Leer un buen libro es prepararse para la experiencia universal de morir.
Leer un buen libro no es como morirse. Semejante desatino corresponde al dorso de un sobre de azúcar. Lo que quiero decir es que leer un buen libro nos permite prepararnos para la experiencia universal de morir.
Kurt Vonnegut deduce que esa experiencia universal de la muerte debe sentirse como si nos estuviésemos despegando del Tiempo. ¿Acaso los buenos libros, en un contexto mucho más limitado, no nos llevan a experimentar algo parecido?
Si me acompañan a lo largo de los siguientes razonamientos quizás podamos desatar juntos el nudo que hemos planteado.
Escribir ficción, y por tal caso cualquier otra forma de expresión artística, requiere un elemento indispensable: poseer una personalidad disociada.
Esto nada tiene que ver con una disfuncionalidad general de la personalidad, sino más bien de la posibilidad de expresar una porción reprimida del ser, un porción inquieta, desafiante, que escape de la supervisión de la conciencia del artista, y que debido a esas características no esté sujeta a su Ego.
Incluso podemos pensar que el acto de escribir ficción, o de expresarse artísticamente, es una especie de conjuración de nuestro Doppelgänger.
La definición de Doppelgänger es exigua en relación a los tormentos que produce. Baste decir que se trata de una especie de duplicado que atormenta a la persona original, y que finalmente le hace una revelación demoledora, a menudo relacionada con un infortunio inevitable.
Abundan los Doppelgängers en la literatura; en general, a través de un velo de incertidumbre en donde no se sabe realmente si el doble o duplicado del protagonista es un producto de su imaginación, o si bien tiene una existencia separada, autónoma, y ciertamente malévola.
En términos de ficción podemos encontrar estremecedores ejemplos del Doppelgänger en obras como El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde (The Strange Case of Dr. Jekyll y Mr. Hyde), de Robert Louis Stevenson; y El hombre de arena (Der Sandmann), de E.T.A. Hoffmann, pero es en la obra de Sigmund Freud, y más específicamente en el ensayo: Lo siniestro (Das Unheimliche), donde el Doppelgänger adquiere una dimensión completamente nueva; en este caso, como una manifestación del Inconsciente.
¿Es entonces el Doppelgänger simplemente una parte reprimida del ser; una parte que, aunque sumergida en los abismos del inconsciente, logra manifestar de vez en cuando los rasgos encubiertos, e inquietantes, de una personalidad organizada?
Naturalmente, no todos los autores son capaces de lograr este nivel de compromiso con su obra. Lograr que sea el Doppelgänger quien escribe es también cuestionar la naturaleza de la identidad humana, de la integridad de nuestra alma; es preguntarse quiénes somos, y aceptar que, quizás, no somos quienes creemos ser.
El doppelgänger no es el término más adecuado para definir ese grado de compromiso entre el autor y su creación; porque el fenómeno no constituye la creación de un duplicado del autor, sino más bien de la intrusión de su subsconsciente en el proceso creativo.
Los mejores libros se escriben a partir de grandes obsesiones, y esto implica una pérdida de control de parte del autor: una cesión del timón creativo para que emerja esta especie de doppelgänger, de porción de su subconsciente. Esta entidad, cuando finalmente aparece, trastorna el enfoque inicial del autor, se vuelve independiente de sus intereses, y simplemente se expresa sin mezquindades.
Pocas cosas son tan emocionantes, desde la perspectiva del lector, como encontrarse con un libro concebido bajo estas condiciones; quizás porque también nos obliga a disociarnos al tocar algún tipo de nervio de nuestro propio doppelgänger, que reacciona y a la vez se implica en la historia.
Estos libros, producto de una tremenda obsesión, y en parte de una personalidad disociada, son aquellos de los que simplemente no podemos despegarnos. Nos atrapan desde la primera página, como una voz cálida y familiar que nos llama en medio de la noche. No podemos dejar de seguirla.
Tal vez esa sensación de sometimiento absoluto que, como lector, uno experimenta ante ciertos libros (pocos, por cierto) se parece a la experiencia universal de morir.
En definitiva, ¿qué es la muerte sino el fin de todos los límites físicos y psíquicos, de todo aquello que nos comprime, que nos restringe, la disolución del tiempo secuencial, la ruptura entre la realidad objetiva y lo imaginado?
Es así que, frente a uno de estos libros, las transiciones entre nuestros recuerdos y nuestra imaginación se vuelven difusas. La mente del lector, como la de alguien que agoniza, se despega del Tiempo.
Es decir que la creatividad, en cierto modo, es un proceso disociativo. La persona que escribe no es necesariamente el autor, sino aquellas regiones de su ser que no están iluminadas por la luz de la conciencia. Del mismo modo, el lector que queda atrapado en un libro tampoco es él, o al menos no parcialmente él, como lo somos la mayoría del tiempo, sino su totalidad.
Incluso podemos decir que todo buen libro es escrito en colaboración entre partes dispares de la personalidad del autor. En este estado disociativo, los hechos, los escenarios, y especialmente los personajes, adquieren vida propia, precisamente porque han sido imaginados por separado.
Leer un buen libro no es como morirse. No. No es eso lo que quiero decir. Leer un buen libro es expandir nuestra propia vida, es abrir los compartimientos secretos de nuestra alma, es liberarnos del Tiempo, de un modo que solo podríamos sentir en circunstancias muy particulares: el amor, el sueño, que también, como la muerte, son experiencias universales.
Taller literario. I Autores con historia.
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3 comentarios:
Excelente artículo, estoy totalmente de acuerdo con vos.
Qué hermoso artículo. Me servirá mucho para mi labor de escritura. Gracias por tanto. Saludos.
Profunda reflexión, nunca se me había ocurrido esta idea, cuando escribimos y cuando leemos están presentes las partes de nuestro subconsciente que permanecen dormidas durante la mayor parte de nuestro tiempo... Magnífico!!!
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