«La Venus de Ille»: Prosper Mérimée; relato y análisis


«La Venus de Ille»: Prosper Mérimée; relato y análisis.




La Venus de Ille (La Vénus d'Ille) es un relato fantástico del escritor francés Prosper Mérimée (1803-1870), escrito en 1835 y publicado originalmente en la edición del 15 de mayo de 1837 de la revista literaria francesa Revue des Deux Mondes.

La Venus de Ille, uno de los grandes cuentos de Prosper Mérimée, narra la historia de un arqueólogo y su amigo, miembro de la aristocracia, quien ha logrado adquirir una antigua y magnífica estatua de la diosa Venus, la cual, a su vez, está maldita.

Antes de celebrar su boda, el hijo del señor Peyrehorade, propietario de la estatua, deja el anillo en un dedo de la Venus, solo para descubrir, horas después, que la estatua ha cerrado su mano sobre él.

Naturalmente, nadie da crédito a esta historia; salvo la novia, quien en determinado momento sostiene que la Venus entró a la habitación de su prometido, lo abrazó, y pasó la noche con él.

Lo cierto es que la estatua de bronce está maldita, y malditos todos los que sean amados por ella.

Este clásico de Prosper Mérimée podría ser clasificado dentro del relato de terror; sin embargo, sería más justo ubicarlo entre los grandes relatos psicológicos de la época, a tal punto que el propio Sigmund Freud tomó a La Venus de Ille como parte de un extraordinario ensayo.




La Venus de Ille.
La Vénus d'Ille; Prosper Merimée (1803-1870)

Bajaba yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se había puesto, aun podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la cual me encaminaba.

—¿Sabe usted —le dije al catalán que me servía de guía desde la víspera— dónde vive el señor De Peyrehorade?

—¡Si lo sabré! —exclamó—. Conozco su casa tanto como la mía, y de no ser ahora tan oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de Ille. Tiene dinero, sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a su hijo, que éste será más rico aún que él.

—¿Se llevará a cabo pronto ese casamiento? —le pregunté.

—¿Pronto? Puede que ya estén encargados los violines para la boda. Es en Puygarrig donde se realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a quien desposa el hijo. ¡Será algo espléndido!

Yo iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De P. Me había dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de una gentileza a toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme todas las ruinas que había en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo tanto, contaba yo con él para visitar los alrededores de la ciudad, que sabía eran muy ricos en monumentos antiguos, principalmente de la Edad Media; pero este casamiento, del que oía hablar por vez primera, estropeaba todos mis planes.

Voy a ser un aguafiestas, me dije. Pero como se me esperaba en casa del anticuario, a quien ya me había anunciado el señor De P., era necesario que me presentase.

—Apostemos, señor —me dijo el guía—, ya que estamos en la llanura, apostemos un cigarro a que adivino lo que va a hacer usted en casa del señor De Peyrehorade.

—Pero —contesté entregándole un cigarro— eso no es muy difícil de adivinar. Dada la hora que es, y después de haber hecho seis leguas en el Canigó, lo más importante es cenar.

—Sí, pero ¿mañana? Escúcheme, jugaría a que viene usted a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné cuando lo vi copiar el retrato de los santos de Serrabona.

—¡El ídolo! ¿Qué ídolo?

Esa palabra había despertado mi curiosidad.

—¡Cómo! ¿No le han contado a usted, en Perpiñán, la forma en que el señor De Peyrehorade encontró un ídolo en la tierra?

—¿Quiere decir usted una estatua de tierra cocida, de arcilla?

—Nada de eso. Es de bronce, y con ella hay para hacer gran cantidad de gruesos sueldos. Pesa tanto como una campana de iglesia. La encontramos enterrada al pie de un olivo.

—Entonces ¿estaba usted presente en el momento del hallazgo?

—Sí, caballero. El señor De Peyrehorade nos dijo, hace quince días, a Juan Coll y a mí, que arrancásemos de raíz un viejo olivo que se heló el año pasado, año que, como usted sabe, fue muy malo; estábamos trabajando en eso, pues, cuando Juan Coll, que lo hacía de firme, da un azadonazo y se oyó un sonoro «bimmm», como si hubiese golpeado en una campana. «¿Qué es esto?» me pregunté. Seguimos cavando, y he aquí que descubrimos una mano negra, que parecía la mano de un muerto saliendo de la tierra. El miedo se apoderó de mí. Corrí a ver al señor y le dije: «¡Hay muertos, amo, al pie del olivo! Hay que llamar al cura». «¿De qué muertos hablas?» me dijo; vino conmigo hasta el árbol, y no había concluido de examinar la mano, cuando gritó: «¡Una antigüedad! ¡Una antigüedad!» Uno habría creído que acababa de encontrar un tesoro. Y en seguida se puso a cavar con la azada, con las manos mismas a veces, y tan entusiasmado estaba que casi hacía él solo tanto trabajo como Juan y yo.

—¿Qué encontraron?

—Una mujer negra, de gran tamaño, vaciada en bronce, y algo más que vestida a medias, hablando con respeto, caballero. El señor De Peyrehorade nos ha dicho que se trataba de un ídolo del tiempo de los paganos. ¡Qué! Del tiempo de Carlomagno.

—Comprendo... debe ser alguna buena Virgen, un bronce de un templo destruido.

—¡Una buena Virgen! ¡Pues vaya! Si fuera una buena Virgen yo lo hubiese adivinado en seguida. Le digo a usted que es un ídolo. Bien se ve por su aspecto. Clava en uno de tal modo sus grandes ojos blancos. Se diría que lo mira de hito en hito. Hay que bajar los ojos, sí, al mirarla.

—¿Los ojos son blancos? Sin duda están incrustados en el bronce. Quizás se trate de alguna estatua romana.

—¡Eso es, romana! El señor De Peyrehorade dijo que es romana. ¡Ah! Ya veo que es usted un sabio como él.

—¿Está intacta la estatua, bien conservada?

—¡Oh, señor, no le falta nada! Y es más hermosa y de mejor factura que el busto de Luis Felipe, de yeso pintado, que se encuentra en la alcaldía. Ella es realmente maligna.

—¿Pero qué mal le ha hecho?

—No a mí precisamente, pero ya verá usted. Nos habíamos tomado a pechos el poner la estatua de pie, y hasta el señor De Peyrehorade nos ayudaba a tirar de la cuerda con que pretendíamos levantarla, a pesar de que esa digna persona no tiene más fuerza que un mosquito. Con muchísimo trabajo, por fin, lo conseguimos y mientras yo la calzaba con un poco de tierra ¡zas! el ídolo se desplomó de golpe y aunque atiné a gritar «¡cuidado!» el aviso no fue lo bastante rápido, pues Juan Coll no tuvo tiempo de apartar una pierna.

—¿Y lo lastimó?

—¡Su pobre pierna quedó rota como una estaca! ¡Diantre! Al ver aquello me enfurecí. Quise destrozar el ídolo con mi azada, pero el señor De Peyrehorade se opuso. Después entregó a Juan Coll algún dinero, y éste ya hace quince días que guarda cama, que no más han pasado desde que aquello sucedió. El médico dice que jamás marchará con esa pierna tan bien como con la sana. Es una lástima, ya que era nuestro mejor corredor y, después del hijo de mi amo, el más diestro jugador de pelota. El señor Alfonso de Peyrehorade está apesadumbrado, pues Coll era su compañero de juego. ¡Ah! qué hermoso espectáculo ver cómo ambos se devolvían las pelotas. ¡Paf! ¡Paf! Nunca las hacían tocar el suelo.

Platicando de tal suerte con el guía, entramos en Ille, y pronto me hallé en presencia del señor De Peyrehorade. Era éste un viejo pequeño, vigoroso aún y afable, de nariz colorada y espíritu jovial y chocarrero. Antes de haber abierto la carta del señor De P., me hizo sentar ante una mesa bien servida, y me presentó a su esposa y a su hijo, a éste como un arqueólogo ilustre que debía sacar al Rosellón del olvido en que lo dejaban la indiferencia de los sabios.

Mientras comía con buen apetito, ya que nada dispone mejor a ello que el tonificante aire de las montañas, examiné a mis huéspedes. Ya he dicho algunas palabras sobre el señor De Peyrehorade; debo añadir ahora que era la actividad en persona. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca, traía libros, me mostraba estampas, me servía de beber, y nunca estaba más de dos minutos en reposo. Su mujer, un poco gruesa, más bien corno la mayoría de las catalanas que han pasado los cuarenta años, me pareció una provinciana sencilla, que vivía entregada a los quehaceres de su casa. Aunque la cena era suficiente para seis personas por lo menos, la buena mujer corrió a la cocina, ordenó matar varios pollos, hacer unas fritadas y abrir no sé cuántos frascos de dulces. En un instante, la mesa estuvo sembrada de platos y de botellas, y seguramente hubiera muerto de indigestión con sólo haber probado de todo lo que se me ofrecía. No obstante, a cada plato que rehusaba, debía escuchar nuevas disculpas. Se temía que no me encontrase del todo bien en Ille, pues ¡hay tan pocos recursos en provincias y son tan exigentes los parisienses!

En medio de las idas y venidas de sus padres, el señor Alfonso de Peyrehorade no movió un solo dedo. Era un joven alto, de veintiséis años, de fisonomía guapa y regular, pero carente de expresión. Su altura y sus formas atléticas justificaban mucho la reputación de infatigable jugador de pelota de que gozaba en la comarca. Esa noche estaba vestido con elegancia, exactamente corno los figurines del último número del Journal des Modes. Pero me pareció que se encontraba incómodo dentro de sus ropas; estaba tieso como un palo con su cuello de terciopelo, y para mirar a un costado volvía todo el cuerpo. Sus manos, grandes y tostadas por el sol, lo mismo que sus uñas cortas, ofrecían un raro contraste con su ropa. Eran las manos de un trabajador que salían de las mangas de un elegante traje. Por otra parte, aunque me estudiaba de pies a cabeza con suma curiosidad, quizás por mi condición de parisiense, no me dirigió la palabra más que una sola vez en toda la velada, y fue para preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.

—Ahora, mi querido huésped —me dijo el señor De Peyrehorade a punto de terminar la comida— me pertenece usted, ya que se encuentra en mi casa. No lo dejaré en libertad hasta que haya visto todo lo que tenernos de curioso en nuestras montañas. Es necesario que aprenda a conocer el Rosellón y que le haga justicia. No dude en absoluto de todo lo que vamos a mostrarle. Monumentos fenicios, celtas, romanos, árabes, bizantinos; lo verá usted todo, de cabo a rabo. Lo llevaré a usted por todas partes y no le haré merced ni de un ladrillo.

Un acceso de tos lo obligó a callar. Aproveché entonces para decirle que lamentaba muchísimo molestarlo en una circunstancia tan trascendental para su familia, y que, si quería anticiparme sus excelentes consejos sobre las excursiones que proyectaba, yo las realizaría sin que él se tomase el trabajo de acompañarme.

—¡Ah! Usted quiere referirse al casamiento de este muchacho —exclamó interrumpiéndome—. ¡Vaya! Eso será pasado mañana. Asistirá usted a la boda con nosotros, en familia, pues la futura está de luto por una tía, de la cual hereda. De manera que nada de fiestas, nada de bailes. Es una lástima. Hubiera visto usted danzar a nuestras catalanas. Son bonitas y tal vez la envidia le hubiese hecho imitar a mi Alfonso. Un casamiento, se dice, conduce a otros. El sábado, casados los jóvenes, quedo libre y nos pondremos en camino. Le pido perdón por fastidiarlo con el espectáculo de una boda provinciana. ¡Para un parisiense hastiado de fiestas una boda sin baile siquiera! Sin embargo, verá usted a una casada, ya me dará su opinión. Pero usted es un hombre serio y no se fija en las mujeres. ¡Le haré ver otra cosa! Le reservo una gran sorpresa para mañana.

—Por Dios —dije—, que es difícil guardar un tesoro en una casa sin que la gente se entere. Creo adivinar la sorpresa que me prepara usted. Pero si se trata de su estatua, le anticipo que la descripción que me hizo de ella el guía ha servido para excitar mi curiosidad y disponerme a la admiración.

—¡Ah! Le ha hablado del ídolo, pues es así como llaman a mi bella Venus Tur...; pero hoy no quiero decirle más. Mañana será el gran día. La verá usted y me dirá si tengo razón al considerarla una obra maestra. ¡Pardiez! ¡No pudo llegar usted más a propósito! Hay en ella inscripciones que yo, pobre ignorante, explico a mi manera. Quizás se burle usted de mi interpretación, pues he redactado una memoria, yo, el que le está hablando, viejo anticuario de provincia, quiero hacer temblar la prensa. Si usted quisiera molestarse en leerla y corregirla, yo podría esperar. Por ejemplo, estoy interesado por saber cómo traduciría usted esta inscripción del pedestal: CAVE... ¡Pero no quiero preguntarle nada todavía! ¡Mañana, mañana! ¡Ni una palabra sobre la Venus hoy!

—Haces bien, Peyrehorade —dijo su mujer— en dejar aparte a tu ídolo. Deberías darte cuenta de que no dejas comer al señor. De todos modos, él ha visto en París estatuas más hermosas que la tuya. En las Tullerías las hay por docenas y también de bronce.

—¡He aquí la ignorancia, la santa ignorancia de provincia! —dijo interrumpiéndola el señor De Peyrehorade—. ¡Comparar una admirable antigüedad con las chabacanas figuras de Coustou! Sepa usted que mi esposa quería que fundiese mi estatua para hacer una campana destinada a nuestra iglesia, de la que ella, naturalmente, hubiese sido la madrina. ¡Una obra maestra de Myron, caballero!

—¡Obra maestra! ¡Obra maestra! ¡Hermosa obra maestra que ha roto la pierna de un hombre!

—¿Ves, mujer? —dijo el señor De Peyrehorade con tono resuelto y extendiendo hacia ella su pierna derecha, envuelta en media de seda adamascada—. Si mi Venus me hubiera roto esta pierna, yo no lo sentiría.

—¡Dios mío! ¡Cómo puedes decir eso, Peyrehorade! Afortunadamente, el hombre va mejor. Pero yo todavía no he podido decidirme a contemplar una estatua que causa desgracias como ésa. ¡Pobre Juan Coll!

—Herido por Venus, caballero —me dijo el señor De Peyrehorade, con una risotada—. Herido por Venus, y el tunante se quejaba:Veneris nec praemia noris. ¿Quién no ha sido herido por Venus?

El señor Alfonso, que comprendía mejor el francés que el latín, me guiñó un ojo con aire de inteligencia, y me miró después como preguntándome: «¿Y usted, parisiense, lo comprende también?»

La cena concluyó. Hacía una hora, mejor dicho, que yo había terminado de comer. Me encontraba fatigado y me era imposible reprimir los frecuentes bostezos que se me escapaban. La señora De Peyrehorade fue la primera en notarlos y observó que ya era hora de irse a dormir. Comenzaron entonces a darme mis huéspedes nuevas disculpas por la mala noche que iba a pasar. Que no estaría como en París. ¡Se está tan mal en provincias! Debía ser indulgente con los roselloneses... Juzgué oportuno dejar oír mis protestas, asegurando que después de un viaje por las montañas, un montón de paja hubiera sido para mí un delicioso lecho. No obstante, insistieron en que debía perdonarlos, como pobres campesinos que eran, si no me trataban todo lo bien que querían. Por fin pude dirigirme a la habitación que me había sido destinada, acompañado por el señor De Peyrehorade. Juntos subimos una escalera, y observé que los peldaños superiores de la misma eran de madera, y que desembocaba en medio de un corredor, al cual daban varias habitaciones.

—A la derecha —dijo mi huésped— está el departamento que destino a la futura señora de Alfonso. La habitación de usted se encuentra en el extremo opuesto del corredor. Comprende usted —agregó, haciendo un ademán que quería demostrar finura— que es necesario aislar a los recién casados. Usted se alojará en un extremo de la casa y ellos en el otro.

Entramos en una habitación bien amueblada, donde lo primero que atrajo mi mirada fue un gran lecho, de siete pies de largo, por seis de ancho, y tan alto que era necesario un banco para subir a él. Habiéndome indicado mi huésped la posición de la campanilla, y tras de comprobar por sí mismo que la dulcera estaba llena, los frascos de agua de Colonia debidamente colocados sobre el tocador, después de preguntar aun reiteradas veces si necesitaba algo, me deseó que pasara una buena noche y me dejó solo.

Las ventanas estaban cerradas. Antes de acostarme, abrí una para respirar el aire fresco de la noche, por cierto delicioso después de una copiosa cena. Enfrente se veía el Canigó, de admirable aspecto en todo momento, pero que aquella noche me pareció la montaña más hermosa del mundo, iluminada como lo estaba por una esplendorosa luna. Permanecí algunos minutos contemplando su imponente aspecto, y ya iba a cerrar mi ventana, cuando, bajando los ojos, vi la estatua sobre un pedestal, a unas veinte toesas de la casa. Estaba colocada en el ángulo formado por un seto vivo, el cual separaba un pequeño jardín de un vasto cuadrado liso; éste, como lo supe más tarde, era el juego de pelota de la ciudad. Aquel terreno, propiedad del señor De Peyrehorade, lo había cedido a la comuna, ante el pedido insistente de su hijo.

A la distancia en que me encontraba, no me era fácil distinguir la actitud de la estatua, por lo que no pude apreciar más que su altura, que me pareció de unos seis pies. En ese momento, dos pillastres de la ciudad cruzaron por el juego de pelota, bastante cerca del seto, silbando la bonita melodía del Rosellón: Montañas regaladas. Se detuvieron para mirar la estatua y uno de ellos llegó a apostrofarla en voz alta. Habló en catalán, pero como yo hacía bastante tiempo que estaba en el Rosellón pude comprender casi todo lo que dijo.

—¡Ahí estás, bribona! —La palabra catalana era más enérgica—. ¡Ahí estás! —dijo—. ¡De modo que has sido tú quien le ha roto la pierna a Juan Coll! Si fueras mía, ya te habría retorcido el pescuezo.

—¡Bah! ¿Con qué lo harías? —dijo el otro—. Es de cobre, y tan dura que Esteban ha roto en ella su lima al tratar de estropearla. Está hecha con el bronce de la época de los paganos; es más duro que no sé qué.

—Si tuviera mi cortafrío (debía ser aprendiz de cerrajero el que hablaba), muy pronto le haría saltar sus grandes ojos blancos, de igual manera que sacaría una almendra de su cáscara. Hay en ellos más de cien sueldos de plata.

Se alejaron algunos pasos.

—Es necesario que le dé las buenas noches al ídolo —dijo el más alto de los aprendices, deteniéndose de pronto.

Se agachó y probablemente tomó una piedra. Lo vi estirar el brazo, arrojar algo, y en seguida un golpe sonoro resonó en el bronce. En ese mismo instante, el aprendiz se llevó la mano a la cabeza, dando un grito de dolor.

—¡Me la ha devuelto! —exclamó.

Y mis dos pillastres emprendieron la fuga a todo correr. Era evidente que la piedra había dado en el metal, y al rebotar había castigado al pícaro por el ultraje hecho a la diosa.

Cerré la ventana, riéndome con ganas.

—Un vándalo más castigado por Venus —me dije—. ¡Ojalá que todos los destructores de nuestros antiguos monumentos fueran golpeados de la misma manera.

Con este caritativo deseo me acosté y pronto me quedé dormido.

Ya era día claro cuando me desperté. Junto a mi lecho estaban, a un lado, el señor De Peyrehorade, de bata; al otro, un criado enviado por su esposa, con una taza de chocolate en la mano.

—¡Vamos, arriba, parisiense! ¡Aquí están mis perezosos de la capital! —dijo mi huésped, mientras yo me vestía—. ¡Son las ocho y todavía en la cama! Yo estoy levantado desde las seis. Ya he subido aquí tres veces; me he acercado a su puerta en puntas de pie y nada, no oí la menor señal de vida. Le hará mal dormir tanto tiempo a su edad. Y a mi Venus todavía no la ha visto... Vamos, tómese de una vez esa taza de chocolate de Barcelona, producto legítimo, de contrabando, que no lo hay mejor ni en París. Fortalézcase, pues cuando esté delante de mi Venus, nadie podrá arrancarlo de su lado.

En cinco minutos estuve listo, es decir, afeitado a medias, mal arreglado el traje, y quemado por el chocolate que apuré hirviendo. Bajé entonces al jardín y me detuve ante una estatua admirable.

Era realmente una Venus de maravillosa belleza. Tenía desnudo la mitad superior del cuerpo, tal como los antiguos representaban generalmente a sus grandes divinidades; la mano derecha, levantada a la altura del pecho, estaba vuelta, con la palma para adentro, el pulgar y los dos primeros dedos extendidos, y los otros dos levemente doblados. La otra mano, cerca de la cadera, sostenía el manto que envolvía la parte inferior del cuerpo. La actitud de la estatua recordaba la del jugador de morra que se designa, no sé muy bien por qué, con el nombre de germánico. Quizás se hubiera querido representar a la diosa jugando a la morra.

Sea lo que fuere, era imposible imaginar algo más perfecto que el cuerpo de aquella Venus; nada más suave y voluptuoso que sus contornos; nada más elegante y noble que su manto. Esperaba encontrarme con alguna obra del Bajo Imperio y veía, en cambio, una obra maestra de los mejores tiempos de la estatuaria. Lo que me impresionó sobremanera fue el exquisito realismo de sus formas, que se las hubiera podido creer moldeadas por la naturaleza, si la naturaleza produjera formas tan perfectas.

Los cabellos, levantados sobre la frente, parecían haber sido dorados en otro tiempo. La cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, nunca podré llegar a definir su extraña expresión; su tipo no se parecía al de ninguna de las estatuas antiguas que yo recordaba. No tenía esa belleza serena y severa que creaban los escultores griegos, los cuales, por sistema, daban a todos los rasgos del semblante una majestuosa inmovilidad. En éste, por el contrario, observé con sorpresa la manifiesta intención del artista de mostrar la malicia llegando casi a la maldad. Todos los rasgos estaban levemente contraídos: los ojos eran algo oblicuos, la boca parecía un tanto levantada en los extremos y las narices un poco henchidas. Desdén, ironía, crueldad, todo esto sugería aquella cara, que, no obstante, era de increíble belleza. La verdad es que, cuanto más se contemplaba aquella admirable estatua, tanto más se experimentaba el penoso sentimiento de que una hermosura tan maravillosa pudiera aliarse con la ausencia de toda sensibilidad.

—¡Si la modelo existió alguna vez —dije al señor De Peyrehorade—, y dudo que el cielo haya producido alguna vez mujer parecida, compadezco a sus amantes! Ha debido complacerse en hacerlos morir de desesperación. Aunque su expresión es algo feroz, no he visto nada tan bello.

—¡Es Venus por entero a su presa aferrada! —exclamó el señor De Peyrehorade, satisfecho de mi entusiasmo.

Aquella expresión de infernal ironía se aumentaba quizás por el contraste de los ojos de la estatua, incrustados de plata y muy brillantes, con la pátina de verde negruzco que el tiempo había dado al bronce. Ese brillo daba a los ojos cierta ilusión de realidad, de vida. Me acordé entonces de las palabras de mi guía, cuando sostuvo que la estatua hacía bajar los ojos a todos los que la miraban. Esto casi era verdad, y no pude reprimir un movimiento de cólera contra mí mismo al sentirme algo inquieto delante de aquella figura de bronce.

—Puesto que ya ha admirado usted todos los detalles, querido colega en arqueología —dijo mi huésped—, demos por abierta, si no tiene inconveniente, una conferencia científica. ¿Qué me dice usted de esta inscripción, en la que no se ha fijado todavía? —agregó, señalándome el pedestal de la estatua, donde leí estas palabras:

CAVE AMANTEM

Quid dicis, doctissime? —me preguntó el anticuario frotándose las manos—. ¡Veamos si estamos de acuerdo en cuanto al sentido de cave amantem!

—Por lo pronto —le contesté—, tiene dos sentidos. Se puede traducir: «Ten cuidado con quien te ama, desconfía de tus amantes»; pero en este sentido, no sé si cave amantem sería una buena expresión latina. Viendo el aspecto diabólico de la dama, creería más bien que el artista ha querido poner en guardia al espectador contra esta terrible belleza. Yo la traduciría así, pues: «Ten cuidado si ella te ama».

—¡Hum! —dijo el señor De Peyrehorade—. Sí, ése sentido es admisible; pero, no se moleste usted si prefiero la primera traducción, que es la que desarrollaré. ¿Sabe quién fue el amante de Venus?

—Tuvo varios.

—Sí, pero el primero fue Vulcano. ¿No se habrá querido decir: «A pesar de toda tu belleza, y de tu aire desdeñoso, tendrás por amante a un herrero, villano y cojo»? ¡Lección profunda, caballero, para las coquetas!

No pude menos de sonreír ante aquella explicación que me pareció tan traída por los cabellos.

—Es un idioma terrible el latín por su concisión —repuse con el fin de evitar contradecir seriamente a mi arqueólogo, y retrocedí algunos pasos para contemplar mejor la estatua.


Sigue leyendo la segunda parte de: «La Venus de Ille», Prosper Mérimée.




El análisis y resumen del cuento de Prosper Merimée: La Venus de ille (La Vénus d'Ille), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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