Sarah Helen Whitman: el otro gran amor de Edgar Allan Poe


Sarah Helen Whitman: el otro gran amor de Edgar Allan Poe.




El gran amor de Edgar Allan Poe fue Virginia Clemm, pero en su vida hubo otras mujeres, algunas conocidas y otras perfectamente olvidadas. Una de estas últimas es Sarah Helen Power Whitman (1803-1878), poetisa, ensayista, espiritista, y una dama notablemente influyente en el escritor [ver: Los amores secretos de Edgar Allan Poe]

Sarah Helen Whitman nació en Providence, Rhode Island [la tierra que vería nacer a H.P. Lovecraft]. Era seis años mayor que E.A. Poe. En 1828 se casó con el poeta John Winslow Whitman, que además colaboraba con el periódico Boston Spectator y la revista Ladies' Album, donde ella comenzó a publicar algunos poemas olvidables con el nombre «Helen». Su marido murió en 1833.

La pareja no había tenido hijos a causa de una recomendación médica. Sarah Helen Whitman sufría una rara afección cardíaca que la sumía en un estado de agitación y cansancio casi permanente. El ocio y las largas temporadas en cama la acercaron al ocultismo, el mesmerismo, el espiritismo, y en general hacia todo lo paranormal. Se dice que incluso llegó a oficiar sesiones espiritistas en su lecho con la intención de invocar al fantasma de su marido muerto.

Edgar Allan Poe y Sarah Helen Whitman se conocieron en Providence en 1845. El poeta había asistido a una lectura organizada por la poetisa Frances Sargent Osgood. Tras la reunión, Edgar Allan Poe y Osgood dieron un paseo por las calles de Providence y pasaron frente a la casa de Sarah Helen Whitman, que en ese momento se encontraba sentada en el jardín atendiendo a sus rosas. Osgood le ofreció presentarle a la dama, por cierto, muy atractiva, pero E.A. Poe declinó el ofrecimiento. Lo cierto es que Sarah Whitman ya era una vieja admiradora de Edgar Allan Poe.br />
En una carta a su amiga Mary Hewitt, Sarah Helen Whitman explica sus emociones ante la figura ominosa de E.A. Poe:


[Nunca podré olvidar las impresiones que sentí al leer uno de sus relatos por primera vez. Experimenté una sensación de horror tan intensa que ya no me atreví a volver a leer nada que estuviese firmado con su nombre.]

[I can never forget the impressions I felt in reading a story of his for the first time. I experienced a sensation of such intense horror that I dared neither look at anything he had written nor even utter his name.]


A comienzos de 1848, Annie Lynch le solicitó a Sarah Helen Whitman que escriba un poema para el día de San Valentín. Ella aceptó, y extrañamente escribió un poema titulado: A Edgar Allan Poe (To Edgar Allan Poe). Sin haberlo leído, pero conociendo la mano que compuso aquel tributo, E.A. Poe resolvió devolver la cortesía y escribió un poema anónimo titulado A Helen (To Helen), y se lo envió antes de que fuese publicado en Boston.

El espíritu anónimo del poema fue tan cuidado que Sarah Helen Whitman no supo inmediatamente que su autor era nada menos que Edgar Allan Poe, de modo que no respondió a la carta. Tres meses después, acaso inquieto, E.A. Poe reescribió el poema aludiendo a ese primer encuentro trunco en el que la vio en el jardín rodeada de rosas.

Se organizó un encuentro en Providence. E.A. Poe tomó el ferrocarril hacia Massachusetts, pero antes se obligó a beber una dosis excesiva de láudano. Cuando arribó a su destino se encontraba en un estado francamente deplorable, tan cerca de la muerte que algunos biógrafos elaboran la teoría de un intento de suicidio. Tras su recuperación pasó cuatro días en compañía de Sarah Helen Whitman, donde pudieron compartir un interés común por la literatura; aunque el círculo de amistades de ella lo rechazaban sin disimulo; y en el caso de Elizabeth F. Ellet y Margaret Fuller, lo aborrecían abiertamente [ver: Psicología de Edgar Allan Poe]

Sarah Helen Whitman y Edgar Allan Poe continuaron una relación epistolar durante algunos meses, en los que también intercambiaban poemas y observaciones literarias, hasta que finalmente decidieron comprometerse. Después de una lectura en diciembre de 1848 en donde E.A. Poe recitó un poema de Edward Coote Pinkney ante la atenta mirada de Sarah, ambos acordaron casarse prontamente. El enamoramiento del poeta llegó a tal punto que incluso prometió mantenerse sobrio hasta la ceremonia [ver: Arquetipos femeninos en la obra de Edgar Allan Poe]

Lamentablemente para E.A. Poe, la madre de Sarah Helen Whitman descubrió que el poeta también cortejaba a otras dos mujeres: Sarah Elmira Royster y Annie Richmond [ver: Sarah Royster: la primera y última novia de E.A. Poe]. La boda se suspendió, aunque los periódicos anunciaron que se celebraría el 25 de diciembre de 1848. Cerca de esa fecha Sarah Whitman recibió una carta anónima en donde se denunciaban los vagabundeos etílicos del poeta. Creyendo que éste había roto su promesa, ella decidió romper el compromiso. E.A. Poe se defendió, aunque sin éxito, en una carta en la que culpaba de la ruptura a la influencia de la madre de Sarah.

Edgar Allan Poe murió un año después, en 1849, en circunstancias poco claras [ver: La misteriosa muerte de Edgar Allan Poe]. Sarah Helen Whitman nunca se recuperó de esa pérdida. En 1853 publicó una antología titulada Horas de vida y otros poemas (Hours of Life, and Other Poems). En 1860 escribió una defensa de Edgar Allan Poe [por entonces atacado por Rufus Griswold], titulada Edgar Allan Poe y sus críticos (Edgar Allan Poe and His Critics). Junto con la contraofensiva de Charles Baudelaire desde ultramar, el libro de Sarah Helen Withman es uno de los que mejor refleja la personalidad compleja del poeta.

Sarah Helen Whitman murió en 1878 a los 75 años de edad. Fue enterrada en el cementerio de North Burial Ground de Providence. Para recordarla apelamos a aquel viejo poema de Edgar Allan Poe: A Helen (To Helen).


Te ví una vez, sólo una vez, hace años:
no debo decir cuantos, pero no muchos.
Era una medianoche de julio,
y de luna llena que, como tu alma,
cerníase también en el firmamento,
y buscaba con afán un sendero a través de él.

Caía un plateado velo de luz, con la quietud,
la pena y el sopor sobre los rostros vueltos
a la bóveda de mil rosas que crecen en aquel jardín encantado,
donde el viento sólo deambula sigiloso, en puntas de pie.

Caía sobre los rostros vueltos hacia el cielo
de estas rosas que exhalaban,
a cambio de la tierna luz recibida,
sus ardorosas almas en el morir extático.

Caía sobre los rostros vueltos hacia la noche
de estas rosas que sonreían y morían,
hechizadas por tí,
y por la poesía de tu presencia.

Vestida de blanco, sobre un campo de violetas, te vi medio reclinada,
mientras la luna se derramaba sobre los rostros vueltos
hacia el firmamento de las rosas, y sobre tu rostro,
también vuelto hacia el vacío, ¡Ah! por la Tristeza.

¿No fue el Destino el que esta noche de julio,
no fue el Destino, cuyo nombre es también Dolor,
el que me detuvo ante la puerta de aquel jardín
a respirar el aroma de aquellas rosas dormidas?

No se oía pisada alguna;
el odiado mundo entero dormía,
salvo tú y yo (¡Oh, Cielos, cómo arde mi corazón
al reunir estas dos palabras!).

Salvo tú y yo únicamente.
Yo me detuve, miré... y en un instante
todo desapareció de mi vista
(Era de hecho, un Jardín encantado).

El resplandor de la luna desapareció,
también las blandas hierbas y las veredas sinuosas,
desaparecieron los árboles lozanos y las flores venturosas;
el mismo perfume de las rosas en el aire expiró.

Todo, todo murió,
salvo tú;
salvo la divina luz en tus ojos,
el alma de tus ojos alzados hacia el cielo.

Ellos fueron lo único que vi;
ellos fueron el mundo entero para mí:
ellos fueron lo único que vi durante horas,
lo único que vi hasta que la luna se puso.

¡Qué extrañas historias parecen yacer
escritas en esas cristalinas, celestiales esferas!
¡Qué sereno mar vacío de orgullo!
¡Qué osadía de ambición!

Más ¡qué profunda, qué insondable capacidad de amor!
Pero al fin, Diana descendió hacia occidente
envuelta en nubes tempestuosas; y tú,
espectro entre los árboles sepulcrales, te desvaneciste.

Sólo tus ojos quedaron.
Ellos no quisieron irse
(todavía no se han ido).
Alumbraron mi senda solitaria de regreso al hogar.

Ellos no me han abandonado un instante
(como hicieron mis esperanzas) desde entonces.
Me siguen, me conducen a través de los años;
son mis Amos, y yo su esclavo.

Su oficio es iluminar y enardecer;
mi deber, ser salvado por su luz resplandeciente,
y ser purificado en su eléctrico fuego,
santificado en su elisíaco fuego.

Ellos colman mi alma de Belleza
(que es esperanza), y resplandecen en lo alto,
estrellas ante las cuales me arrodillo
en las tristes y silenciosas vigilias de la noche.

Aun en medio de fulgor meridiano del día los veo:
dos planetas claros,
centelleantes como Venus,
cuyo dulce brillo no extingue el sol.


Edgar Allan Poe (1809-1849)




Edgar Allan Poe. I El lado oscuro del amor.


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