«La isla de la magia negra»: Hugh B. Cave; relato y análisis.


«La isla de la magia negra»: Hugh B. Cave; relato y análisis.




La isla de la magia negra (The Isle of Dark Magic) es un relato de terror del escritor norteamericano Hugh B. Cave (1910-2004), publicado originalmente en la edición de agosto de 1934 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1977: Murgunstrumm y otros (Murgunstrumm and Others).

La isla de la magia negra, uno de los mejores cuentos de Hugh B. Cave, relata la historia de un joven obsesionado por la muerte de su amada, quien recurre a Nyarlathotep y otras deidades alienígenas para traerla de vuelta a la vida [ver: Seres Interdimensionales en los Mitos de Cthulhu]

SPOILERS.

El narrador de La isla de la magia negra de Hugh B. Cave es un misionero, el único hombre blanco en una pequeña isla del Pacífico Sur, al menos hasta la llegada de Peter Mace. Mace es un joven nervioso que lleva consigo a la isla una «caja de embalaje», aparentemente con la intención de vivir como un ermitaño. Actúa de manera extraña, excitando la curiosidad de los nativos, por ejemplo, renunciando a afeitarse [esto parece haber sido toda una señal de su estado mental] y bebiendo en exceso. Finalmente Mace se desmorona y le relata su historia al narrador.

Como estudiante de medicina en Nueva York, Mace se enamoró de Mureen Kennedy [«una criatura de las calles»]. Mace ya era un personaje extraño, el tipo de hombre que está interesado en libros prohibidos y realiza experimentos que la comunidad médica desaprueba. De hecho, es expulsado; y, cuando Mureen muere, pierde la cabeza definitivamente. A partir de entonces comienza a buscar formas de «mantenerla conmigo para siempre». Mace recurre a un amigo escultor, quien accede a tallar una estatua [súper] realista de Mureen. ¡Así que eso era lo que había en la caja de embalaje!

Ahora bien, lejos de cualquier interferencia en esta remota isla, Mace ha estado participando en rituales y lanzando hechizos que, según sus libros prohibidos, le darán vida a la estatua. Mentalmente desequilibrado, desafía al narrador a presenciar uno de sus rituales, aparentemente ansioso por mostrarle cuán irrevocablemente ha rechazado al Dios de bíblico [al que culpa por la muerte de Mureen] y demostrar cuán poderosos son los dioses alienígenas. Durante el ritual, Mace invoca a Nyarlathotep y Hastur y comprueba el nombre del Signo Amarillo, el Rey Negro y Yuggoth. Mientras el narrador observa con horror, la estatua de mármol se mueve brevemente, su rostro se contorsiona de agonía, pero luego se queda inmóvil: traerla a la vida requerirá siete de esos rituales, y este es solo el quinto.

El narrador se entera del sexto ritual de un nativo aterrorizado. Luego llega el día del séptimo y último ritual.

Una mujer con velo, vestida de negro, que se mueve y habla con rigidez, llega a la isla, siendo apenas la segunda persona en cuatro años. El narrador conduce a esta mujer taciturna a través de la jungla hasta la casa de Mace, pensando que tal vez pueda ayudar a que el joven recupere el sentido. Cuando llegan, Mace acaba de terminar el ritual y «los innombrables horrores del mundo de las tinieblas» con los que se contactó le han dado vida a la estatua. ¡Está abrazando a la mujer de piedra y llamándola su «amada»! Pero entonces la mujer de negro levanta su velo: es Mureen, resucitada de la tumba.

De alguna manera, Mureen escuchó el llamado de Mace y cruzó medio mundo para estar con él. Bonito detalle. Mace abraza este cadáver desvencijado, y la mujer de piedra, excitada por celos homicidas, estrangula primero a Mureen, luego a Mace, y se adentra en la jungla. El narrador procede a reunir a la pequeña población nativa de la isla y todos huyen en sus canoas.


La isla de la magia negra de Hugh B. Cave no es un mal relato, aunque tal vez sea demasiado largo y con algunos puntos ciegos importantes. No está claro si Mace está tratando de invocar el alma de Mureen para darle vida a la estatua [que es lo que yo, quizás erróneamente, había asumido] o simplemente está rogándole a Nyarlathotep que animara la estatua pero sin esperar que tenga la personalidad y recuerdos de Mureen. Hugh B. Cave tampoco se esfuerza demasiado en aprovechar el entorno de esta isla de los Mares del Sur [cualquier ubicación remota habría servido], la cual tendría más sentido si Mace, por ejemplo, hubiese viajado a la Polinesia para buscar a un hechicero o médico brujo en particular.

La isla de la magia negra de Hugh B. Cave pertenece a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft, y utiliza muchos elementos del ciclo lovecraftiano, algo que al flaco de Providence no parece haberle gustado demasiado en este caso en particular.

Lovecraft insistía en hacer una distinción entre los escritores que solo buscaban ganar dinero y la «verdadera literatura». Según él, al escribir para las revistas pulp, autores como E. Hoffmann Price y Edmond Hamilton desperdiciaron su talento y [todavía peor] adquirieron malos hábitos, lo cual [siempre según Lovecraft] inhibió su capacidad innata para producir las obras de calidad. El flaco de Providence incluso intentaba revertir este proceso. En una carta a Catherine L. Moore, advierte a la escritora para que esto no le suceda. La respuesta de Moore fue demoledora:


[Obtengo un tremendo placer al tratar de una manera chapucera los conceptos básicos de la ficción barata que tanto te desagrada. Además, necesito el dinero.]


Hugh B. Cave era uno de esos autores talentosos que Lovecraft consideró «vendido» al aspecto comercial del pulp. De hecho, tuvieron una fuerte discusión epistolar. En 1932, Lovecraft le comentó a August Derleth que se había metido en una «gran pelea con Hugh B. Cave sobre el tema de la motivación literaria». Al parecer, el punto de vista de Hugh B. Cave no era irracional. No estaba en desacuerdo con modificar ligeramente sus obras si se lo recomendaba el editor de turno, porque escribir para una revista pulp, en definitiva, era un negocio. Lovecraft, en cambio, no admitía que se le corrija una sola coma [sus batallas con Farnsworth Wright son memorables]; y prefería que sus relatos fuesen rechazados a ser publicados con alteraciones.

La cordial y hasta afectuosa relación que Lovecraft había mantenido con Hugh B. Cave se deterioró rápidamente tras este desacuerdo; tanto es así que una carta a Robert E. Howard, fechada en agosto de 1933, el flaco de Providence confiesa:


[Simplemente no puedo leer la basura que (Otis Adelbert) Kline y Cave escriben.]


Aquí en El Espejo Gótico somos menos severos con Hugh B. Cave. La isla de la magia negra es una buena historia desde el principio; sin embargo, es el final el que la convierte en una historia memorable.

Agradecemos afectuosamente la traducción al español de La isla de la magia negra de Hugh B. Cave realizada por Rodrigo Tello, un gran amigo de El Espejo Gótico. Gracias por el aporte.




La isla de la magia negra.
The Isle of Dark Magic, Hugh B. Cave (1910-2004)

(Traducido al español por Rodrigo Tello para El Espejo Gótico)


El capitán Bruk, capitán del Bella Gale, fue el hombre que trajo a Peter Mace a Faikana; y como no conocí al muchacho hasta su llegada, debo contar la primera parte de esta historia tal como la vivió el capitán Bruk. Así pues, debo retroceder un poco.

Bruk estaba “en la playa”, como suele decirse, cuando la Jornsen Trading Company, en Papeete, le ofreció el Bella Gale. La compañía Jornsen, como la mayoría de las empresas más pequeñas de Papeete, operaba una flota de barcos de segunda categoría con aparejo de goleta y que navegaban bajo su propia bandera. Ningún capitán de renombre habría aceptado el mando ni siquiera del mejor de ellos. Pero Bruk estaba desesperado.

Sus órdenes eran hacer pie en Faaite, navegar hacia el norte, hacia Fakarava y Taou, y terminar en Rarioa, haciendo un trueque por toda la copra que pudiera contener la goleta. Debía estar de vuelta en Papeete en el plazo de un mes, de ser posible. Y debía llevar un pasajero, un hombre blanco, hasta Rarioa.

El hombre blanco era Peter Mace y, si hubiera podido elegir, Bruk habría escogido una compañía más prometedora, o ninguna. Peter Mace era un joven delgado y de aspecto preocupado, con un par de ojos que no perdían de vista nada. No podía tener más de veinticinco años y llevaba en Papeete, según dijo, sólo tres semanas.

Subió a bordo una hora antes de que zarpara la goleta, y trajo consigo una gran maleta de madera que insistió en guardar en su propio camarote. Y durante dos días se mantuvo totalmente aislado, sin ofrecer una sola palabra de explicación a nadie.

Más tarde, sin embargo, encontró tiempo y ganas de hacer preguntas. Antes de que el Bella Gale llegara a Faaite, había exigido conocer el nombre de cada atolón del Paumotu. Había interrogado a Bruk sobre las costumbres de los isleños, cómo trataban a los hombres blancos, qué atolones eran los menos poblados y si Bruk conocía alguna pequeña isla fuera de las rutas de las goletas donde un hombre pudiera estar completamente solo. Mil cosas insistió en saber, pero ni una sola palabra dijo de sí mismo o de su trabajo o de su razón para ir a Rarioa. Y ni una sola vez mencionó el significado de la caja de embalaje en su camarote.

Entonces, un día, oteando un cielo despejado, dijo:

“Si le doy quinientos dólares, capitán, ¿Hará todo lo posible por llevarme a tierra en Faikana?”

“¡Quinientos dólares!” repitió Bruk.

“¿Es muy poco?”

“En nombre de todo lo que es sagrado”, exigió Bruk, “¿para qué quieres ir a Faikana? Si te llevo hasta allí, ¡te pasarás media vida para quitarte la mugre en una bañera!”

“Si quinientos dólares es poco”, sonrió Peter Mace, “lo doblaremos”.

Y eso fue todo lo que Bruk le sacó. Quinientos dólares, doblados, y Faikana. Faikana, el fin de toda la creación, una isla olvidada habitada por un mero puñado de nativos marquesanos y un misionero con ideas extrañas.

Así que Peter Mace llegó a Faikana. Y yo, el padre Jason, el “misionero con ideas extrañas”, lo conocí por primera vez y me pregunté por aquella extraña caja de madera que traía consigo.

En una semana, el chico se había establecido. Primero encontró una choza nativa abandonada y se instaló en ella, llevándose sus pertenencias. Luego, con una metódica falta de prisa que dio resultados asombrosos, obtuvo la ayuda de los nativos y comenzó a construirse una residencia permanente, a más de tres millas del pequeño asentamiento del que mi casa era el centro. Al parecer, prefería estar solo con los asuntos que le habían traído a nuestra isla. Sin embargo, vino varias veces a visitarme y me invitó amablemente a pasar la primera noche con él en su nueva casa, cuando estuviera terminada.

Así lo hice, y me sorprendió un poco. Aunque había oído susurros de los nativos, me había mantenido discretamente alejado de la escena de las operaciones del muchacho hasta que fui invitado implícitamente por él. Encontré la casa prácticamente aislada en un claro natural en medio de ese cinturón de desolación que cubre el extremo norte de Faikana. Su único medio de comunicación con el pueblo era un estrecho y peligroso sendero a través de la densa jungla, que suponía más de una hora de la más dura caminata. Seguramente Peter Mace no deseaba recibir visitas casuales.

Sin embargo, la casa en sí estaba completa en todos sus detalles: una elaborada vivienda nativa de dos habitaciones con una pequeña cámara adicional en el piso superior. Aquella noche nos sentamos allí, él y yo, bebiendo brandy nativo y jugando al ajedrez. Nuestra conversación no tocó ni una sola vez el tema de las personalidades. Ni él ni yo hicimos preguntas, ni se ofreció a mostrarme lo que había en la habitación de arriba. Cuando llegó la hora de irme, me deseó una agradable despedida y encargó a su recién adquirido chico nativo, Menegai, que me acompañara de vuelta al pueblo. Y durante dos semanas, ¡eso fue todo lo que supe de él!

Pero la curiosidad de los nativos, ya se sabe, es algo que se despierta fácilmente; y escuché muchas historias extrañas durante esas dos semanas. “Peteme”, llamaban los marquesanos al muchacho, y Peteme, según decían, era un diablo encarnado. Durante el día le oían trabajar en la habitación de arriba de su casa, y cuando no estaba trabajando se paseaba como un animal enjaulado, murmurando y refunfuñando para sí mismo. Varias veces, cuando se habían acercado a la ventana del piso de abajo y se habían asomado, lo habían visto sentado a la mesa, encorvado sobre una pila de libros, con botellas de whisky apiladas frente a él. Estaba borracho, dijeron. Tenía los ojos distendidos e inyectados en sangre, y le temblaban las manos al sostener los libros. Pero no sabían lo que tenía en la habitación de arriba, pues era imposible asomarse a la ventana y averiguarlo.

Yo sabía que todas estas historias eran muy exageradas, porque mi pueblo era, en el mejor de los casos, como un niño supersticioso. Pero también sabía que debía haber algo de verdad en ellas, pues los nativos no mienten deliberadamente a menos que puedan, mintiendo, ganar cosas materiales para ellos. Así que, pensando en invitar al chico a mi casa y hablar con él sobre su personalidad, fui una tarde a su casa.

No estaba allí cuando llegué. Llamé a la puerta y no recibí respuesta, y al abrirla no encontré a nadie dentro. Me pareció extraño que se fuera y dejara la puerta abierta, pues vi que la había dotado de una cerradura patentada. Lo llamé en voz alta, y luego, desconcertado, miré a mi alrededor.

La mesa estaba repleta de libros y de manuscritos cubiertos de cartulina. Los miré con curiosidad, y luego los estudié atentamente. Entonces me estremecí y me sentí de repente como si estuviera en un lugar profano. Si hubiera estado ardiendo una fogata, habría arrojado esos libros allí, a pesar de que seguramente me ganaría la furia del muchacho al descubrir mi acto. Porque los libros eran libros prohibidos, todos y cada uno de ellos; y digo prohibidos, no porque yo venga de una vocación religiosa, sino porque tales volúmenes han sido condenados por la verdad y la ciencia por igual. Uno de ellos era los Cultos Negros de Von Heller. Otro, en forma de manuscrito, inscrito en latín, era la edición no expurgada de lo que ahora es El Velo Invisible. Un tercero creí que era -y ahora sé que lo que pensé era correcto- la parte que faltaba de ese peligroso tratado, Le Culte des Morts, del que se dice que sólo existen cuatro ejemplares. Dios misericordioso, ¡no eran libros para el alma de un muchacho de veinticinco años que vivía solo con sus pensamientos!

Totalmente confundido, me aparté de la mesa y me senté durante algún tiempo en una silla cerca de la puerta abierta, esperando impacientemente a que Peter Mace regresara. Cuando no llegó, me levanté y me paseé por el suelo, y de repente recordé lo que los nativos habían susurrado sobre la habitación de arriba. ¿Era posible que los libros que había sobre la mesa a mi lado tuvieran alguna relación con el contenido de la habitación de arriba? ¿Podría ser que Peter Mace hubiera profundizado en estos asuntos más allá del mero estudio de los mismos?

Dudé. Esta no era mi casa; no tenía derecho a subir la estrecha escalera que colgaba de forma tan tentadora en el rincón sombrío de la habitación donde me encontraba. Sin embargo, tenía derecho, como consejero religioso, a saber de qué pecados era culpable el muchacho, para poder instruirle en consecuencia. Deliberadamente, por lo tanto, caminé por el piso.

La escalera era endeble, lo suficientemente sólida para soportar el peso del delgado cuerpo del muchacho, pero no tan sólida como para que me sintiera cómodo al subirla. Subí a tientas, lenta y cautelosamente, probando cada peldaño antes de confiar mi peso en él. Luego alcancé por encima de mí y aparté la alfombra de atap que cubría la abertura del techo; y con un suspiro de alivio metí los brazos por el agujero. Y entonces ocurrieron dos cosas. Detrás y debajo de mí, la puerta de la casa repiqueteó contra la pared, mientras Peter Mace cruzaba el umbral. Y ante mí, a la altura de mis ojos, vi una cosa sentada a la manera de Buda en el suelo de la habitación de arriba. Vi la cosa sólo un instante, antes de que las manos ebrias del muchacho me arañaran las piernas y me arrastraran hacia abajo. La vi, además, en la penumbra, lo que explica el error de mi primera impresión, que llevé conmigo durante semanas, creyendo que era la verdad. Porque lo que vi fue una mujer, desnuda y mirándome fijamente. Una muchacha joven y encantadora, sentada sin ningún movimiento en un pedestal hecho de tablas cubiertas de tela. A su lado estaba la caja de embalaje en la que había sido transportada a Faikana. En sus manos, extendidas hacia mí, había un gran cuenco de metal en el que ardía algún producto químico, o una combinación de productos químicos, con un olor tan dulce como el del éter.

Eso fue todo lo que vi. El peldaño de la escalera se rompió debajo de mí cuando Peter Mace se lanzó sobre mí. Caí de lado contra la pared. La caída me aturdió. Lo siguiente que supe fue que Peter Mace estaba de pie con las piernas abiertas ante mí, y mi espalda estaba contra la mesa, y mis manos estaban rígidamente extendidas para evitar que la cara contorsionada del muchacho se clavara en la mía.

En ese momento Peter Mace me desconocía. Estaba loco de rabia. Su cara estaba vacía de color y las venas de su frente sobresalían como antiguas cicatrices. El odio animal estaba en sus ojos. Palabras guturales, groseras y terribles, gruñían de sus labios. Me habría golpeado hasta dejarme inconsciente, tal vez hasta la muerte, si no hubiera tropezado hacia atrás y me hubiera dirigido a la puerta a tientas.

Entonces eché a correr, sabiendo que era mejor no quedarse e intentar razonar con un hombre tan diabólicamente enfadado. No tenía ningún deseo de pelear con él; ni podía, en ese momento, explicar la razón de mi investigación de aquella habitación prohibida. Corrí, tan rápido como mis piernas me permitieron; y cuando miré hacia atrás, después de surcar ciegamente la profunda hierba del cogollo hasta el borde del pequeño claro, le vi de pie, rígido, en la puerta de la casa, con las manos agarrando el marco de la puerta y las piernas abiertas bajo él.

Y con esa imagen grabada en mi mente, me di la vuelta y me lancé por el sendero hacia el pueblo.

Ese fue el comienzo de lo que puedo llamar, con razón, un reino de terror, no para mí, sino para los nativos. Desde aquel día no estaban seguros de acercarse a la casa de Peter Mace y, sin embargo, a pesar del peligro, su curiosidad seguía llevándolos allí. Me llegó más de una historia sobre la furia insana del muchacho, de cómo, al descubrir a algún nativo sin suerte dentro de la frontera prohibida, había salido corriendo como un loco, persiguiendo al nativo hasta la selva. Es cierto que estas historias llegaron a mí después de muchos relatos, y ciertamente fueron magnificadas para mi beneficio; pero no por ello dejaron de ser significativas. No volví a ir a los dominios de Peter Mace.

Y un día vino a verme. Vino solo, en el calor del mediodía, con la cabeza y los pies desnudos. Al mirarlo, nadie podría haber adivinado que aquel degenerado desaliñado había sido, hace menos de tres semanas, un joven y acomodado aventurero. Se enfrentó a mí de forma inestable. Sus ojos tenían bordes negros y estaban manchados de sangre. Su aliento estaba viciado por los vapores del licor. Y, sin embargo, se acercó triunfante. Me miró fijamente. Sus labios mojados, formados por una máscara facial que no había sentido el contacto de una navaja de afeitar durante días, se curvaron hacia arriba en las esquinas y me sonrieron con maldad.

“Bueno”, se burló, “¿todavía tienes curiosidad?”

Me quedé de pie en el porche de mi casa y le miré fijamente, medio asustado y medio compadecido. Pero él no quería compasión. Sus sucias manos se aferraban a la barandilla y sus pies descalzos estaban firmemente plantados en los escalones. Me devolvió la mirada.

“Bueno, ¿no puedes hablar?”, dijo. “¿Estoy tan borracho que no se me puede hablar?”

“Lo estás”, respondí fríamente. “Estás demasiado borracho para saber lo que haces”.

“Eso es lo que tú crees”, dijo, echando la cara hacia delante. “Pero no estoy haciendo nada, ¿ves? Ya está hecho. Si quieres satisfacer tu maldita curiosidad, puedes volver conmigo y satisfacerla. Y no te preocupes; esta vez no te echaré. No será necesario”.

Por qué me fui con él, después de semejante arrebato, no estoy seguro. ¿Curiosidad? Ciertamente, hasta cierto punto. Pero fue más que eso. El chico estaba enfermo. Estaba mentalmente enfermo, moralmente enfermo.

Necesitaba ayuda. Era mi deber ir con él.

Y fui. Asaltado por las dudas y por un miedo no poco físico, le seguí hasta la selva. Si hubiera querido asesinarme con seguridad y en secreto, podría haberlo hecho fácilmente, en aquel laberinto de oscuridad. El camino bajo los pies era viscoso e incierto después de una noche de lluvia. Ni una sola vez nos dio el sol a través del techo de ramas entrelazadas y aroidinas babeantes que colgaban sobre nosotros a cada paso. Por todos lados el eterno goteo, goteo, goteo de la humedad acompañaba nuestro lento avance. No intercambiamos una sola palabra.

Podría haberme asesinado, digo; pero no hizo otra cosa que avanzar como un autómata, resbalando por charcos de barro negro y mirando fijamente hacia delante. El esfuerzo físico de aquel desagradable viaje le estaba haciendo mella. Cuando llegamos al claro donde estaba su casa, se volvió para mirarme con ojos desconcertados, como si hubiera olvidado por qué le había acompañado. Y, en verdad, lo había olvidado.

“¿Qué quieres?”, me preguntó con hosquedad.

Dudé. Intenté desesperadamente leer lo que había detrás de su mirada desafiante. Me dije a mí mismo que su desconcierto era genuino; que el conocimiento de lo que había hecho mientras estaba en las garras del alcohol y de la casi locura, en realidad, había desaparecido de él. Así que le dije, en voz muy baja, mientras estábamos de pie en los escalones de su casa:

“Me pediste que te ayudara”.

“¿Ayudarme?”, frunció el ceño. “¿Cómo?”

“Tenías algo que decirme, que mostrarme. Algún problema que te hacía daño. Viniste a mí porque es mi deber escuchar los problemas de otros hombres y mostrarles, si puedo, una salida”.

Durante un buen rato me estudió, como si estuviera estudiando un rompecabezas impreso en un libro y se preguntara si la solución dada era la correcta. Levantó una mano para apartar la mata de pelo de sus ojos, y luego se mordió los nudillos de esa mano, mirándome todo el tiempo como un niño pequeño que se esfuerza por recordar ciertas cosas que ha olvidado. Finalmente sonrió y me guió hacia la casa.

A partir de ese momento, ya no fue el mismo. Se dirigió a Menegai, su criado, que estaba cerca de nosotros, y le dijo al nativo que se fuera y nos dejara solos. Luego me indicó en silencio que me sentara en una silla, y acercó otra silla hacia mí. Se inclinó hacia delante, me miró fijamente y finalmente dijo:

“¿Sabe usted quién soy, padre?”

“La verdad”, respondí, “no lo sé”.

“No, no, no me refiero a eso. Peter Mace es mi verdadero nombre. Me refiero a que si sabe quién soy. ¿Qué soy?”

“Me gustaría”, le dije. “Entonces podría ser capaz de ayudarte”.

“Sí, podría. Pero no soy religioso, padre. No creo en un Dios, en ese sentido. Conozco demasiadas cosas que son diferentes”.

“Cuéntame”, sugerí suavemente.

Y me lo dijo.

Su nombre era Peter Mace. ¿Había oído alguna vez ese nombre? ¿Sabía lo que significaba en Nueva York, en Filadelfia? ¿No? Bueno, los nombres no significan mucho en los Mares del Sur, de todos modos -y sonrió con cansancio mientras decía eso. ¿Qué importaba? Su parte del nombre no tenía importancia, después de todo. Sólo había sido un estudiante en una conocida escuela de medicina de Nueva York, un estudiante de honor hasta su cuarto año, cuando fue expulsado en desgracia por ciertas conferencias y experimentos que era mejor no describir.

Había habido una chica. Una chica encantadora, pero una mujer de la calle. Maureen Kennedy era su nombre. Ella lo había amado.

“Ella era limpia, pura”, me dijo. “Nos amamos de la manera en que tu Dios quiso que un chico y una chica se amaran. No valía la pena pensar en nada más en el mundo. Y tu Dios me la arrebató”.

Él, Peter Mace, había estado viviendo una vida en secreto en ese momento, reacio a enfrentar a su familia después de ser expulsado de la universidad. Había probado suerte con un joven simpático que tenía habitaciones pequeñas y sin pretensiones en el Village. Este tipo, Jean Lanier, estudiaba arte. ¡No! Creaba arte.

“Se rieron de él, padre, como se rieron de todo lo que está más allá de su comprensión”.

Pero había muerto. La muerte había acechado esas habitaciones sombrías, observando y gritando con burla, hasta que…

“Me volví loco, padre. A veces todavía me vuelvo loco, cuando pienso en ella. Allí estaba, en mis brazos, muerta. Una mujer de la calle, dijeron. Una mujer impura. ¡Pero no lo era! ¡Era hermosa! Durante dos días me senté junto a su cadáver, acariciándola, mirándola, hasta que mis ojos no pudieron llorar más y no me quedó voz para sollozar. Todo ese tiempo Jean Lanier guardó silencio, trayéndome comida y bebida, respetando mi angustia, sin juzgarme ni una sola vez. Y entonces, en mi locura, concebí la idea de mantenerla conmigo para siempre”.

¿Para siempre? Peter Mace debió de ver el horror que apareció en mis ojos mientras le miraba fijamente. Sonrió y se inclinó hacia delante para poner su mano suavemente en mi brazo.

“No de esa manera, padre”, dijo, sacudiendo la cabeza. “Usted no entiende. Jean Lanier era un artista, un escultor. Robamos dinero, él y yo, y durante una semana trabajó día y noche, sin dormir, para darme lo que yo quería. Cuando estuvo terminado, cubrimos su pobre cadáver y lo llevamos lejos de la ciudad, donde todo estaba tranquilo y en paz. Allí, de noche, la enterramos. Nadie la echó de menos; nadie hizo preguntas. Sólo era una mujer de la calle; ¿y a quién le importa que una mujer de la calle desaparezca?”.

Me miró a mí y al suelo, y durante mucho tiempo no volvió a hablar. Luego dijo con fuerza:

“Nunca debería haberlo hecho, padre. Nunca debí obligar a Jean Lanier a hacer lo que hizo. Me volvió loco. Me llenó la mente de odio hacia Dios Todopoderoso. Y como había estudiado esto -señaló amargamente la pila de libros prohibidos que había en la mesa junto a nosotros-, sólo me quedaba un camino. Estudié más y más. Aprendí cosas. Jean Lanier me echó y no quiso saber más de mí. Dondequiera que iba con esa cosa que Jean me había hecho, la gente murmuraba y me llamaba loco”.

“Y así”, dije, “viniste aquí a Faikana”.

Asintió con la cabeza. “Eso también fue parte de la locura”, confesó. “No era una locura separada en sí misma; era una parte del todo. Tenía que alejarme de toda persona viva. Tenía que estar solo, con ella. ¿Entiendes? ¡Tenía que estar a solas con ella! ¡Tenía que terminar lo que había empezado! ¡Y lo he hecho! Lo he hecho”.

De repente se puso en pie ante mí, riendo estruendosamente. Me aparté de él, comprendiendo el horror de la transformación que se había producido en él. Supe, entonces, el estado de su mente. Cuando había venido a buscarme a mi casa, su mente estaba llena de ese extraño triunfo que ardía en su interior, y había estado, al menos en parte, loco. Luego, en aquel largo y silencioso viaje a través de la selva, el fuego en su interior se había apagado; incluso había olvidado la causa de su locura. Y ahora se había convencido a sí mismo, lenta y terriblemente, de que volvía a ser una bestia salvaje con una sola idea. Ciertamente, no era un hombre cuerdo del que me acobardara.

“¡Te la voy a enseñar!”, bramó, golpeando el aire frente a mi cara con sus puños cerrados. “¡Una vez te colaste arriba, maldita sea, y todo lo que viste fue un trozo de mármol muerto! ¡Sube conmigo, ahora! Te mostraré algo que tu cerebro lleno de religión no se atreverá a creer”.

Me agarró de los brazos y me levantó de la silla. Sus grandes ojos estaban cerca de mi cara, encontrando una diabólica satisfacción en cada expresión que retorcía mis rasgos. Me sacudió como un hombre adulto sacude a un niño aterrorizado.

“Crees que tu estúpida religión es la respuesta a todo en la vida, ¿verdad?”, me espetó. “¡Crees que sabes todo lo que hay que saber! ¡Pues yo te lo voy a enseñar! Te enseñaré algo”.

Me empujó junto a la mesa, donde se apilaban aquellos obscenos volúmenes. Me sujetó salvajemente del brazo y me obligó a acercarme a la escalera que conducía a la cámara oscura de arriba. Si hubiera podido pasar por delante de él, para llegar a la puerta, habría huido de aquel lugar sin dudarlo, como ya había huido una vez. Pero no era posible escapar. Me habría seguido -estoy seguro- y me habría arrastrado de vuelta. Sólo Dios sabe lo que habría pasado entonces.

La escalera se balanceaba peligrosamente mientras la subía. No tuve tiempo de subir con precaución. Si me hubiera detenido, podría haberme empujado a la fuerza por aquellos delgados peldaños, precipitándonos ambos al piso de abajo. Es extraño que haya temido un daño físico, cuando debería haber temido mil veces más el probable horror mental en el que estaba tropezando. Pero al principio no vi ese horror, ni siquiera después de trepar por la abertura del techo y ponerme de pie a tientas en el suelo de la habitación de más allá. Aquella habitación era un dominio de sombras, y el súbito destello de una cerilla en la mano levantada de Peter Mace no reveló al principio lo que tenía delante.

Entonces lo vi, y di un paso atrás con tal violencia que mi rígido cuerpo fue azotado por los montantes de nipa de la pared que había detrás de mí. Peter Mace se había adelantado a una pequeña mesa y había encendido una vela que estaba allí; y la vela -una cosa tosca y casera que ardía con un brillo espantoso- chisporroteaba y silbaba mientras inundaba la habitación con iluminación.

Aquella habitación era una buhardilla, pequeña, desnuda y poco atractiva. De pie y erguido, un hombre de estatura normal podría haber alcanzado, sin esfuerzo, el techo. Las paredes y el suelo eran de la más burda construcción, hechos de madera de huhu y recubiertos con esteras de atap toscamente tejidas. Sólo se veía una ventana, enmascarada por una tira de tela de algodón sucia. Y allí, contra la pared del fondo, mirándome fijamente, estaba sentada la cosa que una vez me había atrevido a mirar. Allí, bajo el inquieto resplandor de la vela, la cosa se enfrentaba a mí, y esta vez vi cada uno de sus detalles.

He dicho antes que la cosa era una mujer. Lo era. Ahora, mientras avanzaba temerosamente hacia ella, fascinado por la forma casi real en que me estudiaba, no podía reprimir el asombro ante su extraña perfección. Si Jean Lanier había hecho esto, entonces Jean Lanier había sido un verdadero artista. Porque la mujer era una criatura de mármol, tan delicada y expertamente esculpida que cada parte de su exquisita forma podría haberse confundido, incluso a corta distancia, con la realidad viviente. Estaba desnuda y sentada en actitud de meditación, con las manos extendidas sosteniendo el plato de metal que yo había visto antes. Y supe intuitivamente, aun cuando me maravillaba su extraña belleza, que había algo terrible, algo impío, en la forma en que estaba sentada. “Esta”, le dije lentamente a Peter Mace, “¿es la mujer que amabas? ¿Esta es Maureen Kennedy?”

Se rió, no de forma salvaje o triunfal, sino tan suavemente que me giré bruscamente para mirarlo, y lo encontré sonriéndome como sonríe un hombre que sabe más, mucho más, que su víctima.

“Será la mujer que ame, cuando haya terminado”, respondió; y se acercó a la figura de mármol y le puso las manos sobre los hombros, y la miró a la cara como si pudiera entenderle.

Y entonces cometí un error. Le creí menos loco que cuando me había obligado a subir la escalera hacía un momento. Le puse la mano en el brazo y le dije en voz baja:

“Hijo mío, esto no es bueno. Tu amigo nunca debería haber hecho un ídolo así para que lo adores. El mandamiento nos dice: No tendrás otro Dios que yo”.

Me apartó la mano. Se giró salvajemente hacia mí y me miró con odio. Pensé que su puño cerrado se estrellaría contra mi cara. Luego dio un paso atrás, sonriendo. Deliberadamente, pasó por delante de mí hasta la abertura del suelo, se agachó y arrastró un pesado cuadrado de madera sobre la abertura, asegurándolo con unas correas atadas a él. Con la misma deliberación, se dirigió a la pared opuesta, agarró una silla que estaba apoyada allí y la dejó en el centro de la habitación. De pie detrás de ella, dijo de manera uniforme:

“Ven aquí y siéntate”.

“No tengo ningún deseo de permanecer en esta habitación”, repliqué.

“Ven aquí y siéntate”.

“¿Por qué?”

“¡Porque lo digo yo! Y si tu Dios idiota estuviera aquí, se sentaría a tu lado. Si alguno de vosotros se negara, os mataría a los dos”.

Dudé, y él se quedó inmóvil, esperando. Lentamente, entonces, le obedecí, y mis manos temblaron sobre mis rodillas mientras bajaba a la silla.

“Ahora te sentarás aquí y observarás”, ordenó, “y no dirás nada. Tengo trabajo que hacer. No debo ser interrumpido. Y si tu tonto Dios no te castiga por mirar cosas prohibidas, pronto sabrás por qué le pedí a Jean Lanier que hiciera esta mujer para mí”.

Y ahora debo contar verdades que tal vez sea mejor no contar. Probablemente seré condenado severamente por las palabras que aquí expongo. Tal vez me condenen más que a mí, y a ustedes también, por leerlas. Pero estas cosas deben ser contadas, para la salvación de aquellos que algún día puedan estar tan locos como para seguir los pasos de Peter Mace.

Allí estaba yo, en una pequeña cámara llena de sombras saltarinas. Allí, frente a mí, estaba sentada esa imagen de mármol de una mujer demasiado hermosa. La salida estaba cerrada, la única ventana cerrada y enmascarada.

Estábamos solos, Peter Mace, la mujer y yo, en una habitación maldita con pensamientos siniestros y maquinaciones malignas. Y, haciendo caso omiso de mi presencia, el muchacho prosiguió con sus labores profanas.

Primero se dirigió a un pequeño compartimento en la pared y sacó de él varios volúmenes encuadernados, uno de los cuales llevó a la mesa. Al hojearlo y pasar deliberadamente sus páginas, encontró lo que buscaba y comenzó a leer en silencio para sí mismo. Vi cómo sus labios se movían con las palabras. Vi el terrible afán de sus ojos, que miraban fijamente la página. Rígido e inmóvil, permaneció allí, bajo el resplandor de la vela, con los hombros encorvados hacia delante, la cabeza inclinada hacia abajo y las manos apretadas sobre el tablero de la mesa. Luego se enderezó, se giró lentamente y se dirigió hacia la mujer.

De una bolsa de cuero suave que estaba a los pies de la mujer, sacó algo pequeño y negro y lo tocó en los labios de mármol de la mujer. Al principio pensé que era un crucifijo; luego vi mi error y me estremecí, porque era un crucifijo invertido y la cara que tenía era la de un demonio lascivo. Lo colocó cuidadosamente en el plato de metal que las manos sin vida de la mujer extendían hacia él. Con el mismo cuidado deliberado tomó una pequeña ampolla en sus manos, y vertió en el plato un líquido oscuro y viscoso que brillaba dulcemente en la tenue luz. Entonces vi que una cerilla ardía con fuerza y el plato se llenó de repente de una llama azul pálido.

Lentamente, entonces, el chico se puso de rodillas. No se volvió para mirarme. Dudo que se diera cuenta de mi presencia. Se arrodilló, miró el rostro de la mujer y levantó los brazos en señal de súplica. De sus labios salía un monótono tono bajo casi inaudible, como si estuviera rezando.

En realidad, me pareció que estaba rezando, y mi corazón se llenó de compasión por él. Respeté su tormento; comprendí su soledad. Entonces oí las palabras que murmuraba -las conocí por lo que eran- y fui yo quien rezó a un Dios misericordioso para que nos perdonara a ambos.

¿Han oído hablar de la Misa Negra? ¿Conocen su horrible significado? Entonces saben el alcance que tenía la locura en el alma de Peter Mace, y saben a quién estaba murmurando sus maldiciones.

Pero era más que eso. Me di cuenta de la enormidad de sus intenciones y, poco a poco, mientras escuchaba, fui presa del terror más absoluto. Desde aquel día, me he reprochado mil veces no haber encontrado el valor suficiente para detenerlo. Si hubiera saltado de mi silla y me hubiera lanzado sobre él, tal vez me lo hubiera agradecido más tarde. Incluso si me hubiera visto obligado a coger la propia silla en la que estaba sentado y golpearle con ella, no habría podido ser condenado por tal violencia. Porque el muchacho estaba loco. Estaba invitando a la masacre.

Sin embargo, me senté allí, mirándole fijamente. Me senté rígido, con los ojos muy abiertos y la sangre palpitando en mis sienes. Estaba aterrorizado y fascinado, y, que Dios me ayude, le dejé salirse con la suya. Esas palabras, las puedo escuchar todavía, cada vez que me siento solo en una habitación a la sombra. Me murmuran en el mismo canto. Están en mi cerebro.

“Esta es la noche, oh Bethmoora. Esta es la noche, aunque sea de día y el sol brille sin nuestro santuario. Escúchame, mientras camino por el lago negro de Hali, oh Nyarlathotep. Escúchame lo que digo… palabra por palabra… cómo los nacidos en la tierra deben manifestarse para comandar la presencia del Rey Negro. Escúchame… el cielo en el arte… el cielo en el arte… y el Signo Amarillo arde en el altar de mi deseo, para que ella abra sus ojos y sea mía de nuevo. ¡Que el padre de nuestro nombre, sea santificado! ¡Palabras para ti, oh Yuggoth, oh Yian, oh Hastur, oh Príncipe del Mal! Entrégamela, y ordena tu precio. Y en nombre del Primigenio que no debe ser nombrado… a través de los pozos de la noche donde los reptantes acechan sin ser vistos, esperando alas para elevarlos… y en nombre de los decapitados nacidos en la roja inmundicia del pozo sin límites… dámela en vida, oh Hastur. Entrégala a mis brazos, oh Yuggoth. Escúchame, oh Señor de los Señores, Nyarlathotep”.

Estas palabras, nacidas de las mentes de los locos y llenas de horribles sugerencias de horrores prohibidos a los hombres, brotaron de los labios del muchacho que se arrodilló en aquella vil habitación conmigo. Estas palabras y otras más; pero las demás no las oí, porque me había vuelto como un hombre empalado, sentado tan recto y rígido como una estatua de mármol. No, no, ¡no como una estatua de mármol! Esa estatua ya no estaba recta y rígida. En la cámara que nos acompañaba había entrado la oscuridad, una oscuridad viva y maligna que amenazaba con sofocar el resplandor ocre de la vela. Y ante mí, la pálida estatua de la mujer se movía, oscilando lenta y terriblemente de un lado a otro, mientras sus manos extendidas llevaban el plato de metal de un lado a otro como un péndulo, y la llama azul de ese plato se convertía en una lengua de fuego viva.

Peter Mace había dejado de murmurar. Otras voces se volvieron audibles, bajas y vibrantes, con palabras que no tenían principio ni fin. Como si se pronunciaran a través de largos y profundos tubos, esas sílabas zumbaban. Como si fueran gemidos en voz alta de algún sacerdote de túnica oscura de un culto grosero, cantaban en todos los nichos de aquella sucia habitación.

Ya no estábamos solos. La oscuridad que nos rodeaba estaba poblada de sombras, de cosas sin nombre que no tenían forma, ni sustancia, y sin embargo estaban allí. Era el momento de la oración y la súplica, pero no conocía ninguna oración lo suficientemente poderosa como para ofrecer protección. Habíamos perdido el derecho a rezar. Peter Mace, con sus malvadas maquinaciones, había convocado elementos de las más profundas fosas de la oscuridad. Sus blasfemias habían establecido comunión con entidades más poderosas que cualquiera que pudiera escuchar oraciones de labios humanos. ¡Y soy yo, el Padre Jason, un misionero, quien lo dice!

Me arrodillé con las manos levantadas ante mí. Pero ninguna palabra salió de mis labios. Las pronuncié, pero murieron sin nacer. A mi alrededor se movía esa oscuridad infernal, esas formas infernales se acercaban. Ante mí, el muchacho se había puesto en pie de forma inestable y se mantenía como un hombre borracho, como si estuviera aturdido por la enormidad de su pecado. Pero lo que más vi, y lo que recordé con horrible claridad durante las noches siguientes, fue la transformación que se estaba produciendo en la mujer de mármol.

¡Que Dios me ayude a mirar siempre ese rostro! Los ojos, que habían estado abiertos sólo en dimensiones naturales, se habían ensanchado en agonía. Los labios no tenían forma, el rostro era una máscara blanca y gris retorcida más allá del reconocimiento.

Cada centímetro del cuerpo de la mujer estaba en movimiento, luchando horriblemente, lastimosamente, por liberarse de sus ataduras de mármol. Ya no estaba muerta. Ya no era una cosa de piedra. La vida había sido vertida en su rígido cuerpo. Y ahora luchaba, en un infierno de tormentos físicos, para asimilar ese poder maldito y convertirse en algo vivo.

¿Habéis visto a una víctima de la epilepsia que se haya visto repentinamente afectada por esa terrible enfermedad? Esta mujer era así. Se esforzó por levantarse. Luchó por liberar sus manos del plato de metal al que se aferraban, para poder abrazar al muchacho que estaba ante ella. Lentamente, de forma horrible, con una sacudida paroxística de sus caderas y pechos, se volvió hacia él. En la agonía, lo miró fijamente a la cara, suplicando su ayuda. Intentaba hablar, pero no podía.

Y el chico le devolvió la mirada. Se había vuelto como un hombre erguido en el sueño. Parecía no darse cuenta de la agonía de ella, ni de la horrible oscuridad que lo rodeaba como una sábana. Lentamente, mecánicamente, como si obedeciera órdenes sobre las que no tenía mando, avanzó hacia ella. En silencio, la miró a la cara. Entonces le oí decir en voz baja, de manera uniforme, como si estuviera recitando las palabras:

“No es todavía. No, todavía no. Es la quinta vez, oh Hastur. Sólo la quinta vez, oh Señor de los Señores. Cada vez la agonía es mayor y la vida es más fuerte. Has prometido que en la séptima vez la agonía destruirá la muerte y la vida será completa. Soy paciente. Me conformo con esperar. Todo llega a quien espera”.

Deliberadamente extendió los brazos. Sus manos se juntaron y presionaron hacia abajo el plato de metal. Vi cómo se le cerraban los ojos y se le blanqueaban los labios mientras la llama azul le devoraba las palmas. Pero no emitió ningún sonido mientras permanecía allí; y en un momento, cuando retrocedió, el fuego azul dejó de ser algo vivo. Entonces, como si se tratara de un ritual, el muchacho se arrodilló lentamente y colocó sus manos sobre el cuerpo de la mujer muerta en vida que tenía delante. La agonía desapareció de su rostro; sus luchas cesaron. Volvió a ser como antes, una criatura de piedra, inanimada y sin vida. Se arrodilló con la cabeza inclinada a los pies de su santuario. Se arrodilló y rezó, no al Dios de los hombres, sino a los obscenos dioses que poseían su alma. Mientras él se arrodillaba allí en súplica, la habitación se vació de sombra y sonido, y él y yo y la mujer estuvimos solos juntos, como lo habíamos estado. Y yo, sabiendo sólo que mi corazón vibraba negro de horror y mis ojos cegados por las cosas prohibidas que habían presenciado, me arrastré silenciosamente hasta la abertura en el suelo, aparté el cuadrado de madera que la cubría y bajé lenta y cautelosamente por la escalera hasta la habitación de abajo.

No se oyó ningún sonido en aquella cámara misteriosa mientras caminaba sin ruido hacia la puerta. Ningún sonido acompañó mi huida de la casa de Peter Mace. Cuando llegué al borde de la selva y miré hacia atrás, sólo vi un resplandor de luz amarilla detrás de la ventana enmascarada de la habitación de arriba; y supe que Peter Mace seguía allí, arrodillado en oración, mientras la tosca vela sobre la mesa arrojaba su luz inocente sobre el contenido impío de la cámara.

Lentamente, y con el corazón apesadumbrado dentro de mí, me marché.

Desde ese día hasta el día del recuento final, no volví a ver a Peter Mace. En realidad, no quería hacerlo. Pasaron horas antes de que el color volviera a mi rostro y mis manos dejaran de temblar. Cuando llegué a mi casa esa noche, enfermo y cansado de caminar por la selva, cerré y atrancé la puerta y me senté como un muerto, mirando al suelo. Mi mente estaba llena de las cosas monstruosas en las que había participado. Temía el castigo. Y lo que es peor: sabía que esos horrores aún no se habían consumado. Una y otra vez resonaban en mi cerebro las palabras del muchacho: “A la séptima vez la agonía destruirá la muerte y la vida será completa. Soy paciente. Todo llega al que espera”.

No, no volví a la casa de Peter Mace en la selva. Tenía miedo de hacerlo. Le temía a él, y a los habitantes de las tinieblas que habitaban esa casa del horror con él. Y esta vez, cuando los nativos vinieron a mí con historias sobre la locura del muchacho, supe que era mejor condenar esas historias como exageraciones.

Menegai vino, finalmente. Con los ojos muy abiertos y aterrorizado, golpeó mi puerta y suplicó ser admitido. Era la tarde del noveno día, y la visión del rostro del marquesano hizo aflorar todos los temores que habían permanecido latentes en mi interior. Le abrí la puerta y la cerré rápidamente, y entonces escuché las estridentes palabras que salían de su boca manchada de betel.

“¡Yo teienei!”, se lamentó. “¡Dios todopoderoso!” Y luego, en su propia lengua, gritó y murmuró su historia, con un miedo tan genuino en sus ojos que supe que sus palabras eran verdaderas.

Hacía menos de una hora, él, Menegai, había estado sentado en una estera de atap en el suelo de la casa de su amo. Peteme (Peter Mace) había estado estudiando libros, como de costumbre, con los codos sobre la mesa y la cabeza inclinada sobre las páginas impresas. De repente, sin mediar palabra, Peteme echó la silla hacia atrás, se puso en pie y se dirigió hacia la escalera que conducía a la habitación de arriba.

Menegai había empezado a tener miedo. Siempre que su amo se retiraba a aquel desván secreto, ocurrían cosas extrañas. Peteme no volvía a ser el mismo después de regresar de aquella cámara. Se volvía loco de remate. Se volvía como un hombre ebrio de tuak, o como un hombre que había visto el titii e te epo, el baile del amor, tanto tiempo que su mente se volvía loca de deseo.

Y esta vez no fue una excepción. Pronto, desde la habitación de arriba, llegaron sonidos sin sentido. Las voces murmuraban, y otras voces cantaban al unísono. Los sonidos eran cada vez más fuertes, hasta que, después de una eternidad, culminaron en un grito de mujer, un grito horrible, como si estuvieran destrozando a una pobre chica en vida. Y entonces llegó la voz chillona de Peteme, bramando en triunfo, gritando una y otra vez:

“¡La séptima vez se acerca! ¡La sexta prueba ha terminado! ¡Escúchame, oh Hastur! La sexta prueba ha terminado”.

Menegai se había agazapado cerca de la puerta, temblando y asustado. Nunca antes su maestro había tronado con una voz tan llena de triunfo. Nunca antes la mujer de aquella temible habitación había gritado con tanta agonía. Nunca antes había gritado. ¿Cómo podía hacerlo? Él, Menegai, la había visto con sus propios ojos, una tarde que se atrevió a mirar en la cámara secreta y prohibida de su amo. Era una mujer de piedra. ¿Cómo podría gritar una mujer de piedra?

Aterrorizado, Menegai había esperado a que su amo bajara por la escalera; y al cabo de un rato Peteme había llegado, tambaleándose y murmurando para sí mismo. Menegai se apartó de él y lo miró fijamente. Peteme se había quedado rígido, devolviendo la mirada con ojos llenos de roja locura. Entonces, de repente, el hombre blanco se había convertido en un demonio enloquecido por el atae, como un monstruo en las garras del rea moeruru, la droga que hace que los hombres cometan asesinatos. Gruñendo horriblemente, se lanzó hacia adelante.

“¡Maldito seas!”, había rugido. “¡Eres como todo el mundo en esta maldita isla! Crees que estoy loco. Has venido a espiarme, a reírte de mí. ¡Por Dios, te voy a enseñar lo que les pasa a los curiosos! ¡Les mostraré a todos!” Sólo por un milagro había escapado Menegai. El borde de la estera del atap, que se enroscaba bajo los pies de Peteme, había hecho tropezar al blanco. Menegai había abierto la puerta de golpe y corrió por el umbral, gritando. Peteme se lanzó tras él. Pero Menegai había llegado primero a la selva; y en la selva el marquesano había huido a escondites donde el hombre blanco no se atrevía a seguir.

Y ahora Menegai estaba aquí en mi casa, suplicando protección, y en mi corazón sabía que antes de que pasaran otras veinticuatro horas, todo el horrible asunto de Peter Mace y la mujer de piedra llegaría a su horrible conclusión. Y estaba en lo cierto, pero antes de que pasaran las veinticuatro horas, ocurrió algo más.

Estaba de pie en el porche de mi casa, y era de nuevo por la mañana, y el sol era una bola de sangre carmesí que ascendía desde las aguas azules de la laguna. Menegai, el marquesano, se había escabullido a su cabaña en el pueblo. Yo estaba solo.

Al principio, lo que vi fue sólo una mancha gris en el horizonte lejano, tan pequeña que podría no haber sido ninguna mancha, sino sólo mi imaginación. Me llevé las dos manos a los ojos y miré por debajo de ellos; pero mis ojos estaban cegados por mirar el sol rojo, y en seguida no pude ver más que un resplandor carmesí. Sin embargo, aquella mancha estaba allí, y la reconocí como lo que era: un barco.

Más tarde lo volví a ver, y mientras me quedaba mirándolo, Menegai llegó corriendo por el camino, señalando y gesticulando con entusiasmo.

“¡Una goleta, Tavana!”, gritó. “¡Una goleta viene hacia aquí!”

Sí, venía una goleta. ¿Pero por qué? ¿Qué podía querer un comerciante ambulante con Faikana? En cuatro años sólo un barco había visitado nuestra aislada isla, y ese barco había traído a Peter Mace. Había traído infelicidad y horror, un loco y una mujer de piedra. ¿Podría éste traer un cargamento similar?

No dije nada en respuesta a las ansiosas preguntas de Menegai. En mi corazón temía la llegada de este nuevo mensajero del exterior. Menegai, que me miraba a la cara, leyó mis pensamientos y dejó de parlotear.

Desconcertado, me dejó y se apresuró a bajar a la playa. Mucho tiempo después de que se hubiera ido, me quedé mirando, esperando contra toda esperanza que el barco que se acercaba cambiara de algún modo, en el último momento, su rumbo y se alejara de nuevo, dejándonos solos.

Dos horas más tarde, la goleta echó el ancla fuera del arrecife, lo suficientemente cerca de la orilla como para que los que estábamos en la playa pudiéramos distinguir su nombre. Era el Bella Gale, el mismo Bella Gale que había traído a Peter Mace a Faikana. Mientras observábamos, una pequeña embarcación atravesó la abertura del arrecife y se acercó lentamente a nosotros; y un momento después yo miraba el rostro barbudo del capitán Bruk y estrechaba la mano mugrienta que él ponía en la mía. Y me preguntaba, incluso entonces, qué terrible suceso o cadena de sucesos había ocurrido para que el capitán Bruk tuviera esa mirada atormentada y desesperada en sus ojos.

Pronto lo supe. Sin preámbulos, Bruk dijo sin rodeos: “Quiero hablar con usted, padre. A solas”.

Juntos fuimos a mi casa, y cerramos la puerta a los curiosos nativos que se reunían fuera. Allí, con la mesa entre nosotros, Bruk contó su historia.

“Tengo una mujer a bordo, padre”, frunció el ceño. “Vamos, dime que estoy loco. Lo sé. ¡Dile a ella que está loca! Cualquier mujer lo suficientemente tonta como para confiar en una embarcación infestada de cucarachas como el Bella Gale debería estar en un manicomio. Esta debería estar allí de todos modos. Está loca”.

Sacó una botella del bolsillo, me la ofreció y bebió de ella. Atragantado, volvió a tapar el corcho con fuerza y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa.

“Me estaba esperando en Papeete cuando volví después de abandonar al chico aquí”, refunfuñó. “Harlan -es el gerente de Papeete- la trajo a bordo en cuanto echamos el ancla. Me presentó y me echó un buen vistazo para asegurarse de que estaba sobrio; luego dijo: ‘Muy bien, Bruk. Vas a volver a Rarioa. Esta mujer quiere encontrar al joven que desembarcaste allí’.

“Bueno, la acepté. Tuve que hacerlo. Pero, por Dios, era una mujer extraña. Lo verás por ti mismo, cuando vuelva por ella. Se viste como para ir a un funeral; viste de negro cada maldito minuto del día, y usa un velo negro, para empezar. ¿Qué aspecto tiene? No me preguntes a mí. He estado a bordo de la misma goleta podrida con ella durante casi diez días, viniendo directamente desde Papeete, ¡y todavía no sé ni qué rostro tiene! No habla a menos que tenga que hacerlo, y entonces no dice más de tres palabras a la vez, así que ayúdame. Y es rara. Es extraña. Te digo que…”

Bruk me puso la mano en el brazo y se inclinó aún más sobre la mesa, hablando en un susurro, como si temiera que lo oyeran. Le miré a los ojos y vi miedo en ellos. Miedo de verdad, que llevaba mucho tiempo ahí.

“Se trata de este asunto de Rarioa, padre”, murmuró. “Harlan pensó que yo había llevado al chico allí, y me dijo que llevara también a la mujer. No sabía que había abandonado al chico en Faikana. No se lo dije. Si lo hubiera hecho, habría reclamado el dinero que me pagó el chico; y yo quería conservar ese pago. Así que cuando dejé Papeete esta última vez, me dirigí a Rarioa. Eso es lo que me dijo, ¿no? Lleva a la mujer a Rarioa. Pero no llevábamos más de tres días cuando ella se acercó a mí y me dijo: ‘No estás llevándome con Peter’. ¡Así de fácil, padre! ¿Cómo, en nombre de todo lo sagrado, sabía ella dónde estaba Peter?”

Le miré fijamente. Algo del miedo que había en sus ojos debió de llegar también a los míos. Me devolvió la mirada triunfante.

“¡Te digo que no es humana!”, soltó. “¡No es humana ni siquiera a la vista! Camina como si estuviera dormida. Habla siempre con el mismo tono de voz, como si estuviera cansada. Por todos los cielos, no quiero tener nada más que ver con ella, padre. ¡La traje aquí y la dejo aquí! Ahora depende de ti. Tú sabes más que yo de este tipo de asuntos”.

“La trajiste aquí”, dije lentamente, “porque tenías miedo de no hacerlo”.

“¿Miedo?”, bramó. “Te digo que cuando me miró con esos ojos suyos y me dijo: ‘No estás llevándome con Peter’, ¡sabía que no debía traicionarla! La llevé con Peter”.

Eso fue todo. Bruk se levantó y se puso de pie balanceándose, mientras bebía de nuevo de la botella de whisky. Me miró fijamente y luego se rió borracho mientras abría la puerta.

“Puedes quedarte con ella”, dijo. “La pondré en tierra como me dijeron. Puedes quedarte con ella”.

Luego salió.

Esperé su regreso con una mezcla de miedo y aprensión. De alguna manera, no me atrevía a bajar a la playa. Opté por quedarme detrás de la puerta cerrada de mi casa, a solas con mis pensamientos, aunque hubiera sido mejor salir de aquella habitación sombría, al sol y al aire libre, donde mi mente hubiera creado visiones menos mórbidas.

¿Quién podría ser esta mujer? ¿Una hermana, tal vez, del muchacho que se había establecido en aquella casa del pecado en la selva? ¿Una pariente, tal vez, de la novia muerta que había dejado atrás? Me lo preguntaba y, al preguntármelo, me encontraba haciendo dibujos mentales de ella. Inconscientemente, las descripciones de Bruk influyeron en esas imágenes. La mujer de mi imaginación era una monja de túnica negra, tosca y desgarbada, excéntrica en su forma de hablar y de actuar, nada que ver con la mujer que se enfrentó a mí menos de diez minutos después.

El gutural hullo de Bruk me sacó de mi ensoñación y abrí la puerta con un tirón nervioso. Y allí estaba ella, alta y elegante y absolutamente encantadora, en contraste directo con mi imagen mental de ella. En silencio, le siguió hasta la escalera. Sin vergüenza, se puso de pie frente a mí, mientras Bruk decía secamente:

“Este es el padre Jason, señora. Dirige este lugar”.

La mujer asintió. Sus ojos, tras un velo opaco que ocultaba por completo sus rasgos, me miraban con atención. Tenía quizás veinticinco años, seguramente no más. Deliberadamente miró la habitación. Casi mecánicamente, pasó junto a mí y se sentó en una silla. Con una voz peculiarmente apagada dijo:

“Estoy cansada. He recorrido un largo camino”.

Estaba cansada. Aunque su rostro estaba oculto, pude percibir su agotamiento. Parecía haber perdido repentinamente el poder de movimiento, casi el poder de la vida misma. Se sentó perfectamente inmóvil, con la mirada fija ante ella. Me pareció, extrañamente, que estaba al borde de la muerte.

“¿Deseas ir con Peter?” Dije: “¿Peter?”, susurró ella, y levantó la cabeza lentamente para mirarme. “¿Peter? Sí. Dentro de un rato”.

La estudié. Seguramente esta mujer amaba a Peter Mace, o no se habría tomado tantas molestias para encontrarlo. Si es así, ella podría ayudarlo. Él necesitaba ayuda. Necesitaba a alguien cercano y querido, que hablara con él, que lo convenciera de que su horrible investigación era perversa. Si esta mujer podía hacer eso, su llegada no sería en vano.

“Cuando hayas descansado”, le dije en voz baja, “te llevaré con él. Será mejor que duermas primero. Es un largo camino”.

Ella sonrió, como si se compadeciera de mí por no saber algo que debería saber.

“Sí”, dijo. “Es un largo camino, a través de la selva. Lo sé”.

Luego se durmió.

Había anochecido cuando iniciamos el viaje a la casa de Peter Mace. Estábamos solos. El capitán Bruk se había marchado hacía más de una hora, jurando que no quería saber nada más de ella, y que por lo que a él respecta no le importaba “no volver a pisar la playa maldita de Faikana”. Los nativos, cansados de merodear por la casa con la esperanza de satisfacer sus infantiles curiosidades, habían regresado a la aldea. Nadie nos vio iniciar aquel viaje que iba a tener un final tan terrible.

Pero entonces no tuve ninguna premonición del final. Pensé en Peter Mace, que vivía solo en su aislada morada en la selva, y di gracias a Dios por haber enviado a la mujer a ayudarle. Era misteriosa, sin duda, y ni una sola vez había mencionado su nombre, pero mis esperanzas eran altas y una extraña confianza me poseía mientras la guiaba por el sendero de la selva. Ni siquiera la propia selva, negra como la muerte y llena de formas y sonidos siniestros, pudo acabar con el canto de mi corazón. Me negaba a considerar el posible peligro que nos acechaba. Me negué a tener miedo. Un Dios misericordioso había enviado a esta mujer a Faikana, y el mismo Dios misericordioso la llevaría a salvo hasta el final de su búsqueda.

Ella tampoco tuvo miedo. Siguió con valentía, deliberadamente, mis pasos. No habló. Varias veces, cuando me volví para ayudarla a atravesar tramos de negro pantano, o por encima de enormes tocones caídos de árboles de aoa, se limitó a sonreír y a aceptar mi mano sin hacer ningún comentario.

Así, finalmente, llegamos al final del sendero y entramos en el claro donde la casa de Peter Mace se alzaba ante nosotros. Y por primera vez me asaltó la duda.

Sólo ardía una luz en aquella lúgubre estructura: una luz pálida y amarilla tras la ventana enmascarada de la habitación del piso superior. Caminamos lentamente hacia ella, y aún más lentamente subimos los escalones de la veranda. Llamé a la puerta con vacilación, y no hubo respuesta. Mi mano temblaba en el pestillo. La puerta se abrió y entramos en silencio.

Allí, en la oscuridad, nos quedamos uno al lado del otro, la mujer y yo, y ninguno de los dos habló. En el rincón más alejado de la habitación, un débil rayo de luz descendía desde el techo, revelando los peldaños superiores de la escalera y la superficie irregular de la pared junto a ella. La abertura estaba cerrada. Desde la cámara que estaba encima de nosotros llegó la voz profunda y cantarina de Peter Mace, pronunciando palabras que provocaron un repentino terror en mi corazón.

No es necesario repetir esas palabras aquí. Ya he descrito con detalle el ritual para el que fue diseñada aquella habitación del horror. Basta decir que el horror, esta vez, se acercaba a su clímax: que otras voces, nacidas de labios que no tenían forma humana, se elevaban lenta y terriblemente en un crescendo estridente, sofocando las blasfemias que brotaban de la garganta del muchacho. Incluso mientras la mujer del velo y yo permanecíamos inmóviles, esos sonidos se elevaron a un poderoso rugido, gritando su triunfo. Y con ellos llegó el estridente y horrible grito de una mujer con una angustia mortal.

Hoy desearía haber cedido al miedo de mi alma y haber huido de aquel lugar maligno. Ojalá hubiera cogido el brazo de mi compañera y la hubiera arrastrado de vuelta al otro lado del umbral. En cambio, me quedé clavado en el suelo. Me quedé rígido, escuchando el popurrí de voces enloquecidas que bramaban por encima de mí.

Toda la casa se hizo eco de aquellas salvajes vibraciones. Palabras de terrible significado, de espantosa sugestión, salían de gargantas monstruosas, para gemir y gritar en lo más profundo de mi conciencia. Una y otra vez oí nombres lanzados que tenían suficiente significado como para clavar en mi alma un pavor innominado e incontrolable. Y por encima de todos ellos, dentro de todos ellos, gritaba ese salvaje chillido de agonía física que brotaba de los labios de una mujer.

El espantoso estruendo alcanzó su clímax mientras yo estaba allí. Durante un largo momento, las paredes que me rodeaban, el techo de arriba y el suelo de abajo temblaron como si un gran viento se apoderara de ellos. Luego, lentamente, los sonidos disminuyeron. Poco a poco se convirtieron en un siniestro susurro y murmullo en el que no pude distinguir ninguna palabra. Y finalmente sólo quedó un sonido audible: la voz baja y apasionada de Peter Mace, que hablaba en tonos triunfantes que eran, en sí mismos, demasiado significativos.

Entonces me moví. Me aparté mecánicamente de la mujer que estaba a mi lado y me dirigí a la escalera del rincón. Ascendí temerosamente los peldaños de madera, manteniéndome erguido con manos que temblaban violentamente mientras subían a tientas a paso de tortuga. Desde la cámara que estaba encima de mí, la voz del muchacho llegaba en exclamaciones irregulares, pronunciando palabras de triunfo, de cariño. Decía salvajemente:

“¡Está terminado! ¡Amada, se acabó! La agonía ha destruido la muerte; ¡la vida es completa! Me prometieron que sería así, y han cumplido su promesa. Oh, amada mía, ven a mí”.

Me estremecí, y durante mucho tiempo me aferré inmóvil a mi percha, temiendo subir más alto. Si hubiera sido consciente de la escena que se encontraría con mi mirada cuando alzara la mano para arrastrar la cubierta de madera de la abertura que había sobre mí, me habría arrojado de nuevo por la escalera y habría dejado para siempre aquella cámara maligna sin perturbarla. Pero no lo sabía. Me deslicé a un lado de la barrera. Me levanté hacia el piso de arriba. Y observé.

La habitación era un pozo de oscuridad, iluminado únicamente por la vela chisporroteante que había sobre la mesa. Delante de mí estaba Peter Mace, desaliñado y harapiento, con la cabeza echada hacia atrás y los pies descalzos plantados en la tosca estera de atap que cubría el suelo. En sus brazos, apretados contra su cuerpo demacrado, se aferraba una mujer desnuda, una mujer cuya piel era tan blanca y suave como el yeso de grano fino. Era encantadora. Demasiado hermosa. Y entonces me di cuenta de la verdad.

Me giré bruscamente y miré el pedestal cubierto de tela que había en la esquina, el pedestal donde se había sentado la mujer de mármol. Luego, horrorizado, volví a mirar a la criatura abrazada por Peter Mace. Y era la misma mujer. ¡Que Dios me ayude, era la misma! Aquellos horrores de la oscuridad exterior le habían dado el poder de la vida. La mujer en los brazos de Peter Mace, aferrada a él, era una mujer de piedra viva.

Me quedé mirando, incapaz de creer lo que sabía que era cierto. Lo espantoso de la situación me impedía asimilar todo su significado. Me limité a mirar, y a oír las palabras que salían de sus labios, y a oír la respuesta de él. Entonces, después de una eternidad, me erguí y dije en voz alta:

“Una mujer ha venido a verte, Peter”.

Peter Mace se volvió, muy lentamente, soltando la cosa desnuda en sus brazos. Me miró fijamente, como si estuviera desconcertado por mi presencia. Miró a su alrededor, como si estuviera desconcertado incluso por la habitación en la que se encontraba. Luego dijo en voz baja:

“¿Una mujer? ¿A verme?”

“Sí”, asentí. “Está esperando”.

Vino hacia mí. No entendía nada. Tenía la frente arrugada y los labios fruncidos. Dejando a su compañera donde estaba, pasó junto a mí y descendió lentamente por la escalera. La mujer de piedra no dijo nada; se quedó muy quieta, observándole. En silencio, le seguí por los chirriantes peldaños hasta la sala de abajo, donde me esperaba la otra mujer. Y entonces me tocó a mí quedar desconcertado.

Peter Mace y la mujer de negro se miraron fijamente. Ninguno de los dos se movió. Durante un momento, ninguno de los dos habló. La misma intensidad de sus miradas, la misma plenitud de su silencio, indicaba algo culminante que yo no comprendía del todo. Sentí que cuando la mujer hablara, gritaría. Pero no lo hizo. Dijo con calma:

“Me mandaste llamar, Peter. Estoy aquí”.

Él se dirigió hacia ella. Detrás y por encima de él se oyó un chirrido sordo procedente de la escalera de madera, pero ninguno se volvió. El chico seguía mirando con ojos horriblemente abiertos. Dijo entrecortadamente:

“¿No estás muerta? ¿Estás aquí? ¿Cómo puede ser?”

“Estuve muerta, Peter”.

“¿Qué quieres decir?”, susurró.

“Estuve muerta, pero tú me trajiste a la vida. Vine a ti”.

El muchacho parecía no entender. No hasta que ella levantó las manos y se quitó el velo de la cara; no hasta entonces se dio cuenta de los horribles resultados de los pecados que había cometido. Y yo también me di cuenta.

La mujer que tenía delante era la amada de Peter Mace. ¡Ella estaba muerta, y caminaba! ¡Había sido resucitada de la tumba por los rituales infernales realizados por él! Esta —esta mujer que tenía ante mí— era la realidad de carne y hueso a partir de la cual él y su compañero artista habían diseñado aquella criatura de piedra en la habitación que teníamos encima. El parecido era inconfundible.

Pero había una diferencia. El rostro de esta mujer-cadáver era hermoso sólo porque ella lo había embellecido. Bajo la máscara de polvo que la cubría, la muerte había escrito con un lápiz indeleble, dejando ciertos signos que nunca podrían ser borrados. No es de extrañar que llevara un velo. No es de extrañar que se negara a revelarse a mí, ni al capitán Bruk, ni a ninguna de las personas que habían estado en contacto con ella. Sin embargo, Peter Mace, su amante, no vio lo que la tumba había hecho. Estaba ciego a todo lo que no fuera su belleza. Extendió los brazos y se acercó a ella, y con terrible avidez la aplastó contra él.

Me quedé cerca de ellos, incapaz de alejarme. Volví a oír el crujido de la escalera detrás de mí, pero seguí sin volverme. No importaba nada más que el espanto que estaba ocurriendo ante mí. Sólo vi a aquel muchacho de ojos desorbitados y sollozantes, sosteniendo en sus brazos a la mujer que le había sido devuelta, la mujer que, resucitada de su lejana tumba por los poderes de largo alcance de sus impíos ritos, había encontrado el camino a través de media tierra para llegar a sus brazos. Una y otra vez gritó su nombre en voz alta. Una y otra vez sollozó palabras de cariño. Toda su soledad y su anhelo salieron de sus labios, y su alma quedó desnuda para que ella la observara.

Y entonces un sexto sentido me hizo girar, o tal vez fue el ruido de unos pies pesados golpeando el suelo detrás de mí. Me giré lentamente y me quedé paralizado. Allí, al pie de la escalera, estaba la mujer de piedra que Peter Mace había creado.

Mientras viva, la expresión de su rostro me perseguirá. Sus ojos eran tan oscuros y profundos como las fosas de medianoche. Tenía los labios contraídos sobre los dientes separados, en un gruñido de odio animal. Había escuchado todas las palabras del muchacho. Había sido testigo de todos sus actos. Y ahora su rostro, antes bello, estaba contorsionado. Era una bestia salvaje cuya pareja la había abandonado. Tenía la intención de matar. Lentamente, con una horrible deliberación, avanzó por el suelo. No me vio, no consideró mi presencia. Sólo tenía ojos para Peter Mace y la mujer que se aferraba a él. Pasó junto a mí, tan cerca que podría haberla tocado. Y yo -¡Dios me ayude!- me quedé de pie como una imagen esculpida, totalmente incapaz de moverme o de gritar una advertencia.

No vi todo lo que pasó. Estaba de espaldas a mí, y ella estaba entre sus víctimas y yo. Pero vi y oí lo suficiente como para que me estallara el alma.

Peter Mace estaba susurrando a su amada, pronunciando en voz baja palabras de amor y felicidad. Su voz cesó de repente, y luego gritó en voz alta de terror. Dio un salto hacia atrás, y luego se lanzó de nuevo hacia adelante. Podría haber escapado, si no se hubiera lanzado sobre aquella implacable figura de piedra en un vano intento de proteger a su amada. Aquellos horribles dedos ya habían agarrado el cuello de la otra mujer. Peter Mace los desgarró con locura, en un esfuerzo por desprenderse de ellos.

Más le valía pensar en su propia seguridad. Lenta y seguramente aquellos dedos de piedra cometieron el asesinato. La mujer cadáver se hundió hacia atrás en el suelo, mirando con ojos muertos al techo. Los dedos soltaron su agarre.

No fue hasta entonces que el muchacho se dio cuenta de la inutilidad de la resistencia. No fue hasta entonces que trató de escapar. Entonces fue demasiado tarde. Aquellas manos infernales se enterraron en la carne de su cuello. Sus labios se abrieron para soltar un prolongado grito de agonía. El grito se convirtió en un gorgoteo sangriento. Quedó suspendido, con los pies batiendo un terrible zapateo en el suelo. Cuando lo soltó, cayó sobre el cuerpo de la mujer que tenía debajo; y él, como ella, estaba muerto.

La habitación, entonces, se llenó del silencio de la muerte. La mujer de piedra estaba de pie sobre sus víctimas, mirándolas. Pasó una eternidad. Lentamente, y aún sin hablar, la mujer se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Su mano, a tientas, levantó el pestillo; la puerta crujió hacia dentro. Con la mirada fija en el frente, cruzó el porche y bajó los escalones. Con la misma rigidez y la misma horrible deliberación, caminó hacia la selva. La oscuridad de la noche exterior la reclamó y desapareció.

Eso es todo. Por eso yo, el padre Jason, me alejé de Faikana al día siguiente, llevando conmigo a mis nativos. Arriesgando la muerte en torpes pahis, remamos durante dos días y una noche en mar abierto, para llegar al escasamente habitado atolón de Mehu, donde podríamos empezar una nueva vida. Por eso, en el claro de Faikana donde se encuentra la casa del horror de Peter Mace, encontrarán una tosca losa de madera de tou plantada para que los hombres la contemplen; y leerán las palabras: “Inei Teavi o te mata epoa o Faikana”, que significa, literalmente: “Aquí yacen los cuerpos de los amantes de Faikana”.

Pero Faikana está habitada por una sola persona viva: una mujer creada para el amor, por el pecado. Y es una mujer de piedra que no puede morir, que no puede encontrar la paz, hasta que esos horrores innombrables del mundo de las tinieblas se apiaden de ella y la liberen de la vida que le dieron.

Hugh B. Cave (1910-2004)

(Traducido al español por Rodrigo Tello para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Hugh B. Cave.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Hugh B. Cave: La isla de la magia negra (The Isle of Dark Magic), fueron realizados por El Espejo Gótico. Su traducción al español corresponde a Rodrigo Tello. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Leí el análisis luego del cuento.

Me pregunto si Lovecraft no desaprobaba la motivación del cuento, el centro del conflicto. Peter Mace ha hecho lo que tantos personajes de Lovecraft, la lectura de libros prohibidos, para conseguir algo.
Pero Peter Mace tenía un motivación distinta, revivir a una mujer de la que sigue enamorado. Una motivación que tal vez Lovecraft desaprobaba.

Y se nota un prejuicio en el personaje narrador, el Padre Jason, lo que podría hacer sospechar de la imparcialidad de su relato, que tal vez haya tergiversado alguno de los hechos. Como atribuirle malignidad a los procedimientos. Siendo el bien y el mal conceptos ignorados por ciertos seres, como Nyarlathotep.
El gran error de Peter Mace parece haber usado fuerzas que no entendía, cometiendo algún error fatal. ¨Pero quien puede reprocharle, con su motivación.
Tal vez lo trágico haya sido tener demasiado éxito. El personaje se sorprende al ver llegar revivida a su amada. Quien viajó a un lugar perdido, para ir a su encuentro.
Un narrador menos prejuicioso habría encontrado romántico que los dos amantes esté enterrado juntos.

Es posible que ese narrador tan prejuicioso, como puede un sacerdote monoteísta entender a seres como Hastur y Yog Sothot, sea uno de los aciertos del relato.



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