«¡Él viene y pasa!»: H. Russell Wakefield; relato y análisis.
¡Él viene y pasa! (He Cometh and He Passeth By!) es un relato de terror del escritor inglés H. Russell Wakefield (1888-1964), publicado originalmente en la antología de 1928: Ellos regresan por la noche (They Return at Evening). Posteriormente aparecería en la colección: No vuelvas a dormir (Sleep No More) [editada por August Derleth]
¡Él viene y pasa!, uno de los mejores cuentos de H. Russell Wakefield, relata la historia de un astuto abogado que busca venganza por el asesinato sobrenatural de su mejor amigo.
La historia nos sitúa en Londres. Oscar Clinton es un reconocido satanista y un estafador incorregible. Vive de sus mecenas, vampirizándolos, hasta que uno de ellos, Philip Franton, temeroso de que abusara de sus amigos como lo ha hecho con él mismo, veta su solicitud para unirse a un club privado que se reúne para discute misterios célebres del pasado. Cuando el satanista se entera de esta maniobra, lanza un hechizo sobre Philip a través de un papel cargado mágicamente con símbolos extraños. El amigo de Philip, Edward Bellamy, no puede salvarlo, pero promete destruir a Clinton.
Durante meses, se gana la amistad y confianza de Clinton, a menudo participando en actividades que rozan la ilegalidad. Finalmente, consigue arrancarle el secreto de aquel hechizo, y lo vuelve contra él.
¡Él viene y pasa! de H. Russell Wakefield es una variación reconocible de El maleficio de las runas (Casting the Runes) de M.R. James. Los argumentos de ambas historias son muy similares: el personaje central se enfrenta con un practicante de magia negra que utiliza su poder para eliminar a quienes se cruzan en su camino mediante el envío de una pequeña hoja de papel en la que están impresos misteriosos caracteres rúnicos.
El satanista de ¡Él viene y pasa!, Oscar Clinton, es nada menos que Aleister Crowley [yo le agregaría una pizca de Oscar Wilde]. H. Russell Wakefield no hace mucho por ocultar su identidad; de hecho, expone buena parte de la filosofía de Crowley en cada uno de sus diálogos. La principal debilidad de la historia es la mojigatería del autor para insinuar las depravaciones de Clinton. Toma drogas, por supuesto; y hace varios comentarios inapropiados [por ejemplo, sobre cómo sus prácticas satánicas pueden requerir que «se acueste con una negra»], pero en general está bastante lejos de las depravaciones de las que Aleister Crowley era capaz. Supongo que en 1928 las actividades de Oscar Clinton eran lo suficientemente perturbadoras para el lector, pero desde nuestra perspectiva en el tiempo resultan un poco candorosas [ver: El Necronomicón astral, la conexión Lovecraft-Crowley]
M.R. James lidió con el mismo problema con Karswell en El maleficio de las runas; es decir, el manejo de un personaje extremadamente vicioso y depravado cuyas actividades iban más allá de lo aceptable para ser desarroladas en una historia. Por otro lado. la Gran Bestia, Aleister Crowley, ha aparecido [más o menos disfrazado] en la ficción de autores tan dispares como Somerset Maugham, Dion Fortune y H.R. Wakefield [dos veces]; pero es en este relato donde es presentado sin demasiada ambigüedad.
Sin ser brillante, ¡Él viene y pasa! de H. Russell Wakefield merece un lugar más destacado en el panteón de la ficción extraña. Su antagonista, Oscar Clinton, es un ejemplo acabado de la decadencia y los excesos del ocultismo victoriano: alegremente amoral, abusivo, pero con una personalidad arrolladora. Lo curioso, en todo caso, es que Oscar Clinton no sea un farsante. Realmente es un psíquico con un gran poder hipnótico y amplios conocimientos de magia oriental. Pero su desviación moral es tan grande que lo lleva a encarnar una atroz disparidad entre la ofensa y la retribución. ¿No me aceptas en tu club privado? Perfecto, te asesinaré.
Por otro lado, Edward Bellamy es el clásico protagonista que usa la inteligencia, no la magia, para derrotar a un villano con poderes sobrenaturales. Se gana la confianza de Clinton [su punto débil es la necesidad de que alguien pague sus excentricidades] esperando su momento; ganando ventaja, hasta que descubre el secreto del hechizo y presiona la runa en la frente de Clinton, obligándolo a recitar el credo talismánico: [¡Él viene y pasa!], después de lo cual Clinton se arroja al suelo y es alcanzado por la sombra.
A pesar de los constantes esfuerzos de H. Russell Wakefield para que Oscar Clinton parezca la encarnación misma del mal, sigue siendo un tipo con el que uno se sentaría a tomar un trago: es un literato de cierto relieve y capaz de proyectar imágenes astrales de sí mismo en encarnaciones anteriores. Edward Bellamy, en cambio, es un burgués que trabaja para los tribunales de justicia, lo que reduce considerablemente su interés. En última instancia, lo que hace que Oscar Clinton no termine de resultar convincente es que parece contentarse con derrochar sus talentos y poderes sobrenaturales a cambio de muy poco. Aun así, ¡Él viene y pasa! es una historia poco convencional, incluso subversiva para un autor tan conservador como H. Russell Wakefield.
¡Él viene y pasa!.
He Cometh and He Passeth By!, H. Russell Wakefield (1888-1964)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Edward Bellamy se sentó en su escritorio, desató la cinta que envolvía un formidable fajo de papeles, bostezó y miró por la ventana. En esa noche reluciente, la perspectiva de Stone Buildings, Lincoln's Inn, era tranquila y relajante. Justo debajo, la segadora resoplaba tranquilamente mientras cortaba el césped más fino de Londres. Los murmullos apagados de Kingsway y Holborn vagaban plácidamente. Una paloma dormida se rascaba la nuca y erizaba las plumas en un árbol, otras dos, una que huía tímidamente, la otra persiguiéndola obstinadamente, se pavoneaban por el césped.
—Un curioso rito de cortejo —pensó Bellamy—, pero parecen disfrutarlo más de lo que disfruto el trabajo de leer este resumen.
Si estas aves encaprichadas hubieran mirado al señor Bellamy, habrían visto un par de ojos resueltos y dignos de confianza que dominaban un rostro indescriptible pero que daba una indiscutible impresión de amabilidad, franqueza y prontitud mental. Ninguna mujer había grabado líneas en él, ni esos surcos profundos fueron arados por el ejercicio superior de la imaginación.
Cuando cumplió los treinta y nueve años se había elevado a la posición del joven más brillante del Colegio de Abogados Penal, aunque ese, quizás, era un epíteto demasiado llamativo para describir esa combinación de integridad inflexible, sentido común impecable, salud perfecta e industriosidad. Persona modesta, atribuyó su éxito enteramente a esa «salud perfecta», una opinión que no debe ser cuestionada a la ligera por aquellos que pasan muchos de sus días en esos agujeros negros de controversia, los tribunales de justicia de Londres.
Y había pasado allí nueve de los últimos catorce días. Pero el resultado había sido un triunfo señalado, ya que el Tribunal de Apelación en lo Penal había tomado su punto de vista sobre los motivos del señor James Stock y había sustituido diez años de servidumbre penal por una caída de dos metros. Y estaba muy cansado. ¡Sin embargo aquí estaba este monstruoso paquete de papeles!
Acababa de llevar su determinación al límite cuando sonó el teléfono. Levantó el auricular lánguidamente y luego su rostro se iluminó.
—Conozco esa voz. ¿Cómo estás, mi querido Philip? ¿Por qué, qué pasa? Sí, no estoy haciendo nada. Perfecto. Brooks's a las ocho.
Así que Philip no había olvidado su existencia. Su mente volvió a pensar en su curiosa amistad con Franton. Había comenzado la primera mañana de su primer trimestre en la Universidad, cuando ambos paseaban nerviosos por el patio. Superficialmente no tenían nada en común. Philip, el mejor bate de Eton, con un encanto personal que la mayoría de la gente encontraba irresistible, heredero de grandes posesiones. Él, producto bruto de una oscura Escuela de Gramática, destinado a vivir precariamente de sus becas, torpe, tímido, taciturno.
Se habrían graduado en mundos diferentes, ya que el factor económico por sí solo habría mantenido sus caminos en Oxford inexorablemente separados. Y, sin embargo, habían pasado juntos una buena parte de casi todos los días durante el período lectivo, y durante todas las vacaciones él había pasado algún tiempo en Franton Hall, donde le había revelado esos muchos y delicados refinamientos de la vida que solo la gran riqueza, aliada con el gusto tradicional, puede asegurar. ¿Por qué había sido así?, le había preguntado a Philip.
—Porque —respondió— tienes un cerebro de primera, yo tengo uno de segunda o de tercera. Siempre me han hecho las cosas demasiado fáciles. Has tenido la mayoría de las cosas demasiado difíciles. Ergo, tienes un carácter de primera. Siento una respetuosa vergüenza hacia ti, mi querido Teddie, que por sí sola me mantendría trotando detrás. Siento que puedo confiar en ti como en nadie más. Eres a la vez mi superior y mi complemento. De todos modos, ha sucedido, ¿por qué preocuparse? Analizar esas cosas a menudo las estropea, es como ensayar demasiado.
Y luego la Guerra, e incluso la Defensa de la Civilización implicaron sutiles distinciones sociales.
Philip recibió una comisión en un regimiento de caballería (con la mejor voluntad del mundo, Bellamy nunca entendió del todo el papel privilegiado del caballo en los rangos más altos de la sociedad inglesa); él mismo se alistó en un regimiento de línea y ascendió, gracias a su innato sentido común y su incansable capacidad para terminar un trabajo, al rango de Mayor. Philip fue a Mesopotamia y finalmente fue invalidado a través de un gasshell. Con el pulmón derecho seriamente afectado, pasó de 1917 a 1924 en una granja en Arizona.
Se habían escrito de vez en cuando cartas apresuradas, frívolas, sobre la sombra de la muerte de la época, pero de alguna manera su amistad se había debilitado poco antes del final de la guerra. Bellamy estaba levemente decepcionado cuando escuchó que Philip había regresado a Inglaterra. Había recibido de él una carta muy casual. Pero la antigua cordialidad y afecto resurgió en su voz por teléfono, y algo más, no tan agradable de escuchar.
A la hora señalada llegó a St. James's Street y un momento después Philip se acercó a él.
—Ahora, Teddie —dijo—, sé lo que estás pensando, sé que he sido un tonto y el tipo más podrido por haber actuado como lo hice, pero hay una especie de explicación.
Bellamy se rindió de inmediato a esa absurda sensación de placer por estar en compañía de Philip, y su pequeño resentimiento se desgarró y se dispersó. Sin embargo, lo miró con una atención velada. Parecía cansado y viejo.
—Mi querido Philip —dijo—, no hace falta que me expliques las cosas. ¡Y pensar que han pasado ocho años desde que nos vimos!
—Antes que nada, pidamos algo —dijo Philip—. Toma lo que quieras, yo solo quiero un trago.
Después de lo cual eligió una colación razonable para Bellamy y un cangrejo aliñado con espárragos para él. Pero se bebió dos martinis en diez segundos, y no eran los primeros —Bellamy lo sabía— que pedía desde las 5.30 (algo no andaba bien).
Por un rato la conversación fue inquietante, rancia. De repente, Philip espetó:
—No puedo contenerlo más. Eres el único amigo realmente confiable e inquebrantable que he tenido. Me ayudarás, ¿verdad?
—Mi querido Philip —dijo Bellamy conmovido—, siempre he estado y siempre estaré dispuesto a hacer todo lo que quieras que haga y en cualquier momento, tú lo sabes.
—Bueno, entonces, te contaré mi historia. En primer lugar, ¿alguna vez has oído hablar de un hombre llamado Oscar Clinton?
—Me parece recordar el nombre. De alguna manera está conectado en mi mente con los años noventa, éxtasis y rosas, absenta y poses; y el otro Óscar. Creo que su nombre surgió en un caso en el que estuve.
—Ese es el hombre —dijo Philip—. Se quedó conmigo durante tres meses en Franton.
—Oh —dijo Bellamy bruscamente—, ¿cómo fue eso?
—Bueno, Teddie, cualquier problema con los pulmones afecta a la mente, aunque no siempre para peor. Sé que es verdad, y afectó a la mía. Arizona es una región oscura, muy hermosa a su manera, austera y antigua, pero tuve que dejarla. Sabes que siempre fui un escéptico, un poco rígido, según recuerdo; bueno, esa tierra antigua y solitaria puso a trabajar mi mente contaminada por los pulmones. Solía mirar y mirar al cielo. Uno se enfrenta a los vastos enigmas del tiempo, el espacio y la eternidad cuando un pulmón está haciendo el trabajo de dos, y no demasiado bien.
Edward se dio cuenta de la tensión extrema que había estado viviendo Philip, pero sintió que podía establecer cierto control sobre él. Se sintió más al mando de la situación y resolvió mantener ese control.
—Bueno —continuó Philip, llenando su vaso—, cuando regresé a Inglaterra estaba tan frenéticamente nervioso que apenas podía hablar ni pensar. Me sentí loco, sucio mentalmente. Sentí que me estaba volviendo loco y no podía soportar que me viera nadie que me conociera; por eso fui tan tonto como para no acudir a ti. ¡No puedo decirte, Teddie, cómo rugía la depresión a través de mí! Decidí morir, pero tenía un deseo salvaje de saber a qué tipo de lugar debía ir. Y luego conocí a Clinton. Un día me apresuré a ir a Londres. Entré en una especie de club llamado Chorazin en Soho. El portero trató de echarme, pero lo empujé a un lado y luego alguien se acercó y me condujo a una mesa. Era Clinton.
»No hay duda de que tiene un gran poder hipnótico. Empezó a hablar y de inmediato me sentí más tranquilo y comencé a contarle todo sobre mí. Hablé salvajemente durante una hora y él fue tan hábil y delicado en su trato que sentí que no podía dejarlo. Tiene una visión maravillosa de los estados mentales anormales, psíquicos, como quieras llamarlos. En algún momento describiré su apariencia: ciertamente no se parece a nadie más en el mundo.
»Bueno, el resultado fue que al día siguiente vino a Franton y se quedó. Sé que sus motivos eran completamente mercenarios, pero no obstante me salvó del suicidio y en gran medida me devolvió la paz mental. Nunca podría haber imaginado un conversador tan irresistible y brillante. También es un poeta, un filósofo profundo y sorprendentemente versátil y erudito. Además, posee encanto y modales, aunque me pedía prestado algo de dinero a la semana.
»Y entonces, un día, mi mayordomo vino a verme. Con el entusiasmo silencioso apropiado para tales revelaciones, murmuró que dos de las criadas estaban embarazadas y que otra le había contado un pequeño cuento histérico, flotando en lágrimas, sobre cómo Clinton había hecho varios intentos de entrar a la fuerza en su dormitorio.
»Bueno, Teddie, sentí que eso no podía justificarse, que aprovecharse de un trío de rústicos en la casa de su anfitrión era un ultraje cobarde e imperdonable. La moral de otras personas es principalmente asunto de ellos, pero yo tenía una responsabilidad personal hacia estas voluminosas víctimas. Bueno, puedes darte cuenta de cómo me sentía.
»Tenía que hablar de eso con Clinton, y así lo hice esa noche. No se avergonzó. Me sonrió con aire de superioridad y condescendencia, y dijo que entendía muy bien que yo estaba casi obligado a tener opiniones tan feudales y socialmente primitivas, sugiriendo, por supuesto, que mi principal preocupación era que él había infringido mi hospitalidad. En cuanto a él, consideró que era su deber difundir su genio único lo más ampliamente posible, y que debería considerarse el mayor privilegio para cualquier persona tener un hijo suyo. Según su conocimiento, tenía setenta y cuatro descendientes vivos, y probablemente muchos más.
»Aunque todavía estaba bajo su dominio, sentí que había más lujuria que lógica en estas profesiones engañosas, así que me disculpé y fui a Londres al día siguiente. Al salir recogí mis cartas, que leí en el auto mientras subía. Una era un catálogo de tres páginas de mi sastre. No siendo tan elegante, parecía inesperadamente grandioso, así que le hice una visita. Clinton había falsificado una carta mía en la que lo autorizaba a encargar ropa a mis expensas, y se proporcionó un atuendo lujoso.
»Entonces se me ocurrió ir a mi banco para averiguar exactamente cuánto le había prestado a Clinton durante los últimos tres meses. Fueron £ 420. Todos estos descubrimientos me llevaron a revisar mi relación con Clinton. De repente sentí que era mejor que terminara. Podía ser medieval, intelectualmente costoso y poseedor de muchos incrementos escandalosamente no ganados, pero no podía creer que la búsqueda y la contemplación de misterios esotéricos implicaran necesariamente los niveles más bajos posibles de decencia. En otras palabras, me estaba recuperando.
»Todavía sentía que Clinton era la persona más notable que había conocido. Lo sigo pensando hasta el día de hoy, pero sentí que no estaba a la altura para cuadrar esos círculos mágicos. Se lo dije cuando regresé. Fue bastante encantador, gentil, comprensivo, compasivo, y se fue a la mañana siguiente, después de pronunciar un encantamiento mientras me tocaba la frente. Lo extrañé mucho. Creo que es el diablo, pero es ese tipo de persona.
»Una vez que hube asegurado a las futuras madres de sus hijos que no serían despedidas y que sus contribuciones destinadas a la población estarían a cargo de mí, se animaron considerablemente. De hecho, tuve la impresión de que la Tercera Inmaculada habría mostrado una integridad menos lacrimosa si las consecuencias de la rendición hubieran sido reveladas ante factum. Eventualmente, un par de infantes varones vinieron a contribuir con sus falsetes al canto fúnebre, por cuya apariencia los lugareños me han dado el crédito respetuosamente. Estos mocosos tienen ojos escrutadores, y cuando alcancen la pubertad no me sorprendería que las estadísticas de nacimiento de East Surrey comenzaran a mostrar un aumento notable, incluso mágico.
»¡Oh, qué bueno es hablar contigo, Teddie, y sacarlo todo de mi pecho! Me siento casi alegre, como si mi pobre viejo cerebro hubiera sido cortado. Siento que puedo enfrentarlo y combatirlo ahora.
»Bueno, durante el mes siguiente dormí y leí hasta que me sentí con dos pulmones de nuevo. Y varias veces estuve a punto de escribirte, pero sentía tal letargo y, sin embargo, tal certeza de recuperarme del todo, que pospuse todo. Me contenté con recostarme y dejar que ese bendito proceso de curación funcionara conmigo de una forma amable y tranquila.
»Y luego, un día, recibí una carta de una amigo mía, Melrose. Es el secretaria de Ye Ancient Mysteries, un club gastronómico al que me uní antes de la guerra. Se reúne una vez al mes y discute misterios famosos del pasado —el Mary Celeste, el Caso McLachlan, etc.— con un celo frívolo pero erudito. Melrose dijo que Clinton quería convertirse en miembro y había enfatizado el hecho de que era amigo mío. Melrose estaba un poco molesto, ya que había escuchado rumores sobre Clinton.
»Bueno, ¿qué iba a decir? Por un lado había usado mi casa como su yeguada, había falsificado mi nombre y me había lavado descaradamente. En el reverso estaba el hecho de que era un genio y sabía más sobre Misterios Antiguos que el resto del mundo. Pero pronto me decidí. No podría recomendarlo. Una semana después recibí una carta encantadora, muy comprensiva, de Clinton. Se dio cuenta, así lo dijo, de que me había visto obligado a no recomendarlo. Sin duda, consideré que no era una persona decente para encontrarse con mis amigos. Estaba naturalmente desilusionado, y así sucesivamente.
»¿Cómo diablos, me preguntaba, sabía él, no solo que había puesto mis pulgares contra él, sino también la razón por la cual los había puesto?
»Así que le pregunté a Melrose, quien me dijo que no le había mencionado el asunto a nadie, pero que discretamente había eliminado el nombre de Clinton de la lista de candidatos. Y nadie debería haber sido más sabio; ¡pero cuánto más sabio era Clinton!
»Una semana después recibí otra carta de él, diciendo que se iba de Inglaterra por un mes. Adjuntó un pequeño patrón de papel, un contorno cortado con tijeras con una figura pintada en él, una cosa de aspecto bestial. ¡Como esto!
Y dibujó un boceto rápido en el mantel.
Ciertamente era desagradable, pensó Bellamy. Parecía una figura agazapada en actitud de persecución. Las túnicas que vestía parecían elevarse y ondear sobre su cabeza. Sus brazos eran largos —demasiado largos— raspando el suelo con uñas curvas y puntiagudas. Su cabeza no era del todo humana, su expresión era diabólica y venenosa. Una cosa horrible, cazadora, con los ojos encarnados e infinitamente malvados, brillantes ojos animales en la asquerosa cara oscura. Y esos brazos largos y viles, no sería agradable estar en sus manos. No se había dado cuenta de que Philip podía dibujar tan bien.
Se enderezó, encendió un cigarrillo y reunió sus poderes de lucha. ¡Por primera vez se dio cuenta de que Philip estaba en serios problemas!
—Clinton me dijo —continuó Philip—, que este era un símbolo muy poderoso que yo encontraría de gran ayuda en mis estudios místicos. Debo colocarlo contra mi frente y pronunciar al mismo tiempo cierta oración. Y, Teddie, de repente, me encontré haciéndolo. Recuerdo que tuve una fuerte sensación de sorpresa e irritación cuando descubrí que había colocado esta cosa en mi cabeza y repetido esta oración.
—¿Cuál fue la oración? —preguntó Bellamy.
—Bueno, eso es algo gracioso —dijo Philip—. No puedo recordarla, y tanto el trozo de papel en el que estaba escrito como el patrón de papel habían desaparecido a la mañana siguiente. Recuerdo ponerlos en mi cartera, pero desaparecieron por completo. Y, Teddie, las cosas no han sido las mismas desde entonces.
Llenó su vaso y lo vació, encendió un cigarrillo, inmediatamente lo apagó en un cenicero y luego encendió otro.
—Sin rodeos, me han embrujado. Tal vez sea una palabra demasiado fuerte, demasiado pomposa. Esa misma noche yo había estado leyendo en el estudio, y a eso de las doce estaba paseando soñoliento por la habitación cuando noté que una de las bibliotecas arrojaba una curiosa e inexplicable sombra. Parecía como si algo se escondiera detrás, y esa era la sombra de ese algo. Me levanté y caminé hacia ella, y se convirtió en una simple sombra de estantería, rectangular y tranquilizadora. Fui a la cama.
»Cuando encendí la luz en el rellano, noté el mismo tipo de sombra que venía del reloj de pared. Me fui a dormir, pero de repente me encontré mirando por la ventana, y allí estaba esa sombra que se extendía desde los árboles. Cada noche esa sombra ha crecido un poco. Ahora es casi visible. Y sale de repente de diferentes lugares. Anoche estaba en la pared junto a la puerta del jardín holandés. Nunca sé dónde la voy a ver la próxima vez.
—¿Y cuánto tiempo ha estado pasando esto? —preguntó Bellamy.
—Mañana un mes. Suenas como si pensaras que estoy loco. Probablemente lo soy.
—No, estás tan cuerdo como yo. Pero, ¿por qué no te vas de Franton y te vienes a Londres?
—¡Y ver la sombra en la pared del dormitorio del club! Lo he intentado, Teddie, pero un lugar es tan malo como el otro. ¿No suena ridículo? Pero no lo es para mí.
—¿Normalmente comes tan poco como esto? —preguntó Bellamy.
—¿Y beber tanto? Fuiste demasiado educado para agregar eso último. Bueno, hay más que indigestión. Es solo que no tengo mucha hambre hoy en día.
Bellamy sintió esa ráfaga que le había ganado tantos casos desesperados. Había tenido una abuela de las Tierras Altas de la que había heredado una poderosa imaginación visualizadora, mediante la cual obtuvo una visión fugaz pero auténtica del funcionamiento de la mente de los hombres. Así que ahora supo en un instante cómo se sentiría si la terrible experiencia de Philip hubiera sido suya.
—Sea lo que sea, Philip —dijo—, ahora somos dos.
—¿Entonces me crees? —dijo Philip—. A veces ni yo puedo. En una mañana soleada con los estorninos parloteando y los autobuses subiendo por Waterloo Place, ¿cómo pueden existir estas cosas? Pero por la noche sé que existen.
—Bueno —dijo Bellamy, después de una pausa—, examinémoslo con frialdad y precisión. Desde que Clinton te envió cierto patrón de papel, has visto una reproducción sombreada del mismo. Ahora supongo, como sugeriste, que tiene algún un poder hipnótico inusual. ¿Ha estudiado mesmerismo?
—Creo que lo ha estudiado todo, maldita sea —dijo Philip.
—Entonces esa es una posibilidad.
—Sí —asintió Philip—, es una posibilidad. Y lucharé, Teddie, ahora que te tengo a ti. Pero, ¿puedes ayudar a una mente enferma?
—Lo que un hombre ha hecho, otro lo puede deshacer.
—Teddie —dijo Philip—, ¿vendrás a Franton esta noche?
—Sí —dijo Bellamy—. ¿Pero por qué?
—Porque quiero que estés conmigo esta noche a las doce, cuando mire por la ventana del estudio y me parezca ver una sombra proyectada sobre las losas del otro lado de la ventana del salón.
—¿Por qué no te quedas aquí esta noche?
—Porque quiero resolver este asunto. ¿Vendrás?
—Si de verdad quieres que vaya esta noche, iré contigo.
—Bueno, he ordenado que el coche esté aquí a las 9:15 —dijo Philip—. Puedes hacer una maleta y estaremos allí a las diez y media.
De repente levantó la vista bruscamente, sus hombros se juntaron, sus ojos se entrecerraron y se volvieron atentos. Ocurrió que en ese momento ninguna voz resonaba en el comedor del Brooks's Club. Sin duda había algún problema en la central eléctrica porque las luces se atenuaron por un momento. A Bellamy le pareció que alguien estaba desarrollando pequeñas películas onduladas y malvadas en lo más profundo de su cerebro, y una voz de repente le susurró al oído con una especie de timidez vil: ¡Viene y pasa!
Mientras conducían durante la noche hablaron poco. Philip dormitaba y la mente de Bellamy estaba ocupada. Su conclusión preliminar era que Philip no estaba loco ni se estaba volviendo loco, pero que no era normal. Siempre había sido muy sensible y muy nervioso, reaccionando demasiado rápido y profundamente al estrés emocional, y esto de vivir solo y sin comer nada no sacaba lo mejor de él.
Y este Clinton. Tenía la reputación de ser un malvado hombre de poder, y la influencia hipnótica de tales personas era absurdamente subestimada.
—¿Cuándo regresa Clinton a Inglaterra? —preguntó.
—Si siguió con sus planes, regresará ahora mismo —dijo Philip adormilado.
—¿Cuáles son sus lugares predilectos?
—Vive cerca del Museo Británico, pero por lo general se le encuentra en el Club Chorazin después de las seis. Está en Larn Street, justo al lado de Shaftesbury Avenue. Un lugar divertido con algunos miembros divertidos.
Bellamy tomó nota de esto.
—¿Él sabe que me conoces?
—No, creo que no, no hay ninguna razón por la que debería saberlo.
—Tanto mejor —dijo Bellamy.
—¿Por qué? —preguntó Philip.
—Porque voy a cultivar su amistad.
—Bueno, ten cuidado, Teddie, es peligroso, y no quiero que te metas en problemas como los míos.
—Tendré cuidado —dijo Bellamy.
Diez minutos más tarde pasaron las puertas del camino de Franton Manor, y Philip comenzó a mirar inquieto donde los olmos arrojaban sombras. Era una noche perfectamente tranquila y sin nubes, con cuarto de luna.
Eran las once menos cuarto cuando entraron en la casa. Subieron a la biblioteca del primer piso que daba al jardín holandés y al parque. Franton es una típica casa georgiana, con encantadores jardines y un parque, pero demasiado grande y solitaria para que la habite una persona nerviosa, pensó Bellamy.
El mayordomo subió sándwiches y bebidas, y Bellamy pensó que parecía aliviado por su llegada. Philip empezó a comer vorazmente y se bebió dos whiskys bien cargados. Seguía mirando su reloj, y sus ojos siempre buscaban en las paredes.
—Viene, Teddie, incluso cuando debería ser demasiado claro para las sombras.
—Ahora bien —respondió este último—, estoy contigo, y vamos a mantenernos firmes. Puede que llegue, pero no te dejaré hasta que se vaya y para siempre.
Y se las arregló para atraer a Philip a otro tema. Por un momento pareció más tranquilo, pero de repente se puso rígido, y sus ojos se volvieron fijos.
—Está ahí —gritó—, ¡Lo sé!
—¡Tranquilo, Philip! —dijo Bellamy bruscamente—. ¿Dónde?
—Abajo —susurró, y empezó a arrastrarse hacia la ventana.
Bellamy llegó primero y miró hacia abajo. Lo vio de inmediato, supo lo que era y apretó los dientes. Oyó a Philip temblar y respirar con dificultad a su lado.
—Está ahí —dijo—, ¡y por fin está completo!
—Ahora, Philip —dijo Bellamy—, bajaremos. Yo saldré primero, y arreglaremos el asunto de una vez por todas.
Bajaron las escaleras y entraron en el salón. Bellamy encendió la luz y caminó rápidamente hacia la ventana francesa y comenzó a tratar de abrir el pestillo. Jugueteó con él por un momento.
—Déjame hacerlo —dijo Philip, y puso su mano en el pestillo, y luego la ventana se abrió y salió.
—¡Vuelve, Philip! —gritó Bellamy.
Mientras lo decía, las luces se apagaron, una ráfaga feroz de aire abrasador llenó la habitación, la ventana se derrumbó. Luego, a través del cristal, Bellamy vio que Philip repentinamente levantó las manos y algo enorme y oscuro se inclinó desde la pared y lo envolvió. Pareció retorcerse por un momento en sus pliegues.
Bellamy se esforzó enloquecidamente por abrir la ventana, mientras su alma se esforzaba por resistir el poderoso y maligno poder que sentía que lo estaba aplastando, y luego vio a Philip arrojado hacia abajo con una fuerza terrible, y pudo escuchar el ruido sordo y aplastante cuando su cabeza golpeó la piedra.
Entonces la ventana se abrió y Bellamy salió corriendo a una noche tranquila y perfumada.
En la investigación, el médico declaró que estaba convencido de que la muerte del señor Franton se debió a un ataque cardíaco grave; nunca se había recuperado del gas, dijo, y tal convulsión siempre era posible.
—¿Entonces no hay circunstancias peculiares en el caso? —preguntó el forense.
El médico vaciló.
—Bueno, hay una cosa —dijo lentamente—. Las pupilas de los ojos del señor Franton… bueno, para decirlo simplemente, en lugar ser redondas, parecían medias lunas; en cierto sentido, eran como las pupilas en los ojos de un gato.
—¿Puede explicar eso? —preguntó el forense.
—No, nunca he visto un caso similar —respondió el médico—. Pero estoy convencido de que la causa de la muerte fue la que he dicho.
Por supuesto, se llamó a Bellamy como testigo, pero tenía poco que decir.
Alrededor de las once de la mañana después de estos eventos, Bellamy llamó al Club Chorazin desde sus aposentos y se enteró por el gerente que el señor Clinton había regresado del extranjero. Un poco más tarde consiguió el número de Sloane y quedó para almorzar con él en el United Universities Club. Luego hizo un esfuerzo concienzudo para estimar las posibilidades.
Pero pronto estuvo inquieto y paseando por la habitación. No pudo exorcizar al demonio burlón que le dijo riéndose que le había fallado a Philip. No era cierto, pero pinchaba. El juego aún no había terminado. Si no hubiera podido salvar a su amigo, todavía podría vengarlo. Vería lo que el señor Solan tenía que decir.
Ese personaje lo esperaba en el salón de fumar. El señor Solan era original y lo parecía. Sólo cinco pies y dos pulgadas: un cuerpo diminuto, una cabeza poderosa con una frente dominante tachonada con un par de lóbulos frontales que sobresalían. Todo esto cubierto con una espesa melena grisácea. Ojitos velados e inquietos, una naricita vivaz e inclinada, y una boca luchadora de labios finísimos de la que salía la voz más curiosa, resonante, aguda y penetrante. Este es un esbozo tosco de alguien que es universalmente aceptado como el más grande erudito oriental vivo, un místico, un filósofo de reputación europea, una personalidad grande y fascinante, que vivía solo, excepto por un par de gatos carey y un ama de llaves, en Chester Terrace, Sloane Square.
Aproximadamente cada seis años publicaba un tratado magistral sobre uno de sus temas especiales; por lo demás, se mantenía reservado con la determinación implacable que aplicaba a cualquier tema que consideraba digno de una consideración seria, como el juego de ajedrez, las obras de Bach, las pinturas de Van Gogh, los poemas de Housman y los cuentos. de P. G. Wodehouse y Austin Freeman.
Aprobaba por completo a Bellamy, quien una vez le aseguró daños sustanciales en un caso de derechos de autor. Los daños habían ido a parar a la Sociedad para la Prevención de la Crueldad hacia los Animales.
—¿Y qué puedo hacer por ti, mi querido Bellamy? —gritó cuando estuvieron sentados.
—En primer lugar, ¿alguna vez has oído hablar de una persona llamada Oscar Clinton? En segundo lugar, ¿sabes algo de la práctica de enviar a un enemigo un patrón de papel pintado?
El señor Solan sonrió levemente ante la primera pregunta y dejó de sonreír cuando escuchó la segunda.
—Sí —dijo—, he oído hablar de ambos, y te aconsejo que no tengas nada que ver con ninguno de los dos.
—Desafortunadamente —respondió Bellamy—, ya estoy involucrado. Hace dos noches, mi mejor amigo murió, bastante repentinamente. Te diré cómo, pero antes que nada cuéntame algo sobre Clinton.
—Es característico de él que usted sepa tan poco —replicó el señor Solan—, porque aunque es uno de los hombres más peligrosos e intelectualmente poderosos del mundo, recibe muy poca publicidad hoy en día. La mayoría de los Naughty Boys de los 90, muy publicitados, no hacían daño a nadie más que a sí mismos: simplemente canonizaban sus propios trapos sucios y los de los demás, pero Clinton era único en su clase. Era, y sin duda sigue siendo, un consumado corruptor, y disfrutaba, y sin duda sigue disfrutando, de su afición con un goce jocoso. Eventualmente, se fue de Inglaterra, al Este. Pasó algunos años en un monasterio tibetano, y luego otros en lugares de menor reputación (su carrera se detalla en un archivo de mi estudio). Aplicó su mente verdaderamente poderosa a lo que vagamente podría llamar magia. Clinton es altamente psíquico, con un gran poder hipnótico natural. Se unió a una secta esotérica y poco conocida —los satanistas— de la que eventualmente llegó a ser Sumo Sacerdote. Y luego volvió a lo que llamamos civilización, y desde entonces ha sido «impulsado» por los Poderes Civiles de muchos países, porque su fuerte es la extracción de dinero de individuos crédulos y tímidos, generalmente mujeres, por métodos muy ingeniosos. Es un alarde suyo que nunca ha faltado a su venganza. Debería ser aniquilado con la brusca crueldad aplicada a un incendio que se propaga en un bosque de California.
Dos horas más tarde, Bellamy se levantó para irse.
—Puedo prestarte muchos de sus libros —dijo el señor Solan—, y puedes conseguir el resto en casa de Lilley. Ven de cuatro a seis los miércoles y viernes, y te enseñaré todo lo que considero esencial. Mientras tanto, haré que lo vigilen, pero quiero que tú, mi querido Bellamy, no hagas nada hasta que estés calificado. Sería una lástima que el Colegio de Abogados se viera privado prematuramente de uno de sus grandes dones.
—Muchas gracias —dijo Bellamy—. Ahora me he puesto en tus manos, y estoy en esto hasta el final.
El señor Plank, el empleado de Bellamy, no dejó de practicar ninguno de los múltiples y tortuosos trucos de su oficio, y sus ingresos eran de 1.250 libras esterlinas al año, un hecho que las autoridades fiscales sospechaban pero que no podían establecer. Le caía bien el señor Bellamy, bastante en lo personal, mucho en lo económico. Por lo tanto, no fue sorprendente que muchos instrumentos sísmicos registraran fuertes sacudidas a las cuatro de la tarde del 12 de junio; una perturbación causada por el descenso precipitado de la mandíbula del señor Plank cuando el señor Bellamy le ordenó que no aceptara más escritos durante los próximos tres meses.
—Pero —continuó ese caballero—, aquí hay un cheque que, confío, lo reconciliará con el hecho.
El señor Plank examinó los números y se reconcilió.
—¿Tomando unas vacaciones, señor? —preguntó.
—Lo dudo —replicó Bellamy—. Pero podría sugerir a cualquier investigador inquisitivo que esa es la explicación.
—Comprendo, señor.
Desde entonces hasta la medianoche, con una breve pausa, Bellamy estuvo ocupado con una pila de volúmenes encuadernados exóticamente. De vez en cuando tomaba una nota. Cuando su reloj dio las doce, se acostó y leyó hasta que sintió el sueño suficiente para apagar la luz.
A las ocho en punto de la mañana siguiente estaba ocupado una vez más con un libro encuadernado de forma exótica y tomando notas ocasionales en su cuaderno.
Tres semanas después, se estaba despidiendo temporalmente del señor Solan, quien comentó:
—Creo que lo harás ahora. Eres un alumno apto; la súplica te ha dado el dominio de la fanfarronería convincente, y tienes suficiente perspicacia psíquica para que puedas tener éxito. ¡Sigue adelante y prospera! En todo momento estaré luchando por ti. Estará allí a las nueve de la noche.
A esa hora y cuarto, Bellamy le pedía al portero del Club Chorazin que le dijera al señor Clinton que el señor Bellamy deseaba verlo. Dos minutos más tarde el funcionario reapareció y lo condujo escaleras abajo a un sótano adornado con violencia e indiscreción, obra, descubrió más tarde, de un genio olvidado que había muerto de cirrosis hepática. Lo condujeron a una mesa en el rincón donde alguien estaba sentado solo.
La primera impresión que tuvo Bellamy de Oscar Clinton permaneció vívidamente con él hasta su muerte. Cuando se levantó para saludarlo, pudo ver que era físicamente gigantesco, al menos seis pies, con un torso enorme, la constitución de un campeón de lucha libre. Encima había una cabeza enorme, cuadrada y abovedada. Tenía un rostro blanco pero moteado, labios gruesos y tensos, el inferior sobresalía fantásticamente. Llevaba el pelo muy corto, excepto por un mechón retorcido y aceitado que se curvaba hacia abajo para encontrarse con las cejas. Pero lo que más impresionó a Bellamy fue un par de ojos más duros, penetrantes y despiadados, uno de los cuales parecía gotear lentamente.
Bellamy ajustó su cinturón psíquico: estaba en presencia de un poder.
—Bueno, señor —dijo Clinton con una voz hermosamente musical y un ligero acento—, supongo que está relacionado con Scotland Yard. ¿Qué puedo hacer por usted?
—No —respondió Bellamy, forzando una sonrisa—, no estoy relacionado de ninguna manera con esa valiosa institución.
—Perdone la sugerencia —dijo Clinton—, pero durante una carrera un tanto aventurera he recibido tantas visitas no anunciadas de oficiales de policía… Entonces, ¿cuál es tu negocio?
—No tengo ninguno, en realidad —dijo Bellamy—. Simplemente soy un devoto admirador de su obra, en mi opinión, la mayor obra imaginativa de nuestro tiempo. Un amigo mío mencionó casualmente que lo había visto entrar en este Club, y no pude resistir tomarme la libertad de obligarlo, sólo por un momento, a mi compañía.
Clinton lo miró fijamente y no parecía muy a gusto.
—Usted me interesa —dijo finalmente—. Le diré por qué. Por lo general, sé con certeza por ciertos métodos propios si una persona con la que me encuentro viene como un enemigo o un amigo. Estas pruebas han fallado en su caso. ¿Ha estado en Oriente?
—No —dijo Bellamy.
—¿Y no hizo ningún estudio de sus misterios?
—Ninguno en absoluto, pero puedo asegurarle que vengo simplemente como un humilde admirador. Por supuesto, me doy cuenta de que tiene enemigos, todos los grandes hombres los tienen; es el privilegio y la pena de su preeminencia. Sé que es usted un gran hombre.
—Me imagino —dijo Clinton— que está usted perplejo por la obstinada humedad de mi ojo izquierdo. Es causado por la inyección bastante pesada de heroína que tomé esta tarde. También puedo decirle que uso todas las drogas, pero no soy esclavo de ninguna. Tomo heroína cuando deseo contemplar. Pero dígame, ya que profesa tanta admiración por mis libros, ¿cuál de ellos goza más de su aprobación?
—Esa es una pregunta difícil —replicó Bellamy—, pero Una damisela con un dulcémer me parece exquisita.
Clinton sonrió condescendientemente.
—Tiene méritos —dijo—, pero es una obra inmadura. La escribí cuando vivía con una mujer beduina de catorce años en Túnez. Las mujeres beduinas tienen ciertos dones naturales —aquí se volvió notablemente obsceno, antes de volver al tema de sus obras—; mi propia opinión es que alcancé mi cenit en Los Cantos de Hamdonna. Hamdonna era una compañera encantadora, fruto de los éxtasis de un caballero italiano y una dama persa. Tenía la mente más naturalmente brillante y viciosa que cualquier mujer que haya conocido. Apenas requería entrenamiento. Pero ella me fue infiel y murió poco después.
—Los Cantos son maravillosos —dijo Bellamy, y comenzó a citarlos con fluidez.
Clinton escuchó atentamente.
—Tiene un don considerable para recitar poesía —dijo—. ¿Puedo ofrecerle una bebida? Estaba a punto de pedir una para mí.
—Me reuniré con usted con una condición, que se me permita pagar por los dos, para celebrar la ocasión.
—Como usted prefiera —dijo Clinton, golpeando la mesa con el pulgar, que estaba adornada con un enorme anillo de jade curiosamente tallado—. Siempre bebo brandy después de la heroína, pero pida lo que le apetezca.
Puede haber sido el whisky, puede haber sido la tensión nerviosa o una combinación de ambas, lo que hizo que Bellamy mirara las decoraciones murales con sangre fría. Esas manchas distorsionadas y torturadas de color plano, ¡qué sutilmente sugerían algo malévolo y burlón!
—Le di a Valin el tema de esos paneles —dijo Clinton—. Están destinados a representar una impresión de las etapas de la Misa Negra, pero él bebió su inspiración original y no le hacen justicia a esa majestuosa ceremonia.
Bellamy se estremeció al ver sus pensamientos tan fácilmente leídos.
—Estaba pensando lo mismo —respondió—; ese gato desafortunado que están sacrificando merecía un memorial menos ridículo a su destino.
Clinton lo miró fijamente y se secó el ojo supurante.
—He hecho estas referencias bastante extravagantes a mis hábitos a propósito. No para impresionarlo, sino para ver cómo lo impresionaban. Si hubiera parecido disgustado, debería haber sabido que era inútil continuar con nuestra amistad. Toda mi vida he sido una ley para mí mismo, y probablemente por eso la Ley siempre ha mostrado tanto interés en mí. Sé que soy un ser aparte, a quien nunca se le pueden aplicar los códigos y convenciones del rebaño. He probado todos los llamados «vicios», incluidas todas las drogas conocidas. Siempre, eso sí, con un objeto a la vista. El mero libertinaje sin propósito no está en mi carácter. Mi Arte, al que tan amablemente se ha referido, debe estar siempre en primer lugar. A veces exige que me acueste con una negra, que tome opio o hachís; a veces dicta un ascetismo rígido, y le digo, amigo mío, que si tal instrucción viniera de nuevo mañana, como ha venido muchas veces en el pasado, podría, sin el menor esfuerzo, llevar una vida de completa abstinencia por tiempo indefinido. En otras palabras, he ganado un control absoluto sobre mis sentidos después de los más exhaustivos experimentos. ¿Cuántos pueden decir lo mismo? Sin embargo, uno no sabe lo que la vida puede enseñar hasta que se establece ese control. El hombre de poder superior —no existen tales mujeres— no debe retroceder ante esos experimentos, debe tratar de aprender todas las lecciones que el mal y el bien tienen para enseñar. Así podrá extender y multiplicar su personalidad, pero siempre debe permanecer dueño absoluto de sí mismo. Y entonces tendrá muchas recompensas extrañas y muchos secretos le serán revelados. Algún día, tal vez, le mostraré algunos que me han sido revelados.
—¿No tiene ningún respeto por lo que se conoce como «moralidad»? —preguntó Bellamy.
—Ninguno en absoluto. Si quisiera dinero, debería robarle. Si deseara a su esposa, si es que tiene una, debería seducirla. Si alguien me obstruye, algo le sucede. Debe entender esto claramente, porque no estoy fanfarroneando, no hago nada sin propósito ni por lo que considero un mal motivo. Para mí «malo» es sinónimo de «innecesario». No hago nada innecesario.
—¿Por qué es necesaria la venganza? —preguntó Bellamy.
—Una pregunta plausible. Bueno, para empezar, me gusta la crueldad: una de mis obras inéditas es una defensa del supersadismo. Luego es una advertencia para los demás y, por último, es una reivindicación de mi personalidad. Todas excelentes razones. ¿Le gustó mi Así habló Eblis?
—Es magistral —respondió Bellamy—. La perfección de la prosa, pero, por supuesto, su significado mágico está mucho más allá de mi escasa comprensión.
—Mi querido amigo, solo hay un hombre en Europa que no puede decir eso.
—¿Quién? —preguntó Bellamy.
Los ojos de Clinton se entrecerraron venenosamente.
—Su nombre es Solan —dijo—. Uno de estos días, tal vez... —e hizo una pausa—. Bueno, ahora, si gusta, le cuento algunas de mis experiencias.
Una hora más tarde, el monólogo llegó a su fin.
—Y ahora, señor Bellamy, ¿cuál es su papel en la vida?
—Soy abogado.
—Oh, ¿así que está conectado con la Ley?
—Espero —dijo Bellamy sonriendo— que lo encuentre posible.
—Me ayudaría a hacerlo —respondió Clinton—, si me presta diez libras. He olvidado mi billetera, frecuente negligencia por mi parte, y me espera una dama. Muchas gracias. Nos encontraremos de nuevo, confío.
—¿Estaba a punto de sugerir que cenara conmigo un día de esta semana?
—Hoy es martes —dijo Clinton—. ¿Qué hay del jueves?
—Excelente, ¿se reunirá conmigo en el Gridiron alrededor de las ocho?
—Allí estaré —dijo Clinton, limpiándose el ojo—. Buenas noches.
***
—Ahora puedo entender lo que le pasó a Franton —dijo Bellamy al señor Solan la noche siguiente—. Es el conversador más fascinante que he conocido. Tiene un encanto perverso. Si la mitad de lo que afirma es verdad, ha acumulado diez vidas en sesenta años.
—En cierto sentido —dijo el señor Solan—, tiene el mejor cerebro de cualquier hombre vivo. Tiene también un maravilloso sentido histriónico y es letal. Pero es vulnerable. El jueves anímalo a hablar de otras cosas. Te considerará una víctima fácil. Debes aprovechar al máximo la velada, puede que te asquee, seguro que sospechará al principio.
***
—Me divierte y me tranquiliza —dijo Clinton a las diez y cuarto del jueves por la noche en la habitación de Bellamy—, descubrir que tienes una viva apreciación por la obscenidad.
Sacó una caja de rapé, una pequeña obra maestra con un diseño indescriptiblemente vil esmaltado en la tapa, de la que tomó una pizca de polvo blanco que olió de la palma de su mano.
—Supongo —dijo Bellamy—, que toda su sabiduría mágica está más allá de mi comprensión.
—Oh, sí, bastante —respondió Clinton—, pero puedo mostrarle qué tipo de poder me ha dado un estudio de esa tradición mediante un pequeño experimento. Dese la vuelta, mire por la ventana y guarde silencio hasta que le hable.
Era una noche melancólica. En el suroeste las nubes formaban patrones que cambiaban rápidamente, heraldos de la tormenta que se avecinaba. El sonido disperso del tráfico en Kingsway subía y bajaba con las ráfagas del viento creciente.
Bellamy encontró una curiosa imagen formándose en su cerebro. Un amplio y solitario desierto de nieve y una colina con un bosquecillo de abetos, de donde alguien salió corriendo. En ese momento, esta persona se detuvo y miró hacia atrás, y luego del bosque apareció otra figura (de una forma que había visto antes). Y entonces el que parecía estar persiguiendo comenzó a correr, tambaleándose a través de la nieve. Entonces pareció como si el que estaba delante no pudiera ir más lejos. Cayó, se levantó de nuevo, y se enfrentó a su perseguidor. La Forma se acercó rápidamente y se arrojó horriblemente sobre el que iba delante, que cayó de rodillas. Los dos parecieron entremezclarse por un momento…
—Bueno —dijo Clinton—, ¿qué piensa de eso?
Bellamy se sirvió un whisky con soda y lo apuró.
—Extremadamente impresionante —respondió—. Me dio una sensación de gran horror.
—El individuo cuyo final bastante doloroso acaba de presenciar una vez me hizo un flaco favor. Fue encontrado en una parte remota de Noruega. Por qué eligió esconderse allí es bastante difícil de entender.
—¿Causa y efecto? —preguntó Bellamy, forzando una sonrisa.
Clinton tomó otra pizca del polvo blanco.
—Posiblemente una mera coincidencia —respondió—. Y ahora debo irme, porque tengo una cita, como dicen en América, con una joven bastante encantadora y libertina. ¿Podría prestarme un poco de dinero?
Cuando se hubo ido, Bellamy se dio un baño caliente, se cepilló los dientes con celo y se sintió un poco más limpio. Trató de leer en la cama, pero entre él y el señor Jacobs se abrió paso una fantasmagoría bestial y persistente. Se vistió de nuevo, salió y caminó por las calles hasta el amanecer.
Algún tiempo después, el señor Solan escuchó una conversación en el salón de fumadores del club.
—No puedo pensar en lo que le ha pasado a Bellamy —dijo uno—. No trabaja y siempre anda con ese increíble canalla de Clinton.
—Algo le ha pasado, supongo —dijo otro, bostezando—. Probablemente una mala racha.
—¿Se refería al señor Edward Bellamy, un amigo mío? —preguntó el señor Solan.
—Sí —dijo uno.
—¿Alguna vez lo ha visto hacer algo desacreditable?
—No hasta ahora —dijo otro.
—¿O una tontería?
—No —dijo uno.
—Bueno —dijo el señor Solan—, le doy mi palabra de que no ha cambiado —y siguió adelante.
—Divertido viejo diablo —dijo uno—. Parece que sabe algo. Me gusta Bellamy, y le pediré disculpas por tomar su nombre en vano la próxima vez que lo vea. ¡Pero ese cabrón de Clinton!
***
—Tendrá que ser pronto —dijo el señor Solan—. Escuché hoy que se le dará aviso para que renuncies en cualquier momento. ¿Estás preparado para seguir adelante?
—Él es el diablo encarnado —dijo Bellamy—. ¡Si supieras por lo que he pasado en el último mes!
—Tengo una idea de ello —replicó el señor Solan—. ¿Crees que confía plenamente en ti?
—No creo que tenga ninguna opinión sobre mí, excepto que le presto dinero cuando lo necesita. Por supuesto, lo haré. Que sea viernes por la noche. ¿Qué debo hacer? Dime exactamente. Lo sé, de no haber sido por ti, debería haber echado la mano atrás hace mucho tiempo.
—Mi querido Bellamy, lo has hecho maravillosamente bien, y terminarás el asunto con tanta determinación como lo has hecho hasta ahora. Bueno, esto es lo que debes hacer. Memorízalo perfectamente.
***
—Haré lo necesario para que lleguemos a sus habitaciones a eso de las once. Llamaré cinco minutos antes de que nos vayamos.
—Haré mi parte —dijo el señor Solan.
Clinton estaba muy animado en el Café Royal el viernes por la noche.
—Me gustas, mi querido Bellamy —observó—, no sólo porque tienes un gusto refinado por la pornografía y me has prestado una buena cantidad de dinero, sino por una razón más sutil. ¿Recuerdas cuando nos conocimos por primera vez? Estaba desconcertado por ti. Bueno, todavía lo estoy. Hay algún poder psíquico que te rodea. No quiero decir que seas consciente de ello, pero hay una influencia muy poderosa trabajando para ti. Aunque somos grandes amigos, a veces siento que este poder me es hostil. De todos modos, hemos pasado muchos momentos agradables juntos.
—Y —respondió Bellamy—, espero que tengamos muchos más. Sin duda ha sido un tremendo privilegio haber podido disfrutar tanto de su compañía. En cuanto a ese poder misterioso al que se refiere, soy totalmente inconsciente de él, y en cuanto a la hostilidad... Bueno, espero haberle convencido durante el último mes de que no soy exactamente su enemigo.
—Así es, mi querido amigo —respondió Clinton—. Has sido un compañero encantador y generoso. De todos modos, hay un lado enigmático en ti. ¿Qué deberíamos hacer esta noche?
—Lo que quiera —dijo Bellamy.
—Sugiero que vayamos a mis habitaciones —dijo Clinton—, llevando una botella de whisky, y que te muestre otro pequeño experimento. Ahora estás lo suficientemente capacitado para que sea un éxito.
—Justo lo que estaba esperando —replicó Bellamy con entusiasmo—. Pediré el whisky.
Salió por un momento y tuvo unas palabras con el señor Solan por teléfono. Luego regresó, pagó la cuenta y se fueron juntos.
Las habitaciones de Clinton estaban en una calle lúgubre a unos cien metros del Museo Británico. Eran monótonas y melancólicas, y no contenían nada más que las necesidades más básicas y algunos libros.
Eran exactamente las once en punto cuando Clinton sacó su llavín, y fue exactamente en ese momento cuando el señor Solan abrió la puerta de una pequeña habitación que daba a su estudio.
Luego abrió una cómoda y sacó de ella un gran libro encuadernado en vitela blanca. Se sentó en una mesa y comenzó un procedimiento extraño. Sacó del libro un trozo de lo que parecía papel de calco arrugado, y, consultando de vez en cuando el cuarto, dibujó ciertos símbolos en el papel, mientras repetía una serie de oraciones cortas en una lengua extraña. La tinta en la que sumergió la pluma para este ejercicio era de un escarlata hosco y ahumado.
En ese momento, la atmósfera de la sala se volvió intensa y cargada de suspenso y crisis. Completados los símbolos, el señor Solan se puso rígido, tenso, y sus ojos eran los de alguien que entra en trance.
***
—En primer lugar, un trago, mi querido Bellamy —dijo Clinton.
Bellamy sacó el corcho y vertió dos medidas. Clinton bebió la suya. Daba la impresión de no estar del todo a gusto.
—Algún enemigo mío está trabajando en mi contra esta noche —dijo—. Siento una fuerte influencia. Sin embargo, intentemos el pequeño experimento. Acerca tu silla a la ventana y no mires a tu alrededor hasta que yo hable.
Bellamy hizo lo que le ordenaron y miró una fachada oscura al otro lado de la calle. De repente, fue como si una pared tras otra rodara ante sus ojos. Se encontró contemplando una habitación alargada y tenuemente iluminada. A medida que sus ojos se acostumbraron a la penumbra pudo distinguir varias figuras, aparentemente descansando en sofás. Y luego, desde el centro de la habitación, una llama pareció saltar y luego otra y otra hasta que hubo un círculo de fuego jugando alrededor de una de estas figuras, que lentamente se puso de pie y se volvió y miró fijamente a Bellamy. Su rostro altivo y malvado se hizo más grande, hasta que se clavó, deslumbrante y ardiente, directamente en el suyo. Levantó las manos para hacer retroceder esa amenaza abrasadora, y allí estaba la pared de la casa de enfrente.
—¿Y bien? —dijo Clinton.
—¡Tu poder me aterroriza! —dijo Bellamy—. ¿Quién era ese que vi?
—El que viste fue a mí mismo —dijo Clinton sonriendo—, durante mi tercera reencarnación, alrededor de 1750 a.C.. Soy el único hombre en el mundo que puede realizar esa hazaña bastante considerable. Dame otro trago.
Bellamy se levantó. De repente se sintió invadido por un poderoso consuelo. Su terror fantasmal lo abandonó. Algo irresistible se hundía en su alma, y sabía que en la hora destinada el socorro prometido había llegado para sostenerlo. Se sintió emocionado, decidido, exaltado.
Estaba de espaldas a Clinton mientras llenaba los vasos y, con un movimiento relámpago, dejó caer una bolita en el vaso de Clinton, que silbó como un pequeño cometa a través de las burbujas y desapareció.
—Por muchas noches más agradables —dijo Clinton—. Eres un hombre valiente, Bellamy —exclamó, llevándose el vaso a los labios—. ¡Pues lo que has visto bien podría espantar al diablo!
—No tengo miedo porque confío en ti —respondió Bellamy.
—Por Eblis, este es fuerte —dijo Clinton, mirando su vaso.
—Igual que siempre —dijo Bellamy riéndose—. Dime algo. Un hombre que conocía y que había estado muchos años en el Este me habló de una raza que recortaba patrones de papel, los pintaba y se los enviaba a sus enemigos. ¿Has oído hablar alguna vez de algo así?
Clinton dejó caer bruscamente su vaso sobre la mesa. No respondió por un momento, pero se movió inquieto en su silla.
—¿Quién era este amigo tuyo? —preguntó, con una voz ya un poco gruesa.
—Un tipo llamado Bond —dijo Bellamy.
—Sí, he oído hablar de esa práctica encantadora. De hecho, puedo cortarlos yo mismo.
—¿De verdad? ¿Cómo se hace? Me fascinaría verlo.
Los ojos de Clinton parpadearon y su cabeza asintió.
—Te mostraré uno —dijo—, pero es peligroso y debes tener mucho cuidado. Ve al cajón de abajo de esa cómoda y tráeme el papel que encontrarás allí. Y hay unas tijeras en el escritorio y dos crayones en la bandeja.
Bellamy se los trajo.
—Ahora —dijo Clinton—, esta cosa, como digo, es peligrosa. Si no estuviera borracho no lo haría. ¿Y por qué estoy borracho?
Se recostó en su silla y se tapó los ojos con la mano. Luego se sentó y, tomando las tijeras, comenzó a pasarlas con extrema destreza alrededor del papel. Finalmente hizo algunas marcas con los lápices de colores. El resultado final no le resultó extraño a Bellamy.
—Ahí está —dijo Clinton. —Ese, mi querido Bellamy, es potencialmente el trozo de papel más mortífero del mundo. ¿Podrías, por favor, llevarlo a la chimenea y reducirlo a cenizas?
Bellamy redujo a cenizas un trozo de papel.
La cabeza de Clinton había caído entre sus manos.
—¿Otro trago? —preguntó Bellamy.
—Dios mío, no —dijo Clinton, bostezando y tambaleándose en su silla.
Su cabeza volvió a bajar. Bellamy se acercó a él y lo sacudió. Su mano derecha se cernió un segundo sobre el bolsillo del abrigo de Clinton.
—Despierta —dijo—, Quiero saber qué hace que ese pedazo de papel fuera realmente mortal.
Clinton lo miró con ojos adormilados y luego se recuperó un poco.
—Te gustaría saberlo, ¿verdad?
—Sí —dijo Bellamy—. Dime.
—Solo repito cuatro palabras —dijo Clinton—, pero no las diré ahora.
De repente, sus ojos se volvieron intensos y se fijaron en un rincón de la habitación.
—¿Qué es eso? —preguntó bruscamente—. ¡Ahí! En la esquina.
Bellamy volvió a sentir la presencia de un poder. El aire de la habitación parecía desgarrado y chispeante.
—Eso, Clinton —dijo—, es el espíritu de Philip Franton, a quien asesinaste.
Y luego saltó hacia Clinton, que se tambaleaba de su silla. Lo agarró y presionó con fiereza un pequeño trozo de papel en su frente.
—Ahora, Clinton —exclamó—, ¡di esas palabras!
Clinton se puso de pie. Su rostro se movía horriblemente. Sus ojos parecían estallar en su cabeza, sus pupilas se estiraron y curvaron, la espuma brotó de sus labios. Arrojó sus manos sobre su cabeza y gritó con voz de agonía: ¡Él viene y pasa!
Y luego se estrelló contra el suelo.
Cuando Bellamy se movió hacia la puerta, las luces se apagaron. Por la ventana entró un viento abrasador y luego, desde la pared de la esquina, una sombra comenzó a crecer. Cuando la vio, rápidas ondas heladas se derramaron a través de ella. Creció y creció, y comenzó a inclinarse hacia la figura en el suelo. Cuando Bellamy miró hacia atrás por última vez, la sombra estaba tocándolo. Se estremeció, abrió la puerta, la cerró rápidamente, bajó corriendo las escaleras y salió a la noche.
H. Russell Wakefield (1888-1964)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de H. Russell Wakefield.
Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de H. Russell Wakefield: ¡Él viene y pasa! (He Cometh and He Passeth By!), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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