«El diablo y el mar profundo»: Rudyard Kipling; relato y análisis.
El diablo y el mar profundo (The Devil and the Deep Sea) es un relato victoriano del escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936), publicado originalmente en la edición de Navidad de 1895 de la revista The Graphic, y luego reeditado en la antología de 1898: El día de trabajo (A Day's Work).
El diablo y el mar profundo, uno de los cuentos de Rudyard Kipling más ingeniosos, relata la historia de un barco de carga involucrado en actividades de pesca ilícita de perlas, el cual es capturado por las autoridades locales en la región que actualmente forma parte de Indonesia. La tripulación, después de muchos sobresaltos, finalmente logra escapar gracias a la experiencia del ingeniero del barco.
El diablo y el mar profundo de Rudyard Kipling utiliza muchos detalles técnicos, sobre todo en la parte en donde la tripulación logra reconstruir los motores de la nave, a tal punto que muchos sostienen que ese esquema se corresponde bastante bien con los primeros ejemplos de la ciencia ficción de la época, aunque en este caso se trate de maquinaria perfectamente conocida.
El diablo y el mar profundo.
The Devil and the Deep Sea, Rudyard Kipling (1865-1936)
Su nacionalidad era británica, pero no encontrará su bandera de armador en la lista de nuestra Marina Mercante. Era un barco de carga movido a hélice y aparejado como una goleta de hierro y novecientas toneladas que exteriormente no se diferenciaba en nada de cualquier otro vapor volandero que recorriera los mares. Pero con los vapores sucede lo mismo que con los hombres. Hay quienes a cambio de una retribución navegan extremadamente cerca de los malos vientos; y en el actual estado de decadencia del mundo esas personas y esos vapores tienen su utilidad. Desde el momento en que el Aglaia fue botado en el Clyde —nuevo, brillante e inocente, con un litro de champán barato goteando por la tajamar—, el destino y su propietario, que también era el capitán, decretaron que tuviera tratos con cabezas coronadas en situación apurada, presidentes fugitivos, financieros de una capacidad que traspasaba los límites establecidos, mujeres para las que resultaba imperativo un cambio de aires y potencias menores en el campo del incumplimiento de la ley.
Su carrera le condujo a veces a los Tribunales del Almirantazgo, donde las declaraciones juradas de su patrón llenaron de envidia a sus hermanos. El marino no puede decir ni cometer mentiras frente al mar, ni enfrentarse equivocadamente a una tempestad; pero tal como han descubierto los abogados, compensa las oportunidades perdidas cuando regresa a tierra firme con una declaración jurada en cada mano.
El Aglaia figuró con distinción en el importante caso de salvamento del Mackinaw. Fue la primera vez que se apartó de la virtud y aprendió a cambiar de nombre, aunque no de corazón, y a atravesar corriendo los mares. Con el nombre de Guiding Light fue muy buscado en un puerto de Sudamérica por la pequeñez de haber entrado en él a toda máquina colisionando con un pontón de carbón y con el único buque de guerra del Estado. Regresó al mar sin más explicaciones a pesar de que desde tres fuertes le estuvieron disparando durante media hora. Como el Julia M’Gregor estuvo implicado en el acto de haber recogido de una balsa a determinados caballeros que deberían haber permanecido en Numea, pero que prefirieron desagradar a las autoridades de otra esquina del mundo.
Y como el Shah-in-Shah había sido pillado infraganti en mar abierta, indecentemente repleto de munición bélica, por el guardacostas de una inquieta potencia en problemas con su vecino. Esa vez casi se hunde, y su casco acribillado permitió obtener grandes beneficios a abogados eminentes de los dos países. Una estación más tarde reapareció como el Martin Hunt, pintado de un color pizarra apagado, con la chimenea de azafrán puro y los botes de azul de huevo de golondrina, dedicado al comercio en Odessa hasta que le invitaron (y no se podía rechazar la invitación) a mantenerse alejado total mente de los puertos del Mar Negro.
Había navegado sobre muchas olas de depresión. Las cargas podían desaparecer de la vista, los sindicatos de marinos arrojar llaves y tuercas contra los capitanes, y los estibadores unir sus fuerzas a los anteriores hasta que la carga perecía en el muelle; pero el barco de los múltiples nombres iba y venía atareado, alerta, pero siempre disimuladamente. Su patrón no se quejaba de los tiempos difíciles, y los oficiales portuarios observaban que su tripulación firmaba una y otra vez con la regularidad de los contramaestres de los vapores trasatlánticos. Cambiaba de nombre según lo exigiera la ocasión; pero su tripulación, bien pagada, no cambiaba nunca; y un amplio porcentaje de los beneficios de sus viajes se gastaba con mano generosa en la sala de máquinas. Nunca molestaba a los aseguradores marítimos, y raras veces se de tenía para hablar con un puesto de avisos sobre cargamentos, pues su negocio era urgente y privado.
Pero su comercio llegó a su fin y fue así como pereció. Una paz duradera se extendió sobre Europa, Asia, África, América, Australasia y Polinesia. Las potencias trataban unas con otras más o menos honestamente; los bancos pagaban a sus depositarios; los diamantes de precio llegaban con seguridad a las manos de sus propietarios; las repúblicas estaban contentas con sus dictadores; los diplomáticos no pensaban que hubiera nadie cuya presencia les incomodara lo más mínimo; los monarcas vivían abiertamente con las esposas con las que se habían casado. Era como si la tierra entera se hubiera puesto la mejor camisa y pechera de los domingos; y los negocios iban muy mal para el Martin Hunt. La duradera y virtuosa calma se tragó entero al Martin Hunt con sus costados de color pizarra y la chi menea amarilla, pero vomitó en otro hemisferio al va por ballenero llamado Haliotis, negro y oxidado, con una chimenea del color del estiércol, una desordenada serie de sucias barcas blancas y un enorme horno o estufa para hervir grasa de ballena en el hueco de la cubierta de proa. No podía caber duda de que su viaje había sido un éxito, pues pasó por varios puertos no demasiado bien conocidos y el humo del quemador de grasa de ballena ensuciaba las playas.
Enseguida se marchaba, a la velocidad media de un vehículo londinense de doble eje, y penetraba en un mar semiinterior, cálido, quieto y azulado, de los que probablemente tienen el agua mejor conservada del mundo. Se quedaba allí algún tiempo, y las grandes estrellas de aquellos suaves cielos le veían jugar a las cuatro esquinas entre islas donde nunca han existido las ballenas. Todo aquel tiempo olía abominablemente, y aunque apestaba a pescado, no se trataba de ballenas. Una noche la calamidad descendió sobre el barco desde la isla de Pygang Watai, y huyó con la tripulación burlándose de una gruesa cañonera pintada de negro y marrón que resoplaba muy por detrás. Conocían hasta la última revolución la capacidad de cada barco que cruzaba aquellos mares y ellos deseaban evitar. Como norma, un barco británico con buena conciencia no escapaba nunca del barco de guerra de una potencia extranjera, y también se consideraba una ruptura de la etiqueta detener y registrar barcos británicos en el mar. El patrón del Haliotis no se detuvo a comprobar estas cosas, sino que siguió hasta la caída de la noche a la vigorosa velocidad de once nudos. Pero había pasado por alto una cosa solamente.
La potencia que mantenía una carísima patrulla de vapores moviéndose arriba y abajo por aquellas aguas (ellos ya habían esquivado a los dos barcos regulares de la patrulla con una facilidad que les producía desprecio) había comprado recientemente un tercer barco que hacía catorce nudos y tenía fondo limpio que le ayudaba en ese trabajo; y es por eso que el Haliotis, que navegaba velozmente de este a oeste, con la luz del día se encontró en una posición desde la que no pudo evitar ver cuatro banderas que, casi tres kilómetros más atrás, transmitían el mensaje siguiente: «¡Pónganse al pairo o afronten las consecuencias!»
El Haliotis ya había hecho su elección y la mantuvo, y el final llegó cuando suponiendo que su calado era más ligero trató de escapar hacia el norte por encima de un amigable bajío. El obús que llegó traspasando el camarote del primer maquinista tenía unos ciento veinticinco milímetros de diámetro e iba cargado de arena, no de explosivo. Había tenido la intención de cruzar su proa, y por eso derribó el retrato enmarcado de la esposa del primer maquinista, y era una joven muy hermosa, sobre el suelo, astilló la tarima del lavabo, cruzó el pasillo que conducía a la sala de máquinas, chocó con el enjaretado, cayó directamente delante del cilindro delantero y se partió fracturando casi los dos pernos que unía la biela con la manivela delantera.
Lo que pasó después es digno de consideración. El cilindro delantero ya no tenía nada que hacer. Enton ces el vástago del pistón, liberado, sin nada que lo con tuviera, ascendió mucho y partió la mayor parte de las tuercas de la cubierta del cilindro. Volvió a bajar llevando detrás todo el peso del vapor y el pie de la biela desconectada, tan inútil como la pierna de un hombre con el tobillo torcido, salió hacia la derecha y golpeó a estribor la columna de apoyo de hierro forjado del cilindro delantero, rompiéndola limpiamente a unas seis pulgadas por encima de la base, y doblando la par te superior hacia fuera, unas tres pulgadas, hacia el costado del barco. Y la biela quedó rota. Al mismo tiempo, el cilindro posterior, que no había sido afecta do, siguió realizando su trabajo e hizo girar en su siguiente revolución la manivela del cilindro delantero, que golpeó la biela ya estropeada, doblándola a ella y también la cruceta del vástago del pistón, esa pieza grande que se desliza suavemente arriba y abajo.
La cruceta del vástago se salió lateralmente de las guías y además de añadir más presión a la columna de apoyo de estribor ya rota, rajó por dos o tres sitios la columna de apoyo de la izquierda. Como no había ya nada que pudieran mover, los motores se levantaron con un hipo que pareció elevar el Haliotis casi medio metro por encima del agua; y los tripulantes de la sala de máquinas, abriendo todas las salidas del vapor que pudieron encontrar en la confusión, llegaron a cubierta algo escaldados pero tranquilos. Por debajo de las cosas que estaban sucediendo había un sonido: un traqueteo, gruñido, ronroneo, ajetreo y golpeteo seco que no duró más que un minuto. Era la maquinaria que se estaba ajustando, con la excitación del momento, a cien condiciones alteradas. El señor Wardrop, con un pie sobre el enjaretado superior, inclinó el oído lateralmente y gruñó. No se puede parar en tres segundos, sin desorganizarlos, unos motores que están trabajando a doce nudos.
El Haliotis se deslizó hacia delante rodeado por una nube de vapor, chillando como un caballo herido. No había ya nada que hacer. El proyectil de ciento veinticinco milímetros y carga reducida había arreglado la situación. Y cuando tienes las tres bodegas repletas de perlas perfectamente conservadas; cuando has limpiado el Tanna Bank, el Sea Horse Bank y otros cuatro bancos de un extremo a otro del Mar de Amanala —cuando has cosechado el corazón mismo de un rico monopolio gubernamental hasta el punto de que cinco años no bastarán para reparar tus malos actos—, debes sonreír y aceptar lo que suceda. Pero mientras una lancha partía del buque de guerra el patrón reflexionó que había sido bombardea do en alta mar con una bandera británica, en realidad varias de ellas pintorescamente dispuestas por encima, y trató de encontrar consuelo en ese pensamiento.
—¿Dónde están esas condenadas perlas? —preguntó imperturbable el teniente de navío al tiempo que subía a bordo.
Estaban allí y era imposible ocultarlas. Ninguna declaración jurada podría deshacer el terrible olor de las ostras podridas, o los trajes de buceo, ni las escotillas desde las que se veían los lechos de concha. Estaban allí por un valor aproximado de setenta mil libras; y hasta la última de las libras había sido cazada furtivamente. El buque de guerra estaba molesto, pues había utilizado muchas toneladas de carbón, había sometido a presión sus tubos de calderas, y lo peor de todo, había dado prisa a sus oficiales y tripulantes. Cada miembro de la tripulación del Haliotis fue arrestado y vuelto a arrestar varias veces, según iba subiendo a bordo cada nuevo oficial; después, lo que consideraron equivalen te a un guardia marina les dijo que se consideraran prisioneros, y finalmente fueron sometidos a arresto.
—Eso no está nada bien —dijo con amabilidad el patrón—. Sería mucho mejor que nos lanzara una sirga...
—¡Silencio: está usted detenido! —fue la respuesta.
—¿Y adónde diablos espera que escapemos? Estamos indefensos. Tendrá que remolcarnos a algún lugar y explicar por qué nos dispararon. Señor Wardrop, es tamos indefensos, ¿no es así?
—Arruinados de un extremo a otro —dijo el responsable de la maquinaria—. Si nos pusiéramos en marcha, el cilindro delantero caería y traspasaría el fondo. Las dos columnas están limpiamente cortadas. No hay nada que sujete nada.
Metiendo ruido, el consejo de guerra decidió ir a ver si las palabras del señor Wardrop eran ciertas. Éste les advirtió que la vida de un hombre corría peligro si entraba en la sala de máquinas, por lo que se contenta ron con hacer una inspección distante a través de la delgada nube de vapor que aún quedaba. El Haliotis se elevaba a lo largo, y la columna de apoyo de estribor estaba ligeramente triturada, como un hombre que rechina sus dientes ante un cuchillo. El cilindro delantero dependía de esa fuerza desconocida a la que los hombres llaman la obstinación de los materiales, que de vez en cuando sirve para equilibrar ese otro poder des consolador, la perversidad de los objetos inanimados.
—¿Y ven? —exclamó el señor Wardrop metiéndoles prisa—. Los motores no valen ni su precio en chatarra.
—Les remolcaremos —respondieron—. Después lo confiscaremos.
El buque de guerra iba escaso de personal y no veía la necesidad de subir al Haliotis a sus apreciados tripulantes. Por ello se limitó a enviar a un subteniente, a quien el patrón mantuvo borracho, pues no deseaba que la operación de remolque fuera demasiado sencilla, y porque además tenía una escasamente visible cuerdecilla colgando de la popa de su barco. Empezaron a remolcarlos a una velocidad media de cuatro nudos. Era muy difícil mover el Haliotis, y el teniente de artillería que había disparado el proyectil de ciento veinticinco milímetros se sintió complacido al pensar en las consecuencias. Quien estaba atareado era el señor Wardrop. Utilizó a todos los tripulantes para apuntalar los cilindros, sirviéndose de palos y bloques, desde el fondo y los costados del barco. Resultaba un trabajo arriesgado, pero todo era mejor que ahogarse al final de una cuerda de remolque; y si el cilindro delantero hubiera caído, se habría abierto camino hasta el lecho marino, llevándose detrás el Haliotis.
—¿Adónde vamos, y cuánto tiempo nos remolcarán? —preguntó al patrón.
—¡Dios lo sabe! Y este teniente está borracho. ¿Qué cree que puede hacer?
—Existe una mínima posibilidad —susurró el señor Wardrop, aunque nadie podía escucharles—; existe una mínima posibilidad de repararlo, si alguien supiera hacerlo. Con aquella sacudida le han retorcido las mis mas tripas; pero afirmo que con tiempo y paciencia existe la posibilidad de que vuelva a echar vapor. Podríamos hacerlo.
—¿Quiere decir que está mínimamente bien? —preguntó el patrón cobrando nuevo ánimo en su mirada.
—Oh, no —contestó el señor Wardrop—. Si va a salir al mar de nuevo necesitará tres mil libras en reparaciones como poco, y aparte cualquier desperfecto que tenga en la estructura. Es como un hombre que se haya caído cinco tramos de escaleras. Durante meses no podremos saber lo que ha sucedido; pero sabemos que nunca volverá a ponerse bien sin cambiarle el interior. Debería ver los tubos del condensador y las conexiones del vapor con el motor auxiliar, por hablar sólo de dos cosas. No me asusta que ellos vayan a repararlo. Lo que temo es que roben piezas.
—Nos han disparado. Tendrán que explicar eso.
—Nuestra reputación no es lo bastante buena como para pedir explicaciones. Aprovechemos lo que tenemos y demos las gracias. En esta alarmante crisis no querrá que los cónsules se acuerden del Guidin'Light, ni del Shah-in-Shah, ni tampoco del Aglaia. Durante estos diez años no hemos sido otra cosa que piratas. Para la Providencia no somos ahora sino ladrones. Deberíamos estar muy agradecidos... si regresamos.
—Bueno, si existe la menor posibilidad... haga lo suyo... —dijo el patrón.
—No dejaré nada que ellos puedan atreverse a tomar —contestó el señor Wardrop—. Hágales difícil el remolque, pues necesitamos tiempo.
El patrón no interfería nunca en los asuntos de la sala de máquinas, y el señor Wardrop, que era un artista en su profesión, se dedicó a su terrible e ingrato trabajo. Su telón de fondo eran los costados oscuros de la sala de máquinas; su material los metales de poder y fuerza, ayudándose de vigas, tablones y cuerdas. Hosco y torpe, el buque de guerra les remolcaba. Detrás de él, el Haliotis zumbaba como una colmena poco antes de enjambrar. Con tablones adicionales que no eran necesarios la tripulación fue cerrando el espacio alrededor del motor delantero hasta que se asemejó a una estatua recubierta por el andamiaje, y los extremos de los puntales interferían toda visión que deseara tener un ojo desapasionado. Y para que la mente desapasionada pudiera perder rápidamente su calma, los pernos bien hundidos de los puntales habían sido envueltos desordenadamente con cabos sueltos de cuerdas, produciendo un estudiado efecto de la más peligrosa inseguridad. Después el señor Wardrop se dedicó al cilindro posterior, que como recordará no se había visto afectado por la ruina general. Con un martillo de fundidor suprimió la válvula de escape del cilindro. En los puertos alejados es difícil encontrar esas válvulas, a menos que, como el señor Wardrop, se tengan duplicados. Al mismo tiempo, sus hombres quitaron las tuercas de dos de los grandes pernos de sujeción que sirven para mantener fijos los motores sobre su lecho sólido. Un motor que se detenga violentamente en mitad de su funcionamiento puede hacer saltar fácil mente la tuerca de un perno de anclaje, por lo que ese accidente parecería algo natural.
Pasando junto al tubo de la chimenea, quitó varias tuercas y pernos de acoplamiento, tirando al suelo éstas y otras piezas de hierro. Quitó hasta seis pernos del cilindro posterior para que pudiera ajustar con su vecino, y rellenó con algodón de desecho las bombas de sentina y alimentación. Hizo después un paquete ordenado con las diversas piezas que había recogido de los motores —cosas pequeñas como tuercas y vástagos de válvulas, todo cuidadosamente engrasado— y se metió con él bajo el suelo de la sala de máquinas, donde suspiró, pues estaba grueso, mientras pasaba de una boca de entrada a otra del doble fondo, escondiéndolo en un compartimento submarino bastante seco. Cualquier jefe de máquinas, sobre todo en un puerto poco amigable, tiene derecho a guardar sus piezas de repuesto don de prefiera; y el pie de uno de los puntales del cilindro bloqueaba toda entrada a la sala donde habitualmente se guardan las piezas de repuesto, incluso aunque la puerta no haya sido cerrada ya con cuñas de acero. En conclusión, desconectó el motor posterior, puso el pis tón y la barra de conexión, cuidadosamente engrasa dos, donde resultarían más inconvenientes para un vi sitante casual, quitó tres de los ocho manguitos de la chumacera de empuje, ocultándolos donde sólo él pu diera volver a encontrarlos, rellenó a mano las calderas, cerró con cuñas las puertas deslizantes de las carbone ras y descansó de sus trabajos. La sala de máquinas era un cementerio y no hacía falta la alegría de las cenizas elevándose por la claraboya para empeorarla.
Invitó al patrón a que contemplara su obra termi nada.
—¿Ha visto alguna vez una ruina como ésta? —preguntó con orgullo—. Casi me asusta a mí meterme bajo esos puntales. ¿Qué cree que nos harán?
—Será mejor esperar a que lo veamos —contestó el patrón—. Ya será bastante malo cuando llegue.
No se equivocó. Los días agradables en los que fue ron remolcados terminaron demasiado pronto, aun que el Haliotis era arrastrado detrás como un foque muy pesado en forma de bolsa; y el señor Wardrop dejó de ser un artista de la imaginación para convertir se en uno más de los veintisiete prisioneros metidos en una cárcel llena de insectos. El buque de guerra les ha bía remolcado hasta el puerto más próximo, no hasta el cuartel general de la colonia, y cuando el señor War drop vio el triste puertecillo, con su desordenada línea de juncos chinos, un remolcador que era de locos, y el cobertizo para la reparación de buques, que bajo la responsabilidad de un filosófico malayo pretendía ser unos astilleros, suspiró y sacudió la cabeza.
—Hice muy bien —comentó—. Ésta es la morada de los ladrones y los provocadores de naufragios. Esta mos en el otro extremo de la tierra. ¿Piensas que lo sa brán alguna vez en Inglaterra?
—No lo parece —contestó el patrón.
Fueron conducidos por tierra firme, con lo que lle vaban puesto, con una escolta generosa y los juzgaron de acuerdo con las costumbres del país, que aunque exce lentes, estaban un poco desfasadas. Allí estaban las per las; allí estaban los que las habían cogido furtivamente; y allí se sentaba un pequeño pero ardoroso gobernador. Consultó un momento y después las cosas empezaron a moverse velozmente, pues no deseaba mantener mucho tiempo en la playa a una tripulación hambrienta, y el buque de guerra ya se había marchado. Con un movi miento de la mano, escribirlo no era necesario, los envió al blakgang-tana, el país de atrás, y así la mano de la ley los apartó de la vista y el conocimiento de los hombres. Caminaron hacia las palmeras y el país de atrás se los tra gó, a todos los tripulantes del Haliotis. La paz profunda seguía asentada en Europa, Asia, África, América, Australasia y Polinesia. El disparo fue el causante. Deberían haber seguido su consejo; pero cuando unos miles de extranjeros sal tan de alegría por el hecho de que en alta mar se haya disparado a un barco bajo bandera británica, las noticias viajan rápidamente; y cuando resulta que a la tripulación de ladrones de perlas no se le ha permitido el acceso a su cónsul (no había ningún cónsul a varios cientos de millas de ese puerto solitario), hasta la más amigable de las potencias tiene derecho a hacer preguntas.
El gran corazón del público británico latía fu riosamente por los acontecimientos de una famosa ca rrera de caballos, y no desperdició un solo pálpito por causa de accidentes distantes; pero en algún lugar de las profundidades del casco de la nave del Estado hay una maquinaria que con mayor o menor precisión se hace cargo de los asuntos exteriores. Esa maquinaria empezó a girar, ¿y quién se sintió sorprendida sino la potencia que había capturado el Haliotis? Ésta explicó que los gobernadores coloniales y los buques de guerra lejanos son difíciles de controlar, y prometió que con seguridad castigaría ejemplarmente al Gobernador y al barco. En cuanto a la tripulación, que se decía había sido obligada a servir militarmente en climas tropica les, la presentaría en cuanto fuera posible y se excusa ría si era necesario. Pero no hacían falta excusas. Cuan do una nación se excusa con otra, millones de aficionados que no tienen la menor preocupación te rrenal por la dificultad se lanzan a la refriega y ponen en dificultades al especialista más preparado. Se pidió que buscaran a los tripulantes, si todavía estaban vivos -hacía ocho meses que no se sabía nada de ellos- y se prometió que todo quedaría olvidado.
El pequeño Gobernador del pequeño puerto estaba contento consigo mismo. Veintisiete hombres blancos formaban una fuerza muy compacta para lanzar a una guerra que no tenía principio ni fin: una lucha de selva y empalizadas que titilaba y ardía sin fuego a lo largo de años húmedos y calurosos en unas colinas situadas a cien millas de distancia, y era la herencia de todo ofi cial fatigado. Pensaba que había ganado méritos ante su país; y si alguien hubiera comprado el desventurado Haliotis, amarrado en el puerto bajo su galería, la copa de su felicidad estaría llena. Contempló las hermosas lámparas plateadas que se había llevado de sus cama rotes, y pensó en lo mucho que se podría haber sacado. Pero sus compatriotas de aquel húmedo clima no te nían espíritu. Contemplaban la silenciosa sala de má quinas y agitaban la cabeza. Ni siquiera el buque de guerra quiso remolcarlo costa arriba, donde el Gober nador creía que podría repararse. Resultaba una mala ganga; aunque las alfombras de los camarotes eran in negablemente hermosas, y a su esposa le habían gusta do los espejos.
Tres horas más tarde los cablegramas le rodeaban como proyectiles, pues aunque él no lo sabía estaba sien do ofrecido como sacrificio por sus inferiores ante la piedra de molino de arriba, y sus superiores no tenían la menor consideración hacia sus sentimientos. Decían los cablegramas que se había excedido mucho en su poder, y no había informado sobre los acontecimientos. Por tanto debía presentar a los tripulantes del Haliotis —y al enterarse de eso se cayó hacia atrás en su hamaca—. Enviaría a buscarlos, y si fracasaba subiría su dignidad sobre un caballo y él mismo iría a buscarlos. No tenía el menor derecho a obligar a servir en una guerra a los la drones de perlas. Por tanto él era el responsable. A la mañana siguiente los cablegramas deseaban saber si había encontrado a los tripulantes del Haliotis. Tenían que ser encontrados, liberados y alimentados —él era el que tenía que alimentarlos— hasta que pudie ran ser enviados al puerto inglés más cercano en un buque de guerra.
Si se ataca demasiado tiempo a un hombre con grandes palabras lanzadas por encima de los mares, suceden cosas. El Gobernador envió rápidamente a buscar a sus prisioneros que estaban tierra adentro, y también eran soldados; y nunca hubo un regimiento militar más ansioso de reducir su fuerza. Ningún poder salvo la muerte sería capaz de conseguir que aquellos locos llevaran puesto el uniforme. Ellos no lucharían, salvo con sus semejantes, y por esa razón el regimiento no había ido a la guerra, sino que se ha bía quedado tras la empalizada, razonando con los nuevos soldados. La campaña de otoño había sido un fracaso, pero allí estaban los ingleses. Todo el regimiento marchaba detrás para defenderlos, y los velludos enemigos, armados con cerbatanas, se regocijaban desde el bosque. Habían muerto cinco de los tripulan tes, pero allí en la galería del Gobernador estaban veintidós hombres marcados en las piernas con las ci catrices de las mordeduras de sanguijuelas. Algunos llevaban harapos de lo que en otro tiempo habían sido pantalones; los otros utilizaban taparrabos de alegres dibujos; y allí estaban de una manera hermosa pero simple en la galería del Gobernador; y cuando éste sa lió ellos le cantaron. Cuando has perdido setenta mil libras de perlas, tu paga, el barco y todas tus ropas, y has vivido en esclavitud durante ocho meses más allá de las más ligeras pretensiones de civilización, sabes lo que significa la verdadera independencia, pues te has convertido en el más feliz de los seres creados: en un hombre natural.
El Gobernador les dijo a los tripulantes que eran malvados y ellos le pidieron comida. Cuando vio cómo comían, y recordó que hasta dentro de dos me ses no se esperaba que llegara ninguna patrullera perlí fera, suspiró. Pero los tripulantes del Haliotis se tum baron en la galería y dijeron que eran pensionistas de la bondad del Gobierno. Un hombre de barba gris, gordo y calvo, cuya única prenda era un taparrabos verde y amarillo, vio el Haliotis en el puerto y bramó de alegría. Los hombres se amontonaron en la baran dilla de la galería echando a un lado a patadas las largas sillas de caña. Señalaban, gesticulaban y discutían li bremente, sin vergüenza. El regimiento militar se sen tó en el jardín del Gobernador. El Gobernador se reti ró a su hamaca -era tan sencillo morir asesinado encontrándose acostado como en pie- y sus mujeres chillaron desde las habitaciones cerradas.
—¿Ha sido vendido? —dijo el hombre de la barba gris señalando al Haliotis. Era el señor Wardrop.
—Imposible —contestó el Gobernador sacudiendo la cabeza—. Nadie vino a comprarlo.
—Sin embargo ha tomado mis lámparas —intervino el patrón. Sólo le quedaba una pernera de los pantalones, y recorrió con la vista la galería. El Gobernador gimió. Podían verse claramente los catres del barco y la mesa de escribir del patrón.
—Lo han limpiado, claro está —dijo el señor Wardrop—. Tenían que hacerlo. Iremos a bordo y realizare mos un inventario. ¡Mire! —exclamó levantando las manos por encima del puerto—. Vivimos... allí... ahora. ¿Apenado?
El Gobernador exhibió una sonrisa de alivio.
—Se alegra de eso —dijo reflexivamente uno de los tripulantes—. No me extraña.
Bajaron atropelladamente hasta el puerto, con el regimiento militar resonando detrás, y se embarcaron en lo que encontraron, que resultó ser el barco del Go bernador. Después desaparecieron sobre las amuradas del Haliotis y el Gobernador rezó para que encontra ran alguna ocupación en su interior. El señor Wardrop llegó del primer salto a la sala de máquinas; y mientras los demás acariciaban las añora das cubiertas, le oyeron dar gracias a Dios porque las cosas estuvieran tal como él las había dejado. Los mo tores estropeados se encontraban sobre su cabeza y sin tocar; ninguna mano inexperta había enredado con los puntales; las cuñas de acero de la sala de materiales se habían oxidado; y lo mejor de todo era que las ciento sesenta toneladas de buen carbón australiano de las carboneras no habían disminuido.
—No lo entiendo —decía el señor Wardrop—. Cualquier malayo conoce el uso del cobre. Podrían haber quitado las tuberías. Y también los juncos chinos po drían haber llegado hasta aquí. Es una intervención especial de la Providencia.
—¿Eso es lo que piensa? —preguntó desde arriba el patrón—. Aquí sólo ha habido un ladrón, que dicho sea de paso se ha llevado todas mis cosas.
En esto el patrón no decía toda la verdad, pues bajo las maderas de su camarote, adonde sólo se podía llegar con un cincel, había un poco de dinero del que nunca sacó ningún interés: su ancla de respeto para barloven to. Estaba todo en soberanos limpios que valían en el mundo entero, y podían ser más de cien libras.
—Pues de lo mío no ha tocado nada. Demos gracias a Dios —repetía el señor Wardrop.
—Se ha llevado todo lo demás: ¡mire!
Salvo en la sala de máquinas, el Haliotis había sido sistemática y científicamente destripado de un extre mo al otro, y había poderosas evidencias de que una guardia poco limpia había acampado en el camarote del patrón para regular el saqueo. Faltaba la cristalería, los platos, la loza, la cubertería, los colchones, las al fombras y las sillas, todas las barcas y los ventiladores de cobre. Estas cosas habían sido robadas junto con las velas y todos los aparejos metálicos que no pusieran en peligro la seguridad de los mástiles.
—Todo eso lo habrá vendido —dijo el patrón—. Las otras cosas supongo que estarán en su casa.
Habían desaparecido todas las guarniciones que podían desatornillarse o arrancarse con una palanca. Las luces de babor, estribor y del tope; los enjaretados de cubierta; las vidrieras deslizantes de la cabina de cubierta; el arca de cajones del capitán, con las cartas ma rinas y la mesa de dibujo; fotografías, apliques y espe jos; las puertas de los camarotes; los colchones de goma; las barras que cierran las escotillas; la mitad de los cables que sujetan la chimenea; las defensas de cor cho; la piedra de afilar y la caja de herramientas del car pintero; piedras de arenisca para limpiar la cubierta, es cobillones y barrederas de caucho; todas las lámparas de camarotes y despensa; los aparatos de cocina en bloc; banderas y el armario de banderas; relojes y cronóme tros; la brújula delantera, la campana y el campanario del barco estaban también entre los objetos perdidos. Había muchas marcas en las tablas de cubierta, donde habían colocado las grúas de carga. Y una de ellas debió de caerse, pues la barandilla de la amurada estaba aplastada y doblada, y las planchas laterales es tropeadas.
—Es el Gobernador —dijo el patrón—. Lo ha estado vendiendo a plazos.
—Vamos allí con llaves y palas y los matamos a to dos —gritaba la tripulación—. ¡A él lo ahogamos y nos llevamos a la mujer!
—Entonces nos dispararía ese regimiento de negros y mestizos... nuestro regimiento. ¿Qué pasa en la ori lla? Nuestro regimiento ha acampado en la playa.
—Estamos aislados, eso es todo. Vaya a ver lo que quieren —añadió el señor Wardrop—. Usted lleva pantalones.
A su manera simple, el Gobernador era un estrate ga. No deseaba que los tripulantes del Haliotis volvie ran a pisar tierra firme, ni de uno en uno ni en grupos, y proponía convertir el vapor en un barco de convictos. Desde el muelle le explicó al patrón, que se había acer cado con la barcaza, que aguardarían y seguirían aguar dando exactamente donde estaban hasta que llegara el buque de guerra. Si uno de ellos ponía pie en tierra fir me el regimiento entero abriría fuego, y no tendría es crúpulos para utilizar los dos cañones de la ciudad. En tretanto les enviarían comida diariamente en un barco con una escolta armada. El patrón, desnudo hasta la cintura y remando, sólo pudo apretar los dientes; y el Gobernador aprovechó la ocasión y se vengó de las pa labras más amargas de los cablegramas diciendo lo que pensaba de la moral y la costumbre de los tripulantes. La barcaza regresó al Haliotis en silencio y el patrón su bió a bordo con los pómulos blancos y la nariz azulada.
—Lo sabía, y ni siquiera nos darán buena comida —dijo el señor Wardrop—. Tendremos plátanos por la mañana, al mediodía y por la noche, y un hombre no puede trabajar sólo con fruta. Eso lo sabemos.
En ese momento el patrón maldijo al señor Wardrop por introducir en la conversación cuestiones secundarias y frívolas; y los tripulantes se maldijeron uno a otro, y al Haliotis, al viaje y a todo lo que cono cían o eran capaces de recordar. Se sentaron en silencio sobre las cubiertas vacías y los ojos les ardían en la ca beza. A ambos lados, el agua verde del puerto parecía reírse de ellos. Miraron tierra adentro, hacia las colinas en las que se recortaban las palmeras, las casas blancas por encima de la carretera del puerto, a la fila de em barcaciones nativas que había junto al muelle, a los soldados sentados e imperturbables alrededor de los dos cañones, y finalmente, hacia la barra azul del horizonte. El señor Wardrop estaba sumido en sus pensa mientos y trazaba líneas imaginarias con las largas uñas de sus dedos sobre las planchas.
—No puedo prometer nada —dijo por fin—. Pues no sé lo que puede o no haberle sucedido. Pero aquí está el barco, y aquí estamos nosotros.
Esa frase fue recibida con algunas risas de burla, que hicieron fruncir las cejas al señor Wardrop. Se acordaba de la época en que llevaba pantalones y era el primer maquinista del Haliotis.
—Harland, Mackesi, Noble, Hay, Naughton, Fink, O'Hara, Trumbull.
—¡Sí, señor! —el instinto de la obediencia despertó como respuesta a la llamada de la sala de máquinas—. ¡Abajo!
Se levantaron y acudieron.
—Capitán, tendré que pedirle a los demás hombres cuando los necesite. Sacaremos mis repuestos y quita remos los puntales que no necesitemos, y luego lo arreglaremos. Mis hombres recordarán que están en el Haliotis... bajo mis órdenes.
Fue a la sala de máquinas y los demás se quedaron mirando. Estaban habituados a los accidentes del mar, pero esto iba más allá de su experiencia. Ninguno que hubiera visto la sala de máquinas creía que todo aque llo que no fueran nuevos motores de cabo a rabo pu diera mover el Haliotis desde donde estaba amarrado. Sacaron los repuestos de la sala de máquinas y el rostro del señor Wardrop, rojo por la suciedad de las bodegas y por el esfuerzo de arrastrarse sobre el estómago, estaba iluminado por la alegría. Los materiales de repuesto del Haliotis habían sido inusualmente com pletos, y veintidós hombres armados con gatos de husi llo, poleas, jarcias, tornillos de banco y una forja po dían mirar directamente a los ojos a Kismet# sin pestañear. Los tripulantes recibieron la orden de susti tuir los pernos de anclaje y de la chumacera del eje, y de volver a colocar los manguitos de la chumacera de em puje. Cuando terminaron el trabajo, el señor Wardrop les dio una conferencia sobre la manera de reparar má quinas de pluriexpansión sin la ayuda de repuestos y los hombres se sentaron junto a la fría maquinaria. La cruceta del timón agarrotada en las guías les atraía terrible mente, pero no les servía de ayuda. Pasaban los dedos desesperados por las grietas de la columna de apoyo de estribor, y recogían los cabos de las cuerdas que rodeaban los puntales mientras la voz del señor Wardrop se elevaba y caía, hasta que la rápida noche tropical se ce rró sobre la claraboya de la sala de máquinas. A la mañana siguiente empezó el trabajo de recons trucción.
Se había explicado que el pie de la barra de cone xión se había salido cayendo sobre el pie de la columna de apoyo de estribor, que había agrietado a ésta y diri gido hacia el lateral del barco. El trabajo parecía más que inútil, pues barra y columna daban la impresión de haberse fundido en una sola cosa. Pero ahí la Provi dencia les sonrió por un momento sirviéndoles de es tímulo para las fatigosas semanas que les esperaban. El segundo maquinista, más inquieto que lleno de recur sos, golpeó al azar con un cortafríos el hierro forjado de la columna, y una laminilla metálica gris y grasienta salió volando desde abajo del pie aprisionado de la ba rra de conexión, mientras esta última se apartaba len tamente, ascendía y con un fuerte ruido caía en algún lugar del oscuro foso del cigüeñal. Las placas directri ces de arriba seguían incrustadas en las guías, pero ha bían dado el primer golpe. Pasaron el resto del día lim piando la manivela de carga, situada inmediatamente delante de la escotilla de la sala de máquinas. Lógica mente habían robado la lona alquitranada, y ocho me ses calurosos no habían mejorado el funcionamiento de las piezas. Además, el último ataque de hipo del Haliotis parecía -o se lo habría parecido al malayo del cobertizo de reparación de barcos- haberlo levantado todo de sus pernos dejándolo caer sin precisión por lo que respecta a las conexiones del vapor.
—¡Si tuviéramos una grúa de carga! —exclamó el señor Wardrop lanzando un suspiro—. Sudando podemos qui tar a mano la cubierta del cilindro; pero sacar la barra del pistón no es posible sin utilizar vapor. Bueno, si no suce de nada más mañana habrá vapor. ¡Burbujeará!
A la mañana siguiente los hombres que estaban en tierra contemplaron el Haliotis a través de una nube, pues era como si las cubiertas estuvieran humeando. Hacían pasar el vapor por las tuberías resquebrajadas y vibrantes para que funcionara el motor auxiliar delan tero; y cuando no conseguían tapar una grieta con es topa, se quitaban los taparrabos para colocarlos enci ma, y medio quemados y desnudos como su madre les trajo al mundo, lanzaban juramentos. El motor auxi liar funcionó, pero a qué precio, al de una atención constante y un servicio furioso; funcionó lo suficiente como para que una cuerda metálica (hecha con un es tay de la chimenea y otro del trinquete) fuera introdu cida en la sala de máquinas y atada a la cubierta del ci lindro del motor delantero. Éste se elevó con bastante facilidad y a través de la claraboya se sacó a la cubierta; fueron necesarias muchas manos para ayudar al dudoso vapor.
Entonces se pusieron a tirar dos grupos cada uno de un extremo de la cuerda, como en una prueba deportiva, pues era necesario llegar al pistón y al vásta go del pistón agarrotado. Quitaron dos de los salientes de los anillos de empaquetadura del pistón, por medio de unas asas los atornillaron en dos fuertes pernos de anilla de hierro, doblaron la cuerda metálica y pusie ron media docena de hombres a golpear con un ariete improvisado el extremo del vástago del pistón, donde éste asomaba por el pistón, mientras que el motor au xiliar tiraba hacia arriba del propio pistón. Tras cuatro horas de trabajo matador, se deslizó de pronto el vásta go del pistón y este último se levantó con una sacudi da, golpeando a uno o dos hombres y haciéndoles caer en la sala de máquinas. Pero cuando el señor Wardrop afirmó que el pistón no se había partido, gritaron de alegría y no pensaron en sus heridas; y detuvieron in mediatamente el motor auxiliar pues no era cosa de jugar con su caldera.
Día a día les llegaban los suministros por barca. El patrón volvió a humillarse ante el Gobernador y obtu vo la concesión de obtener agua potable de los astille ros malayos del muelle. Esa agua potable no era bue na, pero el malayo se avenía muy bien a suministrar cualquier cosa que él tuviera si le pagaban por ello.
Ahora que las mandíbulas del motor delantero es taban, por así decirlo, desnudas y vacías, comenzaron a descalzar los puntales del propio cilindro. Sólo en ese trabajo emplearon la mayor parte de tres días: unos días calurosos y pegajosos en los que las manos resbalaban y el sudor corría por encima de los ojos. Cuando la última cuña fue martilleada en su sitio ya no había un gramo de peso sobre las columnas de apoyo; entonces el señor Wardrop revolvió el barco entero buscando chapa para calderas de diecinueve milímetros de espesor. No había mucho donde elegir, pero lo que encontró significó para él más que el oro. En una mañana de desesperación todos los tripulan tes, desnudos y delgados, jálaron hasta poner más o menos en su sitio la columna de apoyo de estribor, que como se recordará se había roto limpiamente. El señor Wardrop los encontró a todos dormidos allí donde habían terminado el trabajo, y les concedió un día de descanso sonriéndoles como un padre mien tras él trazaba señales de tiza encima de las grietas. Al despertar les esperaba un trabajo nuevo y más fatigo so: pues encima de cada una de esas grietas había que poner, trabajando en caliente, una plancha de dieci nueve milímetros de chapa de calderas, taladrando a mano los agujeros para los remaches. Durante todo ese tiempo se alimentaron de frutas, principalmente plátanos, con un poco de sagú.
En aquellos días los hombres caían desmayados so bre el taladro de carraca y la forja de mano, y allí don de caían se les dejaba a menos que su cuerpo estuviera en el camino de los pies de sus compañeros. Y así, un parche sobre otro, y otro parche más grande sobre to dos los demás, se remendó la columna de apoyo de es tribor; pero cuando ellos pensaron que todo estaba ya seguro, el señor Wardrop afirmó que aquel noble tra bajo de parcheo no serviría nunca de apoyo a los mo tores cuando estuvieran funcionando: todo lo más sólo podía mantener aproximadamente las varillas de guía. El peso muerto de los cilindros debía sostenerse sobre postes verticales; por tanto un grupo haría la re paración en dirección a la proa, sacando con limas los enormes pescantes del arca de proa, cada uno de los cuales tenía unos setenta y cinco milímetros de diáme tro. Arrojaron carbones calientes sobre Wardrop y amenazaron con asesinarle; eso aquellos que no se echaron a llorar, pues estaban dispuestos a llorar a la menor provocación. Pero él les amenazó con barras de hierro con el extremo candente y los miembros del grupo se marcharon y al regresar traían con ellos los pescantes del ancla.
Durmieron dieciséis horas por la fatiga, y a los tres días había dos postes en su sitio, atornillados desde el pie de la columna de apoyo de es tribor a la parte inferior del costado del cilindro. Aho ra faltaba la columna del condensador, o de babor, que aunque no estaba tan agrietada como su compañera también había sido fortalecida en cuatro sitios con parches de plancha de caldera, y necesitaba postes. Para ese trabajo quitaron los candeleros principales del puente, y enloquecidos por la faena no se dieron cuen ta, hasta que todo estuvo en su sitio, de que las redon deadas barras de hierro tenían que ser aplanadas de arriba abajo para permitir que las limpiaran los balan cines de la bomba de aire. Ése fue el olvido de Wardrop, y lloró amargamente delante de los hombres cuando dio la orden de desatornillar los postes para aplastarlas con el martillo y la llama. Ahora el motor roto estaba firmemente apuntalado, por lo que quitaron los pun tales de madera de debajo de los cilindros y los subie ron al puente, de donde los habían sacado, agrade ciendo a Dios ese mediodía de trabajo con la madera suave y amable, en lugar de con el hierro que había pe netrado en sus almas. Ocho meses en el país de atrás, entre las sanguijuelas, a una temperatura de treinta grados centígrados y en una situación de humedad re sultan muy malos para los nervios.
Se habían dejado para el final el trabajo más duro, lo mismo que los muchachos se dejan la prosa latina, y aunque estaban agotados el señor Wardrop no se atre vió a darles descanso. Había que enderezar la varilla del pistón y la varilla conectora, y eso era un trabajo para un astillero oficial con todas las herramientas. Se entregaron a ello animados por un pequeño gráfico del trabajo hecho y el tiempo utilizado que escribió el señor Wardrop con tiza sobre el mamparo de la sala de máquinas. Habían transcurrido quince días -quince días de trabajo matador-, y la esperanza se abría ante ellos. Es curioso que ningún hombre sabe cómo se ende rezaron las varillas. La tripulación del Haliotis recuer da esa semana muy oscuramente, como un paciente de malaria recuerda el delirio de una larga noche. Di cen que había fuegos por todas partes; el barco entero era un horno que se consumía, y los martillos nunca estaban quietos. Pero no podía haber más de un fuego, pues el señor Wardrop recuerda claramente que no se llevó a cabo ningún enderezamiento si no se hacía ante sus propios ojos. Los tripulantes también recuerdan que durante muchos años unas voces daban órdenes que ellos obedecían con su cuerpo, mientras que la mente la tenían fuera, en todos los mares del mundo. Les parece que estuvieron en pie días y noches desli zando lentamente una barra hacia atrás y hacia delante por encima de un brillo blanco que formaba parte del barco. Recuerdan un ruido intolerable en sus cabezas ardientes procedente de las paredes de la trampilla de calderas, y se acuerdan de haber sido salvajemente gol peados por hombres cuyos ojos parecían dormidos. Cuando su turno había terminado, trazaban líneas rectas en el aire de manera ansiosa y repetida, y en sus sueños, llorando, se preguntaban unos a otros:
—¿Está recta?
Por fin, aunque no se acuerdan de si eso sucedió durante el día o durante la noche, el señor Wardrop empezó a bailar torpemente, al tiempo que lloraba; y también ellos bailaron y lloraron, y se fueron a dormir totalmente crispados; y al despertar dijeron los hom bres que las varillas estaban enderezadas, y nadie reali zó trabajo alguno durante dos días, salvo el de tumbar se en la cubierta y comer fruta. El señor Wardrop descendía de vez en cuando, acariciaba las dos varillas y, según le oyeron, cantaba himnos. Después ese problema mental desapareció de él, y al final del tercer día de ociosidad hizo en la cubierta un dibujo con tiza, con las letras del alfabeto en los ángulos. Señaló que aunque la varilla del pistón era más o menos recta, la cruceta de la varilla —lo que se había incrustado lateralmente en las guías— se había visto so metida a una gran presión y había rajado el extremo inferior de la varilla. Iba a forjar e introducir un man guito de hierro forjado sobre el cuello de la varilla del pistón donde ésta se unía con la cruceta, y desde el manguito uniría una pieza de hierro en forma de Y cu yos brazos inferiores estarían atornillados a la cruceta. Si necesitaban algo más, podría utilizar la última cha pa de caldera.
Así pues, volvieron a encender las forjas y los hom bres a quemarse el cuerpo, aunque apenas sentían el dolor. La conexión, una vez terminada, no era hermosa, pero parecía lo bastante fuerte: al menos tan fuerte como el resto de la maquinaria; y con esa tarea los tra bajos llegaron a su fin. Lo único que faltaba era conec tar los motores y conseguir comida y agua. El patrón y cuatro hombres trataron con el constructor de barcos malayo, sobre todo por la noche; no era el momento de regatear acerca del precio del sagú y el pescado seco. Los demás se quedaron a bordo y reemplazaron el pis tón, la varilla del pistón, la cubierta del cilindro, la cruceta y las tuercas con la ayuda del fiel motor auxi liar. La cubierta del cilindro apenas estaba hecha a prueba de vapor, y el ojo de la ciencia podría haber visto en la varilla de conexión una curvatura algo se mejante a la de una vela de árbol de Navidad que se hubiera fundido y después hubiera sido enderezada a mano sobre una estufa, pero tal como decía el señor Wardrop:
—No chocó con poca cosa.
En cuanto la última tuerca estuvo en su lugar, los hombres tropezaban unos con otros en su ansiedad por llegar al virador de mano, la rueda y el tornillo sin fin con el que se pueden mover algunos motores cuando no hay vapor a bordo. Casi arrancaron la rue da, pero era evidente hasta para el ojo más ciego que los motores se movían. No giraban en sus órbitas con el entusiasmo que debería hacerlo una buena máqui na; la verdad es que gemían no poco; pero se movían y se detenían de una forma que demostraba que se guían reconociendo la mano del hombre. Entonces el señor Wardrop envió a sus esclavos a las tripas más os curas de la sala de máquinas y las carboneras, y les si guió con una lámpara encendida. Las calderas esta ban bien, pero no les haría daño un poco de rascado y limpieza. Pero el señor Wardrop no quería que nadie realizara su trabajo con excesivo celo, pues tenía mie do de lo que podía dejar al descubierto el siguiente roce de una herramienta. Cuanto menos sepamos ahora, creo que mejor para todos. Me entenderéis cuando digo que esto no es en ningún sentido un trabajo oficial de ingeniería. Como su único vestido al decir esto eran su barba gris y sus cabellos sin cortar, le creyeron. No pregunta ron demasiado acerca de lo que encontraban, pero pu lieron, engrasaron y rascaron hasta obtener un falso brillo.
—Un lametazo de pintura tranquilizaría mi mente —dijo quejosamente el señor Wardrop—. Sé que la mitad de los tubos del condensador están descoyun tados; y que el eje de la hélice Dios sabe hasta qué punto estará alejado de su sitio, y que necesitamos una nueva bomba de aire, y que el vapor principal filtra como si fuera un colador, y que hay algo peor cada vez que miro; pero... la pintura es como la ropa para un hombre, y la nuestra casi ha desaparecido to talmente.
El patrón desenterró un poco de pintura rancia y de calidad inferior de ese verde horrible que se utiliza ba para las cocinas de los barcos de vela, y el señor Wardrop lo extendió pródigamente para darles a los motores estimación propia. La suya estaba regresando día a día, pues llevaba continuamente el taparrabos; pero los tripulantes, que habían trabajado bajo sus órdenes, no se sentían como él. La finalización del trabajo satisfizo al señor Wardrop. Acabaría por hallar la manera de huir a Singapur y desde allí regresar a casa, sin tomar ven ganza, para enseñarles sus motores a los hermanos de profesión; pero los demás y el capitán se lo impe dían. Todavía no habían recuperado el respeto de sí mismos.
—Sería más seguro hacer lo que usted llamaría un viaje de prueba, pero los mendigos no pueden elegir; y si los motores responden al mecanismo de movimien to manual, lo probable... y sólo digo que es una proba bilidad... lo probable es que se sostengan cuando me tamos el vapor.
—¿Cuánto tiempo necesitará para meter el vapor? —preguntó el patrón.
—¡Dios lo sabe! Cuatro horas... un día... media semana. Si puedo elevar la presión a sesenta libras no me quejaré.
—Pero primero asegúrese; no podemos permitirnos navegar media milla para luego detenernos.
—¡Por mi cuerpo y mi alma que estamos continua mente a punto de derrumbarnos, antes y después! Sin embargo, podríamos alcanzar Singapur.
—Pararemos en Pygang-Watai, donde podremos hacer algo bueno —fue la respuesta en una voz que no permitía discusión alguna—. Es mi barco, y... he tenido ocho meses para pensar en ello.
Nadie vio partir al Haliotis, aunque pudieron escu charlo. Salió a las dos de la mañana, tras cortar las amarras, y ninguno de los tripulantes sintió placer cuando los motores entonaron un canto atronador que se escuchó en la mitad de los mares y resonó entre las colinas. Al escuchar la nueva canción, el señor War drop se limpió una lágrima.
—Está farfullando... simplemente farfullando —susurró—. Es la voz de un maníaco.
Y si los motores tienen alma, tal como creen sus dueños, tenía toda la razón. Había gritos y clamores, sollozos y ataques de risa, silencios en los que el oído entrenado ansiaba una nota clara, y torturantes dupli caciones donde sólo debería haber existido una voz profunda. Por el eje de la hélice descendían murmu llos y advertencias, y un corazón enfermizo vibraba sin llegar a decir claramente que la hélice necesitaba una recolocación.
—¿Cómo lo hace? —preguntó el patrón.
—Se mueve, pero... pero me está rompiendo el corazón. Cuanto antes lleguemos a Pygang-Watai, mejor. Está enloquecido, y estamos despertando a la ciudad.
—¿Es casi seguro?
—¡Qué me importa lo seguro que sea! Está loco. ¡Escuche eso, ahora! Con certeza que no hay nada que choque con nada, y los cojinetes están bastante fríos, pero... ¿no lo oye?
—Si funciona, no me importa una maldición —dijo el patrón—. Y también es mi barco.
Avanzaba dejando atrás una brazada de hierbas. Desde un movimiento lento de dos nudos se arrastró hasta conseguir una triunfal velocidad de cuatro. Todo lo que pasara de ahí hacía que los puntales se estreme cieran peligrosamente, y llenaba de vapor la sala de má quinas. La mañana apareció cuando ya no se veía la tie rra, pero sí resultaba visible un rizo bajo la proa. Se quejaba amargamente en su interior, y como si la hu biera atraído el ruido, apareció sobre el mar morado una proa#, curiosa y parecida a un halcón, que se colocó al costado deseando saber si el Haliotis iba a la deriva. Es sabido que incluso los vapores del hombre blanco se averían en estas aguas, y los honestos comerciantes ma layos y javaneses a veces les ayudan a su peculiar mane ra. Pero ese barco no estaba lleno de damas pasajeras y oficiales bien vestidos. Por la amurada aparecieron hombres blancos desnudos y salvajes -algunos llevaban barras de hierro con el extremo al rojo vivo y otros enormes martillos-, se lanzaron sobre aquellos inocen tes e inquisitivos desconocidos y antes de que nadie pu diera decir lo que había sucedido se habían apropiado de la proa, mientras los propietarios legales nadaban en el mar. Media hora más tarde, la carga de sagú y de tre pang# de la proa, así como una brújula dudosamente inclinada, estaban en el Haliotis. Más tarde las dos enormes velas triangulares de rejilla, con sus vergas de setenta pies, siguieron el camino de la carga y se coloca ron en los mástiles desnudos del vapor.
Se levantaron, se hincharon, se llenaron, y el vapor vacío mejoró visiblemente cuando el viento las empu jó. Daban una velocidad de casi tres nudos, ¿y qué otra cosa podían desear aquellos hombres? Pero si antes ha bía parecido abandonado, con esta nueva adquisición parecía horrible. Imagine a una respetable criada vesti da con las mallas de una bailarina dando tumbos bo rracha por las calles y así tendrá una débil idea del as pecto de ese barco de carga de novecientas toneladas, buenas cubiertas, aparejado como una goleta, tamba leándose con su nueva ayuda, vociferando y desvarian do sobre el profundo mar. El maravilloso viaje prosi guió con vapor y vela; y los tripulantes, con la mirada brillante, miraban por encima del pasamanos y pare cían desolados, desgreñados, con el pelo sin cortar y desvergonzadamente vestidos hasta un punto que traspasaba el límite de la decencia. Al final de la tercera semana avistaron la isla de Pygang-Watai, cuyo puerto es el punto en el que da la vuelta una patrulla perlífera. Allí se quedan las caño neras durante una semana antes de regresar siguiendo el mismo rumbo. En Pygang-Watai no hay pueblo, sólo una corriente de agua, algunas palmeras y un puerto seguro para descansar hasta que haya termina do el primer ataque violento del monzón del sudeste. Los tripulantes contemplaron la playa baja de coral, con su montón de carbón encalado dispuesto para el suministro, las abandonadas chozas de los marineros y el asta sin bandera.
Al día siguiente no existía el Haliotis tan sólo una pequeña proa balanceándose bajo la lluvia cálida en la desembocadura del puerto, mientras los tripulantes observaban con ojos deseosos el humo de una cañone ra en el horizonte. Meses más tarde, en un periódico inglés aparecie ron unas líneas informando de que una cañonera de una potencia extranjera se había deshecho en la de sembocadura de un lejano puerto al chocar yendo a toda velocidad contra un barco sumergido.
Rudyard Kipling (1865-1936)
Relatos góticos. I Relatos de Rudyard Kipling.
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El análisis y resumen del cuento de Rudyard Kipling: El diablo y el mar profundo (The Devil and the Deep Sea), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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