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Prosper Mérimée: cuentos destacados


Prosper Mérimée: cuentos destacados.




Prosper Mérimée (1803-1870) fue un notable escritor francés, autor de algunos de los relatos fantásticos más importantes de la época. En este sentido, los cuentos de Prosper Mérimée utilizan buena parte de los recursos que, con el tiempo, se convertirían en clásicos del relato de terror.

En esta sección iremos recorriendo todos los cuentos de Prosper Mérimée.




Cuentos de Prosper Mérimée.
  • Carmen (Carmen)
  • El abate Aubain (L'abbé Aubain)
  • La Venus d'Ille (La Vénus d'Ille)
  • Visión de Charles XI (Vision de Charles XI)
  • Baladas (Ballades)
  • Cara Ali: el vampiro (Cara-Ali, le vampire)
  • Colomba (Colomba)
  • Djoumâne (Djoûmane)
  • El amante en botella (L'amant en bouteille)
  • El callejón de madame Lucrecia (Il viccolo di madama Lucrezia)
  • El cuarto azul (La chambre bleue)
  • El doble malentendido (La Double Meprise)
  • El flautista de Hamelin (Le joueur de flûte de Hamelin)
  • El fusil embrujado (Le fusil enchanté)
  • El vaso etrusco (Le vase étrusque)
  • Federigo (Federigo)
  • La bella Helena (La Belle Hélène)
  • La partida de backgammon (La partie de trictrac)
  • La perla de Toledo (La perle de Tolède)
  • Las ánimas del Purgatorio (Les âmes du Purgatoire)
  • Las brujas españolas (Les sorcières espagnoles)
  • La toma del reducto (The Taking of the Redoubt)
  • La visión de Tomás II, rey de Bosnia (La vision de Thomas II: Roi de Bosnie)
  • Lokis (Lokis)
  • Los descontentos (Les mécontens)
  • Mateo Falcone (Mateo Falcone)
  • Mosaico (Mosaïque)
  • Tamango (Tamango)




Relatos góticos. I Relatos de Prosper Mérimée.


El artículo: Prosper Mérimée: cuentos destacados fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

El libro de relatos de terror para la mesa de luz.


El libro de relatos de terror para la mesa de luz.




Otra rara antología publicada en 1977: El libro de relatos de terror para la mesa de luz (The Bedside Book Of Horror), una colección que pretende agrupar algunos relatos de terror especialmente diseñados para una lectura nocturna, o mejor dicho, que se adaptan mejor a los últimos instantes del día, cuando las preocupaciones cotidianas ceden terreno al sueño y las pesadillas, acaso sus hijas predilectas.






El libro de relatos de terror para la mesa de luz.
The Bedside Book Of Horror.
  • Cuando anochece en el parque (After Dark in the Playing Fields, M.R. James)
  • Cuento para la noche de reyes (Conte pour la nuit des Rois, Jean Lorrain)
  • La gran noche (The Big Night, Henry Kuttner)
  • La noche del océano (The Night Ocean, R.H. Barlow y H.P. Lovecraft)
  • La patrona (The Landlady, Roald Dahl)
  • La Venus de Ille (La vénus d'Ille, Prósper Mérimée)
  • El guardián del reloj (The Clock Watcher, Robert Aickman)
  • El hombre que podía oír gritar a los peces (The Man Who Could Hear The Fishes Scream, Harry E. Turner)
  • El monstruo marino (The Sea Monster, Gerhart Hauptmann)
  • El recluso (The Recluse, David Dixon)
  • El viajante (The Traveler, Christopher Bray)
  • Memorias de un verdugo (Memoirs of an Executioner, Fielden Hughes)
  • Pasaje singular (Singular Passage, R.H. Barham)
  • Un banco en el tiempo (A Shoal in Time, Alex Hamilton)




Antologías. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del libro: El libro de relatos de terror para la mesa de luz (The Bedside Book Of Horror) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La Venus de Ille»: Prosper Mérimée (audio relato)


«La Venus de Ille»: Prosper Mérimée (audio relato)




Audio relato de terror basado en el cuento del escritor francés Prosper Mérimée: La Venus de Ille (La Vénus d'ille), publicado en 1837.




La Venus de Ille: Prosper Mérimée.
Interpretado por Alberto Laiseca.





Audio relatos de terror. I Relatos de Prosper Mérimée.


El artículo: «La Venus de Ille»: Prosper Mérimée (audio relato) fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Carmen»: Prosper Mérimée; novela y análisis.


«Carmen»: Prosper Mérimée; novela y análisis.




Carmen (Carmen) es una novela romántica del escritor francés Prosper Mérimée (1803-1870), escrita en 1845 y publicada en 1847.

Carmen, uno de los grandes cuentos de Prosper Mérimée, pronto se convirtió en la fuente de inspiración para la ópera Carmen, de Georges Bizet.

Carmen fue desarrollada a partir de una anécdota de la condesa de Montijo. Pero la fuente esencial de la historia proviene, sin dudas, del profundo conocimiento de Prosper Mérimée sobre la cultura gitana y bohemia.

Trazamos un sanguinario resumen de Carmen.

El narrador, un arqueólogo francés, conoce a Don José Lizarrabengoa, un ex militar, durante un viaje por el sur de España. Don José narra una historia inquietante: su romance con Carmen de Etxalar, una sensual gitana, quien lo alejó del Ejército y lo acercó al delito. Ciego de amor, don José soportó que Carmen estuviera casada con un bandido apodado «El Tuerto», a cuya tropa se unió y colaboró en diversas revueltas y emboscadas y crímenes, hasta que celos lo llevaron a asesinarlo en una pelea de cuchillos.

Luego, Carmen se une a un torero: Lucas. Don José no tolera el desenfado de Carmen, la acuchilla y entierra en un lugar secreto. Loco de remordimiento, Don José se entrega y es condenado a muerte.

La novela de Prosper Mérimée está dividida en tres partes. La primera narra el encuentro entre el arqueólogo y don José. En la segunda, don José cuenta sus experiencias, y en la tercera el narrador hace un magnífico retrato de la cultura y la lengua de los gitanos.

A contramano de la ópera, Carmen no se menciona a Micaela o la familia de don José; y el papel del torero es menos importante, así como el de Escamillo en la ópera Carmen.




Carmen.
Carmen, Prosper Mérimée (1803-1870)

Copia y pega el enlace en tu navegador para leer o descargar en PDF Carmen de Prosper Mérimée.
  • https://www.mendoza.edu.ar/wp-content/uploads/2022/04/CARMEN-PROSPER-MERIMEE.pdf




Novelas de Prosper Mérimée. I Novelas del romanticismo.


El análisis y resumen de la novela de Prosper Mérimée: Carmen (Carmen) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El abate Aubain»: Prosper Mérimée; relato y análisis


«El abate Aubain»: Prosper Mérimée; relato y análisis.




El abate Aubain (L'abbé Aubain) es un relato fantástico del escritor francés Prosper Mérimée (1803-1870), publicado en 1846.

El abate Aubain, uno de los cuentos de Prosper Mérimée más destacado, sería incluido en una de las mejores novelas del romanticismo francés: Carmen (Carmen); la cual, a su vez, sería la obra de la cual se desprende la famosa ópera.




El abate Aubain.
L'abbé Aubain, Prosper Mérimée (1803-1870)

De Madame de P. a Madame de G.
Noirmoutiers. noviembre 1844.

Prometí escribirte, mi querida Sofía, y cumplo mi palabra: después de todo es lo mejor que puedo hacer durante estas largas veladas. En mi última carta te dije de qué modo caí en la cuenta de que tenía treinta años y estaba arruinada. Para la primera de estas desgracias, no hay remedio. En cuanto a la segunda, nos resignamos bastante mal, pero, en fin, nos resignamos. Para restablecer nuestros negocios, necesitamos pasar dos años, por lo menos, en el sombrío caserón desde el cual te escribo. Estuve sublime. Tan pronto como supe el estado de nuestra hacienda, propuse a Enrique ir a hacer economías en el campo, y ocho días después nos encontrábamos en Noirmoutiers. Nada te diré del viaje. Hacía muchos años que no me había encontrado a solas con mi marido durante tanto tiempo. Naturalmente, ambos estábamos de bastante mal humor; pero como me hallaba perfectamente resuelta a poner a mal tiempo buena cara, todo pasó bien. Tú conoces mis grandes resoluciones y sabes si las cumplo.

Henos instalados. Como pintoresco, Noirmoutiers no deja nada que desear. Bosques, acantilados, el mar a un cuarto de legua. Tenemos cuatro grandes torres cuyas paredes tienen quince pies de espesor. He hecho un gabinete de trabajo en el hueco de una ventana. Mi salón, de setenta pies de largo, está adornado con una tapicería en que figuran personajes de animales; es magnífico, alumbrado por ocho bujías (iluminación de los domingos). Me muero de miedo cada vez que paso por él después de la puesta del sol. Todo está muy mal amueblado, como puedes suponer. Las puertas no cierran bien, las entabladuras crujen, el viento silba y el mar ruge de la manera más lúgubre del mundo. Sin embargo, empiezo a acostumbrarme a todo esto. Arreglo, reparo, planto; antes de los grandes fríos me habré hecho un campamento tolerable. Puedes estar segura de que tu torre estará preparada para la primavera. ¡Ojalá te tuviera ya aquí!

Lo mejor de Noirmoutiers es que no tenemos vecinos. Soledad completa. No tengo más visitas, gracias a Dios, que mi cura, el abate Aubain. Es un joven muy afable, a pesar de sus cejas arqueadas y muy espesas, y a pesar de sus grandes ojos negros de traidor de melodrama. El domingo pasado nos hizo un sermón que no era malo para sermón de pueblo, y que venía como de molde: «Que la desgracia era un beneficio de la Providencia para purificar nuestras almas». ¡Sea! Según eso, debemos dar las gracias a ese honrado agente de cambio que tuvo a bien purificarnos apoderándose de nuestra fortuna. Adiós, mi querida amiga. Llega mi piano con una porción de cajas, y voy a que arreglen todo eso.

P.D. Vuelvo a abrir mi carta al objeto de darte las gracias por tu envío. Todo esto es muy bonito. Demasiado bonito para Noirmoutiers. La capota gris me gusta. He reconocido tu buen gusto. Me la pondré el domingo para ir a misa; quizá pase algún viajante de comercio para admirarla. Pero, ¿por quién me tomas con tus novelas? Quiero ser y soy una persona seria. ¿No tengo motivos para ello? Voy a instruirme. Cuando regrese a París, dentro de tres años (¡ya tendré entonces treinta y tres!), quiero ser una mujer sabia. La verdad es que, en materia de libros, no sé qué pedirte. ¿Qué me aconsejas que aprenda?, ¿el alemán o el latín?... Sería muy agradable leer el Wilhelm Meister en el original, o los Cuentos de Hoffmann. Noirmoutiers es el verdadero sitio para los cuentos fantásticos. Pero, ¿cómo aprender el alemán en Noirmoutiers? El latín me gustaría bastante, pues no me parece justo que los hombres lo sepan para ellos solos. Tengo ganas de hacerme dar lecciones por mi cura.


La misma a la misma.
Noirmoutiers, diciembre 1844.

Por más que te asombre, el tiempo pasa más pronto de lo que tú crees, más pronto de lo que yo misma hubiera creído. Lo que sostiene sobre todo mi valor, es la debilidad de mi señor marido. La verdad es que los hombres son muy inferiores a nosotras. El abatimiento de mi esposo es excesivo. Mi hombre se levanta tan tarde como puede, monta a caballo o se va de caza, o bien visita a la gente más fastidiosa del mundo: notarios o procuradores del rey que viven en la ciudad; es decir, a seis leguas de aquí. ¡Hay que verlo cuando llueve! Hace ocho días que empezó a leer los Mauprat, y todavía está en el primer tomo. Uno de los proverbios dice que «más vale alabarse a sí mismo que hablar mal de los demás». Dejo, pues, a mi marido para hablar de mí. El aire del campo me hace un bien infinito. Me encuentro divinamente de salud, y cuando me miro al espejo ¡qué espejo!, no me daría treinta años; además, me paseo mucho. Ayer hice que Enrique me acompañara a la orilla del mar.

Mientras él tiraba a las gaviotas, yo leí el canto de los piratas en el Giaour. En la playa, ante un mar agitado, esos hermosos versos parecen todavía más hermosos. Nuestro mar no vale lo que el de Grecia, pero tiene su poesía como todos los mares. ¿Sabes lo que me impresiona en Byron? Que ve y comprende la naturaleza. No habla del mar por haber comido lenguado u ostras. Navegó y vio tempestades. Todas sus descripciones son daguerrotipos. Para nuestros poetas, la rima ante todo; luego el buen sentido, si cabe en el verso. Mientras yo me paseaba, leyendo, mirando y admirando, el abate Aubain -no sé si te he hablado de mi abate, es el cura de mi pueblo- viene en busca mía. Es un cura joven, bastante simpático, instruido, y sabe «hablar de cosas con las personas decentes». Sus grandes ojos negros y su rostro pálido y melancólico indican, para mí, que tiene una historia interesante, y haré que me la cuente. Nuestra conversación versó sobre el mar, sobre la poesía, y, cosa que te sorprenderá en un cura de Noirmoutiers, habla de esas cosas bastante bien. Me condujo luego a las ruinas de una vieja abadía, sobre un acantilado, y me enseñó un gran portal adornado con esculturas que representan monstruos adorables. iAh!, si yo tuviera dinero, ¡cómo restauraría todo esto!

Después, a pesar de las objeciones de Enrique, que quería ir a comer, insistí para que pasásemos por la rectoría, a fin de ver un relicario curioso que el cura encontró en casa de un campesino. Es muy hermoso, en efecto: un cofrecito de esmalte de Limoges que sería muy a propósito para guardar joyas. ¡Pero, qué casa, Dios mío! ¡Y nosotros que nos encontramos pobres! Figúrate un cuartito en la planta baja, mal embaldosado, blanqueado con cal, amueblado con una mesa y cuatro sillas, y además un sillón de paja con un almohadón que parece una torta rellena de huesos de melocotón y metida en una funda a cuadros blancos y rojos. Sobre la mesa tres o cuatro in-folio griegos o latinos; tomos de Padres de la Iglesia, debajo de los cuales sorprendí, como oculto, un Jocelyn. El cura se puso colorado. Por lo demás, hizo muy bien los honores de su miserable zaquizamí; ni orgullo, ni falsa vergüenza. Ya sospechaba yo que el abate tenía su historia romántica. Hoy tengo la prueba de ello. En el cofrecito bizantino que nos enseñó, había un ramo de flores secas, que datan al menos de cinco o seis años.

-¿Es una reliquia? -le pregunté.

-No -contestó algo turbado-. No sé cómo es que esto se encuentra aquí.

Cogió el ramo y lo encerró preciosamente en el cajón de su mesa. La cosa es clara, ¿eh?. Volví a nuestro caserón con tristeza y con valor: con tristeza por haber visto una pobreza tan grande; con valor, para soportar la mía, que para él sería una opulencia asiática. ¡Si hubieses visto su sorpresa cuando Enrique le entregó veinte francos para una mujer que él nos recomendaba! Es preciso que yo le haga un regalo. Ese sillón de paja en el cual me senté es demasiado duro. Quiero darle uno de esos sillones de hierro plegadizo como el que llevé a Italia. Me escogerás uno, y me lo enviarás cuanto antes...


La misma a la misma.
Noirmoutiers, febrero 1845.

Decididamente no me aburro en Noirmoutiers. El caso es que he encontrado una ocupación interesante, y la debo a mi cura. Seguramente mi cura sabe de todo, y de botánica además. Me acordé de las cartas de Rousseau, al oírle nombrar en latín una especie de cebolla que, a falta de otra cosa mejor, había yo puesto sobre mi chimenea.

-¿Conque sabe usted botánica?

-Muy poco -contestó-. Lo bastante, sin embargo, para indicar a la gente del país las plantas medicinales que pueden serles útiles; lo bastante, sobre todo, debo confesarlo, para dar algún interés a mis paseos solitarios.
Comprendí en seguida que sería muy divertido coger bonitas flores en mis paseos, secarlas después y colocarlas ordenadamente «en mi viejo Plutarco destinado a los alzacuellos».

-Enséñeme la botánica -le dije.

Quería, para ello, esperar que llegase la primavera, porque ahora no hay flores.

-Pero usted tiene flores secas -le dije-. Las vi en su casa.

Creo haberte hablado de un ramo seco, preciosamente conservado. ¡Si hubieses visto la cara que puso!... ¡Pobre infeliz! En seguida me arrepentí de mi alusión indiscreta. Para hacérsela olvidar, me apresuré a decirle que debía tener una colección de plantas desecadas. Esto se llama un herbario. Confesó que tenía uno, y al día siguiente me trajo una colección de bonitas plantas colocadas entre hojas de papel, con sus respectivas etiquetas. El curso de botánica empezó; en seguida hice progresos sorprendentes. Pero lo que yo no sabía era la inmoralidad de esa botánica, y la dificultad de las primeras explicaciones, sobre todo para un cura. Has de saber, amiga mía, que las plantas se casan como nosotras, pero la mayor parte de ellas tienen muchos maridos. Las unas se llaman fanerógamas, si mal no recuerdo este nombre bárbaro. Es griego puro, y significa: casadas públicamente, como quien dice en la vicaría. Luego hay las criptógamas, matrimonios secretos. Las setas que comes se casan secretamente. Todo esto es muy escandaloso; pero mi cura no sale mal del paso; mejor que yo, que cometí la tontería de reírme a carcajadas, una o dos veces, en los pasajes más difíciles. Pero ahora me he vuelto prudente, y no hago más preguntas.


La misma a la misma.
Noirmoutiers, febrero 1845.

Quieres absolutamente saber la historia de ese ramo conservado tan preciosamente; pero la verdad es que no me atrevo a preguntársela. Desde luego es más que probable que ahí no hay tal historia; por otra parte, si la hubiese, sería probablemente una historia que no le gustaría contar. En cuanto a mí, estoy convencida. ¡Vamos! ¡fuera mentiras! Ya sabes que no puedo tener secretos para ti. Sé esa historia, y te la voy a contar en dos palabras; nada más sencillo.

-¿Cómo es, señor cura -le dije un día- que con el talento que usted tiene, y con tanta instrucción, se resignó a ser cura de aldea?

-Es más fácil -contestó con una triste sonrisa-, ser pastor de pobres campesinos que pastor de los habitantes de una ciudad. Cada cual debe medir su tarea según sus fuerzas.

-Por eso -dije yo-, debiera usted ocupar más alto puesto.

-Tiempo atrás -continuó-, me dijeron que monseñor N..., su tío de usted, se había dignado pensar en mí para darme el curato de Santa María, que es el mejor de la diócesis. Como mi anciana tía, la única parienta que me queda, vive en N..., decían que aquella rectoría era para mí una posición muy deseable. Pero estoy bien aquí, y he sabido con gusto que monseñor ha designado a otro. ¿Qué me falta? ¿No soy feliz en Noirmoutiers? Si hago aquí un poco de bien, estoy en mi puesto y no debo abandonarlo. Además, la ciudad me recuerda...

Calló un momento, con los ojos tristes y distraídos, y repuso de pronto:

-¿Pero no trabajamos? ¿Y nuestra botánica?...

Maldito lo que me acordaba ya de la hojarasca esparcida sobre la mesa. Lo que hice fue continuar mis preguntas.

-¿Hace tiempo que se ordenó usted?

-Nueve años.

-Nueve años... ¿Me parece que debía usted tener ya la edad en que se ha abrazado una profesión? No sé por qué, pero siempre me he figurado que usted no se hizo cura por vocación de juventud.

-¡Ay!, no señora -dijo como avergonzado-; pero si mi vocación fue tardía, si fue determinada por causas..., por una causa...

Se enredaba y no podía continuar. Yo me revestí de valor y le dije:

-¿Apostamos a que cierto ramo de flores, que vi, tiene algo que ver con esa determinación?

Apenas hube soltado estas impertinentes palabras cuando me mordí la lengua; pero ya era demasiado tarde.

-Pues bien, sí, señora, es verdad; le contaré eso, pero no ahora... Otro día. En este momento van a tocar el Ángelus.

Y partió antes de la primera campanada. Yo esperaba alguna historia terrible. Él volvió al día siguiente y fue el primero en reanudar nuestra conversación de la víspera. Me confesó que había amado a una joven de N...; pero ella poseía cierta fortuna, al paso que él, estudiante, no tenía más recursos que su ingenio.

-Me marcho a París -le dijo él-. Allí espero obtener una plaza; pero usted, mientras yo trabajaré noche y día para merecerla, ¿no me olvidará?

La joven tenía dieciséis o dieciocho años y era muy romántica. Le dio un ramo de flores en señal de fidelidad. Un año después supo que la chica se había casado con el notario de N..., precisamente en el momento en que iba él a obtener una cátedra en un colegio. Este golpe lo abatió, y renunció a presentarse al concurso. Dijo que durante años no pudo pensar en otra cosa; y al recordar tan simple aventura, parecía tan emocionado como si le acabase de suceder. Sacó luego el ramo del bolsillo y añadió:

-Era una puerilidad guardarlo; quizás una falta.

Y lo arrojó al fuego. Cuando las pobres flores hubieron cesado de crujir y arder, prosiguió el cura con más calma:

-Le agradezco a usted que me haya hecho contar esa historia. A usted debo el haberme separado de un recuerdo que no me convenía conservar.

Pero estaba emocionado, y se veía la pena que le había costado el sacrificio. ¡Qué vida, Dios mío, la de esos pobres curas! Los pensamientos más inocentes les están prohibidos. Se ven obligados a desterrar de su corazón todos esos sentimientos que constituyen la felicidad de los demás hombres..., hasta los recuerdos que hacen amar la vida. Los curas se parecen a nosotras, las pobres mujeres: todo sentimiento vivo es un crimen. Sólo les está permitido sufrir, y aun con la condición de que no se conozca que sufren.

Adiós. Me reprocho mi curiosidad como una mala acción, pero tú tienes la culpa.


La misma a la misma.
Noirmoutiers, mayo 1845.

Hace mucho tiempo que quiero escribirte, mi querida Sofía, y no sé qué falsa vergüenza me lo ha impedido siempre. Lo que voy a decirte es tan extraño, tan ridículo y tan triste a la vez, que no sé si te dará pena o si te hará reír. Yo misma aún no lo comprendo. Sin más preámbulos, voy al hecho. En mis cartas te hablé varias veces del abate Aubain, cura de Noirmoutiers. Hasta te conté cierta aventura que fue causa de su profesión. En la soledad en que vivo, y con las ideas bastante tristes que me conoces, la sociedad de un hombre de talento, instruido y amable me era en extremo preciosa. Probablemente le dejé ver que me interesaba, y al cabo de muy poco tiempo se encontraba en mi casa como un antiguo amigo. Confieso que era para mí un placer nuevo el hablar con un hombre superior cuya ignorancia del mundo hacía valer su distinción de espíritu. Quizá también, porque hay que decirlo todo, y no es a ti a quien puedo ocultar algún defecto de mi carácter, quizá también mi sencillez de coquetería (es tu expresión), que a menudo me has reprochado, obró sin darme yo cuenta de ello. Me gusta agradar a las personas que me agradan, y quiero ser amada de las que amo... A este exordio, te veo abrir tus grandes ojos, y me parece oírte gritar: «¡Julia!...»

Tranquilízate; no es a mi edad cuando se empieza a hacer locuras. Pero continúo. Se estableció entre nosotros cierta intimidad, sin que jamás, me apresuro a decirlo, sin que jamás se haya dicho ni hecho nada que no conviniera al carácter sagrado de que él se hallaba revestido. Estaba a gusto en mi casa. Hablábamos a menudo de su juventud, más de una vez cometí la falta de poner sobre el tapete aquella romántica pasión que le valió un ramo de flores (hoy convertido en ceniza en mi chimenea) y la triste sotana que lleva. No tardé en observar que ya no pensaba mucho en su infiel. Un día la había encontrado en la ciudad, y hasta había hablado con ella. Me contó todo esto a su regreso, y me dijo sin emoción que era dichosa y tenía unos hijos muy monos. La casualidad lo hizo testigo de algunas de las impaciencias de Enrique. De ahí confidencias un poco obligadas de mi parte, y de la suya un aumento de interés. Conoce a mi marido como si lo hubiese tratado diez años. Además era tan buen consejero como tú, y más imparcial, porque crees siempre que la culpa es de ambas partes. Él me daba siempre la razón, pero recomendándome mucha prudencia y mucha política. En una palabra, se mostraba verdadero amigo. Hay en él algo de femenino que me encanta. Es un espíritu que me recuerda el tuyo. Un carácter exaltado y firme, sensible y concentrado, fanático del deber... Voy hilvanando frases para retrasar la explicación. No puedo hablar de una manera franca; este papel me intimida. ¡Cuánto no daría por tenerte junto al fuego, con un pequeño bastidor entre las dos, bordando el mismo portier!

En fin, Sofía de mi alma, no hay más remedio que soltar la gran frase. El pobre estaba enamorado de mí. ¿Te ríes o estás escandalizada? Quisiera verte en este momento. Claro está que no me dijo nada, pero nosotras raras veces nos equivocamos, ¡y sus grandes ojos negros!... De ésta creo que te ríes. ¡Más de un hombre a la moda quisiera tener esos ojos que hablan sin querer! ¡He visto a tantos que querían hacer hablar a los suyos y no decían más que tonterías! Al darme cuenta del estado del enfermo, la malignidad de mi naturaleza, te lo confieso, casi se alegró de pronto. ¡Una conquista a mi edad, y una conquista tan inocente!... ¿Te parece poco excitar semejante pasión, un amor imposible?... ¡Bah!..., ese mal sentimiento me pasó pronto.

-He aquí un hombre galante -me dije- a quien yo haría desgraciado con mi ligereza. Es horrible; esto tiene que acabar en absoluto.

Y busqué el medio de alejarlo. Un día nos paseábamos por la playa. Él no se atrevía a hablarme, y yo me hallaba también cohibida. Había mortales silencios de cinco minutos, durante los cuales, para disimular mi estado de ánimo y serenarme, recogía conchas. Al fin le dije:

-Mi querido abate, es absolutamente necesario que le den una rectoría mejor que ésta. Escribiré a mi tío el obispo; iré a verlo si es necesario.

-¡Marcharme de Noirmoutiers! -exclamó juntando las manos-; ¡si soy aquí feliz! ¿Qué puedo desear desde que usted llegó? Me ha colmado usted de bondades y mi pequeña rectoría se ha convertido en un palacio.

-No -repliqué-, mi tío es muy anciano; si yo tuviera la desgracia de perderlo, no sabría a quién dirigirme para hacerle obtener un puesto digno.

-¡Ay, señora!, ¡sentiría tanto irme de este pueblo!... El cura de Santa María ha muerto... pero lo que me tranquiliza es que será reemplazado por el abate Rató. Es un sacerdote muy digno, y me alegro; porque si monseñor hubiese pensado en mí...

-¡El cura de Santa María ha muerto! -exclamé. -Hoy mismo iré a N..., a ver a mi tío.

-¡Ah!, señora, no haga usted eso. El abate Rató es mucho más digno que yo; y además, ¡salir de Noirmoutiers!

-Señor abate -dije con firmeza-, ¡es necesario!

A esta palabra, bajó la cabeza y no se atrevió a resistir. Yo regresé casi corriendo a mi casa. Él me seguía a dos pasos de distancia, tan turbado, el pobre, que no se atrevía a abrir la boca. Estaba anonadado. Yo no perdí un minuto. A las ocho estaba en casa de mi tío. Lo encontré muy dispuesto en favor del abate Rató, pero me quiere entrañablemente, y, después de largos debates, logré mi pretensión. El abate Aubain es cura de Santa María. Hace dos días que está en la ciudad. El pobre comprendió mi: Es necesario. Me dio gravemente las gracias, y no habló más de su gratitud. Por mi parte, yo le agradezco que se haya apresurado a salir de Noirmoutiers, diciéndome que deseaba ir cuanto antes a dar las gracias a monseñor. Al marchar, me envió su cofrecito bizantino, y me pidió permiso para escribirme de vez en cuando. Y bien, hermosa mía, ¿estás contenta de mí? Es una lección. No la olvidaré cuando vuelva a la sociedad. Pero entonces tendré ya treinta y tres años y no habrá gran temor de que se enamore nadie de mí..., ¡y mucho menos con un amor como ese!... Es imposible.

De toda esa locura me queda un hermoso cofrecito y un amigo verdadero. Cuando tenga ya cuarenta años, cuando sea abuela, intrigaré para que el abate Aubain tenga una rectoría en París. Le verás mía cara, y él será quien hará hacer la primera comunión a tu hija.


El abate Aubain al abate Bruneau.
Profesor de teología en Saint A.
N... mayo 1845.

Mi querido maestro: es el párroco de Santa María quien le escribe, y no ya el humilde cura de Noirmoutiers. Abandoné mis pantanos y héteme vecino de la ciudad, instalado en una hermosa rectoría, en la calle mayor de N...; párroco de una gran iglesia, bien construida, bien conservada, de una arquitectura magnífica, dibujada en todos los álbumes artísticos de Francia. La primera vez que he celebrado aquí misa ante un altar de mármol, resplandeciente de dorados adornos, me pregunté, entre dudoso y asombrado, si era yo. Es la pura verdad. Una de mis alegrías es la de pensar que en las próximas vacaciones usted vendrá a visitarme, que podré darle un buen cuarto y una buena cama, sin hablar de cierto burdeos, que yo llamo mi burdeos de Noirmoutiers, y que me atrevo a decir que es digno de usted.

Pero usted me preguntará: ¿Cómo de Noirmoutiers a Santa María? Me dejó usted a la entrada de la nave y me encuentra en el campanario.

O Melibœe, deus nobis hæc otia fecit.
(Melibea, es un Dios el que nos otorgó esta vida pacífica, cita de Virgilio)

Mi querido maestro, la Providencia llevó a Noirmoutiers a una gran dama de París, a quien ciertas desgracias a que no estamos expuestos nosotros, redujeron momentáneamente a vivir con diez mil escudos anuales. Es una amable y buena persona, desgraciadamente un poco viciada por lecturas frívolas y por la compañía de los mequetrefes de la capital. Aburriéndose mortalmente con un marido del cual tiene pocos motivos de alabarse, me hizo el honor de favorecerme con su aprecio. Todo eran regalos, convites, y proyectos en que yo era necesario. «Abate, quiero aprender latín... Abate, quiero aprender botánica.» Horresco referens, ¿pues no quiso que yo le enseñase la teología? ¡Me acordé de usted, mi querido maestro! Mas para esa sed de instrucción se hubieran necesitado todos nuestros profesores de Saint-A. Afortunadamente sus caprichos duraban poco, y raramente el curso se prolongaba hasta la tercera lección. Después de haberle dicho que en latín mulier significa mujer, exclamó: «Pero abate, ¡usted es un pozo de ciencia! ¿Cómo se ha dejado enterrar en Noirmoutiers?».

Si he de decírselo a usted todo, mi querido maestro, la buena señora, a fuerza de leer malos libros, de esos que hoy se fabrican, se había metido ideas muy extrañas en la cabeza. Un día me prestó una obra que acababa de recibir de París y que la había transportado, el Abelardo, por Rémusat. Lo habrá usted leído, sin duda, y habrá admirado las sabias investigaciones del autor, desgraciadamente mal encaminadas. Yo había saltado desde luego al segundo tomo, a la Filosofía de Abelardo, y hasta después de haberlo leído con el más vivo interés no comprendí la lectura del primero, que contiene la vida del gran heresiarca. Era, claro está, todo lo que mi dama se había dignado leer. Mi querido maestro, aquello me abrió los ojos. Comprendí que era peligrosa la compañía de las bellas damas tan amantes de ciencia. Ésta excede a Eloísa en punto a exaltación. Una situación tan nueva para mí me ponía en grave apuro, cuando de pronto ella me dijo: «Abate, necesito que usted sea cura de Santa María; el titular ha muerto. ¡Es necesario!». Toma en seguida un coche, se va en busca de monseñor; y pocos días después era yo cura de Santa María, un poco avergonzado de haber obtenido este título por recomendación, pero, después de todo, encantado de verme lejos de las garras de una leona de la capital. Leona, mi querido maestro, significa, en jerga parisiense, una mujer a la moda. ¿Había que rechazar la fortuna para arrostrar el peligro? ¡Cualquier tonto! Santo Tomás de Cantorbery ¿no aceptó los castillos de Enrique II? Adiós, mi querido maestro, espero filosofar con usted dentro de algunos meses, cada uno en un buen sillón, delante de un pollo asado y una botella de burdeos, more philosophorum. Vale me ama.

Prosper Mérimée (1803-1870)




Relatos góticos. I Relatos de Prosper Mérimée.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Prosper Mérimée: El abate Aubain (L'abbé Aubain), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Visión de Carlos XI»: Prosper Mérimée; relato y análisis


«Visión de Carlos XI»: Prosper Mérimée; relato y análisis.




Visión de Carlos XI (Vision de Charles XI) es un relato de fantasmas del escritor francés Prosper Mérimée (1803-1870), publicado originalmente en la edición del 26 de julio de 1829 de la revista La Revue de Paris, y luego reeditado en la antología de 1833: Mosaico (Mosaïque).

Visión de Carlos XI, uno de los cuentos de Prosper Mérimée más destacados de aquella colección, narra la historia de un sombrío Carlos XI de Suecia, quien recientemente a perdido a su esposa y recorre su palacio en la oscuridad.

El rey, que vacila entre la pesadilla y la realidad, llega hasta una habitación, donde tiene la visión de un tribunal y escenas fúnebres. Allí, un anciano le advierte que la sangre fluirá durante cinco reinos después del suyo, pronosticando de este modo la muerte de Gustavo III de Suecia.




Visión de Carlos XI.
Vision de Charles XI, Prosper Mérimée (1803-1870)

There are more things in heav'n and earth, Horatio,
than are dreamt of in your philosophy.
(Shakespeare, Hamlet)


La gente se burla de las visiones y de las apariciones sobrenaturales. Sin embargo, algunas cuentan con tal cantidad de testimonios a su favor, que el que se niegue a creerlas se verá obligado, para mostrarse consecuente, a rechazar de plano todos los testimonios históricos. Lo que garantiza la autenticidad del hecho que voy a relatar es el sumario de una causa avalado por las firmas de cuatro testigos dignos de crédito.

Añadiré que la predicción contenida en este sumario era conocida y citada mucho antes que unos acontecimientos recientemente ocurridos le hayan dado, como parece, cumplimiento. Carlos XI, padre del famoso Carlos XII, fue uno de los monarcas más despóticos, uno de los monarcas más sagaces que ha tenido Suecia. Restringió los monstruosos poderes de la nobleza, abolió el poder del Senado y dictó leyes emanadas de su propia autoridad; en una palabra, camió la Constitución del país, que antes de su ascensión al trono era oligárquica, y obligó a los Estados a confiarle la autoridad absoluta. Era, por otra parte, un hombre inteligente, valeroso, muy adicto a la religión luterana, de un carácter inflexible, frío, práctico y eteramente desprovisto de imaginación.

Acababa de perder a su esposa Ulrique Eléonore. Aunque se dice que la dureza con que trataba a la princesa provocó su temprana muerte, la apreciaba, y su fallecimiento le afectó mucho más de lo que podía esperarse de un corazón tan seco como el suyo. A partir de aquel acontecimiento, se mostró más sombrío y taciturno que nunca, y se entregó al trabajo con un encarnizamiento que revelaba una imperiosa necesidad de apartar de su mente las ideas penosas.

Al atardecer de un día de otoño, Carlos XI estaba sentado, con una bata y zapatillas, ante un gran fuego encendido en su gabinete del palacio de Estocolmo. Tenía junto a él a su chambelán, el conde Brahé, al cual honraba con su confianza, y al médico Baumgarten, quien, dicho sea de paso, se vanagloriaba de ser un espíritu fuerte y aceptaba que se dudara de todo, excepto de la Medicina. Aquel día, el rey le había llamado para consultarle acerca de una leve indisposición. La velada se prolongaba y el monarca, contra su costumbre, no les daba las buenas noches para indicarles con ello que había llegado el momento de retirarse.

Con la cabeza inclinada y la mirada fija en el fuego, Carlos XI guardaba profundo silencio, fastidiado por la compañía de los dos hombres, pero al mismo tiempo temiendo, sin saber por qué, el quedarse solo. El conde Brahé se daba cuenta de que su presencia no resultaba demasiado agradable, y había expresado varias veces el temor de que Su Majestad necesitara reposar, pero un gesto del rey le había mantenido en su puesto.

A su vez, el médico habló de lo perjudiciales para la salud que eran las velas prolongadas; pero Carlos le replicó entre dientes:

—Quedaos, no siento aún el deseo de acostarme.

Entonces se iniciaron distintos temas de conversación que quedaron agotados a la segunda o tercera frase. Parecía evidente que el rey se hallaba en uno de sus estados de ánimo sombrío y, en tal circunstancia, la posición de un cortesano era muy delicada.

El conde Brahé, sospechando que la tristeza del rey tenía por causa el pesar por la muerte de su esposa, contempló durante algún tiempo el retrato de la reina colgado de una de las paredes del gabinete y luego murmuró, con un hondo suspiro:

—¡Qué parecido el de ese retrato! Es su misma expresión majestuosa y dulce a la vez...

—¡Bah! —replicó el rey, que creía oír un reproche cada vez que se pronunciaba en su presencia el nombre de la reina—. ¡Es un retrato muy adulador! La reina era muy fea.

Luego, interiormente avergonzado de su dureza, se puso de pie y dio unos pasos por la habitación para ocultar una emoción que encendía de rubor sus mejillas.

Y se detuvo ante la ventana que se abría sobre el patio. Era una noche oscura y la luna se hallaba en su primer creciente. El palacio donde residen actualmente los reyes de Suecia no estaba terminado y Carlos XI, que lo había empezado, habitaba el antiguo palacio situado en la punta del Ritterholm que mira hacia el lago Moeler. Se trata de un gran edificio en forma de herradura. El gabinete del rey se hallaba en uno de los extremos, y casi enfrente se abría el gran salón donde se reunían los Estados cuando tenían que recibir algún comunicado de la corona.

Las ventanas del salón parecían iluminadas en aquel momento por una viva claridad. Al rey no dejó de intrigarle aquel hecho. De momento, pensó que la luz era el reflejo de la antorcha de algún criado. Pero ¿qué tendría que hacer a aquellas horas en un salón que no había sido abierto desde hacia mucho tiempo? Además, la claridad era demasiado intensa para proceder de una sola antorcha. Hubiera podido atribuirse a un incendio; pero no se veía ni rastro de humo, los cristales no estaban rotos y no se oía el menor ruido; se trataba indudablemente de una iluminación.

Carlos contempló las ventanas en silencio durante algún tiempo. El conde Brahé, alargando la mano hacia el cordón de una campanilla, se disponía a llamar a un paje para enviarle a averiguar las causas de aquella extraña claridad, pero el rey le detuvo.

—Voy a ir yo mismo a enterarme de lo que pasa en el salón —dijo.

Al acabar de pronunciar estas palabras, palideció intensamente y su rostro expresó una especie de terror religioso. No obstante, salió del gabinete con paso firme. El chambelán y el médico le siguieron, portando una vela encendida.

El conserje, que estaba a cargo de las llaves, se había ya acostado. Baumgarten fue a despertarle y le ordenó en nombre del rey, que abriera inmediatamente el salón de los Estados. El hombre mostró una gran sorpresa ante aquella inesperada orden; se vistió a toda prisa y fue a reunirse con el rey llevando su manojo de llaves. En primer lugar abrió la puerta de una galería que servía de antecámara o de su salida excusada al salón de los Estados. El rey entró; pero... ¡cuál no sería su sorpresa al ver las paredes enteramente recubiertas por cortinajes negros!

—¿Quién ha dado la orden de tapizar estas paredes de negro? —preguntó en tono colérico.

—Nadie, que yo sepa —respondió el conserje, temblando—. La última vez que mandé barrer la galería estaba como siempre. Y, desde luego esos cortinajes no proceden del guardamuebles de Su Majestad.

El rey andando con paso rápido, había recorrido ya más de dos tercios de la galería. El conde y el conserje lo seguían de cerca; el médico Baumgarten, más atrás, luchaba entre el temor de quedarse solo y el de exponerse a las consecuencias de una aventura cuyos inicios no presagiaban nada bueno.

—¡No vayáis más lejos, señor! —gritó el conserje—. Ese lugar está embrujado. A esta hora, y desde que murió la reina, vuestra graciosa esposa, se dice que pasea por esta galería. ¡Dios nos proteja!

—¡Detenéos, señor! —gritó el conde a su vez—. ¿No oís un ruido que procede del salón de los Estados? ¡Quién sabe a qué peligros se expone Vuestra Majestad!

—¡Señor —dijo Baumgarten, a quien un soplo de viento acababa de apagar la vela—, permitídme al menos que vaya a buscar a una veintena de nuestros alabarderos.

—Entremos —dijo el rey, con voz firme, deteniéndose ante la puerta del gran salón—. Y tú, conserje, abre inmediatamente esta puerta.

La golpeó con el pie, y el ruido, multiplicado por el eco de las bóvedas, resonó en la galería como un cañonazo. El conserje temblaba de tal modo que su llave se negaba a entrar en la cerradura.

—¡Un viejo soldado que tiembla! —dijo Carlos, alzando desdeñosamente los hombros—. Vamos conde, abridnos esta puerta.

—Señor —respondió el conde, retrocediendo un paso—, si Vuestra Majestad me ordena lanzarme contra un cañón alemán o danés obedeceré sin vacilar; pero ahora me estáis pidiendo que desafíe al infierno.

El rey arrancó la llave de manos del conserje.

—Ya veo —dijo en tono de desprecio— que esto me concierne a mi solo.

Y antes de que sus acompañantes pudieran impedirlo, abrió la pesada puerta de encina y penetró en el salón, diciendo: "¡Con la ayuda de Dios!" Sus tres acólitos, impulsados por la curiosidad, más fuerte que el miedo, y tal vez avergonzados de abandonar a su rey, entraron con él.

El gran salón estaba iluminado por una infinidad de antorchas. Los antiguos tapices habían sido sustituidos por cortinajes negros. A lo largo de las paredes veíanse, como de costumbre, banderas alemanas, danesas o moscovitas, trofeos de los soldados al rey Gustavo Adolfo. En medio de aquellas enseñas podían verse banderas suecas, cubiertas con crespones funerarios. Una inmensa multitud se apiñaba en los bancos. Las cuatro del Estado ocupaban sus respectivos lugares.

Todos iban vestidos de negro, y aquella multitud de rostros humanos, que parecía luminosos sobre un fondo sombrío, cegaban hasta tal punto los ojos que, de los cuatro testigos de aquella extraordinaria escena, ninguno pudo ver una sola cara conocida. Les ocurría lo mismo que a un actor que se enfrenta con un público numeroso y no ve más que una masa confusa, en la cual sus ojos no pueden distinguir a un solo individuo.

Sobre el elevado trono que solía ocupar el rey para arengar a los reunidos en el salón, los cuatro recién llegados vieron un cadáver sangriento, revestido con las insignias de la realeza. A su derecha, un niño, de pie y coronado, sostenía un cetro en la mano; a su izquierda, un hombre de edad madura, o, mejor dicho, otro fantasma, se apoyaba en el trono. Iba revestido con el manto de ceremonia que llevaban los antiguos Administradores de Suecia, antes de que Gustavo Vasa hiciera de ella un reino.

Enfrente del trono, varios personajes de continente grave y austero, revestidos de largas togas negras, y que ante una mesa sobre la cual veíanse algunos libros y pergaminos. Entre el trono y los bancos ocupados por la multitud había un tajo cubierto con un crespón negro y un hacha apoyada en él.

Nadie en aquella reunión sobrehumana, pareció darse cuenta de la presencia de Carlos y de las tres personas que lo acompañaban. Al entrar, los cuatro hombres no oyeron más que un confuso murmullo, en medio del cual el oído no podía captar ninguna palabra articulada; luego, el más anciano de los jueces de toga negra, el que parecía ejercer las funciones de presidente, se puso de pie y golpeó tres veces con la mano sobre un libro abierto ante él. Inmediatamente se hizo un silencio produndo. Algunos jóvenes de buen aspecto, ricamente ataviados, con las manos atadas detrás de la espalda, entraron en el salón por una puerta opuesta a la que acababa de abrir Carlos.

Andaban con la cabeza alta y la mirada serena. Detrás de ellos un hombre robusto, revestido con un jubón de cuero, sostenía el extremo de las cuerdas que ataban las manos de los jóvenes. El qeu precedía la marcha y que parecía ser el más importante de los prisioneros, se detuvo en medio del salón, ante el tajo, al cual dirigió una mirada de supremo desdén. Al mismo tiempo, el cadáver pareció temblar con un movimiento convulsivo, y una sangre roja y fresca manó de su herida. El joven se arrodilló y tendió la cabeza; el hacha brilló en el aire y cayó inmediatamente. Un arroyo de sangre se derramó sobre el estrado y se confundió con la sangre del cadáver; y la cabeza, botando varias veces sobre el pavimento enrojecido, rodó hasta los pies de Carlos, tiñéndolos de sangre.

Hasta aquel momento, la sorpresa lo había dejado mudo; pero a la vista de aquel horrible espectáculo, recobró el uso de la palabra. Dio un paso hacia el estrado y, dirigiéndose al hombre revestido con el manto de Administrador, pronunció la conocida fórmula:

—Si eres de Dios, habla; si eres del Otro, déjanos en paz.

El fantasma le respondió lentamente y en tono solemne:

—¡Rey Carlos! Esa sangre no manará bajo tu reinado —la voz se hizo aquí menos audible—, sino cinco reinados después. ¡Desdicha, desdicha, desdicha a la sangre de Vasa!

A continuación, las formas de los numerosos personajes de aquella asombrosa multitud empezaron a hacerse menos precisas y no parecieron ya más que sombras coloreadas, para desaparecer casi inmediatamente; las fantásticas antorchas se apagaron, y las de Carlos y su séquito solo alumbraron a partir de aquel momento los antiguos tapices, ligeramente agitados por el viento.

Se oyó aún, durante algún tiempo, un sonido bastante melodioso, que uno de los testigos comparó con el murmullo del viento entre las hojas de los árboles y otro afirmó que le había recordado el sonido que producen las cuerdas del arpa en el instante de templar el instrumento. Todos se mostraron de acuerdo en lo que respecta a la aparición, la cual opinaron cuanto había durado fue de unos diez minutos.

Los cortinajes negros, la cabez cortada, los charcos de sangre que teñían el pavimento, todo había desaparecido con los fantasmas; únicamente la zapatilla de Carlos conservó una mancha de color rojo, la cual hubiera bastado por si sola para recordarle las escenas de aquella noche, si no hubiesen estado demasiado bien grabadas en su memoria. Cuando estuvo de regreso en su gabinete, el rey mandó escribir el relato de lo que había visto, lo hizo firmar por sus compañeros y lo firmó también él. Aunque se adoptaron las naturales precauciones para evitar que se hiciera público el contenido de aquel documento, no tardó en ser conocido, incluso por algunos contemporáneos de Carlos XI; el documento existe todavía y, hasta el momento presente, nadie ha dudado de su autenticidad.

El final es muy notable:

Y si lo que acabo de relatar —dice el rey— no es la verdad exacta, renuncio a toda esperanza de una vida mejor, la cual puedo haber merecido por algunas buenas acciones y especialmente por mi constante preocupación por procurar la felicidad de mi pueblo y por defender la religión de mis antepasados.

Ahora, si recordamos la muerte de Gustavo III y el juicio contra Ankarstroem, su asesino, encontraremos más de una relación entre esos acontecimientos y las circunstancias de aquella extraña profecía. El joven decapitado en presencia de los Estados podría ser Ankarstroem. El cadáver coronado, Gustavo III. El niño, su hijo y sucesor, Gustavo Adolfo IV. Finalmente el anciano sería el duque de Sudermanie, tío de Gustavo IV.

Este fue el regente del reino, y, tras la deposición de su sobrino, coronado rey.

Prosper Mérimée (1803-1870)




Relatos góticos. i relatos de Prosper Mérimée.


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«La Venus de Ille»: Prosper Mérimée; relato y análisis


«La Venus de Ille»: Prosper Mérimée; relato y análisis.




La Venus de Ille (La Vénus d'Ille) es un relato fantástico del escritor francés Prosper Mérimée (1803-1870), escrito en 1835 y publicado originalmente en la edición del 15 de mayo de 1837 de la revista literaria francesa Revue des Deux Mondes.

La Venus de Ille, uno de los grandes cuentos de Prosper Mérimée, narra la historia de un arqueólogo y su amigo, miembro de la aristocracia, quien ha logrado adquirir una antigua y magnífica estatua de la diosa Venus, la cual, a su vez, está maldita.

Antes de celebrar su boda, el hijo del señor Peyrehorade, propietario de la estatua, deja el anillo en un dedo de la Venus, solo para descubrir, horas después, que la estatua ha cerrado su mano sobre él.

Naturalmente, nadie da crédito a esta historia; salvo la novia, quien en determinado momento sostiene que la Venus entró a la habitación de su prometido, lo abrazó, y pasó la noche con él.

Lo cierto es que la estatua de bronce está maldita, y malditos todos los que sean amados por ella.

Este clásico de Prosper Mérimée podría ser clasificado dentro del relato de terror; sin embargo, sería más justo ubicarlo entre los grandes relatos psicológicos de la época, a tal punto que el propio Sigmund Freud tomó a La Venus de Ille como parte de un extraordinario ensayo.




La Venus de Ille.
La Vénus d'Ille; Prosper Merimée (1803-1870)

Bajaba yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se había puesto, aun podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la cual me encaminaba.

—¿Sabe usted —le dije al catalán que me servía de guía desde la víspera— dónde vive el señor De Peyrehorade?

—¡Si lo sabré! —exclamó—. Conozco su casa tanto como la mía, y de no ser ahora tan oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de Ille. Tiene dinero, sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a su hijo, que éste será más rico aún que él.

—¿Se llevará a cabo pronto ese casamiento? —le pregunté.

—¿Pronto? Puede que ya estén encargados los violines para la boda. Es en Puygarrig donde se realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a quien desposa el hijo. ¡Será algo espléndido!

Yo iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De P. Me había dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de una gentileza a toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme todas las ruinas que había en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo tanto, contaba yo con él para visitar los alrededores de la ciudad, que sabía eran muy ricos en monumentos antiguos, principalmente de la Edad Media; pero este casamiento, del que oía hablar por vez primera, estropeaba todos mis planes.

Voy a ser un aguafiestas, me dije. Pero como se me esperaba en casa del anticuario, a quien ya me había anunciado el señor De P., era necesario que me presentase.

—Apostemos, señor —me dijo el guía—, ya que estamos en la llanura, apostemos un cigarro a que adivino lo que va a hacer usted en casa del señor De Peyrehorade.

—Pero —contesté entregándole un cigarro— eso no es muy difícil de adivinar. Dada la hora que es, y después de haber hecho seis leguas en el Canigó, lo más importante es cenar.

—Sí, pero ¿mañana? Escúcheme, jugaría a que viene usted a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné cuando lo vi copiar el retrato de los santos de Serrabona.

—¡El ídolo! ¿Qué ídolo?

Esa palabra había despertado mi curiosidad.

—¡Cómo! ¿No le han contado a usted, en Perpiñán, la forma en que el señor De Peyrehorade encontró un ídolo en la tierra?

—¿Quiere decir usted una estatua de tierra cocida, de arcilla?

—Nada de eso. Es de bronce, y con ella hay para hacer gran cantidad de gruesos sueldos. Pesa tanto como una campana de iglesia. La encontramos enterrada al pie de un olivo.

—Entonces ¿estaba usted presente en el momento del hallazgo?

—Sí, caballero. El señor De Peyrehorade nos dijo, hace quince días, a Juan Coll y a mí, que arrancásemos de raíz un viejo olivo que se heló el año pasado, año que, como usted sabe, fue muy malo; estábamos trabajando en eso, pues, cuando Juan Coll, que lo hacía de firme, da un azadonazo y se oyó un sonoro «bimmm», como si hubiese golpeado en una campana. «¿Qué es esto?» me pregunté. Seguimos cavando, y he aquí que descubrimos una mano negra, que parecía la mano de un muerto saliendo de la tierra. El miedo se apoderó de mí. Corrí a ver al señor y le dije: «¡Hay muertos, amo, al pie del olivo! Hay que llamar al cura». «¿De qué muertos hablas?» me dijo; vino conmigo hasta el árbol, y no había concluido de examinar la mano, cuando gritó: «¡Una antigüedad! ¡Una antigüedad!» Uno habría creído que acababa de encontrar un tesoro. Y en seguida se puso a cavar con la azada, con las manos mismas a veces, y tan entusiasmado estaba que casi hacía él solo tanto trabajo como Juan y yo.

—¿Qué encontraron?

—Una mujer negra, de gran tamaño, vaciada en bronce, y algo más que vestida a medias, hablando con respeto, caballero. El señor De Peyrehorade nos ha dicho que se trataba de un ídolo del tiempo de los paganos. ¡Qué! Del tiempo de Carlomagno.

—Comprendo... debe ser alguna buena Virgen, un bronce de un templo destruido.

—¡Una buena Virgen! ¡Pues vaya! Si fuera una buena Virgen yo lo hubiese adivinado en seguida. Le digo a usted que es un ídolo. Bien se ve por su aspecto. Clava en uno de tal modo sus grandes ojos blancos. Se diría que lo mira de hito en hito. Hay que bajar los ojos, sí, al mirarla.

—¿Los ojos son blancos? Sin duda están incrustados en el bronce. Quizás se trate de alguna estatua romana.

—¡Eso es, romana! El señor De Peyrehorade dijo que es romana. ¡Ah! Ya veo que es usted un sabio como él.

—¿Está intacta la estatua, bien conservada?

—¡Oh, señor, no le falta nada! Y es más hermosa y de mejor factura que el busto de Luis Felipe, de yeso pintado, que se encuentra en la alcaldía. Ella es realmente maligna.

—¿Pero qué mal le ha hecho?

—No a mí precisamente, pero ya verá usted. Nos habíamos tomado a pechos el poner la estatua de pie, y hasta el señor De Peyrehorade nos ayudaba a tirar de la cuerda con que pretendíamos levantarla, a pesar de que esa digna persona no tiene más fuerza que un mosquito. Con muchísimo trabajo, por fin, lo conseguimos y mientras yo la calzaba con un poco de tierra ¡zas! el ídolo se desplomó de golpe y aunque atiné a gritar «¡cuidado!» el aviso no fue lo bastante rápido, pues Juan Coll no tuvo tiempo de apartar una pierna.

—¿Y lo lastimó?

—¡Su pobre pierna quedó rota como una estaca! ¡Diantre! Al ver aquello me enfurecí. Quise destrozar el ídolo con mi azada, pero el señor De Peyrehorade se opuso. Después entregó a Juan Coll algún dinero, y éste ya hace quince días que guarda cama, que no más han pasado desde que aquello sucedió. El médico dice que jamás marchará con esa pierna tan bien como con la sana. Es una lástima, ya que era nuestro mejor corredor y, después del hijo de mi amo, el más diestro jugador de pelota. El señor Alfonso de Peyrehorade está apesadumbrado, pues Coll era su compañero de juego. ¡Ah! qué hermoso espectáculo ver cómo ambos se devolvían las pelotas. ¡Paf! ¡Paf! Nunca las hacían tocar el suelo.

Platicando de tal suerte con el guía, entramos en Ille, y pronto me hallé en presencia del señor De Peyrehorade. Era éste un viejo pequeño, vigoroso aún y afable, de nariz colorada y espíritu jovial y chocarrero. Antes de haber abierto la carta del señor De P., me hizo sentar ante una mesa bien servida, y me presentó a su esposa y a su hijo, a éste como un arqueólogo ilustre que debía sacar al Rosellón del olvido en que lo dejaban la indiferencia de los sabios.

Mientras comía con buen apetito, ya que nada dispone mejor a ello que el tonificante aire de las montañas, examiné a mis huéspedes. Ya he dicho algunas palabras sobre el señor De Peyrehorade; debo añadir ahora que era la actividad en persona. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca, traía libros, me mostraba estampas, me servía de beber, y nunca estaba más de dos minutos en reposo. Su mujer, un poco gruesa, más bien corno la mayoría de las catalanas que han pasado los cuarenta años, me pareció una provinciana sencilla, que vivía entregada a los quehaceres de su casa. Aunque la cena era suficiente para seis personas por lo menos, la buena mujer corrió a la cocina, ordenó matar varios pollos, hacer unas fritadas y abrir no sé cuántos frascos de dulces. En un instante, la mesa estuvo sembrada de platos y de botellas, y seguramente hubiera muerto de indigestión con sólo haber probado de todo lo que se me ofrecía. No obstante, a cada plato que rehusaba, debía escuchar nuevas disculpas. Se temía que no me encontrase del todo bien en Ille, pues ¡hay tan pocos recursos en provincias y son tan exigentes los parisienses!

En medio de las idas y venidas de sus padres, el señor Alfonso de Peyrehorade no movió un solo dedo. Era un joven alto, de veintiséis años, de fisonomía guapa y regular, pero carente de expresión. Su altura y sus formas atléticas justificaban mucho la reputación de infatigable jugador de pelota de que gozaba en la comarca. Esa noche estaba vestido con elegancia, exactamente corno los figurines del último número del Journal des Modes. Pero me pareció que se encontraba incómodo dentro de sus ropas; estaba tieso como un palo con su cuello de terciopelo, y para mirar a un costado volvía todo el cuerpo. Sus manos, grandes y tostadas por el sol, lo mismo que sus uñas cortas, ofrecían un raro contraste con su ropa. Eran las manos de un trabajador que salían de las mangas de un elegante traje. Por otra parte, aunque me estudiaba de pies a cabeza con suma curiosidad, quizás por mi condición de parisiense, no me dirigió la palabra más que una sola vez en toda la velada, y fue para preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.

—Ahora, mi querido huésped —me dijo el señor De Peyrehorade a punto de terminar la comida— me pertenece usted, ya que se encuentra en mi casa. No lo dejaré en libertad hasta que haya visto todo lo que tenernos de curioso en nuestras montañas. Es necesario que aprenda a conocer el Rosellón y que le haga justicia. No dude en absoluto de todo lo que vamos a mostrarle. Monumentos fenicios, celtas, romanos, árabes, bizantinos; lo verá usted todo, de cabo a rabo. Lo llevaré a usted por todas partes y no le haré merced ni de un ladrillo.

Un acceso de tos lo obligó a callar. Aproveché entonces para decirle que lamentaba muchísimo molestarlo en una circunstancia tan trascendental para su familia, y que, si quería anticiparme sus excelentes consejos sobre las excursiones que proyectaba, yo las realizaría sin que él se tomase el trabajo de acompañarme.

—¡Ah! Usted quiere referirse al casamiento de este muchacho —exclamó interrumpiéndome—. ¡Vaya! Eso será pasado mañana. Asistirá usted a la boda con nosotros, en familia, pues la futura está de luto por una tía, de la cual hereda. De manera que nada de fiestas, nada de bailes. Es una lástima. Hubiera visto usted danzar a nuestras catalanas. Son bonitas y tal vez la envidia le hubiese hecho imitar a mi Alfonso. Un casamiento, se dice, conduce a otros. El sábado, casados los jóvenes, quedo libre y nos pondremos en camino. Le pido perdón por fastidiarlo con el espectáculo de una boda provinciana. ¡Para un parisiense hastiado de fiestas una boda sin baile siquiera! Sin embargo, verá usted a una casada, ya me dará su opinión. Pero usted es un hombre serio y no se fija en las mujeres. ¡Le haré ver otra cosa! Le reservo una gran sorpresa para mañana.

—Por Dios —dije—, que es difícil guardar un tesoro en una casa sin que la gente se entere. Creo adivinar la sorpresa que me prepara usted. Pero si se trata de su estatua, le anticipo que la descripción que me hizo de ella el guía ha servido para excitar mi curiosidad y disponerme a la admiración.

—¡Ah! Le ha hablado del ídolo, pues es así como llaman a mi bella Venus Tur...; pero hoy no quiero decirle más. Mañana será el gran día. La verá usted y me dirá si tengo razón al considerarla una obra maestra. ¡Pardiez! ¡No pudo llegar usted más a propósito! Hay en ella inscripciones que yo, pobre ignorante, explico a mi manera. Quizás se burle usted de mi interpretación, pues he redactado una memoria, yo, el que le está hablando, viejo anticuario de provincia, quiero hacer temblar la prensa. Si usted quisiera molestarse en leerla y corregirla, yo podría esperar. Por ejemplo, estoy interesado por saber cómo traduciría usted esta inscripción del pedestal: CAVE... ¡Pero no quiero preguntarle nada todavía! ¡Mañana, mañana! ¡Ni una palabra sobre la Venus hoy!

—Haces bien, Peyrehorade —dijo su mujer— en dejar aparte a tu ídolo. Deberías darte cuenta de que no dejas comer al señor. De todos modos, él ha visto en París estatuas más hermosas que la tuya. En las Tullerías las hay por docenas y también de bronce.

—¡He aquí la ignorancia, la santa ignorancia de provincia! —dijo interrumpiéndola el señor De Peyrehorade—. ¡Comparar una admirable antigüedad con las chabacanas figuras de Coustou! Sepa usted que mi esposa quería que fundiese mi estatua para hacer una campana destinada a nuestra iglesia, de la que ella, naturalmente, hubiese sido la madrina. ¡Una obra maestra de Myron, caballero!

—¡Obra maestra! ¡Obra maestra! ¡Hermosa obra maestra que ha roto la pierna de un hombre!

—¿Ves, mujer? —dijo el señor De Peyrehorade con tono resuelto y extendiendo hacia ella su pierna derecha, envuelta en media de seda adamascada—. Si mi Venus me hubiera roto esta pierna, yo no lo sentiría.

—¡Dios mío! ¡Cómo puedes decir eso, Peyrehorade! Afortunadamente, el hombre va mejor. Pero yo todavía no he podido decidirme a contemplar una estatua que causa desgracias como ésa. ¡Pobre Juan Coll!

—Herido por Venus, caballero —me dijo el señor De Peyrehorade, con una risotada—. Herido por Venus, y el tunante se quejaba:Veneris nec praemia noris. ¿Quién no ha sido herido por Venus?

El señor Alfonso, que comprendía mejor el francés que el latín, me guiñó un ojo con aire de inteligencia, y me miró después como preguntándome: «¿Y usted, parisiense, lo comprende también?»

La cena concluyó. Hacía una hora, mejor dicho, que yo había terminado de comer. Me encontraba fatigado y me era imposible reprimir los frecuentes bostezos que se me escapaban. La señora De Peyrehorade fue la primera en notarlos y observó que ya era hora de irse a dormir. Comenzaron entonces a darme mis huéspedes nuevas disculpas por la mala noche que iba a pasar. Que no estaría como en París. ¡Se está tan mal en provincias! Debía ser indulgente con los roselloneses... Juzgué oportuno dejar oír mis protestas, asegurando que después de un viaje por las montañas, un montón de paja hubiera sido para mí un delicioso lecho. No obstante, insistieron en que debía perdonarlos, como pobres campesinos que eran, si no me trataban todo lo bien que querían. Por fin pude dirigirme a la habitación que me había sido destinada, acompañado por el señor De Peyrehorade. Juntos subimos una escalera, y observé que los peldaños superiores de la misma eran de madera, y que desembocaba en medio de un corredor, al cual daban varias habitaciones.

—A la derecha —dijo mi huésped— está el departamento que destino a la futura señora de Alfonso. La habitación de usted se encuentra en el extremo opuesto del corredor. Comprende usted —agregó, haciendo un ademán que quería demostrar finura— que es necesario aislar a los recién casados. Usted se alojará en un extremo de la casa y ellos en el otro.

Entramos en una habitación bien amueblada, donde lo primero que atrajo mi mirada fue un gran lecho, de siete pies de largo, por seis de ancho, y tan alto que era necesario un banco para subir a él. Habiéndome indicado mi huésped la posición de la campanilla, y tras de comprobar por sí mismo que la dulcera estaba llena, los frascos de agua de Colonia debidamente colocados sobre el tocador, después de preguntar aun reiteradas veces si necesitaba algo, me deseó que pasara una buena noche y me dejó solo.

Las ventanas estaban cerradas. Antes de acostarme, abrí una para respirar el aire fresco de la noche, por cierto delicioso después de una copiosa cena. Enfrente se veía el Canigó, de admirable aspecto en todo momento, pero que aquella noche me pareció la montaña más hermosa del mundo, iluminada como lo estaba por una esplendorosa luna. Permanecí algunos minutos contemplando su imponente aspecto, y ya iba a cerrar mi ventana, cuando, bajando los ojos, vi la estatua sobre un pedestal, a unas veinte toesas de la casa. Estaba colocada en el ángulo formado por un seto vivo, el cual separaba un pequeño jardín de un vasto cuadrado liso; éste, como lo supe más tarde, era el juego de pelota de la ciudad. Aquel terreno, propiedad del señor De Peyrehorade, lo había cedido a la comuna, ante el pedido insistente de su hijo.

A la distancia en que me encontraba, no me era fácil distinguir la actitud de la estatua, por lo que no pude apreciar más que su altura, que me pareció de unos seis pies. En ese momento, dos pillastres de la ciudad cruzaron por el juego de pelota, bastante cerca del seto, silbando la bonita melodía del Rosellón: Montañas regaladas. Se detuvieron para mirar la estatua y uno de ellos llegó a apostrofarla en voz alta. Habló en catalán, pero como yo hacía bastante tiempo que estaba en el Rosellón pude comprender casi todo lo que dijo.

—¡Ahí estás, bribona! —La palabra catalana era más enérgica—. ¡Ahí estás! —dijo—. ¡De modo que has sido tú quien le ha roto la pierna a Juan Coll! Si fueras mía, ya te habría retorcido el pescuezo.

—¡Bah! ¿Con qué lo harías? —dijo el otro—. Es de cobre, y tan dura que Esteban ha roto en ella su lima al tratar de estropearla. Está hecha con el bronce de la época de los paganos; es más duro que no sé qué.

—Si tuviera mi cortafrío (debía ser aprendiz de cerrajero el que hablaba), muy pronto le haría saltar sus grandes ojos blancos, de igual manera que sacaría una almendra de su cáscara. Hay en ellos más de cien sueldos de plata.

Se alejaron algunos pasos.

—Es necesario que le dé las buenas noches al ídolo —dijo el más alto de los aprendices, deteniéndose de pronto.

Se agachó y probablemente tomó una piedra. Lo vi estirar el brazo, arrojar algo, y en seguida un golpe sonoro resonó en el bronce. En ese mismo instante, el aprendiz se llevó la mano a la cabeza, dando un grito de dolor.

—¡Me la ha devuelto! —exclamó.

Y mis dos pillastres emprendieron la fuga a todo correr. Era evidente que la piedra había dado en el metal, y al rebotar había castigado al pícaro por el ultraje hecho a la diosa.

Cerré la ventana, riéndome con ganas.

—Un vándalo más castigado por Venus —me dije—. ¡Ojalá que todos los destructores de nuestros antiguos monumentos fueran golpeados de la misma manera.

Con este caritativo deseo me acosté y pronto me quedé dormido.

Ya era día claro cuando me desperté. Junto a mi lecho estaban, a un lado, el señor De Peyrehorade, de bata; al otro, un criado enviado por su esposa, con una taza de chocolate en la mano.

—¡Vamos, arriba, parisiense! ¡Aquí están mis perezosos de la capital! —dijo mi huésped, mientras yo me vestía—. ¡Son las ocho y todavía en la cama! Yo estoy levantado desde las seis. Ya he subido aquí tres veces; me he acercado a su puerta en puntas de pie y nada, no oí la menor señal de vida. Le hará mal dormir tanto tiempo a su edad. Y a mi Venus todavía no la ha visto... Vamos, tómese de una vez esa taza de chocolate de Barcelona, producto legítimo, de contrabando, que no lo hay mejor ni en París. Fortalézcase, pues cuando esté delante de mi Venus, nadie podrá arrancarlo de su lado.

En cinco minutos estuve listo, es decir, afeitado a medias, mal arreglado el traje, y quemado por el chocolate que apuré hirviendo. Bajé entonces al jardín y me detuve ante una estatua admirable.

Era realmente una Venus de maravillosa belleza. Tenía desnudo la mitad superior del cuerpo, tal como los antiguos representaban generalmente a sus grandes divinidades; la mano derecha, levantada a la altura del pecho, estaba vuelta, con la palma para adentro, el pulgar y los dos primeros dedos extendidos, y los otros dos levemente doblados. La otra mano, cerca de la cadera, sostenía el manto que envolvía la parte inferior del cuerpo. La actitud de la estatua recordaba la del jugador de morra que se designa, no sé muy bien por qué, con el nombre de germánico. Quizás se hubiera querido representar a la diosa jugando a la morra.

Sea lo que fuere, era imposible imaginar algo más perfecto que el cuerpo de aquella Venus; nada más suave y voluptuoso que sus contornos; nada más elegante y noble que su manto. Esperaba encontrarme con alguna obra del Bajo Imperio y veía, en cambio, una obra maestra de los mejores tiempos de la estatuaria. Lo que me impresionó sobremanera fue el exquisito realismo de sus formas, que se las hubiera podido creer moldeadas por la naturaleza, si la naturaleza produjera formas tan perfectas.

Los cabellos, levantados sobre la frente, parecían haber sido dorados en otro tiempo. La cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, nunca podré llegar a definir su extraña expresión; su tipo no se parecía al de ninguna de las estatuas antiguas que yo recordaba. No tenía esa belleza serena y severa que creaban los escultores griegos, los cuales, por sistema, daban a todos los rasgos del semblante una majestuosa inmovilidad. En éste, por el contrario, observé con sorpresa la manifiesta intención del artista de mostrar la malicia llegando casi a la maldad. Todos los rasgos estaban levemente contraídos: los ojos eran algo oblicuos, la boca parecía un tanto levantada en los extremos y las narices un poco henchidas. Desdén, ironía, crueldad, todo esto sugería aquella cara, que, no obstante, era de increíble belleza. La verdad es que, cuanto más se contemplaba aquella admirable estatua, tanto más se experimentaba el penoso sentimiento de que una hermosura tan maravillosa pudiera aliarse con la ausencia de toda sensibilidad.

—¡Si la modelo existió alguna vez —dije al señor De Peyrehorade—, y dudo que el cielo haya producido alguna vez mujer parecida, compadezco a sus amantes! Ha debido complacerse en hacerlos morir de desesperación. Aunque su expresión es algo feroz, no he visto nada tan bello.

—¡Es Venus por entero a su presa aferrada! —exclamó el señor De Peyrehorade, satisfecho de mi entusiasmo.

Aquella expresión de infernal ironía se aumentaba quizás por el contraste de los ojos de la estatua, incrustados de plata y muy brillantes, con la pátina de verde negruzco que el tiempo había dado al bronce. Ese brillo daba a los ojos cierta ilusión de realidad, de vida. Me acordé entonces de las palabras de mi guía, cuando sostuvo que la estatua hacía bajar los ojos a todos los que la miraban. Esto casi era verdad, y no pude reprimir un movimiento de cólera contra mí mismo al sentirme algo inquieto delante de aquella figura de bronce.

—Puesto que ya ha admirado usted todos los detalles, querido colega en arqueología —dijo mi huésped—, demos por abierta, si no tiene inconveniente, una conferencia científica. ¿Qué me dice usted de esta inscripción, en la que no se ha fijado todavía? —agregó, señalándome el pedestal de la estatua, donde leí estas palabras:

CAVE AMANTEM

Quid dicis, doctissime? —me preguntó el anticuario frotándose las manos—. ¡Veamos si estamos de acuerdo en cuanto al sentido de cave amantem!

—Por lo pronto —le contesté—, tiene dos sentidos. Se puede traducir: «Ten cuidado con quien te ama, desconfía de tus amantes»; pero en este sentido, no sé si cave amantem sería una buena expresión latina. Viendo el aspecto diabólico de la dama, creería más bien que el artista ha querido poner en guardia al espectador contra esta terrible belleza. Yo la traduciría así, pues: «Ten cuidado si ella te ama».

—¡Hum! —dijo el señor De Peyrehorade—. Sí, ése sentido es admisible; pero, no se moleste usted si prefiero la primera traducción, que es la que desarrollaré. ¿Sabe quién fue el amante de Venus?

—Tuvo varios.

—Sí, pero el primero fue Vulcano. ¿No se habrá querido decir: «A pesar de toda tu belleza, y de tu aire desdeñoso, tendrás por amante a un herrero, villano y cojo»? ¡Lección profunda, caballero, para las coquetas!

No pude menos de sonreír ante aquella explicación que me pareció tan traída por los cabellos.

—Es un idioma terrible el latín por su concisión —repuse con el fin de evitar contradecir seriamente a mi arqueólogo, y retrocedí algunos pasos para contemplar mejor la estatua.


Sigue leyendo la segunda parte de: «La Venus de Ille», Prosper Mérimée.




El análisis y resumen del cuento de Prosper Merimée: La Venus de ille (La Vénus d'Ille), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Prosper Mérimée: novelas y relatos


Prosper Mérimée: novelas y relatos.




Prosper Mérimée (1803-1870) fue un destacado escritor francés perteneciente al romanticismo, autor de relatos y novelas fundamentales y que rápidamente se convirtieron en verdaderos clásicos de la literatura.

En esta sección reuniremos algunas de las mejores novelas y relatos de Prosper Mérimée.




Prosper Mérimée: obras completas:
  • Carmen (Carmen)
  • El abate Aubain (L'abbé Aubain)
  • La Venus de Ille (La vénus d'Ille)
  • La Venus de Ille: audio relato.
  • Prosper Mérimée: cuentos destacados.
  • Visión de Carlos XI (La vision de Charles XI)
  • Baladas (Ballades)
  • Cara Ali, el vampiro (Cara-Ali, le vampire)
  • Cartas a un descononcido (Lettres à une inconnue)
  • Cartas desde España (Lettres d'Espagne)
  • Colomba (Colomba)
  • Cromwell (Cromwell)
  • Crónica del reinado de Carlos IX (La Chronique du temps de Charles IX)
  • Djoumâne (Djoumâne)
  • El amante de la botella (L'amant en bouteille)
  • El doble malentendido (La Double Méprise)
  • El flautista de Hamelin (Le joueur de flûte de Hamelin)
  • El fusil encantado (Le fusil enchanté)
  • El juego de Backgammon (La Partie de Trictrac)
  • El manuscrito del profesor Wittembach (Manuscrit du professeur Wittembach)
  • El vaso etrusco (Le vase étrusque)
  • El viccolo de madame Lucrezia (Il viccolo di madama Lucrezia)
  • Federigo (Federigo)
  • Historia de don Pedro I, rey de Castilla (Histoire de Don Pèdre Ier, roi de Castille)
  • La bella Helena (La Belle Helene)
  • La carroza del Santísimo Sacramento (Le Carrosse du Saint Sacrement)
  • La eliminación del reducto (L'enlèvement de la redoute)
  • La Guzla (La Guzla)
  • La habitación azul (La Chambre bleue)
  • La Jacquerie: escenas feudales (La Jacquerie, scenes féodales)
  • La partida de Trictrac (La partie de trictrac)
  • La perla de Toledo (La perle de Tolède)
  • Las ánimas del purgatorio (Les âmes du Purgatoire)
  • Las brujas españolas (Les sorcières espagnoles)
  • La visión de Tomás II, rey de Bosnia (La vision de Thomas II: Roi de Bosnie)
  • Lokis (Lokis)
  • Los descontentos (Les mécontens)
  • Mateo Falcone (Mateo Falcone)
  • Mezclas históricas y literarias (Mélanges historiques et littéraires)
  • Mosaico (Mosaïque)
  • Notas de viajes (Notes de voyages)
  • Novelas (Nouvelles)
  • Tamango (Tamango)
  • Teatro de Clara Gazul (Le Théâtre de Clara Gazul)
  • Últimas noticias (Dernières nouvelles)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Prosper Mérimée: relatos y novelas fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

La Venus de Ille (segunda parte) Prosper Mérimée

Vuelve a la primera parte de La Venus de Ille, de Prosper Merimée.




La Venus de Ille.
Segunda parte.

-¡Un momento, colega! -dijo el señor De Peyrehorade, tomándome del brazo-. No ha terminado usted de verlo todo. Hay otra inscripción más. Suba al pedestal y mire en el brazo derecho.

Y hablando de tal suerte, me ayudó a subir.

Ya en el pedestal, aseguré una mano sin cumplimientos en el cuello de la Venus, con la cual comenzaba a familiarizarme. Hasta la miré un instante en sus mismas barbas, y la encontré aún más malévola y también más hermosa. Después examiné el brazo y vi grabados en él algunos caracteres de escritura cursiva antigua, según me pareció. Con el auxilio de unas gafas pude deletrear lo que sigue, mientras el señor De Peyrehorade repetía cada una de mis palabras, a medida que yo la pronunciaba, aprobando con el gesto y con la voz. Leí pues:

VENERI TVRBVL...
EVTYCHES MYRO
IMPERIO FECIT.

Después de esa palabra Tvrbvl de la primera línea, me pareció que había algunas letras borradas; pero Tvrbvl era perfectamente legible.

-¿Eso quiere decir?... -me preguntó mi huésped radiante y sonriendo con malicia, pues pensaba que yo no sacaría fácilmente mucho de aquel Tvrbvl.

-Hay una palabra que todavía no me la explico -le dije-. Todo lo demás es fácil. Eutiquio Myron ha hecho esta ofrenda a Venus por orden de ella.

- Perfectamente. ¿Pero qué me dice usted de Tvrbvl? ¿Qué significa Tvrbvl?

-Tvrbvl me preocupa bastante. En vano trato de buscar algún epíteto de Venus que pueda ayudarme. Veamos. ¿Qué diría usted de Tvrbvlenta? Venus que inquieta, que agita... Verá usted que sigo preocupado por su maligna expresión. Tvrbulenta no es de ninguna manera un epíteto demasiado malo para Venus -añadí con tono modesto, pues yo mismo no estaba muy convencido de mi explicación.

-¡Venus turbulenta! ¡Venus la pendenciera! ¡Ah! ¿Cree usted, entonces, que mi Venus es una Venus de taberna? Nada de eso, caballero; es una Venus de buenas compañías. Pero voy a explicarle este Tvrbvl... Por lo menos, me prometerá usted no divulgar mi descubrimiento antes de la impresión de mi memoria. Es que, ya lo ve usted, me vanaglorio de este hallazgo... Es conveniente que ustedes también dejen espigar algo a nosotros, los pobres diablos de provincias. ¡Son tan ricos los señores sabios de París!

Desde lo alto del pedestal, donde estaba colgado, le prometí solemnemente que yo no cometería nunca la indignidad de robarle su descubrimiento.

-Tvrbvl... caballero -dijo acercándose a mí y bajando el tono de su voz como si temiese que otro pudiera escucharle-, es tvrbvlnerae.

-No comprendo mucho más.

-Escuche bien. A una legua de aquí, al pie de la montaña, hay una aldea que se llama Boulternère. Es una corrupción de la palabra latina tvrbvlnera. No hay nada más común que estas inversiones. Boulternère, caballero, ha sido una ciudad romana. Siempre lo había dudado, pero nunca tuve una prueba cierta de ello; ahora tengo esa prueba. Esta Venus era la divinidad típica de Boulternère, y esta palabra Boulternère, de la que acabo de demostrar su origen antiguo, prueba una cosa mucho más curiosa, y es que Boulternère, antes de ser ciudad romana, ¡fue una ciudad fenicia!

Se detuvo un momento para tomar aliento y disfrutar de mi sorpresa. Yo me esforcé por reprimir un fuerte impulso de echarme a reír.

-En efecto -prosiguió-, tvrbvlnera es fenicio puro. Tvr, pronúnciase tur... Tour y Sour, valen lo mismo ¿no es verdad? Sour es el nombre fenicio de Tyr, y no tengo necesidad de recordarle el sentido. Bvl es Baal, Bal, Bel, Bul, ligeras diferencias de pronunciación. Nera, en cambio, me da un poco de trabajo. Me inclino a creer, por no encontrar una palabra fenicia análoga, que viene del griego nerós, que significa húmedo, pantanoso. Sería, pues, un término híbrido. Para justificar lo de nerós, le enseñaré en Boulternère varios arroyos que nacen en las montañas y forman pantanos infectos. Por otra parte, la terminación Nera pudo haber sido agregada mucho más tarde, en honor de Nera Pivesuvia, mujer de Tétrico, quizás por haber hecho algo en favor de Turbul. Pero, a causa de los pantanos, prefiero la etimología de nerós.

Dicho esto, tomó un poco de tabaco con aire satisfecho, y prosiguió su disertación.

-Pero dejemos a los fenicios, y volvamos a la inscripción. Traduzco en consecuencia: «A Venus de Boulternère, Myron dedica por su orden esta estatua, obra suya».

Me guardé muy bien de criticar su etimología, pero quise a mi vez dar pruebas de penetración, y le dije:

-Alto ahí, caballero. Myron ha consagrado alguna cosa, pero no veo en ninguna forma que sea esta estatua.

-¡Cómo! -exclamó-. ¿No era Myron un famoso escultor griego? El talento se habría perpetuado en su familia. Es uno de sus descendientes quien habrá hecho esta estatua. No hay nada más seguro.

-Pero -repliqué- veo en ese brazo un pequeño agujero. Creo que ha servido para fijar en él alguna cosa, un brazalete, por ejemplo, que este Myron habrá dado a Venus como ofrenda expiatorio. Myron fue un amante infortunado. Venus estaba irritada contra él, y él la apaciguó consagrándole un brazalete de oro. Observe que fecit se toma con mucha frecuencia por consecravit. Estos términos son sinónimos. Le daría a usted más de un ejemplo si tuviera a mano a Gruter o a Orellio. Es natural que un enamorado vea en sueños a Venus y se imagine que le imponga la obligación de dar un brazalete de oro a su estatua. Myron le consagró un brazalete... Después los bárbaros o algún ladrón sacrílego...

-¡Ah! ¡Cómo se conoce que usted ha escrito novelas! -exclamó mi huésped dándome la mano para ayudarme a descender-. No, caballero, esta obra es de la escuela de Myron. Observe sólo el trabajo y se convencerá.

Habiéndome impuesto la norma de no contradecir de ningún modo a los arqueólogos obstinados, bajé la cabeza con aire convencido y me limité a decir:

-Es una pieza admirable.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó el señor De Peyrehorade-. ¡Otra muestra de vandalismo! ¡Han arrojado una piedra a mi estatua!

Acababa de observar el anticuario una marca blanca, poco más abajo del pecho de la Venus. Yo noté un trazo parecido sobre los dedos de la mano derecha; supuse entonces que habían sido rozados por la piedra, o que un fragmento desprendido de ella al rebotar en el metal había dado en la mano. Conté a mi huésped la ofensa de que había sido testigo y el pronto castigo que le siguió. Se rió bastante, y, comparando al aprendiz con Diomedes, le deseó que viera, como el héroe griego, convertidos a sus compañeros en pájaros blancos.

La campana del almuerzo interrumpió esta plática clásica, y, lo mismo que la víspera, fui obligado a comer por cuatro. Después vinieron varios colonos del señor De Peyrehorade, y, mientras éste los atendía, su hijo me llevó a ver una calesa que había comprado en Tolosa para su prometida, y que yo admiré, no es necesario repetirlo. Luego entré con él en la caballeriza, donde me tuvo una media hora elogiándome sus caballos, haciéndome conocer sus genealogías, y enumerándome los premios que habían ganado en las carreras del departamento. Por último, acabó hablándome de su futura, con motivo de haberme enseñado una yegua gris que le tenía destinada.

-La veremos hoy -dijo-. No sé si la encontrará bonita. No es fácil contentar a ustedes, los de París; pero todo el mundo, aquí y en Perpiñán, la encuentra encantadora. Lo mejor de todo es que es muy rica. Su tía de Prades le ha dejado todos sus bienes. ¡Oh, voy a ser muy feliz!

Me contrarió profundamente ver a un joven más impresionado por la dote que por los ojos hermosos de su futura.

-Usted que entiende de alhajas -prosiguió el señor Alfonso-, ¿qué le parece ésta? Es el anillo que le entregaré mañana.

Mientras hablaba de esta suerte, sacó de la primera falange de su dedo meñique una gruesa sortija enriquecida con diamantes, y formada por dos manos entrelazadas; la alusión me pareció infinitamente poética. El trabajo era antiguo, pero juzgué que había sido retocada para engarzar los diamantes. En el interior de la sortija se leían estas palabras, en letras góticas: Sempr' ab ti, es decir, siempre contigo.

-Es una sortija bonita -dije-. Pero el agregado de estos diamantes le ha hecho perder un poco de su valor intrínseco.

-¡Oh! Así queda mucho más hermosa -contestó sonriendo-. Hay en ella mil doscientos francos en diamantes. Mi madre me la dio; es una sortija de familia muy antigua..., de los tiempos de la caballería andante. La había usado mi abuela, quien la recibió de la suya. Dios sabe cuándo habrá sido hecha.

-Es costumbre en París -le dije- dar en estos casos un anillo muy sencillo, compuesto generalmente por dos metales, como el oro y el platino. Mire, esa otra sortija que usted lleva en ese dedo, sería más apropiada. Esta, con los diamantes y las manos en relieve, es tan gruesa que no se podría llevar usando guantes.

-¡Oh! Mi esposa se las arreglará como quiera. Creo que siempre se sentirá satisfecha de tenerla. Es muy agradable llevar en el dedo mil doscientos francos en diamantes. Esta pequeña sortija -agregó contemplando con aire satisfecho el otro anillo liso que llevaba en la mano- es de una mujer de París, que me la dio un día de carnaval. ¡Ah, cómo lo pasé en París, hace dos años! ¡Allí sí se divierte uno!... -Y suspiró de pena.

Teníamos que cenar aquel día en Puygarrig, en casa de los padres de la futura. Llegada la hora, nos ubicamos en la calesa y partimos para su castillo, distante de Ille no más de una legua y media. Fui presentado y acogido en él como amigo de la familia. No hablaré de la cena ni de la conversación que siguió a ella, y en la que tomé poca parte. El señor Alfonso, sentado junto a su novia, le deslizaba una palabra al oído cada cuarto de hora. Ella, por su parte, apenas si levantaba los ojos, y, cada vez que su pretendiente le hablaba, se ruborizaba con modestia, pero respondía sin turbarse.

La señorita de Puygarrig tenía dieciocho años, y su talle flexible y delicado contrastaba con las formas huesosas de su robusto prometido. Era no sólo bella, sino también seductora. Admiré la perfecta naturalidad de sus respuestas; y su expresión bondadosa, no exenta empero de un ligero tono de malicia, me recordó, a pesar mío, a la Venus de mi huésped. En esta comparación que hice mentalmente, me pregunté si la superioridad de belleza que había que concederle a la estatua no se debía, en gran parte, a su expresión de tigre; pues la energía, aun en las malas pasiones, despierta siempre en nosotros cierta sorpresa y una especie de involuntario admiración.

«¡Qué lástima -me dije al abandonar a Puygarrig- que una persona tan amable sea rica, y que su dote la exponga a ser galanteada por un hombre indigno de ella!»

Mientras regresábamos a Ille, no sabiendo muy bien de qué hablar a la señora De Peyrehorade, a quien creía conveniente dirigirle algunas veces la palabra, le dije:

-¡Son muy incrédulos en el Rosellón! ¡Cómo, señora, arreglan ustedes un casamiento para un día viernes! En París veríamos esto con cierta superstición. Nadie se atrevería a tomar esposa en tal día.

-¡Dios mío! No me hable de eso -respondió-. De haber dependido de mí hubiera elegido, naturalmente, otro día. Pero Peyrehorade lo ha querido así y hubo que ceder. Sin embargo, esto me apena. ¿Si sucediera alguna desgracia? Es de suponer que haya en ello alguna razón, pues, en fin, ¿por qué todo el mundo teme al día viernes?

-¡Viernes! -exclamó su marido-. ¡Es el día de Venus! ¡Excelente día para un casamiento! Ya lo ve usted, mi querido colega, no pienso más que en Venus. ¡Por mi honor! Por ella he elegido el viernes. Mañana, si usted quiere, antes de la boda, haremos un pequeño sacrificio, mataremos dos palomas, y, si supiese dónde conseguir incienso...

-¡Concluye de una vez, Peyrehorade! -le interrumpió su esposa, escandalizada al extremo-. ¡Inciensar a un ídolo! ¿Qué dirían de nosotros en la comarca?

-Por lo menos -dijo el señor De Peyrehorade- me permitirás colocarle en la cabeza una corona de rosas y de lirios:

Manibus date lilia plenis.

Ya lo ve usted, caballero, la constitución es una palabra inútil. ¡No tenemos libertad de cultos!

Los arreglos del día siguiente fueron ordenados de esta manera. Todo el mundo tenía que estar listo, correctamente vestido, a las diez en punto. Tomado el chocolate, se iría en carruaje a Puygarrig. El casamiento civil debía celebrarse en la alcaldía de la aldea, y la ceremonia religiosa en la capilla del castillo. A continuación se serviría el almuerzo, y después de almorzar se pasaría el tiempo como mejor se pudiera, hasta las siete de la tarde. A esta hora, se regresaría a Ille, a casa del señor De Peyrehorade, en donde cenarían las dos familias. El resto se supone, naturalmente. No habiendo baile, se había querido que todos comiesen a más y mejor.

Desde las ocho de la mañana estuve sentado ante la Venus, lápiz en mano, y por vigésima vez debí recomenzar un apunte de la cabeza de la estatua, sin que consiguiese interpretar la expresión de su rostro. El señor De Peyrehorade iba y venía en torno de mí, me daba consejos y me repetía sus etimologías fenicias; después colocó unas rosas de Bengala en el pedestal de la estatua, y con tono tragicómico hizo votos por la pareja que iba a vivir bajo su techo. A eso de las nueve entró en la casa para ocuparse de su tocado personal. A la sazón apareció el señor Alfonso, con una levita bien ceñida, guantes blancos, zapatos charolados, botones cincelados y una rosa en el ojal.

-¿Me hará usted el retrato de mi mujer? -dijo inclinándose sobre mi dibujo-. También ella es bonita.

En ese momento empezó en la cancha de pelota que he mencionado ya, un partido que al instante llamó la atención del señor Alfonso. Y yo fatigado, y perdiendo las esperanzas de conseguir reproducir aquella diabólica figura, abandoné muy pronto mi dibujo para mirar a los jugadores. Había entre ellos algunos muleteros españoles llegados el día anterior. Eran aragoneses y navarros, casi todos de una destreza maravillosa en el juego. En consecuencia, los illenses, aunque alentados por la presencia y los consejos del señor Alfonso, fueron derrotados bastante pronto por esos nuevos campeones. Los espectadores locales estaban consternados. El señor Alfonso miró su reloj. No eran todavía las nueve y media. Su madre no estaba peinada. Y no vaciló más: se sacó la levita, pidió una chaqueta, y desafió a los españoles. Yo lo miraba hacer, sonriendo y un poco sorprendido.

-Es preciso sostener el honor de la región -me dijo.

Entonces lo encontré verdaderamente gallardo. La pasión del juego lo poseyó a tal punto, que su tocado, que tanto le había preocupado hacía un instante, ya no significaba nada para él. Unos minutos antes hubiese temido volver la cabeza para no desarreglarse la corbata. Ahora no pensaba en sus cabellos rizados ni en su pechera tan bien plegada. ¿Y su prometida?... A fe mía, creo que, de haber sido necesario, habría postergado el casamiento. Lo vi calzarse con prisa un par de sandalias, subirse las mangas, y, muy seguro de sí mismo, ponerse a la cabeza del conjunto vencido, dando órdenes como César a sus soldados en Dirraquium. Salté el seto, y me coloqué cómodamente a la sombra de un almez, de manera que pudiera ver bien los dos campos.

Contra lo esperado por todos, el señor Alfonso falló en la primera pelota, que, a la verdad, no era fácil, pues vino rozando el suelo, enviada con sorprendente fuerza por un aragonés que parecía ser el jefe de los españoles.

Era éste un hombre de unos cuarenta años, seco y nervioso, de seis pies de altura, y su piel olivácea tenía un tinte casi tan oscuro como el del bronce de la Venus.

El señor Alfonso tiró con furor su paleta en el suelo.

-¡Esta maldita sortija -dijo- me aprieta el dedo y me ha hecho perder una pelota segura!

Y se sacó, no sin trabajo, la sortija de diamantes. Me acerqué para guardársela; pero me hizo a un lado, corrió hacia la Venus, le puso la sortija en el dedo anular y retornó a su puesto, a la cabeza de los illenses.

Lo vi pálido, pero tranquilo y decidido. Desde ese momento, no cometió una sola falta, y los españoles fueron derrotados completamente. Un hermoso espectáculo brindó el entusiasmo de los espectadores: unos lanzaban gritos de alegría, tirando al aire sus gorros; otros estrechaban las manos al señor Alfonso, llamándolo la gloria del país. Si hubiera rechazado una invasión, dudo que hubiese recibido felicitaciones más vivaces y sinceras. La amargura de los vencidos se añadía a la gloria de su victoria.

-Haremos otros partidos, amigo -dijo el señor Alfonso al aragonés con tono de superioridad-, pero tendré que darle ventaja.

Yo hubiera deseado que el señor Alfonso fuese más modesto, y casi me apené por la humillación de su rival.

El gigante español sintió en lo hondo esa ofensa; palideció su tostado rostro; miró con tristeza su paleta, apretando los dientes, y le oí murmurar con voz sofocada:

-Me lo pagarás.

La voz del señor De Peyrehorade turbó el triunfo de su hijo. Mi huésped se sorprendió al no encontrarlo dirigiendo el arreglo de la calesa nueva, y mucho más todavía al verlo bañado en sudor, con la paleta en la mano. El señor Alfonso corrió a la casa, se lavó la cara y las manos, volvió a ponerse la levita nueva y los zapatos charolados, y cinco minutos después todos nos dirigíamos rápidamente hacia Puygarrig. Los jugadores de pelota y gran número de espectadores nos siguieron dando gritos de alegría, y, durante un buen trecho, apenas si los vigorosos caballos que tiraban de nuestro coche podían mantener su ventaja sobre la marcha de estos intrépidos catalanes.

Por fin llegamos a Puygarrig. Cuando el cortejo iba a ponerse en marcha para ir a la alcaldía, el señor Alfonso, dándose una palmada en la frente, me dijo en voz baja:

-¡Qué torpeza! ¡Me he olvidado la sortija! ¡La dejé en el dedo de la Venus, que el diablo podría llevarse! No se lo diga a nadie, y menos aún a mi madre. Tal vez ella no se dé cuenta.

-Podría enviar usted a alguien a buscarla -dije.

-¡Bah! Mi criado se ha quedado en Ille, y de los que hay aquí no me fío mucho. ¡Mil doscientos francos en diamantes! Eso podría tentar a más de uno. Por otra parte, ¿qué pensarían de mi distracción? Se burlarían de mí, y me llamarían el marido de la estatua... ¡Con tal que no me roben el anillo! Por suerte, el ídolo les mete miedo a los pillastres y no se atreven a aproximarse mucho a ella. ¡Bah! No es nada, tengo otra sortija.

Las dos ceremonias, la civil y la religiosa, se realizaron con la pompa adecuada; y la señorita de Puygarrig recibió el anillo de una modista de París, sin sospechar que su prometido le hacía el sacrificio de una prenda de amor. Después hubo que sentarse a la mesa, en donde se bebió, se comió y hasta se cantó, todo lo cual se hizo con cierto exceso. La recién casada me inspiró bastante pena, a causa de la tosca alegría que se exteriorizaba en torno de ella; sin embargo, se comportó mejor de lo que yo hubiera esperado, y la turbación que mostraba en ese momento no provenía de torpeza ni de afectación. Y es que el valor, quizás se hace presente en las situaciones difíciles.

El almuerzo concluyó cuando Dios quiso. Eran ya las cuatro, y los hombres salieron a pasear un poco, unos por el parque, que era magnífico, y otros a contemplar cómo bailaban en el prado del castillo las campesinas de Puygarrig, que lucían sus vestidos de fiesta. En esta forma pasamos algunas horas. Mientras tanto, las mujeres del castillo rodeaban a la recién casada, que hacía admirar a unas y otras su canastilla de boda. Cuando volví a verla, noté que había cambiado de vestido, y que cubría sus hermosos cabellos con una redecilla y un sombrero de plumas, pues las jóvenes tienen prisa por ponerse, en cuanto pueden, los adornos que el uso les impide llevar cuando aun son doncellas.

Eran cerca de las ocho cuando se dispuso el regreso a Ille. En ese instante se produjo una escena patética. La tía de la señorita De Puygarrig, que hacía las veces de madre, mujer de mucha edad y muy devota, no debía ir con nosotros a la ciudad, y, llegada la hora de la salida, dio a su sobrina un sermón concerniente a sus deberes de esposa, del cual sermón resultó un torrente de lágrimas y de abrazos interminables. El señor De Peyrehorade comparó esta separación con el rapto de las sabinas. Partimos, no obstante, y, durante el viaje, todos se esforzaron por distraer a la recién casada y hacerla reír, pero fue en vano.

En Ille, nos esperaba la cena... y ¡qué cena! Si la tosca alegría del almuerzo me había chocado, más me chocaron aún los equívocos y las bromas de que fueron objeto el marido y sobre todo su esposa. El recién casado, que había salido un instante antes de sentarse a la mesa, estaba pálido y su seriedad era glacial. Bebía mucho, y del viejo vino de Collioure, que es casi tan fuerte como el aguardiente. Yo estaba sentado a su lado y me creí obligado a advertirle:

-¡Tenga cuidado! Se dice que el vino...

No sé qué tontería dije para ponerme a la altura de los convidados.

Me tocó con la rodilla, y me dijo en voz baja:

-Cuando se levanten de la mesa... trate de que pueda decirle dos palabras.

Me sorprendió su tono solemne. Lo miré con más atención, y entonces noté una extraña alteración en su semblante.

-¿Se encuentra usted indispuesto? -pregunté.

-No.

Y siguió bebiendo.

Mientras tanto, en medio de los gritos y de las palmadas, un niño de once años que se había deslizado bajo la mesa, mostraba a los asistentes una bonita cinta blanca y rosa que acababa de desprender del tobillo de la desposada. Se llamó a aquello su liga. En seguida fue cortada en pedazos y distribuida entre los jóvenes, que adornaron con ellos su ojal, siguiendo una antigua costumbre que se conserva todavía en algunas familias patriarcales. Para la recién casada aquélla fue una ocasión indicada para ruborizarse hasta la raíz de los cabellos... Pero su turbación llegó al máximo cuando el señor De Peyrehorade, después de haber reclamado silencio, declamó algunos versos catalanes, improvisados, según dijo. He aquí el sentido de los mismos, si es que los interpreté bien:

«¿Qué es esto, amigos míos? ¿Acaso el vino que he bebido me hace ver doble? Hay aquí dos Venus...»

El recién casado levantó bruscamente la cabeza con tal expresión de susto que hizo reír a todos.

«Sí» -prosiguió el señor De Peyrehorade- «hay dos Venus bajo mi techo. Una, la he encontrado en la tierra, como una trufa; la otra, ha bajado de los cielos y acaba de repartirnos su cinturón».

Quería decir su liga.

«Hijo mío, elige la Venus romana o la catalana, la que prefieras. El pillastre toma a la catalana, y su elección es la mejor. La romana es negra, la catalana es blanca. La romana es fría, la catalana inflama todo lo que se le acerca».

Este final arrancó tal alarido, aplausos tan ruidosos y risas tan sonoras, que creí que el techo iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. Alrededor de la mesa no había más que tres caras serias; las de los recién casados y la mía. Yo tenía un fuerte dolor de cabeza, y, además, no sé por qué, un casamiento siempre me entristece. Por otra parte, aquél me disgustaba un poco.

Las últimas coplas fueron cantadas por el teniente alcalde, y eran bastante liberales, debo decirlo. Después pasamos a la sala para presenciar la partida de la desposada, que debía ser conducida muy pronto a su habitación, pues ya era cerca de medianoche.

El señor Alfonso me arrastró junto al alféizar de una ventana, y sin atreverse a mirarme, me dijo:

-Usted se burlará de mí... Pero no sé que tengo... ¡Estoy hechizado! ¡El diablo me lleva!

El primer pensamiento que se me ocurrió fue el de que se creía amenazado de algún mal de aquellos de que hablan Montaigne y Madame de Sevigné: «Todo el imperio amoroso está lleno de historias trágicas, etc.»

«Creo que tal género de accidentes no suceden más que a personas inteligentes» -me dije.

Pero volviendo al recién casado, le contesté:

-Ha bebido usted demasiado vino de Collioure, mi querido señor Alfonso. Ya se lo había advertido.

-Sí, quizás. Pero se trata de algo más terrible.

Hablaba con voz entrecortada. Lo creí completamente ebrio.

-¿Se acuerda usted de mi anillo? -prosiguió después de un silencio.

-Sí. ¿Se lo han llevado?

-No.

-¿Lo tiene usted, entonces?

-No..., yo... yo no puedo sacarlo del dedo de esa maldita Venus.

-¡Bah! No habrá tirado de él lo bastante fuerte.

-Lo hice... pero la Venus... ha cerrado el dedo. Y me miró fijamente, con extraña expresión, apoyándose en la falleba de la ventana para no caerse.

-¡Qué cuento es éste! -dije-. Sin duda, usted ha metido muy adentro el anillo. Mañana lo sacará con las tenazas; pero tenga cuidado entonces de no estropear la estatua.

-Le digo a usted que no he hecho eso. El dedo de la Venus está encogido, replegado; la Venus ha cerrado la mano. ¿Me entiende ahora?... Es mi esposa, en apariencia, puesto que le he entregado mi anillo... y no quiere devolvérmelo.

Sentí correr de pronto por mi cuerpo un raro estremecimiento, y esta sensación me duró un instante. El joven lanzó un profundo suspiro, y al percibir su aliento vinoso, toda emoción desapareció en mí.

«Este miserable -pensé- está completamente borracho».

-Usted es anticuario, caballero -agregó con voz triste- y conoce esas estatuas... Tal vez haya en ella algún resorte, algún mecanismo oculto, que yo no conozco... Si usted fuera a ver...

-Con mucho gusto -dije-. Venga conmigo.

-No, prefiero que vaya usted solo.

Salí de la sala. El tiempo había cambiado durante el transcurso de la cena, y la lluvia comenzaba a caer con fuerza. Iba a pedir un paraguas, cuando una reflexión me detuvo.

«¡Sería un loco de remate -me dije- si fuera a cerciorarme de lo que me ha dicho un hombre ebrio! Quizás, por otra parte, me ha querido hacer objeto de alguna broma desagradable para hacer reír a estos buenos provincianos; y lo menos que puede ocurrirme es que me cale hasta los huesos y atrape un buen catarro.»

Desde la puerta eché una ojeada a la estatua por la que chorreaba el agua, y subí después a mi habitación, y no volví a entrar en la sala. Me acosté, pero el sueño tardó en llegar. Todas las escenas de la jornada se hacían presente en mi espíritu. Y pensé en aquella joven tan bella y tan pura abandonada a un borracho brutal.

«¡Qué odioso asunto -me dije- es un matrimonio de conveniencia! ¡Un alcalde revestido con su faja tricolor, un cura con la estola, y no hace falta más para que una hija honesta sea entregada al Minotauro! Dos seres que no se aman ¿qué pueden decirse en esos instantes que dos enamorados comprarían al precio de su existencia? ¿Podrá amar siempre una mujer a un joven que ha sido un bruto con ella en determinada ocasión? Las primeras impresiones no se borran jamás, y estoy seguro de que el señor Alfonso merece ser odiado...»

Durante mi monólogo interior, que por cierto he abreviado, llegaba hasta mí el rumor de las idas y venidas de la gente por la casa, el ruido de abrir y cerrar de puertas, y el de los carruajes que partían. Además, también me pareció haber oído en la escalera los pasos ligeros de muchas mujeres que se dirigían por el corredor hacia el extremo opuesto al de mi habitación. Se trataba, probablemente, del cortejo de la desposada, que la conducía al lecho. Poco después, volvieron a bajar la escalera. La puerta de la señora De Peyrehorade se cerró.

«¡Qué incómoda y preocupada -me dije- debe estar esa pobre muchacha!»

Me di vuelta en mi cama con malhumor. Un soltero desempeña un papel tonto en una casa donde se celebra un matrimonio de esta suerte.

El silencio reinó durante un buen rato; súbitamente oí unos pasos pesados en la escalera; alguien subía. Los peldaños de madera crujieron con fuerza.

«¡Qué zopenco! -exclamé para mis adentros-. Apuesto a que va a caerse por la escalera.»

Pero todo volvió a quedar tranquilo. Tomé un libro y me dispuse a leer para cambiar el curso de mis ideas. Era una estadística del departamento, enriquecida con una memoria del señor De Peyrehorade sobre los monumentos druidas del distrito de Prades. Me adormecí en la tercera página.

Dormí mal y me desperté varias veces. A eso de las cinco de la mañana, cuando ya hacía unos veinte minutos que estaba despierto, oí cantar un gallo. Comenzaba a clarear el día. Escuché entonces, con toda claridad, los mismos pasos pesados y el mismo crujido de la escalera que había escuchado antes de dormirme. Aquello me pareció raro. Entre bostezo y bostezo traté de adivinar el motivo por el cual el señor Alfonso se levantaba tan temprano. No podía imaginarme la causa. Iba a volver a cerrar los ojos, cuando atrajo mi atención unos pataleos extraños, a los que se mezclaron en seguida el sonido de varias campanillas y un ruido como de puertas que se abrían con violencia; por último oí confusos gritos.

«¡Mi borracho habrá prendido fuego en alguna parte!» pensé, saltando de la cama.

Me vestí rápidamente y salí al pasillo. Del extremo opuesto llegaban gritos y lamentos; alguien, con voz que dominaba a todas las otras, clamaba con acento desgarrador:

-¡Hijo mío? ¡Hijo mío!

Era evidente que le había sucedido una desgracia al señor Alfonso. Corrí a la cámara nupcial: estaba llena de gente. Lo primero que llamó mi atención fue el espectáculo del joven a medio vestir, echado de través en el lecho, cuya armadura estaba rota. Estaba lívido e inmóvil. Su madre lloraba y gritaba a su lado. El señor De Peyrehorade, muy agitado, frotaba las sienes del joven con agua de Colonia, y a veces arrimaba el frasco de sales a su nariz. ¡Pobre! Hacía tiempo que su hijo se hallaba sin vida. Sobre un sofá, en el otro rincón del dormitorio, se encontraba la desposada, que, a su vez, era víctima de horribles convulsiones. Lanzaba gritos inarticulados y dos robustas criadas la contenían a duras penas.

-¡Dios mío! -dije-. ¿Qué ha sucedido?

Me acerqué a la cama y traté de levantar el cuerpo del infortunado joven: estaba rígido y frío. Sus dientes apretados y su rostro morado expresaban las más horrorosas angustias. Echábase de ver que su muerte había sido violenta y terrible su agonía. Sin embargo, no había en sus ropas ningún rastro de sangre. Aparté la camisa y vi sobre su pecho una marca lívida que se extendía por los costados hasta la espalda. Se hubiera dicho que había sido apretado en un círculo de hierro. Mi pie tocó de pronto un objeto duro que se encontraba sobre la alfombra, me agaché para reconocerlo y vi la sortija de diamantes.

Conduje entonces al señor De Peyrehorade y a su esposa hasta su habitación, y después hice que llevasen junto a ellos a la desposada.

-Les queda todavía una hija -dije a mis huéspedes- y ustedes deben cuidarla.

Y los dejé solos.

No me parecía dudoso que el señor Alfonso hubiese sido víctima de un asesinato cuyos autores habían encontrado la forma de introducirse durante la noche en la habitación de la desposada. Aquellas contusiones en el pecho y la dirección circular que seguían me intrigaban bastante, pues un bastón o una barra de hierro no podría haberlas causado. De pronto me acordé haber oído decir en Valencia que algunos facinerosos utilizan largos talegos de cuero rellenos de arena para moler a golpes a las personas por cuya muerte se les paga. En seguida recordé al muletero aragonés y su amenaza. No obstante, apenas me atrevía a pensar que éste hubiese realizado tan terrible venganza a causa de una ligera broma.

Recorrí toda la casa buscando rastros de violencia, pero no los encontré en ninguna parte. Bajé al jardín para ver si los asesinos podrían haber entrado por allí; pero no descubrí ningún indicio seguro. La lluvia de la víspera había ablandado tanto el suelo, que no era posible encontrar ninguna huella clara. Sin embargo, noté al fin algunas pisadas profundas en la tierra; estaban impresas en dos direcciones contrarias, pero en una misma línea, pues partían del ángulo del seto contiguo al juego de pelota y terminaban en la puerta de la casa . Serían quizás las de los pasos dados por el señor Alfonso cuando fue a retirar su anillo del dedo de la estatua. Por otra parte, el seto, en ese rincón, era menos tupido, y probablemente por ese punto lo habían saltado los asesinos. Pasando y repasando por delante de la estatua, me detuve un instante para mirarla. Confieso que en esa ocasión no sin estremecerme contemplé su expresión de irónica maldad; y, con la mente excitada por las horribles escenas de que acababa de ser testigo me pareció ver en ella una divinidad infernal aplaudiendo la desgracia que había caído sobre aquella casa.

Volví a mi habitación y permanecí en ella hasta mediodía. Salí entonces y pedí noticias a mis huéspedes, que se encontraban un poco más tranquilos. La señorita de Puygarrig, debería decir la viuda del señor Alfonso, había recobrado el conocimiento y pudo hablar con el procurador del rey, delegado en Perpiñán, que se encontraba por aquel entonces en jira por Ille; el magistrado recibió su declaración y después me pidió la mía. Le dije lo que sabía, y no le oculté mis sospechas con respecto al muletero aragonés. Ordenó en seguida que fuera detenido.

-¿Ha sabido usted algo importante por medio de la señora de Alfonso? -pregunté al procurador del rey, después de escrita y firmada mi declaración.

-Esa desgraciada joven se ha vuelto loca -dijo con triste sonrisa-. ¡Loca! Completamente loca! He aquí lo que cuenta: estaba acostada, según dice, hacía unos minutos, cuando se abrió la puerta de su habitación y alguien entró. En aquel momento, la señora de Alfonso se encontraba casi en el borde del lecho, que tenía las cortinas corridas, vuelta la cara hacia la pared. No hizo el menor movimiento, persuadida de que era su marido. Al cabo de un momento, el lecho crujió como si se hubiera desplomado sobre él un peso enorme. Sintió mucho miedo, pero no se atrevió a volver la cabeza. Cinco minutos, diez minutos quizás..., no pudo darse cuenta del tiempo que transcurrió, pasaron de tal manera. Hizo entonces un movimiento involuntario, o bien lo hizo la otra persona que estaba en el lecho, y sintió el contacto de alguna cosa fría como el hielo, según sus propias expresiones. Volvió a colocarse junto a la pared, temblando de pies a cabeza. Poco después, la puerta se abrió por segunda vez y alguien que entró, dijo: «Buenas noches, mujercita mía». Entonces se sucedieron con rapidez las cosas. La joven oyó un grito ahogado. La persona que estaba en la cama, a su lado, se enderezó y pareció extender sus brazos hacia delante. Ella entonces dio vuelta la cabeza... y vio, según dice, a su marido arrodillado junto al lecho, con la cabeza a la altura de la almohada, entre los brazos de una especie de gigante verdoso que lo estrechaba con fuerza. Me dijo, y lo repitió veinte veces... ¡pobre mujer! ... me dijo que reconoció... ¿lo adivinaría usted?, a la Venus de bronce, a la estatua del señor De Peyrehorade. Desde que está en la comarca, todo el mundo sueña con ella. Pero vuelvo al relato de la infortunada loca. Ante tal espectáculo perdió el conocimiento, y, probablemente, poco después, también la razón. No puede establecer de ninguna manera cuánto tiempo estuvo desvanecida. Vuelta en sí, vio otra vez al fantasma, o a la estatua, según ella lo dice continuamente, inmóvil, con la parte inferior del cuerpo dentro de la cama, el busto inclinado hacia delante, y estrechando entre sus brazos a su marido, que no hacía el menor movimiento. Cantó un gallo. Entonces la estatua abandonó el lecho, dejó caer el cadáver y salió. La señora de Alfonso se prendió del cordón de la campanilla, y usted ya sabe lo que sucedió después.

Se trajo al español. Se mostró tranquilo durante el interrogatorio y se defendió con mucha sangre fría y presencia de ánimo. Por lo demás, no negó el propósito que yo le oí expresar, pero lo explicó, insistiendo en que sólo quiso decir que al día siguiente, más descansado, le hubiera ganado un partido de pelota a su vencedor. Recuerdo que agregó:

-Un aragonés, cuando es ofendido, no espera el día siguiente para vengarse. De haber creído que el señor Alfonso se propuso insultarme, en el acto le hubiese hundido mi cuchillo en el vientre.

Se compararon sus zapatos con las huellas del jardín, pero resultaron mucho más grandes que éstas.

A su vez, el hotelero en cuya casa se había alojado, aseguró que aquel hombre había pasado la noche dando frotaciones y curando a uno de sus mulos que estaba enfermo.

Por otra parte, el aragonés era un hombre de buena fama, muy conocido en la comarca, a la que venía todos los años en razón de su comercio. Fue puesto en seguida en libertad y se le dieron las debidas excusas.

Me olvidaba consignar la declaración hecha por un criado, que fue el último en ver con vida al señor Alfonso. En el momento en que su amo iba a subir en busca de su mujer, éste lo llamó y le preguntó con cierta inquietud si sabía dónde me encontraba yo. El criado le contestó que no me había visto. El señor Alfonso lanzó un suspiro, permaneció en silencio más de un minuto, y dijo después: «¡Vamos! ¡También se lo habrá llevado el diablo!»

Pregunté a aquel hombre si el señor Alfonso llevaba la sortija de diamantes cuando le habló. El criado vaciló al contestar; pero dijo, por último, que no lo creía, aunque no había prestado en verdad mayor atención a ese detalle.

-Si hubiese tenido en el dedo esa sortija -agregó con más seguridad-, sin duda yo lo habría notado, pues creí que mi amo ya se la había entregado a su señora.

Mientras lo interrogaba, sentí que también prendía en mí algo del terror supersticioso que la declaración de la señora de Alfonso había difundido por toda la casa. El procurador del rey me miró sonriendo, y me guardé muy bien de insistir.

Varias horas después de los funerales del señor Alfonso, me dispuse a dejar a Ille, y se alistó el carruaje del señor De Peyrehorade para llevarme a Perpiñán. A pesar de su estado de debilidad, el pobre anciano quiso acompañarme hasta la puerta del jardín. Lo atravesamos en silencio y lentamente, pues él caminaba con dificultad, apoyado en mi brazo. En el momento de separarnos, miré por última vez a la Venus. Preveía yo que mi huésped, aunque no compartiera los terrores y los odios que inspiraba la estatua a una parte de su familia, querría deshacerse de un objeto que le recordaría siempre una horrible desgracia. Mi intención era rogarle, por tanto, que la enviara a un museo, y vacilaba sobre la manera de encarar el asunto, cuando el señor De Peyrehorade volvió maquinalmente la cabeza hacia el lado en que fijaba yo mi mirada. Vio la estatua y se echó a llorar. Lo abracé, y, sin atreverme a decirle una sola palabra, subí al carruaje.

Desde mi partida de Ille, no he tenido noticias de que algún hecho nuevo hubiera contribuido a aclarar aquella misteriosa catástrofe.

El señor De Peyrehorade falleció pocos meses después que su hijo. Por su testamento me ha legado sus manuscritos, que tal vez publicaré algún día. No pude encontrar la memoria relacionada con las inscripciones de la Venus.

P.D. -Mi amigo el señor De P..., acaba de escribirme desde Perpiñán comunicándome que la estatua ya no existe. Después de la muerte de su marido, el primer cuidado de la señora de Peyrehorade fue fundirla, para hacer una campana, y en esta nueva forma ha resultado útil el bronce para la iglesia de Ille. Pero, agrega el señor De P..., parece que la mala suerte persigue a quienes poseen dicho bronce. Desde que esa campana resuena en Ille, las viñas se han helado ya dos veces.

Prosper Merimée (1803-1870)


El resumen del relato de Prosper Mérimée: La venus de Ille (La venus d'Ille) fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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