Libros que pueden aliviar el dolor de una pérdida


Libros que pueden aliviar el dolor de una pérdida.




La muerte de alguien querido es probablemente el dolor más agudo que podemos experimentar; y más aún cuando el mundo, poco a poco, nos empuja a seguir adelante de cualquier forma.

Uno se siente tentado a perderse en la nada, en el vacío que llena el corazón, que nos impide pensar y aún siquiera respirar. Todo nuestro organismo parece querer seguir a quién ha partido.

El pueblo hebreo, que algo sabe acerca del dolor, formula el siguiente ruego para los momentos de gran desesperación tras la muerte de un ser querido, y que en cierta forma sostiene a todos aquellos libros que abordan sinceramente el tema:


No me dejes morir mientras aún estoy vivo.


Incluso en las horas más oscuras siempre podemos contar con nuestros libros.

Leer no necesariamente es una forma de evadir el dolor. Puede ser un camino para enfrentarlo; tal como lo sugiere William Shakespeare:


Dad palabra al dolor: el sufrimiento que no habla susurra en el corazón hasta que lo rompe.
(Give sorrow words; the grief that does not speak whispers the o'er-fraught heart and bids it break)


Desde ya que no vamos a recomendar aquí ningún libro de autoayuda. No es necesaria esa especificidad para aliviar el dolor mediante la lectura.

El mejor sitio para empezar, al menos para mí, es en el notable libro de C.S. Lewis: El problema del dolor (A Grief Observed).

Ya en la primera página, el autor de Narnia y amigo personal de J.R.R. Tolkien, nos deja una reflexión interesante:


Nunca nadie me dijo que el dolor se parecía tanto al miedo.
(No one ever told me that grief felt so like fear)


Por aquel entonces C.S. Lewis lidiaba con la pérdida de su esposa, la poetisa norteamericana Joy Davidman, que falleció de cáncer apenas un año después de su casamiento. La enfermedad de su mujer no era una novedad para el creador de El león, la bruja y el ropero. Contrajo matrimonio con ella sabiendo que Joy tenía una corta expectativa de vida.

Alguno podrá decir que C.S. Lewis era, entre otras cosas, un devoto criatiano y un teólogo muy lúcido; lo cual le brindaba cierto refugio frente al dolor de una pérdida.

Desde aquí nos parece justamente lo contrario. C.S. Lewis no dobla sus creencias y tampoco se refugia en el fatalismo. Su obra, de una honestidad desgarradora, solo intenta penetrar en el misterio del dolor con absoluta humildad.

Un acercamiento más humanista del tema del dolor puede encontrarse en: El año del pensamiento mágico (The Year of Magical Thinking), de Joan Didion.

Para ella, la calamidad fue doble. Pasó la Navidad de 2003 viendo a su hija sumergiéndose en los abismos del coma. Una semana después, en la víspera de Año Nuevo, su marido falleció de un ataque cardíaco.

Así describe sus profunda depresión en la apertura del libro:


Te falta una sola persona y todo el mundo está vacío.
(A single person is missing for you, and the whole world is empty)


Y luego añade:


Somos imperfectos seres mortales, conscientes de nuestra mortalidad. Cuando lloramos por nuestras pérdidas también lloramos, para bien o mal, por nosotros mismos.


Para C.S. Lewis el problema del dolor es que no sabemos cómo enfrentarlo. Le asignamos las propiedades lineales del tiempo cuando más bien deberíamos pensar en él como un espiral. Buscamos progresos, creemos hallarlos, y de repente nos encontramos en un sitio muy similar al del principio.

Algunos años después de las reflexiones de C.S. Lewis, más precisamente en 1969, la psiquiatra suiza Elisabeth Kubler-Ross identificó su libro: Sobre la muerte y los moribundos (On Death and Dying) las cinco etapas del duelo, que de ningún modo son lineales, sino que orbitan entre sí como un laberinto de círculos concéntricos:


Negación («esto no me puede estar pasando a mí»)

Ira («¿Por qué a mí? ¡No es justo!»)

Negociación («haría cualquier cosa para que estuviese de vuelta conmigo»)

Depresión («¿por qué hacer algo?»; «¿qué sentido tiene?»)

Aceptación («ha pasado lo que tenía que pasar»; «es mejor así»)


La psiquiatra alerta que estas son solo herramientas, no diagnósticos, que pueden ayudarnos a identificar las distintas etapas del duelo por las que estemos atravesando.

Es difícil recomendar libros para una etapa tan delicada de la vida, pero quizás lo mejor sea recurrir a autores que hayan atravesado por esas mismas situaciones.

Por ahí anda la negra melancolía de Alfred Tennyson en: Duerme ahora el pétalo carmesí (Now Sleeps the Crimson Petal).


Ahora retrocede la dulzura del lirio
y al oscuro abismo del lago se va deslizando.
Así repliégate también tú, mi amor, y duerme
en mi fondo, piérdete entera dentro de mí.


La triste resignación de Christina Rossetti en Cuando esté muerta (When I Am Dead):


Cuando esté muerta, mi amor,
No cantes tristes canciones para mí,
No plantes rosas en mi cabeza
Ni sombríos cipreses:
Sé la hierba verde sobre mí,
Con rocíos y gotas mójame;
Y si te marchitas, recuerda;
Y si te marchitas, olvida.

Ya no veré las sombras,
No sentiré la lluvia,
No escucharé al ruiseñor
Cantando su dolor:
Y soñando a través del crepúsculo
Que no crece ni desciende,
Felizmente podría recordar,
Y felizmente podría olvidar.





Los delicados recuerdos versificados por W.H Auden en: Funeral Blues (Funeral Blues).


Detengan los relojes, desconecten el teléfono
denle un hueso al perro para que no ladre
Callen los pianos y con ese tamborileo sordo
saquen el féretro, dejen entrar a los dolientes;

Que los aviones sobrevuelen quejumbrosos
y escriban en el cielo el mensaje: él ha muerto.
Pongan moños negros en los níveos cuellos de las palomas
que los policías usen guantes de algodón negro.

Él era mi norte, mi sur, mi este y oeste
mi semana de trabajo y mi domingo de descanso
mi mediodía, mi medianoche, mi conversación, mi canto.
Creí que el amor perduraba por siempre: estaba equivocado.

No precisamos estrellas; apáguenlas todas
envuelvan la luna, desarmen el sol,
desagüen el océano y talen el bosque
porque desde ahora nada puede terminar bien.



O la ira de Dylan Thomas, que no niega a la muerte ni fatiga con sentimentalismos, pero que nos arrebata con una fuerza arrasadora en No entres dócil en esa buena noche (Do Not Go Gentle into that Good Night):

No entres dócil en esa buena noche,
la vejez debería arder y enfurecerse al concluir el día;
enfurecerse, enfurecerse contra la muerte de la luz.

Aunque al llegar su fin los sabios sepan que la oscuridad es justa,
ya que sus palabras no desviaron el relámpago
no entran dóciles en esa buena noche.

Los hombres buenos, por ser los últimos, al lamentar lo mucho
que podrían haber brillado sus obras frágiles
se enfurecen, se enfurecen contra la muerte de la luz.

Los hombres salvajes, que capturaron al sol al vuelo y lo cantaron
y que aprenden, tarde, que entristecieron su camino
no entran dóciles en esa buena noche.

Los hombres graves, moribundos, que ven con ojos cegados
que los ojos ciegos podrían arder como meteoros y ser dichosos,
se enfurecen, se enfurecen contra la muerte de la luz.

Y tú, padre mío, desde tu altura triste,
maldice, bendíceme ahora con tus lágrimas feroces, te lo pido.
No entres dócil en esa buena noche.
Enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz.





O en uno de sus mejores poemas: Y la muerte no tendrá dominio (And Death Shall Have No Dominion).


Y la muerte no tendrá dominio.
Muerto es desnudo, todos serán uno
Con el hombre en el viento y la luna occidental;
Cuando sus huesos estén limpios
Y limpios sus huesos se hayan ido,
Tendrán estrellas en los codos y pies;
Aunque vayan locos serán cuerdos,
Aunque se hundan en el mar se elevarán,
Aunque se pierdan los amantes el amor no,
Y la muerte no tendrá dominio.





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