«Slime»: Joseph Payne Brennan; relato y análisis.


«Slime»: Joseph Payne Brennan; relato y análisis.




Slime (Slime) es un relato de terror del escritor norteamericano Joseph Payne Brennan (1918-1990), publicado originalmente en la edición de marzo de 1953 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1958: Nueve horrores y un sueño (Nine Horrors and a Dream). Finalmente aparecería en El monstruoso libro de los monstruos (The Monster Book Of Monsters);

Slime, uno de los cuentos de Joseph Payne Brennan más reconocidos, presenta una nueva y siniestra forma de vida: una entidad protoplásmica que emerge del océano y comienza a devorar todo a su paso [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]

Slime es el relato más exitoso de Joseph Payne Brennan, y de él se desprenden buena parte de las películas sobre monstruos amebianos. Slime es un monstruo genuino: una verdadera singularidad. Hemos analizado a muchos monstruos en El Espejo Gótico, y los mejores siempre son los más «puros», es decir, aquellos que existen fuera de las limitaciones de nuestras leyes naturales. No nacen, no mueren, no tienen pares, no se reproducen: Frankenstein, Cthulhu, Slime; cada una de estas entidades es aislada, una mónada, única. Y en su singularidad se remontan al origen de la palabra misma, porque un monstruo es un presagio, una señal, «algo que se muestra», que se revela [ver: La biología de los Monstruos]

Slime presenta a una entidad amorfa que es la manifestación de un desequilibrio en el orden natural, la revelación de una terrible ruptura en el patrón subyacente de la realidad. En este contexto, esta monstruosidad vomitada desde las profundidades del océano es elegantemente única:


[«Se formó cuando la tierra y los mares eran jóvenes; era casi tan antigua como el océano mismo. Se movió a través de una noche que no tuvo comienzo ni disolución. La cuenca del mar donde acechaba había estado a oscuras desde que comenzó el mundo, y ese entorno era solo un poco menos hostil que los estupendos golfos del espacio interplanetario.»]


Slime tiene una deuda con los Shoggoths de H.P. Lovecraft, pero mientras aquellos tienen intelecto y bullen con extremidades y ojos efímeros, Slime de Joseph Payne Brennan es mucho más eficaz: no tiene rasgos, ni forma definida, y solo conoce el hambre. ¿Qué son los Shoggoths después de todo? Antiguos esclavos de los Yith que sobreviven a duras penas en los túneles del metro de Nueva York. Slime no tiene de historia, y mucho menos un trasfondo de motivaciones personales. Es hambre elemental [ver: Toda materia es sensible]

Joseph Payne Brennan destruye todos los trucos del libro. No hay una astuta acumulación de indicios antes de que veamos a la criatura. Ya en la primera oración se nos presenta una enorme masa negra de protoplasma que se esconde en el fondo del océano. No tiene forma ni estructura interna, y es capaz de generar y proyectar tentáculos según sea necesario, contrayéndose o expandiéndose según convenga. Su única motivación es el hambre, y no tiene enemigos naturales. Cualquier cosa a la que pueda acercarse, ya sea un gran tiburón o un Kraken, es absorbido y digerido rápidamente. Además, puede moverse a una velocidad aterradora [ver: Tentáculos «por default»]

Slime nunca descansa ni duerme, solo merodea por el fondo del mar, matando y comiendo. Nada de lo que debamos preocuparnos... hasta que una erupción volcánica submarina provocó un enorme tsunami que arrojó al limo protoplásmico a la tierra, afortunadamente, en un pantano, donde se atiborra de serpientes, ranas y ratas. No muy lejos del pantano se encuentra la ciudad de Clinton Corners. Allí, un vagabundo llamado Henry Hossing encuentra un billete de diez dólares. Con esta riqueza sin precedentes, come, compra un litro de alcohol y se dirige al Pantano de Wharton para encender un fuego y disfrutar de una alegre borrachera. Henry será la primera víctima humana [ver: El Pantano Arquetípico en el Horror]

Una a una, la gente comienza a desaparecer. El limo es realmente aterrador. Parece solo otro charco negruzco en el pantano hasta que se levanta y te devora. Puede moverse a una velocidad extraordinaria y las balas, por supuesto, no tienen ningún efecto sobre él. Poco a poco, un número cada vez mayor de personas llega a un final espeluznante. Como era de esperar, la incredulidad inicial se evapora a medida que más y más personas desaparecen y los avistamientos de Slime se acumulan [La desaparición de Sarey, la vaca del Viejo Gowse, es un lindo detalle]. El jefe Underbeck demuestra que no es el estereotipado rústico. Llama a la policía estatal y al ejército. Al caer la noche, trescientos soldados, policías y voluntarios salen a registrar el pantano, armados con todo lo que pueden llevar.

Ni las armas ni los hombres significan nada para Slime; sin embargo, esos odiosos humanos tienen algo que le incomoda: luz. En efecto, Slime ha existido en las profundidades del mar durante millones de años ignorando la existencia del sol. Durante el día, se acurruca en cualquier pozo oscuro que encuentre y espera la llegada de la noche. Pero ahora los humanos son capaces de arrojarle haces de luz, generándole algo que nunca antes había sentido: miedo.

Durante la última noche de patrullaje, el jefe Underbeck coloca guardias a lo largo de la playa. Esto corta la retirada de Slime hacia el mar. La criatura queda atrapada en un alambre de púas, lo que le da tiempo a un soldado con un lanzallamas para asarla.

La biología de Slime es tan interesante como su psicología. Es una masa voraz y consciente que existe desde tiempos inmemoriales deslizándose por el lecho marino, sin luz, sin depredadores; sin embargo, demuestra ser capaz de adaptarse rápidamente a su nuevo entorno terrestre, lo cual imbuye a esta pegajosa entidad de Joseph Payne Brennan con una astuta sensibilidad depredadora [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]




Slime.
Slime, Joseph Payne Brennan (1918-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Era un gran manto de horror que se movía sobre el fondo del mar. Se deslizó a través del suave lodo como un monstruoso manto de baba obscenamente animada con una vida inquisitiva. Era a su vez viscoso y sólido. Aunque no poseía ojos, tenía un sentido del tacto maravillosamente desarrollado, y poseía una sensibilidad a las vibraciones casi similar a la telepatía. Era de plástico, esencialmente sin forma. Podía lanzar largos tentáculos hasta que se asemejaba a un calamar de pesadilla o una enorme estrella de mar; podía retraerse en un aplanado disco redondo, o apretarse en una forma encorvada e irregular para que pareciera una roca negra hundida en el fondo del mar.

Había rondado las aguas negras sin cesar. Se había formado cuando la tierra y los mares eran jóvenes; era casi tan viejo como el mismo océano. Se movía a través de una noche que no tenía comienzo ni disolución. La cuenca del mar donde acechaba había estado a oscuras desde el comienzo del mundo, un entorno solo un poco menos hostil que los estupendos golfos del espacio interplanetario.

Lo animaba un único impulso, incesante, nunca satisfecho: un hambre voraz, insaciable. Podría sobrevivir durante meses sin comida, pero minutos después de comer estaba tan hambriento como siempre. Su apetito era espantoso e incalculable.

En el suelo helado del mar, negro como la tinta, la batalla por la supervivencia fue salvaje, espantosa y, por lo general, breve. Pero para el limo no hubo batalla. Comía todo lo que se cruzaba en su camino; independientemente de su tamaño, forma o disposición. Absorbió plancton microscópico y calamares gigantes con igual seguridad. Si su superficie hubiera sido menos fluida, podría haber conservado las cicatrices circulares dejadas por los retoños del calamar de aguas profundas que trilla salvajemente, o las marcas de dientes irregulares del anacrónico frillshark, pero tal como estaba, ninguno de los dos dejó evidencia de su absorción. Cuando la cortina de cieno viviente que se levantaba se balanceó fuera del lodo y se cerró sobre ellos, sus más feroces estertores de muerte quedaron en nada.

El horror no conoció el miedo. No había nada que temer. Comía todo lo que se movía, o intentaba no moverse, y nunca se había encontrado con nada que pudiese comérselo. Si la ventosa de un calamar, o el diente de un tiburón, desgarraba la masa de su viscosidad, la grieta fluía sobre sí misma y se cerraba de inmediato. Si se separaba un segmento, podía recuperarse y absorberse de nuevo en el todo.

El manto negro reinaba en su salvaje mundo de limo y silencio. Tanteaba con avidez y sin cesar a través del barro, comiendo y nunca durmiendo, nunca descansando. Si se quedó quieto, fue solo para atrapar comida que de otro modo podría perderse. Si se precipitaba a una velocidad aterradora por el fondo fangoso, nunca era para escapar de un enemigo, sino para arrojar su espantosa fluidez sobre su única e inevitable presa.

Había evolucionado a partir de la suciedad y el limo del fondo marino primitivo, y era tan extraño para la vida terrestre ordinaria como los extraños habitantes de algún planeta salvaje en una galaxia distante. Fue un experimento anacrónico comparado con el cual el tigre dientes de sable, el mamut lanudo e incluso el Tyrannosaurus, el rey asesino y acuchillante de los grandes reptiles terrestres, eran entidades débiles y dóciles.

Si no hubiera sido por una gran agitación volcánica en el fondo de la cuenca del océano, lo más probable es que el horror negro hubiera arrastrado toda su existencia en el silencioso lodo del mar sin manifestar sus horribles poderes a la humanidad.

El destino, en forma de una violenta explosión subterránea, que cubrió grandes áreas del fondo del océano, lo arrojó fuera de su mundo de limo negro y lo envió girando hacia la superficie.

Si hubiera sido un pez ordinario de aguas profundas, nunca habría sobrevivido a la experiencia. La explosión en sí, o la drástica disminución de la presión del agua al salir disparada hacia la superficie, lo habrían destruido. Pero no era un pez ordinario. Su viscosidad, o plasticidad, o lo que fuera que constituía su estructura esencialmente ameica, le permitió sobrevivir.

Llegó a la superficie ligeramente aturdido y se dejó caer sobre las aguas embravecidas como una gran masa de grasa negra. Inmensas olas levantadas por la explosión subterránea lo arrastraron rápidamente hacia la orilla, y como estaba algo aturdido, no trató de resistir las rugientes montañas de agua.

Junto con la ceniza esparcida, la piedra pómez y los cuerpos hinchados de peces muertos, el horror negro fue arrojado hacia una playa. Las enormes olas lo arrastraron más de una milla tierra adentro, mucho más allá de la franja de arena de la costa, y lo depositaron en medio de una profunda y salobre zona pantanosa.

Por suerte, la explosión submarina y el maremoto subsiguiente tuvieron lugar durante la noche y, por lo tanto, el horror del limo no fue sometido de inmediato a una nueva y odiosa experiencia: la luz. Aunque la oscuridad de la medianoche del pantano no se comparaba con la negrura estigia del fondo del mar, donde ni siquiera los rayos violetas del espectro podían penetrar, era profunda e intensa.

Mientras las aguas retrocedían, abriéndose paso a través de la jungla espinosa y volviendo al mar, el horror negro se aferró a un banco de lodo rodeado por una espesa vegetación de espadañas. Fue consciente del cambio repentino y sorprendente en su entorno y durante algún tiempo permaneció inmóvil, concentrando su atención en el oscuro reajuste interno que exigía la ausencia de presión aplastante y un manto circundante de agua de mar gélida. Su adaptabilidad era increíble y horrible. Logró en unas pocas horas lo que una criatura ordinaria podría haber logrado solo a través de un proceso de evolución gradual. Tres horas después de que la ola titánica lo arrojara al banco de lodo, había sufrido rápidos cambios orgánicos que lo dejaron relativamente cómodo en su nuevo entorno. De hecho, se sintió más ligero y móvil que nunca antes en su existencia en la cuenca marina.

Mientras lanzaba antenas y se sintonizaba con las vibraciones y emanaciones más diminutas de la zona pantanosa, su hambre prístina se reafirmó con una urgencia abrumadora. Y el relato que su aparato sensorial le daba a ese algo que le servía de cerebro, lo excitó tremendamente. De inmediato sintió que el pantano estaba lleno de deliciosos bocados, comida de mayor variedad de la que jamás había encontrado en el frío suelo del mar.

Su hambre salvaje e incesante parecía insoportable. Su masa viscosa fue barrida por una ola estremecedora de anticipación.

Deslizándose del banco de lodo, fluyó hacia un área adyacente que consistía en profundos estanques negros. Los tallos de algas sobresalían del agua y los troncos podridos de los árboles caídos flotaban medio sumergidos en los charcos más grandes. Voraz, se deslizó hacia el área pantanosa, sacudiendo sus tentáculos. En cuestión de minutos había atrapado varias ranas gordas y varios peces pequeños. Estos, sin embargo, simplemente estimularon su apetito. Su hambre se convirtió en una especie de furia extática. Comenzó una cacería sistemática, sumergiéndose en el fondo de cada estanque y explorando rápida pero cuidadosamente cada centímetro de su fondo fangoso. La primera criatura que encontró fue una rata almizclera. El aterrorizado roedor nunca tuvo una oportunidad. Una inmensa cortina de baba adhesiva surgió repentinamente de la oscuridad, se cerró sobre él y lo apretó.

Animado y estimulado por su hallazgo, el limo revolvió los repugnantes estanques con celo renovado. Cuando salió a la superficie, sondeó cuidadosamente las matas en busca de algo que pudiera haberse escapado en el agua. Una vez atrapó a un pájaro pequeño que anidaba en la hierba del pantano. De vez en cuando se deslizaba por los troncos de los árboles caídos, derribándolos con su indescriptible masa viscosa, y quedaba brevemente suspendido como una gran cortina goteante de lodo negro.

Se estaba acercando a un área algo menos pantanosa y más boscosa cuando gradualmente se dio cuenta de un cambio sutil en su nuevo entorno. Se detuvo, vacilando, y permaneció medio dentro y medio fuera de un pequeño estanque cerca del borde de los árboles más cercanos. Aunque había absorbido veinticinco o treinta libras de comida en forma de ranas, peces, serpientes de agua, la rata almizclera y algunas criaturas más pequeñas, su hambre no lo había abandonado. Su monstruoso apetito lo impulsaba y, sin embargo, algo lo mantenía anclado en el estanque.

Lo que sintió, pero no pudo ver literalmente, fue el sol naciente esparciendo una luz gris sobre el pantano. No había conocido nada parecido, salvo los grotescos apéndices fosforescentes de varios peces de aguas profundas. La luz natural le era totalmente desconocida.

A medida que la luz del amanecer se fortalecía, atravesando las nubes de tormenta que se dispersaban, el monstruo de baba negra recién salido del fondo oscuro del mar sintió que algo completamente desconocido y probablemente hostil lo estaba inundando. La luz le era odiosa. Lanzó tentáculos rápidos, con la esperanza de atrapar la luz y aplastarla, y si era posible, comérsela. Pero cuanto más frenéticos se volvían sus esfuerzos, más intenso se volvía el odioso algo que lo rodeaba.

Finalmente, cuando el sol se elevó visiblemente por encima de los árboles, el horror, con rabia desconcertada más que con miedo, se deslizó de mala gana de nuevo en el estanque y se metió en el lodo blando en su fondo. Allí permaneció mientras brillaba el sol y las pequeñas criaturas del pantano se aventuraban en furtivas diligencias.

A unas pocas millas del Pantano de Wharton, en el pequeño pueblo de Clinton Center, Henry Hossing salió adormilado de una choza improvisada en el callejón que le había brindado cierto refugio para pasar la noche, y salió a la calle. Se pasó una mano por los ojos legañosos, se rascó la barba incipiente y parpadeó con apatía ante el sol naciente. No había dormido bien; la tormenta de la noche anterior lo había mantenido despierto. Además, se había ido a la cama con hambre, y eso nunca le sentaba bien.

Mirando furtivamente a lo largo de la calle, caminó encorvado hacia adelante, con la cabeza inclinada hacia abajo, y la mayor parte del tiempo sus ojos se fijaron en la acera o en la cuneta con la esperanza de encontrar una moneda. El Centro Clinton no había sido amable con él. Las limosnas eran escasas y el día anterior uno de los policías locales le había advertido que se fuera de la ciudad.

Refunfuñando consigo mismo, llegó al final de la calle y empezó a cruzar. De repente, se agachó rápidamente y recogió algo del borde de la acera. Era un billete y, mientras lo desdoblaba frenéticamente, una mirada de éxtasis estupefacto se extendió por su rostro erizado. ¡Diez dólares! ¡Más dinero del que había poseído en meses!

Guardándolo cuidadosamente en el único bolsillo bueno de su sórdida chaqueta gris, cruzó la calle con paso rápido. En lugar de barrer las aceras, ahora sus ojos se movían a lo largo de las hileras de tiendas y restaurantes. Se detuvo en un local, vaciló y finalmente siguió hasta que encontró otro menos pretencioso a unas cuadras de distancia. Cuando se sentó, el camarero negó con la cabeza.

—Lárgate, amigo. Hoy no hay café gratis.

Con una amplia sonrisa, el hombre sacó su billete de diez dólares y lo extendió sobre el mostrador.

—¿Eso cubre un buen desayuno aquí, socio?

El camarero parecía irritado.

—¿Qué vas a tomar? —miró el billete con desconfianza.

Henry Hossing pidió zumo de naranja, tostadas, huevos con jamón, avena y café. Se lo comió todo, pidió tres tazas más de café, pagó la cuenta como si los desayunos de diez dólares fueran habituales para él y luego volvió a la calle.

Poco después del mediodía, después de su almuerzo de tres dólares, vio la tienda de licores. Durante unos minutos se quedó de pie frente a ella, manoseando su billete de cinco dólares. Finalmente cruzó con una sonrisa abstraída, entró y compró una botella. Vaciló en la acera, debatiendo si debía o no regresar a la pequeña choza en el callejón lateral. Después de uno o dos minutos de indecisión, resolvió no hacerlo y, en su lugar, fue hacia el Pantano de Wharton. Era mucho menos probable que la policía local lo molestara allí, y dado que el cielo se estaba despejando y el clima era templado, había poca necesidad inmediata de refugio.

Saliendo de la carretera que bordeaba el pantano a varias millas de la ciudad, cruzó un prado pantanoso, se abrió paso a través de una franja de maleza y se sentó bajo un árbol que bordeaba una zona boscosa. A última hora de la tarde había alcanzado un brillo bastante alegre y tenía pocas ganas de volver al Centro Clinton. Despertándose de su ensoñación, se tambaleó al reunir leña para un pequeño fuego y volvió a su asiento selvático bajo el árbol.

Durmió brevemente mientras caía el crepúsculo, finalmente se movió de nuevo para encender un fuego mientras sombras más profundas caían sobre el pantano. Luego volvió a su botella que disminuía rápidamente. Estaba suspendido en una cálida red de fantasía cuando algo rompió abruptamente el hechizo y lo devolvió a la tierra.

Las llamas parpadeantes de su fuego se habían reducido hasta que ahora solo un resplandor tenue y espeluznante iluminaba el área inmediata debajo del árbol. No vio nada y, por el momento, no oyó nada, sin embargo, se sintió invadido por una repentina y profunda sensación de amenaza.

Se puso de pie, tambaleándose, y miró temeroso hacia las sombras. En la profunda oscuridad, más allá del arco menguante de la luz del fuego, no pudo distinguir nada que tuviera forma o color perceptibles.

Entonces detectó el hedor y de repente se estremeció. A pesar del olor a whisky barato que lo envolvía, el hedor era insoportable. Era pesado y hediondo, extraño y totalmente repelente. Era vagamente parecido a un pez, pero por lo demás estaba más allá de cualquier comparación conocida.

Mientras estaba temblando bajo el árbol, Henry Hossing pensó en algo muerto que había yacido durante mucho tiempo en el fondo del mar.

Lleno de creciente alarma, miró a su alrededor en busca de leña que pudiera añadir al fuego moribundo. Sin embargo, todo lo que pudo encontrar cerca fueron algunas ramitas. Las arrojó y las llamas las lamieron brevemente y se calmaron. Escuchó, o imaginó que escuchó, una especie de sonido extraño que se deslizaba entre los arbustos cercanos. Pareció retroceder un poco cuando las llamas se dispararon.

El terror se apoderó de él. Sabía que no estaba en condiciones de huir, y llegó a la horrible conclusión de que cualquier amenaza indescriptible que acechara en la oscuridad circundante se mantenía temporalmente a raya solo por el brillo decreciente de su pequeño fuego. Frenéticamente miró a su alrededor en busca de más leña, pero no encontró nada. Nada, es decir, dentro del débil resplandor del fuego. No se atrevía a aventurarse más allá.

Empezó a temblar incontrolablemente. Intentó gritar pero ningún sonido salió de su garganta apretada. El hedor espantoso se hizo más fuerte, y ahora estaba seguro de que podía escuchar un extraño sonido de deslizamiento en las sombras más allá de la chispa restante del fuego. Se quedó congelado en un pánico absoluto e impotente mientras el pequeño fuego ardía lentamente en la oscuridad.

En el último instante, un trozo de madera carbonizada se partió, lanzando algunas chispas, y en ese parpadeo de luz final vislumbró el horror.

Ya se había deslizado fuera de los arbustos y ahora se precipitaba a través del pequeño claro con una velocidad de pesadilla. Era la encarnación final de todos los miedos, aprensiones y pesadillas que Henry Hossing había conocido en su vida. Era un demonio del abismo del infierno que finalmente vino a reclamarlo.

Un grito terrible y resonante brotó de su garganta, pero fue sofocado antes de que terminara cuando la forma negra de limo se aferró a él con una fuerza irresistible.


Giles Gowse se levantó de la cama después de ocho horas de sacudidas irregulares y pesadillas intermitentes. Malhumorado, preparó café en la cocina de su ruinosa casa de campo en el borde del Pantano de Wharton. Durante la mitad de la noche, al parecer, el hedor del agua de mar viciada había penetrado en la casa. Su sueño había estado lleno de presentimientos, lleno de sombras y presagios malignos.

Murmurando para sí mismo, terminó el desayuno, tomó un balde de la despensa y se dirigió al establo donde guardaba su única vaca. A medida que se acercaba al granero, el extraño olor desagradable que lo había acosado durante la noche asaltó nuevamente sus fosas nasales.

—¡El Pantano de Wharton! ¡Eso es lo que es! —se lo dijo a sí mismo, y agitó el puño.

Cuando entró en el granero, el hedor era más fuerte. Con el ceño fruncido, se dirigió hacia el establo desvencijado donde tenía a la vaca, Sarey. Luego se paró como piedra y miró fijamente. Sarey se había ido. El establo estaba vacío.

Volvió a entrar en el corral.

—¡Sarey! —llamó.

Corriendo de regreso al granero, inspeccionó el establo. El rancio escozor del mar era fuerte aquí y ahora notó una especie de brillo en el suelo. Inclinándose vio que era una capa resbaladiza de baba, como si una criatura indescriptible cubierta de cieno hubiera entrado y salido del establo. Este descubrimiento, junto con la extraña desaparición de Sarey, fue demasiado para sus nervios. Con un grito salvaje salió corriendo del granero y se dirigió al Clinton Center, a dos millas de distancia.

Su recepción en la ciudad lo enfureció. Cuando trató de contarle a la gente sobre la desaparición de Sarey, sobre el hedor y el lodo en su granero, se rieron de él. Los más descorteses. La mayoría de los demás escucharon pacientemente, luego guiñaron y se tocaron la cabeza de manera significativa cuando estaba fuera de la vista.

Un hombre, el farmacéutico, Jim Jelinson, parecía levemente interesado. Dijo que mientras conducía por su patio trasero desde el garaje a última hora de la tarde anterior, había oído un grito aterrador en algún lugar de la oscuridad lejana. Podría haber venido de la dirección del Pantano de Wharton. Pero no se había repetido y finalmente lo había descartado de su mente.

Cuando el Viejo Gowse partió hacia su casa a última hora de la tarde, estaba lleno de una amargura hosca y resentida. Pensaron que estaba loco, ¿eh? Bueno, Sarey se había ido; no podían explicar eso, ¿o sí? Explicaron el olor diciendo que era pescado muerto arrojado por la gran ola que se había arrastrado al pantano durante la tormenta. Bien, quizás. ¡Y la baba en el suelo de su granero decían que eran caracoles! ¡Caracoles! Como si cualquier caracol que hubiera visto pudiera causar tanta baba.

Cuando se acercaba a casa, se encontró con Rupert Barnaby, su vecino más cercano. Rupert llevaba un rifle y lo acompañaba Jibbe, su sabueso. Aunque había habido un elemento de mala sangre entre los dos vecinos solteros durante algún tiempo, el Viejo Gowse, para sorpresa de Barnaby, asintió y se detuvo.

—¿Vas a cazar por la noche, vecino?

Barnaby asintió.

—Pensé que Jibbe podría buscar un mapache. Habrá luna más tarde, probablemente.

—Mi vaca se ha ido —dijo el viejo Gowse abruptamente—. Si llegaras a verla... —hizo una pausa—. Pero no creo que lo hagas...

Barnaby, desconcertado, lo miró fijamente.

—¿A qué te refieres?

Gowse repitió lo que había estado diciendo todo el día en el Clinton Center. Sacudió la cabeza cuando terminó y agregó:

—¡No iría a cazar a ese pantano esta noche ni por diez mil dólares!

Rupert Barnaby echó la cabeza hacia atrás y se rió. Era un hombre grande, musculoso, ingenioso y sensato, poco dado a los más leves vuelos de la imaginación.

—Vaya —se rió—, no sirve de nada que me cuentes esas historias de fantasmas. Tu vaca se soltó y se alejó. ¡Ni siquiera he visto un gato montés en ese pantano durante más de un año!

El Viejo Gowse apretó los labios en una línea sombría.

—Tal vez —dijo mientras se alejaba— veas cosas peores que un gato montés en ese pantano esta noche.

Sacudiendo la cabeza, Barnaby salió tras su impaciente sabueso. El viejo Gowse se estaba poniendo muy raro. Uno de estos días probablemente tendrían que encerrarlo.

Jibbe corrió adelante, olfateando, saltando de un lado a otro. A medida que se acercaba el crepúsculo, Barnaby se salió de la carretera principal y tomó un camino sinuoso que conducía directamente al Pantano de Wharton. Le encantaba la caza. Prefería caminar entre la maleza que sentarse en casa en un sillón. E incluso si la incursión de una noche no arrojaba nada, no le importaba particularmente. En realidad, se las arreglaba bastante bien; al menos la mitad de su suministro de carne consistía en conejos, mapaches y ciervos ocasionales que cazaba en el Pantano de Wharton.

Cuando la luna comenzó a salir, estaba en lo profundo del pantano. En dos ocasiones, Jibbe salió tras los conejos, pero las dos veces regresó rápidamente, con aspecto algo avergonzado. Algo acerca de sus acciones comenzó a desconcertar a Barnaby. El perro parecía reacio a seguir adelante. Una vez, Barnaby tropezó con él y casi se cayó de cabeza.

El cazador se detuvo, frunciendo el ceño, y miró a su alrededor. El pantano no parecía diferente de lo habitual. Es cierto, un hedor bastante desagradable se cernía sobre él, pero eso era simplemente el resultado de las grandes olas que habían salpicado tierra adentro durante la reciente tormenta. Probablemente una acumulación de algas y los cuerpos en descomposición de algunos peces muertos yacían pudriéndose en los estanques del pantano.

Barnaby le habló bruscamente al perro.

—¿Qué te pasa? ¡Vamos! ¡Si me haces tropezar de nuevo te patearé!

El perro se adelantó a cierta distancia, pero con desgano. Olfateó las matas de hierba de manera superficial y parecía haber perdido interés en la caza. Barnaby se exasperó. Incluso cuando descubrieron la huella reciente de un mapache en el lodo blando cerca de un pequeño estanque, Jibbe manifestó solo un ligero interés.

Sin embargo, siguió corriendo un poco más y Barnaby comenzó a esperar que recuperara su entusiasmo habitual. Se equivocó. Cuando se acercaron a una zona boscosa, enrejada con cuernos de árboles y cubierta por una tupida espadaña, el perro de repente se agazapó en las sombras y se negó a moverse. Barnaby estaba seguro de que el mapache se había refugiado en los matorrales cercanos. La conducta inaudita del perro lo enfureció.

Después de una serie de golpes fuertes, Jibbe se levantó y se alejó, el pelo de su cuello se erizó como la melena de un león. Maldiciéndose a sí mismo, Barnaby se adentró en los oscuros matorrales tras él. Estaba bastante oscuro bajo los árboles, a pesar de la luz de la luna, y se movió con cautela para evitar meterse en un estanque. De repente, con un grito frenético de terror, Jibbe literalmente se lanzó entre sus piernas y salió disparado de la espesura. Siguió corriendo, aullando extrañamente a medida que avanzaba.

Por primera vez esa noche, Barnaby experimentó un escalofrío de miedo. En toda su experiencia previa, Jibbe nunca se había vuelto loco. En una ocasión incluso se lanzó tras un oso negro de tamaño considerable.

Frunciendo el ceño en la profunda oscuridad, Barnaby no pudo ver nada. No había ojos siniestros mirándolo.

Mientras sus propios ojos intentaban penetrar la negrura circundante, recordó la advertencia del Viejo Gowse con una mueca amarga. Si el viejo tonto veía a Jibbe saliendo del pantano, Barnaby nunca se enteraría del final. La idea de esto lo enfureció. Siguió adelante con un sentimiento de furia por lo que fuera que había aterrorizado al perro. Un buen tiro de rifle resolvería el misterio.

De repente se detuvo y escuchó. Desde la oscuridad, adelante, detectó un sonido extraño. Era una especie de sonido de deslizamiento, como si una gran masa estuviera siendo arrastrada por las espadañas. Vaciló, incapaz de ver nada, resistiendo valientemente un impulso idiota de huir. La oscuridad y el hedor viscoso de las charcas estancadas parecían estar asfixiándolo.

Su corazón comenzó a latir con fuerza cuando el ruido de deslizamiento se acercó. Su instinto le decía que se diera la vuelta y echara a correr, pero una especie de terquedad desesperada lo mantuvo clavado en el sitio. El sonido se hizo más fuerte y de repente estuvo seguro de que algo mortal y formidable se precipitaba hacia él a través de los matorrales a una velocidad acelerada.

Apuntó en la dirección del sonido. Con el breve destello del rifle, vio algo negro, enorme y reluciente, como una gran masa ondeante que se abría paso entre los últimos matorrales. Parecía estar rodando hacia él, y se movía con una rapidez de pesadilla.

Quería gritar y correr, pero incluso cuando el horror se abalanzó sobre él, entendió que huir en este punto sería inútil. Aunque la sangre parecía haberse coagulado en sus venas, sostuvo el rifle y siguió disparando. Los disparos no tuvieron más efecto que piedras lanzadas desde una honda. En el último instante trató de escapar, pero la cosa monstruosa se abalanzó sobre él, y apretó, y su intento de gritar se convirtió en un pequeño gorgoteo en su garganta.

El Viejo Gowse se levantó temprano, después de otra noche incómoda, y salió a inspeccionar el área del corral. Nada más parecía estar mal, pero todavía no había señales de Sarey. Y ese olor detestable se elevaba desde la dirección del Pantano de Wharton cuando el viento era propicio. Después del desayuno, se dirigió a casa de Rupert Barnaby, a más o menos un kilómetro y medio de distancia. No estaba seguro de lo que esperaba encontrar.

Cuando llegó a la pequeña pero ordenada casa de madera de Bamaby, todo estaba silencioso. Muy silencioso. Por lo general, Barnaby se levantaba poco después del amanecer. En un impulso repentino, Gowse caminó por el sendero y llamó a la puerta principal. Esperó y no hubo respuesta. Volvió a llamar y, tras otra pausa, salió del porche.

Jibbe, el sabueso de Barnaby, se escabulló por un costado de la casa. Por lo general, saltaba y ladraba. Pero esta vez se quedó inmóvil —o casi, estaba temblando— y miró a Gowse. El perro tenía un aire acobardado y culpable que le era completamente extraño.

—¿Dónde está Rup? —Gowse lo llamó—: ¡Ve a buscar a Rup!

En lugar de ponerse en marcha, el perro echó la cabeza hacia atrás y emitió un aullido espeluznante y prolongado. Gowse se estremeció. Con una mirada hacia la casa silenciosa, comenzó a bajar por el camino.

Ahora tal vez lo escucharían, pensó sombríamente. El día anterior se habían reído de la desaparición de Sarey. Tal vez no se reirían tan fácilmente cuando les dijera que Rupert Barnaby había ido al Pantano de Wharton con su perro, y que el perro había regresado solo.

Cuando el jefe de policía, Miles Underbeck, vio al viejo Gowse entrar en el departamento general del Centro Clinton, se echó hacia atrás y suspiró profundamente. Estaba ocupado esa mañana y, sin duda, el Viejo Gowse vendría a preguntar por esa vaca infernal suya que se había ido. Sin embargo, el viejo excéntrico tenía un informe nuevo y sorprendente. Afirmó que Rupert Barnaby no estaba. Se había metido en el pantano la noche anterior, insistió Gowse, y no había regresado.

Cuando el jefe Underbeck lo interrogó detenidamente, Gowse admitió que no estaba seguro de que Barnaby no hubiera regresado. Apenas era posible que hubiera regresado a casa muy temprano en la mañana y luego se hubiera ido antes de que llegara Gowse.

Pero Gowse fijó sus ojos centelleantes en el Jefe y sacudió la cabeza.

—¡Él nunca salió, te lo aseguro! ¡Ese perro suyo lo sabe! ¡Aulló, lo hizo, como un perro aúlla por los muertos! Lo que sea que viniera se llevó a Sarey, ¡y atrapó a Barnaby en el pantano anoche!

El jefe Underbeck no era un hombre excitable. El estallido de melodrama de Gowse lo irritó y no lo dejó impresionado. Un tanto bruscamente, prometió investigar el asunto si Barnaby no se presentaba por la noche. Barnaby, señaló, conocía el pantano mejor que nadie en el condado. Y era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. Probablemente, sugirió, había enviado al perro a casa y se había ido a otra parte después de terminar su cacería la noche anterior. Lo más probable era que estuviera de vuelta a la hora de la cena.

El Viejo Gowse sacudió la cabeza con una especie de escepticismo fatalista. Dando fe de que los acontecimientos pronto demostrarían que sus temores estaban bien fundados, salió de la estación arrastrando los pies, malhumorado. Pasó el día y no había ni rastro de Rupert Barnaby. A las seis entró en el Crown, el hotel de Clinton Center, y se registró para una habitación. A las siete en punto, el jefe Underbeck envió un coche patrulla a la casa de Barnaby.

Esperó con impaciencia su regreso, tamborileando en el escritorio, barajando desinteresadamente un montón de informes que se habían acumulado durante el día. El coche patrulla volvió poco antes de las ocho. El sargento Grimes hizo su informe.

—No hay nadie allí, señor. El lugar está bien cerrado. Registramos los terrenos. Todo lo que vimos fue el perro de Barnaby. Aulló y salió corriendo como si el diablo lo estuviera siguiendo.

El jefe Underbeck estaba preocupado. Si faltaba Barnaby, se debía iniciar una búsqueda de inmediato. Pero ya estaba oscureciendo, y partes del Pantano de Wharton eran casi intransitables incluso durante el día. Además, no había ninguna prueba de que Barnaby no hubiera ido de visita, tal vez a la cercana Stantonville, por ejemplo, para visitar a un compinche y pasar la noche.

A las nueve había decidido posponer cualquier acción hasta la mañana. Una búsqueda ahora probablemente sería inútil en cualquier caso. El pantano ofrecía demasiados obstáculos. Si Barnaby no aparecía por la mañana y no había informes de que lo hubieran visto en otro lugar, se podría iniciar una búsqueda sistemática en el área del pantano.

No mucho después de haber llegado a esta decisión, y mientras se preparaba con algo de cansancio para dejar el Cuartel General y volver a casa, se produjo una nueva y verdaderamente alarmante interrupción. Poco antes de las nueve y media, un automóvil frenó frente a la Sede. Un anciano entró apresuradamente, sosteniendo del brazo a una jovencita histérica que sollozaba. Tenía la falda y las medias rotas y tenía varios rasguños en la cara. Después de ayudarla a sentarse, el hombre se volvió hacia el jefe Underbeck y los demás oficiales que se habían reunido alrededor.

—La recogí en la carretera cerca del Pantano, gritando a todo pulmón —se limpió la frente—. Corrió justo en frente de mi auto. No la atropellé de milagro. Estaba tan loca de miedo que no pude encontrar ningún sentido a lo que dijo. Parece que algo agarró a su novio en los arbustos. De todos modos, la subí al auto sin muchos problemas y creo que rompí algún límite de velocidad para llegar aquí.

El jefe Underbeck observó atentamente al hombre. Obviamente, él también estaba conmocionado, y como no parecía estar ocultando nada. El Jefe se volvió hacia la niña. Habló con dulzura, haciendo todo lo posible por tranquilizarla, y finalmente ella se compuso lo suficiente como para contar su historia.

Su nombre era Dolores Rell y vivía en las cercanías de Stantonville. Más temprano había ido a dar una vuelta con su prometido, Jason Bukmeist. Mientras Jason conducía por la carretera adyacente al Pantano de Wharton, ella había comentado que la luz de la luna se veía muy romántica. Jason había detenido el coche y, después de observar la escena durante unos minutos, sugirió que, dado que la noche era cálida, un breve «paseo a la luz de la luna» podría ser divertido.

Dolores se había resistido a dejar el coche, pero al final la convencieron de que diera un breve paseo por el borde del pantano, donde el terreno era relativamente firme. Mientras la pareja caminaba bajo los árboles, a unos veinte metros del auto, Dolores percibió un olor desagradable y quiso regresar. Jason, sin embargo, le dijo que solo lo imaginaba e insistió en ir más allá. A medida que los árboles se acercaban, caminaron en fila india, con Jason a la cabeza.

De repente, dijo, ambos escucharon algo silbando a través de la maleza. Jason le dijo que no se asustara, que probablemente era la vaca de alguien. Sin embargo, a medida que se acercaba, parecía moverse a una velocidad increíble. Y no parecía estar haciendo el tipo de ruido que haría una vaca. En el último segundo, Jason se dio la vuelta con un grito de miedo y le dijo que corriera. Antes de que pudiera moverse, vio algo monstruoso corriendo bajo los árboles bajo la tenue luz de la luna. Por un instante se quedó paralizada por el horror; luego dio media vuelta y echó a correr. Creyó escuchar a Jason corriendo detrás de ella. No podía estar segura. Pero inmediatamente después lo escuchó gritar.

A pesar de su terror, se volvió y miró hacia atrás. En este punto de su historia volvió a ponerse histérica y pasaron varios minutos antes de que pudiera continuar.

No podía describir exactamente lo que había visto mientras miraba por encima del hombro. La cosa que había vislumbrado bajo los árboles había alcanzado a Jason. Lo cubrió casi por completo. Todo lo que podía ver de él era su rostro agonizante y parte de un brazo, cerca del suelo, como si la cosa estuviera a horcajadas sobre él. No podía decir qué era. Era negra, sin forma, bestial. Era el tipo de horror indescriptible, oscuro y resbaladizo que la había estremecido cuando era una niñita.

Ahora se estremeció y se cubrió los ojos mientras trataba de imaginarse lo que había visto.

—¡Oh Dios, la oscuridad cobró vida! ¡La oscuridad cobró vida!

De alguna manera, se dio cuenta de que se había tropezado con los árboles en el camino. Estaba tan aterrorizada que apenas notó el auto que se acercaba.

No cabía duda de que Dolores Rell era presa de auténtico terror. El jefe Underbeck actuó con presteza. Después de que la chica fuera conducida a un hospital cercano para que la trataran de sus rasguños y le administraran un sedante, Underbeck reunió a todos los hombres disponibles, los equipó con escopetas, rifles y linternas, los metió rápidamente en cuatro autos de patrulla, y partió hacia el Pantano.

El auto de Jason fue encontrado donde lo había estacionado. No había sido perturbado. Sin embargo, una búsqueda en la zona, a la luz de una linterna, resultó infructuosa. Fuera lo que fuese lo que había atacado al muchacho, se lo había llevado a los rincones más recónditos del extenso pantano.

Después de dos horas fútiles de matorrales y chapoteos en los pantanos. El jefe Underbeck reunió a sus hombres con cansancio y suspendió la búsqueda hasta la mañana.

Cuando los primeros rayos débiles del amanecer aparecieron en el cielo sobre el Pantano de Wharton, la búsqueda comenzó de nuevo. Habían llegado refuerzos, incluidos voluntarios civiles del Centro Clinton, y comenzó un peinado sistemático de todo el pantano. Al mediodía, la búsqueda había resultado infructuosa, o casi. Uno de los buscadores trajo un sombrero abollado y una botella de whisky de centeno que había descubierto en el borde del pantano bajo un árbol. El sombrero de fieltro era viejo y estaba gastado, pero estaba seco. Por lo tanto, aparentemente había sido desechado en el pantano desde de la tormenta de unos días antes. La botella de whisky parecía nueva; de hecho, quedaban en ella algunas gotas. El buscador informó que también se encontraron los restos de una pequeña fogata debajo del mismo árbol.

Con la esperanza de que esta evidencia pudiera tener alguna relación con la desaparición de Jason, el jefe Underbeck ordenó un sondeo de todas las licorerías en Clinton Center en un intento de conocer los nombres de todos los que habían comprado recientemente una botella de la marca particular encontrada debajo del árbol. La búsqueda continuó y, a media tarde, se produjo un descubrimiento más siniestro. Un buscador diligente, investigando un área pisoteada en un gran crecimiento de espadañas, sacó un rifle del barro. Después de limpiar el lodo y la suciedad, dos de los buscadores aseguraron que pertenecía a Rupert Barnaby. Uno de ellos había cazado con él y recordaba la culata del rifle.

Mientras el jefe Underbeck sopesaba esta prueba, llegó un informe de la tienda de licores en el Centro Clinton. Se había investigado a todos los compradores recientes de una botella de un cuarto de galón de la marca en cuestión. Solo uno no pudo ser localizado: un vagabundo que había rondado por la ciudad durante varios días y al que se le había ordenado salir.

Al anochecer, la mayoría del exhausto grupo de búsqueda estaba convencida de que el vagabundo, probablemente en un estado de maldad homicida provocada por la bebida, había asesinado tanto a Rupert Barnaby como a Jason y había escondido sus cuerpos en uno de los profundos estanques del pantano. Lo más probable era que el asesino todavía estuviera durmiendo por los efectos de la bebida en algún lugar de los enmarañados matorrales espinosos del pantano.

La mayoría de los buscadores vieron la melodramática historia de Dolores Rell con mucho escepticismo. A la tenue luz de la luna, señalaron:

—Un vagabundo frenético y con ojos desorbitados, empeñado en un asesinato inminente, bien podría haber parecido una especie de monstruo. Y la histeria de la niña probablemente magnificó lo que había visto.

Mientras la noche se cerraba sobre el lúgubre pantano, el jefe Underbeck suspendió la búsqueda a regañadientes. Sin embargo, en vista del hecho de que el asesino probablemente todavía acechaba en el bosque, decidió establecer un sistema de patrullas nocturnas a lo largo de la carretera que discurría paralela al pantano. Si la presa estaba escondida en la traicionera maraña de árboles y maleza, no podría escapar a la carretera sin toparse con una de las patrullas. El único otro medio de salida del pantano se encontraba a kilómetros de distancia, donde el mar abierto bañaba una playa llena de juncos. Era bastante improbable que el fugitivo siquiera intentara escapar en esa dirección.

Las patrullas se establecieron en turnos de tres horas, dos hombres por patrulla, ambos fuertemente armados y equipados con potentes reflectores. Se les ordenó investigar todo sonido o movimiento que detectaran en la maleza que bordeaba la carretera. Después de una sola orden de alto, debían disparar a matar. A cualquier automovilista curioso que se detuviera para preguntar se le indicaría rápidamente que siguiera su camino, después de que se le advirtiera que no llevara a nadie y que informara de todos los autoestopistas.

Fred Storr y Luke Matson, de la patrulla de la medianoche, pasaron dos horas sin incidentes en su tramo particular de la carretera. Matson finalmente se sentó en el tocón de un árbol caído a unos metros del borde de la carretera.

—Las piernas se están rindiendo —comentó con ironía, apoyando su rifle en el tocón—. También podrías sentarte unos minutos.

Fred Storr se quedó cerca.

—Supongo que sí, Luke. No pareces... —de repente frunció el ceño hacia los bordes negros del pantano—. ¿Oyes algo, Luke?

Luke escuchó, girando sobre el tocón.

—Bueno, tal vez —dijo finalmente—, un poco como un sonido áspero.

Se levantó, recuperando su rifle.

—Vamos a echar un vistazo —sugirió Fred en voz baja.

Pasó por encima del tocón y Luke lo siguió hacia la maleza que marcaba el borde de la jungla pantanosa. Varios metros más adelante se detuvieron de nuevo. El sonido se hizo más audible. Era una especie de sonido de raspado, de deslizamiento, como el que podría producir un cuerpo pesado arrastrándose por un terreno irregular.

—Suena como... una serpiente —aventuró Luke—. ¡Una maldita serpiente grande!

—Bueno, acércate un poco más —susurró Fred—. ¡Prepárate cuando encienda mi luz!

Avanzaron unos metros más. Luego, un poderoso rayo amarillo se clavó en los matorrales cuando Fred encendió su linterna. El rayo buscó en la oscuridad, sondeando en una dirección y luego en otra. Luke bajó un poco su rifle, frunciendo el ceño.

—No veo nada —dijo—. Nada más que un gran charco negro allá arriba.

Antes de que Fred tuviera tiempo de responder, el charco negro cobró una horrible vida. En un espantoso segundo se transformó en una indescriptible masa reluciente y rodó hacia adelante a una velocidad aterradora.

Luke Matson gritó y disparó simultáneamente cuando la monstruosa masa de baba salió disparada hacia adelante. Un momento después, se balanceó sobre él. Disparó de nuevo y la cosa cayó sobre él.

Al evitar la avalancha inicial del horror, Fred Storr perdió el equilibrio. Cayó de cabeza y se dio la vuelta justo a tiempo para presenciar un espectáculo que ralentizó la sangre en sus venas. El monstruo se había abalanzado sobre Luke Matson. Ahora, mientras Fred observaba, literalmente paralizado por el horror, se extendió sobre y alrededor de la forma de Luke hasta que estuvo completamente envuelto. Todavía se podía ver la leve contracción de sus extremidades. Entonces la cosa apretó, se hinchó hasta convertirse en una capucha y volvió a aplanarse. Entonces cesaron las contorsiones.

Cuando la cosa se elevó y giró hacia delante en su dirección, Fred Storr, aguijoneado por un miedo frenético, superó la parálisis del horror que lo había congelado. Agarrando el rifle, que había caído a su lado, apuntó a la forma de limo viviente y comenzó a disparar. Puro terror se apoderó de él al ver que los disparos no surtían efecto. La cosa se abalanzó hacia él, completamente ajena a las balas que desgarraban su repugnante masa viscosa.

Actuando por algún instinto que él mismo no podría haber explicado, Fred Storr dejó caer el rifle y agarró su linterna, proyectando su potente haz directamente sobre el horror que se abalanzaba sobre él. La cosa se detuvo, a escasos metros de distancia, y pareció vacilar. Se deslizó rápidamente a un lado, pero él la siguió de inmediato con el cono de luz. Finalmente retrocedió y se aplanó, como si tratara de evitar la luz por ese medio, pero él apuntó el rayo de manera constante, sintiendo con cada fibra primitiva que poseía que el haz de luz era lo único que mantenía a raya a la muerte.

Hubo gritos en la oscuridad cercana y otras luces comenzaron a apuñalar las sombras. Los miembros de las patrullas adyacentes, alarmados por el sonido de los disparos de los rifles, habían ido corriendo a investigar. De repente, el horror sin nombre salió rápidamente del haz de luz de la linterna y se alejó en la oscuridad.

En la luz plomiza de la madrugada, el jefe Underbeck se subió a un coche de policía que esperaba en la carretera cerca del Pantano de Wharton y se dirigió de regreso a Clinton Center. Había tomado una decisión y estaba sombríamente resuelto a actuar de inmediato. Cuando llegó al Cuartel General, hizo dos llamadas telefónicas en rápida sucesión, una al gobernador del estado y la otra al comandante de la cercana Reserva Militar Camp Evans. El horror en el Pantano de Wharton, había decidido, no podía ser enfrentado por los hombres y recursos limitados a su mando.

Rupert Barnaby, Jason Bukmeist y Luke Matson sin duda habían desaparecido en el pantano. El vagabundo anónimo, ahora empezaba a parecer, no un asesino, sino una víctima más. Y Fred Storr... bueno, no había desaparecido. Pero los otros miembros de la patrulla lo habían encontrado sentado en el suelo cerca del borde del pantano en las garras de un miedo alucinante que lo había reducido, al menos temporalmente, a la idiotez. Horas después de que lo llevaran a casa y lo acostaran, se negó a soltar la linterna. Cuando la apagaron, gritó y tuvieron que volver a encenderla. Su historia era tan salvajemente melodramática que apenas podía ser aceptada por mentes racionales.

Sin embargo, habían dicho las mismas cosas sobre el relato histérico de Dolores Rell. Y Fred Storr no era una joven excitable; tenía una reputación de sensatez, estolidez y honestidad verbal que se tocaba con subestimación en lugar de exageración. Cuando el jefe Underbeck se levantó y se dirigió a su automóvil para regresar al Pantano, notó que el Viejo Gowse venía calle abajo.

Con un repentino escalofrío de horror, recordó la vaca desaparecida del excéntrico. Sin embargo, antes de que el anciano llegara, cerró la puerta del auto y dio instrucciones claras al conductor que esperaba. Mientras el auto se alejaba, miró por el espejo retrovisor. El Viejo Gowse permanecía inmóvil en el camino frente a la Jefatura de Policía.

—Vamos —murmuró el jefe Underbeck.

El conductor le lanzó una rápida mirada y pisó el acelerador.

Menos de dos horas después de que el jefe Underbeck regresara al pantano, la carretera adyacente estaba atestada de autos: patrullas de la policía estatal, autos de curiosos locales y camiones del ejército de Camp Evans. A las nueve en punto, más de trescientos soldados, policías y ciudadanos voluntarios, todos armados, entraron en el pantano para iniciar una cuidadosa búsqueda.

Poco antes del anochecer la mayoría había llegado al mar, al otro lado del pantano. Sus esfuerzos no habían logrado nada. Un soldado, al notar ojos feroces que brillaban desde un árbol, había cazado una lechuza, y uno de los policías estatales había hecho sonrojar a un joven gato montés. Alguien más había pisado una víbora y había sido tratado —con éxito— por mordedura de serpiente. Pero no había señales de un monstruo, un vagabundo asesino, ni ninguno de los hombres desaparecidos.

Sin embargo, frente al creciente escepticismo. El jefe Underbeck se mantuvo firme. Señalando que, hasta donde sabían, el asesino había merodeado solo de noche, ordenó que después de un período de descanso y comida de cuatro horas continuara la búsqueda.

Varios helicópteros que habían sobrevolado la zona durante la tarde aterrizaron en la franja de costa, trayendo víveres y suministros. Ante la insistencia del jefe Underbeck, se instalaron barreras en la playa. Se apostaron guardias a lo largo de toda la carretera: se encendieron potentes reflectores. Llegó un blindado del campamento Evans con una ametralladora portátil y varios lanzallamas.

A pesar de la búsqueda infructuosa del día, el jefe Underbeck estaba convencido de que el monstruo todavía acechaba en algún lugar del pantano. Había densos matorrales y tramos de jungla casi infranqueables que ni siquiera trescientos hombres podían recorrer a fondo en un solo día.

A las once de la noche el escenario estaba listo. Las barreras de la playa estaban en su lugar, los guardias estaban en sus estaciones y enormes reflectores, erigidos cerca de la carretera, barrían la lúgubre ciénaga. A las once y cuarto las patrullas nocturnas, compuestas cada una por diez hombres fuertemente armados, atacaron de nuevo el pantano.

Hambrienta, la cosa de horror se levantó del barro en el fondo de un estanque rancio y se elevó hacia la superficie. Desembarcando en la oscuridad, se deslizó rápidamente sobre los matorrales dispersos. La impulsaba, como siempre, un hambre salvaje y enorme.

Aunque la caza en su nuevo entorno había sido buena, su inmenso apetito no conocía apaciguamiento. Cuanto más comida consumía, más parecía necesitar.

Mientras se alejaba, alerta a las diminutas vibraciones que indicaban comida, se dio cuenta de varias emanaciones perturbadoras. Aunque era el momento de la oscuridad en este mundo extraño, la oscuridad en este período habitual de caza era atravesada por el odiado enemigo del monstruo: la luz. Las vibraciones de los alimentos eran más fuertes de lo que jamás había experimentado. Estaban por todos lados, poderosas, decididas, moviéndose en muchas direcciones a través de las capas inferiores de la desconcertante oscuridad hendida por la luz.

Surgiendo del lodo, fluyó hacia arriba por un entramado de troncos nudosos y permaneció inmóvil, mientras gotas de agua turbia rodaban por su superficie reluciente. El aparato sensorial de la cosa le dijo que los enloquecedores rayos de ausencia de oscuridad estaban en todas partes. Incluso mientras colgaba suspendida como una gran alfombra sucia, un terrible roce de luz atravesó la oscuridad circundante y la quemó.

Inmediatamente se soltó y volvió a caer en el lodo con un fuerte plop. Cerca, las vibraciones aumentaron repentinamente en intensidad. Los enloquecedores rayos de luz atravesaron la oscuridad por todos lados. Enloquecida, la cosa se sumergió en el lodo y se propulsó en la dirección opuesta. Pero esto resultó ser sólo un respiro temporal. Las vibraciones redoblaron su intensidad. La oscuridad casi desapareció, hendida y atravesada por ríos de luz.

Por primera vez en su incalculable existencia, la cosa experimentó algo vagamente parecido al miedo. La luz no podía ser arrebatada, exprimida y sofocada hasta la muerte. Era un enemigo extraño contra el cual solo había aprendido una defensa: huir, esconderse. Y ahora que su mundo de oscuridad era desgarrado, el monstruo buscó instintivamente el refugio que le brindaba esa enorme cuna negra de la que había subido. Lanzándose a sí mismo a través del pantano, se dirigió de nuevo al mar.

Las patrullas apostadas a lo largo de la playa, despertadas por el sonido de los disparos y los urgentes gritos de advertencia desde el interior del pantano, se pusieron de pie o se arrodillaron con las armas listas mientras el clamor se acercaba rápidamente al mar. La lúgubre playa de juncos yacía totalmente expuesta a la dura luz de los reflectores.

Las olas avanzaban hacia la orilla, salpicando crestas de espuma en la arena. A la luz de los reflectores, las aguas oscuras brillaban con una iridiscencia aceitosa. Los gritos estridentes aumentaron. Los observadores se tensaron, esperando. Y de repente apareció una forma de pesadilla que congeló a las patrullas costeras.

Una cosa de negrura viscosa, una cosa que no tenía forma esencial, sin rasgos terrenales perceptibles, se precipitó a través de los matorrales espinosos. Era una forma de absoluta oscuridad, una masa, un charco negro y viscoso de cieno vivo que fluía sobre sí mismo, deslizándose hacia adelante a una velocidad increíble.

Algunos de los guardias permanecieron clavados donde estaban, demasiado abrumados por el horror como para apretar los gatillos. Otros rompieron el hechizo y empezaron a disparar. Las balas de media docena de rifles atravesaron al monstruo que corría a toda velocidad por las marismas.

A medida que la cosa se acercaba a las primeras dunas de la playa abierta, los guardias que la habían sacado del pantano irrumpieron en el espacio abierto. Uno de ellos se detuvo, gritando a los guardias de la playa.

—¡Se dirige hacia el mar! ¡Por el amor de Dios, no lo dejen escapar!

Los guardias de la playa redoblaron sus disparos, y de repente se dieron cuenta con una especie de horror enfermizo de que el monstruo aparentemente no había sido afectado por las balas. Sin una sola pausa, rodó a través de la última franja de espadañas y se dejó caer sobre la arena.

Como en una espantosa pesadilla, los guardias lo vieron deslizarse hacia el mar. Sin embargo, un momento después, recordaron la barrera de alambre de púas en la playa que el jefe Underbeck había insistido obstinadamente en que erigieran. Cobrando ánimo, se acercaron, corriendo sobre las dunas hacia el lugar donde el horror negro golpearía el alambre. Alguien a la cabeza gritó con repentino triunfo.

—¡Está atrapado! ¡Está atascado en el alambre!

Los reflectores concentraron franjas de luz en la barrera. La cosa aparentemente se había arrojado contra los alambres retorcidos. Ahora parecía haber sido atrapada irremediablemente; se retorcía, se desplomaba y se convulsionaba como una indescriptible medusa atrapada en la red de un pescador.

Los guardias corrieron hacia adelante, seguros de su victoria. De repente, sin embargo, el guardia a la cabeza gritó una advertencia salvaje:

—¡Se está abriendo paso! ¡Se está escapando!

Bajo el resplandor de la luz vieron con consternación que el monstruo parecía fluir a través del alambre, como una gota de cieno licuado. Más adelante había unos pocos metros de playa y, más allá, ondulantes olas de mar abierto.

Hubo un colectivo grito ahogado de consternación cuando el monstruo, con una rápida sacudida hacia adelante, se coló al otro lado de la barrera. Se inclinó allí brevemente, retorciéndose, como si algunos de sus últimos hilos aún pudieran estar enredados. Mientras se movía para soltarse y precipitarse por las arenas hacia el mar negro, uno de los guardias se lanzó hacia delante hasta que estuvo casi a la altura de la barrera. Deslizándose sobre sus rodillas, apuntó algo a la cosa que escapaba.

Un segundo después, un gran chorro de llamas abrasadoras salió disparado de su arma y estalló en la cosa, ahora humeante, al otro lado del alambre. Un humo negro y aceitoso se elevó en la noche. Un hedor espantoso inundó la playa. Los guardias vieron una masa llameante de horror alejarse a tientas de la barrera. El soldado que apuntó el lanzallamas lo mantuvo firme, sin remordimientos, sin embargo, hubo un espantoso sonido burbujeante y sibilante. Vastas gotas de humo espeso y grasiento se arremolinaban en el aire de la noche. El hedor se volvió casi insoportable.

Cuando el soldado finalmente apagó el lanzallamas, no había nada a la vista excepto los alambres incandescentes de la barrera y una gran mancha de arena ennegrecida. Con razón la cosa de limo había odiado la luz, ya que su principal fuente era el fuego, el último y desconocido enemigo que ni siquiera ella podía arrastrar y devorar.

Joseph Payne Brennan (1918-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Joseph Payne Brennan.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Joseph Payne Brennan: Slime (Slime), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Este excelente relato no podía faltar en el espejo gótico, es la "mancha" de los recuerdos, ja ja. Gracias por publicarlo, muchos saludos.



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