«Jumbee»: Henry S. Whitehead; relato y análisis.
Jumbee (Jumbee) es un relato de terror del escritor norteamericano Henry S. Whitehead (1882-1932), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1926 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1944: Jumbee y otros relatos de vudú (Jumbee and Other Uncanny Tales).
Jumbee, uno de los mejores cuentos de Henry S. Whitehead, relata la historia del señor Da Silva, un aristócrata de las Indias Occidentales, quien tiene un inquietante encuentro con un Jumbee, un espíritu de aspecto cadavérico sobre el cual se construirían las leyendas de Zombis (ver: Zombis: la clase baja en la sociedad de los monstruos)
SPOILERS.
Henry S. Whitehead fue un respetado amigo de H.P. Lovecraft. Antes de mudarse a Florida, donde Lovecraft lo visitó una vez, trabajó como diácono episcopal, sirviendo en una parroquia en las Islas Vírgenes. Varias de sus historias se desarrollan en ese lugar y, por lo general, involucran encuentros con las tradiciones de la cultura vudú. Jumbee es uno de los ejemplos más acabados de esa fascinación por el vudú (ver: Los mejores relatos de zombis)
En Jumbee, un hombre llamado Granville Lee consulta a un tal Jaffray Da Silva sobre las leyendas de la isla y sus prácticas mágicas. En particular, quiere aprender más sobre los Jumbees; esenciamente los espíritus de personas malignas que continúan con haciendo el mal después de la muerte. Granville Lee ha llegado a St. Croix para pasar el invierno, con la esperanza de recuperarse de la exposición al gas mostaza durante la Gran Guerra.
Da Silva se compromete contarle todo lo que sabe sobre los Jumbees y, acto seguido, narra la historia de los extraños acontecimientos que rodearon la muerte de su amigo, Hilmar Iversen. Al parecer, Da Silva e Iversen habían hecho un pacto: el primero en morir intentaría comunicarse con el otro. El resto de la narración revela las misteriosas implicaciones de aquel pacto, y es embellecida con la aparición del Jumbee, una entidad que parece tener numerosas versiones, entre ellas, una variedad local del hombre lobo.
En este contexto, Henry S. Whitehead utiliza al narrador para demostrar su conocimiento y afecto por el sistema local de creencias sobrenaturales. Estas son descritas con cariño por el autor, tal es así que resulta curioso que no haya un personaje escéptico en la historia. Tanto Da Silva como su entusiasta oyente, el señor Lee, dan por sentado que todo lo que dice sobre los Jumbees es cierto y fácilmente observable.
La descripción que Henry S. Whitehead hace de su narrador, Jaffray Da Silva, es interesante. Al principio de la historia, educa al lector con esta notable explicación de la valoración racial:
El señor Jaffray Da Silva era un octavo africano. Por lo tanto, según el uso de la isla, era «de color», que es tan diferente de ser «negro» en las Indias Occidentales como cualquier cosa que pueda imaginarse. El señor Da Silva había sido educado a la manera de Europa continental. Cada una de sus palabras y acciones reflejaba la cortesía impecable de sus antepasados europeos. Según todos los derechos y costumbres de la sociedad antillana, el señor Da Silva era un caballero de color, y su estatus social era claro y definido.
Un poco más adelante en Jumbee, Henry S. Whitehead ofrece esta descripción de la interacción entre el señor Lee, un caballero sureño de Virginia, y Da Silva:
—Por favor, continúe, señor —instó el señor Lee, y estaba bastante inconsciente de que acababa de usar una palabra que, en su sur natal, está reservada para los caballeros de pura sangre caucásica.
Henry S. Whitehead hace que un hombre de ascendencia africana cuente su historia (Da Silva es el experto aquí), mientras analiza cuidadosamente su herencia racial. Por otro lado, el eje del argumento es el cumplimiento de un pacto entre Da Silva y un amigo blanco, historia que es narrada a un sureño que se dirige al nativo Da Silva como «señor». Los lectores modernos pueden sentir un ligero estremecimiento ante el prejuicio casual implícito en el relato, y también extrañarse ante la categorización de seres humanos en grados de «octavos» de un tipo de sangre. Es un pálido consuelo para aquellos que sufrieron la opresión a causa de estos prejuicios pero, en comparación, Henry S. Whitehead está siendo todo lo abierto que podía ser un relato pulp de 1926.
A diferencia de H.P. Lovecraft, cuyo prejuicio racial y étnico era irracional, Henry S. Whitehead exhibe un racismo más moderado, más consciente de sí mismo, y por lo tanto más sensible a los matices y paradojas de las relaciones entre los anglosajones y las personas de ascendencia africana. Esto todavía está muy lejos de la igualdad de derechos, pero Jumbee sugiere el comienzo de un cambio de actitudes hacia mediados de la década de 1920.
Los relatos de Henry S. Whitehead en general son ingeniosos, carecen de una prosa abultada, y su estructura narrativa, en comparación con otros autores del pulp, es claramente superior a la media. Jumbee no solo es uno de los primeros relatos de vudú de Whitehead, sino uno de los primeros cuentos de zombis basados rigurosamente en leyendas locales.
El Jumbee es un espíritu legendario que está presente en el folclore de casi todos los países del Caribe. Es un término genérico que da nombre una amplia variedad de entidades malévolas. El concepto principal aquí es que las personas que han sido malvadas están destinadas a convertirse en Jumbees, es decir, instrumentos del mal en la muerte. Son seres bastante limitados intelectualmente, tal es así que una de las formas para ahuyentarlos es dejar un par de zapatos en la puerta de las casas. El Jumbee no tiene pies, y se cree que pasará toda la noche tratando en vano de ponerse los zapatos (ver: La biología de los Monstruos)
Jumbee.
Jumbee, Henry S. Whitehead (1882-1932)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
R. Granville Lee, de Virginia, salió de la guerra con un pulmón atrofiado y quemado por el gas mostaza. Su médico le recomendó pasar el invierno en el clima de las islas del archipiélago antillano. Eligió una de las islas americanas, St. Croix, la antigua Santa Cruz —Isla de la Santa Cruz— nombrada por el mismo Colón en su segundo viaje.
Fue una suerte para Jaffray Da Silva que el señor Lee finalmente buscara información sobre la magia local; información que, después de una residencia de dos meses, acompañada de una notable mejoría en su salud general, había llegado a considerar como imperativa, a partir de los agudos atisbos que había recibido de su persistencia en la isla.
El contacto con las costumbres locales también había embotado suficientemente sus sensibilidades heredadas como para que se sintiera casi cómodo, mientras se sentaba con el señor Da Silva en la fresca galería de la hermosa casa de ese caballero, a la sombra de cuarenta años de buganvillas. Era el período de charlas, entre las 5 en punto y la hora de la cena. Una jarra de cristal de espumoso ron estaba sobre la mesa entre ellos.
—Pero dígame, señor Da Silva —instó, mientras absorbía su segundo vaso de refrescante brebaje—, ¿alguna vez, en realidad, se ha enfrentado a un Jumbee? ¿Alguna vez ha visto uno? ¡Dice, francamente, que cree en ellos!
Esta no fue la primera pregunta sobre Jumbees que el señor Lee hizo. Había consultado a los jardineros; había hablado del asunto tenderos inteligentes y de color en la ciudad, e incluso en Christiansted, la otra ciudad más grande de St. Croix en el lado norte de la isla. Incluso había mencionado el asunto a uno o dos jornaleros negros como el carbón; porque había estado en la isla el tiempo suficiente para empezar a comprender, un poco, la extraña jerga del habla que Lafcadio Hearn, cuando visitó St. Croix muchos años antes, no había reconocido como «inglés».
Hubo marcadas diferencias en lo que le dijeron. Los plantadores y tenderos habían sonreído, aunque con distintos grados de intensidad, y habían respondido que los daneses habían inventado a los Jumbees para mantener a los trabajadores de la finca en el interior después del anochecer, asegurándoles así una noche de sueño adecuada y minimizando las depredaciones sobre los cultivos en crecimiento. Los trabajadores a los que había preguntado habían puesto los ojos en blanco un poco, pero, al ser la luz del día en el momento de las averiguaciones, habían roto su impasible gravedad con sonrisas y procuraron impresionar al señor Lee con su elevado desprecio por las creencias de sus compañeros negros, y con la seguridad de que el Jumbee es un producto de la imaginación.
Sin embargo, el señor Lee no quedó satisfecho. Había algo aquí que parecía estar escapándose, algo extremadamente interesante, que de algún modo le recordaba otros cuentos similares de su propia infancia en Virginia.
Una vez, también, había estado leyendo un libro sobre Martinica y Guadalupe, esas antiguas joyas de la corona, y no había leído mucho antes de conocer la palabra Zombi. Después de eso, supo, al menos, que los daneses no habían inventado al Jumbee. Se enteró, aunque vagamente, de que Sven Garik, que hacía mucho tiempo que había regresado a su hogar en Suecia, y Garrity, uno de los plantadores más pequeños que ahora hay en la isla, eran lobos. La licantropía, la metamorfosis animal, al parecer, formaba parte de esta extraña textura de la creencia local.
El señor Jaffray Da Silva era un octavo africano. Por lo tanto, según el uso de la isla, era «de color», que es tan diferente de ser «negro» en las Indias Occidentales como cualquier cosa que pueda imaginarse. El señor Da Silva había sido educado a la manera de Europa continental. En cada una de sus palabras y acciones reflejaba la cortesía impecable de sus antepasados europeos. Según todos los derechos y costumbres de la sociedad antillana, el señor Da Silva era un caballero de color, y su estatus social era claro y definido.
Estas islas están pobladas en gran parte por personas como el señor Da Silva. A pesar de la diferencia en su estatus de lo que sería en América del Norte, en las islas tiene sus ventajas. Para la mente de las Indias Occidentales, un hombre cuya herencia se deriva en siete octavos de la nobleza, como si no tuviera escudos de armas auténticos, tiene derecho a ser tratado en consecuencia. Es por eso que los muchos empleados del señor Da Silva, y todos los que lo conocieron, lo trataban con deferencia, se dirigían a él como «señor» y se quitaban el sombrero de manera continental cuando se reunían. Saludos que, por supuesto, el señor Da Silva regresaba invariablemente, incluso al más humilde, que es una de las marcas de un caballero en cualquier lugar.
Jaffray Da Silva movió una pierna delgada, envuelta en un impecable pantalón blanco, colocándola sobre la otra, y encendió un cigarrillo.
—Hasta mis amigos me burlan por eso, señor Lee —respondió con una sonrisa tolerante, que iluminó por un instante su rostro melancólico—. Se ríen de mí más o menos porque admito que creo en Jumbees. Es posible que todas las personas con una pequeña cantidad de sangre africana posean esa veta de creencia en la magia y cosas por el estilo. ¡Sin embargo, parece que tengo una aptitud peculiar para ello! Es una cuestión de experiencia, para mí, señor, y mis amigos son libres de reírse si lo desean. La mayoría de ellos... bueno, quizás no admiten sus creencias tan libremente como yo.
El señor Lee tomó otro sorbo. Había escuchado lo difícil que era lograr que Jaffray Da Silva hablara de sus experiencias, y sospechaba que bajo la cortesía de su anfitrión se encontraba ese orgullo austero que resiente cualquier cosa que se parezca al ridículo, a pesar de la sonrisa tolerante.
—Por favor, continúe, señor —instó el señor Lee, y estaba bastante inconsciente de que acababa de usar una palabra que, en su sur natal, está reservada para los caballeros de pura sangre caucásica.
—Cuando era joven —comenzó el señor Da Silva—, alrededor de 1894, había un amigo mío llamado Hilmar Iversen, un danés que vivía aquí en la ciudad, cerca de la Iglesia Morava en lo que la gente llama Poun Out Hill. Iversen tenía un puesto en el gobierno, un trabajo de secretario y su oficina estaba en el puerto. De camino a casa, solía detenerse aquí casi todas las tardes para charlar. Éramos amigos, buenos amigos. Entonces era un hombre de poco más de cincuenta años, muy corpulento y, como muchos de esa complexión, sufría de infartos.
»Una noche vino un chico a buscarme. Eran las 11 en punto, y estaba colocando el mosquitero en mi cama, listo para acostarme. Todos los sirvientes se habían ido, así que fui a la puerta yo mismo, en camisa y pantalones, y llevando una lámpara, para ver quién era… mejor dicho, sabía perfectamente bien qué era, ¡un mensajero que me avisaría que Iversen estaba muerto!
El señor Lee se sentó repentinamente erguido.
—¿Cómo pudo saber eso? —preguntó, con los ojos muy abiertos.
El señor Da Silva tiró los restos de su cigarrillo.
—A veces sé cosas así —respondió, lentamente—. En este caso, Iversen y yo habíamos sido amigos cercanos durante años. Habíamos hablado mucho sobre magia y ese tipo de cosas, poderes ocultos, manifestaciones. Es un tema muy general aquí, como habrá visto. Oiría más sobre esto si continuara viviendo aquí y se adaptara a los caminos de la isla. De hecho, señor Lee, Iversen y yo habíamos hecho un pacto juntos. El que partiese primero intentaría advertir al otro. Verá, señor Lee, había recibido la advertencia de Iversen menos de una hora antes.
»Estuve sentado aquí en la galería hasta las 10 en punto más o menos. Estaba en esa misma silla que está usted ocupando. Iversen había estado sufriendo un infarto. Había ido a verlo esa tarde. Tenía el mismo aspecto que siempre cuando se estaba recuperando de un ataque. De hecho, tenía la intención de regresar a su oficina a la mañana siguiente. Ninguno de los dos, estoy seguro, había pensado en la posibilidad de un hechizo repentino. Ni siquiera nos habíamos referido a nuestro acuerdo.
»Eran alrededor de las 10, como dije, cuando de repente escuché a Iversen cruzar el patio de abajo, por ese camino de grava. Al parecer, había atravesado la puerta del Kongcnsgade —la King Street, como la llaman hoy en día— y pude oír con toda claridad sus pasos pesados. Tenía una leve cojera: plod-plod - plod-plod; el viejo Iversen estaba ahí, no había duda de su paso. Esa noche no hubo luna. La mitad de una luna menguante debía aparecer una hora y media más tarde, pero en ese momento estaba prácticamente a oscuras en el jardín.
»Me levanté de mi silla y caminé hasta lo alto de los escalones. A decir verdad, señor Lee, tengo una especie de aptitud para ese tipo de cosas. ¿Cómo lo expresaré? Tuve la idea, desde algún lugar dentro de mí, de que era Iversen tratando de cumplir nuestro acuerdo. Mi instinto me aseguró que acababa de morir. No puedo decirle cómo lo supe, pero tal fue el caso, señor Lee.
»Así que esperé, justo detrás de usted, en lo alto de los escalones. Las pisadas llegaban de manera constante. Al pie de los escalones, a la sombra de los hibiscos, estaba un poco menos negro que al final del camino. También había una tenue iluminación de una lámpara dentro de la casa. Sabía que si fuera el mismo Iversen, podría verlo cuando los pasos salieran de la sombra profunda de los arbustos. No hablé.
»Las pisadas vinieron hacia ese punto y lo pasaron. Agucé la vista a través de la penumbra y no pude ver nada. Entonces supe, señor Lee, Iversen había muerto y estaba cumpliendo su acuerdo.
»Regresé aquí, me senté en mi silla y esperé. Las pisadas empezaron a subir los escalones. Llegaron por el suelo de la galería, directamente hacia mí. Se detuvieron aquí, señor Lee, justo a mi lado. Podía sentir a Iversen parado aquí, señor Lee —el señor Da Silva señaló el suelo con su mano delgada y elegante—. De repente, en un silencio mortal, pude sentir que mi cabello se erizaba. Los escalofríos comenzaron a correr por mi espalda y empecé a temblar como un hombre con fiebre.
»Dije: ¡Iversen, lo entiendo! Iversen, ¡tengo miedo! Mis dientes castañeteaban, señor Lee. Le dije: Iversen, ¡vete! Has mantenido el acuerdo. Lo siento, pero tengo miedo, Iversen. No es un miedo ordinario. Mi intelecto está bien, Iversen, pero soy presa del pánico, así que, por favor, vete, amigo mío.
»Había habido un silencio, señor Lee, como dije antes de que comenzara a hablar con Iversen, porque los pasos se habían detenido aquí a mi lado. Pero cuando dije eso, y le pedí a mi amigo que fuera, sentí que se fue de inmediato, ¡y supe que había entendido lo que quería decir! De repente, señor Lee, fue como si nunca hubiera habido pasos, si comprende lo que quiero decir. Es difícil de expresar con palabras. Me atrevería a decir que si yo hubiera sido uno de los trabajadores, habría estado a medio camino de Christiansted a través de las propiedades, señor Lee, pero no estaba tan asustado como para no poder mantenerme firme.
»Después de que me recuperé un poco, y mi cuero cabelludo dejó de erizarse y los escalofríos ya no corrían por mi columna vertebral, me levanté y me sentí extremadamente cansado, señor Lee. Agotado. Entré en la casa y bebí un buen trago de brandy francés, y luego me sentí mejor, más como yo. Tomé mi linterna, la encendí y bajé por el sendero hasta la puerta que conducía al Kongensgade. Había algo que deseaba ver ahí abajo, al final del jardín. Quería ver si la puerta estaba cerrada, señor Lee. Lo estaba.
»Esa grapa de hierro enorme estaba en su lugar. Se ha utilizado para cerrar esa puerta vieja desde algún tiempo en el siglo XVIII, me imagino. No había supuesto que nadie hubiera abierto la puerta, señor Lee, pero ahora lo sabía. No había huellas en la grava. Miré con atención. Las marcas de la escoba donde el criado había barrido el camino cuando regresaba de cerrar la puerta no fueron perturbadas.
»Estaba satisfecho y ya ni siquiera un poco asustado. Regresé aquí, me senté y pensé en mi larga amistad con el viejo Iversen. Me sentí muy triste al saber que no volvería a verlo con vida. Nunca volvería a detenerse aquí por las tardes para charlar. Alrededor de las 11 en punto entré en la casa y me estaba preparando para acostarme cuando llegaron los golpes en la puerta principal. Verá, señor Lee, supe de inmediato lo que significaba.
»Fui a la puerta en camisa, pantalones y calcetines, llevando una lámpara. En esos días no teníamos luz eléctrica. En la puerta estaba el criado de Iversen, un joven de unos dieciocho años. Estaba medio dormido y muy alterado.
»—¿Qué pasa, amigo? —le pregunté al chico.
»—La señora Iversen me envió, señor, por favor venga a la casa. El señor Iversen murió, señor.
»—¿A qué hora?
»—No lo sé, señor; tal vez hace una hora. La señora vino a despertarme y me envió aquí.
»Me puse los zapatos de nuevo, y el resto de mi ropa, y tomé uno de esos bastones ágiles, de parra, algo útil en una noche oscura, y partí con el chico hacia la casa de Iversen.
»Cuando llegamos casi a la Iglesia Morava, vi algo más adelante, cerca del borde de la carretera. Eran alrededor de las 11:15 y las calles estaban desiertas. Lo que vi me dio curiosidad. Hice una pausa y le dije al chico que se adelantara y le dijera a la señora Iversen que estaría allí en breve. El chico empezó a trotar adelante. Estaba completamente oscuro, señor Lee, pero el muchacho pasó por alto lo que vi, creo que sin notarlo. Se desvió un poco y creo que quizás aceleró un poco el paso justo en ese punto, pero eso fue todo.
—¿Qué era? —preguntó el señor Lee, interrumpiendo.
Estaba sin aliento. Su pulmón izquierdo aún estaba lejos de estar curado.
—Los Jumbees Colgados —respondió el señor Da Silva, en su tono habitual—. ¡Sí! Allí, al lado de la carretera, había tres Jumbees. Hay una referencia a eso en La historia de Stewart McCann. Quizás te hayas encontrado con eso, ¿eh?
El señor Lee asintió y el señor Da Silva citó:
—Allí colgaron, aunque ningún peldaño de escalera sostenía sus pies colgantes. Y hay otra línea en La historia —continuó sonriendo—, que describe un grupo típico de Jumbees Colgados: doncella, hijo varón y arpía.
»Bueno, estaban los tres Jumbees habituales, aparentemente flotando en el aire. Pude distinguir a un niño de unos doce años, una niña y una anciana arrugada, lo que el autor de La historia de Stewart McCann quiso decir con arpía. ¡Licencia poética! El Jumbee Colgado no tiene pies. Es una de sus peculiaridades. Sus piernas se detienen en los tobillos. Tienen patas anormalmente largas y delgadas: patas africanas. Siempre son negros, sabes. Sus pies, si los tienen, siempre están ocultos en una especie de niebla que se extiende por el suelo dondequiera que se los ve. Se mueven y tejen, como lo hace un africano de pura cepa: parados sobre un pie y descansando el otro (ya lo habrás notado, por supuesto) o rascándose el tobillo de apoyo con los dedos del otro pie. No se balancean en el sentido de que parecen estar colgados de una cuerda; eso no es lo que significa; no dan vueltas.
»Seguí andando, despacio, y los pasé; y me siguieron con la mirada. Estoy acostumbrado a eso.
»Subí los escalones de la casa hasta la galería delantera y encontré a la señora Iversen esperándome junto a su hermana. Me quedé sentado con ellos durante la mayor parte de una hora. Luego llegaron dos ancianas negras que habían sido enviadas al campo. Se trataba de dos ancianas que estaban acostumbradas a preparar a los muertos para el entierro. Luego convencí a las damas de que se retiraran y comencé a regresar a casa yo mismo.
»Era poco más de medianoche, quizás las 12:13. Tomé mi sombrero de dos o tres que colgaban del perchero, mi bastón, y salí por la puerta a la pequeña galería de piedra en la parte superior de las escaleras.
»Hay unos doce o trece escalones desde la galería hasta la calle. Cuando comencé a bajar, noté a una tercera anciana negra sentada, acurrucada en el último escalón, de espaldas a mí. Pensé de inmediato que debía de ser una vieja bruja que vivía con las otras dos, las que preparaban el cadáver. Me imaginé que había tenido miedo de quedarse sola en su cabaña, y por eso las había acompañado al pueblo. Son como niños, ya sabes, de alguna manera, y que, sintiéndose demasiado humilde para entrar a la casa, se había sentado a esperar en el escalón y se había quedado dormida.
»Has escuchado sus proverbios, ¿no es así? Hay uno que se ajusta exactamente a esta situación: ¡La cucaracha no usa botas cuando se arrastra en el gallinero! Significa: ¡Sé muy reservado cuando estés en presencia de tus superiores!. Pintoresco, más bien. ¡Pobres almas!
»Comencé a bajar los escalones hacia la anciana. Esa escasa media luna se había elevado mientras yo estaba sentado con las damas y, a su luz, todo estaba bastante definido. Podría ver a esa anciana tan claramente como puedo verlo ahora, señor Lee. De hecho, mientras bajaba las escaleras miraba directamente a la pobre criatura y buscaba a tientas en el bolsillo algunas monedas de cobre para ella. ¡Tabaco y azúcar!, como dicen. De hecho, me preguntaba por qué no se había puesto de pie en ese momento y estaba haciendo una de sus extrañas pequeñas reverencias. Parecía que esta anciana debía haber caído en un sueño muy profundo, porque no se había movido en absoluto, aunque normalmente me habría escuchado, porque la noche estaba mortalmente quieta, y su oído es extraordinariamente agudo, como el de un gato o de un perro.
»Recuerdo que la fragancia de las flores de la señora Iversen, en macetas sobre la barandilla de la galería, se derramaba en un arroyo esa noche, saludando a la luna. Era casi abrumador.
»Justo cuando estaba poniendo mi pie en el quinto escalón, llegó una pequeña ráfaga de brisa fresca desde algún lugar de las colinas detrás de la casa de Iversen. Susurró sobre las hojas secas de una palmera que crecía junto a los escalones. Giré mi cabeza en esa dirección por un instante.
»Señor Lee, cuando miré hacia atrás, esa viejecita negra que había estado acurrucada allí en el escalón más bajo, aparentemente dormida, se había ido. Ella había desaparecido por completo y, el señor Lee, un perrito blanco, del tamaño de un caniche francés, subía los escalones hacia mí. Con cada salto, un paso tras otro, el perro aumentaba de tamaño. Parecía hincharse ante mis propios ojos.
»Entonces me sentí realmente asustado. Sabía que si ese animal me llegaba a tocar significaba la muerte, señor Lee, una muerte absoluta y segura. La viejecita era un brillo, por supuesto. Ya conoces la licantropía, la transformación del hombre en lobo, por supuesto. Bueno, esta era una de nuestras variedades. No sé cómo podría llamarla. Canicantropía, tal vez. No lo sé, señor Lee, pero la anciana era un hombre-perro.
»Por supuesto, no tuve tiempo para pensar, solo para usar mi instinto. Balanceé mi bastón con todas mis fuerzas y lo dejé caer directamente sobre la cabeza de esa bestia. Estaba solo un paso debajo de mí, entonces, pude ver que la tenue luz de la luna brillaba sobre su boca. Entonces, me pareció que era del tamaño de un perro mediano, casi del tamaño de un lobo, señor Lee, pero de un pelaje blanco mortal.
»Estaba desesperado y la fuerza con la que golpeé me hizo perder el equilibrio. No me caí, pero necesité un momento para recuperar el equilibrio. Cuando volví a sentir mis pies, miré a mi alrededor, frenéticamente, por todos lados, en busca del perro. Pero también, el señor Lee, a la anciana que había desaparecido por completo. Después de aquella experiencia miré por todos lados, como bien se puede imaginar, a la clara y tenue luz de la luna. En varios metros al pie de los escalones, no había ningún lugar, ni siquiera un pequeño rincón, donde el perro o la anciana pudieran haberse escondido. Tampoco estaba en la galería, que tenía solo unos pocos pies cuadrados.
»Pero llegó a mis oídos, agudizados por las experiencias de esa noche, desde muy lejos, entre las plantaciones en la parte trasera de la casa de Iversen, el paso de pies desnudos. Alguien, algo, corría desesperadamente en dirección al centro de la isla, de regreso a las colinas.
»Luego, detrás de mí, salieron de la casa a la galería y se apresuraron a correr las dos ancianas que habían estado preparando el cuerpo de Iversen para su entierro. Estaban enormemente emocionadas y me gritaban ininteligiblemente. Tendré que rendirle sus palabras.
»—¡Oh, Dios lo proteja, señor Jaffray, del Jumbee, del Jumbee, del Jumbee!
»Tranquilicé a las pobres mujeres y volví a casa.
El señor Da Silva guardó silencio abruptamente.
Lentamente cambió de posición en su silla, tomó y encendió otro cigarrillo.
El señor Lee estaba absolutamente en silencio. No se movió. El señor Da Silva reanudó su historia deliberadamente después de obtener una luz.
—Verá, señor Lee, las Indias Occidentales son diferentes de cualquier otro lugar del mundo. Lo creo sinceramente, señor; aunque nunca he salido excepto cuando era joven, a Copenhague. Le he dicho exactamente lo que sucedió esa noche en particular.
El señor Lee exhaló un suspiro.
—Gracias, señor Da Silva, muchas gracias —dijo pensativo.
Comenzó a incorporarse. Su reloj de pulsera de servicio indicaban las seis.
—Al menos permítame ofrecerle un refresco antes de que se vayas —sugirió Da Silva—. Tenemos un dicho aquí en la isla: Un hombre no puede viajar con una sola pierna. Quizás ya lo haya escuchado.
—Lo escuché —dijo el señor Lee.
—¡Knud, Knud! ¿Escuchas, mon? Knud, dile a Charlotte que triture otra bola de hielo, ¿me oyes? Rápido ahora —ordenó el señor Da Silva.
Henry S. Whitehead (1882-1932)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Henry S. Whitehead: Jumbee (Jumbee), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
3 comentarios:
El relato está bien pero no es uno de los destacados.
Tal vez esté por la frecuencia de leer, en este espacio, obras maestras.
Me llama la atención la ilustración. ¿Quién es el artista?
Desconozco el nombre.
El relato si tiene carencias o hay fragmentos que no le aportan peso al misterio e incertidumbre que trata de inculcar el narrador. Sinceramente, no es uno de los mejores relatos, pero destaca sobre la media(como bien dice el comentario xD).
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