«La gran noche»: Henry Kuttner; relato y análisis


«La gran noche»: Henry Kuttner; relato y análisis.




a gran noche (The Big Night) es un relato de ciencia ficción del escritor norteamericano Henry Kuttner (1915-1958), publicado originalmente en la edición de junio de 1947 de la revista Thrilling Wonder Stories, y luego reeditado en la antología de 1965: Lo mejor de Henry Kuttner (The Best of Kuttner).

La gran noche, uno de los grandes cuentos de Henry Kuttner, narra la historia de un alienígena, entre los últimos de su raza, y capitán de una nave interestelar, La Cucaracha, ya decrépita, oxidada, a quien la nueva red de teletransportación ha convertido en algo obsoleto.

En este sentido, La gran noche —un eufemismo para el espacio interestelar— de Henry Kuttner se enfoca en la idea de que todo finalmente se descompone y se olvida; en este caso, a través del cambio tecnológico.




La gran noche.
The Big Night, Henry Kuttner (1915-1958)

Asomó torpemente del plano eclíptico de los planetas como una bestia que se revuelca en el espacio, las toberas chamuscadas y cortajeadas, una estría rugosa en el medio, donde la había raspado la atmósfera turgente de Venus, y cada vieja soldadura del obeso cuerpo a punto de rajarse. El capitán estaba borracho en su cabina, y su voz llorosa vibraba en los compartimientos mientras se quejaba de la desconsiderada crueldad de la Comisión de Tráfico Interplanetario. La tripulación procedía de una docena de mundos, la mitad reclutada a la fuerza. Logger Hilton, el primer oficial, se esforzaba por comprender los mapas andrajosos, y La Cucaracha, los motores convulsionados ante esa idea suicida, se zambullía en la Gran Noche a través del espacio. En la sala de control centelleó una señal. Hilton aferró un micrófono.

—¡Reparaciones! —aulló—. ¡Salid al casco para examinar la tobera 6—A! ¡Andando!

Volvió a sus mapas, mordiéndose el labio y mirando de soslayo al piloto, un selenita diminuto e inhumano de extremidades aracnoides y múltiples y cuerpo de aspecto frágil. Ts'ss —ese era el nombre, o una aproximación— tenía puesto el incómodo conversor de audio que volvía su voz subsónica audible para los oídos humanos, pero al contrario de Hilton, no vestía armadura espacial. Ningún selenita necesitaba protección contra el espacio profundo. Un millón de años en la Luna los había habituado a la falta de aire. La atmósfera de la nave tampoco era una molestia para Ts'ss. Simplemente no la respiraba.

—¡Maldito seas... ¡Despacio! —dijo Hilton—. ¿Quieres destrozar el casco?

Los ojos facetados del selenita titilaron a través de la máscara.

—No, señor, imprimo a los reactores la menor velocidad posible. En cuanto sepa las fórmulas de distorsión espacial, todo será más fácil.

—¡Guíala sin reactores!

—Necesitamos la aceleración para salir del espacio normal, señor.

—No importa —dijo Hilton—. Ya lo tengo. Alguien ha estado criando moscas de fruta en estos mapas. Aquí tengo la información —dictó unas pocas ecuaciones que la memoria fotográfica de Ts'ss asimiló de inmediato.

A lo lejos se oyó un aullido alargado.

—Ese es el capitán, supongo —dijo Hilton—. Vuelvo en un minuto. Entra en el hiperespacio en cuanto puedas o nos plegaremos como un acordeón.

—Si, señor. Ah... Señor Hilton...

—¿Sí?

—Si puede, échele un vistazo al extintor del cuarto del capitán.

—¿Para qué? —preguntó Hilton.

Varias de las múltiples extremidades del selenita imitaron el gesto de beber. Hilton torció la cara, se levantó y bajó la escalerilla luchando contra la aceleración. Echó una ojeada a los visores y comprobó que ya habían pasado Júpiter, lo cual era un alivio. La atracción gravitatoria del planeta gigante no habría sido una ayuda para los huesos doloridos de La Cucaracha. Pero afortunadamente ya habían pasado, ¡Afortunadamente!

Sonriendo con amargura, abrió la puerta del capitán y entró. El capitán Sam Danvers estaba de pie en la cucheta, pronunciando un discurso ante la imaginaria Comisión de Tráfico Interplanetario. Era un hombre corpulento, o mejor dicho lo había sido, pero ahora las carnes se le habían encogido y empezaba a encorvarse. La piel de la cara rugosa se le había curtido tanto en el espacio que era casi negra. Una mata de pelo gris le despuntaba furiosamente. Sin embargo, tenía un curioso parecido con Logger Hilton. Los dos eran lobos del espacio. Hilton, con treinta años menos, también tenía la cara curtida y la misma mirada en los ojos azules. Se dice que cuando uno se interna en la Gran Noche, más allá de la órbita de Plutón, ese vacío enorme se le mete dentro y asoma por los ojos. Hilton tenía eso. Y el capitán Danvers también. Por lo demás, Hilton era robusto y macizo, mientras que Danvers tenía ahora cierto aire de fragilidad, y el ancho pecho del primer oficial abultaba la túnica blanca. Aún no había tenido tiempo para ponerse el uniforme de vuelo, aunque sabía que ni siquiera este género de celulosa podría disimular la suciedad que se pegaba en un viaje espacial. No en La Cucaracha, al menos. Pero éste sería el último viaje en ese vejestorio. El capitán Danvers interrumpió el discurso para preguntarle a Hilton qué demonios quería. El oficial saludó.

—Inspección de rutina, señor —observó, y bajó el extintor de la pared. Danvers brincó de la cucheta, pero Hilton fue más rápido. Antes que el capitán pudiera hacer nada, Hilton había vaciado el extintor en el vertedero más cercano.

—El material era viejo —explicó—. Lo llenaré de nuevo.

—Escuche, señor Hilton —dijo Danvers, tambaleándose y clavando un largo índice en la nariz del primer oficial—. Si usted cree que allí guardaba whisky, está loco.

—Seguro —dijo Hilton—. Loco como una cabra, capitán. ¿Qué le parece un poco de cafeína?

Danvers se asomó por el vertedero y miró vagamente hacia abajo.

—¿Cafeína, en? Mire, si no sabe darse maña para llevar La Cucaracha al hiperespacio, tendría que renunciar.

—Claro, claro. Pero una vez en camino no tardaremos en llegar a Fria. Usted tendrá que poner la cara ante el agente.

—¿Christie? Sí... Supongo que sí —Danvers se desplomó en la cucheta, la cabeza entre las manos—. He perdido la cabeza, Logger. ¿Qué saben los de la Comisión? Diantres, nosotros hemos sido los que fundamos el puesto comercial en Sirio Treinta.

—Mire, capitán. Al subir a bordo estaba tan borracho que olvidó de contarme —dijo Hilton—. Simplemente ordenó que alteráramos el curso y pusiéramos rumbo a Fria. ¿Por qué?

—La Comisión de Tráfico Interplanetario —gruñó el capitán—. Hizo examinar La Cucaracha.

—Lo sé. Inspección de rutina.

—Bien, esas babosas gordinflonas tienen el descaro de decirme que mi nave es insegura. ¡Que la atracción gravitacional de Sirio es muy fuerte..., y que no podíamos ir a Sirio Treinta!

—Quizá tengan razón —dijo pensativamente Hilton—. En Venus nos costó aterrizar...

—Es vieja —dijo Danvers, defensivo—. ¿Y con eso, qué? He llevado La Cucaracha alrededor de Betelgeuse, y mucho más cerca de Sirio que Sirio Treinta. La vieja dama tiene lo que hace falta tener. En esos días sabían construir motores atómicos.

—Hoy ya no los construyen —dijo Hilton, y el capitán se puso púrpura.

—¡Transmisión de materia! —masculló—. ¿Qué clase de locura es esa? Uno se mete en una máquina en la Tierra, bajan una palanca y está en Venus o Canopo o...el Purgatorio, si se le antoja! A los trece años me embarqué en una hipernave, Logger. Me he criado en hipernaves. Son sólidas. Son confiables. Lo llevan a uno a cualquier parte. Olvídelo, no es seguro viajar por el espacio sin una atmósfera alrededor, aunque sea enfundado en un traje.

—De paso, ¿dónde está el suyo? —preguntó Hilton.

—Ah, tenía mucho calor. El aire acondicionado no funciona.

El oficial encontró la armadura en un armario y se puso a reparar la conexión rota.

—No hace falta que tenga el casco cerrado, pero mejor póngase el traje —dijo distraídamente—. He impartido órdenes a los tripulantes. A todos menos a Ts'ss, que no necesita protección.

Danvers levantó la vista.

—¿Cómo anda la nave? —farfulló.

—Bien, unas reparaciones no le vendrían mal —dijo Hilton—. Quiero entrar pronto en el hiperespacio. Este curso rectilíneo es un riesgo. Además le temo al aterrizaje.

—Oh. De acuerdo, habrá reparaciones al regreso...si ganamos el dinero suficiente. Recordará usted la miseria que nos dejó el último viaje... Le propongo algo: supervise el trabajo y se llevará una buena tajada.

Los dedos de Hilton se aflojaron sobre la conexión. El piloto mantuvo la cabeza gacha.

—Buscaré un nuevo empleo —dijo—. Lo siento, capitán. Pero no estaré a bordo después de este viaje.

Hubo silencio a sus espaldas. Hilton hizo una mueca y siguió reparando el traje espacial.

—Hoy día no encontrará muchas hipernaves que necesiten pilotos —dijo por fin Danvers.

—Lo sé. Pero tengo conocimientos técnicos. Quizá me contraten para los transmisores de materia. O como comerciante, en los puestos de avanzada.

—¡Por todos los santos, Logger! ¿De qué está hablando? ¿Un...comerciante? ¿Un mugriento colono? ¡Usted es piloto de hipernaves!

—En veinte años más ya no quedará ni una sola hipernave en el espacio —dijo Hilton.

—Miente. Habrá una.

—¡Se hará pedazos en un par de meses! —repuso airadamente Hilton—. No quiero discutir. ¿A qué vamos a Fría? ¿Los hongos?

Danvers respondió después de una pausa.

—¿Qué más hay en Fría? Claro, los hongos. Nos hemos adelantado un poco. Nuestro arribo está previsto para dentro de tres semanas terrestres, pero Christie siempre tiene a mano una provisión. Y esa gran cadena hotelera nos pagará la comisión de costumbre. Maldito sea lo que me importa saber por qué demonios la gente come esa bazofia, pero...pagan veinte dólares por el plato.

—Habrá una buena ganancia, entonces —dijo Hilton—. Siempre que aterricemos en Fria sanos y salvos —arrojó el traje arreglado sobre la cucheta, al lado de Danvers—. Ahí tiene, capitán. Mejor vuelvo a los controles. Muy pronto entraremos en el hiperespacio.

Danvers se inclinó hacia adelante y tocó un botón para abrir la mampara corrediza. Miró fijamente la pantalla.

—Un transmisor de materia no le dará esto —dijo lentamente—. Mírelo, Logger.

Hilton se inclinó hacia adelante y miró por encima del capitán. El vacío centelleaba. En un costado ardía fríamente una curva de la mole titánica de Júpiter. Varias de las ¡unas atravesaban el campo visual de la pantalla, y un par de asteroides reflejaban la luz de Júpiter con sus atmósferas tenues y colgaban como mundos en miniatura, rutilantes y velados contra ese trasfondo flamígero. Y más allá del brillo de las estrellas y ¡as lunas y los planetas se veía la Gran Noche, el vacío negro que bate como un océano los bordes del sistema solar.

—Bonito —dijo Hilton—. Pero frío, también.

—Tal vez. Es muy posible. Pero me gusta. Bien, consígase un puesto de comerciante, imbécil. Yo me pegaré a La Cucaracha. Sé que puedo confiar en la vieja dama.

La vieja dama respondió con un brusco revolcón. Hilton salió disparado instantáneamente de la cabina. La nave se zarandeaba brutalmente. El primer oficial oyó que Danvers vociferaba algo sobre la incompetencia de los pilotos, pero sabía que probablemente no era culpa del selenita. Llegó a la cabina de control mientras La Cucaracha todavía temblaba en la caída del último salto. Ts'ss era un tornado de movimientos, y las múltiples piernas maniobraban sobre una docena de instrumentos con frenesí.

—¡Avisaré que saltamos! —exclamó Hilton, e inmediatamente Ts'ss se concentró en los controles increíblemente complejos que guiaban la nave al hiperespacio.

El primer oficial estaba ante el tablero auxiliar, bajando las palancas.

—¡Puestos de seguridad! —gritó—. ¡Cerrad los cascos! ¡Aferraos bien, saltadores de soles! ¡Allá vamos!

Una aguja giró veloz en un cuadrante, oscilando sobre una marca. Hilton se desplomó en su asiento, deslizando los brazos bajo las agarraderas curvas y enganchando los codos en ellas. Metió los tobillos en los sostenes correspondientes. Los visores se borronearon y titilaron con colores cambiantes, centelleando y apagándose mientras La Cucaracha se mecía en el columpio entre el espacio normal y el hiperespacio. Hilton probó con otro micrófono.

—Capitán Danvers. Puestos de seguridad. ¿De acuerdo?

—Sí. Ya me he puesto el traje. ¿Me recibe? ¿Me necesita? ¿Qué le pasa a Ts'ss? —preguntó la voz de Danvers.

—El conversor vocal de mi tablero ha estallado, capitán —dijo Ts'ss—. No pude tomar el auxiliar a tiempo...

—Necesitamos de veras una reparación —dijo Danvers, y cortó.

Hilton torció la boca.

—Necesitamos una reconstrucción —farfulló, y acercó los dedos a los botones de control, por si Ts'ss fallaba.

Pero el selenita era como una máquina de precisión; nunca fallaba. La vieja Cucaracha cimbraba por los cuatro costados. Los motores atómicos soltaban cantidades fantásticas de energía en la brecha dimensional. De golpe el columpio se equilibró un instante, y en esa fracción de segundo la nave se deslizó por el puente energético y dejó de ser materia. Dejó de existir en el plano tridimensional. Para un observador se habría esfumado. Pero para un observador del hiperespacio habría surgido repentinamente de la nada. Salvo que no había observadores hiperespaciales. En realidad, en el hiperespacio no había nada. Era, como había contado una vez un científico, una especie de sustancia pura, pero nadie sabía cuál. Se le podían descubrir algunas propiedades, pero no mucho más. Era blanco, y tal vez era una suerte de energía, pues fluía como una marea de poder incontenible que arrastraba las naves a velocidades que en el espacio normal habrían pulverizado a la tripulación. Ahora, flotando en la hipercorriente, La Cucaracha corría hacia la Gran Noche a una velocidad que en cuestión de segundos la llevaría más allá de la órbita de Plutón. Pero Plutón no se veía. Aquí se operaba a ciegas, con instrumentos. Y si uno se equivocaba de nivel, mala suerte... ¡Para uno...! Hilton se apresuró a leer el instrumental. Estaba en Hiper-C-758-R. Correcto. El flujo circulaba en varias direcciones en los diferentes niveles del hiperespacio. Al regresar, alterarían la estructura atómica para abordar Hiper-M-75-L, que se precipitaba de Fria a la Tierra y más allá.

—Ya está —dijo Hilton, distendiéndose y buscando un cigarrillo—. Ni meteoros, ni problemas de tensión... Simplemente bogar hasta acercarnos a Fria. Luego emergeremos del hiperespacio, y probablemente nos haremos trizas.

Sonó un chasquido.

—Señor Hilton —anunció una voz—, hay problemas.

—Era previsible... Bien, Wiggins. ¿Qué pasa ahora?

—Uno de los nuevos... Estaba afuera, haciendo reparaciones.

—Hubo tiempo de sobra para regresar y entrar —vociferó Hilton, que en realidad no estaba muy seguro de lo que decía—. Llamé a todos los puestos de seguridad...

—Sí, señor. Pero este hombre es nuevo. Parece que nunca antes había navegado en una hipernave. Sea como fuere, está en la enfermería con una pierna quebrada.

Hilton reflexionó un momento; La Cucaracha iba escasa de tripulantes, de todos modos. Pocos hombres capaces se embarcarían voluntariamente en esta antigualla.

—Bajo enseguida —dijo, y le hizo un gesto a Ts'ss, luego bajó por el pasadizo echándole de paso una ojeada al capitán, que se había dormido. Avanzó ayudándose con las agarraderas, pues en el hiperespacio no había gravedad aceleratoria. En la enfermería encontró al cirujano, que era también el cocinero de a bordo, entablillando a un jovenzuelo traspirado que maldecía entre dientes.

—¿Qué le pasa? —le preguntó Hilton.

Bruno, el matasanos, le saludó con aire distraído.

—Fractura simple. Lo entablillo para que pueda moverse. Ha vomitado. Creo que no sirve para una hipernave.

—Eso parece —dijo Hilton, estudiando al paciente. El muchacho abrió los ojos y los clavó en Hilton.

—¡Me embarcaron de contrabando! —aulló—. ¡Por la fuerza! Lo demandaré, cueste lo que cueste. El primer oficial no se mosqueó.

—No soy el capitán, soy primer oficial —dijo Hilton—. Y te diré que lo que cueste no valdrá la pena gastarlo en nosotros. No valemos demasiado. ¿Sabes qué es la disciplina?

—¡Me embarcaron a la fuerza!

—Lo sé. Es el único modo de que La Cucaracha zarpe con una dotación completa. He mencionado la disciplina. Aquí no nos preocupa demasiado. De todas maneras, es mejor que me llames 'señor' delante de los demás. Ahora cállate y descansa. Dale un sedante, Bruno.

—¡No! ¡Quiero enviar un espaciograma!

—Estamos en el hiperespacio. No puedes. ¿Cómo te llamas?

—Saxon. Luther Saxon —respondió entre rezongos de impotencia—. Soy... Soy ingeniero consultor de Transmat.

—¿Los que hacen transmisión de materia? ¿Qué hacías por los muelles espaciales?

Saxon tragó saliva.

—Bueno... Yo...acompaño a las dotaciones técnicas para supervisar las nuevas instalaciones. Habíamos terminado una estación transmisora en Venus. Salí a tomar unos tragos... ¡Eso fue todo! Unos tragos y...

—Y apareciste donde menos te lo esperabas —dijo Hilton, divertido—. Alguno de los muchachos te echó droga en el vaso. De todas maneras, tu nombre figura en la nómina, así que no tienes salida a menos que saltes de la nave. Puedes enviar un mensaje desde Fria, pero tardaría mil años en llegar a Venus o la Tierra. Mejor quédate con nosotros, y podremos volver juntos.

—¿En esta carretilla? No es segura. Es tan vieja que cada vez que respiro hondo se me pone la carne de gallina.

—Bien, deja de respirar —barbotó Hilton,¿a Cucaracha ya no era una damisela, evidentemente, pero hacía muchos años que él navegaba en ella. Era lógico que el hombre de Transmat hablara así; las dotaciones de Transmat nunca corren riesgos.

—¿Habías navegado alguna vez en una hipernave? —preguntó.

—Claro —dijo Saxon—. ¡Como pasajero! Tenemos que llegar a un planeta antes de llegar a una estación, ¿no?

—Aja —Hilton estudió la cara ceñuda del paciente—. Pero ahora no eres pasajero.

—Tengo una fractura.

—¿Eres ingeniero calificado? Saxon titubeó y finalmente asintió.

—De acuerdo, serás piloto auxiliar. No tendrás que caminar mucho. El piloto te dirá lo que hay que hacer. Así te ganarás los garbanzos.

Saxon escupió protestas.

—Algo más —dijo Hilton—. Mejor no le digas al capitán que eres de Transmat. Te colgaría de una tobera. Mándamelo cuando esté bien, Bruno.

—Sí señor —dijo Bruno simulando una sonrisa, también era viejo lobo espacial, y no simpatizaba con Transmat.

Hilton regresó a la sala de control. Se sentó y observó los visores blancos. Casi todos los brazos de Ts'ss estaban quietos, eso indicaba rutina.

—Tendrás un ayudante —dijo Hilton al rato—. Instrúyelo rápido. Así podremos descansar un poco. Si ese calistano idiota no hubiera desertado en Venus, estaríamos de perlas.

—Será un viaje corto —dijo Ts'ss—. En este nivel la hipercorriente es más rápida.

—Sí. No le digas al capitán, pero el novato es hombre de Transmat.

Ts'ss soltó una risita.

—Eso también pasará —dijo—. Somos una raza antigua, señor Hilton. Los terráqueos son niños comparados con los selenitas. A las hipernaves pronto les tocará el turno, y después le llegará la hora a Transmat, cuando aparezca algo nuevo.

—Nosotros no pasaremos —dijo Hilton, algo asombrado de encontrarse defendiendo la filosofía del capitán—. Vosotros no habéis... Los selenitas.

—Quedamos algunos, es cierto —dijo blandamente Ts'ss—. No muchos. La época dorada del Imperio Selenita pasó hace mucho tiempo. Pero todavía quedamos algunos selenitas, como yo.

—¿Y estáis vivos, verdad? No se puede liquidar...una raza.

—No fácilmente. No enseguida. Pero a la larga sí. Y también se puede matar una tradición, aunque lleve mucho tiempo. Pero usted sabe cuál será el fin.

—Oh, cállate —dijo Hilton—. Hablas demasiado.

Ts'ss volvió a inclinarse sobre los controles. La Cucaracha siguió bogando en la hipercorriente blanca, deslizándose tan raudamente como el día en que la habían botado. Pero cuando llegaran a Fria se las verían con el espacio normal y una gravedad intensa. Hilton frunció el ceño. ¿Y qué? —pensó—. Este es sólo otro viaje. El destino del universo no depende de él. Nada depende de él, salvo la posibilidad de ganar lo suficiente para hacer reparar a la vieja dama. Y a mí no me importará, porque es mi último viaje en la Gran Noche. Observó las pantallas. No podía verla, pero sabía que la Gran Noche yacía más allá de esa blancura universal, en un plano invisible para sus ojos. Las pequeñas chispas de mundos y soles fulguraban en la inmensidad, pero nunca alumbraban la Gran Noche. Era demasiado vasta, demasiado implacable. Y hasta los soles gigantes se apagarían finalmente en ese océano. Como se apagaría todo lo demás, todo lo que se desplazaba en las mareas del tiempo dentro de esa enorme negrura. Eso era el progreso. Una ola nacía y reunía fuerzas y crecía... Y se rompía. Detrás venía una nueva ola. Y la vieja se disgregaba y se perdía para siempre. Quedaban algunos espumarajos y burbujas, como Ts'ss, vestigio de la ola gigante del antiguo Imperio Selenita.

El Imperio había muerto. Había combatido y gobernado a cien mundos en su época. Pero al fin la Gran Noche lo había conquistado y engullido. Y eventualmente engulliría a la última hipernave. Tocaron Fria seis días terrestres después. Tocaron es decir poco. Uno de los brazos quitinosos de Ts'ss se tronchó con el impacto, pero al selenita pareció no importarle. No sentía el dolor, y en pocas semanas le crecería un brazo nuevo. La tripulación, sujeta a las agarraderas de aterrizaje, sobrevivió con lesiones leves. Luther Saxon, el hombre de Transmat, ocupaba el asiento del piloto auxiliar —tenía bastantes conocimientos técnicos y había aprendido rápido los rudimentos—, y recibió un moretón en la frente, pero eso fue todo. La Cucaracha había emergido del hiperespacio con una sacudida que crispó al límite el viejo corpachón, y la atmósfera y la gravedad de Fria le pusieron a prueba otra vez. Las soldaduras se desgarraron, una tobera se desprendió y nuevas estrías rugosas surcaron el casco hirviente. La tripulación anhelaba un descanso. No hubo tiempo para eso. Hilton organizó turnos de trabajo con intervalos de seis horas, y como quien no quiere la cosa anunció que estaba prohibido ir a Crepúsculo. Sabía que los tripulantes ignorarían la orden. No había manera de conservar a los hombres a bordo mientras Crepúsculo vendiera licor y otros mecanismos de escape aún más eficientes. De todos modos había pocas mujeres en Fria y Hilton esperaba que un buen número de hombres siguiera trabajando hasta dejar La Cucaracha reparada y en buenas condiciones de navegación, antes de subir el cargamento de hongos.

Sabía que Wiggins, el segundo oficial, daría lo máximo de sí. El salió con el capitán en busca de Christie, el comerciante de Fria. Tenía que atravesar Crepúsculo, la colonia techada protegida del resplandor caliente y diamantino de la estrella del sistema. No era grande. Pero Fria era un puesto de avanzada, con una población oscilante de pocos centenares que llegaban y se iban con las naves y las temporadas de cosecha. Hilton pensó que si era necesario, podrían embarcar de contrabando a algún juerguista. Pero era improbable que los tripulantes desertaran. Ninguno de ellos cobraría un céntimo antes de regresar al sistema solar. Encontraron a Christie en su cabina de plasticoide; un hombre gordo, calvo y sudoroso que chupaba una enorme pipa de espuma de mar. Se sobresaltó al verles, y luego se recostó resignadamente en la silla y los invitó a sentarse.

—Hola, Chris —dijo Danvers—. ¿Qué tal?

—Hola, capitán. Hola, Logger. ¿Un buen viaje?

—El aterrizaje no fue tan bueno —dijo Hilton.

—Sí, algo me han contado. ¿Un trago?

—Después —dijo Danvers, aunque le brillaron los ojos—.Primero los negocios. ¿Tienes listo algún buen cargamento?

Christie se alisó una de las mejillas gordas y relucientes.

—Bien... Llegáis con dos semanas de adelanto.

—Siempre tienes una reserva. El comerciante gruñó.

—Lo cierto es... Oye, ¿no has recibido mi mensaje? No, supongo que no hubo tiempo... La semana pasada te mandé un recado en el Cielo Azul, capitán.

Hilton intercambió una mirada con Danvers.

—Hueles a malas noticias, Chris. ¿Qué pasa?

—No puedo evitarlo —dijo Christie, incómodo—. No podéis competir con Transmat. No podéis pagar esos precios. La Cucaracha supone gastos de viaje. El combustible cuesta dinero y...bien, Transmat instala una estación, la paga, y eso es todo, salvo el consumo de energía. ¿Cuánto suma con motores atómicos?

Danvers se estaba poniendo rojo.

—¿Transmat instalará una estación aquí? —se apresuró a preguntar Hilton.

—Sí. No puedo detenerlos. Estará lista en un par de meses.

—¿Pero por qué? Los hongos no valen la pena. El mercado no es tan importante. Nos estás envolviendo, Chris. ¿Qué quieres? ¿Una tajada más grande? Christie contempló la pipa.

—No. ¿Recuerdas los análisis de mineral de hace doce años? Hay filones valiosos en Fría, Logger. Sólo que hay que refinarlo mucho. De lo contrario es muy voluminoso para embarcarlo. Y costaría muchísimo fletar el equipo en una nave. Son máquinas grandes, grandes de veras.

Hilton miró de soslayo a Danvers. El capitán ya estaba púrpura, y apretaba los labios con fuerza.

—Pero... Un momento, Chris. ¿Cómo lo solucionará Transmat? ¿Enviará el mineral en bruto a la Tierra con sus aparatos?

—Según lo que he oído —dijo Christie—, enviarán las máquinas de refinamiento y las instalarán en Fria. Todo lo que necesitan para eso es un transmisor. El campo puede expandirse para transportar cualquier cosa, ¿verdad? ¡Qué demonios, si se puede mover un planeta, teniendo la suficiente energía! El mineral será procesado aquí y el producto refinado será enviado a la Tierra.

—Así que buscan mineral —dijo Danvers en voz baja—. ¿No les interesan los hongos, verdad? Christie movió la cabeza.

—Parece que sí. Me han hecho una oferta. Importante. No puedo rechazarla, y tú no puedes igualarla, capitán. Lo sabes tan bien como yo. Trece dólares la libra.

Danvers refunfuñó. Hilton soltó un silbido.

—No podemos igualarla —dijo—. ¿Pero cómo se las arreglan para pagar tanto?

—Por la cantidad. Mandan todo con los transmisores. Instalan uno en un mundo, y es una puerta abierta en la Tierra..., o en el planeta que se les antoje. Un trabajo solo no les deja mucho margen, pero un millón de trabajos... ¡Y lo acaparan todo! ¿Qué puedo hacer yo, Logger?

Hilton se encogió de hombros. El capitán se levantó bruscamente. Christie miró fijamente la pipa.

—Mira, capitán. ¿Por qué no pruebas con las Secundarias de Orion? He oído que tuvieron una excelente cosecha de eucaliptus...

—Yo lo oí hace un mes —dijo Danvers—. Todo el inundo lo ha oído. Supongo que ya no quedará nada. Además, la vieja dama no aguantaría semejante viaje. Tengo que hacerla reparar pronto, y bien, cuando volvamos al sistema.
Se hizo un silencio. Christie sudaba más que nunca.

—¿Y ese trago? —sugirió—. Quizá se nos ocurra algo.

—Todavía puedo pagarme lo que bebo —le espetó el capitán Danvers, que giró sobre sus talones y se marchó.

—¡Cielo santo, Logger! —dijo Christie—. ¿Qué podría hacer yo?

—No es tu culpa, Chris —dijo Hilton—. Te veré luego, a menos... De todos modos, mejor que siga al capitán. Parece que se dirige a Crepúsculo.

Siguió a Danvers, pero ya había perdido las esperanzas. Dos días más tarde el capitán seguía borracho. En la penumbra de Crepúsculo, Hilton entró en un cobertizo enorme y fresco donde inmensos ventiladores hacían circular el aire caliente y encontró a Danvers, como de costumbre, en una mesa del fondo, con una copa en la mano. Estaba hablando con un canopiano de cabeza diminuta, un ejemplar de raza retrógrada que posee apenas un mínimo de inteligencia. El canopiano parecía recubierto de felpa negra, y los ojos rojos relucían perturbadoramente a través de la pelambre. El también empuñaba una copa. Hilton se ¡es acercó.

—Capitán —dijo.

—Largo —dijo Danvers—. Estoy charlando con este amigo.

Hilton miró al canopiano con severidad y echó el pulgar hacia atrás. La sombra de ojos rojos recogió la copa y se marchó rápidamente. Hilton se sentó.

—Estamos listos para despegar —dijo.

Los ojos legañosos de Danvers parpadearon.

—Me ha interrumpido, oficial. Estoy ocupado.

—Cómprese una caja y termine la juerga a bordo —dijo Hilton— Si no zarpamos pronto la tripulación desertará.

—Que se vayan.

—De acuerdo. Entonces, ¿quién llevará La Cucaracha de vuelta a la Tierra?

—Si volvemos a la Tierra la vieja dama irá a parar a un cementerio de chatarra —dijo furiosamente Danvers—. La CTI no autorizará otro viaje sin una remodelación general.

—Puede pedir un préstamo.

—¡Ja!

Hilton soltó un suspiro áspero y furibundo.

—¿Está suficientemente sobrio como para entenderme? Entonces escuche. Estuve hablando con Saxon...

—¿Quién es Saxon?

—Lo embarcamos subrepticiamente en Venus. Bien, es un...ingeniero de Transmat —Hilton se apresuró a continuar antes que el capitán pudiera replicarle—. Fue un error. Un error de quien le 'reclutó', y nuestro. Transmat respalda a sus hombres. Saxon ha hablado con la gente de Transmat en Fría, y el superintendente me ha visitado; hay problemas en puerta. Una demanda por daños y perjuicios. Pero tenemos una salida... Ninguna hipernave llegará a Fria en muchas semanas y el transmisor de materia no estará terminado hasta dentro de dos meses. Y parece que Transmat va escasa de ingenieros. Si podemos llevar a Saxon a Venus o la Tierra inmediatamente, él se callará. Y no habrá demanda.

—Quizás él se calle... ¿Pero Transmat?

—Si Saxon no firma una queja, ¿qué puede hacer la compañía? —Hilton se encogió de hombros—. Es nuestra única salida.

Los dedos moteados de Danvers juguetearon con la copa.

—Un hombre de Transmat —murmuró—. Aja. Así que volvemos a casa... ¿Y qué? Estamos liquidados —clavó en Hilton una mirada turbia—. Es decir, yo estoy liquidado. Olvidé que usted desertará después de este viaje.

—No desertaré. Mis contratos expiran al terminar cada viaje. ¿Qué quiere que haga yo, de todos modos?

—Haga lo que quiera. Abandonar a la vieja dama. Usted no es un lobo espacial —escupió Danvers.

—Sé cuando llevo las de perder —dijo Hilton—. Cuando se pierde por puntos lo más inteligente es esquivar los golpes, no esperar el knockout. Usted tiene conocimientos técnicos. También podría trabajar para Transmat.

Por un segundo Hilton creyó que el capitán le tiraría la copa en la cara. Luego Danvers se recostó en la silla, y se puso una sonrisa en los labios.

—No debería perder la cabeza por eso —dijo con esfuerzo—. Es la verdad.

—Sí... Bueno, ¿viene conmigo?

—¿La vieja dama está lista para despegar? —preguntó Danvers—. Iré con usted, pues. Pero antes, beba una copa conmigo.

—No tenemos tiempo.

Danvers se levantó con la dignidad de un borracho.

—No me gustan sus ínfulas, oficial. El viaje no ha terminado, todavía. ¡Dije: beba conmigo! Es una orden.

—Oh, está bien, está bien —dijo Hilton—. Un trago, y nos vamos...

—Claro.

Hilton bebió el licor sin degustarlo, y... Sintió demasiado tarde el dolor picante en la lengua. Antes que pudiera incorporarse, el salón penumbroso se replegó sobre él como un paraguas al cerrarse. Mientras perdía el conocimiento comprendió con amargura que acababan de drogarlo como al más tierno de los novatos. Sólo que ese trago lo había servido el capitán. Los sueños eran confusos. Estaba combatiendo con algo, pero no sabía con qué. A veces cambiaba de forma y a veces no estaba allí, pero era siempre enorme y terriblemente poderoso. El tampoco era siempre el mismo. En algunas ocasiones era el joven deslumbrado que se había embarcado en el Saltaestrellas, para zambullirse por primera vez en la Gran Noche. Luego tenía unos años más y era contramaestre. Quería ascender a oficial y estudiaba, a través de los blancos e inmutables días y noches del hiperespacio, los intrincados logaritmos que debe conocer todo buen piloto. Como el caballo que gira y gira alrededor de una noria, caminaba hacia una meta que se le escapaba, que permanecía siempre lejos de su alcance. A veces ni siquiera veía cuál era esa meta; brillaba como el éxito y tal vez lo fuera, pero la meta empezaba a girar antes de que el pusiera la noria en movimiento. En la Gran Noche una voz descarnada le decía:

—Has equivocado el juego, Logger. Hace treinta años habrías tenido un futuro en las hipernaves. Ahora no. Vendrá una nueva ola. Lárgate o ahógate.

Una sombra de ojos rojos se inclinó sobre él. Hilton luchó por emerger del sueño. Sacudió los brazos torpemente y apartó la copa que le acercaban a los labios. El canopiano soltó un grito estridente y áspero. El líquido de la copa formó una esfera brillante en medio del aire. La copa notaba y el canopiano también. Estaban en el hiperespacio. Unas pocas correas sujetaban a Hilton a la cucheta, y comprobó que se trataba de su propia cabina. El mareo y la debilidad, efectos de la droga, se le escurrían en el cerebro. El canopiano chocó contra la pared, empujó con fuerza y regresó disparado hacia Hilton. El oficial se libró de las correas. Estiró la mano y apresó un puñado de pelo negro y sedoso. El canopiano le tiró un zarpazo a los ojos.

—¡Capitán! —chilló—. ¡Capitán Danvers!

El dolor atenaceó la mejilla de Hilton cuando las zarpas del oponente se la hicieron sangrar. Hilton rugió de furia. Lanzó un puñetazo a la mandíbula del canopiano, pero ahora flotaban libremente y el impacto fue ineficaz. Se trenzaron en el aire. El canopiano no cesaba de chillar con su alarido agudo y demente. El picaporte emitió dos chasquidos. Se oyó una voz afuera. Wiggins, el segundo. Hubo un estruendo sordo. Hilton, todavía débil, trataba de alejar al canopiano con golpes espasmódicos. La puerta se abrió de golpe y entró Wiggins.

—¡Dzann! —dijo—. ¡Basta! —y encañonó al canopiano con una pistola propulsora.

Frente a la puerta había un pequeño grupo. Hilton vio a Saxon, el hombre de Transmat, boquiabierto, y a otros miembros de la tripulación que miraban indecisos. De pronto la cara del capitán Danvers apareció detrás de las otras, tensa y convulsa.

—¿Qué ha pasado, señor Hilton? —dijo Wiggins—. ¿Este gato le saltó encima?

Hilton estaba tan acostumbrado a usar la armadura espacial que hasta entonces no había reparado en su presencia. El casco estaba echado hacia atrás, como el de Wiggins y el resto. Se arrancó un lastre del cinturón y lo arrojó a un lado; la reacción lo impulsó hacia una pared, donde aferró una agarradera.

—¿Lo encerraremos en una celda? —preguntó Wiggins.

—Bien, hombres —dijo serenamente Danvers—. Dejadme pasar —se dio impulso para entrar en la cabina de Hilton rodeado de miradas de embarazo y vaga desconfianza, clavadas en él; el capitán las ignoró.

—¡Dzann! —gritó—. ¿Por qué no tienes puesta tu armadura? Póntela. El resto..., a sus puestos. Usted también, señor Wiggins. Yo me encargaré de esto.

Wiggins vaciló. Trató de decir algo.

—¿Qué espera? —le dijo Hilton—. Dígale a Bruno que traiga un poco de café, y ahora márchese —maniobró para sentarse en la cucheta, viendo por el rabillo del ojo que Wiggins y los demás se retiraban. Dzann, el canopiano, había tomado un traje del rincón y forcejeaba torpemente para ponérselo. Danvers cerró cuidadosamente la puerta, investigando la cerradura estropeada.

—Hay que hacerla arreglar —murmuró—. No quiero cosas rotas a bordo —encontró una agarradera y se detuvo frente al primer oficial, los ojos fríos y vigilantes, la cara fatigada y todavía tensa.

Hilton buscó un cigarrillo.

—La próxima vez que su gato me salte encima lo perforaré de lado a lado —prometió.

—Lo aposté aquí para vigilarle a usted, por si acaso —dijo Danvers—. Para que le cuidara si sufríamos algún accidente o corríamos peligro. Le enseñé cómo cerrarle el casco y abrir el oxígeno.

—¿Y cree que un canopiano imbécil se iba a acordar? —dijo Hilton—. También le dijo que me mantuviera drogado —tendió la mano hacia la esfera líquida y brillante que flotaba cerca y la palpó con el índice; probó la bebida—. Claro. Vakheesh. Eso es lo que puso en mi copa en Fria. ¿Qué tal si suelta la lengua, capitán? ¿Qué hace este canopiano a bordo?

—Lo he contratado —dijo Danvers.

—¿Para qué? ¿Supervisor de carga? Danvers respondió con voz neutra. Miraba a Hilton de hito en hito.

—Camarero.

—Ya veo. ¿Qué le ha dicho a Wiggins? Sobre mí, quiero decir.

—Le he dicho que usted estaba ñipado —sonrió el capitán Danvers—. Era cierto, por otra parte.

—Pero ya no —replicó Hilton con exasperación—. ¿Qué tal si me cuenta dónde estamos? De todos modos, puedo averiguarlo. Puedo pedirle las ecuaciones a Ts'ss y establecer las coordenadas. ¿Estamos en M—75—L?

—No. Estamos navegando en otro nivel.

—¿Hacia dónde?

—No conozco el nombre —chilló el canopiano—. No tiene nombre. Tiene un sol doble.

—¡Está loco de remate! —Hilton miró ceñudamente al capitán—. ¿Ha puesto rumbo hacia un sistema binario? Danvers seguía sonriendo.

—Así es. No sólo eso... Además, vamos a aterrizar en un planeta que está a unos cincuenta mil kilómetros de los soles.

Hilton abrió la mampara corrediza y observó el vacío blanco.

—A menos distancia que Mercurio del Sol. No podrá hacerlo. ¿Qué tamaño tienen las estrellas? Danvers se lo dijo.

—De acuerdo. Es un suicidio. Usted lo sabe. La Cucaracha no aguantará.

—La vieja dama puede aguantar todo lo que le ofrezca la Gran Noche.

—Esto no. Pudo haber regresado a la Tierra y descender en la Luna... Pero usted la lleva a una máquina trituradora.

—Todavía recuerdo mis lecciones de astrogación —dijo Danvers—. Saldremos del hiperespacio con el planeta entre nosotros y las estrellas primarias. Descenderemos con la atracción.

—Hechos pedazos —convino Hilton—. Lástima que no me ha mantenido ñipado. Si se queda callado y quieto, cambiaremos el rumbo y volveremos sanos y salvos a la Tierra. Pero si se pone difícil habrá un motín y lo denunciaré al Almirantazgo.

El capitán hizo un ruido que sonó como una carcajada.

—De acuerdo —dijo—, proceda a su gusto. Échele una ojeada a las ecuaciones. Si me necesita, estoy en mi cabina. Vamos, Dzann.

Se alejó por el pasadizo con el canopiano tras de él, como una sombra. Siguiendo a Danvers, Hilton se topó con Bruno, que le traía el café. El primer oficial gruñó, tomó la taza cubierta y sorbió el líquido con la destreza de alguien muy acostumbrado a condiciones antigravitatorias. Bruno le observó.

—¿Todo bien, señor? —preguntó el cirujano-cocinero.

—Sí. ¿Por qué no?

—Bueno..., los hombres están inquietos.

—¿Por qué?

—No sé, señor. Usted nunca... Usted siempre ha dirigido los despegues, señor. Y ese canopiano... A la gente no le cae bien. Todos piensan que hay problemas.

—¿Ah, sí? —dijo sombríamente Hilton—. Ya les pondré en claro las ideas cuando empiece la guardia nocturna. Hablan demasiado.

Miró ceñudamente a Bruno y siguió hacia la puerta de control. Aunque al capitán le había hablado de motín, era demasiado veterano como para llevar a todos a situación tan extrema. Había que mantener la disciplina, aun cuando el capitán Danvers pareciera haberse vuelto loco. Ts'ss y Saxon manejaban los controles. El selenita le miró de soslayo con los ojillos brillantes, pero la máscara impasible bajo el filtro de audio no reveló ninguna expresión. Saxon, en cambio, se volvió y se puso a hablar con excitación.

—¿Qué ha sucedido, señor Hilton? Algo va mal. Ya tendríamos que estar preparando el descenso en la Luna. Pero no es así. No entiendo lo bastante sobre estas ecuaciones para cotejarlas, y Ts'ss no me cuenta una palabra.

—No hay nada que contar —dijo Ts'ss. Hilton tendió la mano y recogió una carpeta de cifras en código.

—Cierra el pico —le dijo distraídamente a Saxon—. Quiero concentrarme en esto.

Estudió las ecuaciones. Leyó la muerte en ellas. Logger Hilton entró en la cabina del capitán, se apoyó de espaldas contra la pared y le soltó una sarta de maldiciones en voz baja. Cuando hubo concluido, Danvers le sonrió.

—¿Es todo? —preguntó.

Hilton se volvió al canopiano, agazapado en un rincón y aflojándose furtivamente las correas del traje espacial.

—Eso iba también para ti, minino —le dijo.

—Dzann no se ofuscará —dijo Danvers—. El seso no le da para enfadarse por un insulto. ¿Todavía piensa amotinarse y poner rumbo a la Tierra?

—Ya no —dijo Hilton, y con airada paciencia se puso a enumerar ¡os problemas con los dedos—. No podrá pasar de un hiperplano al otro sin caer primero en el espacio ordinario para cobrar impulso. Si regresáramos al espacio normal, el impacto podría hacer trizas a La Cucaracha. Estaríamos en trajes, flotando en el espacio a cien millones de kilómetros del planeta más cercano. En este momento navegamos en una híper corriente veloz que parece conducir al confín del universo.

—Hay un planeta a mano —dijo Danvers.

—Claro. El que está a cincuenta mil kilómetros de una primaria doble. Y nada más.

—¿Y bien? Suponga que sufrimos un accidente. Podemos hacer las reparaciones una vez que descendamos en un planeta. Podemos conseguir los materiales necesarios. En el espacio es imposible. Sé que aterrizar en ese mundo nos dará menuda faena... Pero es eso o nada, ahora.

—¿Qué se propone?

—Este canopiano, Dzann, hizo un viaje hace seis años. Una hipernave sin itinerario fijo.

Los controles se atascaron y el cascajo ponía rumbo hacia afuera. Hicieron un aterrizaje de emergencia justo a tiempo. Escogieron un planeta que había sido detectado y registrado en los mapas, pero nunca visitado. Allí hicieron las reparaciones, y luego volvieron a las rutas comerciales. Pero había un fulano a bordo, un terráqueo que le tenía cariño a Dzann. El fulano era listo, y creo que había estado involucrado en el tráfico de drogas. No mucha gente conoce el paraine por el aspecto, pero este tío sí. No le dijo nada a nadie. Tomó muestras con el propósito de juntar dinero, contratar una nave y fletar un cargamento. Pero le acuchillaron en un tugurio de Caliste. No murió inmediatamente, de todos modos. Y simpatizaba con Dzann. Así que le pasó a Dzann toda la información.

—¿A ese retardado? —dijo Hilton—. ¿Cómo podría recordar el rumbo?

—Eso es algo que los canopianos pueden recordar. Quizá sean lentos de entendederas, pero son buenos matemáticos. Es el único talento que poseen.

—Para él ha sido un buen modo de conseguir unos tragos gratis y un empleo —dijo Hilton.

—No. Me ha dejado ver las muestras. Conozco un poco su lengua, y por eso me confió su secreto cuando estábamos en Fria. Bien, entonces aterrizaremos en ese planeta sin nombre y cargaremos una partida de paraine. Repararemos a la vieja dama, si es necesario.

—¡Oh, lo será!

—Y después, regresaremos.

—¿A la Tierra?

—Creo que a Sueno. El aterrizaje será más fácil.

—Y ahora le preocupan los aterrizajes... —comentó el oficial, socarrón—. Bien, supongo que no podré impedirlo de ningún modo. Después de este viaje me largo. ¿Cuál es la cotización actual del paraine?

—Cincuenta dólares la libra. En el Centro Médico, si a eso se refiere.

—Mucho dinero —dijo Hilton—. Con esas ganancias podrá comprar una nueva nave y aun guardar unos ahorros para divertirse.

—Usted tendrá su parte.

—De todos modos me largo.

—No, hasta que termine este viaje —dijo Danvers—. Es usted el primer oficial de La Cucaracha —rió—. Un lobo del espacio se guarda muchos trucos en la manga... Y tengo mucha más experiencia que usted.

—Claro —dijo Hilton—. Es usted listo. Pero ha olvidado a Saxon Ahora le demandará, respaldado por Transmat. Danvers se encogió de hombros.

—Ya pensaré algo. Es su turno de guardia, oficial. Nos quedan doscientas horas para hablar, antes de salir del hiperespacio. Hasta luego.

Cuando Hilton salió, el capitán reía. En doscientas horas pueden pasar muchas cosas. Hilton debía encargarse de que no pasaran. Afortunadamente, su reaparición había calmado a la tripulación; las desavenencias en la oficialidad les huele a problemas. Pero con Hilton trabajando a bordo de La Cucaracha con el aire casual y seguro de siempre, hasta Wiggins, el segundo oficial, se sentía mejor. Aun así, era evidente que no se dirigían a la Tierra. Estaban tardando demasiado. El único problema real era Saxon, y Hilton podía controlarlo. Aunque no sin dificultades. Casi había terminado en una confrontación, pero estaba acostumbrado al mando y finalmente se las arregló para imponerse. Insatisfecho pero más aplacado, Saxon se calló la boca a regañadientes. Hilton le llamó de nuevo.

—Haré todo lo que pueda por ti, Saxon. Pero ahora estamos en la Gran Noche. No estás en espacio civilizado. Y no olvides que el capitán sabe que eres hombre de Transmat y que te detesta. En una hipernave, la palabra del Viejo es ley. Así que, por tu propio bien, mira por dónde caminas.

Saxon captó la indirecta. Palideció ligeramente, y después de eso hizo lo posible por evitar al capitán. Hilton trajinaba examinando La Cucaracha una y otra vez. En el hiperespacio no era posible hacer reparaciones externas, pues no había gravedad y las leyes físicas ordinarias no tenían validez. Los zapatos magnéticos, por ejemplo, no funcionaban. Sólo dentro de la nave había seguridad. Y esa seguridad era ilusoria, pues los vaivenes bruscos del columpio espacial podían desintegrar La Cucaracha en segundos. Hilton exigió la colaboración de Saxon. Quería no sólo colaboración técnica, también deseaba mantenerle ocupado. Así que ambos trabajaron con frenesí improvisando sistemas que pudieran darle a la nave lo máximo de fuerza auxiliar. La torsión, la presión y la tensión fueron estudiadas, se analizó el diseño del navío, y las aleaciones estructurales fueron analizadas con rayos X. Encontraron algunas fallas —La Cucaracha era una dama muy vieja—, pero eran menos de las que Hilton esperaba. Al fin, el trabajo principal consistió en arrancar particiones y mamparas y utilizarlas como refuerzo extra. Pero Hilton sabía, y Saxon concordaba con él, que no sería suficiente para amortiguar la conmoción inevitable. Había una solución posible. Sacrificaron el sector de popa. Era posible, aunque corrían una carrera contra el tiempo. Las cuadrillas arrancaron sin piedad vigas de popa y las trasladaron adelante para soldarlas, de tal modo que la mitad delantera de la nave quedara tremendamente fortificada y aislada, mediante resistentes paredes herméticas, de la esquelética mitad trasera. Por último, Hilton hizo inundar esa mitad con agua manufacturada, para favorecer el efecto de amortiguación. A Danvers no le gustó, desde luego. Pero tuvo que ceder. Después de todo, Hilton mantenía el rumbo que él había indicado, pese a lo riesgoso que era. Si La Cucaracha logra sobrevivir, será gracias a Hilton. Pero Danvers guardó un silencio huraño, encerrado en su cabina.

Hacia el final, Hilton y Ts'ss estaban solos en la sala de control, mientras Saxon, que se había interesado en el trabajo por el trabajo mismo, supervisaba las últimas tareas de refuerzo. Hilton, tratando de encontrar el nivel hiperespacial adecuado para volver a la Tierra después de cargar el paraine, se equivocó con una cifra y maldijo con furia en voz baja. Oyó que Ts'ss reía discretamente y se volvió hacia el selenita.

—¿Qué es lo que encuentras gracioso? —preguntó.

—En realidad, no es gracioso, señor —dijo Ts'ss—. Tiene que haber gente como el capitán Danvers, en todas las cosas importantes.

—¿A qué viene esa cháchara? —preguntó Hilton con curiosidad.

Ts'ss se encogió de hombros.

—El motivo por el que yo sigo embarcándome en La Cucaracha es que yo puedo ser útil y eficiente a bordo, y los planetas ya no sirven para los selenitas. Hemos perdido nuestro último mundo. Murió hace mucho tiempo. Pero todavía recuerdo las viejas tradiciones de nuestro Imperio. Si una tradición adquiere grandeza, es gracias a los hombres que la respaldan. Esa es la causa de la grandeza. Y por eso las híper naves llegaron a significar algo, señor Hilton. Hubo hombres que vivieron y respiraron las hipernaves. Hombres que adoraron las hipernaves como otros adoran dioses. Los dioses caen, pero unos pocos hombres siguen adorando en los viejos altares. No pueden cambiar. Si fueran capaces de cambiar, no serían la clase de hombres que engrandece a sus dioses.

—¿Has estado quemando paraine? —preguntó Hilton con desagrado; le dolía la cabeza y no quería argumentar en favor del capitán.

—No son delirios de drogadicto —dijo Ts'ss—. ¿Qué me dice usted de las tradiciones caballerescas? Nosotros hemos tenido al emperador Chyra, que luchó por...

—He leído sobre Chyra. Era un 'rey Arturo' selenita...

Ts'ss cabeceó lentamente sin dejar de mirar a Hilton con sus ojazos.

—Exacto. Un instrumento que fue útil en su tiempo porque sirvió a su causa con una dedicación exclusiva. Pero cuando esa causa murió, a Chyra, como a Arturo, no le quedaba más que morir también. Sin embargo continuó sirviendo a su dios hasta su propia muerte, sin creer que había caído. La gente como Danvers nunca creerá que las hipernaves han terminado. Las defenderá hasta su muerte. Esos hombres engrandecen sus causas, pero cuando sobreviven a la causa se convierten en figuras trágicas.

—Bien, yo no estoy tan chiflado —gruñó Hilton—. Entraré en otro juego. Transeat o algo por el estilo. Tú eres técnico. ¿Por qué no vienes conmigo después de este viaje?

—Me gusta la Gran Noche —dijo Ts'ss—. Y no tengo un mundo propio, un mundo viviente. No hay razones para que yo busque el éxito, señor Hilton. En La Cucaracha puedo hacer lo que quiero. Pero lejos de la nave veo que la gente no simpatiza con los selenitas. Somos demasiado pocos para infundir respeto o afecto. Y yo soy muy viejo, usted lo sabe...

Perplejo, Hilton miró fijamente al selenita. No había modo de detectar los signos de la vejez en los seres aracnoides. Y ellos sabían siempre, con precisión infalible, cuánto vivirían. Podían predecir el momento exacto de la muerte. Bien, pero él no era viejo. Y no era un lobo espacial como Danvers. No defendía causas perdidas. No había nada que le fuera a atar a las hipernaves después de este viaje...si logra sobrevivir. Sonó una señal. El estómago de Hilton brincó y se congeló, aunque el oficial esperaba este momento desde hacía horas. Buscó un micrófono.

—¡Puestos de segundad! ¡A cerrar los cascos! ¡Saxon, tu informe!

—Todo el trabajo terminado, señor Hilton —dijo la voz de Saxon, tensa pero firme.

—Sube aquí. Tal vez te necesite. Llamada general: voz de alerta. A aferrarse bien. Estamos entrando.

Claro que tenía aguante esa vieja dama. Había tocado mil mundos y navegado más kilómetros de hiperespacio de los que podía contar un hombre. Algo se le había pegado en la Gran Noche, algo más fuerte que los remaches de metal y las aleaciones duras. Llamémosle alma, aunque nunca haya habido una máquina que tuviera alma. Pero desde que la primera balsa con troncos se lanzó a los mares encrespados los hombres han sabido que las naves de algún modo adquieren un alma. Brincaba como una pulga. Corcoveaba como un caballo desbocado. Los puntales y columnas chirriaban y rechinaban, y los pasadizos resonantes se poblaban de crujidos y gruñidos disonantes mientras el metal cedía bajo una tensión brutal. Por los motores circulaba demasiada energía. Pero la destartalada vieja dama resistía y seguía adelante, sacudiéndose, protestando, conservándose entera, de alguna manera...

El columpio franqueaba el abismo entre dos tipos de espacio, y La Cucaracha se zambulló frenéticamente cuesta abajo, una indignidad para una vieja dama que a esa edad debía estar bogando serenamente por el vacío... Pero primero era una hipernave, y después, una dama. Saltó al espacio normal. El capitán había calculado bien. El sol doble no estaba a la vista porque lo eclipsaba el único planeta, pero la atracción de esa monstruosa estrella gemela palmeó a La Cucaracha como la mano titánica de un gigante, y la impuso hacia adelante con una fuerza irresistible. No hubo tiempo para nada, salvo para apretar unos pocos botones. Los poderosos reactores llamearon desde el casco de La Cucaracha. El impacto sacudió a cada hombre de a bordo. Ningún observador lo vio, pero los registradores automáticos grabaron lo que sucedió entonces. La Cucaracha dio contra lo que era prácticamente una pared de piedra. Y ni siquiera eso pudo detenerla, aunque la frenó lo suficiente como para darle un mínimo de seguridad, y ella bajó la popa y se estrelló en el planeta sin nombre con todas las toberas traseras gallardamente encendidas. Los compartimientos inundados amortiguaron el golpe y una parte de ella que no era plástico ni metal le permitió resistir aun ese martillazo que le asestaba un mundo. El aire se escurrió siseando hacia una atmósfera menos densa y se disipó. El casco quedó medio derretido. Las toberas de los reactores estaban fundidas en una docena de lugares. La popa era picadillo. Pero todavía era una nave. Efectuar la carga fue asunto de rutina.

Los hombres habían visto demasiados planetas extraños para prestarle a éste demasiada atención. No había aire respirable, de modo que los tripulantes trabajaban en trajes espaciales, salvo tres que habían sufrido lesiones al aterrizar y estaban en la enfermería, en una atmósfera renovada dentro de los compartimientos sellados de la nave. No había muchos de ellos. La Cucaracha era una dama vieja y achacosa, y sólo podían dársele primeros auxilios. Danvers en persona se encargó de atenderla. La Cucaracha le pertenecía, y mantuvo ocupada a la mitad de la tripulación abriendo las toberas selladas por el calor, haciendo reparaciones improvisadas y poniendo a la nave en condiciones relativamente aceptables. Permitió a Saxon trabajar como jefe de cuadrilla, para aprovechar los conocimientos del ingeniero, aunque cada vez que veía al hombre de Transmat se le endurecían los ojos. En cuanto a Hilton, salió con la otra mitad de la tripulación para recoger el paraine. Emplearon cosechadoras al vacío, por lo que debieron arrastrar largos y flexibles tubos de transporte hasta la sentina de La Cucaracha, y les llevó dos semanas de duros esfuerzos completar la carga. Pero para entonces la nave estaba abarrotada de paraine, las reparaciones estaban terminadas, y Danvers había programado el curso a Sueno. Hilton estaba sentado en la sala de control con Ts'ss y Saxon. Abrió un compartimiento de la pared, miró adentro y volvió a cerrarlo. Luego le hizo una seña a Saxon.

—El capitán no ha cambiado de opinión. Nuestro próximo puerto es Sueno —dijo—.Nunca estuve allí.,.

—Yo sí —dijo Ts'ss—. Más tarde le diré cómo es. Saxon bufó con irritación.

—Entonces has de saber cuál es la atracción gravitatoria, Ts'ss. Yo tampoco nunca estuve allí. He buscado el dato en los libros. Casi todos son planetas gigantes. No se puede salir del hiperespacio al espacio normal después de haber alcanzado el radio. No hay plano de eclíptica en ese sistema. Es una locura. Hay que planear un rumbo errático hacia Sueno, e ir luchando constantemente contra las variantes de gravedad de una docena de planetas. Y para colmo, hay que tener en cuenta la atracción de la estrella. Usted sabe que La Cucaracha no lo logrará, señor Hilton.

—Sé que no lo logrará —dijo Hilton—. Hasta ahora hemos abusado de nuestra suerte, pero pedir más sería suicida. Simplemente no resistirá otro viaje. Estamos varados aquí. Pero el capitán se niega a creerlo.

—Está loco —dijo Saxon—. Conozco el límite de resistencia de una máquina, se puede deducir matemáticamente. Esta nave es sólo una máquina. ¿O está usted de acuerdo con el capitán Danvers? ¡Tal vez usted piensa que está viva!

Saxon estaba olvidando la disciplina, pero Hilton entendían que todos sufrían una tensión muy fuerte.

—No, claro que es una máquina —dijo simplemente—. Y ambos sabemos que se le ha exigido demasiado. Si vamos a Sueno... —completó la frase con un ademán significativo.

—El capitán Danvers dice Sileno —murmuró Ts'ss—. No podemos amotinarnos, señor Hilton.

—Nuestra mejor posibilidad es ésta: entrar de algún modo en el hiperespacio —decía Hilton—, seguir la corriente y salir como sea. Pero después, se acabó. La atracción gravitatoria de cualquier sol o planeta nos hará pedazos. El problema es que los únicos mundos con instalaciones para reparar La Cucaracha son los grandes. Si no hacemos esa reparación, estamos fritos. Sin embargo, Saxon, hay una salida: descender en un asteroide.

—¿Por qué?

—Hay menos inconvenientes. No hay gravedad digna de mención. Sin duda que no podremos pedir ayuda por radio, pues las señales tardarían años en llegar a quienquiera. Sólo podremos llegar rápido a través del hiperespacio. Ahora bien, ¿tendrá instalada Transmat alguna estación en algún asteroide?

Saxon abrió la boca y la cerró.

—Sí. Hay una apropiada, en el sistema Rigel. Lejos de la estrella primaria. Pero no entiendo. El capitán Danvers no lo aceptaría.

Hilton abrió el compartimiento de la pared. Se filtró un humo gris.

—Esto es paraine —dijo—. El humo es soplado en la cabina del capitán a través del conducto de ventilación. El capitán estará drogado hasta que aterricemos en ese asteroide de Rigel, Saxon.

Hubo un breve silencio. De pronto Hilton cerró el panel de un portazo.

—Hagamos planes —dijo—. Cuanto antes lleguemos al puerto de Rigel, antes regresaremos a la Tierra..., vía Transmat.

Curiosamente, fue Saxon quien vaciló.

—Señor Hilton, aguarde. Transmat... Ya sé que yo trabajo para la empresa, pero son gente astuta, hombres de negocios. Hay que pagar mucho para usar los transmisores de materia.

—¿Pueden transmitir una hipernave, verdad? ¿O es demasiado grande...

—No, pueden expandir el campo enormemente. Pero no me refería a eso. Es el pago que exigirán. Aprovecharán la situación. Tendrá que cederles por lo menos la mitad de la carga.

—Todavía nos quedará bastante para las reparaciones.

—Pero ellos querrán saber de dónde vino el paraine, Y usted estará entre la espada y la pared. Al fin no le quedará otro remedio que decirles. Y eso significará la instalación de una estación de Transmat en este mundo.

—Supongo que sí —dijo serenamente Hilton—. Pero la vieja dama estará nuevamente en condiciones de navegar. Cuando el capitán vea después de los arreglos comprenderá que era la única salida. Así que manos a la obra.

—Recuérdeme que le hable de Sueno —dijo Ts'ss.

La Estación Lunar de Reacondicionamiento es enorme. Han techado un cráter con una cúpula transparente, y abajo yacen las hipernaves en sus plataformas. Llegan destartaladas y rotas, y parten limpias y brillantes y fuertes, de nuevo preparadas para la Gran Noche. La Cucaracha descansaba allí. Ya no era la ruina quejumbrosa que había descendido en el asteroide de Rigel sino una dama atractiva, flamante y hermosa. Arriba, Danvers y Hilton miraban reclinados contra la baranda. El oficial comentó ociosamente:

—Está lista para zarpar. Y hasta tiene buen aspecto...

—No gracias a usted, oficial.

—¡Basta con eso! —dijo Hilton—. Si yo no le hubiera drogado a usted, estaríamos muertos y La Cucaracha estaría notando hecha trizas en el espacio. Mírela ahora.

—Sí. Bien, tiene buen aspecto de veras. Pero no volverá a llevar más cargamentos de paraine. Ese filón era mío. Si usted no le hubiera cantado la ubicación a Transmat, estaríamos salvados —Danvers torció la boca—. Ahora están instalando una estación de Transmat allá; una hipernave no puede competir con un transmisor de materia.

—Hay más de un mundo en la galaxia.

—Claro, claro —pero a Danvers le brillaban los ojos al mirar hacia abajo.

—¿Adonde irá, capitán? —preguntó Hilton.

—¿Qué le importa a usted? ¿Aceptará ese trabajo en Transmat, no?

—No le quepa la menor duda. En cinco minutos me encontraré con Saxon. De hecho, iremos a firmar los contratos. Para mí se acabó el espacio profundo. Pero..., ¿adonde irá usted?

—No sé —dijo Danvers—. Pensaba dar una vuelta por Arcturus, a ver qué hay de nuevo.

Hilton no se movió por un rato. Luego habló sin mirar al capitán.

—¿No pensará parar después en Canis, verdad?

—No.

—Miente.

—Vaya a su cita —dijo Danvers. Hilton observó la gran hipernave.

—La vieja dama siempre ha sido un navío bonito y limpio. Nunca equivocó su camino. Siempre siguió una trayectoria recta. Sería bastante malo que tuviera que trasladar esclavos de Arcturus al mercado de Canis. Es ilegal, por supuesto, pero no es eso lo que cuenta. Es un negocio sucio, inmundo.

—¡No le he pedido consejos, oficial! —rugió Danvers—. ¡Nadie ha hablado de traficar esclavos!

—Y supongo que tampoco pensaba descargar el paraine en Sueno, En el Centro Médico se puede conseguir un buen precio, pero se puede sextuplicar en el mercado de drogas de Sueno. Sí, me lo dijo Ts'ss. El estuvo en Sueno.

—Oh, cállese la boca —dijo Danvers.

Hilton echó la cabeza hacia atrás para escrutar— la vasta negrura más allá de la cúpula.

—Aún si pierde la pelea, es mejor pelear limpio —dijo—. ¿Sabe en qué terminaría todo esto?

Danvers miró también hacia arriba. Al parecer, veía algo que no le gustaba.

—¿Cómo se podría competir con Transmat? —preguntó—. Hay que sacar ganancias de algún fado...

—Hay un modo fácil y sucio, y hay otro limpio, pero difícil. La vieja dama tiene una historia intachable.

—Usted no es un lobo del espacio. Nunca lo fue. ¡Déjeme en paz! Tengo que contratar una tripulación.

—Escuche... —dijo Hilton, y se interrumpió—. Ah, váyase al demonio. Para mí se acabó.

Volvió la espalda y se alejó por el largo corredor de acero. Ts'ss y Saxon estaban bebiendo whisky con soda en el Cuarto Menguante. Por los ventanales se veía el pasaje cubierto que conducía a la Estación de Reacondicionamiento, y más allá las rocas del borde de un cráter, con el trasfondo de la oscuridad constelada de estrellas. Saxon miró el reloj.

—No vendrá —dijo Ts'ss.

El hombre de Transmat sacudió los hombros con impaciencia.

—No. Te equivocas. Desde luego, entiendo por qué quieres quedarte en La Cucaracha.

—Sí, soy viejo. Esa es una razón.

—Pero Hilton es joven, y es listo. Tiene un gran futuro por delante. Esa tontería de apegarse a un ideal... Bien, puede que el capitán Danvers sea así, pero Hilton no. No está enamorado de las hipernaves.

Ts'ss hizo girar la copa lentamente entre los extraños dedos.

—En una cosa te equivocas, Saxon. No me embarcaré en La Cucaracha.

Saxon le miró sorprendido.

—Pero creí que... ¿Por qué no?

—Moriré dentro de mil horas terrestres —dijo Ts'ss en voz baja—. Cuando llegue el momento, bajaré a las cavernas selenitas. No muchos saben que existen, y sólo unos pocos de nosotros conocemos las cavernas secretas, los recintos sagrados de nuestra raza. Pero yo las conozco. Iré a morir allí, Saxon. Cada hombre tiene una obsesión que le domina, y a mí...me ocurre lo mismo. Debo morir en mi propio mundo. En cuanto al capitán Danvers, él sigue su causa, corno nuestro emperador Chyra y vuestro rey Arturo.

Los hombres como Danvers engrandecen las hipernaves. Ahora la causa ha muerto, pero los hombres que le dieron grandeza no pueden cambiar de actitud. Si les fuera posible, nunca habrían surcado la galaxia en sus naves. Así que Danvers se quedará con La Cucaracha y Hilton...

—¡El no es un fanático! No se quedará. ¿Por qué habría de hacerlo?

—En nuestras leyendas, el emperador Chyra estaba arruinado, y su imperio desmoronado —dijo Ts'ss—. Pero siguió luchando. Hubo uno que luchó a su lado, aunque no creía en la causa de Chyra. Un selenita llamado Jailyra. ¿No había en vuestras leyendas un tal Lanzarote? El tampoco creía en la causa de Arturo. Y no lo abandonó. Sí, Saxon. Están los fanáticos que luchan por lo que creen, pero están también los otros, los que no creen, y que luchan en nombre de una causa menor. Algo llamado amistad.

Saxon rió y señaló los ventanales.

—Te equivocas Ts'ss —dijo con aire triunfal—. Hilton no es tonto. Allí viene.

La forma alta de Hilton avanzaba rápidamente por el pasadizo. Cruzó frente al ventanal y desapareció. Saxon se volvió hacía la puerta. Hubo una pausa.

—O tal vez no sea una causa menor —dijo Ts'ss—. Pues el Imperio Selenita pasó, y la corte de Arturo pasó, y las hipernaves pasarán. La Gran Noche siempre termina engulléndolo todo. Desde el comienzo ha sido así.

—¿Qué?

Esta vez fue Ts'ss quien señaló. Saxon se acomodó para observar. A través del ángulo de la ventana podía ver a Hilton, de pie e inmóvil en la rampa, indiferente a los peatones que circulaban alrededor. Estaba alterado y no sabía por qué. Vieron su expresión de incertidumbre en la cara. De pronto le vieron reanimarse. Hilton sonrió hoscamente para sí mismo. Había tomado una decisión. Giró sobre los talones y volvió rápidamente sobre sus pasos, Saxon observaba la espalda ancha alejarse hacia la Estación de Reacondicionamiento donde esperaban Danvers y La Cucaracha. Hilton volvía por donde había venido, a lo que en realidad nunca había abandonado.

—¡Ese imbécil! —dijo Saxon—. ¡No puede hacer esto! ¡Nadie rechaza una oferta de Transmat!

Ts'ss le dirigió una mirada plácida e impasible.

—Eso crees tú —dijo—. Transmat necesita hombres como tú, para engrandecerla..., para hacerla crecer. Eres un hombre afortunado, Saxon. La corriente te favorece. De aquí en cien o doscientos años más quizás estarás en la misma situación de Hilton. Entonces comprenderás.

Saxon parpadeó.

—¿A qué te refieres?

—Transmat está creciendo ahora —dijo suavemente el selenita—. Será muy grande gracias a hombres como tú. Paro también para Transmat llegará el fin.

Hizo un ademán de indiferencia, y los ojos inhumanos y facetados miraron más allá del borde del cráter, hacia los puntos de luz titilantes que por el momento parecían contener la Gran Noche.

Henry Kuttner (1915-1958)




Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner.


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El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner: La gran noche (The Big Night), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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