«La maldición de la Casa Duryea»: Earl Peirce, Jr.; relato y análisis


«La maldición de la Casa Duryea»: Earl Peirce, Jr.; relato y análisis.




La maldición de la Casa Duryea (Doom of the House of Duryea) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Earl Peirce, Jr. (¿?), publicado originalmente en la edición de octubre de 1936 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 2001: Acólitos de Cthulhu (Acolytes of Cthulhu).

La maldición de la Casa Duryea, posiblemente el mejor cuento de Earl Peirce, Jr., relata la historia de Henry y Arthur Duryea, padre e hijo, quienes se reencuentran después de veinte años para discutir una vieja maldición familiar relacionada con los Vrykolakas, una raza de vampiros que parece propagarse únicamente entre los varones de la casa.

SPOILERS.

El joven Arthur Duryea llega a un hotel para encontrarse con su padre después de veinte años. Ha estado viviendo con su tía Cecilia, quien le ha llenado la cabeza con historias de horror sobre su padre, pero ahora Cecilia está muerta y Arthur ha llegado a creer que sus historias no eran ciertas. Después de todo, «esas cosas horribles eran imposibles, pertenecían a la antigua categoría de la mitología y la tradición». Sin embargo, el padre de Arthur finalmente le revela la verdad que la tía Cecilia solo había comprendido parcialmente.

Padre e hijo se instalan en una cabaña aislada en Maine para pasar un tiempo juntos. Allí, Henry le explica la terrible maldición que pesa sobre los varones de la familia:


[Debes conocer la verdadera base del odio de tu tía. Debes conocer esa maldición del vampirismo que se supone que siguió a los Duryea a lo largo de cinco siglos de historia. Pero debo decirte que esta parte de la leyenda es cierta: Tus dos pequeños hermanos murieron en sus cunas, dejados sin sangre. Fui juzgado en Francia por su asesinato, odiado y excluido de la sociedad en todo el mundo.]


Nunca se encontró otra explicación para la muerte de los dos niños. Si bien Arthur también había estado en la casa esa noche, su habitación estaba cerrada con llave, de modo tal que sobrevivió. Siempre creyó que esa era otra supersticiosa historia de su tía, pero cuando la noche es oscura y afuera de la cabaña se desata una tormenta, las supersticiones se ven bastante diferentes. Arthur se siente tenso, con dolor de cabeza y de garganta; y en ese estado encuentra un extraño libro entre las pertenencias de su padre que cuenta la leyenda de la maldición de los Duryea:


[El Vrykolaka solo se alimenta de la sangre de su propia familia. No posee ninguna de las características del vampiro, siendo generalmente un hombre de apariencia normal, pero no puede actuar de acuerdo con su posesión demoníaca a menos que esté en presencia de un segundo miembro de la misma familia, que actúa como un intermediario entre el hombre y su demonio. Este médium no tiene ninguno de los rasgos del vampiro, pero siente el ser de esta criatura (cuando la metamorfosis está a punto de ocurrir) debido a intensos dolores en la cabeza y la garganta. Cuando están a cierta distancia el uno del otro, la fusión del demonismo inherente se completa y el vampiro está sujeto a sus ataques, exigiendo sangre para su sustento. Ningún miembro de la familia está a salvo en estos momentos, porque los Vrykolakas buscarán infaliblemente la sangre. Este vampiro nace en ciertas familias antiguas, y nada más que la muerte puede destruirlo. No es consciente de su locura de sangre y actúa sólo en un estado psíquico.]


La maldición de la Casa Duryea de Earl Peirce, Jr. no es un cuento lovecraftiano, pero coquetea sigilosamente con los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft; sobre todo por aquello de una antigua maldición familiar y conocimiento secreto extraído de libros prohibidos [ver: Las «familias extrañas» de Lovecraft]

En efecto, entre las lecturas de Arthur Duryea se menciona una obra sin nombre de un tal Ludvig Prinn. Por supuesto, se trata del De Vermis Mysteriis [ver: Reconstruyendo el «De Vermis Mysteriis»], creado un año antes por Robert Bloch en el relato: El vampiro estelar (The Shambler from the Stars). Bloch era, por supuesto, un acólito de Lovecraft. Lo que es menos conocido es que Earl Peirce, Jr. también mantuvo correspondencia con Lovecraft, y además era amigo de Bloch. En el momento en que se publicó La maldición de la Casa Duryea, Peirce vivía en la ciudad natal de Bloch, Milwaukee.

Earl Peirce, Jr. [quien es un verdadero misterio en sí mismo] introduce una gran cantidad de elementos crípticos relacionados al vampirismo. Hace referencia a Enoc, a Nider [autor del Formicarius] y los «terribles dibujos de un antiguo dominico de Roma», referencia que no he logrado descifrar. Impacta la aparición de la palabra INFANTIPHAGI, en este caso asociada a los detestables hábitos alimenticios de los Vrykolakas, quienes aparentemente solo se alimenta de sus hijos. Por otro lado, el uso que Earl Peirce, Jr. hace de los Vrykolakas, una raza de vampiros del folclore griego, es novedoso para la época, y no creo que aparezca en ningún otro relato de aquellos años además de La maldición de la Casa Duryea.

La maldición de la Casa Duryea de Earl Peirce, Jr. no es un gran relato de vampiros, pero sí una historia ingeniosa y ejecutada elegantemente, con un desenlace [narrado con mucha sobriedad] que ya se presagia en las primeras páginas. Es, en definitiva, una historia de vampiros diferente.




La maldición de la Casa Duryea.
Doom of the House of Duryea, Earl Peirce, Jr. (¿?

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Arthur Duryea, un hombre joven y apuesto, se encontró con su padre por primera vez en veinte años. Mientras entraba en el vestíbulo del hotel —con largas y elásticas zancadas—, unos ojos ociosos se alzaron para evaluarlo, porque era una figura impresionante, de alguna manera sombría. El recepcionista levantó la vista con su habitual sonrisa de expectación; y sus dedos se desviaron hacia la pluma estilográfica que estaba en un soporte sobre el escritorio. Arthur Duryea se aclaró la garganta, pero aun así su voz estaba atascada, inestable. Dijo:

—Estoy buscando a mi padre, el doctor Henry Duryea. Entiendo que está registrado aquí. Ha llegado recientemente de París.

El empleado bajó la mirada a una lista de nombres.

—El doctor Duryea está en la suite 600, sexto piso —miró hacia arriba, sus cejas se arquearon inquisitivamente—. ¿Usted también se hospeda aquí, señor Duryea?

Arthur tomó el bolígrafo y garabateó su nombre rápidamente. Sin una palabra más, descuidando incluso obtener su llave y su propio número de habitación, se volvió y caminó hacia los ascensores. No emitió un sonido audible hasta que llegó a la suite de su padre en el sexto piso, y este fue un simple suspiro que salió de sus labios como una oración.

El hombre que abrió la puerta era inusualmente alto. Su esbelta figura vestía de negro ceñido. Apenas se atrevió a sonreír. Su rostro bien afeitado estaba pálido, una blancura casi lívida contra el brillo de sus ojos. Su mandíbula tenía un brillo azulado.

—¡Arthur! —la palabra fue apenas un susurro. Parecía ahogada en silencio, como si se hubiera repetido una y otra vez en sus delgados labios.

Arthur Duryea sintió que la amabilidad de esos ojos lo atravesaban. Se fundieron en un abrazo.

Más tarde, cuando estos dos adultos recobraron su calma exterior, cerraron la puerta y entraron en el salón. El mayor de los Duryea extendió un humidor de puros finos, y su mano temblaba tan fuerte cuando sostenía el fósforo que su hijo se vio obligado a ahuecar sus propias manos alrededor de la llama. Ambos tenían lágrimas en los ojos, pero estaban sonriendo.

Henry Duryea puso una mano sobre el hombro de su hijo.

—Este es el día más feliz de mi vida —dijo—. No sabes cuánto he deseado este momento.

Arthur, evaluando esa mirada, se dio cuenta, con creciente orgullo, que había amado a su padre toda su vida, a pesar de todas las cosas que se habían dicho de él. Se sentó en el borde de una silla.

—Yo… no sé qué decir —confesó—. Me sorprendes, papá. Eres tan diferente de lo que esperaba.

Una nube cubrió las facciones del doctor Duryea.

—¿Qué esperabas, Arthur? —preguntó rápidamente—. ¿Cabeza rapada y papada?

—Por favor, papá, ¡no! —las palabras de Arthur se cortaron en seco—. No creo que alguna vez te haya visualizado realmente. Sabía que serías un hombre espléndido. Pero pensé que te verías más viejo, más como un hombre que realmente ha sufrido.

—He sufrido más de lo que puedo describir. Pero verte de nuevo y la perspectiva de pasar el resto de mi vida contigo ha compensado con creces mis penas. Incluso durante los veinte años que estuvimos separados, encontré una alegría irónica al conocer tu progreso en la universidad y tu juego en el fútbol americano.

—¿Entonces has estado siguiendo mi trabajo?

—Sí, Arthur. He recibido informes mensuales desde que me dejaste. Desde mi estudio en París he estado muy cerca de ti, resolviendo tus problemas como si fueran míos. Y ahora que se cumplen los veinte años, la prohibición que nos mantenía separados se levanta para siempre. A partir de ahora, hijo, seremos los compañeros más cercanos, a menos que tu tía Cecilia haya tenido éxito en su terrible misión.

La mención de ese nombre provocó un escalofrío desconocido entre los dos hombres. Representaba algo, en cada uno de ellos, que corroía sus mentes como una malignidad. Pero para el joven Duryea, en su intenso esfuerzo por olvidar el terrible pasado, su nombre y su locura debían ser olvidados. No deseaba continuar con este tema de conversación porque delataba una debilidad interna que odiaba. Con determinación forzada y un ridículo alzamiento de las cejas, dijo:

—Cecilia está muerta, y su tonta superstición también. De ahora en adelante, papá, vamos a disfrutar de la vida como deberíamos. Lo pasado es realmente pasado en este caso.

El doctor Duryea cerró los ojos lentamente, como si un dolor exquisito lo hubiera atravesado.

—¿Entonces no tienes indignación? —cuestionó—. ¿No tienes nada del odio de tu tía?

—¿Indignación? ¿Odio? —Arthur se rio en voz alta—. Desde que tenía doce años no he creído en las historias de Cecilia. Sabía que esas cosas horribles eran imposibles, que pertenecían a la antigua categoría de la mitología y la tradición. Entonces, ¿cómo puedo indignarme y cómo puedo odiarte? ¿Cómo puedo hacer otra cosa que reconocer a Cecilia por lo que era: una mujer mezquina y frustrada, maldita por un loco rencor contra ti y tu familia? Te digo, papá, que nada de lo que ella haya dicho puede volver a interponerse entre nosotros.

Henry Duryea asintió con la cabeza. Tenía los labios apretados y los músculos de la garganta contuvieron un grito. En ese mismo tono suave de defensa, habló, dudando de las palabras.

—¿Estás tan seguro de tu subconsciente, Arthur? ¿Puedes estar tan seguro de que está libre de toda sospecha, por vaga que sea? ¿No hay una premonición persistente, una premonición que advierte del peligro?

—No, papá, ¡no! —Arthur se puso de pie de un salto—. No lo creo. Nunca lo he creído. Sé, como cualquier hombre en su sano juicio sabría, que no eres ni un vampiro ni un asesino. Tú también lo sabes; y Cecilia lo sabía, solo que estaba loca. Esa podredumbre familiar se ha disipado, padre. Este es un siglo civilizado. Creer en el vampirismo es una locura. ¡Es demasiado absurdo incluso pensar en ello!

—Tienes el entusiasmo de la juventud —dijo su padre con una voz bastante cansada—. ¿Pero no has escuchado la leyenda?

Arthur retrocedió instintivamente. Se humedeció los labios. Era un gesto habitual en él, de otro modo se agrietaban espantosamente.

—¿Leyenda?

Dijo la palabra en un curioso silencio de asombrada suavidad, como había oído decir a su tía Cecilia muchas veces antes.

—Esa horrible leyenda que dice que tú...

—¿Me como a mis hijos?

—¡Oh, Dios, Padre! —Arthur cayó de rodillas cuando un grito estalló en sus labios—. ¡Papá, eso es espantoso! Debemos olvidarnos de los desvaríos de Cecilia.

—¿Estás afectado, entonces? —preguntó el doctor Duryea con amargura.

—¿Afectado? Ciertamente estoy afectado, pero solo como debería estar ante tal acusación. Cecilia estaba loca, te lo digo. Esos libros que me mostró hace años, y esos cuentos populares de vampiros y demonios, ardieron en mi mente infantil como ácido. Me obsesionaron día y noche en mi juventud, y me hicieron odiarte más que a la muerte misma. Pero en el nombre del Cielo, padre, he superado esas cosas. Ahora soy un hombre; ¿entiendes eso? Un hombre, con el sentido de la lógica de un hombre.

—Sí, entiendo.

Henry Duryea arrojó su cigarro a la chimenea y puso una mano sobre el hombro de su hijo.

—Olvidaremos a Cecilia —dijo—. Como te dije en mi carta, he alquilado un albergue en Maine donde podemos pasar solos el resto del verano. Algo de pesca y senderismo, y quizás algo de caza. Pero primero, Arthur, debo estar seguro en mi propia mente de que estás seguro en la tuya. Debo estar seguro de que no me cerrarás la puerta por la noche y dormirás con un revólver cargado. Debo estar seguro de que no tienes miedo de subir allí solo conmigo y morir...

Su voz se cortó abruptamente, como si un pavor de toda la vida se hubiera apoderado de ella. La cara de su hijo estaba encerada, con el sudor brotando como perlas en su frente. No dijo nada, pero sus ojos estaban llenos de preguntas que sus labios no podían expresar con palabras. Su propia mano tocó la de su padre y la apretó.

Henry Duryea retiró la mano.

—Lo siento —dijo, y sus ojos miraron directamente por encima de la cabeza de Arthur—. Esta cosa debe ser eliminada ahora. Te creo cuando dices que desacreditas las historias de Cecilia, pero por un bien mayor que la cordura debo decirte la verdad detrás de la leyenda, y créeme, Arthur; ¡hay una verdad!

Se puso de pie y caminó hacia la ventana que daba a la calle de abajo. Por un momento miró al espacio, en silencio. Luego se volvió y miró a su hijo.

—Solo has escuchado la versión de la leyenda de tu tía, Arthur. Sin duda la transformó en algo mucho más espantoso de lo que realmente es, ¡si es que eso es posible! Sin duda te habló de la estaca inquisitorial en Carcasona, donde murió uno de mis antepasados. También puede haber mencionado ese libro, Vampyrs, que se supone que escribió un antiguo Duryea. Entonces ciertamente te habló de tus dos hermanos menores, mis propios pobres hijos sin madre, que fueron succionados hasta dejarlos sin sangre en sus cunas...

Arthur Duryea se pasó una mano por los ojos doloridos. Aquellas palabras, repetidas tantas veces por aquella tía bruja, suscitaron las mismas visiones que habían desvelado de terror sus noches de infancia. Apenas podía soportar escucharlas de nuevo, y del mismo hombre ante quien estaban acreditados.

—Escucha, Arthur —continuó el mayor de los Duryea rápidamente, su voz baja por el dolor que le producía—. Debes conocer la verdadera causa del odio de tu tía. Debes conocer esa maldición, esa maldición del vampirismo que se supone que siguió a los Duryea a lo largo de cinco siglos de historia francesa, pero que podemos disipar como pura superstición, tan a menudo relacionada con familias antiguas. Pero debo decirte que esta parte de la leyenda es cierta:

»Tus dos hermanos en realidad murieron en sus cunas, sin sangre. Y fui juzgado en Francia por su asesinato, y mi nombre fue manchado en toda Europa con una condenación tan inhumana que te llevó a tu tía y a ti a América, y me ha dejado sin hijos, odiado y excluido de la sociedad en todo el mundo.

»Debo decirte que esa terrible noche en el castillo de Duryea había estado trabajando hasta tarde en los volúmenes históricos de Crespet y Prinn, y en ese detestable tomo, Vampyrs. Debo hablarte del dolor que tenía en la garganta y de la pesadez de la sangre que corría por mis venas... Y de esa presencia, que no era ni humana ni animal, pero que yo sabía que estaba en algún lugar cercano a mí, pero ni dentro del castillo ni fuera de él, y que estaba más cerca de mí que mi corazón y más terrible que el toque de la tumba...

»Estaba en el escritorio de mi biblioteca, mi cabeza dando vueltas en un delirio que me dejó sin sentido hasta el amanecer. Hubo pesadillas que me asustaron, Arthur, a mí, un hombre adulto que había diseccionado innumerables cadáveres en morgues y escuelas de medicina. Sabía que tenía la lengua hinchada en la boca, que la salmuera humedecía mis labios y que una podredumbre invadía mi cuerpo como una fiebre.

»No puedo recordar la cordura ni la conciencia. Esa noche permanece viva, inolvidable, pero de alguna manera completamente en las sombras. Cuando me quedé dormido, si en el nombre de Dios era sueño, estaba desplomado sobre mi escritorio. Pero cuando me desperté por la mañana estaba acostado boca abajo en mi sofá. ¡Verás, Arthur, me había movido durante la noche y nunca lo había sabido! Lo que hice y adónde fui durante esas horas oscuras siempre seguirá siendo un misterio impenetrable. Pero yo sé esto. Al día siguiente me despertaron los chillidos de las doncellas y los mayordomos y el llanto loco de tu tía. Entré a trompicones por la puerta abierta de mi estudio, y en la guardería vi a esos dos bebés allí, sin vida, blancos y secos como momias, y con dos agujeros en el cuello que estaban cubiertos de negro con su propia sangre...

»Oh, no te culpo por tu incredulidad, Arthur. Yo mismo no puedo creerlo todavía, ni lo creeré jamás. Creerlo me llevaría al suicidio; y aún dudar de ello me vuelve loco de horror. Toda Francia dudaba, e incluso los sabios que defendieron mi nombre en el juicio descubrieron que no podían explicarlo ni descreerlo. El caso fue acallado por la República, porque podría haber sacudido la ciencia hasta sus cimientos y dividido los pedestales de la religión y la lógica. Me liberaron del cargo de asesinato; pero el asesinato real se ha apoderado de mí como un hedor.

»Los forenses que examinaron esos diminutos cadáveres y los encontraron secos de toda su sangre, pero no pudieron encontrar sangre en el piso de la guardería ni en las cunas. Algo del infierno acechaba los pasillos de Duryea esa noche, y debería volarme los sesos si me atreviera a pensar profundamente en quién era. Tú también, hijo mío, habrías estado muerto y sin sangre si no hubieras estado durmiendo en una habitación separada con la puerta cerrada por dentro.

»Eras un niño tímido, Arthur. Tenías sólo siete años, pero estabas lleno del folclore de esos lombardos locos y de la poesía decadente de tu tía. Esa misma noche, mientras yo estaba en algún lugar entre el cielo y el infierno, también escuchaste los pasos acolchados en el pasillo de piedra y oíste el tirón de la manija de tu puerta, pues por la mañana te quejabas de un escalofrío y de terribles pesadillas que te asustaron mientras dormías ¡Solo agradezco a Dios que tu puerta estuviera cerrada!

La voz de Henry Duryea se ahogó en un sollozo que le devolvió las lágrimas punzantes a los ojos. Hizo una pausa para limpiarse la cara y hundirse los dedos en la palma.

—Comprende, Arthur, que durante veinte años, bajo mi juramento en el Palacio de Justicia, no pude verte ni escribirte. Veinte años, hijo mío, mientras durante todo ese tiempo habías llegado a odiarme. Hasta la muerte de tu tía no te llamaste a ti mismo un Duryea. Y ahora vienes a mí a y me dices que me amas como un hijo debería amar a su padre. Quizás sea el perdón de Dios. Ahora, por fin, estaremos juntos, y ese pasado terrible e inexplicable quedará enterrado para siempre.

Se guardó el pañuelo en el bolsillo y caminó lentamente hacia su hijo. Se dejó caer sobre una rodilla y sus manos agarraron los brazos de Arthur.

—Hijo mío, no puedo decirte más. Te he dicho la verdad como solo yo la conozco. Puedo ser, según todos los relatos, una creación macabra de Satanás en la tierra. Puedo ser un asesino de niños, un vampiro, algún espécimen de Vrykolaka con enfermedades mórbidas, cosas que la ciencia no puede explicar.

»Quizás la temida leyenda de los Duryea sea cierta. Autiel Duryea fue condenado por asesinar a su hermano de la misma manera monstruosa en el año 1576, y murió en llamas en la hoguera. Francois Duryea, en 1802, se voló la cabeza con un trabuco la mañana después de que su hijo menor fuera encontrado muerto, aparentemente de anemia. Y hay otros, de los que no puedo soportar hablar, que te congelarían el alma si oyeras sus historias.

»Ya ves, Arthur, hay una tradición infernal detrás de nuestra familia. Hay una herencia que ningún Dios en su sano juicio hubiera permitido jamás. El futuro de los Duryea está en ti, porque eres el último. Rezo con todo mi corazón para que la Providencia te permita vivir todos tus años y dejar atrás a tus antepasados. Y si alguna vez vuelvo a sentir esa presencia como la que sentí en el castillo, moriré como murió Francois Duryea, hace más de cien años...

Se puso de pie y su hijo se puso de pie a su lado.

—Si estás dispuesto a olvidar, Arthur, subiremos a ese albergue en Maine. Hay una vida que nunca hemos conocido esperándonos. Debemos encontrar esa vida y la felicidad que un curioso destino nos arrebató en esas tierras lombardas hace veinte años.

La alta estatura de Henry Duryea, junto con la delgadez del cuerpo y la elegancia de sus músculos, le daban una apariencia inusualmente demacrada. Su hijo no pudo evitar pensar en esa palabra mientras se sentaba en el porche rústico del albergue, mirando a su padre tomando el sol en la orilla del lago.

Henry Duryea tenía un aire de bondad en su rostro, casi sublime, que a menudo poseen los grandes profetas. Pero cuando su rostro estaba parcialmente en sombras, particularmente alrededor de su frente, había un tono aterrador en sus rasgos, un tono de lejanía, de misticismo y de conjuro. De alguna manera, en las últimas horas de la noche, asumía el manto inaccesible de un soñador y se sentaba en silencio ante el fuego con la mente siempre distraída en lugares desconocidos.

En esa pequeña cabaña no había electricidad, y el resplandor de las lámparas de aceite jugaba curiosas trampas con la expresión humana. Pudo haber sido el crepúsculo, el parpadeo de las lámparas, pero Arthur Duryea ciertamente había notado cómo los ojos de su padre se habían hundido aún más, y cómo sus mejillas estaban más tensas y el contorno de sus dientes presionaba contra la piel alrededor sus labios.

Se acercaba la puesta del sol en el segundo día de su estadía en Timber Lake. A seis millas de distancia, el camino de tierra serpenteaba hacia Houtlon, cerca de la frontera con Canadá. Así que estaban solos allí, en un pequeño lago solitario rodeado de árboles y un cielo que se inclinaba sobre montañas polvorientas. Dentro de la cabaña había una chimenea y una brillante cabeza de alce que se asomaba por encima de la repisa. Había armas y aparejos de pesca en las paredes, estantes de ficción estadounidense: Mark Twain, Melville, Stockton y una edición gastada de Bret Harte.

Una cocina completamente equipada y una estufa de leña les proporcionaron comidas abundantes que fueron bien recibidas después de un día entero de vagabundeo por el bosque. Esa noche, Henry Duryea preparó un selecto guiso francés con todas las verduras disponibles y una lata de sopa. Comieron bien, luego se tendieron ante el fuego para fumar. Estaban esbozando un viaje a Oriente juntos, cuando la puerta trasera se abrió de golpe con un estruendo terrible, y un viento entró en la cabaña con una frialdad que los heló a ambos.

—Una tormenta —dijo Henry Duryea, poniéndose de pie—. A veces las tienen aquí y son bastante malas. El techo podría gotear sobre tu dormitorio. Quizás te gustaría dormir aquí conmigo.

Sus dedos se desviaron juguetonamente sobre la cabeza de su hijo mientras salía a la cocina para bloquear la puerta batiente.

La habitación de Arthur estaba arriba, al lado de una habitación libre llena de muebles adicionales. La había elegido porque le gustaba la altitud y porque la única otra habitación estaba ocupada. Subió las escaleras rápida y silenciosamente. Su techo no tenía goteras; era absurdo incluso pensar que podría tenerlas. Era su padre de nuevo, sugiriendo que durmieran juntos. Lo había hecho antes, en broma y en susurros, como para desafiarlo.

Arthur bajó las escaleras vestido con su bata de baño y pantuflas. Estaba de pie en el quinto escalón, frotándose la barba de dos días.

—Creo que me afeitaré esta noche —le dijo a su padre—. ¿Puedo usar tu navaja?

Henry Duryea, envuelto en una gabardina negra y con el rostro envuelto en el ala de un sombrero para la lluvia, miró hacia arriba desde el vestíbulo. Un ceño fruncido se deslizó oscuramente de sus rasgos.

—Por supuesto, hijo. ¿Dormirás arriba?

Arthur asintió con la cabeza y rápidamente dijo:

—¿Vas a salir?

—Sí, voy a atar de nuevo los botes. Me temo que el lago puede agitarse esta noche.

Duryea abrió la puerta de un tirón y salió. Esta se cerró de golpe y sus pasos resonaron en el suelo de madera del porche. Arthur bajó lentamente los escalones restantes. Vio la figura de su padre atravesar el rectángulo oscuro de una ventana, vio el destello de un relámpago que imprimió su sombría silueta contra el cristal. Suspiró profundamente, un suspiro que le quemó la garganta; porque le dolía. Luego fue al dormitorio y encontró la navaja a plena vista sobre una mesa de abedul.

Mientras la alcanzaba, su mirada se posó en el bolso Gladstone de su padre, que descansaba a los pies de la cama. Allí había un libro, medio oculto por una camisa de franela gris. Era un libro estrecho, encuadernado en amarillo, extrañamente fuera de lugar.

Frunciendo el ceño, se inclinó y lo sacó del bolso. Le resultó sorprendentemente pesado en las manos y notó un olor a descomposición levemente repugnante que se desprendía de él como un perfume. El título había sido borrado en un indescifrable desgaste de letras doradas. Pero pegada en la portada había una tira de papel blanco en la que estaba escrita a máquina la palabra: INFANTIPHAGI.

Abrió la tapa y recorrió con la mirada la página del título. El libro estaba impreso en un francés antiguo, pero para él era totalmente comprensible. La fecha de publicación era 1580, en Caen. Sin aliento, volvió una segunda página y vio un capítulo titulado Vampiros.

Se dejó caer sobre un codo en la cama. Sus ojos estaban a diez centímetros de esas páginas enmohecidas, sus fosas nasales apestaban con el hedor de ellas. Se saltó largos párrafos de jerga pedante sobre teología, examinó breves relatos de extraños monstruos devoradores de sangre, Vrykolakas y duendes. Leyó sobre Juana de Arco, sobre Ludvig Prinn y murmuró en voz alta los fragmentos latinos de Episcopi. Pasó las páginas en rápida sucesión, sus dedos temblaban por el miedo y sus ojos colgaban pesadamente en sus cuencas.

Vio vagas referencias a Enoch y los terribles dibujos de un antiguo dominico de Roma. Párrafo tras párrafo leyó el testimonio horroroso de Nider sobre personas que murieron chillando en la hoguera; los cánticos de sepultureros, juristas y verdugos. Entonces, inesperadamente, entre todo este vestigio, apareció ante sus ojos el nombre de Autiel Duryea; y dejó de leer como si hubiera sido golpeado de forma invisible. Un trueno aplaudió cerca de la cabaña y sacudió los cristales de las ventanas. El profundo movimiento de las nubes que estallaban resonó sobre el valle. Pero no escuchó nada de eso. Sus ojos estaban fijos en esas dos breves frases que su padre, o alguien, había subrayado en rojo.

«La ejecución, hace cuatro años, de Autiel Duryea, no pone fin a la controversia de los Duryea. Solo el tiempo puede decidir si el demonio ha reclamado a esa familia desde el principio hasta el final.»

Arthur siguió leyendo sobre el juicio de Autiel Duryea ante Veniti, el inquisidor general de Carcasona; leyó, con creciente horror, la evidencia que había enviado a ese desaparecido Duryea a la tumba; la evidencia de un cadáver sin sangre, que había sido el hermano menor de Autiel.

Sin pensar ahora en la tremenda tormenta que se había centrado sobre Timber Lake, haciendo caso omiso del estrépito de las ventanas y el susurro de los pinos en el techo —incluso de su padre que trabajaba en la orilla del lago bajo una lluvia torrencial—, Arthur fijó su mirada en la borrosa impresión de esas páginas, hundiéndose cada vez más en las confusas leyendas de una época oscura.

En la última página del capítulo volvió a ver el nombre de su antepasado, Autiel Duryea. Pasó un dedo tembloroso por las líneas estrechas de las palabras y, cuando terminó de leerlas, rodó de lado en la cama, y de sus labios brotó una oración entre sollozos y murmullos.

—Dios, oh Dios del cielo, protégeme...

Porque había leído:

»Como en el caso de Autiel Duryea, observamos que este espécimen de Vrykolaka solo se alimenta de la sangre de su propia familia. No posee ninguna de las características del vampiro no-muerto, siendo generalmente un hombre vivo de apariencia normal, desprevenido en el demonismo inherente.

»Pero este Vrykolaka no puede actuar de acuerdo con su posesión demoníaca a menos que esté en presencia de un segundo miembro de la misma familia, que actúa como un intermediario entre el hombre y su demonio. Este médium no tiene ninguno de los rasgos del vampiro, pero siente el ser de esta criatura (cuando la metamorfosis está a punto de ocurrir) debido a intensos dolores en la cabeza y la garganta. Tanto el vampiro como el médium experimentan reacciones similares, que incluyen náuseas, visiones nocturnas e inquietud física.

»Cuando estos dos marginados están a cierta distancia el uno del otro, la fusión del demonismo inherente se completa y el vampiro está sujeto a sus ataques, exigiendo sangre para su sustento. Ningún miembro de la familia está a salvo en estos momentos, porque los Vrykolakas, actuando en su verdadera agencia en la tierra, buscarán infaliblemente la sangre. En casos raros, donde otras víctimas no están disponibles, el vampiro incluso tomará la sangre del medio que lo hizo posible.

»Este vampiro nace en ciertas familias antiguas, y nada más que la muerte puede destruirlo. No es consciente de su locura de sangre y actúa sólo en un estado psíquico. El médium, además, desconoce su terrible papel; y cuando estos dos están juntos a pesar de cualquier lapso de años, la fusión es tan violenta que ningún poder conocido en la tierra puede hacerla retroceder.»

La puerta de la cabaña se cerró con un golpe repentino e interrumpido. La cerradura rechinó y los pasos de Henry Duryea resonaron en el suelo de tablas. Arthur se levantó de la cama. Solo tuvo tiempo de arrojar ese libro inquietante en el bolso antes de oír a su padre de pie en la puerta.

—Tú... no te estás afeitando, Arthur.

Las palabras de Duryea, empalmadas con vacilación, fueron apagadas. Miró desde el tablero de la mesa al bolso y a su hijo. No dijo nada por un momento, su mirada era inescrutable. Luego:

—Afuera se desató una gran tormenta.

Arthur se tragó las primeras palabras que le habían salido a la garganta y asintió rápidamente.

—Sí, ¿no es así? Toda una tormenta —se encontró con la mirada de su padre, su rostro ardía—. Yo ... no creo que me afeite, papá. Me duele la cabeza.

Duryea entró rápidamente en la habitación y sujetó los brazos de Arthur.

—¿Qué quieres decir con que te duele la cabeza? ¿Cómo? ¿Tu garganta...?

—¡No! —Arthur se apartó bruscamente— ¡Es ese estofado francés tuyo! ¡Me ha golpeado en el estómago!

Pasó junto a su padre y empezó a subir las escaleras.

—¿El estofado? —Duryea giró sobre sus talones—. Posiblemente. Creo que lo siento yo mismo.

Arthur se detuvo, su rostro repentinamente blanco.

—¿Tú también?

Las palabras fueron apenas audibles. Sus miradas se encontraron como espadas de duelo. Durante diez segundos ninguno de los dos dijo una palabra ni movió un músculo; Arthur, desde las escaleras, mirando hacia abajo; su padre, abajo, mirándolo. En Henry Duryea, la sangre desapareció lentamente de su rostro y dejó un grabado morado en el puente de la nariz y sobre los ojos. Parecía una calavera. Arthur hizo una mueca al verlo y apartó los ojos. Se volvió para subir las escaleras restantes.

—¡Hijo!

Se detuvo de nuevo; su mano apretó la barandilla.

—¿Sí, papá?

Duryea puso el pie en el primer escalón.

—Quiero que cierres tu puerta esta noche. El viento…

—Sí —respiró Arthur, y subió corriendo las escaleras hacia su habitación.

Los pasos huecos del doctor Duryea sonaban en golpes constantes y sin vacilaciones por el suelo de la cabaña. A veces se detenían y el siseo crepitante de una cerilla de azufre ocupaba su lugar, luego tal vez un suspiro distendido y, de nuevo, pasos...

Arthur se agachó ante la puerta abierta de su habitación. Tenía la cabeza ladeada por esos ruidos de abajo. En sus manos había una escopeta de doble cañón. Abajo se oían pasos… pasos… pasos... Luego una pausa, el tintineo de un vaso y el gorgoteo del líquido. El suspiro, pasos…

—Tiene sed —pensó Arthur—. ¡Está sediento!

Afuera, la tormenta se había convertido en furor. Los relámpagos zigzaguearon entre las montañas, llenando el valle con una extraña fosforescencia. Truenos, como tambores, sonaban incesantemente. Dentro de la cabaña, el calor de la chimenea llenaba la atmósfera. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas con llave, las lámparas de aceite brillaban débilmente, emitiendo una luz pálida y anémica.

Henry Duryea caminó hasta el pie de las escaleras y se quedó mirando hacia arriba. Arthur sintió sus movimientos y volvió a meterse en su habitación, con el arma en sus dedos temblorosos.

Entonces sonaron los pasos de Henry Duryea en el primer escalón.

Arthur se dejó caer sobre una rodilla. Cerró el puño contra sus dientes mientras una oración los atravesaba.

Duryea subió un segundo escalón... y otro... y aún uno más.

En el cuarto escalón se detuvo.

—¡Arthur! —su voz cortó el silencio como el chasquido de un látigo—. ¡Arthur! ¿Podrías venir aquí?

—Sí, papá.

Desaliñado, con el cuerpo colgando como una tela, el joven Duryea dio cinco pasos hacia el rellano.

—¡No podemos perder la cabeza! —gritó Henry Duryea—. Mi alma está enferma de pavor. Mañana volveremos a Nueva York. Voy a conseguir el primer barco a mar abierto... Por favor, ven aquí.

Se dio la vuelta y bajó las escaleras hasta su habitación.

Arthur contuvo las palabras que se habían acumulado en su boca. Medio aturdido, siguió...

En el dormitorio vio a su padre tendido boca arriba a lo largo de la cama, y un montón de cuerda a sus pies.

—Átame a los postes de la cama, Arthur —fue la orden—. Manos y pies.

Arthur se quedó boquiabierto.

—¡Haz lo que te digo!

—Papá, ¿para qué...?

—¡No seas tonto! ¡Leíste ese libro! ¡Sabes qué relación tienes conmigo! Siempre había esperado que fuera Cecilia, pero ahora sé que eres tú. Debería haberlo sabido esa noche hace veinte años cuando te quejaste de un dolor de cabeza y pesadillas. Rápido, mi cabeza se balancea de dolor. ¡Átame!

Sin palabras, su propio dolor lo atravesó con agonía, Arthur se dedicó a esa espantosa tarea. Ató ambas manos, y ambos pies... los ató tan firmemente a los postes de hierro que su padre no pudo levantarse ni un centímetro de la cama.

Luego apagó las lámparas y sin mirar volvió a subir las escaleras a su habitación. Cerró la puerta detrás de él.

Miró una vez la recámara de su arma y la apoyó en una silla junto a su cama. Se quitó la bata y las pantuflas y, a los cinco minutos, perdió el sentido en el sueño.

Durmió hasta tarde, y cuando despertó sus músculos estaban rígidos como tablas, y las visiones persistentes de una pesadilla se aferraron a sus ojos. Se abrió camino fuera de la cama y se quedó aturdido en el suelo.

Un pulso sordo y entumecedor circuló por su cabeza. Se sentía hinchado... áspero y lleno de mocos. Tenía la boca seca, las encías doloridas y ardorosas.

Apretó las manos mientras se lanzaba hacia la puerta.

—Papá —gritó, y sintió que el grito se le rompía en la garganta.

La luz del sol se filtraba por la ventana en lo alto de las escaleras. El aire estaba caliente y seco, y llevaba un suave olor a descomposición.

Arthur, de repente, retrocedió ante ese olor con un grito ahogado de espantoso miedo. Porque lo reconoció: ese hedor, la pesadez de su sangre, la crudeza de su lengua y encías... Parecía que se elevaba como un espíritu en su memoria. Todas estas cosas las había conocido y sentido antes.

Se apoyó en la barandilla y medio resbaló, medio tropezó escaleras abajo...

Su padre había muerto durante la noche. Yacía como una figura de cera atada a su cama.

Arthur se quedó mudo a los pies de la cama por sólo unos segundos; luego volvió a subir a su habitación. Casi de inmediato vació los dos cañones de la escopeta en su cabeza.

La tragedia en Timber Lake se descubrió accidentalmente tres días después. Un grupo de pescadores, al encontrar los dos cuerpos, notificó a las autoridades estatales y se inició una investigación.

Arthur Duryea, sin duda, había encontrado la muerte en sus propias manos. El estado de sus heridas, y la forma en que sostenía el arma letal, hicieron desaparecer de inmediato la sospecha de un posible asesinato. Pero la muerte del doctor Henry Duryea enfrentó a la policía con un misterio inexplicable; porque su cuerpo amarrado, ileso excepto por dos agujeros dentados sobre la vena yugular, había sido drenado de toda su sangre.

El protocolo de autopsia de Henry Duryea atribuyó la muerte a «causas indeterminadas», y no fue hasta que los periódicos amarillistas comenzaron una investigación sobre la historia familiar de Duryea que se ofreció al público las más increíbles y fantásticas explicaciones. Evidentemente, ese debate se llevó a cabo con desprecio popular; sin embargo, en vista de la controvertida guerra que siguió, las autoridades consideraron oportuno enviar a ambos Duryea al crematorio...

Earl Peirce, Jr. (¿?)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de vampiros.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Earl Peirce, Jr.: La maldición de la Casa Duryea (Doom of the House of Duryea), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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