo puedo decir lo que sentí? —respondió salvajemente—. Solo Dios lo sabe.

—Solo me preguntaba cómo te sentiste realmente, porque el último hombre que ocupó esa habitación fue encontrado una mañana en la cama...

—¿En la cama?

—Estaba muerto. Fue el último inquilino, antes que tú. ¡Oh! No tienes por qué preocuparte tanto. Estás bien. Esta casa solía ser una residencia privada. Hace cinco años una familia alemana de nombre Steinhardt vivía aquí. Tenían un gran negocio en Wall Street.

—¡Ah! —dijo Jim.

—Oh, sí, un gran negocio, hasta que un buen día todo se fue al diablo y el viejo ebrio se lo llevó todo.

—¿A qué te refieres?

—Se fue con todo el dinero, y el hijo fue encontrado muerto. Suicidio, se pensó. Aunque hubo algunos que dijeron que no pudo haberse apuñalado y caído en esa posición. Dijeron que fue asesinado. El padre murió en la cárcel. Intentaron atribuirle el asesinato, pero no había motivo, ni pruebas, ni nada.

—Bonita historia —dijo Shorthouse.

—Te mostraré algo más extraño —dijo arrastrando las palabras— si subes las escaleras. He oído los pasos y las voces muchas veces; no me asustan, es como si oyera perros ladrando. Encontrarás la historia completa en los periódicos si la buscas, no lo que sucede aquí, sino la historia de los alemanes. Mi casa se arruinaría si se supiera todo, y yo demandaría por daños y perjuicios a quien lo contara.

Llegaron al dormitorio, y la mujer entró y tiró del borde de la alfombra donde Shorthouse había visto la sangre.

—Mira eso, si te apetece —dijo la vieja bruja.

Al agacharse, vio una mancha oscura y opaca en las tablas que correspondía exactamente a la forma y posición de la sangre tal como la había visto.

Esa noche durmió en un hotel y al día siguiente buscó nuevo alojamiento.

En los periódicos archivados en su oficina, después de una larga búsqueda, encontró la historia detallada, sustancialmente como había dicho la mujer: la quiebra de Steinhardt & Co., la fuga, el posterior arresto del socio mayoritario y el suicidio, o asesinato, de su hijo, Otto. La pensión había sido anteriormente su residencia privada.

Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Algernon Blackwood: Un caso de oídas (A Case of Eavesdropping), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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