«La maldición de la casa»: Robert Bloch; relato y análisis.
La maldición de la casa (The Curse of the House) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en la edición de febrero de 1939 de la revista Strange Stories, y luego reeditado en la antología de 1945: Dama en peligro (Lady in Danger).
La maldición de la casa, probablemente uno de los cuentos de Robert Bloch menos conocidos, relata la historia de Will Banks, un hombre aficionado al ocultismo, quien rastrea la ubicación de una antigua casa en Escocia, la Casa Droome, sede de antiguas ceremonias satánicas, y que ha sobrevivido más de trescientos años guardando un increíble secreto en su interior (ver: Casas Embrujadas vs. Casas Malditas).
SPOILERS.
La Casa Dromme es, literalmente, una entidad orgánica (ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico). Posee una voluntad propia, producto de las trece generaciones de nigromantes que vivieron allí. El protagonista de la historia penetra en sus secretos, pero es atacado por el último descendiente de los Dromme. En los sótanos de la casa, Will Banks asesina a su atacante, y en un arrebato de locura quema la casa. Pero su voluntad, y su deseo de venganza, sobreviven al fuego.
La maldición de la casa de Robert Bloch es esencialmente la historia de una casa que busca vengarse. ¿Pero cómo podría hacerlo luego de haber sido reducida a cenizas? El autor lo resuelve de un modo muy ingenioso: la Casa Dromme puebla las visiones del protagonista, cada vez más cerca de él, hasta que finalmente es inevitable que éste cruce las puertas (ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror).
Durante un cuestionable tratamiento psiquiátrico, Will Banks es llevado al campo, donde la Casa Dromme vuelve a aparecer ante él en lo alto de una colina. Incapaz de contenerse, el protagonista es absorbido por la casa; recorre sus pasillos, sus habitaciones, sus sótanos, en una pantomima ridícula observada por su psiquiatra, que solo ve a su paciente moviéndose en la colina. Eventualmente, el pobre Will Banks llega al sitio donde asesinó al último descendiente de los Droome, y la venganza de la casa se consuma (ver: Lo Subterráneo en la ficción).
La maldición de la casa de Robert Bloch es un excelente relato, y una de las versiones más interesantes del arquetipo de la casa embrujada, una capaz de seguirte, de perseguirte, incluso cuando materialmente fue destruida (ver: El Horror siempre viene desde el Sótano)
La maldición de la casa.
The Curse of the House, Robert Bloch (1917-1994)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
—¿Has oído hablar de casas embrujadas?
Asentí lentamente.
—Bueno, este caso es diferente. No tengo miedo de una casa embrujada. Mi problema es que hay una casa que me persigue.
Permanecí en silencio durante un largo momento, mirando a Will Banks sin comprender. A su vez, él me miró con calma, su rostro largo y delgado era impasible, y sus ojos grises brillaban de manera bastante racional mientras se enfocaban al azar en varios objetos de mi oficina.
Pero una leve, casi imperceptible contracción de los labios indicó las indudables tendencias hiperneurasténicas que ocultaba su calma exterior. Sin embargo, reflexioné, el hombre tenía coraje. Las víctimas de la alucinación y la obsesión suelen ser bastante desenfrenadas, y sus tendencias esquizoides generalmente se manifiestan sin control. Pero Will Banks tenía agallas.
Hay una casa que me persigue. Lo había dicho con toda naturalidad, con absoluta calma. Demasiada, de hecho. Si hubiera estado histérico al respecto, o melodramático, entonces indicaría que se percibía como víctima de una obsesión y que estaba tratando de luchar contra ella. Pero esta aceptación implicaba una fe implícita en su engaño. Una mala señal.
—Quizás sea mejor que me cuentes la historia desde el principio —dije, un poco nervioso—. Porque hay una historia, supongo.
La cara de Banks, de repente, mostró una genuina agitación. Una mano se levantó inconscientemente para apartar su cabello rubio y lacio de la frente sudorosa. Su boca se torció más perceptiblemente.
—Hay una historia. doctor —dijo. No es una historia fácil de contar para mí, y no será una historia fácil de creer. Pero es verdad, Dios mío —estalló—. ¿No lo entiendes? Eso es lo que lo hace tan horrible. Que sea verdad.
Adopté un recurso profesional: ignoré su emoción y le ofrecí un cigarrillo. Lo sostuvo con dedos nerviosos, sin encenderlo. Sus ojos buscaron los míos, implorantes.
—No se está riendo de mí, ¿verdad, doctor? En su profesión... — no podía decir la palabra psiquiatra) se deben escuchar muchas cosas extrañas, ¿no?
Asentí, ofreciéndole fuego. La primera bocanada de humo lo relajó.
—Doctor, otra cosa. Ustedes tienen algún tipo de juramento médico, ¿no? ¿Sobre violar las confidencias y todo ese tipo de cosas? Porque hay ciertos hechos...
—Por favor, señor Banks, comience —dije enérgicamente—. Le prometo que haré lo que pueda para ayudar, pero para hacerlo necesito absoluta sinceridad de su parte.
Will Banks habló.
—Le dije anteriormente que una casa me persigue. Bueno, eso es cierto, por extraño que parezca. Pero las circunstancias son aún más extrañas. Para empezar, voy a pedirle que crea en la brujería. ¿Entiende, doctor? Necesito que partamos desde esa premisa. No estoy discutiendo con usted para convencerlo, aunque creo que eso se puede hacer. Simplemente le pido que mantenga la mente abierta.
Asentí.
Hace años, cuando fui a Edimburgo —continuó—, era un estudiante de las ciencias perdidas que los hombres eligen llamar las Artes Negras. Me interesaba el uso que los antiguos brujos hacían de los símbolos matemáticos en sus ceremonias, suponiendo que tal vez estaban empleando inconscientemente patrones geométricos que poseen las claves del cosmos exterior, incluso de la Cuarta Dimensión reconocida por los científicos modernos.
Pasé años en la búsqueda fascinante de la antigua adoración al diablo, viajando a Nápoles, Praga, Budapest, Colonia. No diré lo que llegué a creer, ni haré más que insinuar la supervivencia de la adoración al demonio en el mundo moderno. Baste decir que, después de un tiempo, establecí conexiones con el vasto sistema subterráneo que controla estos cultos secretos. Aprendí códigos, señales, misterios. Me aceptaron. Y el material para mi monografía se estaba acumulando.
Luego fui a Edimburgo, donde una vez todos los hombres creían en la brujería. En comparación, las brujas de Salem son cuentos infantiles. En Nueva Inglaterra vivían alrededor de veinte o treinta brujas, pero eso no es nada contra las treinta mil brujas y hechiceros de Edimburgo. Piénselo: hace trescientos años había treinta mil de ellos, reunidos en casas antiguas, arrastrándose a través de túneles subterráneos en los que yacían enterrados los secretos negros de sus cultos de sangre. Macbeth y Tam O’Shanter lo insinúan, pero vagamente.
Allí, en el antiguo Edimburgo, esperaba encontrar la corroboración final de mis teorías. Allí, en el verdadero caldero de las brujas, me instalé y comencé a investigar. Mis conexiones subterráneas me sirvieron, y después de un tiempo me admitieron en ciertas casas. En ellas conocí a personas que aún viven secretamente bajo la superficie de una ciudad escocesa moderna y tranquila. Algunas de esas viviendas tienen muchos cientos de años, todavía en uso, algunas en uso desde abajo. No, no voy a explicar eso.
Entonces conocí a Brian Droome. Le decían Brian el Negro, y en el aquelarre tenía otro nombre. Era un hombre gigantesco, barbudo y moreno. Cuando nos conocimos, recordé las descripciones sobre Gilles de Rais. De hecho, tenía sangre francesa, aunque sus antepasados se habían establecido en Edimburgo cientos de años atrás. Habían construido la casa de Brian, y era esta casa lo que particularmente quería ver.
Los antepasados de Brian Droome habían sido hechiceros. Lo sabía. En la infame historia secreta de los cultos europeos, el clan de Droome ocupó una detestable eminencia. Durante la gran locura de brujería de hace trescientos años, cuando los soldados del rey buscaron las madrigueras en las que los magos yacían ocultos, la Casa Droome fue una de las primeras en ser saqueadas.
Porque los Droom presidieron un culto verdaderamente terrible, y en sus grandes bodegas murieron treinta miembros de la familia ante los mosquetes de la indignada milicia. Y, sin embargo, la casa misma había sobrevivido. Mientras miles de viviendas saqueadas habían ardido en esas terribles noches, la Casa Droome había quedado demacrada y abandonada, pero intacta. Algunos de los miembros de la familia escaparon.
Esos sobrevivientes regresaron. La adoración continuó, pero en secreto ahora. Los Droom eran una raza devota, que no se movía fácilmente para abandonar sus principios religiosos. La casa se puso de pie, y la fe se puso de pie. Hasta este día.
Pero ahora solo quedaba Brian Droome, de toda la línea. Vivía solo en la vieja casa, un reputado estudiante de brujería que rara vez asistía a las reuniones en las colinas donde los creyentes aún invocaban al Padre Negro. Mis conexiones me aseguraron una presentación formal, ya que tenía muchas ganas de ver la antigua vivienda y mirar ciertas inscripciones y diseños que, según la leyenda, estaban grabados en las paredes de piedra de las bodegas.
Brian Droome. Oscuro, barbudo, ojos ardientes. ¡Inolvidable! Su personalidad era tan convincente como la de una serpiente, y tan malvada. Las generaciones lo habían moldeado en el epítome de un hechicero, un mago, un buscador de cosas prohibidas.
En su infancia leyó los libros negros en su vieja casa; en la madurez caminó por las sombras de sus pasillos en una atmósfera palpable de brujería. Y, sin embargo, no era un hombre silencioso, podía hablar de cualquier tema, y estaba notablemente bien informado y educado. En dos palabras: era culto.
Lo vi varias veces en... reuniones. Luego solicité el placer de visitarlo en su casa. Tuve que insistir, lo admito, porque era muy reacio. Con la excusa de mostrarle ciertas notas mías, por fin obtuve su consentimiento de mala gana. Otros expresaron asombro genuino cuando les comenté esto; parece que Droome nunca había permitido que extraños en la gran casa estuvieran solos en el sentido de que no entretenía a ninguna compañía humana.
Entonces llamé a Brian Droome. Cuando fui, como te dije, creía en la brujería; creía, es decir, que el arte se había practicado tenía una base científica, aunque no admití que sus logros estuvieran de alguna manera relacionados con lo sobrenatural. Pero cuando vi la Casa Droome comencé a cambiar de opinión. Incluso en ese momento, la primera visión de la casa me llenó de horror.
(Las últimas palabras parecieron explotar de Will Banks. Continuó, más suavemente que antes)
Debes anotar esto —continuó—, la casa se alzaba en una ladera contra el cielo del atardecer. Era una casa de dos pisos, con hastiales gemelos a cada lado de un techo con picos. La casa se levantaba de la colina como una cabeza gigantesca que emerge de una tumba. Los aguilones eran cuernos contra los cielos. Dos aleros sobresalientes eran orejas. La puerta era ancha como una boca sonriente. Había una ventana superior a cada lado de la puerta.
No diré que las ventanas eran como ojos. Eran ojos. A través de sus estrechas rendijas me miraron, me vieron acercarme. Sentí como nunca antes había sentido nada: que esta casa, esta vivienda centrada, poseía una vida propia; que se dio cuenta de mí, que me vio, que me escuchó venir.
Caminé por el sendero, sin embargo, porque no sabía lo que estaba por venir. Me acerqué y la boca se abrió, quiero decir, la puerta se abrió, y Brian me dejó entrar. Se abrió, insisto; Brian no la abrió. Eso fue horrible.
Era como si hubiera entrado en la cabeza de un monstruo; la cabeza de un monstruo pensante. Casi podía sentir el cerebro zumbar a mi alrededor, latiendo con pensamientos tan negros como las sombras en el pasillo largo, estrecho, y parecido a una garganta, por el que caminamos.
Ten paciencia conmigo mientras doy algunos detalles. Había un pasillo largo, con una escalera en el otro extremo, que se bifurcaba en habitaciones laterales. La primera habitación a la izquierda era el estudio al que Brian me llevó. ¡Qué bien conozco la geografía de esa casa! ¿Por qué no? La veo todas las noches en mis sueños.
Hablamos. Por supuesto, es importante mencionar de qué hablamos, pero realmente no puedo recordarlo. Brian, aunque era una personalidad inmensamente enérgica, palideció hasta la insignificancia al lado del peso ejercido por esa horrible casa. Si Brian Droome fue el producto de doce generaciones, entonces esta casa fue la encarnación de esas doce generaciones.
Era algo que había durado trescientos ochenta años, llena de vida todo ese tiempo. Llena de maldad, de experimentos extraños, gritos locos, oraciones roncas y respuestas aún más graves. Cientos de pies habían caminado allí, cientos de visitantes habían venido y salido. Algunos, muchos de hecho, no se habían ido. Y de ellos, la leyenda dice que algunos no eran hombres. La sangre había corrido en una corriente lenta y palpitante.
Y la casa, no Brian Droome, sino la casa, era una persona anciana que había visto todo el nacimiento, la vida y la muerte y lo que había más allá. Aquí estaba el verdadero mago, el verdadero espectador de todos los secretos. Esta casa lo había visto todo. Vivió, mientras se inclinaba hacia abajo desde la colina.
Mientras Brian hablaba y yo respondía automáticamente, seguía pensando en la casa. Este gran estudio, una sala monstruosa, llena de estanterías masivas y largas mesas cargadas de tomos; este gran estudio con sus viejos muebles de roble, repentinamente parecía en mi mente despojado de todos los objetos extraños. Se convirtió de nuevo en una habitación vacía, solo una vasta extensión de madera con enormes vigas atravesando el techo.
Me lo imaginaba así, polvoriento y desierto, despojado de todas las señales de una habitación visible. Aún quedaba esa condenable impresión de vida. Una habitación vacía aquí nunca estuvo vacía. El pensamiento me agitó. Y me agitó tanto que tuve que hablar de eso con Brian Droome. Él sonrió, lentamente, mientras describía mis sensaciones. Luego habló.
—Es una casa mucho más antigua de lo que imaginas —dijo con su voz ronca—. Yo, que he vivido aquí toda mi vida, todavía no sé qué más secretos puede tener. Fue construida originalmente por Cornac Droome, en 1561. Puede interesarle saber que en ese momento la colina sostenía varias piedras druídicas, originalmente parte de un patrón circular.
»Algunas de estas piedras fueron colocadas en los cimientos. Otras todavía están erguidas en el sótano superior. Y otra cosa, mi querido Banks: esta casa no fue construida, se alzó. Los aguilones, aleros y techos estaban entonces como están ahora, y el segundo piso permanece sin cambios. Pero la casa tuvo una sola bodega. No fue hasta que la Fe prosperó que construimos nuevamente. Y construimos hacia abajo. Así como la torre de la iglesia se alza hacia el Cielo, nosotros, los de la Fe, construimos apropiadamente hacia nuestro propio Reino. Primero un segundo sótano, y luego un tercero; finalmente pasajes debajo de la colina para salidas secretas.
»Cuando ingresaron a la Casa Droome, los hombres del Rey nunca descubrieron los sótanos inferiores, y eso estuvo bien, porque no les hubiera gustado lo que había allí, siendo incrédulos y sacrílegos. Desde entonces hemos sido cautelosos con los visitantes. Ya no organizamos los aquelarres, y los sótanos han caído en desuso. Aun así, hemos practicado muchas ceremonias privadas, ya que los Droome tenían sus propios pactos secretos que requerían ciertos ritos regulares. Pero en los últimos trescientos años, nosotros y la Casa Droome hemos vivido juntos en soledad.
(Will Banks hizo una pausa y respiró hondo. Sus labios se torcieron y continuó)
Escuché con entusiasmo sus admisiones sobre los sótanos que tanto deseaba inspeccionar. Pero algo en su discurso me dejó perplejo: su uso de la palabra nosotros indistintamente, de modo que a veces se refería a la familia, a veces a sí mismo, y otras veces parecía implicar a la casa.
Se levantó y se paró junto a la pared, y noté cómo sus dedos acariciaban suavemente la madera antigua. No era la caricia de un conocedor que manejaba un tapiz raro, ni la caricia que un maestro le otorga a un perro. Era la caricia de un amante, el suave movimiento de comprensión y deseo oculto.
—Esta vieja casa y yo nos entendemos —dijo Droome. Su sonrisa no tenía humor—. Nos cuidamos unos a otros, aunque hoy estamos solos. La Casa Droome me protege incluso mientras guardo sus secretos —volvió a acariciar la madera suavemente.
(Banks volvió a detenerse, tragó saliva antes de continuar)
Para entonces había surgido una repulsión. O estaba enojado o Brian Droome lo estaba. Quería mi información y luego quería salir. Me di cuenta de que quería salir, porque nunca quise volver a ver esa casa. Nunca quise pensar en ella otra vez. Y no era el conocido miedo a los lugares cerrados. No era claustrofobia, doctor. Simplemente no podía soportar el lugar, o más bien, los pensamientos antinaturales que despertó en mí. Pero una terquedad se instaló en mi alma. No quería irme sin la información por la que había venido.
Prefiero estropear las cosas por el pánico irracional que sentí, el pánico que se elevó en mi corazón mientras encendía velas en la habitación gris y poblaba la casa con sombras andantes. Le pregunté casi en blanco si podía visitar los sótanos. Le dije por qué, le dije que quería inspeccionar ciertos símbolos en las paredes. Estaba de pie junto a un candelabro en la pared, encendiendo el cono de cera. Cuando se encendió, una llamarada correspondiente ardió en sus ojos.
—No, Will Banks —dijo—. No se pueden ver los sótanos de la Casa Droome.
Solo eso y nada más. El resplandor y el rechazo rotundo. No dio ninguna razón, no insinuó misterios que no tenía derecho a saber, no amenazó con dañarme si insistía. No, no Brian Droome. Pero la casa, ¡la casa sí! La casa insinuó. La casa amenazada. Las sombras parecían fundirse en las paredes, y una opresión creciente cayó sobre mí, me sujetó con tentáculos impalpables que estrangularon mi alma. No puedo expresarlo salvo en este sentido melodramático: la casa me odiaba.
No volví a preguntar. Brian Droome tiró de su barba negra. Su sonrisa significaba que el incidente estaba cerrado.
—Te irás pronto —dijo—. Antes de eso, bebe conmigo para seguir tu viaje.
Salió de la habitación para preparar la bebida. Entonces, un loco impulso me invadió. Sin embargo, tenía razones detrás. Después de todo, había venido a Edimburgo únicamente para este fin. Durante años había estudiado, y aquí había una pista que necesitaba con urgencia. Era mi única oportunidad de obtener la información que deseaba, y si las inscripciones eran lo que especulaba, podría apuntarlas en un cuaderno en un momento. Esta fue la primera razón.
La segunda es más complicada de explicar. La casa me amenazó. Como un ratón en las garras de un gato, conocía mi destino pero no podía quedarme quieto. Tenía que retorcerme. Una vez privado de la compañía de Droome, incluso por un momento, el pánico me atrapó como ese gato, saltando sobre el ratón indefenso. Sentí como si unos ojos me estuvieran mirando, con garras invisibles extendiéndose en cada mano. No pude permanecer en esa habitación, tuve que moverme. Por supuesto que podría haber seguido a Brian Droome, pero la otra razón me impulsó.
Decidí entrar al sótano.
Me levanté en silencio, de puntillas. Estaba oscuro y quieto. No lo malinterprete, doctor, no estaba embrujado. Esta no era una misteriosa mansión de suspenso, con telarañas y murciélagos y ruidos crujientes. Estaba simplemente oscuro, y la oscuridad era vieja. La luz no había brillado aquí durante trescientos años, ni risa alguna había roto su quietud. Era oscuridad que debería haber estado muerta, pero estaba viva. Y oprimía mil veces más que la vista de un fantasma.
Me encontré temblando cuando localicé la puerta del sótano. La vela que había metido en mi bolsillo antes de abandonar el estudio llegó a mis manos, mojada por el sudor de mis palmas. La encendí y bajé las escaleras. Dejé la cabeza de la casa y entré en su corazón.
Seré breve aquí. El sótano era enorme y había muchas habitaciones, pero no había polvo. No voy a ir más allá en mi descripción. Solo diré que había una capilla y paredes largas con los símbolos que buscaba, y un altar que sin duda debió ser una de las piedras druídicas a las que Brian se refirió.
Pero no me di cuenta de eso. Nunca vi lo que vine a ver. Porque en la segunda sala de la capilla seguía mirando las vigas. Las largas vigas marrones sobre el techo del sótano. Las largas vigas marrones con los grandes ganchos en ellas. Los grandes ganchos de acero. ¡Los grandes ganchos de acero que sostenían cosas colgantes! ¡Cosas blancas y colgantes! ¡Esqueletos humanos!
Esqueletos humanos que brillaban mientras colgaban en la brisa de la puerta abierta. Esqueletos humanos aún tan frescos como para permanecer colgando articulados. Nuevos esqueletos en ganchos en las largas vigas marrones.
Había sangre en el piso y tiras de carne, y en el altar todavía quedaba una cosa, no limpiamente desnudada. Había un gancho vacante esperando, pero la cosa yacía allí en el altar ante la estatua negra de Satanás.
Y pensé en la mención de Brian Droome de los ritos privados que aún llevaba a cabo su familia. Pensé en su reticencia con respecto a los invitados y en su negativa a permitirme entrar al sótano. Pensé en las otras bodegas que había debajo. Si este fuera el corazón de la casa, ¿qué podría haber más allá, en el alma?
Luego volví a mirar los esqueletos danzantes que pisoteaban el aire con pies huesudos y balanceaban sus brazos mientras me sonreían burlonamente. Colgaban de las vigas de la Casa Droome, y la Casa Droome los guardaba como uno guarda un secreto.
La Casa estaba conmigo en el sótano, observándome, esperando mi reacción. No me atreví a mostrarla. Me quedé allí, con la sensación de que una extraña fuerza irradiaba desde las paredes manchadas de sangre; una fuerza vibrando desde los diseños extravagantes tallados en las piedras, una fuerza que se elevaba desde el suelo, y desde más abajo.
Entonces sentí ojos humanos sobre mí. Brian Droome estaba en la puerta.
(Banks se puso de pie en este punto. Sus ojos miraban fijamente. Estaba reviviendo la escena)
Tiré la vela y lo golpeé en la cara con el extremo ardiente. Luego agarré un cuenco del altar y se lo tiré a la cabeza. Cayó. De inmediato, me arrojé sobre él, desgarrando desesperadamente su garganta. Tuve que actuar, porque había visto el cuchillo en su mano al entrar. Un cuchillo de corte, de sierra. Y recordé la cosa que aún estaba sobre el altar. Por eso me moví primero, y ahora estaba luchando con él en el piso de piedra, tratando de quitarle el cuchillo.
Pero no era rival para él.
Era un gigante. Me sujetó y me llevó al centro de la habitación, hacia el gancho vacante que brillaba en la línea de esqueletos. Su púa de acero se proyectaba hacia afuera, y sabía que tenía la intención de colgarme allí. Mis manos lucharon por ese cuchillo cuando me llevó hasta esa línea de observadores sin ojos. Me levantó en alto, hasta que mi cabeza estuvo al nivel de su propia cara locamente distorsionada.
Entonces mis manos encontraron su muñeca. La desesperación me dio fuerzas. Conduje su brazo retorcido hacia atrás, hacia arriba. El cuchillo entró en su vientre con un gran empuje. La fuerza lo hizo girar y retrocedió. Su propio cuello quedó atrapado contra el gancho de acero que colgaba de la viga. Sus grandes brazos me soltaron, y la sangre brotó de su garganta cuando hundí el cuchillo una y otra vez.
Murió allí, en el gancho, y murmuró:
—La maldición de mi casa pesa sobre ti.
Escuché la maldición a través de nubes rojas de locura. No estaba dramáticamente impresionado en mi mente, entonces. En cambio, solo sentía el espantoso horror de nuestra lucha y su muerte; el miedo que me hizo subir esos escalones sin dar la vuelta, tantear en la oscuridad hasta el estudio y prender fuego a la casa.
—Sí, quemé la Casa Droome como uno quema a una bruja. Quemé la Casa Droome para que el fuego pudiera purificar y las llamas consumieran el mal que saltó sobre mí mientras salía corriendo de la ardiente vivienda. Juro que las llamas casi me atraparon mientras corría, aunque solo habían aumentado un momento antes. Juro que arañé la puerta como si fuera un ser vivo que me atacó, tratando de detenerme.
Solo cuando me paré debajo de la colina y vi que surgía el resplandor rojo recordé las palabras de Brian. La maldición de mi casa pesa sobre ti. Pensé en ellas cuando la puerta se rompió con una chispa de llama escarlata, y cuando la gente llegó y se agrupó, yo seguí sin prestar atención al peligro, hasta que vi las paredes de esa maldita mansión desmoronándose en cenizas brillantes, y el lugar del mal destruido para siempre. Entonces tuve paz, por un tiempo.
Pero ahora, doctor, estoy embrujado.
(La voz de Will Banks se convirtió en un susurro)
Salí de Edimburgo de inmediato. Abandoné mis estudios. Tenía que hacerlo, por supuesto. Afortunadamente no fui incriminado en el asunto, pero mis nervios habían sido destrozados. Estaba al borde de una verdadera condición psicótica. Me aconsejaron viajar, recuperar mi salud y fuerza para robustecer mi actitud mental. Entonces viajé.
En Inglaterra lo vi primero. Pasé una semana con amigos en Manchester; tenían un lugar campestre a las afueras de la ciudad industrial. Cabalgamos por la finca una tarde y me retrasé para descansar mi caballo. Era cerca del atardecer cuando doblé una curva y vi la colina. El cielo brillaba rojo sobre ella.
Primero vi la colina. Y entonces, algo creció en eso. Creció. ¿Has leído sobre fantasmas? ¿Sobre cómo se manifiestan con el ectoplasma? Dicen que es como ver salir una imagen en la solución en la que se desarrolla una impresión. Viene gradualmente, toma forma. Los colores se completan.
¡Fue la casa la que hizo eso! ¡La Casa Droome!
Lentamente, las líneas vacilantes se hicieron sólidas cuando reconocí la maldita cabeza que se asomaba por la ladera. Los ojos de las ventanas estaban rojos con luz solar, y me miraron directamente. Me invitaron. Me quedé mirando durante un minuto, parpadeando y esperando con todo mi corazón que la visión desapareciera. No fue así.
Entonces hui con el caballo sin mirar atrás.
—¿Quién vive en la colina? —jadeé.
Jessens, el amigo banquero con el que me estaba quedando, me miró. Incluso antes de hablar, supe lo que respondería:
—Nadie —dijo.
Me fui al día siguiente, a los Alpes. No, no vi la Casa Droome en el Cervino. Tuve unos buenos seis meses de paz. Pero en el tren de regreso a Marsella miré por la ventana al atardecer y allí estaba.
—Entra, Will Banks —me invitaron los ojos.
Esa misma noche fui a Nápoles.
Después de eso, fue todo una locura. Durante seis meses, y hasta ocho, parecía estar seguro. Pero si la puesta de sol me encontraba cerca de una colina, ya sea en Noruega o Birmania, la maldita visión volvía a ocurrir.
Después de la tercera o cuarta manifestación, me di cuenta de que esta combinación de puesta de sol y ladera era necesaria para producir la imagen. Evité estar a la intemperie después del anochecer. Pero en el último año, más o menos, me he vuelto más desesperado. Viajar ha resultado infructuoso. No puedo escapar de eso. Naturalmente, la historia se ha quedado conmigo. No me atreví a decírselo a nadie, y varias veces me convencieron de que nadie vio la aparición salvo yo. Lo que me ha asustado son los desarrollos posteriores.
Ahora, cuando me obligo a mirar fijamente a la casa, la veo por más y más tiempo. Y cada vez, esto en los últimos tres años, finalmente he calculado que la casa aparece cada vez más cerca del lugar donde estoy parado.
¿No entiendes lo que significa? ¡Tarde o temprano estaré delante de la casa, en la misma puerta! ¡Y en una puesta de sol puedo encontrarme dentro! Dentro, bajo las largas vigas marrones con los ganchos, y Brian todo ensangrentado y la casa esperándome. Más y más cerca. Sin embargo, Dios sabe que siempre estoy en el camino cuando la veo en la colina. Pero me acerco cada vez más, y si entro en ese lugar de fantasmas sé que algo me espera; el espíritu de esa casa...
(Will Banks no se detuvo por su propia cuenta, lo detuve)
—¡Cállate! —dije.
—¿Qué?
—¡Que te calles! —repetí—. Ahora escúchame bien, Will Banks. Te he escuchado y no he comentado nada. Espero la misma cortesía a cambio.
Se calmó de inmediato, como sabía que lo haría: no era psiquiatra por nada, y los psiquiatras saben cuándo dejar que sus pacientes hablen y cuándo callarlos.
—Te he escuchado —dije—, sin decir ninguna tontería sobre brujería o fantasmas. Ahora escucha mis teorías con el mismo respeto. Para empezar, sufres de una obsesión común. Nada serio, solo una obsesión común y cotidiana: un primo del que hace que un borracho habitual vea elefantes rosados incluso cuando en realidad no padece delirium tremens.
Lo miré fijamente.
—Indudablemente es el síntoma de un complejo de culpa —dije—. Mataste a un hombre llamado Brian Droome. No te molestes en negarlo. Lo admitiremos. No entraremos en los motivos, ni siquiera examinaremos la justificación. Mataste a Brian Droome en circunstancias muy peculiares. Algo sobre la casa en la que ocurrió el hecho quedó fuertemente impreso en tu mente subconsciente. En un estado de tensión después del asesinato, quemaste la casa. En tu subconsciente, la destrucción de la casa es un crimen mayor que la destrucción del hombre. ¿Correcto?
—La casa tenía vida propia, doctor, una vida concentrada que era mayor que la de una sola persona. Esa casa era Brian Droome y todos sus antepasados. Era malvada, y la destruí. Ahora busca venganza.
—Espera un minuto —arrastré las palabras—. No me estás diciendo nada nuevo, soy yo quien está sacando conclusiones. Escucha. Como consecuencia de tus sentimientos de culpa, este complejo ha surgido. Esta alucinación es una proyección mental de tu propia culpa; un síntoma del peso que sentiste mientras mantenías la historia en secreto. ¿Entiendes? En el psicoanálisis hemos llegado a referirnos a la confesión como un método catártico por el cual el paciente a menudo se alivia de las dificultades mentales simplemente contando francamente la historia de sus problemas. Confesarse es bueno para el alma. Puede ser que todo tu problema se haya resuelto simplemente descargándote aquí. Si no, me esforzaré por investigar más profundamente. Hay algunas cosas que deseo saber sobre tu asociación con cultos de brujería. Necesitaré más detalles de tu actitud mental con respecto a las supersticiones y cosas por el estilo.
—¿Acaso no lo entiende, doctor? —murmuró Banks—. Esto es real. Lo sobrenatural es real.
—No existe lo sobrenatural —dije—. Simplemente existe lo natural. Si se habla de lo sobrenatural, también se podría hablar de lo subnatural, un absurdo manifiesto. Extensiones de leyes físicas que concedo, pero tales cosas simplemente ocurren en un cerebro desordenado.
—No me importa lo que crea —dijo Banks—. Ayúdeme, doctor, solo ayúdeme. No puedo soportarlo mucho más. Créame que nunca hubiera venido de otra manera. Incluso las drogas no me impiden soñar. Donde quiera que voy veo esa casa maldita que se levanta de las colinas, sonriéndome y haciendo señas. Se acerca más y más. La semana pasada la vi aquí, en Estados Unidos. Hace cuatrocientos años se levantó en Edimburgo; la quemé hace diez años. La semana pasada la vi. Muy cerca. Estaba a solo quince pies de la puerta, y la puerta estaba abierta. Ayúdeme, doctor. ¡Debe hacerlo!
—Lo haré. Empaca tus cosas, Banks. Tú y yo vamos a pescar.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Prepárate. Mañana al mediodía iremos en mi auto. Tengo una pequeña cabaña en Berkshires, y podemos pasar una semana más o menos holgazaneando. Tendrás que cooperar, por supuesto, pero discutiremos esos detalles más adelante. Ahora, solo haz lo que te digo. Y creo que si pruebas una cucharada de esto, en un poco de brandy esta noche antes de irte a la cama, no tendrás más fiestas en casa en tus sueños. Mediodía. Mañana.
Al mediodía del día siguiente pasé a buscar a Banks. Llevaba un traje gris y un ceño nervioso. No tenía ganas de hablar, eso era evidente. Charlé alegremente, me reí mucho de mis propias historias y subí el auto por las colinas. Tenía todo planeado, por supuesto. Las primeras notas sobre el caso estaban caídas. Lo manejaría fácilmente los primeros días, lo vería por signos de traición y luego realmente me pondría a trabajar desde el lado analítico. Hoy podría permitirme tranquilizarlo.
Seguimos conduciendo. Banks estaba sentado en silencio hasta que llegaron las sombras.
—Para el coche.
—¿Eh?
—Detente, se está acercando el atardecer.
Seguí conduciendo sin prestar atención. Él gritó. Amenazó. Yo tarareé. El enrojecimiento se profundizó en el oeste. Luego comenzó a suplicar.
—Por favor. No quiero verla. Regresa. Regresa, hay un pueblo que acabamos de pasar. Quedémonos allí. Por favor. No puedo soportar volver a verla. Doctor, por el amor de Dios...
—Llegaremos en media hora —dije—. No seas un niño. Estoy contigo.
Conduje el automóvil entre los bordes verdes de las colinas circundantes. Nos dirigimos al oeste contra el sol que se desvanecía. Brillaba rojo en nuestras caras, pero Banks estaba blanco como una sábana mientras se encogía en el asiento a mi lado. Murmuró por lo bajo. De repente, su cuerpo se tensó y sus dedos se clavaron en mi hombro con fuerza maníaca.
—¡Para el coche! —gritó.
Apliqué los frenos.
—¡Ahí está! —gritó, con algo que casi triunfaba en su voz. Algo masoquista, como si le diera la bienvenida a la terrible experiencia—. Ahí está la casa, en esa colina. ¿La ves? ¡Ahí!
Por supuesto, era solo una ladera desnuda, a unos cincuenta pies de la carretera.
—¡Está sonriendo! —gritó—. Droome me está mirando. Mira las ventanas Me esperan.
Lo observé de cerca mientras salía del auto. ¿Debería detenerlo? No claro que no. Tal vez si lo hiciera esta vez, dejaría de lado su obsesión. En cualquier caso, si pudiera observar el incidente, podría obtener las pistas necesarias para desentrañar los hilos de su personalidad retorcida. Lo dejé ir.
Fue horrible de ver, lo admito. Estaba gritando sobre la Casa Droome y la Maldición mientras subía la ladera. Entonces me di cuenta de que estaba caminando dormido. En un estado de autohipnosis. En otras palabras, Banks no sabía que se estaba moviendo. Pensó que todavía estaba en el auto. Eso explicaba su historia de cómo cada vez la casa imaginaria parecía más cerca. Inconscientemente se acercó al punto focal de su alucinación, eso fue todo. Como un autómata, subió la pendiente verde.
—Estoy en la puerta —gritó—. Está cerca, Dios, doctor, está cerca. La maldita cosa se arrastra hacia mí y la puerta está abierta. ¿Qué debo hacer?
—Entras —grité.
No estaba seguro de que pudiera oírme en su estado, pero lo hizo. Su figura se recortaba contra la puesta de sol mientras caminaba. Y ahora con una mano extendida, sus pies se levantaron como si cruzaran un umbral real. Fue, lo admito, horrible de ver. Era una grotesca pantomima bajo un cielo escarlata, la imitación de un loco.
—Estoy adentro ahora. ¡Dentro! —la voz de Banks se elevó de miedo—. Puedo sentir la casa a mi alrededor. Viva. ¡Puedo verla!
Sin saberlo, yo también, obligado por un miedo que no podía nombrar, había dejado el auto. Empecé a subir por la colina.
—Quédate ahí Banks —grité—. Ya voy.
—El pasillo está polvoriento —murmuró Banks—. Polvoriento. Sería después de diez años de deserción. Hace diez años se quemó. El pasillo está polvoriento. Debo ver el estudio.
Mientras observaba con repulsión, Banks caminó precisamente por la cima de la colina, giró como si estuviera en una puerta y entró. Sí, dije que entraba, pero en algo que no estaba allí.
—Estoy aquí —murmuró—. Es lo mismo. Igual que antes. Pero está oscuro. Está muy oscuro. Y puedo sentir la casa. Quiero salir.
Se volvió.
—¡No me dejará ir!
Ese grito me alcanzó mientras trepaba por la ladera.
—No puedo encontrar la puerta ahora. ¡No puedo encontrarla! ¡Me ha encerrado! No puedo salir, la casa no me deja. Debo ver el sótano primero, dice. Dice que debo ver el sótano.
Se volvió y caminó con precisión, repugnantemente. Alrededor de una curva. Una mano abrió una puerta imaginaria. Y entonces, ¿alguna vez has visto a un hombre bajar escaleras inexistentes? Yo sí. Me detuvo en mi ascenso por la ladera. Will Banks estaba parado en la colina al atardecer bajando las escaleras del sótano que no estaban allí. Y luego comenzó a gritar.
—Estoy aquí en el sótano, y las largas vigas marrones todavía están por encima. Ellos también están aquí. Están colgando, sonriendo. ¿Eres tú, Brian, en el gancho? Todavía estás sangrando, Brian Droome, después de todos estos años. Aun sangrando. No debo pisar la sangre. Sangre. ¿Por qué me sonríes, Brian? Estás sonriendo, ¿verdad? Pero entonces, debes estar vivo. No puedes ser. Te mate. Quemé esta casa. No puedes estar vivo y la casa no puede estar viva. ¿Qué vas a hacer?
Tenía que subir la colina, no podía soportar escucharlo gritar esas cosas en el aire vacío. ¡Tenía que detenerlo!
—¡Brian! —chilló—. ¡Te estás bajando! No, el gancho está cayendo. La casa, debo correr, ¿dónde están los escalones del sótano? ¿Dónde están? No me toques, Brian. El gancho se soltó y estás libre, pero mantente alejado de mí. Debo encontrar las escaleras. ¿Dónde están? La casa se está moviendo. ¡No, se está desmoronando!
Llegué a la cima de la colina, jadeando.
—¡Dios! La casa se está cayendo, se está cayendo sobre mí. ¡Ayuda! ¡Déjame salir! Las cosas en las vigas marrones me retienen, ¡déjenme salir! ¡Las vigas están cayendo, ayuda, déjame salir!
De repente, justo antes de que mis manos extendidas pudieran alcanzarlo. Banks levantó los brazos como para evitar un golpe inminente y luego cayó al pasto.
Me arrodillé a su lado. Por supuesto que no entré en una casa para hacerlo. Fue bajo el sol moribundo que miré su rostro contorsionado por el dolor y vi que estaba muerto. Fue bajo un sol moribundo cuando levanté el cuerpo de Will Banks y vi que su pecho había sido aplastado como por el peso de una viga.
Robert Bloch (1917-1994)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Robert Bloch.
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