«Revelaciones en negro»: Carl Jacobi; relato y análisis.
Revelaciones en negro (Revelations in Black) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Carl Jacobi (1908-1997), publicado originalmente en la edición de abril de 1933 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1947: Revelaciones en negro (Revelations in Black).
Revelaciones en negro, posiblemente uno de los cuentos de Carl Jacobi más reconocidos, relata la historia de un hombre que visita una tienda de antigüedades, donde descubre tres libros escritos poco antes de que el autor muriese en un manicomio. En esas páginas se relata una historia extraña sobre una mujer vestida de negro, una vieja casona en los suburbios... y vampiros.
SPOILERS.
Revelaciones en negro es un clásico relato de vampiros, con todos los elementos tradicionales del género, pero que introduce pequeñas actualizaciones, de manera tal que las viejas leyendas de vampiros puedan adaptarse a un entorno más moderno.
Aquí, la lectura de los tres libros del loco conducen inevitablemente a una vieja casona, donde habitan Perle von Mauren y su hermano, Johann, que además son vampiros. Curiosamente, el loco fue víctima de estas criaturas de la noche, pero, antes de morir, tomó la precaución de escribir simbólicamente su experiencia, lo cual, de acuerdo a la leyenda que plantea Carl Jacobi, condenó a los vampiros a existir únicamente dentro de los límites de la casa.
Revelaciones en negro de Carl Jacobi participa de un cliché que a menudo aparece en relatos y películas del género: el artículo que no está a la venta en una tienda de curiosidades. En este caso, se trata de la trilogía escrita por el loco, que además es el hermano del dueño de la tienda. No deja de ser curioso que este sujeto, dueño de la tienda de antigüedades, tenga estos libros de gran valor sentimental, que nunca ha leído y que nunca pensaría vender, expuestos en un escaparate. ¿O es que acaso conoce su contenido, y que su lectura inevitablemente conducirá al lector a la guarida de los vampiros?
Revelaciones en negro es un cuento vertiginoso, con poca caracterización y muchos lugares comunes, como la idea de que los vampiros provienen de alguna región inhóspita de Europe del Este. Como actualización de las leyendas folclóricas está el hecho de que la vampiresa no aparezca en una placa fotográfica, lo cual es consistente con la leyenda del espejo (ver: Porqué los vampiros no se reflejan en los espejos)
Carl Jacobi es un escritor extraño. No posee un don para la creación de personajes, y menos para su caracterización. Revelaciones en negro está poblado de estereotipos del relato de vampiros; en ocasiones, el autor los manipula de manera plausible, otras, con absoluta superficialidad. En este contexto, Carl Jacobi fatiga al utilizar el mismo recurso en casi todas sus historias: protagonistas que son asaltados por súbitos remordimientos que los impulsan a hacer cosas inusuales con el objetivo de encaminar la trama.
También es justo decir que Carl Jacobi fue importante dentro de Weird Tales —aunque nunca un colaborador estelar—, y que Revelaciones en negro es su mejor aporte a la revista.
Esta crítica parece parece contribuir a la impresión de que Carl Jacobi era un autor de segunda. Me apresuro a corregir esa percepción. También fue un autor muy respetado. De hecho, Stephen King lo consideraba uno de los mejores escritores de la Edad de Oro de la Fantasía. Desde aquí en El Espejo Gótico consideramos que Carl Jacobi es un escritor correcto, y que además posee una curiosa habilidad para exponer sus fortalezas y debilidades en una misma historia. En cualquier caso, Revelaciones en negro posee el estatus de clásico del cuento de vampiros.
Revelaciones en negro.
Revelations in Black, Carl Jacobi (1908-1997)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Era un establecimiento lúgubre y desamparado en Harbor Street. Un viejo letrero anunciaba la leyenda: Giovanni Larla: Antigüedades, y una ventana revelaba una exhibición medio enmascarada en polvo.
Incluso cuando crucé el umbral esa tarde gris de septiembre, expulsado de la acera por una ráfaga de lluvia y tal vez por una fascinación por las antigüedades, la tristeza cayó sobre mí como un manto. Dentro había penumbras, cajas apiladas y un tapiz monstruoso, deshilachado con la urdimbre asomando en lugares gastados. Una vitrina renacentista italiana se hundía con desaliento en un rincón y pareció fruncirme el ceño al pasar.
—Buenas tardes, señor. ¿Quiere comprar algo? ¿Un cuadro, un anillo, un jarrón, tal vez?
Observé la masa achaparrada del propietario italiano que estaba en las sombras y vacilé.
—Solo estoy mirando —dije, volviéndome hacia el revoltijo a mi alrededor—. No busco nada en particular...
El rostro grasiento del hombre se movió en una sonrisa como si hubiera escuchado el comentario miles de veces antes. Suspiró, se quedó allí pensativo un momento, la lluvia tamborilleaba en el plano exterior. Luego, muy deliberadamente, se acercó a los estantes y los miró de arriba abajo, considerando algo. Por fin sacó un objeto que percibí como un cáliz.
—Un auténtico Tandart del siglo XVI.
Negué con la cabeza.
—Nada de cerámica —dije—. Quizá libros, pero no cerámica.
Frunció el ceño lentamente.
—También tengo libros —respondió—, libros raros que nadie vende, excepto yo, Giovanni Larla. Pero te dejaré husmear tranquilo entre mis tesoros.
Descubrí que no había prisa en el hombre. Pasó un cuarto de hora durante el cual tuve que ver un broche de camafeo de Glycon, una silla tallada de algún estilo y época indeterminados, y un revoltijo de estatuillas amarillentas, óleos pequeños y uno o dos jarrones Portland. Varias veces miré mi reloj con impaciencia, preguntándome cómo podría romper con este italiano y su lúgubre tienda. La fascinación del polvo y las sombras ya había comenzado a disiparse y yo estaba ansioso por llegar a la calle.
Pero cuando me condujo hacia la parte trasera de la tienda, algo me llamó la atención. Entonces saqué del estante el primer libro. Si hubiera sabido los acontecimientos que iban a seguir, si tan solo hubiera podido prever el futuro ese día de septiembre, juro que habría evitado el libro como una cosa leprosa, habría evitado esa miserable tienda de antigüedades y la mismísima calle en la que se encontraba como lugares malditos. Mil veces he deseado que mis ojos nunca se hubieran posado en esa cubierta negra. ¡Qué retorcimientos del alma, qué terrores, qué inquietud, qué locura se me habría ahorrado!
Pero sin soñar nunca el secreto de sus páginas, lo acaricié casualmente y comenté:
—Un libro inusual. ¿Qué es?
Larla miró hacia arriba y frunció el ceño.
—Eso no está a la venta —dijo en voz baja—. No sé cómo llegó a estos estantes. Era de mi pobre hermano.
El volumen en mi mano era realmente inusual en apariencia. Midiendo sólo diez centímetros de ancho y doce de largo y encuadernado en terciopelo negro con cada esquina exterior protegida con un triángulo de marfil, era la pieza de encuadernación con gancho más hermosa que jamás había visto. En el centro de la cubierta estaba montado un pequeño trozo de marfil intrincadamente cortado en forma de calavera. Pero fue el título del libro lo que despertó mi interés. Bordado en trenza de oro, el título decía: Cinco Unicornios y una Perla.
Miré a Larla.
—¿Cuánto cuesta? —pregunté y alcancé mi billetera.
Sacudió la cabeza.
—No, no está a la venta. Es... es el último trabajo de mi hermano. Lo escribió justo antes de morir en la institución.
—¿La institución?
Larla no respondió, pero se quedó mirando el libro, su mente obviamente vagando en pensamientos profundos. Pasó un momento de silencio. Había un brillo extraño en sus ojos cuando finalmente habló. Sus dedos temblaban levemente.
—Mi hermano, Alessandro, era un buen hombre antes de escribir ese libro —dijo—. Escribía muy bien, signor, y era fuerte y sano. Me podía sentar durante horas mientras me leía sus poemas. Era un soñador, Alessandro, amaba todo lo bello y los dos éramos muy felices. Todo... hasta esa noche terrible. Luego él... pero no ha pasado un año. Es mejor olvidar.
Se pasó la mano ante los ojos y respiró hondo.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—¿Qué pasó, signor? No lo sé realmente. Todo fue tan confuso. De repente se enfermó sin razón. El rubor de la soleada Italia, que siempre estaba en su mejilla, se desvaneció, y se puso pálido y demacrado, día a día. Los médicos le recetaron, le dieron medicamentos, pero nada ayudó. Se fue debilitando constantemente hasta... hasta esa noche.
Lo miré con curiosidad, impresionado por su perturbación.
—Y entonces…
Con las manos abriéndose y cerrándose, Larla pareció balancearse, inestable; sus ojos líquidos se abrieron de par en par hasta las cejas.
—Y entonces... ¡oh, si pudiera olvidarlo! Fue horrible. El pobre Alessandro llegó a casa gritando, sollozando. Estaba... ¡estaba completamente loco, loco de remate! Lo llevaron a la institución para locos y dijeron que necesitaba un descanso completo, que había sufrido un terrible shock mental. Él... murió tres semanas después con el crucifijo en los labios.
Por un momento me quedé en silencio, mirando la lluvia que caía. Entonces dije:
—¿Escribió este libro mientras estaba confinado en la institución?
Larla asintió distraídamente.
—Tres libros —respondió—, otros dos exactamente como el que tienes en la mano. Fue su intención original, creo, escribir a mano los Versos de Marini. Era muy inteligente en ese campo. Pero las divagaciones de su mente llenaron las páginas. Nunca las he leído. Tampoco tengo la intención de hacerlo. Quiero mantener conmigo el recuerdo de él cuando era feliz. Este libro ha llegado a estos estantes por error. Lo pondré con sus otras posesiones.
Mi deseo de leer las pocas páginas encuadernadas en terciopelo se multiplicó por mil cuando descubrí que eran inalcanzables. Siempre me ha interesado la psicología anormal y he leído varios libros sobre el tema. Aquí estaba la obra de un hombre confinado en un manicomio. Aquí estaba la escritura inexpugnable de un cerebro educado pero enloquecido. Y a menos que mi intuición me fallara, había una sugerencia de algún profundo misterio. Mi mente estaba decidida. Debía tenerlo.
Me volví hacia Larla y elegí mis palabras con cuidado.
—Aprecio mucho su deseo de quedarse con el libro —dije—, y dado que se niega a venderlo, ¿puedo preguntarle si consideraría prestármelo solo por una noche? ¿Si le prometiera devolverlo por la mañana?
El italiano vaciló. Jugó indeciso con la pesada cadena de su reloj de oro.
—No, lo siento...
—Diez dólares y se lo regreso mañana, ileso.
Larla estudió sus zapatos.
—Muy bien, signor, confiaré en usted. Pero, por favor, asegúrese de devolverlo.
Esa noche en el silencio de mi apartamento abrí el libro. Inmediatamente mi atención se centró en tres líneas garabateadas con una mano femenina en el interior de la portada, líneas escritas en una solución roja descolorida que parecía más sangre que tinta. Allí leí:
«Revelaciones destinadas a destruir, pero sólo vinculantes sin la estaca. Lee, tonto y entra en mi campo, porque estamos encadenados al lugar. Oh, ay de Larla.»
Reflexioné sobre estas frases indescifrables durante algún tiempo sin resolver su significado. Por fin, pasé a la primera página y comencé la última obra de Alessandro Larla, la historia más extraña que jamás haya encontrado en mis años de hojear libros antiguos.
***
En la tarde del 15 de octubre volví mis pasos hacia el frío y caminé hasta cansarme. El rugido del presente estaba en la distancia cuando llegué a veintiséis arrendajos que contemplaban en silencio las ruinas. Vagué junto a los árboles esqueléticos y me senté donde podía ver a los peces lascivos. Un niño adoraba. Cristal me arrojó la luna. Hierba cantó una letanía a mis pies. Y la sombra puntiaguda se movió lentamente hacia la izquierda.
Caminé por la grava plateada hasta que llegué a cinco unicornios que galopaban junto al agua del pasado. Aquí encontré una perla, una perla magnífica, una perla hermosa pero negra. Como una flor, tenía un rico perfume, y pensé que el olor no era más que una máscara, pero, ¿por qué una creación tan perfecta necesitaría una máscara?
Me senté entre el pez lascivo y los cinco unicornios al galope, y me enamoré locamente de la perla. El pasado se perdió en la monotonía y...
***
Dejé el libro y me senté a contemplar las volutas de humo de mi pipa ascendiendo hacia el techo. Había mucho más, pero no pude encontrarle ningún sentido. Todo estaba en ese estilo extraño y completamente incomprensible. Y, sin embargo, parecía que la historia era más que los simples vagabundeos de un loco. Detrás de todo esto parecía haber una narración envuelta en simbolismo.
Algo en las pocas frases me había arrojado un hechizo inmediato de depresión. Las líneas vagas pesaban en mi mente, y me sentí presa de un profundo sentimiento de inquietud.
El aire de la habitación se volvió pesado. La ventana abierta y el exterior parecían atraerme. Me acerqué a la ventana, aparté la cortina y me quedé allí, fumando furiosamente. Permítanme decirles que los hábitos regulares han sido durante mucho tiempo parte de mi maquillaje. No soy adicto a los paseos nocturnos ni a los meandros tardíos antes de buscar mi cama; sin embargo, curiosamente, con las páginas del libro todavía en mi mente, de repente experimenté un impulso indefinible de salir de mi apartamento y caminar por las calles oscuras.
Caminé nerviosamente por la habitación. El reloj de la repisa de la chimenea hacía tictac lentamente a través del silencio. Y por fin tiré mi pipa a la mesa, busqué mi sombrero y mi abrigo y me dirigí hacia la puerta.
Por ridículo que parezca, al llegar a la calle descubrí que el impulso se había convertido en una atracción distinta. Sentí que bajo ninguna circunstancia debía girar en otra dirección que no fuera hacia el norte, y aunque este camino me conducía a un distrito bastante desconocido para mí, en un momento estaba caminando hacia adelante, eligiendo calles deliberadamente y dirigiéndome sin saber por qué hacia las afueras de la ciudad. Era una brillante noche de luna en septiembre. El verano había pasado y ya flotaba en el aire el olor a vegetación helada. Las grandes campanadas en la torre del Capitolio sonaban a medianoche, y los edificios, las tiendas y más tarde las casas privadas estaban a oscuras y en silencio cuando pasé.
Por mucho que intentara borrar de mi memoria el extraño libro que acababa de leer, el misterio de sus páginas me martilleaba, despertando mi curiosidad. ¡Cinco unicornios y una perla! ¿Qué significaba todo eso?
A medida que avanzaba, me di cuenta cada vez más de que un poder que no era mi propia voluntad estaba guiando mis pasos. Sin embargo, cuando me detuve momentáneamente, esa atracción se apoderó de mí de manera tan inexorable como el deseo de un narcótico.
Muy lejos, en Easterly Street, me encontré con un alto muro de piedra que flanqueaba la acera. Por encima de su ornamentada parte superior pude ver las sombras de un edificio oscuro bien asentado en el terreno. Una puerta de hierro forjado en la pared se abrió a una vista de abandono salvaje. Envuelto por la luz de la luna, un viejo patio sembrado de fuentes, bancos de piedra y estatuas yacía enredado en la maleza. Las ventanas del edificio, que evidentemente había sido una vez una vivienda privada, estaban tapiadas, todas excepto las de una pequeña torre o cúpula que se elevaba hasta un punto en el frente. Y aquí el cristal de las ventanas captó la luz gris azulada y la refractó hacia las sombras.
Ante esa puerta, mis pies se detuvieron como muertos. El poder psíquico que me había estado guiando ahora se había convertido en una realidad. Emanaba directamente del patio, atrayéndome hacia él con una intensidad que sofocó toda desgana.
Curiosamente, la puerta estaba abierta; y sintiéndome como un hombre en trance, moví las bisagras chirriantes y entré, abriéndome camino por un sendero lleno de hierba hasta uno de los bancos. Parecía que una vez dentro del patio los sonidos distantes de la ciudad se apagaban, dejando un silencio roto solo por el viento que susurraba entre la maleza alta y muerta. Al levantarse ante mí, el edificio con sus alas oscuras, cúpula y fachada se parecía extrañamente a un perro colosal, agachado y listo para saltar.
Había varias fuentes, curtidas por la intemperie y adornadas con curiosas figuras, a las que en ese momento solo presté atención ocasional. Más adelante, medio escondida por la maleza, estaba la estatua de tamaño natural de un niño arrodillado en posición de oración. La erosión de la piedra blanda había desfigurado el rostro y, en la penumbra, los rasgos tallados presentaban una expresión extrañamente grotesca y repugnante.
No sé cuánto tiempo estuve allí sentado en silencio. El entorno bajo la luz de la luna se mezclaba armoniosamente con mi estado de ánimo. Pero más que eso, parecía físicamente incapaz de despertarme y seguir adelante.
Fue con una rapidez que me puso de pie electrizado que me di cuenta del significado de los objetos que me rodeaban. Quieto, permanecí allí, recorriendo con la mirada salvajemente de un lugar a otro, negándome a creer. Seguramente debía estar soñando. En nombre de todo lo que era inusual, esto... absolutamente no podía ser. Y, sin embargo…
Fue la fuente a mi lado lo que me llamó la atención primero. En la parte superior del agua había cinco unicornios de piedra, todos idénticamente tallados, cada uno parecía seguir al otro en una procesión galopante. Mirando más lejos, impulsado ahora por un recuerdo enloquecido, vi que la cúpula, que se elevaba por encima de la casa, eclipsaba los rayos de la luna y proyectaba una sombra larga y puntiaguda sobre el suelo a mi izquierda. La otra fuente, a cierta distancia, estaba adornada con la figura de un pez de piedra, un pez cuyas cuencas vacías miraban lascivamente en mi dirección. Y el punto culminante de todo: ¡la pared! A intervalos de tres pies en la parte superior de la extensión de la calle se montaban formas de pájaros en piedra tosca y tallada. Contándolos, supe que esos pájaros eran veintiséis arrendajos azules.
Indiscutiblemente, por sorprendente e imposible que pareciera, ¡estaba en el mismo escenario que describía el libro de Larla! Fue una revelación asombrosa, y mi mente se tambaleó al pensar en ella. ¡Qué extraño que me sintiera atraído por una parte de la ciudad que nunca antes había frecuentado y arrojado en medio de una narración escrita casi un año antes!
Veía ahora que Alessandro Larla, escribiendo como paciente en la institución para dementes, se había apoderado de detalles aislados pero se olvidó de explicarlos. He aquí un problema para el psicólogo, el loco, el simbólico, la increíble historia del italiano muerto. Estaba desconcertado y medité en busca de una respuesta.
Como para calmar mi perturbación, entró sigilosamente en el patio un leve olor a perfume. Tocó agradablemente mis fosas nasales, pareció fundirse con la luz de la luna. Respiré profundamente mientras estaba junto a la fuente. Pero lentamente ese olor se hizo más notorio, más fuerte, un olor dulce y enfermizo que comenzó a deslizarse por mis pulmones como humo. ¡Heliotropo! El aroma a miel cubrió el jardín, espesó el aire.
Y luego vino mi segunda sorpresa de la noche. Buscando para descubrir la fuente de la fragancia vi frente a mí, sentada en otro banco de piedra, a una mujer. Estaba vestida completamente de negro y su rostro estaba oculto por un velo. Ella parecía no darse cuenta de mi presencia. Tenía la cabeza ligeramente inclinada y toda su posición sugería una persona en profunda contemplación.
También noté la cosa que estaba agachada a su lado. Era un perro, un bruto tremendo con una cabeza extrañamente desproporcionada y ojos tan grandes como cucharas. Me quedé mirándolos. Aunque el aire era bastante frío, la mujer no llevaba abrigo, solo el vestido negro, aliviado únicamente por la blancura de su cuello.
Con un suspiro de pesar por haber perturbado mi placentera soledad, crucé el patio hasta que me paré a su lado. Sin embargo, ella no reconoció mi presencia y, aclarándome la garganta, dije vacilante:
—Supongo que usted es la dueña. Yo... realmente no sabía que el lugar estaba ocupado, y la puerta... bueno, la puerta estaba abierta. Lamento haber traspasado.
Ella no respondió, y el perro simplemente me miró. No salieron a mis labios palabras elegantes de despedida, y me dirigí vacilante hacia la puerta.
—Por favor, no te vayas —dijo de repente, mirando hacia arriba—. Estoy sola. ¡Oh, si supieras lo sola que estoy!
Se movió a un lado del banco y me indicó que me sentara a su lado. El perro siguió examinándome con sus grandes ojos.
Si era la cercanía de ese olor a heliotropo, lo repentino de todo, o tal vez la luz de la luna, no lo supe, pero al escuchar sus palabras, un estremecimiento de placer me recorrió y acepté el asiento ofrecido.
Siguió un intervalo de silencio, durante el cual busqué un medio para iniciar una conversación. Pero de repente ella se volvió hacia la bestia y dijo en alemán:
—¡Fort mit dir, Johann!
El perro se puso de pie obedientemente y se escabulló hacia las sombras. Lo miré por un momento hasta que desapareció en dirección a la casa. Entonces la mujer me dijo en inglés, que era un poco forzado y marcado con acento:
—Han pasado siglos desde que hablé con alguien ... Somos extraños. No te conozco, y tú no me conoces a mí. Sin embargo, los extraños a veces encuentran en el otro un vínculo de interés suponiendo que olvidemos las costumbres y la formalidad de presentación?
Por alguna razón sentí que mi pulso se aceleraba cuando dijo eso.
—Por favor, hagámoslo —respondí—. Un lugar como este es una presentación suficiente. Dime, ¿vives aquí?
Ella no respondió por un momento, y comencé a temer haber tomado su sugerencia demasiado rápido. Luego comenzó lentamente:
—Mi nombre es Perle von Mauren, y realmente soy una extraña en su país, aunque llevo aquí más de un año. Mi hogar está en Austria, cerca de lo que ahora es la frontera checoslovaca. Verá, fue para encontrar a mi único hermano que vine a los Estados Unidos. Durante la guerra fue teniente del general Mackensen, pero en abril de 1916 fue reportado como desaparecido.
»La guerra es una cosa cruel. Tomó nuestro dinero; tomó nuestro castillo en el Danubio, y luego… a mi hermano. Los años siguientes fueron horribles. Vivimos siempre en la duda, esperando contra toda esperanza que él todavía viviera. Después del Armisticio, un colega afirmó haber servido junto a él en la excavación de tumbas en un campo de prisioneros francés cerca de Monpre. Y más tarde llegó el rumor de que estaba en los Estados Unidos. Reuní tanto dinero como pude y vine aquí en su búsqueda.
Su voz se fue apagando y se sentó en silencio mirando la maleza. Cuando reanudó, su voz era baja y vacilante.
—Yo... lo encontré... pero, ¡por Dios!, ojalá no lo hubiera hecho. Él ya no estaba vivo.
La miré fijamente.
—¿Muerto? —pregunté.
El velo tembló como si lo moviera un estremecimiento, como si sus pensamientos hubieran exhumado algún terrible acontecimiento del pasado. Inconsciente de mi interrupción, continuó:
—Esta noche vine aquí, no sé por qué, simplemente porque la puerta estaba abierta y había un lugar de silencio dentro. ¿Te aburren mis confidencias e historia personal?
—Para nada —respondí—. Yo mismo vine aquí por casualidad. Probablemente la belleza del lugar me atrajo. De vez en cuando me dedico a la fotografía amateur y reacciono fuertemente a escenas inusuales. Esta noche fui a dar un paseo de medianoche para aliviar mi mente del mal efecto de un libro que estaba leyendo.
Ella dio una respuesta extraña a eso, una respuesta alejada de nuestra línea de pensamiento y que pareció una interjección que se le escapó involuntariamente.
—Los libros —dijo— son cosas poderosas. Pueden encadenar a uno más que las paredes de una prisión.
Ella captó mi mirada perpleja ante el comentario y añadió apresuradamente:
—Es extraño que nos encontremos aquí.
Por un momento no respondí. Estaba pensando en su perfume de heliotropo, que para una mujer de su aparente cultura se aplicaba en una cantidad demasiado grande para mostrar buen gusto. Me asaltó la impresión de que el perfume encubría algún secreto, que si lo quitaba encontraría... ¿pero qué?
Pasaron las horas y seguimos sentados, hablando, disfrutando de la compañía del otro. Ella no se quitó el velo; y aunque estaba ardiendo de deseo por ver sus rasgos, no me había atrevido a pedírselo. Un extraño nerviosismo se apoderó de mí. La mujer era una conversadora encantadora, pero había en ella algo indefinible que produjo en mí una clara sensación de malestar.
Sucedió unos momentos antes de los primeros rayos de un amanecer. Ahora que miro hacia atrás, incluso con objetos y pensamientos mundanos alrededor, no es difícil darme cuenta del significado de esa visión. Pero en ese momento mi cerebro estaba demasiado inmerso en un torbellino como para entender.
Una delgada sombra que se movía a través del jardín atrajo mi mirada hacia la noche que me rodeaba. Miré hacia arriba, por encima de la torre de la casa desierta, y me sobresalté como si me hubieran dado un golpe. Por un momento pensé que había visto una curiosa formación de nubes bajando directamente sobre mí, una nube negra e impenetrable con dos extremos en forma de alas, extrañamente en la forma de un monstruoso murciélago volador.
Parpadeé con fuerza y miré de nuevo.
—¡Esa nube! —exclamé—. ¡Esa extraña nube! ¿La has visto?
Me detuve y miré tontamente.
El banco a mi lado estaba vacío. La mujer había desaparecido.
Durante el día siguiente, me dediqué a mis deberes profesionales en el bufete de abogados con sólo la mitad de interés, y mi socio me miró de manera extraña varias veces cuando me encontró murmurando para mí mismo. Los incidentes de la noche anterior pasaban por mi mente. Preguntas incontestables me martillearon. Que me hubiera topado con los mismos detalles descritos por el loco Larla en su extraño libro: el pez lascivo, el niño que ora, los veintiséis arrendajos, la sombra puntiaguda de la cúpula... era inexplicable.
Cinco unicornios y una perla. Los unicornios eran las estatuas de piedra que adornaban la antigua fuente, sí, pero, ¿y la perla? Con un sobresalto, recordé de repente el nombre de la mujer de negro: Perle von Mauren. ¿Qué significaba?
La cena tuvo poco atractivo para mí esa noche. Antes había ido al anticuario y le rogué que me prestara la secuela, el segundo volumen de su hermano Alessandro. Cuando se negó, objetó que aún no había devuelto el primer libro. Mis nervios de repente se pusieron de punta. Me sentí como un adicto a los narcóticos al darse cuenta de que no podía conseguir la droga deseada. Desesperado, aunque sin saber por qué, le ofrecí más dinero, hasta que por fin me fui. Mi capacidad de persuasión y mi bolsillo triunfaron.
El segundo volumen era idéntico en el exterior a su predecesor, excepto que no tenía título. Pero si esperaba más revelaciones en el simbolismo, estaba condenado a la decepción. El texto de la secuela era aún más vago. Obviamente eran las divagaciones de un cerebro loco. Al observar las oraciones de cerca, deduje que Alessandro Larla había hecho un segundo viaje a su corte de los veintiséis arrendajos y allí volvió a encontrar su perla.
El párrafo final me desconcertó. Decía:
«¿Puede ser posible? Rezo para que no lo sea. Y, sin embargo, lo he visto y lo he oído gruñir. ¡Oh, la repugnante criatura! No lo haré, no lo creeré.»
Cerré el libro e intenté desviar mi atención a otra parte, puliendo la lente de mi nueva cámara portátil. Pero de nuevo, como antes, me invadió el mismo impulso, el mismo deseo de visitar el jardín. Confieso que había observado las horas intermedias hasta que me encontraría de nuevo con una mujer de negro; por extraño que parezca, a pesar de su abrupta retirada, nunca dudé de que estaría allí esperándome. Quería que ella levantara el velo. Quería hablar con ella. Quería sumergirme una vez más en la narrativa del libro.
Sin embargo, todo el asunto parecía ridículo y luché contra la sensación con cada gramo de fuerza de voluntad. Entonces, de repente, se me ocurrió la fotografía extraordinaria que sería, sentada en el banco de piedra, vestida de negro, con el fondo clásico del antiguo patio. Si solo pudiera captar la escena en la placa fotográfica...
Medité un momento. Con una nueva lámpara de destello eléctrica, ese práctico invento que ha suplantado a la vieja pólvora destellante, podría iluminar el jardín y tomar la foto con facilidad. Y si el resultado fuera satisfactorio, haría una valiosa contribución al Concurso Internacional de Cámara en Ginebra el próximo mes.
La idea me atrajo y, reuniendo el equipo necesario, me puse un abrigo (porque era una noche húmeda y fría), salí de mis habitaciones y me dirigí hacia el norte. ¡Loco y tonto! ¡Si tan solo me hubiera detenido en ese momento, devolviendo el libro al anticuario! Pero la extraña acción magnética se había apoderado de mí, y me precipité de cabeza al horror.
Una lluvia otoñal golpeaba el pavimento y las calles estaban desiertas. Sin embargo, hacia el este, el pesado manto de nubes brillaba con un suave resplandor donde la luna estaba tratando de abrirse paso, y un fuerte viento del sur prometía despejar los cielos en poco tiempo. Con el cuello de mi abrigo bien levantado, pasé una vez más a la sección más antigua de la ciudad. Encontré la puerta de acceso a los jardines sin llave, como antes.
La mujer no estaba allí. Aún era temprano y no dudé ni por un momento de que ella aparecería más tarde. Absorto por el entusiasmo de mi plan, coloqué la cámara con cuidado en la fuente de piedra, acomodando el objetivo lo mejor que pude en el banco donde nos habíamos sentado la noche anterior. Puse a mano la lámpara de destello.
Apenas había terminado mis arreglos cuando el crujido de la grava en el camino me hizo girar. Ella se estaba acercando al banco de piedra, fuertemente velada como antes y con el mismo vestido negro amplio.
—Has venido de nuevo —dijo mientras ocupaba mi lugar a su lado.
—Sí —respondí—. No podía mantenerme alejado.
Nuestra conversación esa noche se centró gradualmente en su hermano muerto, aunque pensé varias veces que la mujer trataba de evitar el tema. Había sido, al parecer, la oveja negra de la familia, había llevado una vida más o menos disoluta y había sido expulsado de la Universidad de Viena no solo por su falta de respeto a los pedagogos de las diversas ciencias, sino también por sus extraños y poco ortodoxos artículos sobre filosofía. Sus sufrimientos en el campo de prisioneros de guerra deben haber sido intensos. Con una especie de sombrío deleite, se detuvo en sus horribles experiencias en el detalle de la excavación de tumbas que le había contado el compañero oficial. Pero de la forma en que había encontrado su muerte, ella no dijo absolutamente nada.
Más fuerte que la noche anterior era el dulce olor a heliotropo. Y de nuevo, mientras los vapores se deslizaban nauseabundamente por mis pulmones, me llegó la misma sensación de nerviosismo, la misma sensación de que el perfume ocultaba algo. El deseo de ver debajo del velo se había vuelto enloquecedor en ese momento, pero todavía me faltaba valor para pedirle que lo levantara.
Hacia la medianoche el cielo se despejó y la luna en un espléndido contraste brilló en lo alto. Había llegado el momento de mi foto.
—Quédate donde estás —dije—. Regreso en un momento.
Me acerqué a la fuente y agarré la lámpara de flash, la sostuve en alto por un instante y coloqué mi dedo en la palanca del obturador de la cámara. La mujer permaneció inmóvil en el banco, evidentemente desconcertada por el significado de mis movimientos. Un clic y una deslumbrante luz blanca envolvió el patio a nuestro alrededor. Por un breve segundo, ella estuvo delineada allí contra la vieja pared. Luego volvió la luz azul de la luna y yo sonreía satisfecho.
—Debería ser una imagen hermosa —dije.
Ella se puso de pie de un salto.
—¡Tonto! —gritó con voz ronca—. ¡Estúpido! ¿Qué has hecho?
A pesar de que el velo estaba allí para ocultar su rostro, tuve la impresión de que sus ojos me miraban furiosos, ardiendo con odio. La miré con curiosidad mientras estaba de pie, con la cabeza echada hacia atrás, aparentemente tensa como un alambre, y un lento escalofrío se deslizó por mi espalda. Luego, sin previo aviso, recogió su vestido y corrió por el sendero hacia la casa desierta. Un momento después, había desaparecido en algún lugar entre las sombras de los arbustos gigantes.
Me quedé junto a la fuente, mirándola, aturdido. De repente, en la sombra de la fachada de la casa se elevó un gruñido animal.
Y luego, antes de que pudiera moverme, una enorme forma gris apareció entre las largas hierbas, dando grandes saltos directamente hacia mí. Era el perro que había visto con ella la noche anterior. Pero ya no era una fiera pasiva y silenciosa. Su rostro estaba contorsionado por una furia diabólica, y sus mandíbulas chorreaban. Incluso en ese momento de terror, cuando me quedé congelado ante él, la vista de esas fosas nasales blancas y esos ojos negros imprimió en mi mente, para nunca más olvidarlo.
Entonces cayó sobre mí. Solo tuve tiempo de empujar la linterna hacia arriba como medio de protección y tirar mi peso hacia un lado. Mi brazo saltó en retroceso. La bombilla explotó y pude sentir esos dientes apretando con fuerza el mango. Caí de espaldas, un grito llegó a mis labios, una terrible pesadez se apoderó de mi cuerpo.
Golpeé frenéticamente, golpeé con mis puños esa cara que gruñía. Mis dedos tantearon ciegamente en busca de su garganta, se hundieron profundamente en la carne velluda. Podía sentir su propio aliento mezclándose con el mío. La presión de mis manos era brutal. El perro tosió y retrocedió. Aprovechando ese instante, luché por ponerme de pie, salté hacia adelante y le di una patada terrible directamente en el medio del vientre.
—¡Fort mit dir, Johann! —grité, recordando el dominio alemán de la mujer.
Dio un salto hacia atrás y, con los colmillos al descubierto, me miró fijamente por un momento. Luego, de repente, giró y se escabulló entre la maleza.
Débil y temblando, me recompuse, tomé mi cámara y atravesé la puerta hacia casa.
Pasaron tres días. Esas horas interminables que pasé confinado en mi apartamento sufriendo las torturas de los condenados.
Al día siguiente de la noche de mi terrible experiencia con el perro, me di cuenta de que no estaba en condiciones de ir a trabajar. Bebí dos tazas de café negro y me obligué a sentarme en silencio, con la esperanza de calmar mis nervios. Pero la vista de la cámara sobre la mesa me excitó a la acción. Cinco minutos después estaba en mi estudio revelando la foto que había tomado la noche anterior. Trabajé febrilmente, impulsado por la idea de la contribución inusual que haría para el concurso, si el resultado fuera exitoso.
Una exclamación salió de mis labios mientras miraba la impresión todavía húmeda. Estaba el viejo jardín, claro y nítido con los arbustos, la estatua del niño, la fuente y la pared al fondo, pero el banco… el banco de piedra estaba vacío. No había ni rastro, ni siquiera un borrón de la mujer de negro.
Pasé el negativo a través de una solución saturada de cloruro de mercurio en agua, luego lo traté con oxalato ferroso. Pero incluso después de este proceso de intensificación, la segunda impresión era como la primera, enfocada en cada detalle, con el banco en primer plano con un relieve nítido, pero sin rastro de la mujer.
Ella estaba a la vista cuando abrí el postigo. De eso estaba seguro. Y mi cámara estaba en perfectas condiciones. Entonces, ¿qué estaba mal? No creería lo que veían mis ojos hasta que no hubiera mirado la impresión con atención a la luz del día. No encontré ninguna explicación, ninguna en absoluto; y finalmente, confundido, volví a la cama y caí en un sueño profundo.
Dormí todo el día. Horas más tarde me pareció despertar de una vaga pesadilla y no tuve fuerzas para levantarme. Me había abrumado una gran debilidad física. Mis brazos, mis piernas, yacían como cosas muertas. Mi corazón palpitaba débilmente. Todo estaba en silencio, tan quieto que el reloj de mi escritorio marcaba claramente cada segundo que pasaba. La cortina se agitó con la brisa nocturna, aunque estaba seguro de que había cerrado la ventana cuando entré en la habitación.
¡Y luego, de repente, eché la cabeza hacia atrás y grité! ¡Porque lentamente, entrando en mis pulmones, estaba ese detestable olor a heliotropo!
Por la mañana descubrí que no había sido un sueño. Me zumbaba la cabeza, me temblaban las manos y estaba tan débil que apenas podía estar de pie. El médico al que llamé se veía serio al tomarme el pulso.
—Está al borde de un colapso total —dijo—. Si no se permites un descanso puede afectar su mente de forma permanente. Tómese las cosas con calma por un tiempo. Y si no le importa, cauterizaré esos dos pequeños cortes en su cuello. Son heridas bastante abiertas. ¿Qué las causó?
Me llevé los dedos a la garganta y los aparté de nuevo, empapados de sangre.
—Yo... no sé —titubeé.
Se ocupó de sus medicinas y unos minutos más tarde tomó su sombrero.
—Le aconsejo que no se levante de la cama durante al menos una semana —dijo—. Entonces le haré un examen completo y veré si hay signos de anemia.
Pero cuando salió por la puerta pensé ver una expresión de desconcierto en su rostro.
Esas horas posteriores permitieron que mis pensamientos se volvieran locos una vez más. Juré que lo olvidaría todo, volvería a mi trabajo y nunca volvería a mirar los libros. Pero sabía que no podía. La mujer de negro persistió en mi mente, y cada minuto lejos de ella se convirtió en una tortura. Pero más que eso, si había habido un impulso decidido de continuar leyendo en el segundo libro, el deseo de ver el tercero, el último de la trilogía, se fue convirtiendo lentamente en una obsesión.
Al final no pude soportarlo más, y en la mañana del tercer día tomé un taxi hasta la tienda de antigüedades y traté de persuadir a Larla para que me diera el tercer volumen de su hermano. Pero el italiano se mantuvo firme. Ya me había llevado dos libros, ninguno de los cuales había devuelto. Hasta que los trajera de vuelta, él no escucharía. En vano traté de explicar que uno no tenía ningún valor sin la secuela y que quería leer toda la narrativa como una unidad. Simplemente se encogió de hombros.
Un sudor frío brotó de mi frente cuando escuché mi deseo desatendido. Argumente. Supliqué. Pero fue en vano.
Por fin, cuando Larla se volvió hacia el otro lado, agarré el tercer libro al verlo tirado en el estante, lo metí en mi bolsillo y salí con aire de culpabilidad. No me disculpé por mi acción. A la luz de lo que se desarrolló más tarde, puede considerarse una tentación inspirada, porque mi voluntad en ese momento era una cosa conquistada.
De regreso a mi apartamento, me dejé caer en una silla y me apresuré a abrir la manta de terciopelo. Aquí estaba la última crónica de esa extraña serie de eventos que se habían convertido tan completamente en parte de mi vida durante los últimos cinco días. El volumen tres de Larla. ¿Se explicaría todo en sus páginas? Si era así, ¿qué secreto se revelaría?
Con la luz de una lámpara de lectura brillando por encima del hombro, abrí el libro, lo hojeé lentamente, maravillándome de nuevo por la exquisita impresión a mano. Entonces, mientras estaba allí sentado, me pareció que una nube casi palpable de silencio se apoderaba de mí, amortiguando los sonidos distantes de la calle. Algo indefinible parecía prohibirme leer más. La curiosidad, ese extraño impulso me dijo que continuara. Lentamente, comencé a pasar las páginas, una a una.
Simbolismo de nuevo. Vaguedades sin sentido.
¡Pero de repente mis dedos se detuvieron! Mis ojos habían visto el último párrafo de la última página, los últimos escritos de Alessandro Larla. Leí, releí y volví a leer esas palabras blasfemas. Seguí cada palabra a la luz de la lámpara, lenta y cuidadosamente, letra por letra. Entonces el horror estalló dentro de mí.
En tinta rojo sangre, las líneas decían:
***
¿Qué debo hacer? Ella ha drenado mi sangre y corrompido mi alma. Mi perla es negra como todo mal. La maldición sea sobre su hermano, porque es él quien la hizo así. Rezo para que la verdad en estas páginas los destruya.
Que el cielo me ayude, Perle von Mauren y su hermano, Johann, son vampiros.
***
Me incorporé de golpe.
¡Vampiros!
Me agarré al borde de la mesa y me quedé allí, balanceándome. ¡Vampiros! Esas criaturas horribles con ansias de sangre humana que toman la forma de hombres, murciélagos, perros.
Los acontecimientos de los últimos días se alzaban ante mí con todo su horror ahora, y podía ver el oscuro significado de cada detalle. El hermano, Johann, en algún momento desde la guerra se había convertido en vampiro. Cuando la mujer lo buscó años después, él también le había impuesto esta terrible existencia.
Con el jardín como guarida, los dos habían enredado al pobre Alessandro Larla en sus serpentinas espirales un año antes. Había amado a la mujer, la había adorado. Y luego había encontrado la terrible verdad que lo había vuelto completamente loco. Sí, pero no lo suficiente como para evitar que escribiera el hecho en sus tres libros encuadernados en terciopelo.
Arranqué el primer libro de la mesa y abrí la tapa. Allí vi de nuevo esas líneas garabateadas que antes no habían significado nada para mí.
«Revelaciones destinadas a destruir, pero sólo vinculantes sin la estaca. Lee, tonto y entra en mi campo, porque estamos encadenados al lugar. Oh, ay de Larla.»
Perle von Mauren había escrito eso. Los libros no habían puesto fin a la vida malvada de ella y su hermano. No, solo una cosa puede hacer eso. Sin embargo, las exposiciones no se habían escrito en vano. Fueron registradas para que las viera la posteridad mortal.
Esos libros ataron a los dos vampiros, Perle von Mauren y Johann, al viejo jardín, impidieron que deambularan por las calles nocturnas en busca de víctimas. Solo podían atacar a quienes hayan atravesado esa puerta. Era la vieja ley metafísica: el mal se encoge ante la verdad.
Sin embargo, los libros también habían abierto una nueva vía para sus ataques. Una vez inmerso en las páginas de la trilogía, el lector caía impotente en sus garras. Esas líneas impresas se habían convertido en los confines de su red. Eran una red de trampas dentro de la cual siempre se agazapaba el poder de los vampiros.
Por eso mi vida se había mezclado de manera tan extraña con la historia de Larla. En el momento en que fijé mis ojos en el párrafo inicial, caí en sus espirales como lo habían hecho con Larla un año antes, había sido arrastrado implacablemente hacia los tentáculos de la mujer de negro. Una vez que pasé la puerta del jardín, el hechizo vinculante de los libros desapareció, y fueron libres de perseguirme y...
Una sensación de vértigo se apoderó de mí. Ahora comprendí por qué el médico se había quedado perplejo. Ahora vi la razón de mi debilidad física. ¡Ella había estado deleitándose con mi sangre! Pero si Larla había ignorado la única forma de deshacerse de una criatura así, yo no. No había ido de vacaciones al sur de Europa sin aprender algo de estos antiguos males.
Frenéticamente miré alrededor de la habitación. Una silla, una mesa, una de mis cámaras con su largo trípode. Agarré una de las patas de madera del trípode en mis manos y la rompí sobre mi rodilla. Luego, agarrando los dos pedazos rotos, ambos ahora con puntas astilladas afiladas, salí corriendo sin sombrero por la puerta hacia la calle.
Un momento después, estaba yendo hacia el norte en un taxi con destino a Easterly Street.
—¡De prisa! —ordené al conductor mientras miraba el sol poniente—. Más rápido, ¿me oyes?
Rodamos a lo largo de las calles transversales hacia los antiguos suburbios. Cada parada de tráfico me encontraba furioso por el retraso. Pero por fin nos detuvimos ante el muro del jardín.
Abrí la puerta de hierro forjado y con las piezas de madera del trípode todavía bajo el brazo, entré corriendo. El patio era un lugar de realidad a la luz del día, pero la mampostería enmohecida y las malas hierbas enmarañadas estaban empapadas en silencio como antes.
Subí los podridos escalones hasta la entrada principal. La puerta estaba tapiada y cerrada. Volví sobre mis pasos y comencé a rodear la pared sur del edificio. Esa fue la dirección que vi tomar a la mujer cuando huyó después de que yo intentara tomarle una foto. Bien hacia la parte trasera del edificio llegué a una pequeña puerta entreabierta que conducía al sótano. En el interior, envuelto en tinieblas, un pasillo estrecho se extendía ante mí. El suelo estaba sembrado de escombros y mampostería caída, el techo estaba entrelazado con miles de telarañas.
Tropecé hacia adelante, mis ojos se acostumbraron rápidamente a la penumbra de las ventanas casi opacas. Al final del pasillo, una segunda puerta bloqueaba mi paso. La abrí de un empujón y me quedé allí, balanceándome en el alféizar, mirando hacia adentro.
Más allá había una pequeña habitación, de apenas tres metros cuadrados, con un techo de vigas bajas. Y a la luz de la puerta abierta vi, uno al lado del otro, en el centro del piso, dos ataúdes de madera blanca.
No sé cuánto tiempo estuve allí, apoyado débilmente contra la pared de piedra. Había un olor que salía de esa cámara. ¡Heliotropo! Pero heliotropo contaminado por el olor podrido de una tumba antigua.
Entonces, de repente, salté al ataúd más cercano, agarré su tapa y la abrí.
Ojalá pudiera olvidar lo que ví con mis propios ojos. Allí estaba la mujer de negro… desvelada.
Ese rostro era divinamente hermoso, el cabello negro y las mejillas de un blanco clásico. ¡Pero los labios! De repente me enfermé al mirarlos. Eran escarlata... y pegajosos con sangre humana.
Tomé una de las estacas, agarré una losa del suelo y con el extremo puntiagudo de la madera apoyado directamente sobre el corazón de la mujer, le di un golpe estrepitoso. La estaca penetró hacia abajo. Una violenta contorsión sacudió el ataúd. Me subió a la cara un cálido y nauseabundo aliento de descomposición.
Giré y abrí la tapa del ataúd de su hermano. Dándole sólo una mirada al joven rostro masculino teutónico, levanté la otra estaca en el aire y la bajé apuñalando con toda la fuerza de mi brazo derecho.
En los ataúdes, mirándome desde las órbitas sin ojos, había dos esqueletos grises y podridos.
El resto no es más que un vago sueño. Recuerdo que salí corriendo por el sendero que conducía a la puerta y hacia el Este, lejos de ese maldito jardín de los arrendajos.
Finalmente, completamente exhausto, llegué a mi apartamento. Ese entorno mundano que me enfrentó fue como un bálsamo para mis ojos. Pero en mi mirada se centraron tres objetos que yacían donde los había dejado: los tres tomos de Larla.
Los arrojé a las brasas.
Hubo un siseo instantáneo, y una llama amarilla se elevó y comenzó a devorar el terciopelo. El fuego se hizo más alto... más alto... y disminuyó lentamente. Y cuando la última chispa brillante se transformó en ceniza ennegrecida, me invadió una poderosa sensación de tranquilidad y alivio.
Carl Jacobi (1908-1997)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Carl Jacobi.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Carl Jacobi: Revelaciones en negro (Revelations in Black), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Hay algo para destacar en el relato. Es el poder que se le atribuye a la escritura, son los libros que han limitado a la vampira y a su hermano, quien la tranformó. Como si las palabras de un escritor pudieran alterar a la realidad. Lo que explicaría el poder de los conjuros, las invocaciones.
Y el enamoramiento por la vampira, que lo hizo abstener de recurrir a un recurso más drástico, el de la estaca en el corazón.
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