«La herencia»: Fritz Leiber; relato y análisis


«La herencia»: Fritz Leiber; relato y análisis.




La herencia (The Inheritance) —publicado originalmente como El asesino fantasma (The Phantom Slayer)— es un relato de terror del escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1992), publicado originalmente en la edición de enero de 1942 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1947: Los agentes negros de la noche (Night's Black Agents).

La herencia, quizás uno de los cuentos de Fritz Leiber menos conocidos, relata la historia de un hombre que recibe una herencia inusual de su tío: una habitación miserable, que el difunto pagó por adelantado. De este modo, el protagonista hereda la soledad de su tío, su tristeza, y también algo mucho más inquietante.

Una serie de recortes periodísticos, que describen los más horrorosos crímenes, son encontrados por el protagonista. Vencido por el cansancio, se hunde en un sueño intranquilo, que pronto se convierte en pesadilla, o peor aún, en una especie de viaje astral —o de experiencia extracorporal— donde repasa, con macabra meticulosidad, los atroces asesinatos cometidos por su tío.

De este modo, La herencia de Fritz Leiber nos lleva a preguntarnos si acaso esa habilidad para realizar viajes astrales, además de aquella pocilga, son la única herencia que hay en juego en el relato. La otra posibilidad, mucho más perturbadora, es que el protagonista también haya heredado los impulsos homicidas de su ancestro.




La herencia.
The Inheritance, Fritz Leiber (1910-1992)

—¿Es ésta la habitación? —inquirí, depositando la maleta de cartón en el suelo. El propietario asintió y me dijo:

—No hemos cambiado nada desde que murió su tío. Salvo las sábanas y ciertas cosas.

Era pequeña y deslucida, pero bastante limpia. La miré con detenimiento. La cómoda de roble. El aparador. La mesa desnuda. La lámpara extensible con la pantalla verde. El sillón. La silla de cocina. La cama de hierro fundido.

—Murió de repente, ¿no es así? —inquirí.

—Sí. Mientras dormía. Ya sabe usted, el corazón.

Asentí vagamente y, siguiendo un impulso, me acerqué al aparador y abrí la puerta. Dos de los estantes estaban atestados de comida enlatada y otros víveres. Había una cafetera vieja y dos sartenes, y algo de vajilla recubierta por una fina red de grietas amarronadas.

—Su tío gozaba de un permiso especial para cocinar —me informó el propietario—. Por supuesto que eso también vale para usted, si lo desea.

Me acerqué a la ventana y miré tres pisos hacia abajo, a la calle mugrienta. Unos niños jugaban lanzando monedas de un centavo. Estudié los nombres de las tiendas. Cuando me volví, pensé que quizás el propietario iría a marcharse, pero continuaba observándome. Tenía el blanco de los ojos descolorido.

—Ya le comenté que por lavarle la ropa le cobramos veinticinco centavos —me dijo.

Buceé en mi bolsillo y encontré un cuarto de dólar. Me quedaban cuarenta y siete centavos. Laboriosamente, me extendió un recibo.

—Sobre la mesa tiene la llave de la puerta —me dijo—, y la otra es la de la entrada. La habitación es suya durante los próximos tres meses y dos semanas.

Salió y cerró la puerta tras de sí. Como en oleada, desde abajo me llegó el traqueteo de un tranvía que pasaba. Me dejé caer en el sillón. La gente puede heredar cosas bastante curiosas. Yo había heredado comestibles enlatados y el alquiler de una habitación, sólo porque mi tío David, al que no recordaba haber visto jamás, pagaba las cosas por adelantado. El tribunal se había comportado decentemente, en especial después de que les dije que no tenía un céntimo.

El propietario se había negado a efectuar un reembolso, pero casi no se le podía culpar por ello. Claro que después de haber viajado en autostop todo el trayecto hasta llegar a la ciudad, me sentí defraudado al enterarme de que no habría dinero contante y sonante. La pensión había cesado con la muerte de mi tío, y los gastos del funeral se habían llevado el resto. De todos modos, agradecí contar con un sitio donde dormir.

Me comentaron que mi tío debió de hacer el testamento poco después de que yo naciera. No creo que mis padres lo supieran, de lo contrario lo habrían mencionado, al menos al morir. Nunca oí hablar demasiado de él, sólo sabía que era el hermano mayor de mi padre. Me enteré vagamente de que era policía, y eso era todo. Ya se sabe cómo son las cosas; las familias se separan, sólo los mayores se mantienen en contacto, y poco es lo que les cuentan a los jóvenes. Y así, la relación no tarda en olvidarse, a menos que ocurra algo especial. Me imagino que estas cosas ocurren desde que el mundo es mundo. Existen unas fuerzas en acción que separan a las gentes, las dispersan y las vuelven solitarias.

Esto se siente mucho más en una gran ciudad. Dicen que no existe una ley que prohiba ser un fracasado, pero tal y como pude comprobar, sí existe. Después de una niñez acomodada, las cosas se me fueron poniendo más y más difíciles. La depresión. Mi familia murió. Los amigos partieron. Trabajos inestables y difíciles de encontrar. Retrasos e incomodidades en la asistencia gubernamental. Probé suerte con el vagabundeo, pero descubrí que no tenía el temperamento adecuado. Incluso para ser un vagabundo o un gorrista o un trapero hay que tener una aptitud especial.

El hacer autostop hasta la ciudad me había dejado nervioso y mareado. Y me dolían los pies. Soy de esas personas que no sirven demasiado para aguantar. Sentado en el viejo y raído sillón de mi difunto tío, con la noche que se avecinaba, sentí todo el impacto de mi soledad. A través de las paredes oía moverse a la gente y hablar en voz baja, pero era gente que desconocía y a la que jamás había visto. Desde fuera provenían rumores sordos y murmullos. A lo lejos oí el pesado gruñido de una locomotora; más cerca, el monótono zumbido de un cartel de neón averiado. Se oía el golpeteo acompasado de cierta máquina que no lograba identificar, y creí oír el plañido de una máquina de coser.

Eran todos sonidos hostiles y solitarios.El polvoriento cuadrado que formaba la ventana se fue oscureciendo paulatinamente, pero se parecía más a un humo pesado que se deposita que a un atardecer corriente. Algo trivial me importunaba. Algo que no guardaba relación con la tenebrosa melancolía generalizada. Traté de descifrar de qué se trataba, y al cabo de un rato, de repente, lo comprendí. Era muy sencillo. A pesar de que acostumbro a repantigarme de lado cuando me siento en un sillón, estaba sentado bien recto, apoyado en el respaldo, porque el tapizado se hundía profundamente hacia el centro. Y eso, tal como advertí de inmediato, debía de ser porque mi tío se había recostado siempre bien erguido. La sensación fue un tanto atemorizante, pero resistí al impulso de ponerme en pie de un salto.

En cambio, me encontré preguntándome qué tipo de hombre había sido y cómo había vivido; comencé a imaginármelo moviéndose por la habitación, sentándose, durmiendo en la cama y, ocasionalmente, recibiendo la visita de algún compañero del cuerpo de policía. Me pregunté en qué emplearía el tiempo después de jubilarse. No había libros a la vista. Tampoco noté que hubiera ceniceros, y no olía a tabaco. El viejo debió de sentirse bastante solo, sin familia ni nada. Y ahí estaba yo, heredando su soledad.

Entonces me puse en pie, y empecé a dar vueltas sin rumbo. Me llamó la atención el que los muebles se vieran como incómodos, todos pegados contra las paredes, de modo que adelanté algunos. Me dirigí hasta la cómoda. Sobre ella había una foto enmarcada puesta boca abajo. La llevé hasta la ventana. Sí, se trataba de mi tío, porque tenía una nota escrita en letra cuidada y menuda que decía: David Rhode, teniente de policía, retirado el 1 de julio de 1927.

Llevaba la gorra de policía, tenía las mejillas delgadas y sus ojos eran más inteligentes y penetrantes de lo que había esperado. No se le veía demasiado mayor. La volví a dejar sobre la cómoda, luego cambié de idea y la coloqué de pie sobre el aparador. Aún me sentía demasiado nervioso y con náuseas como para comer nada. Sabía que debía haberme metido en la cama para tratar de descansar bien, pero estaba ansioso después de haberme pasado el día en el tribunal.

Me sentía solo, y sin embargo no deseaba dar un paseo ni estar cerca de la gente. Decidí emplear un poco de tiempo inspeccionando a fondo mi herencia. Era lo lógico, pero una especie de turbación me había hecho vacilar. Una vez que empecé, mi curiosidad fue en aumento. No esperaba encontrar nada de valor. Principalmente me interesaba saber más cosas acerca de mi tío. Comencé por echarle otra mirada al aparador. Había comestibles en lata y café suficientes para un mes. Era una suerte. En el estante de abajo había unas cuantas herramientas viejas, unos tornillos, alambre y otros trastos.Cuando abrí la puerta del armario empotrado recibí un súbito sobresalto.

Colgado contra la pared pendía un uniforme de policía, en el gancho de arriba había una gorra azul, debajo sobresalían dos pesados zapatos, a un lado, una porra colgaba de un clavo. En las sombras el conjunto parecía como con vida. Advertí que estaba oscureciendo y encendí la lámpara extensible con la pantalla verde. En el armario encontré también un traje de calle, un abrigo y alguna otra ropa, no demasiada. En el estante había una caja con un revólver de servicio y una canana con algunos cartuchos metidos en las separaciones de cuero. Me pregunté si debía hacer algo con ella. El uniforme me sorprendió, hasta que me di cuenta de que debía de haber tenido dos, uno de verano y otro de invierno. Lo habían enterrado con el otro.

Hasta ese momento no había encontrado demasiado, de modo que continué con la cómoda. En los dos cajones de arriba había camisas, pañuelos, calcetines y ropa interior, todo lavado y doblado prolijamente, pero raído. Ahora eran míos. Si me iban bien, tenía derecho a usarlos. Era una idea desagradable, pero práctica. El tercer cajón estaba lleno de recortes de periódico, cuidadosamente separados en pilas y fajos distintos. Eché un vistazo a los de arriba de todo. Todos parecían guardar relación con casos policiales, dos de ellos bastante recientes. Allí, deduje, tenía una pista de lo que hacía mi tío después de jubilarse. Había seguido interesándose por su antiguo trabajo.

En el cajón de abajo encontré un surtido heterogéneo de cosas. Unas gafas, un bastón con empuñadura de plata, curiosamente corto, un maletín vacío, un trozo de cinta verde, un caballito de juguete, hecho de madera, que se veía muy viejo (me pregunté fútilmente si no lo habría comprado para mí cuando era pequeño y luego se habría olvidado de enviarlo), una peineta de carey, y otras cosas. Cerré el cajón de prisa y me aparté de la cómoda. El asunto no me parecía tan interesante como había esperado. Ya tenía un panorama de las cosas, pero me hacía pensar en la muerte, me producía escalofríos y me daba la sensación como de estar perdido.

Ahí estaba yo, en medio de una gran ciudad, y la única persona a la que me sentía de algún modo cercano llevaba tres semanas enterrada. Con todo, pensé que sería mejor acabar con el trabajo, de modo que saqué el cajón poco profundo que había en la mesa. Encontré dos periódicos recientes, unas tijeras y un lápiz, un fajo pequeño de recibos escritos con la letra laboriosa del propietario, y un cuento de detectives de una biblioteca circulante. Se titulaba: El inquilino. Fue todo lo que pude hallar. Y según lo iba pensando, me parecía muy poco. ¿No recibía cartas?

El orden general me había llevado a pensar que descubriría varias cajas de cartas, cuidadosamente atadas en paquetes. ¿Y no habría fotos u otros recuerdos? ¿O revistas, o libretas? Si ni siquiera me había topado con esa maraña de anuncios, carpetas, tarjetas y otras cosas inútiles que se encuentran en alguna parte en casi todas las casas. De pronto se me ocurrió que sus últimos años debieron de haber sido espantosamente estériles, a pesar de los recortes y el cuento de detectives.

Nadie llamó a la puerta, pero ésta se abrió y el propietario entró, andando suavemente con sus pantuflas grandes y holgadas. Me sobresaltó y me hizo enfadar un poco, un enfado más bien aprensivo.

—Sólo quería decirle que no nos gusta que hagan ruido a partir de las once de la noche —me comentó—. Ah, su tío solía cocinar a las ocho y media y a las cinco.

—De acuerdo, de acuerdo —dije rápidamente, y estuve a punto de agregar algún sarcasmo cuando de pronto tuve una idea—. ¿Guardaba mi tío algún baúl o caja o algo parecido en el sótano? —pregunté.

Me miró estúpidamente durante un momento, luego sacudió la cabeza.

—No. Todo lo que tenía está aquí —contestó, indicando la habitación con un movimiento lateral de su mano grande y de dedos gruesos.

—¿Recibía muchas visitas? —inquirí.

Me dio la impresión de que el propietario no había oído la pregunta, pero después de un rato volvió en sí y negó con la cabeza.

—Gracias —le dije, y me aparté—. Buenas noches.

Cuando me volví, seguía de pie en el umbral de la puerta, mirando adormilado la habitación. Volvía notar lo descolorido que tenía el blanco de los ojos.

—Oiga —comentó—, veo que ha vuelto a colocar los muebles donde los tenía su tío.

—Sí, estaban todos pegados contra las paredes y yo los he separado.

—Y ha vuelto a colocar su foto encima del aparador.

—¿Es ahí donde solía estar? —pregunté.

Él asintió con un movimiento de cabeza, volvió a echar un vistazo a su alrededor, bostezó y luego se dispuso a marcharse.

—Bueno —dijo—, que duerma bien.

Las tres últimas palabras sonaron forzadas, como emitidas con un esfuerzo prodigioso. Cerró la puerta tras de sí sin hacer ruido. De inmediato, tomé la llave que estaba sobre la mesa y la cerré. No iba a soportar que entrase a fisgonear sin llamar, no si podía evitarlo.

La soledad volvió a apoderarse de mí.¿De modo que había vuelto a colocar los muebles tal como estaban antes, y había puesto la foto en su sitio correcto, no? La idea me asustó un poco. Deseé no tener que dormir en aquella horrible cama de hierro fundido. Pero ¿adonde más podía ir con cuarenta y siete centavos y mi falta de iniciativa? De repente, me di cuenta de que me estaba comportando como un tonto. Era perfectamente normal que me sintiera un poco intranquilo. En circunstancias tan extrañas, cualquiera se hubiera sentido igual. Pero no debía permitir que eso me deprimiera. Iba a vivir en ese cuarto durante algún tiempo.

Lo que tenía que hacer era acostumbrarme a él. De modo que saqué algunos de los recortes de periódico que había en la cómoda y comencé a repasarlos. Cubrían un período de veinte años más o menos. Los más viejos estaban amarillentos y tiesos, y se rasgaban con facilidad. La mayoría de ellos eran sobre asesinatos. Me puse a hojearlos, mirando los titulares y leyendo un poco aquí y allá. Al cabo de un rato me encontré sumido en las descripciones de un asesino fantasma que mataba cruelmente y sin motivo aparente. Sus crímenes eran similares a los de Jack, el Destripador, que habían horrorizado a Londres en 1888, excepto que entre las víctimas había hombres y niños, además de mujeres.

Recordé vagamente que años atrás había oído acerca de dos de los casos; en total habían sido siete u ocho. Leí los detalles. No propiciaban pensamientos agradables. El nombre de mi tío aparecía mencionado entre el de los investigadores de algunos de los primeros casos. Aquella era, con mucho, la pila más grande de recortes. Todas las pilas estaban cuidadosamente ordenadas, pero no logré encontrar notas ni comentarios, excepto un diminuto trozo de papel con una dirección escrita: calle Robey, número 2318.

Me dejó perplejo. Solamente esa dirección solitaria, sin ninguna explicación.

Afuera ya era de noche, y en la calle, la luz sesgada que proyectaba la farola permitía ver con más facilidad el polvo que cubría el cristal de la ventana. A través de las paredes no llegaban demasiados ruidos nuevos, sólo el sonido monótono y estridente de unas voces que provenían de una radio. Todavía podía oír el zumbido del cartel de neón estropeado, y otra locomotora bufaba en los distantes patios del ferrocarril. Para mi alivio, advertí que me estaba entrando sueño.

Mientras me desvestía y colgaba mi ropa con un orden desacostumbrado sobre la silla de la cocina, me sorprendí preguntándome si mi tío habría dispuesto la suya del mismo modo: la chaqueta en el respaldo, los pantalones en el asiento, los zapatos debajo con los calcetines metidos dentro, la camisa y la corbata plegadas encima de la chaqueta.

Abrí la ventana unos siete centímetros por arriba y por abajo, luego recordé que rara vez abría la ventana de mi cuarto por arriba, y continué cavilando del mismo modo. Agradecí el que la somnolencia no me hubiera abandonado. Aparté las mantas de la cama, apagué la luz y me acosté de un salto. Lo primero que pensé fue: Aquí apoyó él la cabeza.

Me pregunté si habría muerto mientras dormía, tal como me habían dicho, o si se habría despertado paralizado, un viejo solo en la oscuridad. Eso no me conduciría a nada, me dije, e intenté pensar en lo cansados y tensos que estaban mis músculos, lo bueno que era descansar los pies, poder estirarme y relajarme. Eso me ayudó un poco. A medida que mis ojos se iban acostumbrando a la semipenumbra, noté el oscuro perfil de los objetos del cuarto. La silla con mi ropa encima. La mesa. La foto de mi tío, que estaba encima del aparador, despedía un leve y extraño reflejo. Las paredes se me venían encima.

Poco a poco, mi imaginación comenzó a trabajar, y empecé a figurarme la gran ciudad que yacía detrás de las paredes, la ciudad que casi no conocía. Me formé una imagen mental de una manzana tras otra de sucios edificios, con grupos de estructuras más altas esparcidos aquí y allá, donde estaban las tiendas y las líneas de tranvías. Las enormes masas salientes de los almacenes y las fábricas. La lúgubre extensión de vías y cenizas de los patios del ferrocarril, con su serie de vagones vacíos en fila. Callejones sin luz, y la nerviosa oleada del tráfico por los bulevares ocasionales. Una fila tras otra de feas casas de madera de dos pisos, apiñadas una al lado de la otra. Formas humanas que, en mi imaginación, jamás caminaban erguidas, sino agazapadas en las sombras y cerca de las paredes. Criminales. Asesinos.

Interrumpí abruptamente esta sucesión de ideas, un tanto asustado ante su intensidad. Era casi como si mi mente hubiera estado fuera de mi cuerpo, espiando, atisbando.

Traté de reírme desemejante idea, que era el resultado obvio de mi cansancio y de mi tensión. No importaba cuan extraña pareciera la ciudad, me encontraba seguro en mi pequeña habitación, tras la puerta cerrada con llave. La habitación de un policía. David Rhode, teniente de policía, retirado el 1 de julio de 1927.

Me adormilé y después me quedé dormido del todo. El sueño fue simple, intenso y singularmente realista. Yo estaba de pie en un callejón empedrado. Había una cerca despintada, de la que faltaba un listón, y más allá estaba la oscura pared de ladrillo de un edificio de apartamentos que tenía unas terrazas traseras salientes con armazones de madera pintados de gris. Era al amanecer, cuando la vida están en decadencia y el sueño se adhiere a todas partes como una bruma fría. Unas nubes sin forma ocultaban el cielo. Logré ver una persiana amarilla agitarse en una ventana del primer piso, sin embargo no pude oír el sonido. Eso fue todo.

Pero la sensación de frío temor que se apoderó de mí era difícil de describir. Parecía estar buscando algo, y al mismo tiempo temía moverme. Cambió la escena, aunque mis emociones siguieron siendo las mismas. Era de noche, y había un terreno baldío en el cual una enorme valla tapaba casi por completo la brillante luz de la farola. Apenas podía ver las cosas que había en el terreno: una pila de ladrillos y botellas viejas, unos toneles rotos y los restos desnudos de dos automóviles con los guardabarros herrumbrados y rotos. La maleza y la espesa hierba se extendían formando matas. Después noté que había un sendero estrecho y accidentado que atravesaba el terreno en diagonal, y por él caminaba lentamente un niño pequeño, como si hubiera vuelto a buscar algo que había perdido anteriormente, esa misma tarde.

El horror que se cernía sobre el lugar iba dirigido a él, y sentí mucho miedo por el niño. Traté de advertirle, de gritarle, de decirle que volviera a su casa. Pero no podía hablar ni moverme.

La escena volvió a cambiar. Volvía la hora del amanecer. Estaba de pie, frente a una casa de estuco de dos plantas, un poco apartada de la calle. Había una pulcra zona de césped y dos macizos de flores. A una manzana de allí logré ver a un policía que realizaba lentamente su ronda. Entonces, una fuerza pareció apoderarse de mí y llevarme hacia la casa. Vi un sendero de cemento y una manguera enrollada y luego, en una especie de hueco o entrada, una forma acurrucada. La fuerza hizo que me doblara hacia ella, y vi que se trataba de una mujer joven; tenía el cráneo hundido a golpes y la cara manchada de sangre.

Luché e intenté gritar, y con gran esfuerzo me desperté. Durante un tiempo que pareció largo permanecí tendido, tenso y con temor a moverme, sintiendo cómo me latía el corazón. La oscura habitación daba vueltas a mi alrededor, unas figuras se movían en ella, y por un momento la ventana no estaba donde debía estar. Gradualmente logré controlar el pánico, y obligué a las cosas a que volvieran a sus formas normales, mirándolas fijamente. Luego me senté en la cama, temblando todavía.

Era una de las peores pesadillas que recordaba haber tenido. Busqué un cigarrillo y, tembloroso, lo encendí y me tapé con las mantas. De repente recordé algo. La casa de estuco la había visto antes, hacía muy poco, y creía saber dónde. Salí de la cama, encendí la luz y hojeé los recortes de periódico. Encontré las fotos, desde luego. La casa era la misma que había visto en el sueño. Leí el epígrafe: Lugar donde fue hallada la muchacha, víctima del asesino fantasma.

De modo que eso era lo que había causado la pesadilla. Debería haberlo sabido.

Me pareció oír un ruido en el pasillo de afuera, y de un salto me acerqué a la puerta para asegurarme de que estaba cerrada con llave. Al volver a la mesa, me di cuenta de que estaba temblando. Así no iría a ninguna parte. Tenía que dominar aquel ridículo temor, aquella sensación de que alguien intentaba atacarme. Me senté y me fumé el cigarrillo. Miré los recortes que estaban sobre la mesa. ¿Acaso mi tío los colocaba de esa forma, los estudiaba, reflexionaba acerca de su contenido? ¿Se despertaría alguna vez en mitad de la noche y se sentaría en la cama a esperar que regresase el sueño?

Me puse en pie abruptamente. De un manotazo reuní en una sola pila los recortes y los volví a meter en la cómoda. Por error abrí el cajón de abajo y volví a ver aquel extraño conglomerado de objetos. Las gafas, el bastón con empuñadura de plata, el maletín vacío, la cinta verde, el caballo de juguete, la peineta de carey, y el resto. Al guardar los recortes, de nuevo creí oír un ligero ruido y me volví a toda prisa. Esta vez no fui a la puerta, puesto que podía ver que todavía estaba puesta mi llave, y no se había movido. Pero no pude resistir la tentación de mirar en el armario. Allí colgado estaba el uniforme azul, encima la gorra, debajo los zapatos, la porra a un lado. David Rhode, teniente de policía, retirado el 1 de julio de 1927.

Cerré la puerta. Sabía que tenía que dominarme. Mentalmente enumeré las razones obvias y lógicas de mi estado de ánimo y de aquellos inquietantes sueños. Estaba cansado y no me sentía bien. Hacía dos noches que casi no dormía. Me encontraba en una ciudad extraña. Estaba durmiendo en la habitación de un tío al que jamás había visto, o al menos al que no recordaba haber visto, y que había muerto hacía tres semanas. Me encontraba rodeado de las pertenencias de aquel hombre, del aura de sus costumbres. Había leído acerca de ciertos asesinatos particularmente horrendos. Sin duda, razones más que suficientes.

Dejé de pasearme por el cuarto. Mi mirada captó la parte superior de la mesa, gastada y cubierta de arañazos, pero brillante bajo la luz extensible. Sin embargo, no estaba del todo desnuda. No se me había olvidado ningún recorte, pero en un extremo estaba el trozo de papel que había descubierto anteriormente. Lo tomé y leí la dirección escrita a lápiz: calle Robey, número 2318.

Sólo puedo explicar la extraña sensación de que fui presa diciendo que fue como si por un instante me hubieran precipitado de nuevo en la atmósfera de mis sueños. En los sueños, los objetos perfectamente triviales pueden adquirir un significado inexplicablemente horrible. Eso fue lo que ocurrió con el trozo de papel. No tenía idea de lo que significaba la dirección, sin embargo, me miraba fijamente como si se tratara de una condena del destino, de un secreto demasiado terrible como para que lo conociera un hombre. Con un único y rápido movimiento de los dedos, lo estrujé, formé con él una pelota, lo arrojé al suelo y me dejé caer en el borde de la cama.

Que Dios me ayude si sigo reaccionando de ese modo ante las cosas —pensé—. Así deben de ser los inicios de la locura.

Al cabo de un rato mi corazón dejó de latir con fuerza y las cosas se aclararon un poco en mi mente. Mi absurdo terror se suavizó, pero me di cuenta de que podía volver en cualquier momento. Lo que tenía que hacer era dormirme otra vez antes de que ocurriera, y arriesgarme con los sueños. Una vez más, mientras yacía en la cama, sentí la presión y la presencia del cuarto. Una vez más, vi la ciudad entera a mi alrededor. Tuve la sensación de que las paredes se venían abajo y de que flotaba sobre una expansión extraña de sucios edificios. Esta vez fue más fuerte. Entonces el sueño se repitió.

Al parecer, me encontraba en la intersección de dos calles. A mi derecha se levantaban unas estructuras altas con muchas ventanas, en ninguna de las cuales había luz. A mi izquierda fluía un río ancho y repugnante. En su superficie untuosa y de lento fluir se reflejaban débilmente las farolas de la orilla opuesta. Pude divisar el perfil de una barcaza anclada. Una de las calles seguía el curso del río y, un poco más allá, se hundía al aproximarse aun puente formado por enormes vigas de acero. Debajo del puente todo era oscuridad. La otra calle se alejaba en ángulo recto. La acera estaba llena de diarios viejos, llevados allí por el viento. No lograba oír su crujido, ni tampoco podía oler el hedor químico que sabía que rezumaba el río.

Un horror morboso parecía cernerse sobre toda la escena. Un hombre pequeño y de avanzada edad se acercaba por la calle lateral. Sabía que debía gritarle, advertirle, pero fui incapaz. El hombre miraba a su alrededor con incertidumbre, pero pude adivinar que no se debía a presencia alguna. Llevaba un maletín, y con un bastón con empuñadura de plata apartaba los diarios rotos de su camino. Al llegar a la intersección, otra figura salió de detrás de mí. Se trataba de una figura oscura y borrosa. No logré distinguir la cara. Parecía estar envuelta en sombras. La primera mirada de asustada aprensión del hombre de avanzada edad se convirtió en otra de puro alivio. Al parecer estaba formulando preguntas, y el otro, la figura oscura, le contestaba, y yo no lograba oír sus voces.

La figura oscura señaló hacia la calle que llevaba hasta debajo del puente. El otro sonrió y asintió con la cabeza. El espanto y el terror me mantenían aferrado como una prensa. Empleé toda mi fuerza de voluntad, pero no logré hablar ni acercarme. Lentamente, las dos figuras comenzaron a avanzar por la orilla del río, una al lado de la otra. Estaba como congelado. Finalmente, desaparecieron en la oscuridad, debajo del puente. Se produjo una larga espera. Luego, la figura oscura regresó sola. Al parecer me había visto y venía hacia mí.

El terror se apoderó de mí, y realicé un violento esfuerzo por escapar del hechizo que me tenía atado. Entonces, de repente, quedé libre. Aparentemente, salí catapultado hacia arriba a una velocidad fantástica. En un instante, me encontré a una altura tal de la ciudad que logré divisar el damero de las manzanas como si se tratara de un mapa visto a través de un cristal ahumado. El río no era más que una línea plomiza. A un lado, vi que unas pequeñas chimeneas escupían un fuego fantasmal; eran fábricas que trabajaban el turno de noche.

Me asaltó una sensación de soledad terrible y desesperada. Me olvidé de la escena de la que acababa de ser testigo en la orilla del río. Mi único deseo era huir del interminable vacío en que me encontraba. Huir y encontrar un lugar donde refugiarme.

En ese punto, mi sueño se volvió más y menos real. Menos real, por mi imposible navegar y caer en picado por el espacio, y por la sensación de estar separado de mi cuerpo. Más, porque sabía dónde estaba y quería regresar a la habitación de mi tío, en la que mi cuerpo yacía dormido. Caí en picado como una piedra, hasta que me encontré a sólo treinta metros por encima de la ciudad. Entonces, mi movimiento cambió y me deslicé por encima de lo que parecían kilómetros de tejados. Divisé las chimeneas cubiertas de hollín y los ventiladores con formas caprichosas, el raído papel alquitranado, el hierro acanalado, veteado por la lluvia. Unos edificios más grandes—oficinas y fábricas— se elevaban más adelante como riscos.

Me abalancé directamente a través de ellos sin más demora, atisbando los destellos del metal y la maquinaria, los corredores y las particiones. En un momento dado, tuve la impresión de disputar una carrera con un tranvía y derrotarlo. En otro, me lanzaba a través de varias calles brillantemente iluminadas, en las que se movían muchas personas y automóviles. Finalmente, mi velocidad comenzó a disminuir y viré. Surgió un muro oscuro, se me acercó, me tragó, y me encontré dentro de la habitación de mi tío.

La fase más terrible de una pesadilla suele ser aquella en la que el que sueña cree estar en la misma habitación en que duerme. Reconoce cada objeto, pero éstos aparecen sutilmente distorsionados. Unas formas espantosas escudriñan desde los rincones más oscuros. Si por casualidad se despierta en ese momento, la habitación del sueño permanece superpuesta durante un momento a la habitación real. Eso me ocurrió entonces, excepto que el sueño se negaba a terminar.

Tenía la sensación de estar revoloteando cerca del techo, mirando hacia abajo. La mayoría de los objetos estaban tal y como los había visto por última vez. La mesa, el aparador, la cómoda, las sillas. Pero ambas puertas, la del armario y la que daba al corredor, estaban entornadas. Y mi cuerpo no estaba en la cama. Pude ver las sábanas arrugadas, la almohada hundida, las mantas arrojadas a un lado. De inmediato, mis sensaciones de terror y soledad alcanzaron una nueva cima. Sabía que algo estaba terriblemente mal. Sabía que debía encontrarme a mí mismo de prisa.

Mientras revoloteaba, me percaté de un insistente tironeo, como el que ejerce un campo magnético sobre un trozo de hierro. Instintivamente, me dejé llevar hacia él y, de inmediato, fui sacado a través de las paredes y volví a la noche.

Nuevamente, recorrí la ciudad oscurecida a toda velocidad. Los pensamientos más extraños se arremolinaron en mi mente. No eran pensamientos propios de los sueños, sino del estado vigilante. Sospechas y acusaciones horribles. Una serie desenfrenada de razonamientos deductivos. Pero mis emociones eran propias de los sueños, de un pánico impotente y de un temor creciente. Los tejados de las casas sobre las que sobrevolaba se tornaron más sucios y más decrépitos. Las casas de dos plantas dieron paso a una masa confusa. El polvo de carbón ahogaba las enclenques matas de hierba. El suelo que quedaba al descubierto estaba desnudo o tapado por basuras.

Mi velocidad disminuyó y simultáneamente mi pánico fue en aumento. Divisé un sucio cartel: Calle Robey, decía. Percibí un número. Me encontraba en la manzana del 2300. Calle Robey, número 23187.

Era una choza desvencijada, pero más limpia que las vecinas. Me desvié hacia la parte posterior de la casa, donde estaban el callejón enlodado y las formas borrosas de unas cajas de embalaje. En la parte posterior de la casa había una luz. Se abrió la puerta y salió una niña pequeña, que portaba un pequeño cubo de lata con una tapa. Llevaba un vestido corto y tenía las piernas delgadas. Su cabello era lacio y de un amarillo ahumado. En el vano de la puerta, se volvió por un momento y oí una gruesa voz femenina que le decía:

—A ver si te das prisa. A tu papá le gusta la comida caliente. Y no te detengas por el camino, que nadie te vea.

La niñita asintió mansamente y se dirigió hacia el oscuro callejón. Entonces vi la otra figura, la que se agazapaba en las sombras en el sitio por donde ella debía pasar. Tenía mi cara.

Ruego a Dios que nadie me vea como yo me vi entonces. La boca indolente torcida en una mezcla de mueca y gruñido. Las aletas de la nariz ensanchadas. Los ojos, indescriptibles, saliéndose de las órbitas de modo que el blanco rodeaba por completo las pupilas.

La niñita se estaba acercando. Unas oleadas de negrura parecían combatirme, haciéndome retroceder, pero en un último esfuerzo me lancé sobre la cara distorsionada que había reconocido como la mía. Hubo un instante supremo de dolor y miedo. Entonces me di cuenta de que, desde mi altura, estaba mirando a la niña y que ella me estaba mirando a mí. Me decía:

—Vaya, qué susto me ha dado. Al principio no sabía quién era.

Me encontraba en mi propio cuerpo y sabía que no estaba soñando. Unas ropas que no me estaban bien me apretaban en la cintura y los hombros y me tiraban de los puños. Miré la porra pesada como el plomo, que llevaba en la mano. Me toqué la gorra con visera dura que llevaba en la cabeza, luego bajé la mano, y en la luz mortecina logré ver que vestía el uniforme azul oscuro de un policía.

Ignoro cuál habría sido mi reacción si no me hubiera dado cuenta de que la niña seguía mirándome desde abajo, asombrada, con una media sonrisa, pero atemorizada. Me esforcé para que mis labios dibujaran una sonrisa. Le dije:

—Está bien, pequeña. Siento haberte asustado. ¿Dónde trabaja tu papá? Me encargaré de que llegues allí sin riesgos y te acompañaré de regreso a tu casa.

Y así lo hice.

Mis emociones estuvieron agotadas, paralizadas, durante las horas siguientes. Interrogué a la niña con cautela, averigüé cómo llegar a la zona de la ciudad en que se hallaba la pensión de mi tío. Logré regresar sin que me viesen, me quité el uniforme y lo colgué en el armario.

Al día siguiente fui a la policía. No les conté nada acerca de mis sueños, de mi experiencia misteriosa. Sólo dije que la extraña colección de objetos que había en el cajón de abajo de la cómoda, juntamente con las cosas mencionadas en los recortes, habían despertado en mí ciertas sospechas espantosas. Se mostraron obvia y desagradablemente escépticos, pero consintieron en practicar una investigación de rutina, que arrojó unos resultados concluyentes y asombrosos.

La mayoría de los objetos que había en el cajón inferior, el bastón con empuñadura de plata y otros muchos, fueron identificados como los mismos que estaban en posesión de las víctimas del asesino fantasma, y que habían desaparecido en el momento de los crímenes. Por ejemplo, el bastón y el maletín los llevaba un hombre de edad avanzada que fue hallado muerto debajo de un viaducto, junto al río; el caballo de juguete pertenecía a un niño asesinado en un terreno baldío; la peineta de carey era similar a la que faltaba de la cabeza golpeada de una mujer, cuyo cadáver fue hallado en un distrito residencial; la cinta verde provenía de otra cabeza destrozada.

Un atento examen de las tareas y rondas de mi tío completó las pruebas, al demostrarse que en casi todos los casos había estado de patrulla o apostado cerca del lugar del crimen. Todos decían que había habido por lo menos ocho asesinatos. Habían comenzado cuando mi tío se encontraba aún en el cuerpo, y continuaron después de que se jubilase. Al parecer, siempre había llevado el uniforme para no despertar las sospechas de sus víctimas.

La colección de recortes de periódico fue atribuida a su vanidad. De los objetos acusadores que había guardado se dijo que eran símbolos de sus crímenes, atroces recuerdos. Fetiches, los denominó un hombre. No hace falta indicar hasta qué punto se encontraban destrozados mis nervios por esta confirmación de mis sueños y de mi experiencia sonámbula. Lo que más me aterraba era la idea de que una cierta tendencia asesina presente en la sangre de nuestra familia nos hubiera sido transmitida a mi y a mi tío.

Bastante tiempo después relaté toda la historia, bajo estricto secreto, a un médico en el que confío. No puso en tela de juicio mi cordura, como temí que hiciese. Sin embargo, atribuyó mi relato a las elaboraciones de mi inconsciente. Dijo que durante el estudio que hice de los recortes, mi inconsciente se había dado cuenta de que mi tío era un asesino, pero que mi mente consciente se había negado a aceptar la idea. Esto produjo una especie de agitación mental, magnificada por mi estado distraído y altamente sugestionable.

Se despertó en mi propia mente el deseo de matar. El trozo de papel que llevaba una dirección escrita logró, en cierta forma, enfocar esa fuerza. Mientras dormía, me había levantado, me había puesto el uniforme de mi tío y había ido hasta aquella dirección. En mi estado de sonambulismo, mi mente imaginó que se encontraba realizando todo tipo de viajes extraños por el espacio y el pasado. El doctor me ha citado casos de otras personas sonámbulas que realizaban actos fuera de lo común. Y, como él dice, no tengo manera de probar que mi tío planease realmente cometer el último asesinato. Espero que su explicación sea correcta.

Fritz Leiber (1910-1992)




Relatos góticos. I Relatos de Fritz Leiber.


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El análisis y resumen del cuento de Fritz Leiber: El asesino fantasma (The Phantom Slayer), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Ricardo Corazón de León dijo...

Muchas gracias por el relato. Siempre es agradable leer terror y más si parece real todo lo que se cuenta.

Saludos.

Anónimo dijo...

Me atrapó el relato. Gracias por compartirlo.



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