La leyenda de la Mujer sin Rostro.
Los fantasmas sin rostro son habituales en nuestros sueños, y tal vez por eso también en muchas leyendas alrededor del mundo. En la mayoría de los casos estas en entidades sobrenaturales sin cara son mujeres, difusas como una ráfaga de vapor.
Si bien actualmente se ha transformado en una leyenda urbana, los orígenes de la Mujer sin Rostro son realmente antiguos.
En primero en investigar y situar el verdadero origen de la Mujer sin Rostro fue nada menos que Lafcadio Hearn, gran erudito en el folklore y las tradiciones del Japón, que documentó la leyenda de Mujina, el fantasma sin cara, en su libro Kwaidan, de 1904, que en español significa algo así como "historia extraña".
Lafcadio Hearn relata la historia de un comerciante de Tokio, quien cierta noche se extravió en los senderos resbaladizos de Akasaka. Envuelto por el frío y la oscuridad, creyó ver a una mujer que lloraba desconsoladamente al lado del camino.
Le pareció que era joven y hermosa, aunque muy delgada. Su cabello, arreglado exquisitamente, daba cuenta de una noble posición. La mujer lloraba con el rostro hundido entre los pliegues de su fastuoso vestido, de rodillas, oscilando como una frágil hoja en medio de la tempestad.
El comerciante se detuvo y le ofreció su ayuda. Ella, sin embargo, no le respondió. Continuó su largo llanto, sus estremecimientos, sus oscilaciones. Desesperado frente a tamaña muestra de dolor, el comerciante le rogó que confiara en él, que le confesara la razón de su angustia.
Entonces, súbitamente, la mujer levantó la cabeza hacia él.
El llanto prosiguió, autónomo, como el lento gemido del viento; aunque no hubiese labios ni boca ni rostro que fuesen capaces de emitirlo.
Lafcadio Hearn comenta que el buen comerciante huyó despavorido por el canal de Kii-no-kuni-zaka, sin atreverse a mirar hacia atrás. Finalmente llegó hasta un refugio donde una anciana harapienta pasaba la noche a resguardo de la intemperie.
Sin aliento, el comerciante le narró una parte del extrañó acontecimiento, sin atreverse a ofrecer detalles que reaviven su propio horror. La anciana, espantosamente lúcida, advirtió el bache narrativo pero no insistió. En cambio, y acaso para aliviarlo, trató de tranquilizarlo mostrándole que ella tampoco tenía rostro.
Nada más nos informa Lafcadio Hearn acerca de la Mujer sin Rostro, pero sugiere, en un párrafo que es casi un murmullo, que es el propio llanto el que desfigura las facciones y que todas las mujeres alguna vez perdieron el rostro.
Solo algunas, por capricho del azar o voluntariosa pasión, fueron capaces de recuperarlo. No obstante, cuando el dolor regresa, cuando la desdicha que parecía olvidada resurge en las noches, accionada por una melodía, por un recuerdo, por una fragancia que insiste a pesar del olvido, incluso la mujer con la que compartimos el lecho se transforma repentinamente en una Mujina, en una hembra sin cara.
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