«Un estudio en la oscuridad»: Carl Jacobi; relato y análisis.
Un estudio en la oscuridad (A Study in Darkness) es un relato de terror del escritor norteamericano Carl Jacobi (1908-1997), publicado originalmente en la edición de octubre de 1939 de la revista Strange Stories como Engendro de la negrura (Spawn of Blackness), y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1947: Revelaciones en negro (Revelations in Black).
Un estudio en la oscuridad, uno de los mejores cuentos de Carl Jacobi, relata la historia de Stephen Fay, un científico decido a probar las propiedades terapéuticas de los colores, quien es atacado brutalmente por una criatura convocada inadvertidamente en la oscuridad.
SPOILERS.
El asistente de LeFay —un italiano llamado Corelli— utiliza en secreto los dispositivos tecnológicos de su jefe para experimentar con el color negro. En definitiva, el color es esencialmente luz que se descompone y forma lo que percibimos como la banda del espectro, rojo y violeta en sus extremos. Un objeto azul, por ejemplo, se ve azul porque absorbe el rojo y el amarillo del espectro lumínico y devuelve el azul. En otras palabras, Corelli propone que el color de un objeto se produce por absorción (ver: Lo olfativo, lo visual, lo auditivo y lo táctil en el Horror Cósmico)
Pero el negro es la ausencia de todo color, y para Corelli eso significa que el negro es la absorción de todo y el reflejo de nada. El negro lo toma todo y no deja escapar nada, sostiene. Por eso, a lo largo de los siglos siempre ha sido sinónimo de todo lo malo. Su teoría, entonces, propone que una habitación completamente pintada de negro, por ejemplo, es capaz de absorber todas las longitudes de onda de luz, y tal vez algo más, sus equivalentes psíquicos:
Donde hay oscuridad, siempre hay miedo. Un niño grita cuando entra en una habitación oscura. Razonamos con el niño, le decimos que no hay nada allí. ¿No podríamos estar equivocados? ¿No podría la mente pura del niño sentir algo que nosotros no vemos ni entendemos?
El experimento final de Corelli, su estudio en la oscuridad, consiste en absorber las propiedades de un objeto maldito, de culto, tallado en la noche de los tiempos, el cual representa a un ser extraño con forma de rata, y luego proyectarlo en el plano físico. Afortunadamente, la intervención del narrador, un médico llamado James Haxton, logra desactivar los planes de Corelli pero con un costo elevado (ver: La biología del Horror: ¿por qué nos asusta lo que nos asusta?)
Un estudio en la oscuridad de Carl Jacobi presenta esta enorme rata malévola que causa estragos en la casa de un científico, quien depende de la sagacidad de su amigo, el doctor Haxton, para resolver el misterio sobrenatural pero también su propósito secreto. En el estilo típicamente desarticulado de Carl Jacobi, las habilidades médicas Haxton son incidentales —apenas si administra un anestésico y realiza una sutura—, pero sus conocimientos científicos, o mejor dicho, su intuición, son la clave del relato.
Un estudio en la oscuridad es un relato muy interesante, con poca caracterización, algunos clichés —como el italiano malévolo, pasional, despechado—, y un uso singular, cuando no intencionalmente falaz, de las teorías sobre la luz y el color aceptadas en 1939. Sin embargo, y a pesar de sus lugares comunes, Un estudio en la oscuridad también expresa lo mejor de Carl Jacobi.
Un estudio en la oscuridad.
A Study in Darkness, Carl Jacobi (1908-1997)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Faltaban veinte minutos para la medianoche cuando cerré la puerta de mi apartamento y bajé corriendo los escalones hasta el taxi que me esperaba. Una fuerte lluvia, impulsada por un viento aullante, se arremolinaba sobre el pavimento.
—16° de Monroe Street —le espeté al conductor—. Oak Square. ¡Conduzca como el infierno!
El taxi dio un tirón hacia adelante, rugió hacia el norte por Monte Curve y giró hacia Carter. Entonces me incliné hacia atrás y oré por un camino despejado a través del tráfico nocturno. Pero incluso con la mejor de las suertes sabía que estaba pisando el tiempo contado. Solo unos escasos minutos antes había estado durmiendo en la cama. Luego llegó esa llamada telefónica urgente de una voz familiar.
—¿Doctor Haxton? ¿Doctor James Haxton? Soy tu viejo amigo, Stephen Fay. ¿Puedes venir de inmediato? Ha sucedido algo terrible y necesito ayuda médica. ¡Date prisa, hombre!
Me quedé allí un momento, los ojos parpadeando por el repentino resplandor. La voz había terminado en un grito ahogado y un gemido, y la conexión se había cortado con estrépito.
Fay, Stephen Fay. Conocía al hombre desde hacía diez años. De hecho, habíamos trabajado juntos como estudiantes con dificultades en los laboratorios contiguos. Era un hombre enorme con un rostro franco y abierto, una sonrisa cautivadora y un deseo incontrolable de profundizar en los misterios de la ciencia.
Bajamos por Carter a toda velocidad, el parabrisas gris por la lluvia babeante, atravesamos St. Clair y entramos en Monroe. La residencia de Stephen Fay era un abandonado montón de ladrillos rojos, de tres pisos de altura, con una entrada estrecha y poco atractiva. Una chica respondió a mi llamada, y cuando dudé, mirándola, me agarró del brazo y me hizo entrar rápidamente.
—Gracias a Dios, ha venido, doctor —dijo—. Mi tío, el señor Fay, está en la biblioteca. Está sangrando mucho.
Incluso en la emoción del momento me encontré notando la exquisita y pálida belleza de la chica mientras caminábamos silenciosamente por el pasillo. Luego abrió una puerta y me encontré cara a cara con mi viejo amigo. Yacía estirado en un diván, con el rostro contorsionado por la agonía. Su chaqueta y su camisa estaban hechas jirones, como por los repetidos cortes de un cuchillo afilado, y la carne expuesta estaba cruzada con cortes e incisiones profundas. Una toalla de baño, roja de sangre, había sido presionada contra su garganta. Al quitársela, vi que sangraba profusamente por una herida a escasos centímetros de la yugular.
Fay se levantó mientras me quitaba el abrigo.
—Sal de la habitación, Jane —jadeó—. El doctor Haxton se ocupará de mí.
Era un trabajo de hospital, uno que requería cuatro puntos y posiblemente un anestésico local, pero conocía la maravillosa fuerza de Fay y su odio por cualquier conmoción indebida. Así que, sin más palabras, me puse manos a la obra.
Media hora después estaba descansando tranquilamente, débil por la pérdida de sangre, pero aun asombrosamente sereno.
—Haxton —dijo mientras yo trataba de evitar que hablara—, quiero que te quedes aquí esta noche. ¿Puedes arreglarlo? Necesito a alguien que me ayude a proteger a esa chica. Puede que vuelva.
Empecé a darle un bromuro, lo pensé mejor y cerré mi maletín de golpe.
—¿Qué puede venir de nuevo? —pregunté—. En el nombre del cielo, ¿qué pasa aquí?
Fay tragó dolorosamente.
—Te lo diré —dijo—. ¡Es una rata!
Vi que hablaba muy en serio y que esperaba mi reacción con una ansiedad casi febril. Sus manos se abrieron y cerraron convulsivamente, y sus ojos me miraron con pupilas rígidas. Entonces el estetoscopio se me cayó de las manos.
—¿Una qué? —balbuceé.
Se levantó del diván y se tambaleó hacia el gran escritorio que estaba en el centro de la habitación. Tomó algo parecido a un pisapapeles y me lo entregó.
—Míralo. No creo que hayas visto nada parecido antes.
La cosa estaba hecha de madera, montada sobre una base plana, y de arriba a abajo no medía más de seis pulgadas. Era una pequeña talla, con ojos de ágata, dientes salientes y una cola larga y curva, toscamente modelada para parecerse a una rata de tamaño natural.
Colocada en el escritorio, difícilmente habría atraído una segunda mirada, pero vista de cerca era una cosa que despertaba un horror inanimado. Había algo repulsivo en esa forma gris y rechoncha, algo absolutamente repugnante en la forma en que se agachaba sobre su cola negra, preparada como si estuviera lista para saltar a mi garganta.
Me estremecí levemente.
—No es muy bonita que digamos.
Fay se sentó en una silla y cerró los ojos.
—La encontré en una tienda árabe —comenzó—, en el barrio natal de Macassar, en las Célebes. La compré por unos pocos centavos simplemente porque me llamó la atención. No supe qué era hasta que regresé a los Estados Unidos y se la mostré a mi amigo Henderson, de la Escuela de Antropología de Chicago. Ese tallado no es un fetiche ni un adorno, sino una imagen, un objeto de culto nativo.
No dije nada. Se avecinaba una historia, pero conocía a Fay lo suficiente como para para saber que comenzaría por el principio, reservando cualquier clímax que pudiera haber para el final.
—A lo largo de Nueva Guinea, casi en el Ecuador, con una longitud de ciento cuarenta y dos grados —continuó—, hay una isla conocida como Wuvulu, un diminuto punto de tierra cerca de las Molucas. Henderson me dice que los aborígenes de esta isla tienen una de las formas de religión más bajas de las Indias. ¡Adoran a la rata! Esta imagen es una de las pocas que ha llegado al mundo exterior.
»Cuando Jane, mi sobrina, vino a vivir conmigo, se negó a dejar que la cosa reposara abiertamente sobre mi escritorio e insistió en que la cubriera con algo. Dejé caer un viejo trozo de tela negra sobre ella, y ha permanecido allí de esa manera hasta esta noche, hasta cinco minutos antes de que le llame por teléfono. Entonces… —Fay se inclinó hacia adelante—, entonces cobró vida.
El hombre se sentó allí, escrutándome, observando cada uno de mis movimientos faciales. Debe haber visto la incredulidad en mis ojos, porque se levantó lentamente como una figura en un reloj.
—¿No me crees, Haxton? ¿Crees que estoy bromeando? ¡Ven y te mostraré las pruebas!
Se acercó a la puerta, todavía débil por la pérdida de sangre, y yo lo seguí unos pasos atrás. En el umbral, dos personas entraron en la habitación para recibirnos: la chica que me había admitido en y un hombre alto y delgado vestido con una gabardina de goma.
Fay hizo un gesto de presentación con la mano.
—Mi sobrina, Jane Barron, el doctor Haxton. Ya le he explicado que mi accidente fue causado por la rotura de una cubeta de ácido de vidrio en el laboratorio.
Asintió significativamente y comprendí de inmediato que deseaba ocultarle la verdad a la chica por el momento.
—Y este —continuó—, es Corelli, mi asistente y ayudante de laboratorio.
El italiano hizo una profunda reverencia. Al parecer, había salido y regresado a la casa solo unos momentos antes de que ocurriera el accidente.
—¿Estás bien, tío? —dijo la chica—. Te ves tan débil y pálido —y luego agregó, mirándome a mí—. Debe decirle que tenga más cuidado con sus experimentos, doctor.
Fay la palmeó suavemente.
—Estaré bien, niña. Pero es tan tarde que le he pedido al doctor Haxton que se quede el resto de la noche. ¿Serías tan amable de arreglar el cuarto de invitados?
Corelli miró a su jefe con preocupación.
—Confío en que las heridas no sean demasiado dolorosas, signor —dijo—. Si lo desea, yo...
Fay asintió distraídamente.
—Vete a la cama, Corelli. El doctor Haxton y yo nos quedaremos despiertos un rato. Le voy a mostrar mi máquina de música en color.
El italiano se inclinó una vez más y salió de la habitación. Jane desapareció por una escalera que conducía al piso de arriba, y un momento después me encontré caminando por un pasillo mal iluminado al lado del hombre herido. Llegamos por fin a una gran sala de techos altos, llena de estantes con extraños aparatos.
—Mi laboratorio —dijo Fay.
Mi atención fue atraída por una pesada máquina en el centro, que en ese momento parecía solo una confusa masa de ruedas, tubos, reflectores y diales.
Fay abrió el camino más allá de este instrumento y se detuvo abruptamente, señalando un lugar cerca del piso. Allí había un gran agujero irregular, que se extendía desde la base del zócalo hasta un punto a cierta distancia de la pared. Desde el agujero, que atravesaba el suelo de parquet, había una serie de arañazos afilados, marcas que habían penetrado en el barniz.
A la izquierda, una pequeña mesa cubierta de zinc estaba volcada de lado, con una masa de aparatos arrojados en salvaje confusión. Todavía húmedo y goteando sobre este último había un gran coágulo de sangre y un mechón de lo que vi en una inspección más cercana que era un pelaje corto y gris. Me levanté lentamente. Fay cruzó la habitación hasta una silla.
—Te dije que la imagen de la rata cobró vida esta noche. Pensaste que estaba loco cuando lo dije. Créeme, Haxton, nunca he estado más cuerdo en mi vida.
»He estado trabajando duro durante el último mes, perfeccionando un experimento con lo que se conoce como música en color. Esta noche Jane insistió en que me tomara la noche libre y la acompañara al cine. En consecuencia, le dije a Corelli, mi asistente, que tuviera todo listo para una prueba final en la mañana antes de que él se fuera a la noche. Regresamos temprano. Jane fue a su habitación y yo fui inmediatamente al laboratorio.
»Todo el camino fui consciente de algún tipo de peligro por delante. Luego abrí la puerta del laboratorio y entré. Sucedió antes de que pudiera moverme. A la luz de la lámpara de noche del pasillo, vislumbré una figura gris y una cabeza con ojos rojos y dientes blancos y relucientes. La cosa era enorme, grande como un perro, y se lanzó directamente a mi garganta, tratando de arañarme.
»Grité, creo. Entonces me las arreglé para liberarme, extender la mano y encender la luz.
»Con la habitación iluminada, lo vi. Se quedó allí un momento, los ojos parpadeando por el repentino resplandor. Luego, como si la luz fuera su único miedo, se volvió, corrió por el suelo, volcó la mesa y se dirigió al agujero que había roído en la pared. Pero antes de que lo alcanzara, reuní el suficiente ingenio como para tomar un cuchillo pesado del soporte junto a la puerta, arrojarlo y darle en la espalda. Dejó escapar un chillido terrible, luego desapareció a través de la pared.
Fay hizo una pausa, agarró el brazo de la silla con fuerza.
—¡Indudablemente esa rata era una encarnación gigantesca de la imagen en mi escritorio en la biblioteca!
Me senté allí estúpidamente.
—Todo parece imposible —dije—. Loco, loco en cada detalle. ¿Pero por qué dices que la rata era una encarnación de esa imagen de madera?
Fay se reclinó.
—Porque —dijo con voz ronca—, la cosa no era una rata real, ninguna criatura natural de un orden vivo. Lo sé. Era una caricatura horrible, una monstruosidad deformada con las mismas líneas exageradas y detalles de ese dios de madera. La cabeza era rectangular en lugar de redonda. Los ojos estaban muy desproporcionados y los dientes eran largos colmillos blancos. ¡Dios, fue horrible!
Durante mucho tiempo después de eso, mientras un reloj en lo alto de la pared marcaba los segundos que pasaban, nos sentamos en silencio. Por fin expresé mis pensamientos.
—Sea lo que sea, sobrenatural o no, es lo suficientemente real como para causar heridas. No podemos quedarnos al margen y dejar que esta cosa vaya y venga como quiera. ¿A dónde lleva ese agujero en la pared?
Fay negó con la cabeza.
—Esta es una casa vieja —dijo—, y hay espacios inusualmente grandes entre las paredes. Lo descubrí durante mis experimentos. Esa rata tiene el recorrido de toda la estructura. Debe haber sido solo la casualidad lo que la llevó a elegir el laboratorio para roer su camino hacia la libertad.
Usamos dos pesadas tablas y una plancha de hierro para cubrir la abertura. A lo largo del zócalo de cada una de las cuatro paredes pasamos un trozo de alambre de cobre, cargado eléctricamente con un alto voltaje de la corriente de laboratorio de Fay. Significaba que un segundo intento por parte del horror de entrar en la habitación resultaría en su electrocución instantánea. Significaba eso, si la cosa no era invulnerable a una defensa tan mundana.
—¿Nadie sabe lo que pasó esta noche? —pregunté.
Fay negó con la cabeza.
—Nadie. Preferí no asustar a mi sobrina, y Corelli estaba fuera en ese momento.
—¿Corelli lleva mucho tiempo contigo?
—Aproximadamente un año. Es un tipo de persona extraña, pero inofensivo, creo. Nunca dice mucho excepto cuando habla de su teoría del color. Luego balbucea incesantemente. El hombre tiene una forma loca de mezclar espiritualismo con ciencia. Cree que el blanco es la esencia de todo lo que es bueno y el negro es la guarida del mal, o algo así. Incluso me mostró una tesis sobre esto que había escrito. Aparte de eso, sin embargo, es realmente un asistente de laboratorio capacitado.
Esa noche, con mi mente dando vueltas sobre la historia que me habían contado, encontré el sueño casi imposible. Pasaron horas antes de que me quedara dormido. Pero, a las tres en punto, junto al reloj de radio de la cómoda, me encontré sentado en la cama. Algo, algún ruido extraño me había despertado.
Me levanté, me acerqué a la puerta y miré hacia el pasillo. La oscuridad se encontró con mis ojos. Entonces me llegó un sonido desde el otro extremo del pasillo y avancé sigilosamente. El sonido se hizo más fuerte. Era un susurro de líquido al rozar una superficie dura, el sonido de un hombre pintando.
Apreté mi cuerpo contra la pared, amortiguando el ruido de mi respiración a través de la tela de mi pijama. Oí pasos, luego, pasos que se alejaban. Manteniendo la distancia con cuidado, seguí adelante y en la vuelta del pasillo me detuve abruptamente. La puerta del dormitorio de Jane se destacaba en la oscuridad como un panel de fuego plateado. La habían pintado con un tono luminoso. Las marcas de la brocha todavía estaban húmedas y pegajosas.
Giré el pestillo y miré dentro de la habitación. El tenue resplandor de la ventana reveló a la niña durmiendo plácidamente en la cama. Asintiendo con alivio, avancé de nuevo por el pasillo. En la escalera escuché que la puerta de la biblioteca en el piso de abajo se cerraba. Bajé lentamente y esperé al pie de las escaleras durante una eternidad, escuchando.
Por fin entré audazmente en la biblioteca. Corelli estaba sentado en el escritorio, un rastro de humo se elevaba de su cigarrillo, había un libro abierto ante él. Él miró hacia arriba como sorprendido.
—No puedo dormir —dije brevemente—. Pensé en venir aquí a leer un rato. Parece que usted tuvo la misma idea.
Me miró fijamente y luego se echó a reír.
—Hago más que leer, signor. Yo estudio. Tengo días ocupados, así que solo tengo noches para trabajar en mi teoría.
—Ah, sí —respondí—. Fay me habló de eso. Algo sobre el color, ¿no es así, y las cualidades del blanco y negro?
Un destello de interés apareció en sus ojos.
—El signor está interesado en el color, ¿no?
—Un poco. Stephen Fay es mi amigo y he trabajado con él en muchos de sus experimentos.
El italiano asintió y señaló con el dedo su libro.
—Leo a LaFlarge —dijo—. Una mente brillante, pero tonta. Todos son tontos, estos científicos. Ven solo los hechos físicos. Solo ven cosas que existen materialmente ante sus ojos. Afirman que no hay nada psíquico.
Me acerqué a una silla y me senté.
—Dime —dije—, ¿qué tiene que ver lo psíquico con el color?
—Todo, signor. Fay, y todos los científicos, les dirán que el color es un fenómeno que ocurre cuando la luz atraviesa un prisma de cuarzo. Los rayos del sol se descomponen y forman lo que los ojos ven como la banda del espectro, rojo en un extremo, violeta en el otro. Eso es elemental, por supuesto. Un cuerpo, un trozo de tela azul, por ejemplo, iluminado por la luz del día, aparece coloreado porque absorbe el rojo y el amarillo y devuelve el azul. En otras palabras, el color de un objeto se produce por absorción. ¿Está claro?
—Ya sé todo eso —dije.
—El negro, que por supuesto es la ausencia de todo color, se ve como negro porque es la absorción de todo y el reflejo de nada. Se podría comparar a un lago de brea en medio de la jungla. Toma todo en sí mismo y no deja escapar nada. Es iniquidad, la esencia de todo mal. ¿Nunca se le ha ocurrido que incluso los antiguos reconocieron este hecho? Tenemos a Satanás como el príncipe de las tinieblas; el ceremonial de adoración para él es la misa negra; tenemos las artes negras y la magia negra. A lo largo de los siglos, el negro siempre ha sido sinónimo de todo lo que es malo.
—Ya veo —dije lentamente.
—Mi teoría, entonces —continuó Corelli—, radica en la exploración del negro, no solo física sino psíquicamente. Digamos que tenemos una habitación completamente pintada de negro. Esas paredes son entonces la absorción de todas las longitudes de onda de luz. Cualquier fotógrafo le dirá que un objeto (un libro, una silla, una mesa) se ve únicamente como resultado de que ese objeto refracta longitudes de onda de luz en la retina del ojo humano. ¿No es razonable suponer, por lo tanto, que en esta habitación de la que hablo, cualquier objeto o su equivalente psíquico refractado se encontrará igualmente absorbido en las paredes negras?
»¿Empieza a entender, signor? Donde hay oscuridad, siempre hay miedo. Un niño grita cuando entra en una habitación oscura. Razonamos con el niño, le decimos que no hay nada allí. ¿No podríamos estar equivocados? ¿No podría la mente limpia del niño sentir algo que nosotros en nuestras vidas más complejas no vemos ni entendemos?
Corelli se reclinó en su silla y encendió otro cigarrillo.
—Concediendo todo eso —dije lentamente—, ¿por qué necesariamente encontraríamos el mal en el negro? Dado que, como dices, el negro es la absorción de todo, también debe absorber lo bueno, y siempre se ha reconocido que el primero es el más fuerte de los dos.
Los ojos del italiano no cambiaron.
—Piense un momento, signor —dijo—, y verá que sólo el mal puede vivir donde hay una oscuridad total. Cualquier otra cosa sería sofocada como una flor lejos de su preciosa luz solar. Yo…
Su voz se cortó y me puse rígido en mi silla. Desde el piso de arriba había llegado el grito de una mujer. Hueco y amortiguado por las paredes intermedias, el grito se filtró por la casa, lleno de terror absoluto. Con un solo salto crucé la habitación y subí corriendo las escaleras. En el pasillo de arriba encendí las luces cuando Stephen Fay salió de su habitación y, pálido, comenzó a correr hacia mí.
Llegué a la puerta recién pintada de la habitación de Jane, la abrí y entré. La niña estaba acurrucada en la cama, con los ojos muy abiertos por el terror.
—¡Jane! —dije—. Señorita Barron, ¿está herida?
Ella soltó un gemido y enterró la cabeza entre sus manos, sollozando.
—¡Fue horrible! —jadeó—. ¡Un monstruo! ¡Una rata! ¡Una rata veinte veces mayor que el tamaño normal! Salió de ese agujero en la pared junto a mi tocador y... y saltó sobre la cama. Luego se agachó, mirándome. Entonces, entonces… Oh, Dios…
La muchacha sollozó histéricamente.
Era un grupo sombrío el que se encontraba en la luz gris de la biblioteca a la mañana siguiente. Jane Barron seguía pálida y temblorosa, aunque unos minutos antes le había administrado un sedante ligero. Corelli fumaba nerviosamente, tirando cigarrillos y encendiendo otros nuevos antes de que se consumieran a medias.
—Les advierto a todos —dijo Fay— que se muevan por la casa con la mayor precaución. Algo está suelto en estas paredes, algo que no podemos entender. Además de eso, durante la noche la puerta de la habitación de Jane estaba, por alguna razón inexplicable, cubierta con una pintura que contenía sulfuro de calcio, lo que la hacía parecer luminosa en la oscuridad. También alguien entró en mi laboratorio y manipuló mi máquina de música en color. Haxton —Fay asintió hacia mí—, estoy poniendo la protección de mi sobrina en tus manos. Más tarde, quizás sea necesario llamar a la policía.
Después de eso, me quedé solo en la biblioteca.
Por alguna razón había optado por no revelarle a Fay que había sido el italiano quien había manchado de pintura la habitación de la niña. Hasta que no se produjeran nuevos acontecimientos tenía la intención de guardarme ese hecho.
Entonces medité en la situación. Según Fay, la talla de madera de la rata era la clave. De nuevo, mientras miraba su cuerpo feo y su cabeza curiosamente deformada, me invadió una sensación interna de horror. Sin embargo, me dije a mí mismo que eso era absurdo. La imagen era solo un dios fabricado, una simple representación de una fanática. Pero un instante después me quedé paralizado cuando una idea loca comenzó a clamar por ser reconocida en un rincón de mi cerebro. Una idea loca, sí, pero que encajaba.
Me levanté de un salto y me dirigí al laboratorio. Fay estaba allí, como esperaba, y su forma tranquila me hizo callar por un momento.
—No puedo entenderlo —estaba diciendo—. El instrumento estaba bastante bien ayer por la noche cuando me fui. Corelli afirma no haberlo tocado y, de todos modos, no tendría ningún motivo para hacerlo. Sin embargo, se ha eliminado toda la diapositiva que contiene las placas de color y se ha insertado este marco de madera en su lugar.
Me quedé mirando el dispositivo.
—Parece una máquina de proyección —dije.
Fay asintió.
—Lo es. El instrumento está construido para proyectar sobre una pantalla un círculo de colores que cambia rápidamente. Se sincronizará con un órgano de tal forma que cuando se toque una pieza musical, cada nota de sonido irá acompañada de un color correspondiente en la pantalla. Hay siete notas y siete colores primarios. Así, en una interpretación de una sonata, veremos y escucharemos la composición…
Se interrumpió cuando la puerta se abrió de golpe y Corelli entró en la habitación.
—La rata —susurró—. ¡Ha vuelto! La vi en el pasillo.
Pero el pasillo estaba vacío. Atravesamos su longitud de un extremo al otro. Luego continuamos nuestra búsqueda por toda la casa. Investigamos hasta lo profundo de las muchas sombras de esa estructura antigua. Las habitaciones estaban silenciosas y vacías. Las del tercer piso estaban cerrados y desprovistas de muebles. No encontramos nada.
Al pie de las escaleras, de repente, me volví hacia Fay.
—Esta nueva máquina tuya —dije—. ¿Utiliza luz artificial para producir sus colores?
—Por supuesto —respondió—. Un arco de carbono. Más tarde una incandescente de algún tipo.
—Y con las placas de color eliminadas como están, lo único que aparecería en la pantalla sería un círculo de luz blanca. ¿cierto?
—No exactamente —explicó Fay—. La luz artificial se diferencia de la luz del día en que hay una deficiencia de azul. Estrictamente hablando, el instrumento arrojaría un rayo de luz amarilla.
—¿Pero podría convertirse en luz blanca pura? —persistí.
Pensó un momento.
—Sí —dijo—, podría. Tengo una lámpara de luz diurna mejorada de Sheringham. Su luz es el paralelo más cercano creado por el hombre a los rayos del sol. ¿A dónde quieres llegar?
—Fay —dije—, si valoras tu vida, si valoras la vida de tu sobrina, escúchame. Inserta esa lámpara en tu máquina y coloca el proyector de modo que pueda moverse en un arco completo. ¿Entendido? ¡En un arco completo!
A las diez y media de esa noche me paré una vez más ante la puerta del número 16° de Monroe Street. Las horas intermedias las había pasado en un viaje apresurado a mis propias habitaciones y una breve pero necesaria visita a mis pacientes en el hospital St. Mary. No había pasado nada durante mi ausencia. Fay me llevó a la biblioteca, sirvió dos vasos de brandy y luego preparó nerviosamente su pipa.
—La máquina está lista —dijo—. No sé qué tienes en mente, pero la lámpara de luz diurna ha sido sustituida por la de arco de carbono y el proyector está montado sobre un pivote. ¿Ahora qué?
Dejé mi vaso.
—Echemos un vistazo —dije.
En el laboratorio, un momento después, Fay ajustó varios controles y apuntó el instrumento hacia una pantalla. Luego, indicándome que apagara las luces, encendió la corriente.
Un rayo de luz deslumbrante saltó del tubo estrecho y extendió un círculo de refulgencia en la pantalla. Fay movió el proyector y la luz viajó lentamente, apuñalando cada artículo en la habitación con un relieve nítido.
—¿Podríamos montarle ruedas, haciéndolo móvil? —pregunté.
Fay pensó por un momento.
—Sí —respondió lentamente.
—Perfecto. Hazlo, y agrégale una extensión de al menos veinticinco pies al cable de corriente.
Me miró, pero me di la vuelta y salí de la habitación antes de que pudiera expresar sus protestas.
Desde las once hasta las once y media merodeaba sin rumbo fijo por la casa, mirando de vez en cuando los zócalos de las paredes, chupando nerviosamente un puro. Finalmente, en la biblioteca, levanté el teléfono del escritorio y llamé a la Jefatura de Policía.
—¿McFee? —dije—. Soy el doctor Haxton. Sí, así es, del hospital St. Mary. McFee, estoy en la residencia del señor Stephen Fay, en el 16° de Monroe Street, justo enfrente de Oak Square. ¿Puede enviar a un hombre aquí ahora mismo? No, todavía no hay problemas, pero me temo que podría haberlos. Sí, de prisa. Se lo explicaré más tarde.
Colgué el teléfono y esperé. Pasó un cuarto de hora, y luego, al responder al timbre de la puerta de la calle, encontré a un policía larguirucho y con cara de halcón.
—Escuche —le dije antes de que pudiera hacer cualquier pregunta—, soy el médico a cargo aquí. Su trabajo es simplemente mirar, recordar todo lo que ve y prepararse para firmar un informe escrito como testigo.
A las doce y diez, los cinco: Fay, Jane, Corelli, el policía y yo entramos en el laboratorio. Tomamos posiciones de acuerdo a mis instrucciones, la chica entre Fay y yo, el italiano en una silla un poco a un lado. Un metro y medio delante de la puerta se colocó un cable de conexión desde el techo con una luz eléctrica de color rojo mate. Fay había hecho avanzar la pesada máquina de colores, de cara a la puerta.
—¿Listo, Fay? —dije, esforzándome por mantener la voz firme.
Él asintió con la cabeza y me acerqué a la puerta, la cerré hasta la mitad y apagué las luces. Ahora estábamos sumidos en una profunda penumbra con el tenue resplandor de la luz roja brillando como un mal de ojo ante nosotros. Y el silencio solo roto por el retumbar hueco de un tranvía lejano.
De repente, Corelli se puso de pie de un salto.
—¡Me niego a sentarme aquí como un gato en la oscuridad! —gritó.
—¡Te quedarás donde estás! —le ordenó Fay.
Y así esperamos. Podía oír el tic-tac de mi reloj de pulsera. La respiración del italiano se hizo más fuerte, más apresurada, y pude sentir las manos de Jane abrirse y cerrarse convulsivamente alrededor del brazo de la silla.
Pasó un cuarto de hora. Me limpié una gota de sudor de la frente. Diez minutos más. ¡Y luego lo escuchamos!
Desde el pasillo exterior llegaba el ruido de unos pies que se acercaban. Llegaron hacia la puerta del laboratorio. Puse una mano de advertencia en el brazo de Fay.
La puerta se abrió de par en par. Un grito de horror llegó sin sonido a mis labios. Lo que vi nunca lo olvidaré. Un cuerpo gris, informe, con una cabeza rectangular, se agachó allí, los ojos brillando infernalmente. Durante una fracción de segundo, los cinco permanecimos inmóviles por el horror. Luego, rompiendo el silencio, llegó el chillido de Jane seguido de un rugido ensordecedor del revólver del policía. La rata se preparó y saltó a la habitación.
—¡La luz! —grité—. ¡Fay, la luz blanca! ¿Me oyes?
Hubo un chasquido y un zumbido, y un rayo de resplandor blanco azulado deslumbrante salió disparado de la boca del proyector. Pero incluso mientras formaba un círculo en la pared del fondo, el horror señaló a uno de los nuestros para su ataque: Corelli.
El italiano cayó con un grito cuando la rata se arrojó sobre él.
Escuché el crujido sordo y el chasquido de un hueso roto.
Entonces ese rayo de luz barrió la habitación bajo la mano de Fay y se centró de lleno en la cosa, lívida bajo el rayo espantoso, con la cabeza torcida y los ojos como glóbulos gemelos de odio. Con un aullido de rabia se dirigió hacia la puerta.
—¡Tras ella! —grité.
Juntos, Fay y yo llevamos el proyector al pasillo exterior. Ese corredor estaba ciego. Terminaba en una pared en blanco y las puertas a ambos lados más allá del laboratorio estaban cerradas. Directamente por el pasillo empujamos la máquina de color. La rata estaba emitiendo extraños sonidos rasposos ahora, moviéndose salvajemente de un lado a otro mientras trataba de escapar de la luz odiada.
Atrapada, la cosa se detuvo, giró y se lanzó directamente hacia Fay. Cuando el grito del científico se elevó, corrí hacia él para ayudarlo. Una garra rastrillada se abrió camino hasta el hueso de mi hombro izquierdo. Un hedor a animal nauseabundo me ahogó las fosas nasales.
Luego agarré el tubo del proyector de la máquina y lo balanceé. El resplandor blanco barrió a la rata directamente, centrada en la cabeza. Un instante el horror se quedó inmóvil. Luego, lentamente, comenzó a desintegrarse. Los rasgos se juntaron como arcilla caliente. Los ojos y la boca se cayeron. Ante mí, un bulto de pelaje gris se redujo a un delgado limo, a una niebla oscura que se elevó lentamente. Entonces eso también vaciló bajo mi mirada y desapareció.
Recuperé la conciencia en el diván de la biblioteca con Jane Barron frotándome las muñecas y Stephen Fay mirándome nerviosamente.
—Todo ha terminado, Haxton —dijo mi amigo—. Corelli está muerto. La rata lo mató. Pero... pero no entiendo...
Luché por ponerme de pie, aturdido.
—Ven al laboratorio, Fay —dije—, y te lo mostraré.
Nos dirigimos silenciosamente a esa sala de aparatos donde el cuerpo del italiano aún yacía inmóvil en el suelo. Inclinándome sobre él, busqué en los bolsillos y por fin saqué dos objetos. Un pequeño cuaderno forrado en piel y una pieza de tela negra del tamaño de una servilleta.
—¿Lo reconoces? —pregunté, levantando la tela.
Fay asintió.
—Sí. Es la cobertura que Jane me dio para la imagen de la rata en el escritorio de la biblioteca. Pero…
Abrí el cuaderno, lo miré y luego se lo di a Fay. Durante mucho tiempo permaneció en silencio mientras examinaba las páginas. Cuando alzó la vista por fin, una luz extraña apareció en sus ojos.
—Verás —dije—, Corelli estaba enamorado de tu sobrina. ¿No le preguntó en algún momento si podía casarse con ella?
—Sí —respondió Fay—. Pero eso era absurdo, por supuesto. Le dije que estaba loco y lo dejé así.
—Exactamente —asentí—, y al hacerlo heriste su orgullo latino. Se volvió loco de rabia secreta y juró vengarse de ti. Conoces la teoría del color del hombre: que el negro, siendo la absorción de todo, es la guarida de todo mal. Vio esa imagen de trapo en el escritorio de la biblioteca y la reconoció como un artefacto de adoración al diablo, la esencia de todo lo satánico.
»Sobre la imagen habías colocado una tela negra. De acuerdo con la teoría de Corelli, esa tela era el equivalente psíquico de todo lo que representaba la imagen en su forma tallada. ¿Lo entiendes?
»Robó la tela, la montó en un marco de madera y la insertó en tu máquina de música en color. Luego invirtió el mecanismo, y al proyectar un rayo de luz negra sobre la pantalla hizo que ese horrible monstruo fuera liberado de su prisión de tela negra y dotado de vida física.
»Si aceptamos ese razonamiento, entonces la intención de Corelli era encontrar una manera de destruirte y al mismo tiempo probar la verdad de su teoría. Por eso untó la pintura luminosa en la puerta del dormitorio de Jane. El blanco, al ser la antítesis del negro, era una contradefensa, y no deseaba que tu sobrina fuera lastimada. Por la misma razón te pedí que insertaras la lámpara de luz diurna en la máquina. Era la única forma de luchar contra la cosa.
Fay me había escuchado en silencio. Una mirada extraña y desconcertada cruzó su rostro.
—Pero... pero no puedes esperar que crea todo eso —objetó—. No es científico. De hecho, todo el asunto no tiene fundamento. Negro, blanco, Dios mío, hombre, ningún científico del mundo creería...
—Quizás no —estuve de acuerdo—. Quizás estoy equivocado. Si lo estoy, nunca lo sabremos. Corelli está muerto. Pero una cosa sí sé. Voy a tomar este paño, este cuaderno y esa imagen de la biblioteca, y los arrojaré al fuego.
Y lo hice.
Carl Jacobi (1908-1997)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Carl Jacobi.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Carl Jacobi: Un estudio en la oscuridad (A Study in Darkness), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
3 comentarios:
Un detalle es que hay dos métodos de combinación de colores.
Por adición, en que los colores básicos son rojo, verde y azul. La suma da blanco y el negro es la ausencia de los colores.
Y por sustracción, en que los colores básicos son Cyan, magenta y amarillo. Y el negro es la mezcla de esos tres colores.
Así que relativiza la idea planteada.
Aunque es planteada por un ayudante, bastante inescrupuloso, traicionero. Así que no afecta al relato. Que es efectivo y original.
Interesante una mujer que grita, un cliché bien usado. Tiene sentido que Jane sea la motivación.
Estuvo efectivo en narrador personaje.
Gracias por la traducción.
Buenos días, una mujer pero no se sabe, el narrador nunca dice su edad, después de conocerla siempre la nombra "la niña", grita y tiene una actitud sumisa en todo momento, aparentemente su tío por medio de algún poder notarial es encargado de ceder la en matrimonio, el relato es disfrutable y entretenido, es predecible si, pero sólo por la razón de que ya conocemos los trucos de antemano,en su momento debió ser recibido con más impacto, un saludo sebastian.
El relato es predecible en lo que sucederá. Disfruté de este relato, sin duda.
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