«Conejos blancos»: Leonora Carrington; relato y análisis.


«Conejos blancos»: Leonora Carrington; relato y análisis.




Conejos blancos (White Rabbits) es un relato de terror de la pintora y escritora inglesa Leonora Carrington (1917-2011), escrito en 1941 y publicado originalmente en la edición de septiembre de 1942 de la revista View.

Conejos blancos, posiblemente uno de los mejores cuentos de Leonora Carrington, es un relato surrealista que se encarga de transgredir algunos tabúes difíciles de abordar en el horror tradicional [ver: Casa Tabú: análisis de «Casa Tomada» de Julio Cortázar]. La herramienta que utiliza Leonora Carrington es la apropiada, ya que el Surrealismo [según el Manifiesto surrealista de André Bretón] es «puro automatismo psíquico que pretende expresar la verdadera función del pensamiento, el pensamiento dictado en ausencia de todo control ejercido por la razón y fuera de toda preocupación estética o moral». En otras palabras, el Surrealismo rompe los tabúes, las convenciones, y permite aflorar el pensamiento en estado puro, inconsciente; lo cual le da una textura onírica. De eso se trata Conejos blancos.

En Conejos blancos de Leonora Carrington, la narradora se muda a una casa con poca luz en Nueva York, donde se encuentra con una vecina que lleva un plato de huesos para alimentar a una bandada de cuervos, usando su cabello largo y negro para lavar el plato. En los primeros párrafos la autora ya ha roto varios tabúes: la manipulación de los huesos [no se sabe si son humanos o no] y la dicotomía entre sucio y limpio, encapsulada en el lavado del plato con una parte del cuerpo humano. Esto sugiere que la mujer no sigue las reglas de la sociedad en general y, dependiendo de cómo entiendas estos comportamientos, podrían incluso poner en duda que ella sea un ser humano tal como lo entendemos [ver: Apetito por la Repulsión]

La vecina le pregunta a la narradora [en tono casual] si no le sobra algo de carne podrida. La respuesta es obvia: no. Nadie guarda carne podrida. No obstante, la narradora está intrigada. Decide comprar un poco de carne y dejarla pudrirse en el transcurso de una semana. Cuando finalmente entrega la carne a la vecina en su casa, esta se la da de comer a sus mascotas: un grupo de simpáticos y carnívoros conejos blancos [«que peleaban como lobos por la carne»].

En este punto aparece el esposo de la vecina, Lázaro, molesto porque a la narradora se le ha permitido entrar a la casa. La vecina se defiende, diciendo que no tiene trato con personas desde hace más de veinte años. Acto seguido, le sugiere a la narradora que se quede con ellos, en esa casa, para siempre: «¡En siete años tu piel será como las estrellas, en siete años tendrás la santa enfermedad de la Biblia, la lepra!». Aterrorizada, la narradora huye, incapaz de no mirar atrás. La imagen es inolvidable: la vecina se despide con una mano en el aire mientras sus dedos se van cayendo como «estrellas fugaces».

Las imágenes de Conejos blancos de Leonora Carrington están cargadas de simbolismo. Hay algo particularmente inquietante en la imagen de un grupo de conejos [animales pacíficos y vegetarianos] atiborrándose de carne podrida. Podría haber alguna connotación con Alicia en el País de las Maravillas; de hecho, la narradora evita por poco caer en la madriguera hacia el extraño mundo de sus vecinos leprosos.

Ahora bien, Leonora Carrington no depende exclusivamente de imágenes transgresoras. De hecho, para transgredir algo primero debe presentar un contexto normal; en este caso, el contexto es la mudanza de la narradora a una casa nueva, donde intenta entablar amistad con sus vecinos haciéndoles este pequeño [aunque extraño] favor: conseguirle carne podrida. Es decir que la narradora, hasta aquí, sigue las normas de la cordialidad. Sin embargo, lo «normal» se revela como una construcción artificial, una fachada. Por supuesto, el pedido de la vecina de un pedazo de carne podrida es extraño, pero el acto de pedir amablemente eso que es extraño forma parte de la norma. Recién cuando la vecina invita a la narradora a formar parte de su madriguera se rompe el código de cordialidad y la mujer huye aterrorizada [ver: Lo Siniestro en la ficción: cuando lo familiar se vuelve extraño]

El bestiario interior de Leonora Carrington [más reconocida como pintora que como escritora] parece inagotable, y el modo en que explora ese zoológico personal a través del simbolismo y el análisis jungiano es brillante. Escribió esta historia en 1941. Tenía veinticuatro años y acababa de llegar a Nueva York. La narradora de Conejos blancos pasa por una transición similar hacia la adultez y la independencia, lejos de sus amigos y familiares, sola en una ciudad que puede ser aterradora. No puedo dejar de pensar en la inocente y curiosa Alicia, asaltada por lo extraño bajo la forma de un elegante [y parlante] conejo blanco al que sigue por una madriguera hacia una aventura surrealista. La protagonista de Leonora Carrington está sostenida por la misma fórmula, pero su situación está muy alejada de la infancia idílica de la que huye Alicia. De hecho, no sabemos por qué la narradora ha escapado de Londres, pero encuentra Nueva York decepcionante [«No me había imaginado Nueva York así»]. Nada parecido al País de las Maravillas [ver: ¡No salgas del camino! El Modelo «Caperucita Roja» en el Horror]

En lugar de mirar a través de una madriguera de conejo, la narradora mira a través de las ventanas. Lamentablemente, no hay ningún amigable conejo parlante, sino unos vecinos curiosos. A pesar de que ve a la mujer tirando huesos [y lavando el plato con sus cabellos], accede a buscarle algo de carne podrida. ¿Por qué? Después de todo, las señales de que algo no anda bien son evidentes. ¿Acaso la narradora está dispuesta a omitir estas señales con tal de meterse en la madriguera del conejo? [ver: La atracción por lo Macabro en la ficción]

Cuando la narradora sale se encuentra ante una casa decrépita llena de conejos hambrientos que devoran su carne rancia como lobos. Podemos llevar el simbolismo de los conejos tan lejos como querramos, pero la inferencia obvia es probablemente la correcta en este caso. Si tienes un conejo como mascota, es probable que no te lo comas; es decir, no serías una amenaza para el conejo. Sin embargo, los conejos de los vecinos comen carne, y los propios vecinos se comen a los conejos. Es una imagen discordante, una técnica pictórica traducida al lenguaje. El presagio en esta historia es el equivalente a una composición visual, donde la posición de los conejos es la guía. De hecho, desde el momento en que la narradora entra en la casa toda la historia parece transmutarse de palabras a imágenes. Lo que comienza como una historia moderna sobre una chica que se muda a Nueva York adquiere los tonos de un aterrador cuentos de hadas [ver: Los cuentos de hadas y una Teoría sobre la Imaginación]

El nombre de la calle, Pest Street [«calle plaga»] grita insalubridad. Y hay algo mal con las casas en sí mismas, «de color negro rojizo, como si hubieran sobrevivido misteriosamente del incendio de Londres». El escenario es onírico. En Pest Street «había una reminiscencia de humo que hacía que la visibilidad fuera inquietante y nebulosa», sin embargo, la narradora puede estudiar la casa de enfrente con gran detalle. Estas polaridades emergen una y otra vez a lo largo de Conejos blancos, aceptadas como perfectamente normales. La narradora parece no darse cuenta de que algo anda mal y, por lo tanto, el lector está obligado a luchar para comprender lo que está sucediendo. Esa, creo, es la clave de Conejos blancos de Leonora Carrington. No nos invita a cuestionar su extrañeza, sino que se nos pide que la aceptemos [ver: El placer estético del Horror]

Es difícil no asociar la casa de enfrente con una tumba. Está la dificultad de encontrar la puerta en primer lugar, el tirón de la campana que sale de la mano de la narradora, la puerta que se derrumba [¿Realmente se cae o es una frase poética?]. Y cuando la mujer aparece en las escaleras, «vi que su piel era blanca como la muerte y brillaba como si estuviera salpicada de miles de estrellas diminutas». Es una descripción de... ¿qué? ¿Una condición de la piel? Lázaro es un nombre asociado con los leprosos [y con los muertos redivivos] y no sorprende descubrir que el esposo de la mujer, igualmente afligido y aparentemente ciego, se llama Lázaro. Más tarde, la propia mujer afirma que tienen la «enfermedad sagrada», aunque no parecen sufrir las lesiones típicas. Hasta ahora, a su manera peculiar, Conejos blancos de Leonora Carrington cobra sentido y una enfermedad aterradora se transforma en algo extraño y perverso.

Luego están los conejos blancos y carnívoros. Algo que consideramos lindo, suave y vegetariano, se transforma en una criatura siniestra. La idea de una habitación llena de conejos [carnívoros o no] me resulta particularmente perturbadora porque no es lo que uno espera. En cierto modo, es la más mundana de las imágenes invocadas por Leonora Carrington pero, irónicamente, la que me resulta más difícil de manejar.




Conejos blancos.
White Rabbits, Leonora Carrington (1917-2011)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Ha llegado el momento de contar los hechos que comenzaron en el 40 de Pest Street. Las casas, que eran de color negro rojizo, parecían haber sobrevivido misteriosamente al incendio de Londres. La casa frente a mi ventana, cubierta ocasionalmente por una voluta de enredadera, estaba tan vacía como cualquier residencia repleta de plagas que luego sería lamida por las llamas. Esa no era la forma en que me había imaginado Nueva York.

Hacía tanto calor que me daban palpitaciones cuando me aventuraba a salir a la calle, así que me sentaba y contemplaba la casa de enfrente y, de vez en cuando, me lavaba la cara sudorosa.

La luz nunca fue muy fuerte en Pest Street. Siempre había una reminiscencia del humo que hacía que la visibilidad fuera inquietante y nebulosa; aun así, era posible estudiar la casa de enfrente con cuidado, incluso con precisión; además mis ojos siempre han sido excelentes.

Pasé varios días esperando algún tipo de movimiento, pero no hubo ninguno, y finalmente me desnudé con bastante libertad frente a mi ventana abierta e hice ejercicios de respiración con optimismo en el aire denso de Pest Street. Esto debe haber ennegrecido mis pulmones tanto como las casas.

Una tarde me lavé el cabello y me senté en la diminuta media luna de piedra que servía de balcón para secarlo. Colgué la cabeza entre las rodillas y observé cómo una botella azul chupaba el cadáver seco de una araña entre mis pies. Miré hacia arriba a través de mi cabello lacio y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para ser un avión. Partiéndome el pelo llegué a tiempo para ver un gran cuervo posarse en el balcón de la casa de enfrente. Se sentó en la balaustrada y pareció mirar por la ventana vacía, luego asomó la cabeza debajo del ala, aparentemente en busca de piojos. Unos minutos más tarde, no me sorprendió ver las ventanas dobles abrirse y admitir a una mujer en el balcón: llevaba un plato grande lleno de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido apreciativo, el cuervo saltó y hurgó entre su desagradable comida.

La mujer, que tenía el cabello negro y largo como el cáñamo, limpió el plato, usando su cabello para este propósito.

Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Le devolví la sonrisa y agité una toalla. Esto pareció animarla porque movió la cabeza con coquetería y me hizo un saludo muy elegante al estilo de una reina.

—¿Tienes alguna carne en mal estado que no necesites? —gritó ella.

—¿Algo de qué? —grité de vuelta, preguntándome si mis oídos me habían engañado.

—¿Alguna carne apestosa? Carne podrida...

—No por el momento —respondí, preguntándome si estaba tratando de ser graciosa.

—¿No tendrás nada para el final de la semana? Si es así, te agradecería que me lo trajeras.

Luego dio un paso atrás en la ventana vacía y desapareció. El cuervo se fue volando.

Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne al día siguiente. Lo puse en el balcón sobre un periódico y esperé los acontecimientos. En un tiempo comparativamente corto, el olor era tan fuerte que me vi obligada a realizar mis actividades diarias con un clip en la punta de la nariz; de vez en cuando, bajaba a la calle para respirar.

Hacia el jueves por la noche me di cuenta de que la carne estaba cambiando de color, así que aparté un manojo de moscas azules, la metí en una bolsa y me dirigí a la casa de enfrente. Observé, al bajar las escaleras, que la casera parecía esquivarme. Me tomó algún tiempo encontrar la puerta principal de la casa de enfrente. Resultó estar escondida bajo una cascada de hiedra, dando la impresión de que nadie había estado dentro o fuera de esta casa durante años. La campanilla era de esas antiguas que se tiran y, tirando de ella con más fuerza de lo que pretendía, se me quedó en la mano. Le di un empujón a la puerta y se derrumbó hacia adentro emitiendo un olor espantoso a putrefacción.

La mujer bajó corriendo las escaleras con una antorcha.

—¿Cómo estás? ¿Cómo estás? —murmuró ceremoniosamente, y me sorprendió notar que vestía un antiguo y hermoso vestido de seda verde.

Pero cuando se acercó a mí, vi que su piel era blanca como la muerte y brillaba como si estuviera salpicada de miles de estrellas diminutas.

—¿No es eso amable de tu parte? —continuó, tomándome del brazo con su mano brillante—. ¿No estarán contentos mis pobres conejitos?

Subimos las escaleras y mi compañera caminó con tanto cuidado que pensé que estaba asustada.

El tramo superior se abría a un tocador decorado con muebles barrocos de felpa roja. El suelo estaba lleno de huesos roídos y cráneos de animales.

—Es tan raro que recibamos visitas —sonrió la mujer—, que todos se escabullen a sus rincones.

Lanzó un silbido bajo y, paralizada, vi salir cautelosamente de todos los rincones unos cien conejos blancos como la nieve, con sus grandes ojos rosados, fijos, sin pestañear, enfocados en la mujer.

—Vengan, bonitos. Vengan, bonitos —susurró, metiendo la mano en mi bolsa y sacando un puñado de carne podrida.

Con una sensación de profunda repugnancia retrocedí hasta un rincón y la vi arrojando la carroña entre los conejos que luchaban como lobos por ella.

—Una se encariña mucho con ellos —prosiguió la mujer—. Cada uno tiene sus manías. Te sorprendería lo individuales que son los conejos.

Los conejos en cuestión estaban desgarrando la carne con sus dientes afilados.

—Los comemos, por supuesto, de vez en cuando. Mi esposo hace un guiso muy sabroso todos los sábados por la noche.

Entonces me llamó la atención un movimiento en un rincón y me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Cuando la luz de la antorcha de la mujer le tocó la cara, vi que tenía una piel brillante como oropel en un árbol de Navidad. Estaba vestido con una túnica roja y estaba sentado muy rígido, con el perfil vuelto hacia nosotras.

Parecía ser tan inconsciente de nuestra presencia como un gran conejo macho que estaba sentado masticando un trozo de carne en su rodilla.

La mujer siguió mi mirada y se rio entre dientes:

—Ese es mi esposo, los niños solían llamarlo Lázaro.

Al oír este nombre familiar volvió la cara hacia nosotros y vi que llevaba un vendaje sobre los ojos.

—¿Ethel? —inquirió con una voz más bien delgada—. No recibiré visitas aquí. Sabes muy bien que lo he prohibido terminantemente.

—Laz, no empieces —su voz era lastimera—. No puedes regañarme por tener un poco de compañía. Hace veintitantos años que no veo una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.

Se dio la vuelta y me hizo señas para que me pusiera a su lado.

—Quieres quedarte con nosotros, ¿verdad, querida?

De repente me asaltó el miedo y quise salir y alejarme de esas terribles personas plateadas y los carnívoros conejos blancos.

—Creo que debo irme. Es la hora de la cena.

El hombre de la silla soltó una carcajada estridente, aterrorizando al conejo que tenía sobre las rodillas, que saltó al suelo y desapareció.

La mujer acercó tanto su rostro al mío que su aliento enfermizo pareció anestesiarme.

—¿No quieres quedarte y volverte como nosotros? ¡En siete años tu piel será como las estrellas, en siete años tendrás la santa enfermedad de la Biblia, la lepra!

Tropecé y corrí, ahogándome de horror; una curiosidad impía me hizo mirar por encima del hombro cuando llegué a la puerta principal. La vi agitando la mano sobre la barandilla, y mientras agitaba, sus dedos se cayeron al suelo como estrellas fugaces.

Leonora Carrington (1917-2011)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Leonora Carrington: Conejos blancos (White Rabbits), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

5 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

En algunas circunstancias, los conejos pueden volverse carnívoros, devorando cadáveres de otros animales. Siendo común el canibalismo con sus propias camadas.
Dato que completa lo siniestro del relato.

nito dijo...

ESTO ES MUY BUENO!!!!!!!

nito dijo...

SÓRDIDO!!! Leánlo!

Edna Diaz dijo...

Esto es llama escribir sencillo ,pero efectivo.

Jes-kun dijo...

Ya quisiera tener vecinos así de amistosos 😏



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