«El monstruo de la profecía»: Clark Ashton Smith; relato y análisis


«El monstruo de la profecía»: Clark Ashton Smith; relato y análisis.




El monstruo de la profecía (The Monster of the Prophecy) es un relato de terror del escritor norteamericano Clark Ashton Smith (1893-1961), publicado por primera vez en la edición de enero de 1932 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1942: Fuera del espacio y el tiempo (Out of Space and Time).

El monstruo de la profecía, uno de los grandes cuentos de Clark Ashton Smith, relata la historia de una entidad extraterrestre llamada Vizaphmal, procedente del planeta Satabbor, quien selecciona a un ser humano para comunicarse: Theophilus Alvas, un hombre que está a punto saltar desde el puente de Brooklyn.

Es probable que Theophilus Alvor sea una representación del propio H.P. Lovecraft; en parte, debido a ciertas similitudes con su figura, y sobre todo al hecho de que Theophilus era uno de los seudónimos más utilizados por el maestro de Providence.

No es la primera vez que los autores del Círculo de Lovecraft utilizaron la figura de su mentor en sus relatos. De hecho, a H.P. Lovecraft parecía divertirse mucho con este ejercicio, e incluso respondía esas historias con una de su propia cosecha.

Probablemente el ejemplo más conocido sea el cuento de Robert Bloch: El vampiro estelar (The Shambler From the Stars). Allí, H.P. Lovecraft es asesinado por una criatura tentacular tras leer las páginas del De Vermis Mysteriis. A su vez, el maestro de Providence escribió una secuela: El morador de las tinieblas (The Haunter of the Dark), donde asesina a Bloch, quien finalmente escribiría una tercera parte: La sombra que huyó del chapitel (The Shadow from the Steeple).

Otro ejemplo interesante es el relato de Frank Belknap Long: Los devoradores del espacio (The Space Eaters). En esa ocasión, Lovecraft es contactado por un ser interdimensional con un apetito inusual por los cerebros humanos. En todo caso, lo verdaderamente curioso de El monstruo de la profecía de Clark Ashton Smith es que Lovecraft no es sometido a una muerte espantosa, como en los casos anteriores.

Vizaphmal, aquel extraterrestre con poderes telepáticos, comprende la desesperada situación de Theophilus; un poeta y escritor fracasado que trata de ganarse la vida en Nueva York, al igual que H.P. Lovecraft en la época del Kalem Club. El motivo del contacto interestelar no es caprichoso. Theophilus ha escrito un poema: Oda a Antares (Ode to Antares), que refleja su fascinación por la astronomía (al igual que la de Lovecraft). El propio Vizaphmal es un antárico del planeta Satabbor, a muchos años luz de distancia, quien finalmente convence a Theophilus de que no se suicide, y que en cambio lo acompañe a su planeta de origen.

Utilizando un extraño dispositivo, que bien podría ser una máquina del tiempo, Theophilus y Vizaphmal viajan a Satabbor. Esto parece desatar una antigua profecía, y el despertar de un monstruo realmente espantoso, incluso para los estándares de este lejano planeta.




El monstruo de la profecía.
The Monster of the Prophecy, Clark Ashton Smith (1893-1961)

La tarde, sombría, húmeda y fría por la niebla, estaba declinando hacia un tenebroso crepúsculo cuando Alvor se detuvo en el Puente de Brooklyn a mirar hacia el penumbroso río con un estremecimiento de siniestra suposición. Se preguntaba cómo se sentiría arrojarse a las turbulentas y heladas aguas, y si él podía reunir el coraje suficiente para un acto que, se persuadió a sí mismo, ya se había hecho tan inevitable como loable. Le parecía que se sentía demasiado cansado, enfermo y desilusionado como para continuar con el maligno sueño de la existencia.

Desde cualquier punto de vista humano existían sin dudas abundantes razones para la depresión de Alvor. Joven y lleno de ardientes visiones y deseos, había llegado a Brooklyn hacía tres meses desde una villa eclipsada, con la esperanza de encontrar un editor para sus escritos; pero sus versos clásicos pasados de moda, a pesar y debido a su alto fuego imaginativo, habían sido rechazados de manera unánime tanto por revistas como por casas editoriales. Si bien Alvor había vivido en frugalidad, alojándose en una vivienda tan humilde que casi representaba la proverbial buhardilla poética, la pequeña suma de sus ahorros se había agotado.

No sólo estaba sin un centavo, sino que sus ropas estaban tan degastadas que le impedían presentarse en las oficinas de las editoras, y las suelas de sus zapatos se encaminaban rápidamente hacia la inexistencia de las tantas caminatas que había dado. Llevaba días sin probar bocado y su última comida, como las que la precedieron, había sido a expensa del bondadoso corazón de su casera irlandesa.

Por más de una razón, Alvor hubiese preferido una muerte diferente al ahogamiento. Las aguas sucias y frías no eran atractivas desde un punto de vista estético; y a pesar de todas las opiniones contrarias que había escuchado, no creía que semejante muerte pudiera ser otra cosa que dolorosa y desagradable. Por elección habría optado por un exótico opiáceo oriental, cuyo sueño insidioso lo habría conducido a través de reinos esplendorosos hacia la delicada noche del último olvido; o, en caso de que eso fallara, algún veneno mortal de una misericordiosa dulzura. Pero los medios del Leteo no son fácilmente obtenibles para un hombre con el bolsillo vacío.

Alvor temblaba en el puente crepuscular al tiempo que maldecía su propia falta de prevención por no reservar suficiente dinero para tal eventualidad mientras miraba las tétricas aguas y también la no menos tétrica neblina tras la cual las perturbadoras luces de la ciudad habían comenzado a abrirse camino. Entonces, con el hábito instintivo de una persona de campo que a la vez era un buscador de la belleza e imaginativo, elevó su mirada hacia el cielo sobre la ciudad para ver si alguna estrella era visible.

Pensó en su reciente Oda a Antares, la cual, a diferencia de sus trabajos anteriores, fue escrita en versos libres, poseyendo una poderosa ironía modernista mezclada con su abundante lirismo. No obstante, había resultado tan poco vendible como los demás. Con un sentido de la ironía mucho más grande del que vertió en su Oda, sus ojos buscaron la chispa escarlata de la misma Antares, pero fueron incapaces de localizarla en el cielo congestionado. De manera que su mirada y sus pensamientos retornaron al río.

—No hay necesidad de eso, mi querido amigo —dijo una voz a su lado.

Alvor estaba estupefacto no sólo por las palabras y la clarividencia que expresaban, sino también por algo que era extrañamente incomprensible en los tonos de la voz que la profirieron. Los tonos eran al mismo tiempo refinados y autoritarios; pero poseían una cualidad que, a falta de palabras o imágenes precisas, sólo podía ser considerada metálica e inhumana. Mientras su mente luchaba con las desenfrenadas fantasías que se sucedían rápidamente, se volvió hacia el extraño que lo había abordado.

El hombre no tenía una altura ni desproporcionada ni fuera de lo común; estaba vestido modestamente con un largo gabán y sombrero de copa. Sus facciones no eran inusuales por lo que se podía ver de ellas en el crepúsculo, exceptuando sus ojos ardientes y de abarcadores párpados, como los de algún animal con nictalopía. Pero de él emanaba una sensación de cosas que eran inconcebiblemente extrañas, outre y remotas: una sensación que era más patente, más insistente que la mera impresión de forma, olor, o sonido podría serlo, y que era evidentemente táctil en su intensidad.

—Repito —continuó el hombre— que no tienes necesidad de ahogarte en el río. Un destino vastamente diferente puede ser tuyo, si lo eliges… Mientras tanto, me honraría y alegraría si me acompañas a mi casa que no está muy lejos.

Aturdido por un asombro ajeno a todo pensamiento analítico, o siquiera de cualquier conocimiento claro de hacia dónde se dirigía o lo que estaba pasando, Alvor siguió al extraño a través de varias cuadras en la inquieta niebla. Sin estar muy consciente de cómo llegó allí, se encontró en la biblioteca de una antigua casa que en su tiempo debió haber tenido considerables pretensiones aristocráticas, pues los paneles, alfombras y muebles eran todos viejos, extraños y lujosos. El poeta fue dejado solo por algunos minutos en la librería. Entonces, su anfitrión apareció nuevamente y lo guio hacia un comedor donde una excelente comida para dos había sido traída desde un restauran vecino.

Alvor, que estaba a punto de desmayarse por la inanición, comió sin ninguna pretensión de ocultar su voraz apetito, aunque notó que el extraño apenas intentó tocar su comida. Con una pose preocupada y distraída, el hombre se sentó del lado opuesto de Alvor, no ofreciéndole a su invitado ninguna otra atención ostensible que las cortesías ordinarias que un invitado requiere.

—Hablaremos ahora —dijo el extraño cuando Alvor terminó.

El poeta, cuya energía y facultades mentales habían sido reavivadas por la comida, fue lo suficientemente atrevido como para observar a su anfitrión con una clara intención de evaluarlo. Vio a un hombre de edad indefinida, cuya fisonomía y complexión eran caucásicas, pero cuya nacionalidad era incapaz de determinar. Los ojos habían perdido algo de su luminosidad sobrenatural bajo la luz eléctrica, sin embargo eran aún más asombrosos, y de ellos se derramaba una sensación de conocimiento, poder y extrañeza ultramundano, que no se podía formular con el pensamiento humano o transmitir con el lenguaje humano. Bajo su escrutinio, imágenes vagas, aturdidoras, informes e intrincadas se alzaban en las penumbrosas fronteras de la mente del poeta para caer nuevamente en el olvido, donde él las podía visualizar. Aparentemente sin razón alguna, algunas líneas de su Oda a Antares vinieron a su memoria, descubriendo que él las estaba repitiendo una y otra vez bajo sus labios:


Estrella de extraña esperanza
Faro más allá de nuestro desesperado cieno
Señor de abismos insalvables
Lámpara de vida ininteligible.


El anhelo desesperanzado y medio satírico por otra esfera expresado en ese poema, asediaba sus pensamientos con una insistencia anormal.

—Por supuesto, no tienes idea de quién o qué soy —dijo el forastero—, a pesar de que tus intuiciones poéticas se acercan andando a tientas oscuramente hacia el secreto de mi identidad. De mi parte, no existe necesidad de preguntarte nada, pues ya he conocido todo lo que hay que conocer acerca de tu vida, tu personalidad y el desesperado apuro del que ahora soy capaz de ofrecerte un medio de escape. Tu nombre es Theophilus Alvor y eres un poeta cuya estilo clásico y genio romántico, no es seguro que obtengan reconocimiento en esta época y en esta tierra. Con una inspiración más profética de lo que te imaginas, has escrito, entre otras obras maestras, una admirable Oda a Antares.

—¿Cómo sabes todo eso? —exclamó Alvor.

—Para aquellos que poseen el aparato sensorial con que percibirlos, los pensamientos no son menos audibles que las palabras habladas. Puedo escuchar tus pensamientos, de manera que entenderás que no hay nada de sorprendente en el hecho de que posea información acerca de ti.

—¿Pero quién eres? —gritó Alvor—. He escuchado sobre personas que pueden leer el pensamiento de otros; pero nunca creí que hubiera algún ser humano que en verdad poseyera tales poderes.

—No soy un ser humano —replicó el forastero—, si bien he hallado conveniente adoptar la imagen de uno por un tiempo de la misma manera que tú o algún otro de tu especie usaría un disfraz. Permíteme presentarme: mi nombre, tan exacto como podría traducirse en la fonética de tu mundo, es Vizaphmal, y he venido desde un planeta perteneciente a la poderosa y lejana estrella conocida por ti como Antares. En mi propio mundo soy un científico, a pesar de que las clases más ignorantes me consideran un mago.

»En el curso de profundas investigaciones y experimentos he inventado un artefacto que me capacita para visitar a voluntad otros planetas, sin importar cuan lejos estén en le espacio. He vivido varias veces en diferentes sistemas solares; y he encontrado tu mundo y sus habitantes tan curiosos, caprichosos y monstruosos que he permanecido aquí un poco más de lo planeado, gracias a mi gusto por lo bizarro; un gusto que es imposible de erradicar a pesar de ser reprensible. Ya ha llegado el momento de mi retorno: urgentes deberes me llaman y no puedo demorarme más. Pero existen razones de por qué debo llevar conmigo un miembro de tu raza; y cuando te vi en el puente esta noche, se me ocurrió que podrías estar interesado en emprender semejante aventura.

»Estás, me parece, completamente cansado de la esfera en la que habitas, ya que hace poco estabas listo para partir de ellas hacia la desconocida dimensión que llaman muerte. Puedo ofrecerte algo más agradable y diversificado que la muerte, una gran gama de sensaciones y una potencialidad de experiencia más allá de cualquier cosa con la que hayas tenido incluso la más remota intimación, en los ensueños poéticos que son considerados extravagantes por tus conciudadanos.

Una y otra vez, mientras escuchaba ese discurso largo y singular, Alvor pareció captar en los tonos de la voz que lo profirió, una resonancia sobrenatural, una vibración de matices más allá del compás de la garganta humana. Si bien perfectamente claro y correcto en todos los detalles de enunciación, había una insinuación de vocales y consonantes que no podían ser encontradas en ningún alfabeto terrestre.

—Tu pensamiento es del todo natural, considerando las limitaciones de tu experiencia —observó con calma el forastero—. No obstante, puedo convencerte de tu error revelándote mi verdadera apariencia.

Hizo el gesto de alguien que se despoja de una vestimenta. Alvor fue enceguecido por un insoportable destello de luz, cuyo resplandor blanquecino, emanando en grandes rayos desde un centro en forma esférica, llenó toda la habitación y parecía traspasar ilimitablemente más allá de las paredes a las que disolvían. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz vio delante de él un ser que no poseía ninguna semejanza a su anfitrión. Dicho ser tenía más de siete pies de altura y poseía no menos de cinco brazos complicadamente articulados así como tres piernas que eran igualmente elaboradas. Su cabeza, sobre un cuello largo como el de un cisne, estaba equipado no sólo con los órganos visual, auditivo, olfativo y oral de un tipo alienígena, sino que ostentaba varios apéndices cuyo uso no era fácil determinar.

Sus tres ojos, ubicados oblicuamente y con pupilas ovales, irradiaban una fosforescencia verdosa; la boca, o lo que parecía serlo, era muy pequeña con dientes curvados a manera de luna creciente; la nariz era rudimentaria, pero con orificios finamente formados; en cuanto a las cejas, tenía una serie triple de marcas semicirculares en su frente, cada una de un color diferente; y sobre su cabeza de un acabado intelectual, sobre sus pequeñas orejas caídas con sus lóbulos complejos, se alzaba una hermosa cresta escarlata, similar a la cresta de los cascos de los guerreros griegos. La cabeza, los miembros y todo el cuerpo estaban moteados de lunares cambiantes de colores opalescentes, nunca conservando el mismo aspecto en su constante flujo y reflujo.

Alvor tenía la sensación de estar parado en la orilla de abismos prodigiosos, en una nueva tierra bajo un nuevo cielo; y la vista de horizontes ilimitados, imbuidos de un terror imponente y múltiples bellezas de una naturaleza que ningún ojo humano ha visto jamás, se balanceaba, revoloteaba y destellaba sobre él con la misma inestable fluorescencia de los diferentes lunares del cuerpo los cuales contemplaba con suma estupefacción. Entonces, en solo un instante, la extraña luz pareció recogerse sobre sí misma, retrotrayendo todos sus rayos hacia un centro común, difuminándose en un remolino de oscuridad. Cuando la oscuridad se aclaró, vio nuevamente la forma de su anfitrión, en su vestido convencional y una ligera sonrisa de ironía en sus labios.

—¿Me crees ahora? —inquirió Vizaphmal.

—Sí, te creo.

—¿Estás dispuesto a aceptar mi oferta?

—La acepto.

Mil preguntas se formaron en la mente de Alvor, pero no se atrevió a preguntarlas. Adivinándolas, el forastero habló de la siguiente manera:

—Te preguntas cómo es posible que pueda adoptar la forma humana. Te aseguro que es simplemente un asunto de pensarlo. Mis imágenes mentales son definitivamente más claras y fuertes que las de cualquier ser humano, e imaginándome a mí mismo un hombre, puede aparecerme ante ti y tus colegas como tal. También te preguntas sobre el modus operandi de mi viaje hacia la tierra. Esto te lo explicaré y mostraré ahora si no te importa seguirme.

Lo condujo hasta el segundo piso de la vieja mansión. Allí, en una especie de ático bajo una amplia claraboya y hacia la parte sur del techo inclinado, había una especie de mecanismo hecho de un metal oscuro que Alvor no pudo clasificar. Era una estructura alta y complicada, con muchas barras transversales y dos gruesas varillas erectas cuyas puntas terminaban en sendos discos. Los discos parecían constituir las porciones principales de la base y la parte superior.

—Coloca tu mano entre las barras —ordenó el anfitrión de Alvor.

Alvor trató de obedecer esa orden pero sus dedos se tropezaron con una barrera diamantina, por lo que comprendió que el espacio entre las barras estaba lleno de una materia desconocida más clara que el cristal o el vidrio.

—Estas contemplando —dijo Vizaphmal— un invento del que me siento muy orgulloso, único en cualquier punto de este lado de los soles galácticos. Los discos en la base y en el tope son artefactos vibratorios con un doble uso; y ningún otro material diferente del que están fabricados habría tenido la misma propiedad, el mismo nivel de vibración. Cuando nos encerremos dentro de la estructura, como lo haremos muy pronto, unas cuantas revoluciones del disco inferior producirá el efecto de aislarnos de nuestro ambiente presente, y nos encontraremos en el centro de lo que ustedes llaman espacio, o éter. Las vibraciones del disco superior que a continuación emplearé, son tan poderosas como para aniquilar el espacio mismo en cualquier dirección deseada. El espacio, como cualquier otra cosa en el universo atómico, está sujeto a las leyes de la desintegración y condensación. Es sólo una cuestión de encontrar el poder vibratorio que generaría dicha disolución. Luego de una investigación incansable, de una incesante experimentación, localicé y aislé los raros elementos metálicos, los cuales, en un estado unificado, producen ese poder.

Mientras el poeta ponderaba todo lo que había visto y escuchado, Vizaphmal tocó un pequeño pomo e inmediatamente se abrió un lado de la estructura. Luego apagó la luz eléctrica del desván, y al tiempo que se extinguió, una especie de incandescencia rojiza llenó el interior de la máquina iluminando todas las partes, pero sin despejar la oscuridad del espacio circundante. Parado al lado de su invención, Vizaphmal miró la claraboya y Alvor tras él. La neblina se había despejado y muchas estrellas poblaban la noche, incluyendo la luz brillante de Antares muy alta en el sur. Era obvio que el forastero estaba haciendo ciertos cálculos preliminares, pues movió la máquina un poco luego de observar las estrellas, y ajustó una serie de finos alambres en el interior, como si estuviera afinando algún instrumento de cuerda. Por último se volvió hacia Alvor:

—Ahora todo está listo —anunció—. Si aún estás decidido a acompañarme, podemos partir.

Alvor fue consciente de una inesperada frialdad y fortaleza cuando respondió:

—Estoy a tu servicio.

Los incomparables sucesos y revelaciones de la tarde, la inimaginable posibilidad de una zambullida a través de inmensidades innombrables como la que ningún hombre había tenido el privilegio de atreverse anteriormente, en verdad había abotagado su imaginación, por lo que era incapaz en el momento de comprender la verdadera maravilla de lo que había emprendido. Vizaphmal indicó el lugar que ocuparía Alvor en la máquina. El poeta entró y se colocó en un espacio entre una de las varillas erectas en el lado opuesto de Vizaphmal. Se dio cuenta que una capa de material transparente se interponía entre sus pies y el gran disco que servía de base a las varillas. No bien se había posicionado que, con una ligereza y silencio que eran casi sobrenaturales, la estructura se cerró tan herméticamente que las junturas que las dividían ya no eran visibles.

—Nos encontramos ahora en un espacio sellado —explicó el antareo—, dentro del cual nada puede penetrar. Tanto el metal oscuro como la materia cristalina son sustancia que impiden la penetración del calor o el frío, del aire o el éter, o de cualquier rayo cósmico conocido, con excepción de la luz, la cual es admitida por el metal claro.

Cuando él finalizó, Alvor se dio cuenta de que estaban amurallados por un silencio aislante, total y absoluto, como el de algún vacío interestelar. El tráfico de las calles de afuera, el estruendo, el bullicio y el clamor de la gran ciudad, tan alto hace tan solo un minuto, pudieran haber estado alejados por un millón de millas en algún otro mundo, por todo lo que podía escuchar o sentir de su vibración. En la incandescencia roja que permeaba la máquina, que emanaba desde una fuente que él no podía descubrir, el poeta observó a su compañero. Vizaphmal había adoptado su forma antarea, como si toda necesidad de un disfraz humano hubiese concluido, alzándose sobre Alvor glorioso con zonas intermedias de colores fluctuantes, en las cuales matices que el poeta no había visto en ningún espectro, iban parejos o intermitentes con un azul flamígero, y chispeantes esmeraldas, amatistas, bermellones y azafranes.

Levantando uno de sus cinco brazos que terminaba en dos dedos parecidos a apéndices con múltiples articulaciones todas capaces de doblarse en cualquier dirección, el antareo tocó un alambre fino que se extendía por encima de su cabeza entre dos varillas. Pellizcó el alambre como un músico lo hace con la cuerda de un laúd, entonces se emitió una nota clara y un diapasón más alto que cualquiera de los sonidos que Alvor había escuchado. Su agudeza, puramente ultraterrena, provocó un estremecimiento de angustia que recorrió al poeta, que apenas hubiese soportado más la prolongación del sonido el cual, sin embargo, cesó en un momento siendo seguido por un zumbido más soportable y un sonido cantarín que parecía elevarse desde sus pies.

Mirando hacia abajo, vio que el gran disco en la base de las varillas centrales, había comenzado a girar. Al principio dicha revolución era lenta, pero luego se aceleró hasta que él ya no pudo ver su movimiento; mientras, el sonido cantarín se volvió agonizantemente dulce y alto, hasta que penetro en sus oídos como un cuchillo. Vizaphmal tocó un segundo alambre que tuvo como resultado el cese de las revoluciones del disco. Alvor sintió un alivio inexpresable con el detenimiento de la torturante música.

—Nos encontramos ahora en el espacio etérico —declaró el antareo—. Puedes mirar afuera si así lo deseas.

Alvor observó a través de los intersticios del metal oscuro, viendo alrededor, debajo y encima de ellos la negrura ilimitable de la noche cósmica, y la polución de incontables trillones de estrellas. Tuvo una sensación de un vértigo espantoso y mortífero, se tambaleó como un borracho al tratar de evitar su caída contra el costado de la máquina.

Vizaphmal tocó una tercera cuerda, pero en esa ocasión Alvor no escuchó ningún sonido. Algo semejante a un choque eléctrico, y también el impacto aplastante de un golpe pesado, descendió sobre su cabeza y lo estremeció hasta las plantas de sus pies. Luego sintió como si su tejido estuviera siendo agujereado por un millar de agujas de fuego, seguido por la sensación de ser despedazado por un millar de fragmentos, hueso a hueso, músculo a músculo, vena a vena, nervio a nervio en algún potro de tortura invisible. Se desmayó y cayó hecho un montón de carne en una esquina de la máquina, pero su inconsciencia no era absoluta. Le pareció estar ahogándose un infinito océano de oscuridad, bajo el amontonamiento de ilimitados abismos, y sobre ese océano, tan alejado que se perdía una y otra vez, sonaba una melodía sobrenatural, dulce como el canto de las sirenas o la fabulosa música de las esferas, mezclada con una insoportable disonancia como el clamor de todas las batallas del tiempo.

Creyó que todos sus nervios habían sido estirados por una longitud inmensa, donde los bordes fronterizos de sí mismo estaban siendo torturados en las mazmorras de fantásticos inquisidores usando cuerdas de percusión diabólicamente vibrante, que de alguna manera identificaba con algunas de sus propias células. En una ocasión, le pareció que vio a Vizaphmal parado a un millón de millas de distancia sobre la costa de un mundo alienígena con un cielo de encumbrados colores flamígeros detrás de él y la noche de todo el universo agitándose suavemente a sus pies, como un océano sumiso. Entonces, perdió la visión y los intervalos de la lejana música ultraterrena se hicieron más prolongados hasta que ya no la podía escuchar en absoluto, ni podía ya sentir la tortura en los extremos de sus nervios. El abismo se profundizó sobre él, hundiéndose a través de eones de oscuridad y vacío hasta el mismo corazón del olvido.

El retorno de Alvor a la consciencia fue incluso más lento de lo que había sido su descenso hacia el Leteo. Todavía yaciendo al fondo de la ilimitada noche, percibió un aroma indefinible con el cual estaba asociado de alguna manera una sensación de calor físico. El aroma cambiaba incesantemente como si estuviera compuesto de muchos ingredientes diversos, cada uno de ellos predominando por turnos. Al principio místico y con aroma a mirra, luego la pesada languidez de flores inimaginables, el olor penetrante de vapores químicos desconocidos por la ciencia, el olor de agua y tierra exótica, y por último una mezcla de otros elementos que no sugerían nada, excepto reinos en evolución y niveles que estaban más allá de todo cálculo y experiencia humana.

Por un tiempo vivió y estuvo consciente sólo en su letargo sensorial en este popurrí de aromas; entonces, la consciencia de su propio ser corporal llegó a él a través de sensaciones táctiles de un orden anormal, que al principio no reconoció como sucediendo dentro de él, sino que parecían ser los de una entidad alienígena de otra dimensión, con la cual estaba conectada a través de abismos insalvables con un nexo tan tenue como la gasa. Pensó que dicha entidad estaba reclinada sobre un material de gran suavidad, en el cual se hundía con una pesada y suprema indolencia y una sensación de pura pesadez corporal que lo mantenía totalmente inmóvil.

Entonces, flotando a través de los ciclos de ébano del vacío, el ser se acercó a Alvor con una lentitud inefable, y por último, sin ninguna transición perceptible, sin ninguna brecha de lógica física y congruencia mental, se incorporó dentro de él. Luego, una pequeña luz, como la de una estrella brillando solitaria en el centro del infinito, comenzó a proyectarse desde la lejanía; acercándose más y más y creciendo cada vez más grande hasta que convirtió el negro vacío en una luminiscencia enceguecedora, en una gloria de muchos matices que golpeó de lleno a Alvor.

Se encontró yaciendo, con sus ojos bien abiertos, sobre un enorme diván, en una especie de pabellón que consistía en un domo bajo y elíptico montado sobre una doble fila de pilares diagonales y acanalados. Estaba completamente desnudo si bien una sábana de una especie de tejido fino y amarillo pálido cubría sus miembros inferiores. Vio con un vistazo, a pesar de que los centros de su cerebro aún estaban medio aturdidos como por la acción de algún opiáceo, que dicho tejido no era de fabricación terrestre. El diván bajo su cuerpo estaba cubierto con materiales grises y púrpuras, pero ya sea que fueran plumas, piel o tela, no estaba seguro, ya que sugerían todos ellos.

Eran muy gruesos y elásticos, causando la sensación de la extremada suavidad que acompaño su retorno a la conciencia. El diván mismo se elevaba más alto que cualquier cama sobre el suelo, y también era más largo, y en su condición media narcotizada, eso molestó a Alvor aún más que cualquier otro aspecto de su situación que estaba lejos de ser normal o explicable.

Su asombro creció mientras miraba los alrededores con sentidos recobrados, ya que todo lo que vio, tocó u olió era totalmente ajeno e inenarrable. El piso del pabellón estaba teselado con una marquetería geométrica de óvalos, rombos y equiláteros de metales blancos, negros y amarillos, que ninguna mina terrestre hubiese producido; y los pilares estaban fabricados de los mismos metales alternados regularmente. Sólo el domo era totalmente amarillo. No muy lejos del diván estaba colocado sobre un trípode achatado una vasija de ancha boca de la cual emanaba un vapor opalescente. Alguien parado detrás, oculto por el humo, estaba abanicando los vapores hacia Alvor, lo identificó como la fuente del aroma a mirra que tanto había perturbado sus sentidos.

Era bastante agradable, pero era dispersado por ráfagas de un viento caliente que inundaba el pabellón con una mezcla de perfumes que eran al mismo tiempo dulces y acres y del todo novedosos. Observando a través de los pilares notó las monstruosas cabezas de flores altísimas con hileras de pétalos sofocantes y opacos semejantes a pagodas, y más allá de ellas un paisaje de colinas bajas en una tierra malva y nacarada que se extendía hacia un horizonte increíblemente lejano, alzándose hasta los cielos. Sobre todo eso había un cielo blanco, lleno de las enceguecedoras radiaciones de una luz intensa proyectada por un sol que en ese momento estaba oculto por el domo.

Los ojos de Alvor comenzaron a dolerle y los olores lo perturbaban y oprimían, y una terrible duda y perplejidad lo invadió, en medio de la cual recordaba vagamente su encuentro con Vizaphmal y los eventos que precedieron su desmayo. Se sentía insoportablemente nervioso y por un tiempo todas sus ideas y sensaciones adoptaron el doloroso desorden y temores irracionales del delirio incipiente. Una figura se adelantó desde detrás de los remolinantes vapores y se aproximó al diván. Era Vizaphmal quien portaba en una de sus cinco manos el abanico grande y circular de metal azulado que había estado usando. En otra mano traía una copa media llena de un líquido efervescente.

—Bebe esto —le ordenó mientras colocaba la copa en los labios de Alvor. El líquido era tan amargo y ardiente que Alvor sólo pudo tomarlo por sorbos, entre periodos de jadeos y toses. Pero una vez lo hubo bebido su cerebro se aclaró con celeridad y todas sus sensaciones fueron restablecidas muy pronto a la normalidad.

—¿Dónde estoy? —preguntó. Su voz sonaba extraña y desconocida, con unos efectos que bordeaban el ventriloquía; lo cual, como descubrió posteriormente, se debía a ciertas particularidades del medio atmosférico.

—Te encuentras en mi ciudad natal, en Ulphalor, un reino que ocupa todo el hemisferio norte de Satabbor, el planeta más interno de Sanarda, esa estrella que es llamada Antares en tu mundo. Has estado inconsciente durante tres de nuestros días, un resultado que anticipé conociendo el profundo impacto que tu sistema nervioso recibiría de la experiencia a través de la cual has pasado. No obstante, me parece que no padecerás ninguna enfermedad permanente o inconveniente; y te acabo de administrar un narcótico infalible que te ayudará a adaptar tu sistema nervioso y funciones corporales a las condiciones novedosas bajo las cuales vivirás a partir de ahora. Utilicé los vapores opalescentes para sacarte de tu desmayo, cuando consideré que era conveniente y sabio hacerlo. Los vapores son producidos por la quema de algas marinas, famosas por sus efectos restaurativos.

Alvor trató de asimilar el verdadero significado de esa información, pero su cerebro era incapaz de recibir otras cosas que una serie de impresiones que eran totalmente nuevas, oscuras y alienígenas. Mientras ponderaba las palabras de Vizaphmal, notó que los rayos de luz brillante cayeron entre los pilares y se arrastraban a lo largo del piso. Entonces, la circunferencia de un enorme sol ambarino descendió bajo el borde del domo, y sintió un abrumante calor que de alguna manera no era insoportable. Sus ojos ya no le dolían, ni siquiera con los rayos directos de esa luminaria; tampoco los perfumes lo irritaban como lo habían hecho durante un tiempo.

—Creo —dijo Vizaphmal— que ya te puedes incorporarte. Es el atardecer y hay mucho que aprender y hacer.

Alvor se deshizo de la fina sábana amarilla y se levantó, con sus piernas colgando sobre el borde del diván.

—¿Pero y mis ropas? —cuestionó.

—No necesitarás ninguna en nuestro clima —respondió Vizaphmal—. Nadie ha usado nunca algo parecido en Satabbor.

Alvor digirió esa idea, y a pesar de estar ligeramente desconcertado, decidió que podría acostumbrarse a cualquier costumbre que se le exija. En cualquier caso, la falta de su vestimenta usual estaba lejos de ser desagradable en el aire seco y sofocante del nuevo mundo. Se deslizó desde el diván hacia el suelo que se encontraba a unos cinco pies bajo él, y dio varios pasos. No se sintió débil o aturdido como esperaba, pero todos sus movimientos estaban caracterizados por la misma sensación de un peso corporal extremo, el cual apenas había percibido mientras estaba en su condición semiconsciente.

—El mundo que ahora habitas es algo más grande que el tuyo—explicó Vizaphmal—, por lo que la fuerza de gravedad es prominentemente más poderosa. Tu peso ha incrementado por no menos que un tercio; pero me parece que pronto te habituarás a eso, así como a las otras novedades de tu situación.

Haciéndole señas al poeta de que lo siguiera, lo guio a través de una porción del pabellón que había estado tras la cabeza de Alvor mientras yacía sobre el diván. Un puente en espiral de peldaños ascendentes iba desde el pabellón hasta otro mucho más grande donde numerosas alas y anexos de la misma arquitectura aérea de los domos y columnas se proyectaban desde un edificio central con una pared circular y muchos chapiteles puntiagudos. Debajo del puente, sobre el pabellón y alrededor de todo el edificio de arriba, había jardines de árboles y flores que provocaron que Alvor recordara las cosas que había visto durante sus propios experimentos con hachís. El follaje de los árboles era o muy fino y semejante al cabello, o consistía de enormes formas semicirculares, que colgaba de ramas horizontales sugiriendo una novedosa unión de fruta y hoja. Casi todos los colores, incluyendo el verde, estaban representados en los troncos y hojas de esos árboles.

Las flores eran similares a las que Alvor había divisado desde el pabellón, pero había otras de una variedad de troncos abultados y cortos, sin hojas y con cabezas de un maligno púrpura ennegrecido llenas de aperturas escarlatas que se balanceaban un poco incluso sin haber viento. Había pozos y serpenteantes riachuelos de agua oscura que fulguraba por todo el jardín, el cual, junto al edificio de columnas, ocupaba el centro de una pequeña planicie.

Mientras Alvor seguía a su guía a lo largo del puente, percibía de vez en cuando una perspectiva de colinas y planicies todas marcadas con diamantes, cuadrados y triángulos geométricos, y con un enorme lago o mar interior en su centro. Muy lejos, a más de cien leguas, brillaban los domos y torres de alguna ciudad barroca, hacia la cual estaba declinando el enorme orbe del sol. Cuando miró hacia ese sol y captó por primera vez toda la extensión de su diámetro, sintió un abrumador estremecimiento de pavor imaginativo, maravilla y exaltación ante la evidencia de que era idéntico a la estrella roja a la cual le había dedicado en otro mundo su Oda media lírica y media satírica.

Al final del puente en espiral arribaron a un segundo pabellón más espacioso, donde una mesa alta estaba colocada con muchas sillas adherida a ella con varillas curvadas. Tanto la mesa como las sillas estaban fabricadas del mismo metal de un gris claro. Al entrar en ese pabellón dos seres extraños aparecieron y se inclinaron ante Vizaphmal. Se asemejaban al científico en su estructura orgánica si bien no eran tan altos y su color era muy pardo y oscuro sin ningún matiz opalescente. Por ciertas señas bizarras Alvor se dio cuenta que eran de géneros diferentes.

—Tienes razón —dijo Vizaphmal leyendo sus pensamientos—. Ellos son varón y hembra de los dos géneros llamados Abbars, quienes constituyen los trabajadores así como los procreadores de nuestro mundo. Existen dos géneros superiores que son estériles, quienes forman la clase intelectual, estética y gobernante y a la cual yo pertenezco. Nos llamamos los Alphads. Los Abbars son más numerosos pero los mantenemos sometidos firmemente; y si bien ellos son nuestros padres así como nuestros esclavos, las ideas de piedad filial que prevalecen en tu mundo serían consideradas como verdaderamente singulares en este mundo. Supervisamos su reproducción para que se mantenga una justa proporción de Abbars y Alphads, y el carácter de la progenie está determinado por una inyección de ciertos sueros en el momento de la concepción. Nosotros mismos, si bien estériles, somos capaces de lo que ustedes llaman amor, y nuestros placeres amorosos son más complejos que los de ustedes en su naturaleza.

Entonces se volvió y le habló a los dos Abbars. Las formas fonéticas y las combinaciones que profirieron sus labios eran increíblemente diferentes de aquellas del inglés académico con el cual se dirigió a Alvor. Había extrañas vocales guturales, linguales y prolongadas la cuales Alvor, a pesar de los muchos esfuerzos que hizo para aprender la lengua, nunca pudo dominarlas del todo y que evidenciaban una divergencia básica entre la estructura del órgano vocal de Vizaphmal y el suyo. Inclinando su cabeza hasta que casi tocaron el piso, los dos Abbars desaparecieron entre las columnas de un ala del edificio y pronto retornaron, cargados de grandes bandejas llenas de extraños alimentos y bebidas en utensilios de diseños ultraterreno.

—Toma asiento —dijo Vizaphmal. La comida que siguió no fue en absoluto desagradable, lo platos eran muy gustosos, a pesar de que Alvor no estaba seguro de si eran carne o vegetales. Aprendió que en verdad eran ambas cosas, pues su anfitrión le explicó que fueron preparados con la fruta de plantas que eran mitad animal en su composición y características celulares. Dichas plantas crecían salvajes y eran cazadas con el mismo cuidado que se requería para cazar bestias salvajes, debido a sus ramas movibles y los dardos venenosos con los cuales estaban armadas. Las dos bebidas eran un vino pálido y descolorido con un sabor agrio hecho de raíz, y un líquido opaco y dulzón que era el agua natural de ese mundo. Alvor notó que el agua dejaba un sabor salobre.

—Ahora ha llegado el momento —anunció Vizaphmal al final de la comida—, para explicarte francamente el motivo por el que te traje aquí. Nos dirigiremos hacia esa parte de mi casa que llamarías un laboratorio o taller, y que también incluye mi biblioteca.

Pasaron a través de varios pabellones y pasillos serpenteantes, hasta que arribaron a una pared circular en el centro del edificio. Allí, una puerta estrecha, gravada con cifras heteróclitas, les dio acceso a un enorme salón sin ventanas, iluminado por un destello amarillo cuya fuente no era discernible.

—Las paredes y el techo están revestidas con una sustancia radioactiva que genera la luz—dijo Vizaphmal—. Las vibraciones de esta sustancia son también altamente estimulantes para el proceso del pensamiento.

Alvor observó los alrededores del salón, el cual estaba lleno de alambiques, retortas y de diversos mecanismos científicos, todos de una especie y material desconocidos. Él ni siquiera podía suponer su función. Más allá de ellos, en una esquina, vio el aparato de barras entrecruzadas y los dos discos pesados en el cual él y Vizaphmal hicieron el viaje a través del espacio etérico. Alrededor de las paredes se alzaban numerosos escaparates llenos de grandes rollos semejantes a los volúmenes de los antiguos. Vizaphmal seleccionó uno de esos rollos y comenzó a desenvolverlo. Tenía cuatro pies de ancho y de un color grisáceo, escrito con líneas apretadas con muchas columnas de caracteres de un violeta oscuro y marrón que se alineaban horizontalmente en vez de una posición vertical.

—Será necesario —dijo Vizaphmal—, hablarte de unos cuantos hechos relacionados con la historia, la religión y el temperamento intelectual de nuestro mundo, antes de leerte la extraña profecía contenida en una de las columnas de esta antigua crónica. Somos un pueblo muy antiguo y el comienzo e incluso la primera fase de madurez de nuestra civilización antecede la aparición de las formas de vida más inferiores de tu mundo. El sentimiento religioso y la veneración del pasado han sido siempre factores dominantes entre nosotros, y le han dado forma a nuestra historia a un nivel asombroso. Incluso hoy en día todas las masas de Abbars y Alphads están sumergidas en supersticiones y los detalles más nimios de la vida cotidiana están regulados por las leyes sacerdotales.

»Unos pocos científicos y pensadores, entre los que me incluso, estamos por encima de tales puerilidades; pero estrictamente hablando, entre tú y yo, los Alphads, con todo y sus rasgos altamente superiores y aristocráticos, son simplemente las víctimas de una evolución estancada en este sentido. Ellos han cultivado el lado estético y epicúreo de la vida hasta un nivel muy alto: son artistas consagrados, sibaritas y eficientes administradores y políticos. Pero intelectualmente no se han liberado de las cadenas de un panteísmo estéril y de un sacerdocio absolutamente prolífico.

»Hace varios ciclos, en los que podría llamarse un periodo temprano de nuestra historia, la adoración de nuestras múltiples deidades estaba en su más alto nivel. Hubo un tiempo de una verdadera erupción, de una plaga universal de profetas; quienes se presentaban como las voces de los dioses en la misma manera que personas de una mentalidad similar lo hicieron en tu planeta. Cada uno de esos profetas hizo su propia cuota de predicciones, a menudo bastantes elaboras y detalladas, poseyendo muchas de ellas un alto grado de imaginación. Un número de esas profecías se han cumplido al pie de la letra desde entonces, lo cual, como puedes suponer, ha contribuido enormemente al predominio de la religión.

»Sin embargo, entre nosotros, sospecho que detrás de su cumplimiento ha estado una astuta maquinaria puesta en marcha por aquellos que podrían, de una u otra forma, beneficiarse. Hubo un adivino, de nombre Abbolechiolor, quien poseyó incluso una mente más fértil y alada que sus colegas. Ahora traduciré para ti del volumen que acabo de desenrollar una predicción que hizo en el año 299 del ciclo de Sargholoth, la tercera de las siete épocas en las cuales nuestra historia conocida ha sido subdividida. Dice lo siguiente:

»Cuando, por segunda vez luego de esta predicción, las dos lunas más exteriores de Satabbor sean oscurecidas simultáneamente en un eclipse total por la tercera luna de la parte más interna, y cuando la penumbrosa noche forjada por esa ocultación se marchite en el amanecer, un poderoso mago ha de aparecer en la ciudad de Sarpoulom ante el palacio de los reyes de Ulphalor acompañado de un monstruo único y nunca antes oído con dos brazos, dos piernas, dos ojos y la piel blanca. Y aquel que en ese momento gobierne Ulphalor, será depuesto al medio día de esa fecha, entonces el mago será coronado en su lugar para reinar tanto tiempo como el monstruo esté a su lado.

Vizaphmal hizo una pausa como para darle a Alvor tiempo para que asimile la materia que se le acabó de suministrar. Entonces, mientras sus tres ojos asumieron un aspecto de aguda interrogación y astucia, continuó:

—Desde la promulgación de esa profecía hubo un eclipse total de nuestras dos lunas exteriores por la del interior. Y de acuerdo a los cálculos de nuestros astrónomos, en los cuales no puedo encontrar ningún error posible, un segundo eclipse similar está a punto de tener lugar; de hecho se espera que suceda esta misma noche. Si Abbolechiolor estuvo verdaderamente inspirado, mañana en la mañana será el momento de cumplirse la profecía. No obstante, decidí hace un tiempo que su cumplimiento no debía ser dejado al azar; y una de mis metas al diseñar el mecanismo con el cual visité tu mundo, fue hallar un monstruo que se ajustara a las especificaciones de Abbolechiolor.

»Ninguna criatura de una naturaleza tan anormal había sido conocido nunca o incluso imaginada haber existido en Satabbor; hice una investigación minuciosa en muchos planetas remotos sin lograr obtener lo que buscaba. En algunos de esos mundos habían monstruos de varios tipos no comunes, con casi un número ilimitados de miembros y órganos visuales; pero la variedad a la cual tú perteneces con sólo dos ojos, dos piernas y dos brazos debe en verdad ser rara a través de todo el universo infra-galáctico, ya que no la he visto en ningún otro planeta excepto el tuyo.

»Estoy seguro que ya has entrevisto el plan que por largo tiempo he acariciado. Tú y yo apareceremos al amanecer en Sarpoulom, la capital de Ulphalor, cuyos domos y torres viste en la lejana planicie al atardecer. Debido a la celebración de la profecía, y la información conocida en relación a la inminencia de un segundo eclipse, una gran multitud sin dudas se reunirá frente al palacio de los reyes en espera de lo que sea que haya de ocurrir. Akkiel, el rey actual, no es en ninguna manera popular, y tu advenimiento junto a mí, que desde hace tiempo he sido considerado un mago, será la señal para su destronamiento. Entonces gobernaré en su lugar, como Abbolechiolor lo había profetizado tan profundamente. El gobierno del supremo poder temporal en Ulphalor no es indeseado, incluso para alguien que es sabio y docto y está por encima de todas las banalidades de la vida, como es mi caso.

»Cuando ese honor sea depositado sobre mis indignos hombros, seré capaz de ofrecerte, como premio por tu milagrosa ayuda, una existencia de un lujo raro y sibarita, de ricas y variadas sensaciones como nunca la has imaginado. Es cierto, no hay duda, de que estarás condenado a cierta soledad entre nosotros: siempre serás considerado como un monstruo, como una portentosa anomalía; pera esa era, sino me equivoco, tu suerte en el mundo donde te encontré y en el cual estabas a punto de arrojarte hacia un río de lo más desagradable. Allá, como te has dado cuenta, todos los poetas son vistos como algo tan anómalo como serpientes de dobles cabezas o terneros de cinco patas.

Alvor había estado escuchando ese discurso con un asombro cada vez más creciente y variado. Hacia el final, cuando ya no había ninguna duda en relación a las intenciones de Vizaphmal, sintió la punzada de una amarga y curiosa ironía ante el papel que estaba destinado a jugar. No obstante, no pudo menos que admitir la sinceridad en la última observación de Vizaphmal:

—Confío en que no haya herido tus sentimientos debido a mi franqueza, o por la posición en la que estoy a punto de colocarte.

—Oh no, en absoluto —se apresuró Alvor a tranquilizarlo.

—En cualquier caso —continuó Vizaphmal—, pronto iniciaremos nuestro viaje a Sarpoulom, el cual nos tomará toda la noche. Por supuesto, podríamos hacer el viaje en el destello de un instante con mi aniquilador de espacio, o dentro de unos cuantos minutos con una de las máquinas aéreas que por largo tiempo han sido empleadas por nosotros. Pero pretendo usar un medio de transporte obsoleto para la ocasión, de manera que arribemos en el momento apropiado y en estilo apropiado, y también para que disfrute de nuestro escenario y veas el eclipse si prisa.

Cuando emergieron del salón sin ventanas, los pasillos y pabellones, el exterior estaba iluminado de una luz rosácea, a pesar de que el sol aún duró una hora sobre el horizonte. Alvor aprendió que ese era el preludio usual de una puesta de sol satabboriana. Él y Vizaphmal observaron mientras todo el paisaje ante ellos quedó envuelto en la incandescencia escarlata, la cual se profundizó con matices de canela y rubí hasta un rico granate para el momento en que Antares comenzó a perderse de vista. Cuando el enorme orbe desapreció las tierras cercanas adoptaron un amatista fiero, y las elevadas llamas de auroras de cientos de matices, se dispararon hacia el cenit desde el sol ocultado.

Alvor estaba hechizado por la gloria del espectáculo. Volviéndose de esa magnifica vista hacia un sonido extraño, vio que un vehículo singular fue traído por los Abbars hasta el pie del pabellón en el cual se encontraban. Se parecía más a un carruaje que a cualquier otra cosa, tirado por tres animales no imaginados en ninguna fábula o heráldica humana. Los tres animales eran negros y sin pelos, sus cuerpos eran extremadamente largos y cada uno poseía seis piernas y una cola en forma de tridente, y todo su aspecto, incluyendo sus achatadas y venenosas cabezas triangulares, era inquietantemente serpentino. Una serie de apéndices carnosos verdes y escarlatas colgaban de sus gargantas y estómagos, y membranas semitransparentes, que se movían a voluntad, estaban adheridas a sus costados.

—Estás contemplando —le informó Vizaphmal a Alvor—, el vehículo tradicional que ha sido usado desde tiempos inmemoriales por los magos ortodoxos de Ulphalor. Estas criaturas son llamadas orpods, y se cuentan entre las más rápidas de nuestras serpientes mamíferas.

Él y Alvor se sentaron en el vehículo. Entonces los tres orpods quienes no tenían riendas en su complicado aparejo, partieron al comando de una voz a través de un camino en espiral que iba desde la casa de Vizaphmal hasta la planicie de abajo. Mientras avanzaban movían las membranas de sus costados y muy pronto alcanzaron una velocidad increíble. En ese momento por primera vez Alvor vio las tres lunas de Satabbor, las cuales se habían alzado del lado opuesto de la postrimera incandescencia. Todas eran grandes en especial la más interior; un calor perceptible era arrojado por sus rayos rosados y su iluminación combinada era casi tan clara y brillante como un día terrestre.

La tierra a través de la cual Vizaphmal y el poeta estaban pasando estaba deshabitada, a pesar de su cercanía a Sarpoulom, de manera que no se toparon con nadie. Alvor descubrió que las terrazas que había visto al despertar no eran el trabajo de seres inteligentes, como había pensado, sino formaciones naturales de las colinas. Vizaphmal había elegido ese lugar como su hogar por la soledad y privacidad, tan deseada para que el científico experimentara con aquello a lo que se había consagrado.

Luego de haber viajado muchas millas, comenzaron a encontrar casas ocasionales, o estructuras parecidas a la de Vizaphmal. Luego el camino serpenteó bordeando campos cultivados, los cuales Alvor identificó como las divisiones geométricas que había visto desde lejos durante el día. Se le informó que esos campos estaban dedicados principalmente al cultivo de raíces vegetales, de trufas gigantescas y a una variedad de cactus suculentos, los cuales constituían el plato principal de los Abbars. Los Alphads comían por elección sólo las carnes de animales y las frutas de plantas medio animal como las que le sirvieron. Para la media noche las tres lunas se había acercado mucho unas a otras, y la segunda luna había comenzado a ocultar la del exterior. La luna del interior avanzó lentamente sobre las otras, hasta que dentro de una hora el eclipse era total. La disminución de la luz era muy marcada, y el efecto general era similar a una noche de luna en la tierra.

—Amanecerá dentro de dos horas —dijo Vizaphmal—, pues nuestras noches son extremadamente cortas en esta parte del año. Para entonces el eclipse habrá finalizado. Pero no hay necesidad de que nos apresuremos.

Le habló a los orpods, los cuales recogieron sus membranas y redujeron su ritmo a un trote suave. Sarpoulom ya era visible en el corazón de la planicie y sus contornos se distinguieron aún más a medida que las dos lunas comenzaron a emerger del ocultamiento de la tercera. Cuando los rayos rubíes del temprano amanecer se agregaron a esa luz triple, la ciudad se alzó sobre los viajeros con fantásticas estructuras de muchos pisos diseñados con la misma arquitectura de metal y abierta que el hogar de Vizaphmal ostentaba. Alvor descubrió que esa clase de arquitectura era común en todo el planeta, a pesar de que un tipo más antiguo de paredes cerradas se podría encontrar ocasionalmente, que fue usada en la construcción de todas las prisiones y edificios inquisitoriales mantenidos por los sacerdocios de varias deidades.

Fue increíble en verdad la visión que Alvor vio; una visión de altos y rectos domos o de columnas delgadas y estiradas, hileras tras hileras de puentes aéreos, balaustradas y jardines colgantes más altos que los de Babilonia o Babel, todos teñidos con el rojo cambiante proyectado por el amanecer satabboriano, como si fuera una continuación del crepúsculo. Alvor y Vizaphmal fueron arrastrados dentro de esa visión por los tres orpods, a lo largo de calles pavimentadas con el mismo metal de los edificios.

El poeta estaba abrumado por la sensación de inimaginable antigüedad y extrañeza y la diversidad de vida que descendían sobre él desde esos edificios. Se sorprendió de ver las calles casi desiertas y de que muy pocas señales de actividad se veían por todas partes. De vez en cuando unos cuantos Abbars se escabullían a través de callejones y portales a la vista de los orpods, y dos seres de una coloración similar a Vizaphmal, uno de los cuales Alvor consideró ser femenino, se adelantaron desde a una columnata y observaron a los viajeros con evidente estupefacción. Cuando ya habían recorrido alrededor de una milla de un camino serpenteante, Alvor vio entre los edificios y sobre ellos, los domos y balaustradas superiores de un edificio que superaba todos los demás en proporción.

—Estás ante el palacio de los reyes de Ulphalor —le dijo su compañero.

En poco tiempo emergieron a una gran plaza que rodeaba el palacio. Dicha plaza estaba llena con los pobladores de la ciudad los cuales, como Vizaphmal predijo, se habían reunidos para esperar la realización o no de la profecía de Abbolechiolor. Las arcadas y galerías abiertas del enorme edificio, los cuales alcanzaban una altura de diez pisos, también estaban rebosados de las expectantes figuras. Los Abbars eran el elemento más numeroso en esa muchedumbre, pero también había multitudes de alegres y coloridos Alphads entre ellos. Ante la aparición de Alvor y su compañero, un movimiento perceptible, una especie de estremecimiento general que pronto devino en una convulsión, se apoderó de toda la asamblea de la plaza y de todas las galerías del edificio de arriba. Se elevaron sonoros gritos de un chillido y aspereza peculiar, al igual que un sonido estridente de toque de metales en el corazón del palacio, como los gongs de una alarma, a la vez que misteriosas luces brillaron y se extinguieron en los pisos superiores.

El estruendo de máquinas desconocidas, el gemido y chillido de extraños instrumentos, se podían escuchar por encima del clamor de la muchedumbre, que creció más tumultuosa y agitada en su movimiento. Se le cedió el paso al carruaje tirado por los tres orpods, y Vizaphmal y Alvor pronto alcanzaron la entrada del palacio.

Todo eso impresionó a Alvor como algo irreal, y la incomodidad que sintió al ser el centro de la atención de diez mil ojos fosforescentes, cada uno de ellos fijo sobre su psique con una temerosa curiosidad sobrenatural, era como la inquietud de algún sueño terrible y absurdo. El movimiento de la muchedumbre cesó mientras el carruaje avanzaba a través de la senda inhumana que se le había abierto, a lo que se agregó un intervalo de silencio. Entonces, una vez más, se escucharon susurros, murmullos, debates y gritos que portaban el acento de órdenes marciales o llamamientos que eran escuchados y repetidos. La muchedumbre comenzó a moverse con un nuevo desplazamiento concéntrico, y las primeras filas de Abbars y Alphads se encaminaron como una oscura ola tiznada hacia las columnas del palacio.

Ellos ascendieron las escaleras con una espantosa y rápida agilidad hasta alcanzar los pisos superiores, se precipitaron a través de los corredores, pabellones y arcadas, y si bien una pequeña resistencia fue puesta aparentemente por los que estaban en el interior, nada se pudo hacer para detener la embestida. En medio de todo ese clamor, estruendo y tumulto, Vizaphmal se paró en el carruaje con un aspecto imperturbable al lado del poeta. Inmediatamente un grupo de Alphads, aparentemente una delegación, emergió desde el palacio y presentó sus obediencias al mago, al cual se dirigieron con tonos humildes y suplicantes.

—Una revolución se puso en marcha con nuestro advenimiento —explicó Vizaphmal. El Rey Akkiel ha huido. Los chambelanes de las cortes y los sumos sacerdotes de nuestras deidades locales, me están ofreciendo el trono de Ulphalor. De esa manera la profecía ha de ser realizada al pie de la letra. Debes estar de acuerdo conmigo en que el gran Abbolechiolor estaba felizmente inspirado.

La ceremonia de la coronación de Vizaphmal fue celebrada casi inmediatamente en un gran salón en el centro del palacio, abierto como el resto de la estructura y con enormes columnas. El trono era un gran globo de color azulado, con un hueco que servía de asiento cerca del tope, accesible por medio de los peldaños serpentinos de una escalera. Alvor, siguiendo una orden dada por el mago, se colocó a los pies del globo junto a algunos Alphads. La coronación en sí fue bastante simple. El mago ascendió por la escalera en medio del silencio de la multitud que había abarrotado el salón, y se sentó en el hueco del gran globo. Luego, un Alphad muy alto y distinguido la ascendió tras él, portando un pesado báculo cuya mitad era verde y la otra de un escarlata oscuro y opaco, y lo colocó en las manos de Vizaphmal.

Más adelante Alvor supo que el lado escarlata del báculo podía emitir un rayo que portaba la muerte, y el verde una vibración que podía curar casi toda clase de enfermedades a la que los satabborianos eran proclives. De esa manera, el doble poder de la vida y la muerte con el cual el rey había sido investido devenía en algo más que simbólico.

Ese fue el final de la ceremonia y la muchedumbre se dispersó rápidamente. Alvor, por orden de Vizaphamal, fue instalado en una suite de apartamentos abiertos en el tercer piso del palacio al final de una serie de escaleras laberínticas. Una docena de Abbars puestos a su servicio pronto se aparecieron cargando cada uno diferentes alimentos y bebidas. Los alimentos estaban más allá de la creencia por su extrañeza, pues incluían huevos de un insecto del tamaño de un chorlito y las manzanas de un hongo que crecía en los cráteres de volcanes inactivos. Estaban servidos en palanganas de un mineral blanco y brillante, sostenidas sobre piernas de una longitud fantástica, talladas con una artesanía sobresaliente. Igualmente le fue servido en anchos tazones un licor destilado del jugo sanguinolento de una planta viviente, y un vino en el que fue disuelto el polen narcótico de una flor nocturna.

Los días y semanas que siguieron fueron para el poeta una experiencia más allá de los recursos visionarios de cualquier droga terrestre. Paso a paso fue iniciado, dentro de lo posible para alguien tan radicalmente alienígena, en las complejidades y singularidades de la vida del nuevo mundo. Gradualmente sus nervios y su mente, gracias el líquido efervescente que Vizaphmal continuaba administrándole a intervalos, se habituó a la intensa luz y calor, a las poderosas propiedades radioactivas del suelo y de la atmósfera poseedoras de elementos químicos no terrestres, a los extraños alimentos y bebidas, y a las mismas personas con su extraña anatomía y aún más extrañas costumbres. Se le asignaron tutores para que le enseñaran el idioma, y a pesar de las dificultades presentadas por algunas consonantes inmanejables y por ciertas vocales ululantes, aprendió lo suficiente para hacer entendibles sus ideas más simples.

Veía a Vizaphmal cada día y el nuevo rey parecía albergar un verdadero agradecimiento hacia él por su indispensable ayuda en el cumplimiento de la profecía. Vizaphmal se tomó la molestia de instruirlo en todo lo que consideraba necesario conocer, y lo mantuvo bien informado en cuanto a los progresos de los eventos públicos de Ulphalor. Se le informó, entre otras cosas, que ninguna novedad se había sabido del paradero de Akkiel, el anterior gobernante. También, que Vizaphmal tenía motivos para estar alerta de una oposición mayor o menor de parte de los varios sacerdocios quienes, a pesar de su tradicional discreción, se habían enterado de sus cualidades de libre pensador.

A pesar de toda la atención, amabilidad y servicios que recibió, y el lujo único con el cual estaba rodeado, Alvor sintió que esas personas, como el mago se lo había advertido, lo consideraban simplemente como una especie de anomalía innatural o curiosidad. Él no era menos monstruoso para ellos que lo que ellos lo eran para él, y el abismo creado por diversas leyes biológicas, por un curso de evolución alienígena, parecía imposible de ser salvado de ninguna manera. Fue cuestionado por muchos de ellos y especialmente por una delegación de científicos quienes deseaban saber tanto como pudiera decir sobre sí mismo. Pero las preguntas eran tan condescendientes, rudas, despreciativas y engreídas, que muy pronto fingió una total ignorancia del idioma en tales ocasiones. En verdad había un abismo; y se hizo aún más agudamente consciente del hecho cada vez que se encontraba con las mujeres Abbars o Alphads de la corte, quienes lo miraban con una curiosidad desdeñosa y entre las cuales se escuchaba usualmente una especie de risita nerviosa cuando él pasaba.

Sus miembros, tan limitados en su número, eran obviamente una gran fuente de asombro para ellos como los suyos, intrincados y confusamente encantadores, lo eran para él. Todos ellos iban totalmente desnudos; de hecho nada, ni siquiera un collar de joyas o una sola gema, era usada nunca por ninguno de los satabborianos. Las Alphads femeninas, como los masculinos, era muy altas y hermosas, con matices epidérmicos que superaban el plumaje de cualquier pavo real; y su estructura anatómica era de lo más peculiar. De repente, Alvor comenzó a sentir la soledad de la que habló Vizaphmal, de manera que por momentos era abrumado por la nostalgia de su propio mundo, por una añoranza planetaria. Se hizo atrozmente nervioso, casi hasta la enfermedad.

Mientras aún estaba en esa condición, Vizaphmal se lo llevó en un tour a través de Ulphalor que era necesario por razones políticas. La incredulidad en lo concerniente a la existencia de una monstruosidad tal como Alvor había sido expresada por las provincias fronterizas, en las regiones polares y en la antípodas, por lo que el nuevo gobernante entendió que una demostración visual del fenómeno de dos brazos, dos piernas y dos ojos era muy aconsejable para establecer más allá de toda duda su legitimidad al trono. Durante ese tour ellos visitaron muchas ciudades curiosas y los centros rurales y urbanos de las industrias peculiares de Satabbor: Alvor vio las mimas de las cuales los incontables metales y minerales usados en Ulphalor eran extraídos con el trabajo de millones de Abbars. Dichos metales eran excavados en un estado puro y su cantidad era ilimitada.

También vio enormes océanos los cuales, junto con algunos mares y lagos interiores que eran alimentados desde fuentes subterráneas, constituían el recurso acuífero del envejecido planeta, donde ninguna lluvia se ha escuchado caer por siglos. El agua del océano, luego de un tratamiento que la limpiaba de todos los elementos indeseables, era distribuida por tierra a través de sistemas conductores. Además, vio los pantanos del polo norte con su viciosa maraña de vegetación animada, dentro de los cuales nadie había intentado nunca penetrar.

Se toparon con muchísimas personas extrañas en el tour; pero las características generales eran las mismas a través de todo Ulphalor, excepto por una o dos razas del tipo aborigen más bajo entre las cuales no habían Alphads. En todas partes el poeta fue mirado con la misma curiosidad cruel e ignorante que habían mostrado en Sarpoulom. No obstante, él se acostumbró a eso, y los variados espectáculos de interés bizarro y las escenas jamás escuchadas que vio diariamente, ayudaron a que menguara su nostalgia por la tierra perdida. Cuando él y Vizaphmal retornaron a Sarpoulom luego de una ausencia de varias semanas, encontraron que el descontento y el sentimiento revolucionario había sido sembrado entre la multitud por la jerarquía de dioses y diosas sabbotiorianas, particularmente por el sacerdocio de Cunthamosis, la Madre Cósmica, una deidad femenina favorecida altamente entre los dos géneros que se reproducían, de los cuales los hierofantes de menor rango eran reclutados.

Cunthamosis era adorada como la fuente de todas las cosas; se creía que sus órganos maternales parieron el sol, la luna, el mundo, las estrellas, los planetas e incluso los meteoros que a menudo caían en Satabbor. Era argumentado por los sacerdotes que una monstruosidad como Alvor no podía haber salido de su útero, y que por lo tanto su misma existencia era una especie de blasfemia, y que el gobierno del mago herético, Vizaphmal, sustentado en el advenimiento es esa anormalidad, era igualmente un insulto fragante a la Madre Cósmica. No negaban la realización aparentemente milagrosa de la profecía de Abbolechiolor, pero sostenían que tal realización no aseguraba la perpetuidad del reinado de Vizaphmal, y tampoco probaba que su reinado era aprobado por todos los dioses.

—No puedo ocultarte —le dijo Vizaphamal a Alvor—, que la posición en la que nos encontramos es peligrosa. Trasladaré el aniquilador de espacio de mi casa a la corte, ya que no es imposible que pueda necesitarlo y que alguna esfera extranjera pueda ser más conveniente para mí que esta de la que soy nativo.

Sin embargo, parecía que ese científico capaz, mago alerta y rey competente no había comprendido la total inminencia del peligro que amenazaba su reino; ya que habló, como era algunas veces su costumbre, con sardónica moderación. No mostró ninguna preocupación posterior, aparte de apostar una fuerte guardia alrededor de Alvor para que lo protegieran en todo momento, y así prevenir cualquier intento de raptar el poeta en virtud de la última clausula de la profecía.

Tres días luego del retorno a Sarpoulom, mientras Alvor estaba parado en uno de sus balcones privados observando los techos de la ciudad, y sus guardaespaldas charlando despreocupadamente en una habitación trasera, notó que las calles estaban oscurecidas con una horda de criaturas, mayormente Abbars, quienes avanzaban silenciosamente hacia el palacio. Unos cuantos Alphads, que se distinguían incluso desde la distancia por sus vistosos matices, encabezaban la marcha. Alarmado por ese espectáculo y recordando lo que le había dicho el rey, fue en busca de Vizaphmal ascendiendo la serie de tortuosas, eternas y complicadas escaleras que conducían a la suite personal del rey. Otros de los cortesanos más íntimos también vieron la muchedumbre, por lo que hubo agitación, terror y una frenética desesperación en todos lados. Al llegar al peldaño del umbral del rey, Alvor se asombró al encontrarse que muchos de los Abbars, quienes habían ingresado desde el otro lado del palacio y escalado las sucesivas filas de columnas y escaleras con agilidad simiesca, ya estaban precipitándose dentro de la habitación.

Vizaphamal mismo ya estaba parado al lado del portal del aniquilador de espacio, el cual había sido instalado al lado de su cama. Sostenía en su mano el báculo de investidura real apuntando la punta escarlata hacia el más cercano de los Abbars invasores. Cuando la criatura saltó hacia él, manipulando un arma atroz tachonada con muchas navajas en forma de ganchos, Vizaphmal apretó el mago del báculo, presionando un resorte secreto que disparó un delgado rayo de luz color de rosa provocando que el Abbar trastabillara y se cayera. Otros, que para nada se intimidaron, se adelantaron a sustituirlo, pero el rey apuntó el rayo letal hacia ellos con el aire calmado de quien está conduciendo un experimento científico, hasta que el piso estuvo lleno con cadáveres de Abbars. Inmediatamente otros tomaron su lugar arrojando sus armas punteadas hacia el rey.

Ninguna lo impactó pero él pareció cansado de la actividad, y penetrando dentro de la estructura la cerró tras él. Al momento siguiente se escuchó un murmullo como de un millar de truenos y el mecanismo junto a Vizaphamal ya no se vieron más. Nunca supo el poeta qué fue de él, ni tampoco en qué extraño mundo de Satabbor estaba enfrascado en sus curiosidades y fantasías científicas.

Alvor no tuvo tiempo de pensar, como lo hubiese hecho en otras circunstancias, el hecho de haber sido abandonado por el rey. Todos los pisos superiores e inferiores del gran edifico estaban abarrotados con la muchedumbre invasora, la cual ya no guardaba silencio sino que proferían chillidos y gritos feroces mientras se deshacían de la oposición de los esclavos y cortesanos. Todo el lugar estaba inundado por una marea siempre creciente, la cual ya incluía millares de Alphads lo mismo que Abbars; y ninguna escapatoria era posible. Al poco tiempo Alvor mismo fue capturado por una horda de Abbars, quienes parecían estar enfurecidos más que desconcertados o asustados por la desaparición de Vizaphmal. Los reconoció como sacerdotes de Cunthamosis gracias a la extraña marca oval y vertical hecha de pigmento rojo sobre sus cuerpos oscuros.

Lo ataron con cuerdas hechas de los intestinos de animales parecidos a dragones, condiciéndolo fuera del palacio, a lo largo de calles congestionadas por la muchedumbre bulliciosa que lo observaba, hasta un edificio en los arrabales al sur de Sarpoulom, que Vizaphmal lo había señalado una vez como la Inquisición de la Madre Cósmica. Este edificio, contrario a los demás de Sarpoulom, estaba cercado por todos lados y estaba construido totalmente de enormes ladrillos grises hechos de la tierra local, y más duros y grandes que el granito. En un enorme salón de cinco lados, alumbrado sólo por una pequeña hendidura en el techo, Alvor se encontró ante el jurado de los sacerdotes, presidido por un grueso Alphad de aspecto pontifical, el Gran Inquisidor.

El lugar estaba lleno con grotescos implementos e ingenios de tortura, y de las paredes colgaban hasta el techo artificios que le habría causado vergüenza a Torquemada. Algunos eran muy pequeños y estaban diseñados para nervios específicos y separados; y otros estaban destinados a raspar toda el área epidérmica con una sola vuelta de su mecanismo en forma de tornillo. Alvor entendió muy poco de los cargos presentados en su contra, pero comprendió que era lo mismo, o incluían lo mismo, de lo que Vizaphmal le había hablado: que él, Alvor, era una monstruosidad que nunca pudo haber sido concebido por la Madre Cósmica, y cuya misma existencia, pasado, presente y futuro era una ominosa afrenta a su divinidad.

Toda la escena: el oscuro y espeluznante salón con su decorado de infernales instrumentos, los diabólicos rostros de los Inquisidores y el zumbido altamente inhumano de sus voces mientras entonaban los cargos en contra de Alvor, estaba cargada con un horror más allá del horror de los sueños. De repente, el Gran Inquisidor enfocó sobre el poeta el maligno brillo de sus tres ojos sin párpados y comenzó a pronunciar la interminable sentencia, deteniéndose un poco a intervalos regulares, lo que parecía marcar las cláusulas del castigo que se iba a infringir. Dichas cláusulas eran muy numerosas, pero Alvor apenas pudo comprender algo de lo que se dijo; y no cabe duda de que fue mejor que no lo hiciera.

Cuando la voz del grueso Alphad se acalló, Alvor fue conducido a través de interminables corredores y descendió por una escalera que parecía que finalizaba en las mismas entrañas de Satabbor. Esos corredores al igual que la escalera estaban iluminados con una luz autoemitida que parecía la fosforescencia de la materia en descomposición en tumbas y catacumbas. Mientras Alvor descendía en compañía de su guardia, que eran todos Abbars del tipo más bajo, pudo escuchar en alguna parte de desconocidas y herméticas catacumbas, los quejidos y chillidos de seres que estaban padeciendo las pruebas impuestas por los Inquisidores de Cunthamosis. Arribaron al último peldaño de la escalera donde, en el centro de una vasta catacumba, bostezaba un abismo cuyo fondo no era discernible, en su borde se alzaba una especie fantástica de torno en el cual estaba enrollado una gran cantidad de soga ennegrecida.

El extremo de esa soga fue atada en los tobillos de Alvor y luego fue bajado por los Inquisidores de cabeza dentro del golfo. Sus paredes no eran luminosas como las de la escalera por lo que no pudo ver nada. Pero mientras descendía dentro del abismo la terrible incomodidad de su posición se incrementó por una sensación de origen ulterior. Sintió que estaba pasando a través de una especie de material peludo con un sinnúmero de filamentos que se adherían a su cuerpo, miembros y cabeza como pequeños tentáculos, y cuyo contacto provocaba un dolor inmediato. La sustancia lo constreñía más y más hasta que lo inmovilizó como si estuviera atrapado en una red; y a través de todo ese tiempo los pelos separados mordían su carne con un millón de dientes microscópico hasta que el dolor inicial fue seguido por una palpitación convulsiva profunda y ardiente, más sofisticadamente dolorosa que las llamas de un auto de fe.

El poeta supo mucho después que el material en el cual había quedado atrapado era un organismo subterráneo, mitad vegetal y mitad animal que crecía en los lados del abismo con largos alfileres movibles que eran extremadamente venenosos al tacto. Pero en ese momento, el menor de los horrores de los que padeció fue la incertidumbre de su precisa naturaleza. Luego de colgar por un buen tiempo de esa red agonizante, y casi haber perdido el sentido por el dolor y la posición, Alvor sintió que lo estaban elevando nuevamente. Un millar de los finos tentáculos semejantes a hilos se adhirieron a él y todo su cuerpo fue cubierto con una malla de insufrible agonía mientras él se deshacía de ellas. Se desmayó por la intensidad de su dolor y cuando volvió en sí, yacía sobre el piso al borde del abismo, con uno de los sacerdotes lo aguijoneándolo con un arma de muchas puntas.

Alvor contempló por un momento el cruel semblante de sus torturadores bajo la incandescente luminosidad que emanaba desde las paredes de la catacumba preguntándose confusamente qué clase de tortura infernal seguiría. Comprendió que seguramente la que había padecido era suave en comparación con las que aún le aguardaban. Pero nunca lo supo, pues en ese momento se escuchó un sonido aplastante como la caída y destrucción del universo; las paredes, el piso y la escalera se balancearon de un lado a otro en una verdadera convulsión, y el techo de la catacumba fue destrozado permitiendo la caída de una lluvia de fragmentos de todos los tamaños, algunos de los cuales golpearon a los Inquisidores arrojándolos dentro del abismo. Otros sacerdotes saltaron hacia la orilla por el terror y los dos que quedaron no estaban en condición de continuar sus deberes oficiales.

Los dos yacían al lado de Alvor con sus cabezas destrozadas desde la que emanaba un líquido glutinoso verde claro a manera de sangre. Alvor no podía imaginar qué había pasado pero sí sabía que él mismo no había recibido daño alguno, en lo relacionado al cataclismo. Su estado mental no era capaz de hacer conjeturas científicas: se encontraba enfermo y aturdido por las torturas que había recibido y todo su cuerpo estaba hinchado y amoratado y le ardía violentamente debido al contacto con el organismo del abismo. No obstante, tenía suficiente fuerza y presencia mental como para aferrar con ambas manos una de las armas arrojadas por los inquisidores. Con mucha paciencia e incansable destreza fue capaz de cortar las cuerdas alrededor de sus muñecas y tobillos con el agudo filo de una de las cinco puntas.

Llevando el arma consigo a sabiendas que la podía necesitar, comenzó a ascender la escalera subterránea. Los peldaños estaban medio bloqueados con masas de piedras caídas, y algunos de los descansillos y escaleras, así como también algunas partes de las paredes, estaban hendidas con enormes grietas; por lo que su progreso no fue en ningún caso una tarea fácil. Cuando alcanzó la superficie descubrió que todo el edificio era una masa de paredes destrozadas, con un gran hoyo en su centro desde el cual emanaba una nube de vapores. Un enorme meteoro había caído sobre la Inquisición de la Madre Cósmica. Alvor no estaba en condición de apreciar la ironía de ese evento, pero al menos comprendió su oportunidad de libertad. Los únicos inquisidores visibles yacían con sus cuerpos aplastados con cabezas y pies sobresaliendo desde el fondo de los enormes bloques de ladrillos despedazados, así que no perdió tiempo en abandonar el área.

Ya era de noche, y sólo una de las tres lunas se había alzado. Alvor se encaminó a través del suelo árido y llano del país hacia la parte sur de Sarpoulom, donde nadie habitaba, con la intención de cruzar las fronteras de Ulphalor en dirección a los reinos independientes ubicados debajo del ecuador. Recordó que Vizaphmal una vez le dijo que las personas de esos reinos eran más educadas y menos religiosas que las de Ulphalor. Vagó toda la noche en una especie de aturdimiento cercano al delirio. El dolor de sus miembros hinchados se incrementó a medida que la fiebre se intensificó. La planicie iluminada por la luna parecía mecerse y cambiar ante él, interminable como los paisajes de los sueños del hachís. De repente se alzaron las otras dos lunas, y en la condición sobrecargada de su mente y nervios, nunca estuvo seguro de su verdadero número. Normalmente parecían ser más de tres, y eso lo perturbaba mucho.

Durante horas trató de resolver el problema mientras avanzaba tropezando, y por último, poco antes del amanecer, ya era presa del delirio. A partir de ahí fue incapaz de recordar cualquier cosa del viaje que siguió. Algo lo impelía a avanzar incluso cuando sus miembros estaban muertos y su cerebro totalmente en blanco: no sabía nada del desierto y las terribles tierras a través de las cuales erraba durante las largas horas bajo la luz rubí del amanecer y el calor ardiente del sol; tampoco supo cuando cruzó el ecuador al atardecer y penetró en Omaniorion, el reino de la emperatriz Ambiala, aún sosteniendo en sus manos el arma de cinco puntas de uno de los inquisidores.

Cuando Alvor despertó ya era de noche, pero no tenía ningún medio de adivinar de que no era la misma noche en la cual huyó de la Inquisición de la Madre Cósmica; y que muchos días satabborianos habían pasado desde que había caído exhausto e inconsciente dentro de la línea fronteriza de Omaniorion. Los rosados y calurosos rayos de las tres lunas caían de lleno sobre su rostro, aunque no podía saber si estaban en ascenso o descenso. De todas maneras, yacía sobre un diván muy confortable que no era tan desconcertantemente largo y alto como aquel en el que había despertado por primera vez en Ulphalor. Se encontraba en un pabellón abierto con una enramada de muchas flores inclinadas hacia él con rostros que eran al mismo tiempo grotescos y fantasmagóricamente hermosos, colgando desde viñas que trepaban por las paredes o desde muchas macetas de metal colocadas en el piso.

El aire que respiraba era una mezcla de perfumes más exóticos que la plumería; eran extravagantemente dulces y condimentados pero sin llegar a ser opresivos. Ellos contribuyeron a aumentar la profunda y deliciosa languidez de todas sus sensaciones. Cuando abrió sus ojos y se volvió un poco sobre el diván un Alphad femenina, no tan alta como las de Ulphalor, y en verdad casi de su mismo tamaño, avanzó desde detrás de las macetas de flores y le habló. Su idioma no era el de los ulphalorianos, era más suave y mucho menos inhumano, y a pesar de que no podía entender una palabra, inmediatamente fue consciente de una nota de simpatía que, hasta ese momento, nunca había escuchado emanar de los labios de nadie en ese mundo, ni siquiera de los de Vizaphmal.

Contestó en el idioma de Ulphalor y se hizo entender. Entonces, ambos se enfrascaron en una conversación tan fluida como las habilidades lingüísticas de Alvor se lo permitieron. Descubrió que estaba hablando con la emperatriz Ambiala, la única y suprema soberana de Omanorion, un reino bastante extenso vecino de Ulphalor. Ella le dijo que algunos de sus servidores mientras estaban fuera cazando las feroces y salvajes frutas medio animales de la región, lo encontraron yaciendo inconsciente cerca de una de las espesas plantas que parían dichas frutas, y lo trasladaron al palacio de Lompior, la principal ciudad de Omanorion. Allí, durante su largo estupor de una semana fue tratado con medicamentos que ya casi habían curado todas las dolorosas hinchazones causadas al ser sumergido entre el organismo peludo de la Inquisición.

Con genuina cortesía, la emperatriz se cohibió de cuestionar al poeta sobre sí mismo, tampoco expresó ninguna sorpresa por sus particularidades anatómicas. No obstante, sus maneras evidenciaban un anhelante e incluso fascinante interés, ya que no le quitaba los ojos en ningún momento. Se sintió un poco avergonzado por su intenso escrutinio, y para solucionar esa situación, así como para proporcionar las informaciones debidas a una anfitriona tan bondadosa, trató de contarle tanto como pudo su propia historia y aventuras. Dudaba de si ella hubiera entendido la mitad de lo que le dijo, pero esa mitad lo invistió de una mayor atracción ante sus ojos. Sus tres ojos se redondearon por la maravilla por el cuento relatado por ese fantástico Ulises, y cada vez que hacia una pausa, ella lo urgía a que continuara. Las gradaciones granates, rubí y canela del amanecer encontraron a Alvor aún conversando con la emperatriz Ambiala y ella aún escuchándolo.

A la luz de Antares, Alvor vio que su anfitriona era, desde un punto de vista satabboriano, una criatura verdaderamente exquisita y hermosa. La iridiscencia de sus colores era muy suave y sutil, sus brazos y piernas, a pesar de que eran del número usual, eran voluptuosamente redondeados y la fisonomía de su rostro era capaz de una amplia variedad de expresiones. Si embargo, su aspecto usual era el de un anhelo triste e insaciable. Ese aspecto, Alvor comprendió más tarde gracias a un mayor conocimiento de su idioma, se debía a que ella también era poeta, que siempre había estado perturbada por vagos deseos por lo exótico y lo lejano, y que estaba totalmente aburrida con todo lo que tenía que ver con Omanorion, especialmente con los varones Alphads de esa región, ninguno de los cuales podía presumir legalmente de haber sido su amante incluso por un día. La diferencia biológica de Alvor con relación a esos varones, fue evidentemente el secreto de su fascinación inicial hacia él.

La vida del poeta en el palacio de Ambiala, donde era un invitado permanente, fue desde el principio mucho más agradable de lo que lo había sido su estadía en Ulphalor. Para empezar, estaba la misma Ambiala, quien lo impresionó por ser infinitamente más inteligente que las hembras de Sarpoulom, y cuya aptitud era tan reflexiva, simpática y admirable, en franco contraste con la aptitud de las hembras mencionadas. También, los servidores del palacio y los habitantes de Lompior, a pesar de que consideraban a Alvor como un ser bastante singular, al menos eran más tolerantes que los ulphalorianos; y en ningún momento recibió de ellos ningún tipo de rudeza.

Además, si existía algún sacerdocio en Omanorion, ellos no pertenecían al tipo no comprometido que había conocido en el norte del ecuador, y parecía que nada podía temerse de ellos. Jamás nadie le habló de religión a Alvor en ese reino ideal, y de alguna manera nunca se dio cuenta si Omanorion poseía o no algún dios o diosa. Recordando sus penosas pruebas en la Inquisición de la Madre Cósmica, estaba más que dispuesto a no mencionar de ninguna manera el tema.

Alvor progresó mucho en su aprendizaje del idioma de Omanorion, ya que la misma emperatriz era su maestra. Pronto aprendió más sobre sus ideas y gustos, sobre su amor romántico por la triple luz lunar, y de las extrañas flores que cultivaba con tanto cuidado y satisfacción. Dichas flores eran raras en cualquier parte de Satabbor: algunas de ellas eran anémonas traídas desde las cimas de montañas casi inaccesibles de muchas millas de altura, y otras poseían formas inconcebiblemente más bizarras que las orquídeas, oriundas de junglas espantosas cercanas al polo sur. Pronto tuvo el privilegio de escucharla tocar un instrumento musical local, el cual combinaba las características de la flauta y el laúd.

Y finalmente, un día, cuando él sabía lo suficiente del idioma como para manejar algunas de sus sutilezas, ella le leyó en un rollo de pergamino vegetal uno de sus poemas, una oda a una estrella llamada Atana por los habitantes de Omanorion. Esa oda era verdaderamente exquisita y pletórica de fantasías poéticas de alto nivel, expresando un anhelo medio irónico, tristemente consciente de su propia imposibilidad, por los reinos ultrasiderales de Atana. Al terminar agregó:

—Siempre he amado a Atana, porque es tan pequeña y lejana.

Cuestionándola, Alvor descubrió para su total sorpresa, que Atana era la misma estrella minúscula llamado Arot en Ulphalor, la cual le fue señalada por Vizaphmal como el sol de su propia tierra. Esa estrella era visible sólo en la rara oscuridad interlunar, y se consideraba una prueba de buena vista verla incluso en ese periodo. Cuando el poeta le comunicó a Ambiala esa pisca de conocimiento astronómico, que la estrella Atala era su propio sol, y también le habló de su propia «Oda a Antares», ocurrió una escena de lo más afectuosa, pues la emperatriz lo abrazó con sus cinco brazos y gritó:

—¿No sientes como yo que estamos destinados el uno al otro?

A pesar de estar un poco perturbado por la muestra afectiva de Ambiala, Alvor no pudo menos que asentir. Los dos seres, tan disímiles en su aspecto externo, quedaron totalmente vencidos por el éxtasis surgido por las comparaciones de sus notas poéticas; y un raro entendimiento, raro incluso en los seres de un mismo tipo evolutivo, se estableció entre ellos a partir de ahí. También, Alvor desarrolló una apreciación por los encantos externos de Ambiala la cual, la verdad sea dicha, no lo había atraído hasta ese momento. Él reflexionó que después de todo, sus cinco brazos, tres piernas y tres ojos, era simplemente una superabundancia de características anatómicas sobre el cual el amor humano no estaba llamado a dotarlo por ningún motivo de un valor inferior. En cuanto a sus colores opalescentes eran, pensó, mucho más encantadores que la aglomeración de extraños matices con los cuales la figura de la mujer humana había sido adornada en muchas pinturas modernistas.

Cuando en Lompior se conoció que Alvor era el amante de Ampiala, ninguna sorpresa o censura fue expresada por nadie. Sin dudas los habitantes, especialmente los machos Alphads, quienes había cortejado en vano la emperatriz, pensaron que sus gustos eran extraños por no decir excéntricos. Pero en todo caso no se pronunció ningún comentario: después de todo era su propio amor, y nadie más podía sentirlo por ella. Se diría, por eso, que los habitantes de Omanorion habían dominado el arte ultracivilizado de meterse en sus propios asuntos.

Clark Ashton Smith (1893-1961)




Relatos góticos. I Relatos de Clark Ashton Smith.


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El análisis y resumen del cuento de Clark Ashton Smith: El monstruo de la profecía (The Monster of the Prophecy), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

M. Cabrera dijo...

Magnífico cuento. Hay esperanza (y también amor) más allá de este mundo. Muchas gracias por publicarlo.

Ada dijo...

La historia de amor innecesaria valió la pena por esa frase final



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