«El maleficio de las runas»: M.R. James; relato y análisis.
El maleficio de las runas (Casting the Runes) es un relatos de terror del escritor inglés M.R. James, publicado en la antología de 1911: Más historias de fantasmas (More Ghost Stories).
El maleficio de las runas, uno de los mejores cuentos de M.R. James, relata la historia de Edward Dunning, un investigador del Museo Británico que realiza una reseña desfavorable del último libro prohibido de un conocido ocultista, llamado Karswell. Poco después, Dunning comienza a ver el nombre de John Harrington en todas partes. Esto lo lleva a profundizar sobre esas supuestas casualidades. Finalmente, el erudito descubre que Harrington también realizó un estudio del libro maldito de Kenning, falleciendo en un extraño accidente poco después [ver: El horror táctil: análisis de «El Maleficio de las Runas» de M.R. James.]
Al parecer, hay una extraña maldición o maleficio que gira en torno a ese libro prohibido, o, mejor dicho, sobre quienes se atreven a cuestionar sus misterios.
A propósito, el escritor inglés H.R. Wakefield realizó un homenaje de esta historia de M.R. James en ¡Él viene y pasa! (He Cometh and He Passeth By!).
El maleficio de las runas.
Casting the Runes, M.R. James (1862-1936)
15 de Abril.
Estimado Señor, le notificamos a través del Consejo de la Asociación de... que le regresamos la copia de un documento de La verdad sobre la alquimia, que usted ha compartido para su lectura, para informarle que el Consejo no ha visto la manera de incluirlo en el programa.
Muchas gracias.
18 de Abril.
Estimado Señor:
Le ofrezco mis disculpas por haberle dicho que mis compromisos no me permitían entrevistarlo sobre el tema del documento. Nuestras leyes no permiten la materia de su discusión con el Comité de nuestro Consejo, como usted sugirió. Por favor, permítame asegurarle que le fue dada la mayor consideración a la copia que usted nos remitió, y que no es declinada sin haber sido referida al juicio de la autoridad máxima. No tengo preguntas personales (es necesario para mí agregarlo) y no puede haber habido la menor influencia en la decisión del Consejo. Créame (ut supra)
20 de Abril.
El secretario de la Asociación... ruega hacerle saber al Sr. Karswell que es imposible para él dar el nombre de cualquier persona o personas a quienes pudo haber sido remitida la copia del documento; así como también darle a conocer el hecho que no siga replicando cartas sobre tal hecho.
—¿Y quién es el Sr. Karswell? —preguntó la esposa del secretario. Ella lo había llamado a su oficina, y había tomado la última de las tres cartas, que el tipista había entregado.
—El Sr. Karswell es un hombre muy desagradable. Pero no se mucho acerca de él, solo que es rico; su dirección es Lufford Abbey, Warwickshire. Aparentemente es un alquimista, y quiere informarnos todo acerca de eso, y lo demás es que no quiero saber nada por las próximas dos semanas. Ahora, si tu estás lista para marcharte, yo lo estoy.
—¿Qué has hecho para que se ponga tan desagradable? —preguntó la Sra.
—Lo usual, querida: él envió una copia de un documento que quería que fuera leído en el siguiente encuentro, y nosotros se lo referimos a Edward Dunning, la única persona que sabe sobre este tema en Inglaterra, y como dijo que no servía, lo rechazamos. Desde entonces Karswell ha estado bombardeándonos con cartas. La última que me mandó, decía que quería el nombre de la persona a la que se le envió esta absurda copia; tu leíste mi respuesta a ello. Pero no digas nada, por el amor de Dios.
—Creo que no, pero, ¿alguna vez hicimos algo así? Espero, sin embargo, que nunca sepa que fue el pobre Sr. Dunning.
—¿Pobre Sr. Dunning? No se porque lo llamas así; él es un hombre muy feliz, muchos hobbies, y una casa confortable, y todo su tiempo para sí mismo.
—Quise decir sería una pena si Karswell lo sabe y comienza a molestarlo.
—¡Oh, si! Entonces él sí será el pobre Sr. Dunning.
El secretario y su esposa fueron a comer. La casa a la que fueron estaba en Warwickshire. Así que la Sra. del Secretario había pensado que podía preguntarles juiciosamente si sabían algo acerca del Sr. Karswell. Pero ella se evitó el problema de encausar la conversación hacia el tema, ya que la anfitriona dijo, luego de algunos minutos:
—Vi al abad de Lufford esta mañana.
La anfitriona silbó.
—¿Lo viste? ¿Y qué lo trae por la ciudad?
—Dios sabe; salía del Museo Británico.
Fue muy natural que la sra. del Secretario preguntara si este era un verdadero abad.
—Oh, no, querida: solamente un vecino nuestro en el campo que compró la abadía de Lufford hace unos años. Su nombre verdadero es Karswell.
—¿Es amigo de ustedes? —preguntó el Secretario, con un guiño a su esposa.
La pregunta despachó un torrente de declamaciones. Realmente no había nada que decir sobre el Sr. Karswell. Nadie lo conocía bien: sus sirvientes eran sin excepción un horrible grupo de personas; él había inventado una nueva religión, y practicaba una extraña clase de ritos que nadie podía describir bien; se ofendía fácilmente, y nunca perdonaba a nadie: tenía una cara desagradable; nunca realizó un acto de bien, y cualquier influencia que él ejercía era malévola.
—Hazle un poco de justicia al pobre, querida —interrumpió el marido—. Tú olvidas las obras que hace por los chicos escolares.
—¿Olvidarlas? Hiciste bien en nombrarlas, ya que nos dará una idea de la clase de hombre que es. Ahora, Florence, escucha esto. El primer invierno que estuve en Lufford, nuestro delicado vecino escribió al clérigo de la parroquia, y le ofreció dar una exhibición de magia para los chicos de la escuela. Dijo que tenía algunos trucos que podrían entretenerlos. Bien, el clérigo estaba más que sorprendido, ya que el Sr. Karswell habíase mostrado nada complaciente con los niños, quejándose siempre por las travesuras en sus terrenos o de alguna otra cosa, pero por supuesto él aceptó, y se arregló el evento para la tarde, y nuestro amigo vino personalmente para ver que todo estuviera bien. Él dijo que nunca se había mostrado tan agradecido por algo. Todos los niños asistieron a la casa, fue una fiesta infantil.
»Pero este Sr. Karswell había preparado todo con la evidente intención de asustar a estos pobres escolares, y como creo, si se lo hubieran permitido, él lo hubiera hecho. Comenzó con algunas cosas suaves. Caperucita Roja fue una, y según dijo después el Sr. Farrer, el lobo fue tan horroroso que varios de los niños pequeños se escaparon de allí. Él dijo que el Sr. Karswell comenzó a contar la historia produciendo un ruido como el aullido del lobo a la distancia, lo que fue la cosa más escalofriante que jamás había escuchado. Todas las transparencias fueron mostradas y, según el Sr. Farrer, fueron todas muy claras y absolutamente realistas, y donde las había obtenido o como las había producido, él no se podía imaginar. Bien, el show continuó, y las historias empezaron a ser cada vez más aterrorizantes, y los chicos estaban como hipnotizados en completo silencio. A lo último presentó una serie de imágenes que representaba a un niño paseando a través de su propio parque, es decir Lufford, por la tarde. Cada niño en el salón pudo reconocer el lugar de las fotografías. Y este pobre niño era seguido, y luego perseguido y capturado, y hasta desmembrado por una extraña criatura blanca, que se veía primero desde acechando por los árboles, y gradualmente va apareciendo más y más clara. El Sr. Farrer dijo que fue una de las peores pesadillas que jamás pueda recordar, y de lo que pudo haber significado para los niños, no tenía idea. Por supuesto esto había ido demasiado lejos, y él le dijo muy claramente al Sr. Karswell que no continuara. Y él dijo:
»—¡Oh! ¿Usted piensa que es tiempo de terminar nuestro pequeño festival, y enviar a todos a casa, a sus camas? ¡Muy bien!
»Y entonces cambió a otra imagen que mostraba una gran masa de serpientes, cienpiés, y otras desagradables criaturas con alas, y algo parecía que estuviera trepando y saliendo de la fotografía, como para lanzarse sobre la audiencia; y esto fue acompañado de una especie de crepitante sonido seco, que transtornó tanto a los niños, que todos salieron corriendo en estampida. Incluso algunos se lastimaron al chocar contra los muebles, y supongo que ninguno habrá podido cerrar los ojos aquella noche. Ese fue el más grave escándalo en el pueblo. Por supuesto las madres le echaron buena parte de la culpa al pobre Sr. Farrer, pero, si ellas hubieran visto el show, creo que hubieran ido a destrozar cada ventana de la Abadía. Bien, este es el Sr. Karswell, esta es su Abadía de Lufford, querida, y tu te podrás imaginar que pensamos de su sociedad.
—Si, pienso tiene todas las características de un criminal.
—Es este el hombre, ¿o estoy mezclando con algún otro? —preguntó el Secretario, quien durante algunos minutos había estado con el ceño fruncido como si estuviera buscando algo— ¿Es este el hombre que escribió esa Historia de la brujería hace mucho tiempo, algo así de diez años atrás?
—Es el mismo; ¿recuerdas los comentarios sobre él?
—Ciertamente; y conocí al autor del más incisivo de los libros. Tu deberías recordar a John Harrington.
—Oh, muy bien, a pesar que no recuerdo haber visto o escuchado nada de él entre el tiempo desde que me fui hasta que leí el relato de su caso.
—¿Caso? —dijo una de las damas— ¿Qué pasó con él?
—Lo que le pasó fue que se cayó de un árbol y se partió el cuello. Pero el enigma fue ¿que lo pudo haber inducido a subirse allí?. Fue un asunto misterioso. Ahí estaba este hombre, un tipo atlético caminando hacia su casa a través de una calle; era tarde por la noche, no había vagabundos por ahí. Súbitamente comienza a correr como un loco, pierde su sombrero y bastón, y finalmente se trepa a un árbol, dificil de subir, por cierto, que estaba cerca de un cerco, se agarra de una rama seca, y el se va para abajo, rompiéndose el cuello, y es encontrado a la mañana siguiente con el rostro desencajado de terror, con la mueca más escalofriante que te puedas imaginar. Fue evidente, por supuesto, que él corrió por algo, y la gente habló de perros salvajes, y de bestias que se escaparon de algún zoológico, pero no había nada en concreto. Esto fue en el '89, y creo que su hermano Henry (a quien lo recuerdo en Cambridge) estuvo tratando de encontrar una explicación desde entonces. Él, por supuesto, insistió en que hubo algo raro, pero no lo sé. Es dificil de ver como pudo haber pasado algo así.
Luego de un tiempo la charla se revirtió sobre la Historia de la brujería.
—¿Leyó alguna vez ese libro? —dijo la anfitriona.
—Si, lo hice —dijo el Secretario—, tanto como pude leer.
—¿Es tan malo como parece?
—Oh, en mi opinión al respecto, poco interesante. Merece toda la fama que tiene. Pero, más allá de esto, era un libro diabólico. El autor cree cada palabra de lo que ha escrito, y si no estoy muy equivocado, él ha intentado de llevar a cabo la mayor parte de sus recetas.
—Bien, yo solo recuerdo la opinión de Harrington, y debo decir que si yo hubiera sido el autor me hubiera servido para terminar definitivamente con mis ambiciones literarias.
—No tuvo tal efecto en el presente caso. Pero, venga, son las tres y media. Tenemos que irnos.
En el camino a casa la esposa del Secretario dijo:
—Espero que ese horrible hombre no se entere que el Sr. Dunning tuvo algo que ver con el rechazo de su documento.
—No se si haya riesgo de tanto —dijo el Secretario—. Dunning no se menciona, es algo confidencial, y nadie de nosotros lo hace por la misma razón. Karswell no sabe su nombre, Dunning no ha publicado nada sobre el mismo tema aún. El único peligro es que Karswell pueda haber ido al Museo Británico preguntando si había alguien que tuviera por costumbre consultar manuscritos de alquimia. Ahí no puedo decirte con seguridad si el nombre de Dunning no se mencionará. Espero que no ocurra.
A pesar de todo, el Sr. Karswell era un tipo muy astuto.
Esto fue a manera de prólogo. Una tarde, bien tarde, durante la misma semana, el Sr. Edward Dunning estaba regresando del Museo Británico, donde había estado trabajando e investigando, a la confortable casa del suburbio en la que vivía solo, atendido por dos excelentes mujeres que venían trabajando desde hacía tiempo con él. No hay nada más para agregar a manera de descripción de él que ya no hayamos oído. Sigámoslo en su sobrio camino a casa.
Un tren lo recogió a una milla o dos de su hogar, y luego hacía combinación con un tranvía eléctrico. La línea terminaba en un punto a trecientas yardas de la puerta de su casa. Ya estaba cansado de leer cuando entró en el tranvía. La luz era escasa y solamente le alcanzaba para observar las publicidades sobre los vidrios frente a donde estaba sentado. Como era usual, las publicidades de esta línea eran objeto de sus frecuentes contemplaciones, y, con la posible excepción del brillante y convincente diálogo entre el Sr. Lamplough y un eminente Asesor Legal de la Corona sobre las sales piréticas, ninguna le proveía de mayor campo de acción a su imaginación. Estoy equivocado, había uno en una de las esquinas del tranvía que no le era familiar. Estaba escrito en letras azules sobre fondo amarillo, y todo lo que se podía leer era un nombre, John Harrington, y algo así como una fecha. Podría no ser de ningún interés para él, pero a todo esto, el vagón estaba vacío, él solamente tenía curiosidad de acercarse a algún lugar en donde pudiera leerlo bien. Sintió una ligera pero imperiosa curiosidad por este problema; la publicidad no era del tipo usual. Rezaba:
En memoria de John Harrington, FSA, de The Laurels, Ashbrooke. Muerto el 18 de Septiembre de 1889. Tres meses fueron permitidos.
El vehículo paró, el Sr. Dunning, aún contemplando las letras azules sobre el fondo amarillo, le dirigió algunas palabras al guarda.
—Le pido perdón —dijo—, estaba leyendo este aviso, es un poco peculiar, ¿no?
El conductor lo leyó lentamente.
—Bien —dijo—, nunca antes lo había visto. Creo que es una broma, ¿no? Alguien que dejó aquí sus bromas, creería.
Sacó un trapo y, luego de remojarlo con saliva, lo aplicó sobre el vidrio, tanto desde dentro como desde fuera.
—No —dijo—, parece como si estuviese en el vidrio, digo, en la sustancia. ¿No lo cree usted, señor?
El señor Dunning lo examinó y restregó con su guante, concordando con el guarda.
—¿Quién vigila estos anuncios, o les da permiso? Deseo que usted pregunte. Voy a tomar nota de las palabras.
En este momento el guarda tuvo un llamado del chofer:
—¡Adelante, George, estamos atrasados!
—¡Está bien, está bien! Es que hay algo raro en este vidrio. Ven y echa un vistazo.
—¿Qué tiene el vidrio? —preguntó el chofer, arrimándose.
—Bien, ¿y quién e' Arrington?
—Solo estaba preguntando quien sería el responsable de poner este tipo de avisos en su coche, y que sería conveniente hacerle algún pleito —dijo Dunning.
—Bien, señor, eso se hace en la orficina de la Compañía, creo que es del Sr. Timms, creo. Esta noche le avisaremo' y tal vez podamo' darle una respuesta mañana, si uste' viene con este carro.
Esto fue todo lo que pasó aquella noche. El Sr. Dunning se pusó a averiguar sobre Ashbrooke, y supo que podría estar en Warwickshire.
Al siguiente día, cuando partía por la mañana, el tranvía (el mismo de la noche anterior) estaba lleno como para permitir que pudiera dirigirle la palabra al guarda. Únicamente pudo notar que el curioso aviso había sido removido. Al final del día apareció un nuevo elemento misterioso: perdió el tranvía o bien, se propuso caminar hacia su casa. Una hora después, la criada le anunció la visita de dos empleados de la compañía de tranvías que estaban muy ansiosos de hablar con él. Le dijo que era sobre el aviso, que casi había olvidado. Eran el guarda y el chofer del coche, y cuando hubo recordado el asunto del aviso, preguntó que tenían que decir acerca del tema.
—Bien, señor, nos tomamos la libertad de investigar —dijo el conductor—. El Sr. Timms dio a William aquí los detalles sobre el aviso. Según él, no hubo avisos con esa descripción y no hay registros de que quien lo haya enviado. Bien, le dije, si este es el caso, todo lo que le pido, Sr. Timms, es que averigüe por su cuenta, y cuando quiera nos llama. Seguro, dijo, lo haré: y nos fuimos. Ahora, le dejo, señor, la inquietud de si este anuncio, con letras azules sobre fondo amarillo, estaba tan claramente adherido al cristal, ya que usted debe recordarme fregándolo con el trapo.
—Si, absolutamente, ¿bien?
—Usted dirá, no lo se. El Sr. Timms entró en el carro con una lámpara, no, él le dio la lámpara a William. Bien, dijo, ¿dónde está su precioso anuncio, del que hemos escuchado tanto? y le dije: Aquí, aquí está, Sr. Timms, y le señalé con mi mano —el conductor hizo una pausa.
—Bien —dijo el Sr. Dunning—, se había ido, supongo. ¿Se rompió?
—¿Roto? No. Nada de eso. Este aviso, créame, ya no estaba. No había más trazas de ninguna letra azul en aquella parte del cristal, más... bien, no es bueno para mí que siga hablando. Nunca había visto una cosa así antes. Lo dejo a William aquí.
—Y ¿Qué tiene que decir el Sr. Timms?
—Nos llamó de cualquier manera, y no se, pero no lo culpo. Lo que recordamos William y yo es que usted también había tomado nota de aquellas letras. No tendriamos que robar su tiempo de esta manera, señor; pero si usted tuviera algún tiempo para darse una vuelta por la oficina de la Compañía, en la mañana, y decirle al Sr. Timms lo que vio, quedaríamos muy agradecidos . Usted sabrá, que nos han llamado... bien, una cosa y otra. Ellos creen que vemos cosas, una cosa lleva a la otra, y... usted comprenderá lo que quiero decir.
Luego de las siguientes elucubraciones del propósito, George dejó la estancia.
La incredulidad del Sr. Timms (quien conocía de vista al Sr. Dunning) se modificó con el suceso del siguiente día, por el cuál este último pudo referir y mostrar; y cualquier antecedente que pudiera haber sido agregado a los legajos de William y George no quedó en los libros de la Compañía; pero tampoco se dieron explicaciones.
El interés del Sr. Dunning en la materia siguió latente debido a un incidente que ocurrió durante la tarde siguiente. Él estaba caminando desde su club hasta el tren, y se dio cuenta de que un hombre con un puñados de folletos como los que eran distribuidos como publicidad por las empresas. Este distribuidor no había elegido una calle muy populosa para su operación. De hecho, el Sr. Dunning no notó que haya otorgado ningún panfleto hasta que él mismo pasó a su lado. Al pasar cerca hubo un roce y la mano de este individuo lo tocó, sintiéndose áspera y caliente de manera no natural. Esta impresión no fue muy clara. Caminaba rápidamente, y cuando miró en el papel, pudo distinguir una tinta azul. El nombre de Harrington en letras capitales cautivó su vista. Se paró, sobresaltado y se palpó en busca de los anteojos. Al siguiente instante el panfleto fue arrebatado de su mano por un hombre que pasó apresuradamente y se escapó de manera irreparable. Dio algunos pasos, pero ¿dónde estaba el hombre? y ¿dónde estaba el distribuidor?
Fue en estado de ánimo reflexivo que el Sr. Dunning pasó el siguiente día al Salón de Manuscritos Selectos del Museo Británico, y llenó las fichas de solicitud para Harley 3586 y algunos otros volúmenes. Luego de un par de minutos de espera le fue traído su pedido. Se sentó en una de las mesas y al darse vuelta precipitadamente, chocó sin querer su pequeño portafolio, el cual cayó al piso. No vio a nadie que pudiera reconocer excepto uno de los empleados del salón, quien le ayudó a recoger los papeles. Pensó que los tenía todos y estaba por volver al trabajo cuando un fornido caballero de la mesa que estaba detrás de él, que estaba justo por irse y había recolectado sus cosas, le tocó en el hombro diciendo:
—¿Puedo darle esto? Creo que es suyo —y le dio unas hojas de papel.
—Es mío, gracias —dijo el Sr. Dunning.
Al siguiente momento el hombre había abandonado el salón. Antes de finalizar su trabajo en el Salón, el Sr. Dunning tuvo alguna conversación con el asistente, y tuvo ocasión de preguntarle quien era el gentil caballero.
—Oh, es un hombre llamado Karswell —dijo el asistente—, estuvo aquí hace una semana preguntando sobre quienes eran las grandes autoridades en alquimia, y por supuesto le respondí que usted era el único en el país. Veré si puedo alcanzarlo, él estaba interesado en conocerlo, estoy seguro.
—Por amor de Dios, ni lo sueñes —dijo el Sr. Dunning—. Estoy particularmente deseoso por evitarlo.
—¡Oh! Muy bien —dijo el asistente—, él no viene aquí seguido.
Más que otras veces, en el camino a casa, el Sr. Dunning dióse cuenta que no miraba el solitario atardecer con su usual jocundidad. Le parecía que algo impalpable y indefinido estaba entre él y todos los demás. Intentó sentarse cerca de otra gente en el tren y el tranvía, pero su suerte fue tal que en ambos viajaba muy poca gente. El guarda George estaba pensativo y parecía estar calculando el número de los pasajeros. Casi llegando a su hogar, encontró al Dr. Watson, su médico de cabecera.
—Tengo que alterar tu tranquilidad, Dunning. Tus domésticas, ambas, han sido conducidas a la enfermería.
—¡Cielos! ¿Qué pasó?
—Es algo como ptomanía venenosa, creería. Pero como veo, tu no la has padecido, o no estarías caminando solo.
—¿Tienes alguna idea de qué lo provocó?
—Ellas me dijeron que compraron algunas ostras a un buhonero durante su hora de comida. Es lamentable. He hecho algunos relevamientos, pero no puedo encontrar a ningún buhonero que haya estado en otras casas en la misma calle. Ven y cena conmigo esta noche, y mañana haremos arreglos hasta que vuelvan tus empleados.
Una tarde solitaria fue de esta manera evitada; a la expensa de algunos desastres e inconvenientes, es verdad. El Sr. Dunning pasó el tiempo con el doctor, y regresó a eso de las 11:30. La noche no fue de esas que uno recuerda con satisfacción. Estaba en la cama, con las luces apagadas. Se estaba preguntando si la señora de la limpieza vendría temprano por la mañana para traerle el agua caliente, cuando escuchó inconfundible la puerta de su estudio abrirse. No había escuchado pasos en el pasillo, pero el sonido había sido claro, y él estaba seguro de haber cerrado la puerta. Fue más vergüenza que coraje lo que lo indujo a deslizarse al pasillo y reclinarse sobre la balaustrada de la escalera en su bata de noche, atento a lo que pudiera escuchar. Ninguna luz era visible; ningún sonido era audible: solamente una bocanada de aire caliente, que trepó por un instante a través de su espina. Volvió a su dormitorio y decidió trabar la puerta. Pero hubo más cosas desagradables. Quizás la Compañía había decidido que la luz no era necesaria en las horas de la madrugada, y habían detenido su suministro, o quizás algo se había descompuesto, el resultado fue que, de cualquier modo, la luz se había ido. Encontró un reloj y consultó cuantas horas de malestar le restaban. Así que puso su mano en el bien conocido recodo bajo la almohada. Lo que tocó fue, según su explicación, una boca, con dentadura, y con cabello alrededor de ella, y, según declaró, no era la boca de un ser humano. No creo que tengamos que conjeturar lo que dijo o hizo; pero él estaba dentro de una habitación con la puerta cerrada y sus sentidos estaban bien alertas. El resto de la noche, miserable noche, lo pasó mirando a cada momento hacia la puerta. Pero nada pasó.
A la mañana, los sonidos escalofriantes continuaron. La puerta seguía abierta, afortunadamente, y las persianas abiertas (las sirvientas habían sido llevadas al sanatorio antes de la hora de bajarlas); no había, para ser breves, rastros de ningún intruso. El reloj, también, estaba en su lugar habitual; nada estaba alterado, solamente la puerta del armario que se había abierto, lo cual era muy usual. Un ring en la puerta de servicio, estaba anunciando a la señora de la limpieza, que había sido llamada la noche anterior, y el nervioso Sr. Dunning, luego de pagarle, continuó su búsqueda en otras partes de la casa. Pero fue igualmente infructuosa.
El día comenzó de manera deprimente. No se atrevió a ir nuevamente al Museo: mortificado por lo que el asistente había dicho, Karswell podía volver, y Dunning sintió que no podría enfrentar a un extraño posiblemente hostil. Su propia casa era odiosa; él odiaba ir al doctor. Pasó algún tiempo llamando al sanatorio, donde estaban su ama de llaves y sirvienta. Cerca de la hora del almuerzo, fue a su club, para volver a experimentar una intensa satisfacción al ver al Secretario de la Asociación. En el almuerzo Dunning reveló a sus amigos el más concreto de sus temores, pero trató de no dejarse llevar y hablar de aquellos que más pesaban sobre su espíritu.
—¡Mi pobre hombre —dijo el Secretario—; qué perturbado se lo ve!. Mire, estamos solos en casa, absolutamente. Usted debe quedarse con nosotros. ¡Si! No hay excusa, envíe por sus cosas en la tarde.
Dunning fue incapaz de negarse. Él, en verdad, se ponía ansioso a medida que las horas pasaban, pensando en que le depararía la noche. Estaba casi feliz mientras se apuraba en ir a empacar. Sus amigos se sorprendieron de su apariencia, e hicieron el mejor esfuerzo para que no le baje el ánimo. Más tarde, cuando quedaron solos fumando, Dunning dijo súbitamente:
—Gayton, creo que ese alquimista sabe que fui yo quien rechazó su documento.
—¿Qué le hace pensarlo?
Dunning le relató su conversación con el asistente del museo, y Gayton solo pudo concordar con su invitado, que podría estar en lo correcto.
—No me interesa demasiado —prosiguió Dunning—, debe ser fastidioso conocerlo. Pero me imagino que es de mala entraña.
La conversación recayó de nuevo; Gayton se impresionó más y más con la desolación que atacó el rostro de Dunning y finalmente, con considerable esfuerzo, le preguntó directamente si no había algo serio que lo estaba molestando. Dunning pegó una exclamación de asombro.
—Trato de tenerlo fuera de mi mente —dijo—, ¿sabes algo acerca de un hombre llamado John Harrington?
Gayton quedó atónito, y en el momento solo pudo preguntar por qué.
Entonces Dunning contó su experiencia en el tranvía, y en su propia casa, y en la calle, el problema de la sombra que lo acechaba; y al final terminó con la pregunta que desencadenó todo. Gayton no sabía como responderle. Narrarle la historia de Harrington hubiera sido lo correcto, solo que Dunning estaba muy nervioso, y la historia por cierto era bastante macabra. Y él no podría dejar de preguntarse si no habría una conexión entre ambos casos a través de la persona de Karswell. Era una concesión difícil para un hombre de ciencia, pero podría haber sido facilitada por la frase sugestión hipnótica. Finalmente decidió que debería omitir la respuesta esa noche; él podría más tarde hablar de la situación con su esposa. Así que le dijo que había conocido a Harrington en Cambridge, y que creía que había muerto de manera súbita en 1889, añadiendo un par de detalles sobre la persona y su vida pública. Había hablado de esto con la Sra. Gayton, y ella llegó a la conclusión que podía haber estado revoloteando detrás suyo. Fue ella quien le recordó acerca de su hermano, Henry Harrington, y también sugirió que él podía tener más datos de sus anfitriones del día anterior.
—Debe ser un irrecuperable —objetó Gayton.
—Eso podría ser asegurado por los Bennetts, quienes lo conocen —replicó la Sra. Gayton, y ella marchó a ver a los Bennetts al día siguiente.
No es necesario agregar ni entrar en mayores detalles acerca de los pasos que se siguieron para que Henry Harrington se encontrara con Dunning.
La siguiente escena, que tampoco requiere ser narrada, es una conversación que tomó lugar entre los dos. Dunning le contó a Harrington sobre la extraña forma en que el nombre del muerto le había seguido, y también le relató algunas de sus propias experiencias. Al final le preguntó si estaba dispuesto a recordar cualquiera de las circunstancias conectadas con la muerte de su hermano. La sorpresa de Harrington por lo que escuchó puede ser imaginada: pero replicó rápidamente.
—De vez en cuando —dijo—, John estuvo muy extraño, durante sus últimas semanas. Hubo varios detalles; el principal fue que sospechaba que lo seguían. Él era, sin ninguna duda, un hombre impresionable, pero nunca había tenido tales manías. No puedo sacarme de la cabeza que aquello fue resultado de un trabajo, y lo que usted me dice sobre su caso me recuerda mucho a lo de mi hermano. ¿Puede decirme si hay alguna relación entre ambos?
—Hay una, que ha estado tomando forma vagamente en mi mente. He sabido que su hermano había reseñado muy severamente un libro, no mucho tiempo antes de su muerte, y hace poco se ha cruzado en mi camino el hombre que escribió ese libro y que me guarda cierto rencor.
—No me diga que el nombre de esta persona es Karswell.
—¿Por qué no? Ese es exactamente su nombre.
Henry Harrington se reclinó.
—Le voy a explicar. Por algo que él dijo, me quedó la seguridad de que mi hermano John estaba comenzando a creer, muy contra su voluntad, que este Karswell estaba en el fondo del problema. Mi hermano era un gran aficionado a la música y acostumbraba asistir a los conciertos de la ciudad. Tres meses antes de su fallecimiento, volvió de uno de estos y me dio su programa para echarle un vistazo. Él siempre los guardaba: casi lo pierdo, dijo, supongo que se me habrá caído, de cualquier manera, lo estaba buscando bajo mi asiento, y en mis bolsillos y, en eso, la persona que se sentaba atrás mío me dio el suyo; dijo si podía darme su propio programa, ya que él no le daría ninguna utilización. No se quien era, un hombre fornido, bien afeitado. Me hubiera lamentado tanto por perderlo; por supuesto podía haber comprado uno, pero este no me costó nada.
»En otra ocasión me contó que había pasado una noche muy incómoda, tanto en el camino como en el hotel en el que se hospedaba. Puse todas estas piezas juntas luego, pensando en ello. Tiempo después él estaba ordenando todos sus programas, clasificándolos y encuadernándolos. Y cuando revisó este en particular, encontró el principio de una tira de papel que unas extrañas letras escritas, en rojo y negro, y cuando me las mostró me parecieron letras rúnicas. "Esto" dijo, "debe pertenecer a mi vecino robusto. Creo que vale la pena devolvérselo; puede ser la copia de algo, evidentemente algo valioso para él. ¿Cómo haré para encontrar su dirección?"
»Luego concluímos que lo mejor sería que lo busque en el próximo concierto. El papel estaba puesto sobre el libro; y ambos estábamos cerca de la chimenea; hacía frío, y era una noche ventosa. Supongo que la puerta se abrió, ni me di cuenta; lo cierto fue que entró una ráfaga de aire, una corriente de aire caliente era, y se llevó el papel, que fue a parar derecho al fuego: era un papel tan liviano y débil, que se inflamó de inmediato y se convirtió de inmediato en cenizas. "Bien" dije "ya no puedes devolverle nada." No dijo nada por un minuto, luego más bien enfadado: "No, no puedo, pero no se porque me lo tienes que decir así." Le remarqué que no diría nada más. "No más que cuatro veces" fue todo lo que dijo. Recuerdo esto muy claramente, sin ninguna razón o motivo; y ahora vamos al punto: no se si usted vio o no el libro de Karswell que mi infortunado hermano revisó. Yo lo hice, tanto antes como después de la muerte de él. La primera vez fue muy divertida y lo hojeamos juntos. Carece de un estilo, verbos infinitivos, y una redacción que haría que alguien de Oxford se tire de una montaña. No había nada que el autor no hubiera tragado, mezclando mitos clásicos e historias de la Leyenda Dorada con reportes de costumbres salvajes de hoy en día, todo muy correcto, sin duda, pero si uno sabe como ensamblarlas; y él no tenía la más pálida idea: parecía como poner la Leyenda Dorada y la Rama Dorada exactamente a la par, y creer en ambas.
»En definitiva, una demostración patética. Bien, luego de la tragedia, volví a hojear el libro. No estaba mejor que antes, pero la impresión que esta vez me provocó fue diferente. Sospeché, como le dije, que este Karswell había llevado a cabo algún tipo de "trabajo" sobre mi hermano, como en venganza por lo que había pasado con el libro. Y ahora me daba esa siniestra impresión. Un capítulo en particular me sobrecogió, en el que habla sobre los maleficios de las runas sobre la gente, tanto con el propósito de ganar un querer o llevarlos a la perdición, quizás más especialmente lo último. El autor habla de todo esto como si realmente denotara conocimiento palpable. No voy a entrar en mayores detalles, pero mí conclusión es que estoy seguro que el buen hombre del concierto no era otro que este Karswell: sospecho, y más que eso, que el papel tuvo mucha importancia, y creo que si mi hermano hubiera podido devolvérselo, aún estaría vivo. Así que ahora le pregunto que puede decirme usted sobre su caso.
A manera de respuesta, Dunning le relató el episodio de la Sala de Manuscritos del Museo.
—Entonces él realmente metió mano en sus papeles; ¿los ha examinado últimamente? ¿No? Debemos, si usted me lo permite, mirar todo y muy cuidadosamente.
Fueron a la casa de Dunning, que aún estaba vacía, ya que sus dos sirvientas aún estaban convalescientes. El portafolio de Dunning estaba acumulando polvillo sobre el escritorio. Ahí estaban las hojitas de papel que había utilizado para tomar sus notas: y de una de ellas se deslizó con pasmosa rapidez a través del cuarto, un pedazo de papel sumamente liviano. La ventana estaba abierta, pero Harrington la azotó, justo a tiempo para interceptar el papel, que pudo atrapar.
—Creo —dijo—, que este papel puede ser idéntico al que le dio a mi hermano. Lo examinaremos, Dunning, esto puede ser algo serio para usted.
Un largo exámen tomo lugar. El papel fue inspeccionado y Harrington dijo que los caractéres eran runas, pero no le era posible descifrarlas. Y ambos vacilaron en copiarlas en un papel, por temor, según confesaron, a perpetuar cualquier propósito malévolo que pudierar ocultar. Así que les fue imposible descifrar este curioso mensaje. Ambos, Dunning y Harrington estaban firmemente convencidos que el papel tenía el efecto de traerle a su propietario una muy indeseable compañía. Así que debía ser regresado a su fuente de origen, y la única y más segura manera de hacerlo era a través del contacto personal; y aquí fue necesario una estratagema, para Dunning que había sido visto por Karswell. Él tenía que alterar su aspecto afeitándose la barba. Harrington creyó que aún tendrían tiempo. Él sabía la fecha del concierto en la que la esquela negra había sido dada a su hermano: había sido un 18 de Junio. La muerte acaeció el 18 de Septiembre. Dunning le recordó que habían pasado tres meses de la inscripción en la ventana del carruaje.
—Quizás —añadió, con una sonrisa apesadumbrada—, el mío también puede ser un pagaré a tres meses. Creo que puedo recordarlo a través de mi diario. Si, el 23 de Abril fue el día de lo del Museo; esto nos lleva al 23 de Junio. Ahora, como usted sabe, se hace extremadamente importante para mí saber todo sobre el proceso que sufrió su hermano, si le es posible hablar sobre el tema.
—Por supuesto. Bien, la sensación de ser observado cuando se encontraba solo fue lo más desagradable que manifestó. Luego de un tiempo comencé a dormir en su dormitorio, y el se sintió mejor por ello: aún, hablaba de que tenía grandes pesadillas. ¿Sobre qué? No fue muy claro al hacer hincapié en aquello. Pero se lo puedo decir: dos cosas vinieron para él por correo durante aquellas semanas, ambas con estampillas de Londres, y dirigidas en una manera comercial. Una fue una grabado en madera de Bewick, toscamente recortado de una página: exhibía un camino nocturno y un hombre caminando a través de él, seguido por una horripilante y demoníaca criatura. Bajo esta imagen estaban escritas unas palabras del Antiguo Marino (que supongo el grabado ilustraba) acerca de alguien quien, habiendo una vez mirado a su alrededor caminó, y volvió nada más que su cabeza, porque el sabía que un demonio terrorífico que estaba muy cerca suyo por detrás.
—La otra postal era un calendario, tal y como los que los hombres de negocios algunas veces envían. Mi hermano no prestó atención a estas postales, pero yo las volví a mirar luego de su fallecimiento, y comprendí todo lo que pasó antes del 18 de Septiembre. Usted puede sorprenderse ya que la noche que fue muerto, se encontraba solo, pero el hecho fue que durante los últimos diez días aproximadamente, él sintió aún más esas sensaciones de ser observado o seguido por alguien.
El fin de la conversación fue este. Harrington, que conocía a los vecinos de Karswell, pensó que podría tener vigilados sus movimientos. Y la parte de Dunning sería estar listo en cualquier momento para cruzarse en el camino de Karswell, y tener el papel en un lugar seguro y de rápido acceso.
Ellos partieron. Las siguientes semanas sin duda hubo una severa tensión sobre los nervios de Dunning: las intangibles barreras que parecían encimarse sobre él a partir del día que recibió el papel, gradualmente se convirtieron en una creciente negrura que iba opacando sus vías de escape hacia cualquier cosa que podría ser considerada como un refugio. Nadie quería estar cerca suyo, y él parecía carecer de toda iniciativa. Esperó con inexpresiva ansiedad durante Mayo, Junio y principios de Julio, según el consejo de Harrington. Pero todo este tiempo Karswell permaneció inamovible de Lufford.
Al final, a menos de una semana que la fecha se cumpliera el plazo de sus actividades terrenales, llegó un telegrama: Deja Victoria por tren, Viernes Noche. No lo pierda. Llegaré a la Noche. Harrington.
Él arribó a tiempo, y ambos tramaron su plan. El tren dejaría la estación Victoria a las nueve de la noche y su última parada antes de Dover sería Croydon West. Harrington marcaría a Karswell en Victoria, y buscaría a Dunning en Croydon, llamándole, si fuera necesario, por otro nombre que acordarían de antemano. Dunning se disfrazaría tanto como pueda, y sin ningún equipaje o iniciales, llevaría el papel consigo.
No es necesario describir el suspenso de Dunning durante su espera en la plataforma de Croydon. Su sentido del peligro durante los últimos días había sido agudizado solo por el hecho de que la nube que lo cubría se había difuminado perceptiblemente; pero este alivio era un síntoma ominoso, y, si Karswell le eludía ahora, toda esperanza se habría terminado; y había mucha probabilidad de que así fuera. El rumor del día podía ser solo un truco. Los veinte minutos que pasó en el andén, perseguido por cada porteador llevando sobres fueron los más amargos que nunca había vivido. Al final el tren llegó, y Harrington apareció por una ventana. Era muy importante, por supuesto, que no hubiera ningún tipo de reconocimiento, y Dunning se ubicó al final del corredor del equipaje, y fue gradualmente avanzando hacia el compartimento en donde estaban Harrington y Karswell. También comprobó que el tren estaba bastante vacío.
Karswell estaba alerta, pero no dio señales de reconocerlo. Dunning tomó el asiento no inmediatamente opuesto a él, e intentó, vanamente al principio, luego con gran exigencia de sus facultades, realizar la deseada transferencia. Opuesto a Karswell y al lado de Dunning, estaban depositados una serie de abrigos de Karswell. No sería muy certero introducir el papel en estas prendas. No podría hacerlo inadvertidamente, y Karswell podía dejar el vagón sin las mismas, así que él tendría que darselo en persona. Ese fue el plan que pensó. ¡Si aunque fuera, pudiera hablar con Harrington! Pero eso no podía ser posible. Los minutos pasaban. Más de una vez, Karswell se levantó y fue hacia el corredor. La segunda vez Dunning estaba casi por intentar tirar alguno de los abrigos fuera del asiento, pero él miró a los ojos a Harrington y leyó una señal de alerta. Karswell, desde el corredor, estaba mirando: probablemente para ver si los dos hombres se reconocían entre sí. Regresó, pero estaba evidentemente intranquilo: y, cuando se levantó por tercera vez, la esperanza surgió, con algo que se deslizó del asiento y cayó casi silenciosamente al piso del compartimiento. Karswell se había retirado una vez más, y Dunning tomó aquello que había caído, y vio que la salvación estaba en su mano, en la forma de un talonario de tickets, con varios tickets y una especie de sobre en la tapa. En cuestión de breves segundos el papel del cual estuvimos hablando estaba ya en el sobre del talonario. Para hacer esta operación más segura, Harrington permaneció cerca de la puerta del compartimento y espió con el rabillo del ojo. Se había hecho, y se había hecho en el momento justo, ya que el tren estaba aminorando su marcha para detenerse en Dover.
En un momento más, Karswell reingresó en el compartimiento. En ese momento Dunning se las ingenió, no supo como, para suprimir el temblor de su voz, y le alcanzó el talonario, diciendo:
—¿Le doy esto, señor? creo que es suyo.
Luego de una breve ojeada a los tickets que contenía, Karswell susurró una respuesta.
Luego, en los siguientes momentos, de tensa ansiedad, ya que ellos no sabían que podía pasar si Karswell encontraba el papel, ambos hombres se dieron cuenta de que el vagón pareció oscurecerse y caldearse en torno a ellos; y Karswell estaba oprimido e inquieto; sacó el montón de capas y abrigos de cerca suyo alejándolos lo más posible, como si lo repeliera; y luego se volvió a sentar, mirando a los otros dos hombres angustiosamente. Ellos, ya con una ansiedad enfermiza, se ocuparon de recolectar sus propios bultos, y ambos pensaron que Karswell estaba a punto de decir algo cuando el tren se frenó en Dover.
En el muelle salieron, pero como el tren había estado tan vacío de pasajeros, se vieron forzados a demorarse en la plataforma, hasta que Karswell hubiera pasado frente a ellos con su porteador, camino al bote; cuando se sintieron seguros, intercambiaron un aprentón de manos y una palabra de congratulación. El efecto sobre Dunning fue como para dejarlo casi exánime. Harrington le hizo apoyarse contra la pared, mientras él se acercó a algunas yardas del muelle para ver mejor. El hombre a cargo examinó el ticket de Karswell, y luego bajó al bote. Súbitamente el oficial llamó a Karswell.
—Usted, señor, discúlpeme, pero el otro caballero ¿mostrará su ticket?
—¿Qué diablos quiere decir con el otro caballero? —resonó como un gruñido la voz de Karswell bajo el muelle-
El hombre se dobló y lo miró.
—¿El diablo? Bien, no lo sé.
Harrington lo escuchó hablar a sí mismo y luego en voz alta.
—¡Fue un error, señor; deben ser sus bultos! Le pido perdón —-y luego dijo a un subordinado, cerca de él—. Él lleva un perro consigo, ¿o qué? Es gracioso: hubiera jurado que no estaba solo. Bien, cualquier cosa que haya sido, lo tendremos que ver a bordo. La semana que viene estaremos recibiendo los cliente del verano.
Luego de cinco minutos ya no se veía más que la atenuada luz del bote, y una larga línea de faroles de Dover, el rocío de la noche y la luna.
Mucho más tarde, ambos se sentaron en la habitación del hotel. A pesar de que ya no estaban tan ansiosos como antes, aún sufrían la opresión de una gran duda. ¿Estaban justificados en enviar a un hombre a la muerte, como ellos creían haber hecho? ¿Le tendrían que haber avisado, al menos?
—No —dijo Harrington—, si él es el asesino que pienso, no hemos hecho otra cosa que justicia. Aún, si usted cree que hubiera sido mejor, ¿cómo y dónde le hubiera advertido?
—Solamente sabemos que se ha anotado en Abbéville —dijo Dunning—, si le telegrafío al hotel algo como "examine su talonario, Dunning" me sentiría mucho mejor. Hoy es 21: él aún tiene un día más.
Así que se enviaron algunos telegramas a la oficina del hotel en cuestión.
No quedó claro si alcanzaron su destino, o qué. Todo lo que se supo fue que en la tarde del 23, un viajero inglés mientras estaba paseando frente a la Iglesia de St. Wulfram, en Abbéville, por entonces en obras de refacción, fue golpeado en la cabeza e instantáneamente muerto por una piedra que cayó de uno de los andamios de la torre noroeste, aunque luego se comprobó que no había ningún obrero en el andamio en aquel momento: y los papeles del viajero lo identificaban como el Sr. Karswell.
Únicamente un detalle debe ser añadido. Cuando se vendieron las cosas de Karswell el juego de grabados de madera de Bewick fue adquirido por Harrington. La página con el grabado del viajero y el demonio estaba, tal y como esperaba, mutilada. También, luego de esperar un tiempo prudencial, Harrington repitió a Dunning algo acerca de lo que había podido escuchar sobre las cosas que dijo su hermano en sueños. Pero no dijo mucho, ya que Dunning lo frenó de inmediato.
Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.
Más literatura gótica:
El maleficio de las runas.
Casting the Runes, M.R. James (1862-1936)
15 de Abril.
Estimado Señor, le notificamos a través del Consejo de la Asociación de... que le regresamos la copia de un documento de La verdad sobre la alquimia, que usted ha compartido para su lectura, para informarle que el Consejo no ha visto la manera de incluirlo en el programa.
Muchas gracias.
18 de Abril.
Estimado Señor:
Le ofrezco mis disculpas por haberle dicho que mis compromisos no me permitían entrevistarlo sobre el tema del documento. Nuestras leyes no permiten la materia de su discusión con el Comité de nuestro Consejo, como usted sugirió. Por favor, permítame asegurarle que le fue dada la mayor consideración a la copia que usted nos remitió, y que no es declinada sin haber sido referida al juicio de la autoridad máxima. No tengo preguntas personales (es necesario para mí agregarlo) y no puede haber habido la menor influencia en la decisión del Consejo. Créame (ut supra)
20 de Abril.
El secretario de la Asociación... ruega hacerle saber al Sr. Karswell que es imposible para él dar el nombre de cualquier persona o personas a quienes pudo haber sido remitida la copia del documento; así como también darle a conocer el hecho que no siga replicando cartas sobre tal hecho.
—¿Y quién es el Sr. Karswell? —preguntó la esposa del secretario. Ella lo había llamado a su oficina, y había tomado la última de las tres cartas, que el tipista había entregado.
—El Sr. Karswell es un hombre muy desagradable. Pero no se mucho acerca de él, solo que es rico; su dirección es Lufford Abbey, Warwickshire. Aparentemente es un alquimista, y quiere informarnos todo acerca de eso, y lo demás es que no quiero saber nada por las próximas dos semanas. Ahora, si tu estás lista para marcharte, yo lo estoy.
—¿Qué has hecho para que se ponga tan desagradable? —preguntó la Sra.
—Lo usual, querida: él envió una copia de un documento que quería que fuera leído en el siguiente encuentro, y nosotros se lo referimos a Edward Dunning, la única persona que sabe sobre este tema en Inglaterra, y como dijo que no servía, lo rechazamos. Desde entonces Karswell ha estado bombardeándonos con cartas. La última que me mandó, decía que quería el nombre de la persona a la que se le envió esta absurda copia; tu leíste mi respuesta a ello. Pero no digas nada, por el amor de Dios.
—Creo que no, pero, ¿alguna vez hicimos algo así? Espero, sin embargo, que nunca sepa que fue el pobre Sr. Dunning.
—¿Pobre Sr. Dunning? No se porque lo llamas así; él es un hombre muy feliz, muchos hobbies, y una casa confortable, y todo su tiempo para sí mismo.
—Quise decir sería una pena si Karswell lo sabe y comienza a molestarlo.
—¡Oh, si! Entonces él sí será el pobre Sr. Dunning.
El secretario y su esposa fueron a comer. La casa a la que fueron estaba en Warwickshire. Así que la Sra. del Secretario había pensado que podía preguntarles juiciosamente si sabían algo acerca del Sr. Karswell. Pero ella se evitó el problema de encausar la conversación hacia el tema, ya que la anfitriona dijo, luego de algunos minutos:
—Vi al abad de Lufford esta mañana.
La anfitriona silbó.
—¿Lo viste? ¿Y qué lo trae por la ciudad?
—Dios sabe; salía del Museo Británico.
Fue muy natural que la sra. del Secretario preguntara si este era un verdadero abad.
—Oh, no, querida: solamente un vecino nuestro en el campo que compró la abadía de Lufford hace unos años. Su nombre verdadero es Karswell.
—¿Es amigo de ustedes? —preguntó el Secretario, con un guiño a su esposa.
La pregunta despachó un torrente de declamaciones. Realmente no había nada que decir sobre el Sr. Karswell. Nadie lo conocía bien: sus sirvientes eran sin excepción un horrible grupo de personas; él había inventado una nueva religión, y practicaba una extraña clase de ritos que nadie podía describir bien; se ofendía fácilmente, y nunca perdonaba a nadie: tenía una cara desagradable; nunca realizó un acto de bien, y cualquier influencia que él ejercía era malévola.
—Hazle un poco de justicia al pobre, querida —interrumpió el marido—. Tú olvidas las obras que hace por los chicos escolares.
—¿Olvidarlas? Hiciste bien en nombrarlas, ya que nos dará una idea de la clase de hombre que es. Ahora, Florence, escucha esto. El primer invierno que estuve en Lufford, nuestro delicado vecino escribió al clérigo de la parroquia, y le ofreció dar una exhibición de magia para los chicos de la escuela. Dijo que tenía algunos trucos que podrían entretenerlos. Bien, el clérigo estaba más que sorprendido, ya que el Sr. Karswell habíase mostrado nada complaciente con los niños, quejándose siempre por las travesuras en sus terrenos o de alguna otra cosa, pero por supuesto él aceptó, y se arregló el evento para la tarde, y nuestro amigo vino personalmente para ver que todo estuviera bien. Él dijo que nunca se había mostrado tan agradecido por algo. Todos los niños asistieron a la casa, fue una fiesta infantil.
»Pero este Sr. Karswell había preparado todo con la evidente intención de asustar a estos pobres escolares, y como creo, si se lo hubieran permitido, él lo hubiera hecho. Comenzó con algunas cosas suaves. Caperucita Roja fue una, y según dijo después el Sr. Farrer, el lobo fue tan horroroso que varios de los niños pequeños se escaparon de allí. Él dijo que el Sr. Karswell comenzó a contar la historia produciendo un ruido como el aullido del lobo a la distancia, lo que fue la cosa más escalofriante que jamás había escuchado. Todas las transparencias fueron mostradas y, según el Sr. Farrer, fueron todas muy claras y absolutamente realistas, y donde las había obtenido o como las había producido, él no se podía imaginar. Bien, el show continuó, y las historias empezaron a ser cada vez más aterrorizantes, y los chicos estaban como hipnotizados en completo silencio. A lo último presentó una serie de imágenes que representaba a un niño paseando a través de su propio parque, es decir Lufford, por la tarde. Cada niño en el salón pudo reconocer el lugar de las fotografías. Y este pobre niño era seguido, y luego perseguido y capturado, y hasta desmembrado por una extraña criatura blanca, que se veía primero desde acechando por los árboles, y gradualmente va apareciendo más y más clara. El Sr. Farrer dijo que fue una de las peores pesadillas que jamás pueda recordar, y de lo que pudo haber significado para los niños, no tenía idea. Por supuesto esto había ido demasiado lejos, y él le dijo muy claramente al Sr. Karswell que no continuara. Y él dijo:
»—¡Oh! ¿Usted piensa que es tiempo de terminar nuestro pequeño festival, y enviar a todos a casa, a sus camas? ¡Muy bien!
»Y entonces cambió a otra imagen que mostraba una gran masa de serpientes, cienpiés, y otras desagradables criaturas con alas, y algo parecía que estuviera trepando y saliendo de la fotografía, como para lanzarse sobre la audiencia; y esto fue acompañado de una especie de crepitante sonido seco, que transtornó tanto a los niños, que todos salieron corriendo en estampida. Incluso algunos se lastimaron al chocar contra los muebles, y supongo que ninguno habrá podido cerrar los ojos aquella noche. Ese fue el más grave escándalo en el pueblo. Por supuesto las madres le echaron buena parte de la culpa al pobre Sr. Farrer, pero, si ellas hubieran visto el show, creo que hubieran ido a destrozar cada ventana de la Abadía. Bien, este es el Sr. Karswell, esta es su Abadía de Lufford, querida, y tu te podrás imaginar que pensamos de su sociedad.
—Si, pienso tiene todas las características de un criminal.
—Es este el hombre, ¿o estoy mezclando con algún otro? —preguntó el Secretario, quien durante algunos minutos había estado con el ceño fruncido como si estuviera buscando algo— ¿Es este el hombre que escribió esa Historia de la brujería hace mucho tiempo, algo así de diez años atrás?
—Es el mismo; ¿recuerdas los comentarios sobre él?
—Ciertamente; y conocí al autor del más incisivo de los libros. Tu deberías recordar a John Harrington.
—Oh, muy bien, a pesar que no recuerdo haber visto o escuchado nada de él entre el tiempo desde que me fui hasta que leí el relato de su caso.
—¿Caso? —dijo una de las damas— ¿Qué pasó con él?
—Lo que le pasó fue que se cayó de un árbol y se partió el cuello. Pero el enigma fue ¿que lo pudo haber inducido a subirse allí?. Fue un asunto misterioso. Ahí estaba este hombre, un tipo atlético caminando hacia su casa a través de una calle; era tarde por la noche, no había vagabundos por ahí. Súbitamente comienza a correr como un loco, pierde su sombrero y bastón, y finalmente se trepa a un árbol, dificil de subir, por cierto, que estaba cerca de un cerco, se agarra de una rama seca, y el se va para abajo, rompiéndose el cuello, y es encontrado a la mañana siguiente con el rostro desencajado de terror, con la mueca más escalofriante que te puedas imaginar. Fue evidente, por supuesto, que él corrió por algo, y la gente habló de perros salvajes, y de bestias que se escaparon de algún zoológico, pero no había nada en concreto. Esto fue en el '89, y creo que su hermano Henry (a quien lo recuerdo en Cambridge) estuvo tratando de encontrar una explicación desde entonces. Él, por supuesto, insistió en que hubo algo raro, pero no lo sé. Es dificil de ver como pudo haber pasado algo así.
Luego de un tiempo la charla se revirtió sobre la Historia de la brujería.
—¿Leyó alguna vez ese libro? —dijo la anfitriona.
—Si, lo hice —dijo el Secretario—, tanto como pude leer.
—¿Es tan malo como parece?
—Oh, en mi opinión al respecto, poco interesante. Merece toda la fama que tiene. Pero, más allá de esto, era un libro diabólico. El autor cree cada palabra de lo que ha escrito, y si no estoy muy equivocado, él ha intentado de llevar a cabo la mayor parte de sus recetas.
—Bien, yo solo recuerdo la opinión de Harrington, y debo decir que si yo hubiera sido el autor me hubiera servido para terminar definitivamente con mis ambiciones literarias.
—No tuvo tal efecto en el presente caso. Pero, venga, son las tres y media. Tenemos que irnos.
En el camino a casa la esposa del Secretario dijo:
—Espero que ese horrible hombre no se entere que el Sr. Dunning tuvo algo que ver con el rechazo de su documento.
—No se si haya riesgo de tanto —dijo el Secretario—. Dunning no se menciona, es algo confidencial, y nadie de nosotros lo hace por la misma razón. Karswell no sabe su nombre, Dunning no ha publicado nada sobre el mismo tema aún. El único peligro es que Karswell pueda haber ido al Museo Británico preguntando si había alguien que tuviera por costumbre consultar manuscritos de alquimia. Ahí no puedo decirte con seguridad si el nombre de Dunning no se mencionará. Espero que no ocurra.
A pesar de todo, el Sr. Karswell era un tipo muy astuto.
Esto fue a manera de prólogo. Una tarde, bien tarde, durante la misma semana, el Sr. Edward Dunning estaba regresando del Museo Británico, donde había estado trabajando e investigando, a la confortable casa del suburbio en la que vivía solo, atendido por dos excelentes mujeres que venían trabajando desde hacía tiempo con él. No hay nada más para agregar a manera de descripción de él que ya no hayamos oído. Sigámoslo en su sobrio camino a casa.
Un tren lo recogió a una milla o dos de su hogar, y luego hacía combinación con un tranvía eléctrico. La línea terminaba en un punto a trecientas yardas de la puerta de su casa. Ya estaba cansado de leer cuando entró en el tranvía. La luz era escasa y solamente le alcanzaba para observar las publicidades sobre los vidrios frente a donde estaba sentado. Como era usual, las publicidades de esta línea eran objeto de sus frecuentes contemplaciones, y, con la posible excepción del brillante y convincente diálogo entre el Sr. Lamplough y un eminente Asesor Legal de la Corona sobre las sales piréticas, ninguna le proveía de mayor campo de acción a su imaginación. Estoy equivocado, había uno en una de las esquinas del tranvía que no le era familiar. Estaba escrito en letras azules sobre fondo amarillo, y todo lo que se podía leer era un nombre, John Harrington, y algo así como una fecha. Podría no ser de ningún interés para él, pero a todo esto, el vagón estaba vacío, él solamente tenía curiosidad de acercarse a algún lugar en donde pudiera leerlo bien. Sintió una ligera pero imperiosa curiosidad por este problema; la publicidad no era del tipo usual. Rezaba:
En memoria de John Harrington, FSA, de The Laurels, Ashbrooke. Muerto el 18 de Septiembre de 1889. Tres meses fueron permitidos.
El vehículo paró, el Sr. Dunning, aún contemplando las letras azules sobre el fondo amarillo, le dirigió algunas palabras al guarda.
—Le pido perdón —dijo—, estaba leyendo este aviso, es un poco peculiar, ¿no?
El conductor lo leyó lentamente.
—Bien —dijo—, nunca antes lo había visto. Creo que es una broma, ¿no? Alguien que dejó aquí sus bromas, creería.
Sacó un trapo y, luego de remojarlo con saliva, lo aplicó sobre el vidrio, tanto desde dentro como desde fuera.
—No —dijo—, parece como si estuviese en el vidrio, digo, en la sustancia. ¿No lo cree usted, señor?
El señor Dunning lo examinó y restregó con su guante, concordando con el guarda.
—¿Quién vigila estos anuncios, o les da permiso? Deseo que usted pregunte. Voy a tomar nota de las palabras.
En este momento el guarda tuvo un llamado del chofer:
—¡Adelante, George, estamos atrasados!
—¡Está bien, está bien! Es que hay algo raro en este vidrio. Ven y echa un vistazo.
—¿Qué tiene el vidrio? —preguntó el chofer, arrimándose.
—Bien, ¿y quién e' Arrington?
—Solo estaba preguntando quien sería el responsable de poner este tipo de avisos en su coche, y que sería conveniente hacerle algún pleito —dijo Dunning.
—Bien, señor, eso se hace en la orficina de la Compañía, creo que es del Sr. Timms, creo. Esta noche le avisaremo' y tal vez podamo' darle una respuesta mañana, si uste' viene con este carro.
Esto fue todo lo que pasó aquella noche. El Sr. Dunning se pusó a averiguar sobre Ashbrooke, y supo que podría estar en Warwickshire.
Al siguiente día, cuando partía por la mañana, el tranvía (el mismo de la noche anterior) estaba lleno como para permitir que pudiera dirigirle la palabra al guarda. Únicamente pudo notar que el curioso aviso había sido removido. Al final del día apareció un nuevo elemento misterioso: perdió el tranvía o bien, se propuso caminar hacia su casa. Una hora después, la criada le anunció la visita de dos empleados de la compañía de tranvías que estaban muy ansiosos de hablar con él. Le dijo que era sobre el aviso, que casi había olvidado. Eran el guarda y el chofer del coche, y cuando hubo recordado el asunto del aviso, preguntó que tenían que decir acerca del tema.
—Bien, señor, nos tomamos la libertad de investigar —dijo el conductor—. El Sr. Timms dio a William aquí los detalles sobre el aviso. Según él, no hubo avisos con esa descripción y no hay registros de que quien lo haya enviado. Bien, le dije, si este es el caso, todo lo que le pido, Sr. Timms, es que averigüe por su cuenta, y cuando quiera nos llama. Seguro, dijo, lo haré: y nos fuimos. Ahora, le dejo, señor, la inquietud de si este anuncio, con letras azules sobre fondo amarillo, estaba tan claramente adherido al cristal, ya que usted debe recordarme fregándolo con el trapo.
—Si, absolutamente, ¿bien?
—Usted dirá, no lo se. El Sr. Timms entró en el carro con una lámpara, no, él le dio la lámpara a William. Bien, dijo, ¿dónde está su precioso anuncio, del que hemos escuchado tanto? y le dije: Aquí, aquí está, Sr. Timms, y le señalé con mi mano —el conductor hizo una pausa.
—Bien —dijo el Sr. Dunning—, se había ido, supongo. ¿Se rompió?
—¿Roto? No. Nada de eso. Este aviso, créame, ya no estaba. No había más trazas de ninguna letra azul en aquella parte del cristal, más... bien, no es bueno para mí que siga hablando. Nunca había visto una cosa así antes. Lo dejo a William aquí.
—Y ¿Qué tiene que decir el Sr. Timms?
—Nos llamó de cualquier manera, y no se, pero no lo culpo. Lo que recordamos William y yo es que usted también había tomado nota de aquellas letras. No tendriamos que robar su tiempo de esta manera, señor; pero si usted tuviera algún tiempo para darse una vuelta por la oficina de la Compañía, en la mañana, y decirle al Sr. Timms lo que vio, quedaríamos muy agradecidos . Usted sabrá, que nos han llamado... bien, una cosa y otra. Ellos creen que vemos cosas, una cosa lleva a la otra, y... usted comprenderá lo que quiero decir.
Luego de las siguientes elucubraciones del propósito, George dejó la estancia.
La incredulidad del Sr. Timms (quien conocía de vista al Sr. Dunning) se modificó con el suceso del siguiente día, por el cuál este último pudo referir y mostrar; y cualquier antecedente que pudiera haber sido agregado a los legajos de William y George no quedó en los libros de la Compañía; pero tampoco se dieron explicaciones.
El interés del Sr. Dunning en la materia siguió latente debido a un incidente que ocurrió durante la tarde siguiente. Él estaba caminando desde su club hasta el tren, y se dio cuenta de que un hombre con un puñados de folletos como los que eran distribuidos como publicidad por las empresas. Este distribuidor no había elegido una calle muy populosa para su operación. De hecho, el Sr. Dunning no notó que haya otorgado ningún panfleto hasta que él mismo pasó a su lado. Al pasar cerca hubo un roce y la mano de este individuo lo tocó, sintiéndose áspera y caliente de manera no natural. Esta impresión no fue muy clara. Caminaba rápidamente, y cuando miró en el papel, pudo distinguir una tinta azul. El nombre de Harrington en letras capitales cautivó su vista. Se paró, sobresaltado y se palpó en busca de los anteojos. Al siguiente instante el panfleto fue arrebatado de su mano por un hombre que pasó apresuradamente y se escapó de manera irreparable. Dio algunos pasos, pero ¿dónde estaba el hombre? y ¿dónde estaba el distribuidor?
Fue en estado de ánimo reflexivo que el Sr. Dunning pasó el siguiente día al Salón de Manuscritos Selectos del Museo Británico, y llenó las fichas de solicitud para Harley 3586 y algunos otros volúmenes. Luego de un par de minutos de espera le fue traído su pedido. Se sentó en una de las mesas y al darse vuelta precipitadamente, chocó sin querer su pequeño portafolio, el cual cayó al piso. No vio a nadie que pudiera reconocer excepto uno de los empleados del salón, quien le ayudó a recoger los papeles. Pensó que los tenía todos y estaba por volver al trabajo cuando un fornido caballero de la mesa que estaba detrás de él, que estaba justo por irse y había recolectado sus cosas, le tocó en el hombro diciendo:
—¿Puedo darle esto? Creo que es suyo —y le dio unas hojas de papel.
—Es mío, gracias —dijo el Sr. Dunning.
Al siguiente momento el hombre había abandonado el salón. Antes de finalizar su trabajo en el Salón, el Sr. Dunning tuvo alguna conversación con el asistente, y tuvo ocasión de preguntarle quien era el gentil caballero.
—Oh, es un hombre llamado Karswell —dijo el asistente—, estuvo aquí hace una semana preguntando sobre quienes eran las grandes autoridades en alquimia, y por supuesto le respondí que usted era el único en el país. Veré si puedo alcanzarlo, él estaba interesado en conocerlo, estoy seguro.
—Por amor de Dios, ni lo sueñes —dijo el Sr. Dunning—. Estoy particularmente deseoso por evitarlo.
—¡Oh! Muy bien —dijo el asistente—, él no viene aquí seguido.
Más que otras veces, en el camino a casa, el Sr. Dunning dióse cuenta que no miraba el solitario atardecer con su usual jocundidad. Le parecía que algo impalpable y indefinido estaba entre él y todos los demás. Intentó sentarse cerca de otra gente en el tren y el tranvía, pero su suerte fue tal que en ambos viajaba muy poca gente. El guarda George estaba pensativo y parecía estar calculando el número de los pasajeros. Casi llegando a su hogar, encontró al Dr. Watson, su médico de cabecera.
—Tengo que alterar tu tranquilidad, Dunning. Tus domésticas, ambas, han sido conducidas a la enfermería.
—¡Cielos! ¿Qué pasó?
—Es algo como ptomanía venenosa, creería. Pero como veo, tu no la has padecido, o no estarías caminando solo.
—¿Tienes alguna idea de qué lo provocó?
—Ellas me dijeron que compraron algunas ostras a un buhonero durante su hora de comida. Es lamentable. He hecho algunos relevamientos, pero no puedo encontrar a ningún buhonero que haya estado en otras casas en la misma calle. Ven y cena conmigo esta noche, y mañana haremos arreglos hasta que vuelvan tus empleados.
Una tarde solitaria fue de esta manera evitada; a la expensa de algunos desastres e inconvenientes, es verdad. El Sr. Dunning pasó el tiempo con el doctor, y regresó a eso de las 11:30. La noche no fue de esas que uno recuerda con satisfacción. Estaba en la cama, con las luces apagadas. Se estaba preguntando si la señora de la limpieza vendría temprano por la mañana para traerle el agua caliente, cuando escuchó inconfundible la puerta de su estudio abrirse. No había escuchado pasos en el pasillo, pero el sonido había sido claro, y él estaba seguro de haber cerrado la puerta. Fue más vergüenza que coraje lo que lo indujo a deslizarse al pasillo y reclinarse sobre la balaustrada de la escalera en su bata de noche, atento a lo que pudiera escuchar. Ninguna luz era visible; ningún sonido era audible: solamente una bocanada de aire caliente, que trepó por un instante a través de su espina. Volvió a su dormitorio y decidió trabar la puerta. Pero hubo más cosas desagradables. Quizás la Compañía había decidido que la luz no era necesaria en las horas de la madrugada, y habían detenido su suministro, o quizás algo se había descompuesto, el resultado fue que, de cualquier modo, la luz se había ido. Encontró un reloj y consultó cuantas horas de malestar le restaban. Así que puso su mano en el bien conocido recodo bajo la almohada. Lo que tocó fue, según su explicación, una boca, con dentadura, y con cabello alrededor de ella, y, según declaró, no era la boca de un ser humano. No creo que tengamos que conjeturar lo que dijo o hizo; pero él estaba dentro de una habitación con la puerta cerrada y sus sentidos estaban bien alertas. El resto de la noche, miserable noche, lo pasó mirando a cada momento hacia la puerta. Pero nada pasó.
A la mañana, los sonidos escalofriantes continuaron. La puerta seguía abierta, afortunadamente, y las persianas abiertas (las sirvientas habían sido llevadas al sanatorio antes de la hora de bajarlas); no había, para ser breves, rastros de ningún intruso. El reloj, también, estaba en su lugar habitual; nada estaba alterado, solamente la puerta del armario que se había abierto, lo cual era muy usual. Un ring en la puerta de servicio, estaba anunciando a la señora de la limpieza, que había sido llamada la noche anterior, y el nervioso Sr. Dunning, luego de pagarle, continuó su búsqueda en otras partes de la casa. Pero fue igualmente infructuosa.
El día comenzó de manera deprimente. No se atrevió a ir nuevamente al Museo: mortificado por lo que el asistente había dicho, Karswell podía volver, y Dunning sintió que no podría enfrentar a un extraño posiblemente hostil. Su propia casa era odiosa; él odiaba ir al doctor. Pasó algún tiempo llamando al sanatorio, donde estaban su ama de llaves y sirvienta. Cerca de la hora del almuerzo, fue a su club, para volver a experimentar una intensa satisfacción al ver al Secretario de la Asociación. En el almuerzo Dunning reveló a sus amigos el más concreto de sus temores, pero trató de no dejarse llevar y hablar de aquellos que más pesaban sobre su espíritu.
—¡Mi pobre hombre —dijo el Secretario—; qué perturbado se lo ve!. Mire, estamos solos en casa, absolutamente. Usted debe quedarse con nosotros. ¡Si! No hay excusa, envíe por sus cosas en la tarde.
Dunning fue incapaz de negarse. Él, en verdad, se ponía ansioso a medida que las horas pasaban, pensando en que le depararía la noche. Estaba casi feliz mientras se apuraba en ir a empacar. Sus amigos se sorprendieron de su apariencia, e hicieron el mejor esfuerzo para que no le baje el ánimo. Más tarde, cuando quedaron solos fumando, Dunning dijo súbitamente:
—Gayton, creo que ese alquimista sabe que fui yo quien rechazó su documento.
—¿Qué le hace pensarlo?
Dunning le relató su conversación con el asistente del museo, y Gayton solo pudo concordar con su invitado, que podría estar en lo correcto.
—No me interesa demasiado —prosiguió Dunning—, debe ser fastidioso conocerlo. Pero me imagino que es de mala entraña.
La conversación recayó de nuevo; Gayton se impresionó más y más con la desolación que atacó el rostro de Dunning y finalmente, con considerable esfuerzo, le preguntó directamente si no había algo serio que lo estaba molestando. Dunning pegó una exclamación de asombro.
—Trato de tenerlo fuera de mi mente —dijo—, ¿sabes algo acerca de un hombre llamado John Harrington?
Gayton quedó atónito, y en el momento solo pudo preguntar por qué.
Entonces Dunning contó su experiencia en el tranvía, y en su propia casa, y en la calle, el problema de la sombra que lo acechaba; y al final terminó con la pregunta que desencadenó todo. Gayton no sabía como responderle. Narrarle la historia de Harrington hubiera sido lo correcto, solo que Dunning estaba muy nervioso, y la historia por cierto era bastante macabra. Y él no podría dejar de preguntarse si no habría una conexión entre ambos casos a través de la persona de Karswell. Era una concesión difícil para un hombre de ciencia, pero podría haber sido facilitada por la frase sugestión hipnótica. Finalmente decidió que debería omitir la respuesta esa noche; él podría más tarde hablar de la situación con su esposa. Así que le dijo que había conocido a Harrington en Cambridge, y que creía que había muerto de manera súbita en 1889, añadiendo un par de detalles sobre la persona y su vida pública. Había hablado de esto con la Sra. Gayton, y ella llegó a la conclusión que podía haber estado revoloteando detrás suyo. Fue ella quien le recordó acerca de su hermano, Henry Harrington, y también sugirió que él podía tener más datos de sus anfitriones del día anterior.
—Debe ser un irrecuperable —objetó Gayton.
—Eso podría ser asegurado por los Bennetts, quienes lo conocen —replicó la Sra. Gayton, y ella marchó a ver a los Bennetts al día siguiente.
No es necesario agregar ni entrar en mayores detalles acerca de los pasos que se siguieron para que Henry Harrington se encontrara con Dunning.
La siguiente escena, que tampoco requiere ser narrada, es una conversación que tomó lugar entre los dos. Dunning le contó a Harrington sobre la extraña forma en que el nombre del muerto le había seguido, y también le relató algunas de sus propias experiencias. Al final le preguntó si estaba dispuesto a recordar cualquiera de las circunstancias conectadas con la muerte de su hermano. La sorpresa de Harrington por lo que escuchó puede ser imaginada: pero replicó rápidamente.
—De vez en cuando —dijo—, John estuvo muy extraño, durante sus últimas semanas. Hubo varios detalles; el principal fue que sospechaba que lo seguían. Él era, sin ninguna duda, un hombre impresionable, pero nunca había tenido tales manías. No puedo sacarme de la cabeza que aquello fue resultado de un trabajo, y lo que usted me dice sobre su caso me recuerda mucho a lo de mi hermano. ¿Puede decirme si hay alguna relación entre ambos?
—Hay una, que ha estado tomando forma vagamente en mi mente. He sabido que su hermano había reseñado muy severamente un libro, no mucho tiempo antes de su muerte, y hace poco se ha cruzado en mi camino el hombre que escribió ese libro y que me guarda cierto rencor.
—No me diga que el nombre de esta persona es Karswell.
—¿Por qué no? Ese es exactamente su nombre.
Henry Harrington se reclinó.
—Le voy a explicar. Por algo que él dijo, me quedó la seguridad de que mi hermano John estaba comenzando a creer, muy contra su voluntad, que este Karswell estaba en el fondo del problema. Mi hermano era un gran aficionado a la música y acostumbraba asistir a los conciertos de la ciudad. Tres meses antes de su fallecimiento, volvió de uno de estos y me dio su programa para echarle un vistazo. Él siempre los guardaba: casi lo pierdo, dijo, supongo que se me habrá caído, de cualquier manera, lo estaba buscando bajo mi asiento, y en mis bolsillos y, en eso, la persona que se sentaba atrás mío me dio el suyo; dijo si podía darme su propio programa, ya que él no le daría ninguna utilización. No se quien era, un hombre fornido, bien afeitado. Me hubiera lamentado tanto por perderlo; por supuesto podía haber comprado uno, pero este no me costó nada.
»En otra ocasión me contó que había pasado una noche muy incómoda, tanto en el camino como en el hotel en el que se hospedaba. Puse todas estas piezas juntas luego, pensando en ello. Tiempo después él estaba ordenando todos sus programas, clasificándolos y encuadernándolos. Y cuando revisó este en particular, encontró el principio de una tira de papel que unas extrañas letras escritas, en rojo y negro, y cuando me las mostró me parecieron letras rúnicas. "Esto" dijo, "debe pertenecer a mi vecino robusto. Creo que vale la pena devolvérselo; puede ser la copia de algo, evidentemente algo valioso para él. ¿Cómo haré para encontrar su dirección?"
»Luego concluímos que lo mejor sería que lo busque en el próximo concierto. El papel estaba puesto sobre el libro; y ambos estábamos cerca de la chimenea; hacía frío, y era una noche ventosa. Supongo que la puerta se abrió, ni me di cuenta; lo cierto fue que entró una ráfaga de aire, una corriente de aire caliente era, y se llevó el papel, que fue a parar derecho al fuego: era un papel tan liviano y débil, que se inflamó de inmediato y se convirtió de inmediato en cenizas. "Bien" dije "ya no puedes devolverle nada." No dijo nada por un minuto, luego más bien enfadado: "No, no puedo, pero no se porque me lo tienes que decir así." Le remarqué que no diría nada más. "No más que cuatro veces" fue todo lo que dijo. Recuerdo esto muy claramente, sin ninguna razón o motivo; y ahora vamos al punto: no se si usted vio o no el libro de Karswell que mi infortunado hermano revisó. Yo lo hice, tanto antes como después de la muerte de él. La primera vez fue muy divertida y lo hojeamos juntos. Carece de un estilo, verbos infinitivos, y una redacción que haría que alguien de Oxford se tire de una montaña. No había nada que el autor no hubiera tragado, mezclando mitos clásicos e historias de la Leyenda Dorada con reportes de costumbres salvajes de hoy en día, todo muy correcto, sin duda, pero si uno sabe como ensamblarlas; y él no tenía la más pálida idea: parecía como poner la Leyenda Dorada y la Rama Dorada exactamente a la par, y creer en ambas.
»En definitiva, una demostración patética. Bien, luego de la tragedia, volví a hojear el libro. No estaba mejor que antes, pero la impresión que esta vez me provocó fue diferente. Sospeché, como le dije, que este Karswell había llevado a cabo algún tipo de "trabajo" sobre mi hermano, como en venganza por lo que había pasado con el libro. Y ahora me daba esa siniestra impresión. Un capítulo en particular me sobrecogió, en el que habla sobre los maleficios de las runas sobre la gente, tanto con el propósito de ganar un querer o llevarlos a la perdición, quizás más especialmente lo último. El autor habla de todo esto como si realmente denotara conocimiento palpable. No voy a entrar en mayores detalles, pero mí conclusión es que estoy seguro que el buen hombre del concierto no era otro que este Karswell: sospecho, y más que eso, que el papel tuvo mucha importancia, y creo que si mi hermano hubiera podido devolvérselo, aún estaría vivo. Así que ahora le pregunto que puede decirme usted sobre su caso.
A manera de respuesta, Dunning le relató el episodio de la Sala de Manuscritos del Museo.
—Entonces él realmente metió mano en sus papeles; ¿los ha examinado últimamente? ¿No? Debemos, si usted me lo permite, mirar todo y muy cuidadosamente.
Fueron a la casa de Dunning, que aún estaba vacía, ya que sus dos sirvientas aún estaban convalescientes. El portafolio de Dunning estaba acumulando polvillo sobre el escritorio. Ahí estaban las hojitas de papel que había utilizado para tomar sus notas: y de una de ellas se deslizó con pasmosa rapidez a través del cuarto, un pedazo de papel sumamente liviano. La ventana estaba abierta, pero Harrington la azotó, justo a tiempo para interceptar el papel, que pudo atrapar.
—Creo —dijo—, que este papel puede ser idéntico al que le dio a mi hermano. Lo examinaremos, Dunning, esto puede ser algo serio para usted.
Un largo exámen tomo lugar. El papel fue inspeccionado y Harrington dijo que los caractéres eran runas, pero no le era posible descifrarlas. Y ambos vacilaron en copiarlas en un papel, por temor, según confesaron, a perpetuar cualquier propósito malévolo que pudierar ocultar. Así que les fue imposible descifrar este curioso mensaje. Ambos, Dunning y Harrington estaban firmemente convencidos que el papel tenía el efecto de traerle a su propietario una muy indeseable compañía. Así que debía ser regresado a su fuente de origen, y la única y más segura manera de hacerlo era a través del contacto personal; y aquí fue necesario una estratagema, para Dunning que había sido visto por Karswell. Él tenía que alterar su aspecto afeitándose la barba. Harrington creyó que aún tendrían tiempo. Él sabía la fecha del concierto en la que la esquela negra había sido dada a su hermano: había sido un 18 de Junio. La muerte acaeció el 18 de Septiembre. Dunning le recordó que habían pasado tres meses de la inscripción en la ventana del carruaje.
—Quizás —añadió, con una sonrisa apesadumbrada—, el mío también puede ser un pagaré a tres meses. Creo que puedo recordarlo a través de mi diario. Si, el 23 de Abril fue el día de lo del Museo; esto nos lleva al 23 de Junio. Ahora, como usted sabe, se hace extremadamente importante para mí saber todo sobre el proceso que sufrió su hermano, si le es posible hablar sobre el tema.
—Por supuesto. Bien, la sensación de ser observado cuando se encontraba solo fue lo más desagradable que manifestó. Luego de un tiempo comencé a dormir en su dormitorio, y el se sintió mejor por ello: aún, hablaba de que tenía grandes pesadillas. ¿Sobre qué? No fue muy claro al hacer hincapié en aquello. Pero se lo puedo decir: dos cosas vinieron para él por correo durante aquellas semanas, ambas con estampillas de Londres, y dirigidas en una manera comercial. Una fue una grabado en madera de Bewick, toscamente recortado de una página: exhibía un camino nocturno y un hombre caminando a través de él, seguido por una horripilante y demoníaca criatura. Bajo esta imagen estaban escritas unas palabras del Antiguo Marino (que supongo el grabado ilustraba) acerca de alguien quien, habiendo una vez mirado a su alrededor caminó, y volvió nada más que su cabeza, porque el sabía que un demonio terrorífico que estaba muy cerca suyo por detrás.
—La otra postal era un calendario, tal y como los que los hombres de negocios algunas veces envían. Mi hermano no prestó atención a estas postales, pero yo las volví a mirar luego de su fallecimiento, y comprendí todo lo que pasó antes del 18 de Septiembre. Usted puede sorprenderse ya que la noche que fue muerto, se encontraba solo, pero el hecho fue que durante los últimos diez días aproximadamente, él sintió aún más esas sensaciones de ser observado o seguido por alguien.
El fin de la conversación fue este. Harrington, que conocía a los vecinos de Karswell, pensó que podría tener vigilados sus movimientos. Y la parte de Dunning sería estar listo en cualquier momento para cruzarse en el camino de Karswell, y tener el papel en un lugar seguro y de rápido acceso.
Ellos partieron. Las siguientes semanas sin duda hubo una severa tensión sobre los nervios de Dunning: las intangibles barreras que parecían encimarse sobre él a partir del día que recibió el papel, gradualmente se convirtieron en una creciente negrura que iba opacando sus vías de escape hacia cualquier cosa que podría ser considerada como un refugio. Nadie quería estar cerca suyo, y él parecía carecer de toda iniciativa. Esperó con inexpresiva ansiedad durante Mayo, Junio y principios de Julio, según el consejo de Harrington. Pero todo este tiempo Karswell permaneció inamovible de Lufford.
Al final, a menos de una semana que la fecha se cumpliera el plazo de sus actividades terrenales, llegó un telegrama: Deja Victoria por tren, Viernes Noche. No lo pierda. Llegaré a la Noche. Harrington.
Él arribó a tiempo, y ambos tramaron su plan. El tren dejaría la estación Victoria a las nueve de la noche y su última parada antes de Dover sería Croydon West. Harrington marcaría a Karswell en Victoria, y buscaría a Dunning en Croydon, llamándole, si fuera necesario, por otro nombre que acordarían de antemano. Dunning se disfrazaría tanto como pueda, y sin ningún equipaje o iniciales, llevaría el papel consigo.
No es necesario describir el suspenso de Dunning durante su espera en la plataforma de Croydon. Su sentido del peligro durante los últimos días había sido agudizado solo por el hecho de que la nube que lo cubría se había difuminado perceptiblemente; pero este alivio era un síntoma ominoso, y, si Karswell le eludía ahora, toda esperanza se habría terminado; y había mucha probabilidad de que así fuera. El rumor del día podía ser solo un truco. Los veinte minutos que pasó en el andén, perseguido por cada porteador llevando sobres fueron los más amargos que nunca había vivido. Al final el tren llegó, y Harrington apareció por una ventana. Era muy importante, por supuesto, que no hubiera ningún tipo de reconocimiento, y Dunning se ubicó al final del corredor del equipaje, y fue gradualmente avanzando hacia el compartimento en donde estaban Harrington y Karswell. También comprobó que el tren estaba bastante vacío.
Karswell estaba alerta, pero no dio señales de reconocerlo. Dunning tomó el asiento no inmediatamente opuesto a él, e intentó, vanamente al principio, luego con gran exigencia de sus facultades, realizar la deseada transferencia. Opuesto a Karswell y al lado de Dunning, estaban depositados una serie de abrigos de Karswell. No sería muy certero introducir el papel en estas prendas. No podría hacerlo inadvertidamente, y Karswell podía dejar el vagón sin las mismas, así que él tendría que darselo en persona. Ese fue el plan que pensó. ¡Si aunque fuera, pudiera hablar con Harrington! Pero eso no podía ser posible. Los minutos pasaban. Más de una vez, Karswell se levantó y fue hacia el corredor. La segunda vez Dunning estaba casi por intentar tirar alguno de los abrigos fuera del asiento, pero él miró a los ojos a Harrington y leyó una señal de alerta. Karswell, desde el corredor, estaba mirando: probablemente para ver si los dos hombres se reconocían entre sí. Regresó, pero estaba evidentemente intranquilo: y, cuando se levantó por tercera vez, la esperanza surgió, con algo que se deslizó del asiento y cayó casi silenciosamente al piso del compartimiento. Karswell se había retirado una vez más, y Dunning tomó aquello que había caído, y vio que la salvación estaba en su mano, en la forma de un talonario de tickets, con varios tickets y una especie de sobre en la tapa. En cuestión de breves segundos el papel del cual estuvimos hablando estaba ya en el sobre del talonario. Para hacer esta operación más segura, Harrington permaneció cerca de la puerta del compartimento y espió con el rabillo del ojo. Se había hecho, y se había hecho en el momento justo, ya que el tren estaba aminorando su marcha para detenerse en Dover.
En un momento más, Karswell reingresó en el compartimiento. En ese momento Dunning se las ingenió, no supo como, para suprimir el temblor de su voz, y le alcanzó el talonario, diciendo:
—¿Le doy esto, señor? creo que es suyo.
Luego de una breve ojeada a los tickets que contenía, Karswell susurró una respuesta.
Luego, en los siguientes momentos, de tensa ansiedad, ya que ellos no sabían que podía pasar si Karswell encontraba el papel, ambos hombres se dieron cuenta de que el vagón pareció oscurecerse y caldearse en torno a ellos; y Karswell estaba oprimido e inquieto; sacó el montón de capas y abrigos de cerca suyo alejándolos lo más posible, como si lo repeliera; y luego se volvió a sentar, mirando a los otros dos hombres angustiosamente. Ellos, ya con una ansiedad enfermiza, se ocuparon de recolectar sus propios bultos, y ambos pensaron que Karswell estaba a punto de decir algo cuando el tren se frenó en Dover.
En el muelle salieron, pero como el tren había estado tan vacío de pasajeros, se vieron forzados a demorarse en la plataforma, hasta que Karswell hubiera pasado frente a ellos con su porteador, camino al bote; cuando se sintieron seguros, intercambiaron un aprentón de manos y una palabra de congratulación. El efecto sobre Dunning fue como para dejarlo casi exánime. Harrington le hizo apoyarse contra la pared, mientras él se acercó a algunas yardas del muelle para ver mejor. El hombre a cargo examinó el ticket de Karswell, y luego bajó al bote. Súbitamente el oficial llamó a Karswell.
—Usted, señor, discúlpeme, pero el otro caballero ¿mostrará su ticket?
—¿Qué diablos quiere decir con el otro caballero? —resonó como un gruñido la voz de Karswell bajo el muelle-
El hombre se dobló y lo miró.
—¿El diablo? Bien, no lo sé.
Harrington lo escuchó hablar a sí mismo y luego en voz alta.
—¡Fue un error, señor; deben ser sus bultos! Le pido perdón —-y luego dijo a un subordinado, cerca de él—. Él lleva un perro consigo, ¿o qué? Es gracioso: hubiera jurado que no estaba solo. Bien, cualquier cosa que haya sido, lo tendremos que ver a bordo. La semana que viene estaremos recibiendo los cliente del verano.
Luego de cinco minutos ya no se veía más que la atenuada luz del bote, y una larga línea de faroles de Dover, el rocío de la noche y la luna.
Mucho más tarde, ambos se sentaron en la habitación del hotel. A pesar de que ya no estaban tan ansiosos como antes, aún sufrían la opresión de una gran duda. ¿Estaban justificados en enviar a un hombre a la muerte, como ellos creían haber hecho? ¿Le tendrían que haber avisado, al menos?
—No —dijo Harrington—, si él es el asesino que pienso, no hemos hecho otra cosa que justicia. Aún, si usted cree que hubiera sido mejor, ¿cómo y dónde le hubiera advertido?
—Solamente sabemos que se ha anotado en Abbéville —dijo Dunning—, si le telegrafío al hotel algo como "examine su talonario, Dunning" me sentiría mucho mejor. Hoy es 21: él aún tiene un día más.
Así que se enviaron algunos telegramas a la oficina del hotel en cuestión.
No quedó claro si alcanzaron su destino, o qué. Todo lo que se supo fue que en la tarde del 23, un viajero inglés mientras estaba paseando frente a la Iglesia de St. Wulfram, en Abbéville, por entonces en obras de refacción, fue golpeado en la cabeza e instantáneamente muerto por una piedra que cayó de uno de los andamios de la torre noroeste, aunque luego se comprobó que no había ningún obrero en el andamio en aquel momento: y los papeles del viajero lo identificaban como el Sr. Karswell.
Únicamente un detalle debe ser añadido. Cuando se vendieron las cosas de Karswell el juego de grabados de madera de Bewick fue adquirido por Harrington. La página con el grabado del viajero y el demonio estaba, tal y como esperaba, mutilada. También, luego de esperar un tiempo prudencial, Harrington repitió a Dunning algo acerca de lo que había podido escuchar sobre las cosas que dijo su hermano en sueños. Pero no dijo mucho, ya que Dunning lo frenó de inmediato.
M.R. James (1862-1936)
Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.
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